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Espiral (Guadalajara)

versión impresa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.16 no.46 Guadalajara sep./dic. 2009

 

Sociedad

 

Salud y muerte en el conjunto de Belén

 

Health and death in the Belen hospital and graveyard

 

Estrellita García Fernández*

 

* El Colegio de Jalisco-Universidad de Guadalajara. estrellita@coljal.edu.mx.

 

Fecha de recepción: 23 de septiembre de 2008.
Fecha de aceptación: 04 de febrero de 2009.

 

Resumen

La permanencia de buena parte del conjunto arquitectónico que integró el hospital y cementerio de Belén, constituye hoy uno de los legados más importantes del patrimonio edificado de Guadalajara, no sólo por sus más de doscientos años de erigido sino porque permite conocer las ideas que acerca de la salud, enfermedad y muerte tenía la sociedad que lo concibió, así como los cambios ocurridos en estas nociones.

Palabras clave: Salud, enfermedad, hospital, cementerio y patrimonio edificado.

 

Abstract

The Belen hospital and graveyard is one of the most important architectural legacies in Guadalajara, not only because it is more than 200 years old, but also because by studying it we are now able to know more about the notions of health, sickness and death in the society that erected it, and the changes underwent since.

Keywords: Health, sickness, hospital, graveyard, architectural legacy.

 

A Jose

Referirse a uno de los conjuntos arquitectónicos más emblemáticos del patrimonio edificado de la ciudad de Guadalajara, como el que constituye el hospital y el cementerio de Belén, implica aludir al propio hecho arquitectónico y reflexionar acerca de las ideas y el contexto que hicieron posible su construcción.

En este sentido, es preciso mencionar algunos de los paradigmas acerca de la salud, la enfermedad y la muerte que antecedieron a esta obra, y que implicaron la creación de instalaciones hospitalarias y la organización de recintos diferentes, lo cual permite apreciar mejor los cambios conceptuales y arquitectónicos que aparecieron originalmente en el conjunto de Belén, así como el valor social e histórico que se le otorga hoy.

 

Salud y enfermedad

"La salud y la enfermedad son dos polos opuestos de la existencia humana, pero tal vez no haya dos términos más difíciles de comprender" (Lindemann, 2001: 1). Las ideas en torno a la salud y la enfermedad no han sido ni son permanentes, pues en buena medida son construcciones sociales, si bien "algunas enfermedades se construyen socialmente más que otras" (Pelling cit. por Lindemann, 2001: XXII).

Los términos salud y enfermedad han mantenido una relación de opuestos en todas las culturas, pero para la cultura occidental, después de la desintegración del mundo antiguo y hasta el ocaso del medioevo europeo, la distancia entre ambas clasificaciones se redujo, conforme la religión católica fue la dominante y la explicación del estado de enfermedad y dolencia tuvieron fundamento moral y religioso, no obstante la sobrevivencia de la tradición hipocrática galénica y del influjo de textos árabes en la medicina académica hasta prácticamente 1800 (Lindemann, 2001: 69 y ss.).

Muestra de este cambio respecto a la antigüedad grecorromana es la asociación que se estableció entre vocablos como enfermedad y pecado, salud y gracia, los que aparecieron ya relacionados en concilios como los de Toledo, el decimoprimero (675 d. de C.) y el decimosegundo (681 d. de C.) (Granjel, 1981: 50-52); así como la valoración religiosa de la enfermedad que se impuso, entre otras, en la cultura hispanogoda:

[...] por tres causas sobreviven las enfermedades al cuerpo, a saber: por el pecado, por la prueba o tentación y por la pasión o destemplanza y sólo cuando esta última es la motivadora de la dolencia "puede socorrer la medicina humana, a las otras sólo la piedad de la divina misericordia" [...] La enfermedad, según la explicación cristiana [...] puede ser entendida, en ocasiones, como realidad permitida por Dios "para la condenación de los réprobos, para purgación de los elegidos, para aumentar la gloria de los merecimientos de los justos" (texto isidoriano cit. por Granjel, 1981: 52).

Sin embargo, hacia el octavo siglo, en los territorios de la península Ibérica, bajo el dominio de los árabes, la naciente sociedad hispanoárabe reconoció la relación existente entre las normas de higiene y la salud, y consideró que de la medicina dependía "el bienestar [...] la salud del cuerpo, la curación de enfermedades y todo lo que ello trae consigo" (Granjel, 1981: 59). Esta sociedad se distinguió por hacer realidad la "protección al saber científico... y [el] enriquecimiento de los conocimientos médicos [.] de acuerdo con los criterios vigentes en el mundo islámico." (Granjel, 1981: 59).

Siglos más tarde, en el contexto de la Reforma y de la formación de la Europa moderna, el Concilio de Trento (1545-1563) fue claro al señalar su postura respecto a la salud: "procurar algunas veces la salud del cuerpo quando es ventajosa á la salud del alma" (Pérez Pastor, 1782: 174). La visión del Concilio conllevó a "reavivar un impulso cristiano benéfico que nunca había sido tan eficazmente aplastado como en los países protestantes. El renacimiento religioso tridentino [condujo, entre otros programas] a la fundación de numerosos hospitales" (Lindemann, 2001: 144). Cabe advertir, no obstante, que a partir del siglo XVII fue cada vez mayor el establecimiento de hospitales bajo la custodia de los gobiernos, tanto en países católicos como protestantes.

Pese a las diferentes perspectivas desde las que se explicó la enfermedad, se practicó la medicina y se impusieron medidas de sanidad pública —cuarentenas, higiene privada, ingeniería sanitaria, etc.—, esto no evito que en los reinos católicos, cristianos o anteriormente bajo el dominio del islam algunas enfermedades fueron objeto de rechazo social. La lepra es quizá el mejor testimonio de esta exclusión desde el medioevo, es la marca de la ira, a la vez que de la bondad divina (Foucault, 1982: 17). La "segregación del leproso de su medio social se cumplía con un ritual religioso que sacralizaba la muerte civil que imponía la enfermedad..." (Foucault, 1982: 139).

A la lepra la alcanzaron en el espacio de aislamiento las enfermedades venéreas, como "una nueva encarnación del mal, una mueca distinta del miedo, una magia renovada de purificación y de exclusión" (Foucault, 1982: 13), con la diferencia de que las enfermedades venéreas muy pronto se volvieron asunto médico.

A este cambio en el tratamiento de las enfermedades pronto se le uniría, en el "espacio moral de exclusión", otro mal: la locura —nombrada de distintas maneras de acuerdo con la colección de "trastornos" mentales— (Lindemann, 2001: 28), la que antes del siglo XVII pululaba por las ciudades y los caminos o era mantenida en prisiones (Foucault, 1982: 20-23). La "preocupación de la curación y de la exclusión se juntaban; se encerraba dentro del espacio cerrado del milagro" (Foucault, 1982: 24).

Finalmente, también fue objeto de reclusión la pobreza, despojándose de toda positividad mística, "movimiento de pensamiento que quita a la Pobreza su sentido absoluto y a la Caridad el valor que obtiene de esta Pobreza socorrida" (Foucault, 1982: 91). La miseria había permitido a los pudientes poner en práctica "el deber de la caridad y el deseo de castigar toda práctica equívoca" (Foucault, 1982: 86).

La salud y la enfermedad comenzaron a alejar sus fronteras en la misma medida en que la medicina se acercó al hospital en el siglo XVIII (Foucault, 1999: 98 y ss.), y la Iglesia separó el mundo cristiano de la miseria, santificada en la Edad Media, y a la locura del poseso, entre otras enfermedades relacionadas con el pecado, la expiación o la gracia de los justos (Foucault, 1999: 97).

 

Hospitales. Antecedentes y particularidades en México

"La historia de las instituciones médicas es amplia [...] y abarca [tanto] instituciones cerradas, 'con muros', es decir, hospitales, manicomios o asilos [como] abiertas o 'sin muros', es decir, asociaciones y gremios médicos, sanidad pública, órdenes hospitalarias" (Lindemann, 2001: 132), etc. Los primeros hospitales datan del siglo X, fueron construidos en las principales ciudades del mundo islámico —Bagdad, El Cairo y Damasco—, si bien pueden considerarse ciertas instituciones precristianas y más tarde algunas cristianas, por ejemplo recintos anexos a iglesias primitivas para la atención a los viajeros y luego a los cruzados, como precursoras de los hospitales concebidos en la Europa medieval (Lindemann, 2001: 137).

El término "hospital" en el medioevo abarcó varios tipos de instituciones: leproserías, casa de socorro, hospicios para viajeros y peregrinos, orfanatos e instituciones para curar enfermos. El hospital, hasta prácticamente el siglo XVII, fue un instrumento de caridad —medio de salvación—, de ayuda a los pobres y desvalidos, y también de internamiento, cuando no de prisión de ciertos tipos de enfermedades. La asistencia médica —cuidado— no fue la única razón para establecer estos recintos.1

"La influencia eclesiástica fue decisiva en la creación [y mantenimiento] de los hospitales medievales" (Lindemann, 2001: 138), así como también fue importante el patrocinio de determinados laicos. La permanencia de los "pacientes" en estas instituciones variaba conforme el tipo de establecimiento, la estación del año, la naturaleza o el estado de la enfermedad y hasta el género —la estadía de las mujeres tendía a ser más prolongada—. No obstante, de acuerdo con algunos historiadores de la medicina lo "normal eran breves estancias de diez a quince días" (Lindemann, 2001: 141).

El hospital medieval era un recinto cerrado, aislado por muros y rejas, cuyo edificio central estaba compuesto por una planta rectangular o cruciforme, incluía capillas y por lo general largas salas, donde se colocaban las camas en hileras, "muchas veces lo suficientemente grandes como para acomodar a más de un individuo" (Lindemann, 2001: 139) . Hasta mediados del siglo XVIII no se modificó la estructura característica de los edificios hospitalarios.

Al finalizar esta etapa es probable que en Europa se dispusiera bajo la denominación general de hospitales de uno por cada mil habitantes, algunos de los cuales llegaron a acoger a más de doscientas personas, como el de Saint Leonard de York en Inglaterra y Santa María Nuova en Florencia, Italia; este último en el siglo XIV ya contaba con un equipo de médicos visitante, un cirujano, sirvientas y hermanas enfermeras, de manera que pudo proporcionar ciertos cuidados médicos (Lindemann, 2001: 137-138 y 140) .

La España renacentista dotó de hospitales a todas las ciudades y villas, si bien la característica que predominó fue la "condición de refugio sobre el de centro asistencial" (Granjel, 1980: 121), herencia medieval que perduró varias décadas más en una sociedad que de alguna manera soslayó la ayuda profesional dentro de estas instituciones si podía recibirla en casa o curarse con "medicina doméstica".

Entonces se consideraba a la medicina como un "saber otorgado por Dios a los hombres, deduciendo de ello ser su ejercicio sagrado" (Granjel, 1980: 83); entre las principales instrucciones se le recordaba a los médicos la dimensión casi sobrenatural de su ejercicio ante el enfermo y la obligación de recurrir primero al verdadero médico, Dios, pues sin contar con su presencia serían inútiles las medicinas y los doctores.

Este periodo se distinguió por el reconocimiento social de los profesionales de la medicina —médicos de cámara o familiares, boticarios, cirujanos—, así como por el incremento de los médicos en varios sitios urbanos de la metrópoli. Se estima que a mediados del siglo XVI en los núcleos urbanos españoles había entre cuatro y cinco médicos por cada diez mil habitantes.2

En América, particularmente en la Nueva España, el repertorio hospitalario desarrolló algunas peculiaridades asociadas con la obra evangelizadora (Oliver, 1992: 40-43). La edificación de este tipo de instituciones en México se remonta al siglo XVI, conjuntamente con el establecimiento de varios sitios urbanos y la reubicación de la población indígena, entre otros factores.

La estructura hospitalaria estuvo determinada por "una serie de ordenanzas reales expedidas por la corona... las disposiciones para su organización interior [correspondieron a] la Iglesia" (Oliver, 1992: 41). La salud del alma constituyó una preocupación fundamental en los recintos nosocomiales, relacionada a la vez con la instrucción de la fe católica y la preparación para el bien morir.

Al momento de fundarse los primeros hospitales predominaba el criterio de que "el enfermo es un sujeto que ha sido poseído por algo sobrenatural y que la medicina es un acto que se circunscribe en el campo de la religión aplicada" (Zedillo, cit. por Chanfón, 1997: 371).

El programa arquitectónico que caracterizó a los conjuntos hospitalarios urbanos o rurales en México estuvo definido, generalmente, por un patio principal, la botica, un huerto, los lavaderos, la cocina, y las enfermerías o sitios para encamados, en los cuales se separaba según el género, la deshonra de la enfermedad, la clase de individuos y el tipo de convalecencia; por supuesto, este programa también incluyó la capilla y el cementerio (Chanfón, 1997: 372 y Muriel, 1998: 56).

Espacialmente los hospitales podían estar organizados en forma de planta basilical, cruciforme o palaciana, atendiendo a la relación entre la enfermería y la capilla. No obstante, en la Nueva España la forma más utilizada hasta el siglo XVIII fue la de patio cuadrado con las salas de los enfermos cerrando los lados (Chanfón, 1997: 372 y Muriel, 1998: 56).

Las capillas resultaban espacios indispensables para completar la idea de la sanación, ya fuera del cuerpo o del alma, y consumar la obra evangelizadora en el caso de los hospitales para los naturales (Muriel, 1990: 65 y ss). Las capillas formaron parte indisoluble de la matriz espacial y funcional de los conjuntos hospitalarios, del mismo modo que los cementerios, que con mucha frecuencia cerraban el ciclo de la enfermedad y la hospitalización, como lo señalarían Howard y Tenon a finales del siglo XVIII (Foucault, 1999: 99).

La calidad de los recintos destinados a las capillas y a los cementerios de los hospitales dependieron tanto de los grupos sociales a los cuales estuvieron destinados, como de la importancia otorgada en la curación de la enfermedad o en cristiana sepultura y de las demostraciones de caridad o devoción de algunos benefactores.

Los recursos para el mantenimiento de algunos nosocomios se hallaron atados a las donaciones de las cofradías a las cuales pertenecían, a las dádivas de ciertos mecenas, pero sobre todo a la aprobación de presupuestos por parte de la corona y de la propia Iglesia. También se dio el caso de hospitales, como el Real de los Naturales en México (1604) y San Roque de la Puebla (1607), cuyo sostenimiento estuvo relacionado con otra actividad: el teatro.3

Tal "maridaje producto de una mentalidad medieval" (Cuadriello, 1992: 45), heredado de la Península —y éste a su vez del pacto entre la corona francesa y las cofradías del socorro—, se sostuvo hasta que entró en conflicto con las ideas del Siglo de las Luces; es decir, con los requerimientos de higiene, ventilación y tranquilidad del sitio (Cuadriello, 1992: 44-45).

La consolidación de las ideas de la Ilustración, referentes a la relación que existe entre la salud y la higiene, así como a la separación que debe haber entre pobreza y enfermedad, hizo posible que para mediados del siglo XVIII surgiera en Europa, y posteriormente en América, "una conciencia clara de que el hospital podía y debía ser un instrumento destinado a curar al enfermo" (Oliver, 1992: 32). En este cambio jugaría también un papel importante el avance de la medicina militar, lo que dio lugar a la fundación de hospitales especializados y a la formación de especialistas que atendieran a los heridos de guerra (Lindemann, 2001: 160).

No obstante, durante este periodo y buena parte del siglo XIX, muchos hospitales continuaron siendo lugares para ir a agonizar y para aislar a los individuos peligrosos, tales como los locos, los pobres o los vagabundos.

El escenario social del último cuarto del siglo XVIII permitió consolidar los cambios en el ámbito hospitalario,4 conforme la "medicina como ciencia clínica apareció bajo condiciones que definen... el dominio de su experiencia y la estructura de su racionalidad" (Foucault, 2001: 9).

Los nuevos hospitales, ya fueran pertenecientes a órdenes religiosas, a cargo del Estado o fundados por la iniciativa privada, siguieron un principio básico: la exclusividad médica, "no se concibieron para ser instituciones generales como los hôtels–dieu o los hôpitaux généraux" de las centurias anteriores (Lindemann, 2001: 154).

El "hospital deja de ser una simple figura arquitectónica y pasa a formar parte de un hecho médico-hospitalario" (Foucault, 1999: 98), donde, además de procurar curar a los enfermos, se enseña medicina y se torna importante velar por otros asuntos como la cantidad de enfermos que puede admitir la institución, la tasa de mortalidad, las condiciones de ventilación, la alimentación, las circulaciones, el traslado de la ropa sucia y de la limpia, el lavado de la prendas e incluso la conveniencia o no de la contigüidad espacial de algunas salas de enfermos (Foucault, 1999: 98-99, 106-107 y ss.).

En el entorno local, las ideas de la Ilustración tuvieron un representante excepcional en fray Antonio Alcalde (Oliver, 1992: 223). Entre las características más destacables de la nueva mentalidad, fundamentalmente dentro del grupo de los prelados, estuvo: "el rechazo a la filosofía escolástica, la creación de colegios y seminarios dotados de nuevos programas de estudios, la difusión del liberalismo español en materias sociales y económicas, y el desarrollo de una 'filosofía política caritativa aplicada a los asuntos terrenales'" (Oliver, 1992: 223-224).

Esta perspectiva distinta de la caridad se manifestó en las novedosas instalaciones hospitalarias, las que no sólo fueron sitios para remediar la enfermedad y la pobreza, sino también para corregir la moral (Foucault, 1982: 118). El hospital pasó a ser "un operador terapéutico", más que un lugar para la resignación cristiana o el castigo (Foucault, 1998: 177).

 

El conjunto de Belén

La propuesta de construir un nuevo hospital para la ciudad de Guadalajara surgió desde 1713; sin embargo, los diversos intentos de los betlemitas sólo dieron lugar a algunas reparaciones y ampliaciones del antiguo hospital de San Miguel (Oliver, 1992: 177-180). No fue hasta 1787, bajo los nuevos criterios higienistas, que "se abrían en Guadalajara los cimientos del nuevo edificio del hospital Real de San Miguel de Belén; y parecería que la magnificencia con que fue construido estuvo directamente relacionada con la catástrofe vivida" el año anterior (Oliver, 1992: 221), cuando varios de los padecimientos existentes alcanzaron proporciones epidémicas a consecuencia del hambre, la insalubridad y el aumento de la población, especialmente en sitios urbanos como la capital tapatía (Oliver, 1992b: 59).

"Bien puede decirse que el periodo colonial cerró con broche de oro su intensa labor nosocomial con la inauguración, en las postrimerías del siglo XVIII, de dos hospitales: el de San Andrés [adaptado en un edificio que perteneció a los jesuitas], en la ciudad de México, y el Real de San Miguel, en Guadalajara" (Vargas, 1998: 93).

Finalmente el hospital entró en funciones en mayo de 1794 (Oliver, 1992: 234), la misma década en que, de acuerdo con Michel Foucault, se impuso un cambio radical en la ciencia médica y el método clínico, particularmente en Francia. La "persona enferma quedó expuesta directamente a la mirada de los médicos y se convirtió en objeto de una reglamentación y una inspección sanitarias" (Foucault cit. por Lindemann, 2001: 134).

El conjunto incluyó desde el principio el cementerio o camposanto, como comúnmente comenzó a denominarse a finales del siglo XVIII, pero con la diferencia de que este cementerio se concibió para darle servicio también a la ciudad y no para el uso exclusivo del hospital (Oliver, 1992: 226-227); de hecho, se utilizó antes de que el nosocomio estuviera concluido (Méndez, 2008).

Las condiciones previamente definidas para la construcción del hospital y el cementerio incluyeron su localización fuera de la ciudad, la conducción del agua necesaria para el funcionamiento del hospital y la separación de las aguas sucias, así como la accesibilidad al sitio (Oliver, 1992: 228).

La ubicación del conjunto, relativamente alejado de la ciudad, evitaría posibles contagios a la población local; en todo caso, los vientos predominantes arrastrarían las emanaciones producidas hacia los campos deshabitados del poniente (Oliver, 1992: 229-231). Además, el terreno seleccionado evidenciaba otra ventaja, pues se localizaba cercano al río San Juan de Dios, lo cual suponía un beneficio para el lavado de la ropa, pero no implicaba afectación a la instalación hospitalaria por humedades o derrames de su corriente (Oliver, 1992: 229).

El diseño espacial del inmueble se organizó en una planta radiada, cuyo antecedente tipológico, según la investigación de Lilia Oliver, está relacionado con los hospitales cruciformes europeos y con la experiencia constructiva de los betlemitas (Oliver, 1992: 238-240). El conjunto se alzó sobre un área de aproximadamente nueve hectáreas,5 correspondiendo 35,049.3 m2 al camposanto; 16,913.9 m2 a la huerta, 5,786.8 m2 a los corrales y alrededor de 30,900.9 m2 al edificio hospitalario (Oliver, 1992: 253-254).

El programa arquitectónico definió las actividades y las áreas o locales requeridos: hospitalización, camposanto, templo, escuela, servicio y "convento para los frailes hospitalarios de Nuestra Señora de Belén" (Oliver, 1992: 233), además de una extraordinaria cifra de camas, cercana a las 800, con la probabilidad de ampliar el número de internados en caso necesario; entonces la ciudad de Guadalajara contaba con aproximadamente 28 mil habitantes (Muriá, 1981: 296).

La forma radiada permitió la mejor adecuación espacial y funcional, en la cual se satisfacían requerimientos tales como la separación de las personas por género y tipo de "accidentes", la circulación, la ventilación y la observación.

Este tipo de planta facilitó la organización de los recintos alrededor de un centro, la capilla —altar en el crucero o distribuidor y templo con sus accesorias—, y la formación de varios patios, lo que proporcionó ventilación, luz y que los enfermos más graves pudieran participar en los servicios religiosos desde sus camas.

Otro aspecto importante en este tipo de organización espacial fue la observación. La nueva construcción, a diferencia del viejo hospital de San Miguel de Belén y de otros inmuebles de internación construidos con anterioridad, "no está hecha simplemente para ser vista... o vigilar el espacio exterior... sino para permitir el mejor control interior" (Foucault, 1998: 177). El original hospital, como instrumento de acción médica, debía permitir la observación de los enfermos, ajustar mejor los cuidados de éstos, impedir los contagios y hasta lograr modificar sus conductas.

La ubicación de cada una de las salas de enfermos —22 salas y 16 piezas, según el plano de 1792— (Oliver, 1992: 253-254) y demás dependencias —capilla, templo, baños, botica, almacenes, refectorio, celdas para los religiosos, patios, lavanderías, caballerizas, huerta, corrales, camposanto, etc.—6 siguió una disposición funcional pero también jerárquica, apreciable hasta en los nombres otorgados a las salas de los enfermos —nomenclatura que se mantuvo hasta 1914, cuando fue sustituida por los nombres de médicos tapatíos (Oliver, 2003: 114).

No es casual que la sala destinada a los eclesiásticos se denominara San Pedro; que las de cirugía se llamaran Santiago y San Miguel, santos protectores de la ciudad desde sus inicios; o que la asignada a los sifilíticos llevara por nombre San Jerónimo, santo que se "retira... al desierto... para hacer penitencia y llevar una vida de anacoreta" (Duchet-Suchaux y Pastoureau, 1999: 214); mientras que otros recintos se nombraron por el padecimiento, "piezas para locos y delirio", "para rabia y contagio" (Oliver, 1992: 253).

La segregación de algunas enfermedades del ámbito social, como la locura, la rabia y el "contagio", se expresó también espacialmente, siendo ubicadas las salas relacionadas con estas enfermedades en los lugares más alejados del núcleo religioso del hospital. Mientras que las secciones para sanar los padecimientos más comunes, como las fiebres, quedaron alrededor del núcleo central.

En el caso de las estancias dedicadas a la atención de los hombres le fueron otorgados nombres relacionados con las figuras de la Trinidad, Dios Padre, Dios Hijo y el Espíritu Santo, y se ubicaron a la derecha del espacio religioso. Las salas de mujeres, ostensiblemente separadas de las de los varones, se denominaron de La Pasión y del Corazón de Jesús.

La asistencia médica y la enseñanza de la medicina encontraron en este hospital "un nuevo campo de acción para perfeccionar su profesión, sobre todo para los pobres" (Oliver, 1992b: 76). En los primeros años de actividad, los empleados dedicados a la atención médica eran seis: un médico, un practicante de medicina, el enfermero mayor, el boticario, el cirujano y un mozo de cirugía. La presencia cotidiana de los médicos en el hospital —al menos visitaban a los enfermos dos veces al día— fue otro de los resultados del pensamiento moderno desarrollado en el nosocomio de Belén, originalmente impuesto en el "hospital del hambre" de 1786 (Oliver, 1992b: 65).

La descripción de un viajero en 1869 refiere algunos de los resultados de diseño del edificio en beneficio de su funcionamiento:

El edificio está muy bien construido. Es de un piso con cuartos muy grandes y de techo muy alto... asegurando de esta forma muy buena ventilación. Las paredes de gruesos ladrillo o adobe al igual que el techo cubierto de teja roja, hacen que la temperatura dentro del mismo siempre sea estable tanto en verano como en invierno. No hay polvo, ni ruido, ni luz fuerte, ni moscos, moscas o bichos ("Albert S. Evans": 237).

Asimismo, la disociación del cementerio del cuerpo principal del hospital y del propio recinto religioso expresó no sólo la posibilidad de su utilización por el resto de la ciudad —sin que llegara a considerarse un cementerio general—, sino los nuevos criterios higienistas,7 los cuales también alcanzaron el área de enterramiento (Rodríguez, 2001: 228229). Es "necesario separar... los vivos de los muertos, y para estos [se deben] reservar lugares propios" (Rodríguez, 2001: 229).

Justamente, fray Antonio Alcalde, fundador de este conjunto, fue uno de los ilustrados que compartió esta corriente de pensamiento, en particular la idea de disociar el espacio de los vivos, aun de los enfermos, del espacio de los muertos (Rodríguez, 2001: 229).

La localización del cementerio en el extremo oriente y el huerto en el lado poniente se relacionó con los vientos predominantes, los que circularían por el cementerio sin impedimentos y luego se "filtrarían" entre los árboles del huerto. "El horror a los malos olores, y esa preocupación por la sanidad del medio ambiente y su relación con las enfermedades" fueron criterios determinantes para el emplazamiento y diseño de la necrópolis (Oliver, 2003: 39).

Evidentemente, a este cementerio no fue a parar cualquier cadáver del hospital o de la ciudad, sólo aquellos "pobres de solemnidad", máxime durante la epidemia de cólera de 1833. La práctica de enterramiento en las iglesias y conventos continuó por varias décadas más, de manera que quienes tenían sepulcros señalados en sitios religiosos fueron enterrados en éstos hasta 1861, cuando las leyes de Reforma prohibieron tales prácticas y se establecieron los panteones supervisados por los ayuntamientos.

La generalización de las ideas de la Ilustración en las primeras cuatro décadas del siglo XIX y el argumento de no continuar enterrando cadáveres en los ya "saturados" recintos religiosos, hizo posible la materialización del proyecto de 1824 sobre el área de la huerta y parte del cementerio colindante con el hospital (García de Alba-García et al., 2001: 309), el camposanto o Panteón de Guadalupe, luego de Santa Paula, cuya construcción se inició en los años cuarenta por orden del obispo Diego Aranda y Carpinteiro y abarcó una superficie rectangular de aproximadamente 45,500 metros cuadrados.8

El proyecto no sólo respondió a la influencia estilística del neoclásico todavía vigente, sino que permitió la aparición de la expresión formal correspondiente al romanticismo en monumentos funerarios erigidos en el jardín —tumbas individuales "inspiradas en un simbolismo tradicional, la estela, la columna rota, el ángel doliente, etc. y copias de las grandes capillas, destinadas a familias de renombre"— (García de Alba-García et al., 2001: 309), de apariencia neogótica o relacionados con elementos tipológicos de la arquitectura egipcia; sepulturas que influirán posteriormente en la edificación de mausoleos como el del primer gobernador de Colima, Manuel Álvarez, en la entonces capilla de Nuestra Señora de la Salud (García, 2007: 99-101). "Los cementerios del siglo XIX, son los panteones de los dioses devenidos en hombres por la modernidad" (García de Alba-García et al.,2001: 309). Asimismo, a la par de las innovaciones estilísticas se incorporó el término panteón, en uso desde el siglo XVIII para referirse a los monumentos funerarios destinados al enterramiento de personas (Alonso, 1991).

A diferencia del proyecto del hospital de Belén, de cuyo arquitecto realizador se ignora el nombre, la obra del cementerio tuvo como proyectista a Manuel Gómez Ibarra quien, junto con Jacobo Gálvez, fue uno de los arquitectos más conocidos de mediados del siglo XIX en Guadalajara, ciudad que en ese entonces ya sumaba poco más de cincuenta mil residentes.

Espacial y socialmente el panteón se dividió en dos partes o patios: los entierros de primera y los de segunda clase (Aguilar, 1997: 68). El diseño incluyó dos galerías con nichos, capilla, capilla-mausoleo central y una serie de sepulturas monumentales, además de tumbas menores y la fosa común.

De acuerdo con Salvador Díaz y Elena Álvarez, el proyecto del panteón es muy probable que esté basado en la propuesta de "Modelos de planos para la construcción de cementerios extramuros de las poblaciones", realizada por el arquitecto Manuel Tolsá en 1808, y en el cementerio de Santa Paula de la ciudad de México, primera necrópolis laica inaugurada en 1836, levantada sobre el panteón de Santa María la Redonda (Díaz y Álvarez, 2002: 42).

Es destacable, acorde con la fecha de apertura del panteón —en el decenio de los cuarenta—, el impulso que recibió la construcción de este recinto de parte del clero, así como de algunos grupos con poder económico de la ciudad, que para entonces optaron por este sitio como su última morada hasta 1896, año en que fue clausurado —no obstante haber sido remozado en 1892— y otros, como el cementerio de Mezquitán, ocuparon su lugar.

 

Sociedad, salud y el bien cultural

La concepción que la sociedad tuvo sobre la enfermedad, la salud y la muerte a finales del siglo XVIII está expresada, en mucho, en el conjunto de Belén. Su construcción fue el resultado, por una parte, de la experiencia acumulada por la orden de los betlemitas en este repertorio y, por la otra, de la influencia de las ideas de la Ilustración en el contexto local.

Esta obra no constituyó un hecho social y constructivo aislado, pues se sumó a las obras públicas erigidas bajo la ilustración local: el nacimiento de la Universidad, la creación del Consulado de Comerciantes, la edificación de la Casa de la Misericordia, la pavimentación de calles, la introducción del agua, que ayudaron a paliar la pobreza urbana.

Los hospitales anteriores al XVIII fueron instituciones que si bien atendieron a la salud de los enfermos, poseyeron una significativa misión de asistencia a los pobres, un espacio de exclusión para los individuos que padecían ciertas enfermedades, como la lepra, proscritos por la sociedad, y también un medio para realizar la caridad.

En las últimas décadas de esa centuria las instituciones de asistencia, cuidado de enfermos, fueron sometidas a reformas conceptuales y espaciales que produjeron la "medicalización" del hospital. El ámbito hospitalario se fue convirtiendo en un lugar de curación y el enfermo en un asunto de los médicos, ya no de los religiosos. Esta postura se evidenció en el hospital de Belén, sobre todo a partir de 1802, luego de que los betlemitas abandonaran el nosocomio —y por consiguiente su administración— y tomara posesión la Audiencia. Pocos años después se establecería la medicina francesa —anatomoclínica—,9 lo que contribuyó a la formación de los nuevos médicos y, al final de la cuarta década del siglo XIX, se fundó la Clínica Médico-Quirúrgica (Oliver, 2003: 165 y 207).

No obstante, las ideas acerca de la salud, la higiene y la medicina no lograron corregir de inmediato prácticas que menoscababan la salubridad, tanto del hospital en cuestión como de la ciudad. La epidemia de cólera de 1833 fue la que provocó, además de la muerte de más de tres mil personas —muchas de las cuales fueron enterradas en el cementerio del hospital—, el cambio paulatino en la manera de ver la "suciedad y en las condiciones infrahumanas de miseria en que vivía la mayoría de la gente" (Oliver, 2004: 87).

El hospital se mantuvo bajo la administración del gobierno civil hasta 1842, cuando fue entregado al Cabildo Eclesiástico con argumentos tales como la escasez de fondos del "Estado Público" y la natural disposición de los eclesiásticos para la beneficencia, hecho que Lilia Oliver ha calificado como un retroceso en la modernización del hospital y prueba de lo tradicional de aquella sociedad (Oliver, 2003: 67 y 209-210); suceso que, por otra parte, resultaba inversamente proporcional a la postura del liberalismo, que en su tránsito hacia una sociedad moderna consideraba esta empresa propia "de la sociedad civil o de los órganos de gobierno" (Vargas, 1998: 99).

Por estos años, además de las modificaciones constructivas realizadas en el nosocomio por "necesidades higiénicas" evidenciadas por la Junta de Sanidad ante la llegada del cólera chico en 1850 (García, 1992: 23), se incorporaron a la atención hospitalaria las Hermanas de la Caridad (1854), asociación que permaneció al frente del nosocomio hasta 1874, a pesar de la vigencia de las leyes de Reforma (Oliver, 2003: 216-217).

El periodo de gobierno del Cabildo Eclesiástico concluyó en 1861 con la secularización de los hospitales e instituciones de caridad. A partir de esa fecha los fondos de la institución dependieron de la beneficencia pública —algunos administrados por los ayuntamientos y hacia 1877 por la Dirección de Beneficencia Pública del Estado—, si bien la Iglesia continuó otorgando recursos financieros y contribuyó en los años sesenta con la reparación de los hospitales arruinados por la guerra de Reforma.10 Después de todo, la caridad debía mantenerse como parte de la misión de la Iglesia católica.

El avance de la medicina continuó pese a los conflictos con las administraciones religiosas, el nulo aumento del personal médico hasta finalizar el siglo XIX, la escasez de fondos, la falta de higiene en algunos periodos —particularmente entre 1878 y 1888— y el incremento de los enfermos (Oliver, 2003: 217 y 220-223). Esto último equivale a decir, como bien apunta Lilia Oliver, "pobres que enfermaron", siendo atendidos en el hospital 2,620 de ellos en 1885, 2,645 en 1886 y 2,939 en 1887 (Oliver, 1998: 198).

Es preciso señalar que buena parte de la población que necesitaba los servicios médicos y poseía algún recurso prefería, como en los siglos anteriores, pagar los honorarios del galeno por la visita a domicilio, atenderse en la comisaría correspondiente, acudir a los consultorios adscritos a las boticas o recurrir a la medicina casera.

No ajenas a las transformaciones sociales de los últimos años del porfiriato, la atención hospitalaria y la enseñanza de la medicina se beneficiaron con una auténtica medicalización del hospital de Belén, que dio comienzo con la modificación del "Reglamento de la Escuela de Medicina" en 1888, en el cual se ordenaba realizar los estudios prácticos en dicho hospital, y que a la postre también incidió en la reorganización administrativa y en la renovación espacial del inmueble (Oliver, 2003: 218).

Entre estas transformaciones se hizo la sustitución de materiales —pavimentos, pinturas—; la introducción de infraestructura, como la colocación de inodoros al estilo inglés; la construcción de las salas de maternidad y el nuevo manicomio; el empleo de métodos antisépticos y la asepsia quirúrgica —ambos procedimientos pioneros en el país—; y la escisión funcional del cementerio, entre otras modificaciones de carácter científico y simbólico. Una de éstas últimas fue renombrar al inmueble como Hospital Civil de Guadalajara hacia 1900 e incorporar la Escuela de Medicina al nosocomio en 1905 (Muriá, 1982: 200), hechos a tono con las ideas positivistas que permearon la educación, el arte, la ciencia y la política en Guadalajara.

No obstante, lo anterior no debe hacernos pensar que la población en general modificó radicalmente su postura respecto a la manera de ver el hospital.

Al hospital se le tiene cierta aversión, tanto por suponerse que en él los enfermos no son tratados con el cuidado y atenciones que se tienen en el seno de la familia... como también por causar profunda tristeza la separación del hogar, y, sobre todo, cierta preocupación por la que se cree una familia como degradada cuando algunos de sus miembros se encuentra en un hospital (Galindo, 1908: 275).

Al concluir el siglo la mayoría de las obras hospitalarias del país se habían concentrado en la rehabilitación o mejoramiento de antiguos hospitales, con algunas excepciones como la fundación del Hospital Militar de Guadalajara en 1883. Durante los primeros años de la nueva centuria la capital jalisciense, con alrededor de cien mil habitantes, vio establecerse varios hospitales más: Sagrado Corazón de Jesús, Santísima Trinidad, Nuestra Señora de Guadalupe, Beata Margarita, San Martín de Tours y San Camilo —todavía en construcción en 1908— (Galindo, 1908: 272). Pero, a diferencia del siglo anterior, estos nosocomios fueron generalmente de pequeña o mediana dimensiones, se edificaron con fondos provenientes de asociaciones religiosas o filantrópicas (Oliver, 2003: 119 y ss.) y representaban sólo 8.4% de la atención médica entre 1900 y 1908, correspondiendo al Hospital Civil 74.9% y al Hospital Militar 16.7% (Oliver, 1998: 196-197).

No fue sino hasta la primera década del siglo XX que se superó en fama y número de camas al centenario Hospital de Civil con la apertura del Hospital General (1905), constituido por 64 pabellones independientes y 900 camas; y el Manicomio General (1910), con capacidad para 1,300 enfermos, ambos erigidos en la Ciudad de México (Vargas, 1998: 106-107).

Durante las siguientes décadas el Estado mexicano, aún sin una estrategia de largo plazo, puso énfasis en la construcción de hospitales generales en varias capitales, así como en la edificación de laboratorios productores de vacunas y hospitales especializados, como el de tuberculosos en Huipulco (1929-1936), el Instituto Nacional de Cardiología (1937-1944) y el Hospital Oftalmológico de Nuestra Señora de la Luz (hacia 1946) en la Ciudad de México. "Todos ellos eran obras de una gran calidad y aliento en que la escasez de recursos de ninguna manera proscribía la amplitud de miras y de conceptos, aunados a una gran generosidad" (Vargas, 1998: 110). Estos años fueron de gran importancia para el repertorio hospitalario, sobre todo público.

Hacia 1945, como resultado del Seminario de Arquitectura Nosocomial (1943-1944), encabezado por el arquitecto José Villagrán García y el médico Salvador Zubirán, se redefinió la institución hospitalaria.

Tres eran las funciones principales de un hospital: la atención médica, la enseñanza y la investigación... ocho los factores necesarios para proyectar un hospital: zona de influencia, capacidad del hospital, clima del lugar, funcionamiento técnico, servicios generales, personal del hospital, equipo y mobiliario, y posibilidades constructivas; y cuatro sus partes básicas: consulta externa, hospitalización, servicios generales y servicios intermedios (Vargas, 1998: 112).

Al mediar el siglo XX pasaron a formar parte de la historia de la arquitectura la planta radiada que hizo notable al hospital de Belén —el mismo que por estos años fue objeto de intervenciones constructivas y de proyectos no realizados (Gallo, 1991: 12-13 y 16-18)—. Varios de los grandes hospitales erigidos entonces por el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS, 1943) y la Secretaría de Salubridad, incluido el Hospital General de Guadalajara —se inició su edificación a finales de los años cincuenta y se concluyó hacia 1979 como hospital escuela, hoy conocido como el nuevo Hospital Civil—,11 se desarrollaron en dos ejes, uno horizontal y otro en altura, siendo la ausencia de ornamentación, la superposición de áreas y la composición volumétrica características de los mismos (Álvarez, 1998: 120).

Al experimento se sumaron posteriormente el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE, 1960) y varios organismos e instituciones privadas que integran la atención médica en el territorio nacional. En los años ochenta la Organización Mundial de Salud (OMS) instaba a alcanzar tres camas por cada mil habitantes, meta que, entre otros intereses, condujo a modificar una vez más el área tradicional del "viejo" Hospital Civil con el objetivo de alzar la Torre de Especialidades, con capacidad para alojar 320 camas que se sumarían a las 1,050 permitidas y posibilitaría la ampliación de los servicios del hospital, que en aquel momento efectuaba un promedio diario de 30 intervenciones quirúrgicas, un millar de consultas y atendía 25 partos (Gallo, 1991: 21).

Tres décadas después, los cambios conceptuales en materia de salud, higiene y enfermedad e incluso en los objetivos de la OMS han modificado las metas que en esos años se proponía alcanzar la Secretaría de Salud; hoy se plantea crecer en calidad y cantidad los servicios primarios de salud, tanto públicos como privados.12 Actualmente la atención de la salud pública del país cuenta con alrededor de 42,300 camas censables,13 cuyo tiempo promedio de estancia es de 4.60 días.14 En Jalisco la cifra de camas censables hasta el año 2002 era de 5,795 —2,579 correspondían a la asistencia social, 3,220 a la seguridad social y 2,222 a la atención privada— y el número de médicos ascendía a 11,645 —8,342 pertenecientes a la asistencia social, 3,303 a la seguridad social y 4,845 a la atención privada.15

Finalmente, la complejidad de las nociones de salud y enfermedad transcienden por mucho los medievales establecimientos de beneficencia. La definición de salud, de acuerdo con la OMS, ha transitado del "bienestar social, mental y físico absoluto y no meramente la ausencia de enfermedad o dolencia", a concebirse como un "componente intrínseco del bienestar... materializado en el concepto de una vida sana" (Gakidou et al., 2000).

En las últimas décadas el complejo institucional que forma el viejo Hospital Civil, escindido desde hace mucho tiempo de su antiguo cementerio, se ha reinventado espacial, clínica, científica y hasta culturalmente —entre 1986 y 1992 el pintor jalisciense Gabriel Flores elaboró varios obras sobre sus muros y bóvedas—. Constituye todavía hoy un pilar de la asistencia social de la población no beneficiada por alguno de los seguros de salud de Jalisco —algo más de tres millones que representan alrededor de 51%—, posee merecido prestigio en la enseñanza de la medicina y en la investigación, incluido los exitosos trasplantes de órganos —en 1968 se realizó el primero— (Zepeda et al., 2003), por lo que en buena medida es un digno heredero de lo que la sociedad tapatía de los siglos XVIII y XIX y sus hombres ilustres crearon; argumentos que fundamentan el valor patrimonial del antiguo conjunto y la necesidad de conservarlo, más allá de razones de antigüedad y de disposiciones de legales.

 

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Notas

1. Debemos entender estos recintos como el lugar donde se practicaba la caridad mediante la asistencia social y personal. Cfr. Lindemann, 2001: 132-172.

2. En ciudades como Valencia se alcanzó "una muy favorable tasa de ocho profesionales por diez mil habitantes", situación muy distinta en el ámbito rural, donde los llamados médicos empíricos eran los responsables del cuidado de los enfermos, o a finales del siglo anterior, cuando fueron expulsados los judíos y con ellos un número importante de médicos y cirujanos pertenecientes a esta comunidad (Granjel, 1981: 64).

3. Fue práctica común en el siglo XVI español que los reyes católicos otorgaran licencia a varios hospitales generales para obtener recursos mediante rifas y colectas, realizar espectáculos públicos, etc. (Granjel, 1980: 121).

4. Un referente importante en la reorganización administrativa fueron los hospitales militares (Foucault, 1999: 103).

5. Cálculo aproximado del área ocupada por el conjunto de Belén obtenido de planos antiguos de Guadalajara (1800, 1887, 1900 y 1906) y de Google Earth. Al parecer, años más tarde se agregó a la superficie del conjunto una franja de terreno en la parte posterior de la huerta.

6. Sobre la descripción del hospital véase el trabajo de Silverio García (1992).

7. Para mayor información véase el trabajo de Mercedes Dávalos (1997).

8. Acerca de las bases médico-legales y reglamentaciones de los cementerios véase el artículo de García de Alba-García et al. (2001).

9. En este siglo los progresos de la medicina francesa y alemana eran referencia obligada, así como las normas de higiene decretadas por sus respectivos comités. Véase Galindo (1908: 40-41).

10. Archivo Histórico del Cabildo de la Arquidiócesis de Guadalajara (AHCAG), secc. gob., serie Cabildo, libro de Pelícanos, núm. 1, 24 de julio de 1861.

11. "Podría concluirse en dos años el Hospital Escuela", El Informador, Guadalajara, I 19 de octubre de 1977, p. 1.

12. Informe sobre la salud en el mundo 2007. Un porvenir más seguro, protección de la salud pública mundial en el siglo XXI, p. 5. Disponible en: http://www.who.int/whr/2007/07_overview_es.pdf. Fecha de consulta: junio de 2008.

13. Véase información en: http://www.google.com.mx/search?hl=es&client=firefoxa&channel=s&rls=org.mozilla%3Aes-ES%3Aofficial&hs=XMz&q=ISSSTE%2C+camas+censables&btnG=Buscar&meta=cr%3DcountryMX. Fecha de consulta: junio de 2008.

14. Sobre estancia de hospitalización véase, entre otros documentos: http://modsjoweb01.ccss.sa.cr:81/pub/biblioteca/grupdg08.htm y http://www.imss.gob.mx/NR/rdonlyres/EE874A94-0703-4F22-9A9C-30059A9B1365/0/CapII_Entomo_economico_demografico_epidemiologico_social.pdf. Fecha de consulta: junio de 2008.

15. El arbitraje médico en Jalisco, Guadalajara, Comisión de Arbitraje Médico del Estado de Jalisco-Gobierno del Estado, 2002, p. 14.

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