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Espiral (Guadalajara)

versão impressa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.16 no.46 Guadalajara Set./Dez. 2009

 

Estado

 

El efecto Frankenstein: las políticas educativas mexicanas y su impacto en la profesión académica

 

Frankenstein effect: Mexican educational policies and their impact on the academic profession

 

Judith Pérez-Castro*

 

* Investigadora posdoctoral en el Centre de Recherche et Documentation sur l'Amérique Latine, Université Paris III. pkjudith33@yahoo.com.mx.

 

Fecha de recepción: 23 de julio de 2008.
Fecha de aceptación: 15 de enero de 2009.

 

Resumen

En este artículo hacemos un análisis de las consecuencias no previstas de las políticas educativas. Partimos de una revisión de los cambios que se han operado en el sistema de educación superior desde los años sesenta a la fecha. Con base en ello, vamos abordando las diferentes medidas adoptadas por el gobierno federal y los impactos que ellas han tenido en la planta académica de las instituciones. De manera particular, hacemos un seguimiento del Sistema Nacional de Investigadores y del Programa del Mejoramiento al Profesorado, con el supuesto de que si bien han traído beneficios, éstos han sido opacados por los efectos contraproducentes que a la par han generado. Igualmente, sostenemos que los establecimientos educativos más consolidados junto con sus actores, son quienes en realidad han podido tomar mayores ventajas, por lo que se hace necesario diseñar políticas más incluyentes.

Palabras clave: políticas, educación superior, programas de estímulo, masificación, académicos.

 

Abstract

In this article, we make an analysis of the unforeseen consequences of educational policies. We set off from a revision on the changes that have occurred in the system of higher education since the 1960's to the present time. On this basis, we deal with the different measures adopted by the federal government and the impact that they have had on the academic staff at the institutions. In particular, we carry out a follow up of the National System of Researchers and the Program for the Improvement of the Faculty, with the assumption that though it has brought about benefits, they have been shadowed by the counterproductive effects that they have generated at the same time. In like manner, we maintain that the most consolidated educational establishments along with their actors are the ones who have really taken the advantage; therefore, it is necessary to design more inclusive policies.

Keywords: policies, higher education, stimulus programs, overcrowding, academics.

 

Introducción

El mito ha sido uno de los recursos más utilizados por el género humano. Su poder explicativo fue fundamental para las sociedades primitivas, su presencia empero no se limitó a la prehistoria, ya que si damos un breve vistazo a las diferentes culturas de Oriente y Occidente, veremos que éste ha sido una figura literaria e histórica recurrente.

De acuerdo con Weber (1998), gracias al proceso de racionalización así como al peso creciente otorgado al conocimiento científico, el hombre moderno ha sido capaz de dejar a un lado las explicaciones mágicas y plantear otro tipo de respuestas, lo que le permitió, cuando menos en la apariencia, alcanzar un mayor dominio de las sociedades y de la naturaleza.

Hoy en día, el mito confirma su vigencia. Fenómenos como la posmodernidad o la globalización se nos presentan a veces como verdaderos mitos, o bien, recurrimos a ellos cuando la vida cotidiana se torna demasiado compleja para entenderla y enfrentarla. En esta ocasión, hemos querido retomar la novela de Mary Shelley para ofrecer un análisis de lo que sucede en las instituciones de educación superior mexicanas.

Consideramos esta obra porque, al igual que sucedió con el doctor Víctor Frankenstein cuya creación se rebela contra él, partimos del supuesto de que los cursos de acción gubernamentales implementados en materia de educación superior, particularmente a partir de los años ochenta, se han contrapuesto a sus fines iniciales pero, sobre todo, se han rebelado contra los sujetos a los cuales estaban destinadas.

En particular, tratamos la situación de los académicos universitarios, quienes han ocupado un lugar central en la construcción y mantenimiento del prestigio institucional, especialmente a través de las funciones de investigación y docencia. Lo paradójico es que las políticas educativas no siempre les han otorgado la atención que se merecen y resulta común que el conocimiento que se tiene de ellos quede reducido a un conjunto de indicadores como: el grado máximo de estudios, la productividad, la definitividad y la movilidad interinstitucional, en otros; los cuales aunque ofrecen información relevante, no necesariamente alcanzan a dar cuenta de la compleja realidad en la que trabajan los profesores e investigadores.

Además, en décadas recientes, buena parte de las políticas se ha empeñado en elevar la calidad educativa a través de medidas que no han logrado cumplir con sus objetivos a cabalidad y que, por el contrario, han motivado un sinnúmero de cambios en la organización y el trabajo académico. Esto es precisamente el hilo conductor de lo que a continuación se presenta.

 

El caldo de cultivo para el surgimiento de la profesión académica

La educación superior en México inicia una etapa de franca expansión desde los años sesenta, que se mantendría hasta mediados de los ochenta. En términos globales, se estima que entre 1960 y 1970, la tasa de crecimiento anual de la matrícula fue de 11.1% y en los diez años próximos alcanzaría 12.8% (ANUIES, 2000). Traducido a números, tenemos que entre los ciclos 1960-61 y 1980-81 la población de nivel superior pasó de los 83,065 estudiantes a los 811,281. Para 1985-86, el sistema tenía 1,033,089 estudiantes (SEP, 2003).

Aquí cabría señalar que la masificación no se dio ni al mismo tiempo, ni con la misma intensidad en todo el país. Por ejemplo, en 1985, entidades como Nuevo León, Distrito Federal, Sinaloa, Puebla, Jalisco, Coahuila y Sonora mostraban un gran crecimiento. En el caso de los dos primeros, las tasas de cobertura en el nivel superior alcanzaban 24.1% y 23.6% respectivamente, lo que contrastaba con 3.3% que tenían Chiapas y Guanajuato (INEGI, 1999).

Por otra parte, las instituciones educativas pasaron por periodos de crecimiento con cierta bonanza financiera, crisis y estabilidad. Asimismo, se ha planteado que el incremento de la matrícula se dio entre los inicios de los años sesenta y a lo largo de los ochenta, pero a partir de 1985 y entre otras cosas como resultado de la crisis económica, las tasas de expansión comienzan a descender para finalmente estabilizarse hacia los noventa (Taborga, 2003). Sin embargo, una vez más, no todos los establecimientos atravesaron por las mismas etapas y tampoco es posible señalar fechas inamovibles para el inicio y término de cada una de ellas.

Adicionalmente, la masificación educativa fue un fenómeno que, en mayor o menor medida, obedeció también a los cambios estructurales que se generaron en México en aquellos momentos, como la urbanización, la migración campo-ciudad, la industrialización, la ampliación de la educación básica, la reestructuración de los mercados laborales, la valoración creciente de los títulos universitarios y, hacia finales de los ochenta, la reorientación de la política económica.

La población de académicos creció también a pasos acelerados en esta época.1 Para 1960, había en el país alrededor de 10,749 profesores; diez años después ascienden a 23,742; en 1980, ya eran 68,617; y para principios de los años noventa el sistema contaba con un total de 107,675 académicos (SEP, 2003). El incremento en estos 30 años fue de 901.7%.

El problema es que para cuando inicia la expansión, las instituciones educativas no contaban con la organización y la infraestructura que les permitieran hacer frente a la enorme demanda de sus estudiantes, ni tampoco tenían suficientes elementos normativos, administrativos y académicos para atender a sus profesores. Las autoridades institucionales y del sistema educativo en general respondieron de manera muy limitada, lo que provocó el deterioro de sus funciones y el descenso de sus niveles de competitividad y desempeño. En algunos casos se desarrollaron programas con el objetivo de consolidar disciplinaria y académicamente a los profesores, pero los beneficios fueron relativamente pocos porque no todos los establecimientos tuvieron los recursos y los medios necesarios para mantenerlos.

Tampoco se implementaron políticas que coadyuvaran a la incorporación e iniciación de los nuevos profesores, o bien, que les permitieran socializarse en la cultura, organización y fines institucionales. Esto ocurrió principalmente durante las dos primeras décadas de expansión y en gran parte de las instituciones, aunque hubo casos excepcionales como el ITESM, algunas de las Escuelas Nacionales de Estudios Profesionales (ENEP) de la UNAM y el Centro de Investigación y Servicios Educativos (CISE-UNAM), que fueron pioneros en el diseño de programas para la formación de profesores en el país.

El aumento de los académicos generó una especie de círculo vicioso, ya que obstaculizó la implementación de programas de seguimiento y de evaluación al desempeño. En ese contexto, muchos profesores se comprometieron en sacar adelante sus funciones, formarse a nivel posgrado, tomar cursos de actualización, aprovechar y racionalizar los recursos pero, al mismo tiempo, muchos otros sólo buscaron tomar ventaja del escaso control que se tenía. Así, cuestiones importantísimas como el cumplimiento de la jornada de trabajo o el desarrollo de los programas quedaron casi al libre criterio de los profesores.

La mayoría de los establecimientos careció de sistemas para el otorgamiento de plazas y ascensos laborales. Los grados académicos, la productividad, la evaluación de los pares y las trayectorias profesional y académica eran considerados indicadores relevantes. Infortunadamente, en ocasiones, factores como las relaciones políticas y la pertenencia a determinados grupos o camarillas llegaron a tener un mayor peso en la promoción de los profesores.

La función que más se desarrolló durante el periodo de expansión fue la docencia, puesto que sólo unas cuantas instituciones tenían la infraestructura necesaria para la investigación y el número de posgraduados era muy pequeño. Por otra parte, aunque de manera formal se contaba con una población de profesores definitivos y de tiempo completo, los académicos se dedicaron casi forma exclusiva a impartir clases y, en situaciones críticas, ni siquiera llegaron a cubrir el total de horas designadas en su carga docente.

En estas condiciones poco alentadoras, paulatinamente, se fue desarrollando la profesión académica en México. Aunque vale la pena mencionar que, en medio de este abigarrado panorama, se pudieron organizar grupos de trabajo serios cuyos integrantes se comprometieron con el desarrollo de actividades investigativas y de enseñaza de alto nivel. No obstante, la mayor parte de los profesores e investigadores tendría que esperar tiempos mejores para afianzar su posición académico-laboral. El escenario, empero, se complicaría aún más con las transformaciones económicas y políticas que estaban por venir en el país.

 

Las primeras piezas de un nuevo modelo de políticas educativas

Durante los más de 20 años de crecimiento en la matrícula, la postura de los gobiernos y de las autoridades educativas fue muy laxa. Por lo general, el Estado se limitó a financiar la educación superior, sin establecer un control más o menos riguroso del manejo de los recursos y del cumplimiento de los fines institucionales. El indicador principal para otorgar el dinero fue el número de alumnos matriculados anualmente, a cambio las instituciones respaldaban las acciones gubernamentales y se comprometían a mantener el orden entre sus miembros. Esto es lo que se conoce como el esquema de "patrocinio benigno".

En los años ochenta, el escenario político mexicano sufre una profunda recomposición, principalmente como resultado de las severas crisis económicas, en donde quedaron en evidencia las debilidades del sistema. Ante tales condiciones, el modelo con el que se habían venido manejando las relaciones entre las instituciones educativas y el Estado era prácticamente insostenible.2

El gobierno federal decide finalmente tomar cartas en el asunto y diseña varias líneas de acción como: el aprovechamiento de los recursos, la reestructuración de las políticas internas, la reorganización académica, la rendición de cuentas y el manejo de los asuntos escolares. Con el tiempo, se fueron incluyendo otras variables institucionales; de tal suerte que el Estado pasó de una actitud de "respetuosa distancia", a otra centrada en la planeación y la evaluación3 (Mendoza, 2002). Se comenzaban a poner las primeras piezas de un modelo distinto de gobernabilidad y organización académica; ese nuevo "Adán" que, a la postre, se volvería contra sus creadores.

Uno de los primeros esfuerzos fue el Programa Nacional de Educación Superior (Pronaes), lanzado en 1984, cuyo fin principal era concretar los objetivos y metas del Plan Nacional de Desarrollo. Para ello, el gobierno ofreció entregar recursos adicionales a fin de distribuirlos en áreas preferentes identificadas por las propias instituciones.

De las múltiples propuestas recibidas, la SEP le dio prioridad a poco más de una decena de acciones, entre las que se destacaron: la formación continua del profesorado, el otorgamiento de becas para estudios de posgrado, el desarrollo de centros de investigación fuera del Distrito Federal, el fortalecimiento del sistema bibliotecario, la apertura y consolidación de la oferta de posgrado, la creación de plazas de tiempo completo para profesores altamente habilitados, el otorgamiento de recursos para la investigación, la recomposición de la demanda educativa a través de un sistema nacional de orientación, el mejoramiento de las áreas administrativas, la vinculación entre las universidades y los sectores productivos y, algo muy importante para el trabajo académico, la instauración del Sistema Nacional de Investigadores.

El Pronaes tuvo beneficios limitados. Los planteamientos más críticos señalaban, entre otras cosas, que sus líneas de acción eran muy estrechas, que no se habían definido criterios claros para solicitar los recursos y que se enfocaba únicamente en las universidades, con lo que se dejaba de lado al resto de los establecimientos que no pertenecían a este subsistema. Se apeló incluso al principio de autonomía, el cual, como sostenían los opositores más severos, se ponía en riesgo ante la evaluación intervencionista que pretendía hacer el gobierno.

Frente a estos resultados, se construyó una nueva propuesta sólo que, en esta ocasión, los rectores de las universidades jugaron un papel más activo, además, se tomaron en cuenta a otros actores provenientes de los institutos tecnológicos, las universidades privadas y las escuelas normales. Así, surge el Programa Integral para el Desarrollo de la Educación Superior (Proides) en 1986.

El Proides situó a la planeación como el principal medio para fortalecer a las instituciones. También buscó alcanzar una mejor coordinación de los recursos humanos, controlar el crecimiento de la matrícula, maximizar el financiamiento y fortalecer las funciones sustantivas de docencia, investigación y difusión. Algo que lo distinguió del Pronaes es que en él se hizo explícita la demanda de que desde las instituciones se contribuyera al desarrollo nacional a través de la generación de conocimientos en áreas prioritarias, o bien a partir de la formación de recursos humanos. En particular, sobre el tema de los académicos se determinó que era necesario mejorar los procesos de enseñanza-aprendizaje; elevar los niveles formativos de los docentes, investigadores, administrativos y personal de apoyo; promover la investigación de calidad y hacer planes de estudios más congruentes con las demandas sociales y laborales.

Por desagracia, al igual que sucedió con el Pronaes, el Proides tampoco se tradujo en grandes beneficios ni para las instituciones, ni para los académicos. En primer lugar, porque la escasez de recursos limitó sus alcances y, en segundo, porque cuando llevaba tan sólo dos años de funcionamiento, terminó el período gubernamental de Miguel de la Madrid y el programa se detuvo para dar paso a las nuevas políticas que traía su sucesor.

En el sexenio de Carlos Salinas se buscó mantener la regulación gubernamental, sólo que esta vez a partir de la evaluación de resultados; así, se crea la Comisión Nacional de Evaluación Académica (Conaeva). Otras políticas se abocaron a la descentralización del sistema, a fortalecer la oferta en los posgrados, a ampliar la base de profesores con tiempos completos, a revisar los procesos de planeación institucional, a reorganizar los criterios para la distribución de los recursos y, por último, a estrechar las relaciones entre los establecimientos y los sectores sociales.4

Para 1990, había un total de 129,092 académicos, de los que 24.9% era de tiempo completo, 8.8% de medio tiempo y 66.1% trabajaban por horas. Esto representó un pequeño pero significativo avance en relación con 1985, cuando los académicos hacían un total de 112,674 y los profesores por horas representaban 70.5% (ANUIES, 1999).

Ya hacia finales del sexenio, se presenta el Programa para la Superación del Personal Académico (Supera), que se enfocó a mejorar la docencia y la enseñanza-aprendizaje. Su apuesta fue por una mejor formación de los académicos y por ello otorgó becas para que se hicieran estudios de posgrado o se tomaran cursos de actualización. Al igual que el Proides, el argumento era que los profesores posgraduados mejorarían el nivel educativo, al reintegrarse a sus instituciones con nuevos conocimientos y/o métodos pedagógico-didácticos.

Un aspecto que vale la pena destacar es que, a partir de esta etapa, la política educativa a nivel federal logró completar el giro que venía dando desde el gobierno anterior y, desde aquí, el financiamiento para las instituciones se comenzaría a distribuir principalmente con base en el cumplimiento de las metas y objetivos definidos en los planes, y no únicamente a partir del número de estudiantes.5 Aunque ciertas prácticas permanecieron, como por ejemplo, la negociación directa entre rectores y autoridades federales, estatales y municipales. Poco a poco, el nuevo Adán fue tomando forma.

Para cuando cambia de nueva cuenta el gobierno federal, en 1995, existían en el país un aproximado de 141,376 académicos que laboraban a nivel licenciatura y 11,254 en el posgrado. Es decir, su crecimiento se había reducido 4.3% con respecto a 1980 y 0.2% con 1985. El universo de estudiantes de licenciatura llegó al 1'295,046 entre universidades, institutos tecnológicos y escuelas normales y a 66,035 de posgrado (SEP, 2003). Esto representó un aumento de 1% anual entre 1988 y 1994.

El gobierno de Ernesto Zedillo desplaza al Supera y en su lugar pone al Programa de Mejoramiento del Profesorado (Promep), que se enfocó aún más en la consolidación de la planta académica, en especial a través de la delimitación de criterios para el reclutamiento, el ascenso y la evaluación (ANUIES, 1999). Se estableció el denominado "Perfil deseable" para otorgárselo a aquellos académicos con estudios de posgrado, en especial de doctorado, que hicieran investigación, desarrollaran docencia de calidad, formaran nuevos investigadores a través de las asesorías de tesis y realizaran actividades de gestión. Se distinguieron asimismo grupos o áreas disciplinarias para orientar el trabajo tanto de los establecimientos como de los académicos, con la esperanza de que se alcanzaran mejores resultados que en los anteriores periodos de gobierno (SEP, 2000).

Todas estas políticas implementadas entre 1985 y 2005 tuvieron como misión optimizar las condiciones en las que operaba el sistema de educación superior —en particular después del desgaste sufrido por la masificación y las crisis económicas—, elevar el nivel formativo de los investigadores y profesores, e impulsar un alto desempeño en las funciones sustantivas institucionales. No obstante, algo que los caracterizó fue la escasa continuidad y el limitado impacto que tuvieron en los académicos, aunque no hay que desconocer que, de manera general, el sistema y los establecimientos se beneficiaron en la medida que tuvieron la oportunidad de reorganizarse, mantenerse e incluso, en algunos casos, reposicionarse.

Los costos fueron altos pues se introdujo una lógica racionalizadora por medio de la planeación, la rendición de cuentas, la evaluación y la certificación, que poco a poco fue envolviendo a las instituciones y a sus actores en una continua acumulación de documentos. Los académicos se tuvieron que ir acostumbrando a entregar informes para diversas instancias dentro y fuera de sus establecimientos de adscripción. A la par, comenzaron a integrarse grupos de asesores especializados en llenar formatos, diseñar planes, armar proyectos y preparar informes, en el sentido y las formas en que se requieren para que sean aprobados por la administración federal, mismos que en ocasiones operan como una estructura paralela a los consejos y cuerpos administrativos reconocidos en los organigramas institucionales.6 Esto es precisamente lo que Weber (1964) advertía en su planteamiento sobre la "jaula de hierro".

Pero si escarbamos un poco más, podremos percatarnos que los beneficios no han sido tan reales. Cuando se presentan cifras globales pareciera que se ha avanzado; sin embargo, al hacer un análisis más puntilloso vemos que las cosas no han cambiado mucho y que quienes han tomado ventaja son aquellos establecimientos que ya estaban consolidados. Dos ejemplos claros son el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) y el propio Promep, de cuyos efectos Frankenstein hablaremos a continuación.

 

SNI y Promep: dos caras de una misma moneda

Del crecimiento desregulado del sistema iniciado en la década de los sesenta a la fecha han pasado casi 50 años y si bien es cierto que muchos cambios se han operado, en otros aspectos el sistema de educación superior se ha movido muy lentamente.

Veamos por ejemplo el caso del Sistema Nacional de Investigadores (SNI). Este programa inicia sus operaciones en 1984, en el marco de las políticas que estaba implementando el gobierno federal a fin de reorientar su relación con los establecimientos de educación superior. A este imperativo querían responder tanto el Pronaes y como el Proides.

El SNI fue una de las estrategias implementadas para concretar los cuatro grandes ejes que la SEP identificaba como prioritarios, a saber: la investigación, la formación de profesores, la calidad de los servicios y el mejoramiento de las funciones administrativas (Mendoza, 2002). Por otra parte, también respondió a las críticas que desde diferentes sectores se hacían al sistema educativo, incluso por organismos internacionales como la UCDE, en el sentido de que existían profundas diferencias en el desarrollo científico y académico que mostraban las instituciones de diversas partes del país.

Para cuando entra en funciones, el universo de los SNI era de 1,396, la mayoría de ellos concentrados en el DF. En 1994, el total de investigadores aumentó a 5,879, la población más grande (29.8%) la tenía la UNAM, 11% trabajaba en alguno de los centros SEP-Conacyt, 8.5% en el Instituto Politécnico Nacional y 13.6% provenía del resto de la República Mexicana. Es decir, que un poco menos de la mitad (49.3%) de los SNI permanecía en alguna de las instituciones de la capital (Pallán et al., 1994).

Para el año 2000, el SNI contaba ya con 7,464 investigadores, de los cuales 30.2% trabajaba en la UNAM, 6.3% en la UAM, 6.1% pertenecían al Cinvestav, 3.7% al IPN, 2.6% al IMSS, 2.5% laboraba en la BUAP, 2.4% en la UdeG y 1.8% en el Colpos (SIICYT, 2008).

En 2008, el número de miembros alcanzó los 14,681; el DF concentraba 43.2% de los investigadores (Conacyt, 2008). Las instituciones que tenían más académicos registrados eran: la UNAM con 21.6%, la UAM con 5.3%, el IPN con 4.4%, el Cinvestav con 3.7%, la UdeG con 3.6%, el IMSS con 2.2%, la UANL con 2.1% y la BUAP con 2% (UdeG, 2008). Como vemos, los más beneficiados son aquellos establecimientos que desde siempre han mostrado una mayor consolidación.

Algo que se le ha criticado al SNI es que centra su atención en la investigación, lo que muchas veces ha derivado en perjuicio de la docencia y las actividades de difusión y extensión. Esto ha introducido una nueva lógica entre los académicos que, en lugar de promover la consolidación profesional y disciplinaria, ha propiciado el desarrollo de prácticas de competitividad sin colaboración. De ser una política para el fortalecimiento de la investigación, hoy en día, el SNI se ha convertido en un medio de legitimación para la contratación y reconocimiento del personal académico. Incluso, en algunos casos, la pertenencia o no al SNI es un verdadero obstáculo para el ingreso, permanencia y ascenso dentro de la estructura de posiciones laborales.

La otra política que queremos abordar es el Programa de Mejoramiento al Profesorado (Promep). Desde los inicios, sus objetivos se han enfocado al diseño de estrategias para la consolidación de la planta académica. Se esperaba que para 2006, fecha en que terminaba la primera etapa de este programa, las instituciones contaran con un mayor número de profesores de tiempo completo (PTC), con una alta habilitación, enfocados a la investigación, con productividad continua y que ejercieran una docencia de calidad.

Se lograron avances. Por ejemplo, entre 1996 y 2007, se otorgaron 6,123 becas para estudios de posgrados a PTC; 4,164 fueron nacionales y 1,959 para el extranjero. En este mismo periodo, se graduaron 3,420 académicos exbecarios Promep; 1,926 obtuvieron el doctorado, 1,472 la maestría y 22 la especialidad. De ellos, 30% pudo integrarse al SNI (SEP, 2007).

El Promep planteó nuevas vías para la reorganización del trabajo académico; sin embargo, sus metas no se han logrado tan fácilmente, dado que sus beneficios están limitados a la población de profesores de carrera. De 1996 a 2007, se distribuyeron 10,212 plazas de tiempo completo entre las instituciones adscritas al programa pero, para esas fechas únicamente 14.5% del total de académicos en el país cumplía con los requisitos necesarios para ingresar al Promep (SEP, 2007), lo cual resulta preocupante si recordamos que en 2007 el universo de profesores del sistema de educación superior era de 222,704 (SEP, 2008). De esta manera, el impacto que dicho programa tiene en la trayectoria de los profesores e investigadores, así como en la dinámica de las propias instituciones es muy reducido.

Una estrategia del Promep para incentivar el trabajo académico es el denominado "Perfil deseable" (PD) que se otorga en reconocimiento a los profesores que cumplen con las tareas de investigación, docencia, tutorías, producción académica y gestión. El número de PD ha crecido significativamente, pasó de 2,712 académicos en 1997 a 10,729 en 2007, lo que representa un incremento de 295%.

Pero estos impresionantes resultados se diluyen cuando los contrastamos con el total de profesores en el país. En 1997, sólo 1.9% había obtenido el PD y para 2007 la proporción era de 4.6%.

Si desagregamos por establecimiento, vemos que en 2007 los que tenían el mayor número de profesores con PD eran: la UdeG (1,363), la UAM (1,190), la UANL (696), la BUAP (568), la UAS (568) y la UABC (405) (SEP-SESIC, 2007). Vale la pena recalcar que, casualmente, cuatro de estas seis universidades ocupan también los primeros lugares en el SNI. Además, en los casos de la UdeG y la UAM existe claramente una distancia frente a sus competidoras más cercanas.

No obstante, también es justo decir que lo largo de estos diez años de operación, algunas instituciones han podido reposicionarse e incrementar sus profesores con PD, por ejemplo, la UAEMex (379), la UAT (376), la UAEH (362) y la UV (337) (SEP-SESIC, 2007).

Cuadro 5

En contraste, hay establecimientos que todavía se encuentran muy lejos de gozar plenamente de las bondades del Promep. Ahí están la Universidad Autónoma de Quintana Roo que en 2007 tenía 66 profesores con PD, la Universidad Autónoma de Campeche con 63 y la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca con 40. Estamos hablando de las instituciones con mayor prestigio y crecimiento en sus respectivas entidades, ni qué decir de las más chicas y de reciente creación, como la Universidad del Istmo que tenía para ese año 8 académicos con PD, la Politécnica de Aguascalientes con 7, la Universidad Popular de la Chontalpa con 3 o la Universidad Estatal del Valle de Ecatepec con 1 (SEP-SESIC, 2007), quienes igualmente muestran una escasa o nula población de académicos en el SNI. Esto, por supuesto, no es una casualidad, es el efecto Mateo en donde se benefician los establecimientos y académicos más fortalecidos, en detrimento de los que necesitan mayores apoyos.

Otra medida implementada por el Promep ha sido la creación de los cuerpos académicos (CA). Estos constituyen una estrategia diferente y paralela al Perfil Deseable. Su meta es integrar a los profesores y promover el trabajo colegiado entre ellos, sobre todo en lo relativo a la docencia, la investigación y la gestión. Los CA se clasifican en tres niveles: consolidados, en consolidación y en formación, aunque en sus inicios se incluyeron también los grupos disciplinares y los CA sin grado de consolidación. Para llegar al grado de consolidado, la mayoría de los integrantes del CA debe tener estudios de posgrado, de preferencia el doctorado, mostrar una alta productividad, tener nombramiento de tiempo completo y ser PD y/o pertenecer al SNI (SEP, 2006, 2007). De entrada, aquí se hace un primer recorte o filtro de los profesores que pueden o no pertenecer a los CA.

Para 2001, que se hace el primer recuento de dicha medida, se tenían registrados un total de 2,579 CA, de los cuales 4.2% tenían el nivel de consolidado (CAC), 15.8% estaba en consolidación (CAEC), 42.3% estaba en formación (CAEF), 35.7% eran grupos disciplinares (GD) y 1.8% eran CA sin grado de consolidación (SGC) (SEP, 2006).

En 2007 se habían formado un total de 3,402 CA, 8.8% eran CAC, 20% correspondía a los CAEC y 71.2% eran CAEF (SEP-SESIC, 2007). Los cuerpos académicos sin grado de consolidación habían desaparecido desde 2002 y los grupos disciplinares desde el 2003.

Sin duda ha habido mejoras en el apoyo y consolidación del trabajo académico, pero una vez más, ésta es una medida que favorece a los profesores y campos que ya están fortalecidos. Además, aunque su número ha ido aumentando, hasta el 2007, los CA se habían desarrollado únicamente en 151 instituciones del país, entre universidades públicas estatales, públicas federales, institutos tecnológicos públicos y centros públicos de investigación. Esto representa 62.4% de los establecimientos registrados por el propio Promep y 4.7% de los 3,233 que conformaban el SES (SEP, 2007). Las cifras hablan por sí mismas.

Lo que aquí hemos señalado son "pequeños detalles" que pasan inadvertidos cuando se presentan informes de tipo global, en los que pareciera que los logros han sido cuantiosos. Y efectivamente lo han sido, porque no podemos negar las ventajas que estas políticas han traído a ciertas instituciones y sectores académicos, pero también resulta evidente que se necesita diseñar otras estrategias para incorporar a más profesores.

 

Los efectos "Frankenstein" no previstos de las políticas

Si consideramos a las políticas en tanto cursos de acción diseñados para orientar el trabajo de las instituciones y sus académicos, entonces también debemos reconocer que no se ejecutan en el vacío, sino que los sujetos a quienes están dirigidas las interpretan, les atribuyen significados y generan expectativas sobre ellas. Además, su puesta en marcha no ocurre en situaciones ideales o experimentales libres de toda amenaza, sino en contextos concretos en donde intervienen otras variables que pueden potenciar o desviar sus resultados, es decir, como toda acción social, son susceptibles de generar efectos no esperados (Weber, 1973).

Esta es la situación que se presenta en algunas de las medidas implementadas para el fortalecimiento académico. Los casos del Sistema Nacional de Investigadores y del Programa de Mejoramiento al Profesorado resultan particularmente ilustrativos. Los dos fueron diseñados para los profesores e investigadores de educación superior y, aunque comparten algunos objetivos y preocupaciones, también hay ciertas contradicciones entre ellos que ponen en tensión al trabajo académico.7 A continuación, planteamos algunas consideraciones obtenidas a partir del seguimiento y análisis que hemos hecho de estas dos políticas:

1. La lógica introducida por los indicadores. Para ingresar y mantenerse en el SNI y el Promep, los académicos tienen que atender a diversos indicadores lo que, en ocasiones, provoca que el trabajo cotidiano se convierta en una carrera contra el tiempo a fin de cumplir con cada uno requisitos de la "check-list". Veamos el caso de uno de ellos: las publicaciones. Éstas tienen un peso importante en las evaluaciones periódicas que se hacen de la labor académica.

Producir aparentemente no debería ser una tarea difícil, dado que se espera que quienes pertenecen al SNI y al Promep desarrollen proyectos cotidianamente, pero, escribir y publicar no son procesos automáticos. Los académicos dependen de los espacios disponibles en las revistas y de la valoración que sus pares hagan del artículo que se presenta, esto puede tomar varios meses e incluso años.

Las revistas indexadas y con arbitraje, que son las más valoradas, funcionan con procedimientos bastante cerrados en donde sólo unos cuantos tienen acceso.8 Se les da preferencia a aquellos investigadores e intelectuales con mayor prestigio, mientras que los "novatos" tienen que esperar pacientemente para ser considerados, o bien, tienen que demostrar de forma irrefutable la calidad de sus escritos y el peso de su trayectoria.

La lucha por obtener un importante número de artículos también ha propiciado la práctica del "refrito" o "maquila", es decir, se utilizan reiteradamente argumentos o ideas plasmadas en un trabajo "base" y de allí se derivan una serie de publicaciones que en esencia no aportan nada nuevo. Los evaluadores tratan de cuidar estos aspectos, sin embargo es poco realista esperar que en verdad puedan tener un control puntilloso de la producción que generan todos los investigadores. Una situación similar ocurre con los libros. Buscar la aprobación de la institución, el financiamiento y la editorial puede llegar a convertirse en un calvario; además, después de su edición, se tienen que hacer los arreglos para difundirlo entre la comunidad académica.

En resumen, los académicos corren el riesgo de caer en una racionalidad medios-fines, en donde lo más relevante no es lo que se investiga y se publica, sino con cuántos indicadores se cumple y cómo ayudará esto para la próxima evaluación. Lo anterior también puede ocasionar el debilitamiento del trabajo colegiado, ya que en la competencia por acumular puntos, se llegan a conformar grupos, en donde si bien se promueve el trabajo en equipo y las redes de colaboración, pueden convertirse en colectivos extremadamente cerrados y selectivos que, bajo ciertas circunstancias, llegan a monopolizar los espacios. De nueva cuenta, quienes resultan perjudicados son aquellos que quedan fueran de estos grupos, ya sean investigadores con antigüedad o los recién contratados.

2. La especialización versus la diversificación de las funciones. Si los académicos enfrentan una serie de obstáculos para ingresar a un determinado sistema de estímulos o programa compensatorio, el escenario se torna más complejo cuando tienen la "fortuna" de estar adscritos a dos o más. Por ejemplo, el SNI y el Promep representan ciertas ventajas y son un claro signo del reconocimiento a la trayectoria del profesor o investigador; sin embargo, mientras el primero hace énfasis en la figura de un académico especializado en el trabajo científico; el segundo busca la formación de profesores "multifuncionales", que puedan desempeñarse en ámbitos como la docencia, la tutoría, la gestión, la producción y la investigación. Como resultado, los académicos han tenido que aprender a moverse en estos dos niveles o, cuando menos, a sobrevivir a ellos.

Lo anterior puede representar una pesada carga, ya que, como señalábamos, hay que cumplir con distintos indicadores además de las publicaciones, como la generación de patentes, las asesorías de tesis, los informes técnicos, la docencia y las ponencias o conferencias.

Pero los profesores e investigadores no sólo trabajan para cumplir con el SNI y el Promep, además tienen que rendir cuentas en sus respectivas instituciones o informar a otras instancias cuando reciben financiamientos adicionales, participar en actividades extracurriculares, colaborar en comités de evaluación, preparar clases y revisar trabajos, entre muchas otras cosas.

Como vemos, hay poca cabida para los académicos concentrados en una sola temática o actividad, como solía suceder en los establecimientos de gran prestigio en donde había catedráticos, en todo el sentido de la palabra, que eran verdaderos eruditos en ciertos campos, épocas históricas, problemas de estudio o incluso personajes. Tampoco queda lugar para el investigador especializado que subyace a los criterios del SNI; por el contrario, los profesores tienen que distribuir su tiempo y esfuerzo para cumplir con cada indicador y, al mismo tiempo, encontrar un equilibrio entre todos ellos.

Mantenerse o ascender en el SNI o el Promep puede acrecentar exponencialmente la presión a la que se ven expuestos los académicos, de tal suerte que estos mecanismos se transforman en monstruos que otorgan prestigio y legitimidad, pero que a la postre, pueden tornarse incontrolables e insostenibles para los propios sujetos.

3. El reconocimiento al mérito o la justificación de la exclusión. Algo que comparten estas dos políticas es que dejan de lado a los que no tienen un nombramiento de tiempo completo. En el caso del SNI, porque a los profesores e investigadores de tiempo parcial o por horas les resulta prácticamente imposible cumplir con sus requerimientos, en vista de la carga de docencia que tienen asignada o ante la necesidad de moverse entre diferentes instituciones para obtener mayores ingresos. De esta forma, aunque explícitamente el SNI no está cerrado para ellos, es poco probable que en sus condiciones puedan ingresar o mantenerse.

El Promep, por su parte, es mucho más claro en sus planteamientos. En sus Reglas de Operación publicadas en el Diario Oficial de la Federación, se señala que sus acciones están dirigidas a los profesores de tiempo completo, lo que excluye a un poco más de 80% de los académicos de todo el país, que son los de medio tiempo o por horas (SEP, 2007). Este programa no deja lugar a dudas, ya que especifica que su población objetivo son aquellos que laboran una jornada de 35 horas semanales en un mismo establecimiento y que llevan a cabo tareas de docencia, generación del conocimiento y tutorías, pero aquí no se incluyen a los profesores que tienen una carga de horas acumuladas por diferentes contratos, aunque sumen las 35 horas, ni a los técnicos o auxiliares académicos.

Además, como "sobre aviso no hay engaño", el Promep indica que para la obtención de beneficios, así como para lograr el reconocimiento de PD, se debe tener, aunado al nombramiento de tiempo completo, el grado de maestría o doctorado —este último es preferente— y haber ejercido las funciones de docencia, producción o aplicación del conocimiento en los tres años anteriores a la solicitud (SEP, 2007). Obviamente, sólo un segmento de personas cumple con estos requisitos.

Cuando se pretende justificar la lógica de estas políticas, se plantea que con ellas se intenta reconocer y estimular a aquellos que muestran un mayor compromiso y dedicación con el trabajo académico. Así planteadas las cosas, pareciera que lo que subyace a estas medidas es la búsqueda de la justicia y la equidad, cuando en realidad, lo que se está estimulando son el individualismo y el sectarismo.

Se van construyendo, de esta forma, oligarquías institucionales que agrupan a los que están reconocidos en estos programas y que la mayoría de las veces buscan trabajar con los colegas que se encuentran en sus mismas condiciones, quizás no por mezquindad o discriminación, sino porque esto les representa ventajas para mantenerse o ascender de nivel. Sin quererlo se van distinguiendo académicos de primera, segunda y tercera clase. De ser medidas diseñadas para apoyar al profesorado, el SNI y el Promep se llegan a convertir en mecanismos de exclusión y diferenciación dentro de la planta académica.

4. La simulación en el trabajo colegiado. La actividad académica colegiada, en tanto acción social desarrollada por sujetos particulares, implica un gran esfuerzo comunicativo, tiempo suficiente y una disposición por parte de los que participan en ella. Estos tres elementos no siempre están presentes en los profesores e investigadores, sin contar que las condiciones institucionales no necesariamente favorecen al trabajo colaborativo.

De las dos políticas que abordamos, el Promep es el que pone mayor énfasis en la coordinación de las tareas académicas. En los cuerpos académicos, por ejemplo, los profesores e investigadores organizan sus actividades a partir de líneas de generación del conocimiento (LGCA) o líneas innovadoras de investigación aplicada y desarrollo tecnológico (LIIADT). Cada una cuenta con campos temáticos específicos en donde los profesores tienen que ir registrando sus avances. Por medio de esto, se pretende evitar la duplicidad de funciones, la pérdida de esfuerzos y, que al mismo tiempo, las personas puedan ir focalizando su producción.

Pertenecer a un CA consolidado constituye un valioso indicador para las instituciones y para los académicos, pero hay que tener en cuenta que un CAC no es garantía de un buen trabajo colegiado. Además, puede ocurrir que, en el afán de alcanzar el nivel más alto de consolidación, se recurran a prácticas de simulación por parte de los propios académicos.

Por ejemplo, las LGCA han mostrado diversas dificultades para operar, ya que no siempre cuentan con el consenso de los todos los integrantes del CA. Las razones pueden ser diversas, bien sea porque se decidieron de forma poco democrática —aunque en teoría se espera que todos participen—, porque se es un miembro recién ingresado, o porque las actividades que se desarrollan cotidianamente no coinciden con las líneas o campos a donde se está registrado.

Una posibilidad es moverse, pero no es tan sencillo dado que se debe justificar ante el representante institucional de Promep las razones por las que se desea cambiar de cuerpo académico, lo que significa un largo procedimiento administrativo que desalienta cualquier intento. Las opciones que le quedan al académico son: reorientar sus líneas de investigación, con las consecuencias que esto tiene para su trabajo; continuar son sus intereses investigativos y hacer casos omiso de la LGCA, lo que le podría acarrear dificultades para justificar su permanencia en el CA; generar una estrategia que le permita cumplir con el CA y en paralelo desarrollar sus propios proyectos, pero esto implica una enorme labor y tener mucho tiempo disponible; o bien, hacer como que cumple con la línea en la que está registrado. Queda a consideración de cada persona elegir el camino a seguir.

Otra actividad de los CA es elaborar proyectos conjuntos con colegas de otras LGCA o de otros CA, lo que exige una coordinación muy estricta entre los participantes en materia de los productos, funciones y metas que se cumplen. Esto provoca otro tipo de prácticas, como por ejemplo, que se registren varios académicos en un proyecto, pero que no todos participen con el mismo compromiso o que se formen grupos cerrados ante la posibilidad de tener nuevos miembros.

El SNI, por su parte, evalúa la integración a redes y los productos en donde se muestre la participación de dos o más investigadores. Dado que coordinar los esfuerzos de varias personas implica un cierto grado de complejidad, una de las estrategias a las que se recurre es la de incluir a los integrantes del grupo al que se pertenece como coautores de libros, artículos o ponencias, para posteriormente ser correspondido de la misma forma, aunque éstos no sean resultado de una labor compartida. Lo que importa es que, al final, esto se traduce en puntos para las evaluaciones, tanto en el SNI como en el Promep.

La simulación del trabajo colegiado ha resultado una práctica difícil de controlar tanto para los evaluadores como para los académicos. Todo ello sin menospreciar el hecho de que también surgen trabajos de calidad que otorgan reconocimiento y satisfacción a los profesores e investigadores.

5. La libre determinación de los académicos frente a los imperativos institucionales. En términos formales, los académicos no están obligados a participar en el SNI, concursar por el PD o adscribirse a un CA. Pero lo cierto es que todo ello representa prestigio para las personas, pero sobre todo apoyos adicionales, razones que resultan bastante persuasivas, en particular cuando no se tienen buenas condiciones de trabajo. Los establecimientos, además, estimulan a sus profesores e investigadores para que entren en estos programas, porque de esta forma cuentan con más elementos o indicadores que incrementan su reconocimiento, amplían las posibilidades de contar con mayores recursos y a la postre se traducen en el reposicionamiento de la institución.

Los tiempos de evaluación del SNI y el Promep llegan a ser periodos de gran tensión y trabajo, debido a la cantidad de formatos que se tienen que llenar y al cúmulo de papeles que se debe organizar. Integrarse a un CA es un proceso igualmente difícil, pero además, si un académico desea salirse porque se da cuenta de que no es el mejor medio para su desarrollo profesional, tiene que atravesar por una serie de aclaraciones, justificaciones y otros trámites administrativos que le solicita el representante institucional ante el Promep, porque a él a su vez se los pedirán en las instancias correspondientes.

Las exigencias institucionales por tener más profesores en el Promep y el SNI, así como todos los requerimientos que ambos implican, reducen las posibilidades de elección de los sujetos, lo que evidencia que para tales políticas, la libertad académica está bastante acotada. A pesar de ello, las personas continúan aspirando a estos sistemas de reconocimiento, tal vez porque están convencidos de que sus beneficios compensan sus desventajas, o bien porque no tienen otra opción.

Los establecimientos tienden a favorecer a sus "mejores cartas", es decir, a los académicos que no sólo son valorados por sus colegas, sino que están en los mejores lugares de los rankings nacionales e internacionales. Aquellos que están fuera de estos programas o sistemas de reconocimiento, ya sea porque no cubren los requisitos o porque se oponen a ellos, en cierta forma, quedan también relegados de los beneficios institucionales.

6. La relación entre el reconocimiento y los ingresos. Mucho se ha discutido sobre los beneficios que representan el SNI y el Promep. El tema del dinero es particularmente crítico, incluso se ha llegado a sostener que los programas compensatorios pueden representar hasta 80% de los ingresos de un académico,9 esto porque las instituciones de educación superior, que son uno de los principales empleadores de los científicos y altos profesionales, pagan sueldos muy bajos. Como respuesta, se ha propuesto diseñar un tabulador que establezca un límite a los salarios adicionales.

Independientemente de la cantidad de dinero que representen, estas políticas de forma directa o indirecta debilitan las relaciones laborales, pues mientras el sueldo base depende de las negociaciones obrero-patronales y del presupuesto que del gasto público se otorgue a los establecimientos de educación superior, los ingresos adicionales son resultado de la productividad del investigador o profesor y esto se encuentra más allá de la influencia de los sindicatos o las autoridades administrativas.

Su impacto llega incluso al problema de la sustitución de la planta académica, porque cuando un profesor o investigador decide jubilarse está consciente de que su economía puede verse afectada, toda vez que no podrá continuar en estos programas. El retiro representa, en este escenario, una opción poco viable, lo que alarga las trayectorias laborales y disminuye las probabilidades de que nuevos profesionales puedan hacerse de una plaza definitiva.

Los motivos de la acción, como dicen los sociólogos, pueden ser diversos y por eso no estamos sosteniendo que el aumento en los salarios sea la razón principal por la que los investigadores y profesores traten de ingresar al SNI, al Promep o a cualquier otro programa compensatorio; sin embargo, tampoco estamos hablando de sujetos que viven en el vacío, sino que estamos tratando con personas que tienen necesidades, aspiraciones y que buscan mejorar sus condiciones de existencia.

Como ya hemos dicho, estas políticas esconden una pequeña trampa ya que, en la generalidad, pareciera que se trata de medidas justas que reconocen a los que más trabajan y que por lo tanto merecen ser apoyados,10 pero lo cierto es que aquellos que no tienen nombramientos de tiempo completo no pueden participar, aunque su trabajo sea de calidad y al mismo nivel que sus colegas académicos que sí tienen acceso. Se va creando así una dinámica nociva de la que sólo pueden salirse los que son muy brillantes, o bastante persistentes, o quienes desarrollan buenas estrategias para superar todos los obstáculos; aunque igual cabe la posibilidad de no estar interesado en formar parte de ella.

En suma, para retomar la metáfora con la que iniciamos este artículo, podríamos decir que estas políticas para el fortalecimiento del profesorado y la investigación han introducido una lógica distinta a las instituciones y al trabajo de los académicos que, aunque ha representado avances y mejorías, de igual forma han producido otros efectos que se han vuelto contra los sujetos y que, bajo ciertas circunstancias, llegan a ser monstruos difíciles de sobrellevar.

Adicionalmente, hay que entender que estas medidas llegaron para quedarse, porque cada vez hay más dificultades para aumentar el financiamiento a la educación, en especial a la superior y al desarrollo de la ciencia y la tecnología, de ahí que se tengan que establecer criterios para racionalizar y distribuir de manera "equitativa" los recursos. Los académicos tendremos que acostumbrarnos a hacer más con menos y tomar la decisión de entrarle de lleno a esta rueda de la fortuna de los programas compensatorios, tomar distancia de ellos asumiendo que no gozaremos de sus ventajas, o jugar con sus reglas pero desde otra postura y sobre todo sin perder la satisfacción por el trabajo que hacemos.

 

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Notas

1. En muchas instituciones se siguió un procedimiento poco convencional, reclutando a profesionistas que no siempre tenían experiencia en los mercados laborales de sus respectivos campos disciplinarios y menos en el trabajo académico. También ocurrió que los estudiantes que cursaban los últimos semestres de sus carreras se empleaban para ser profesores de sus compañeros de niveles más bajos. El crecimiento desregulado condujo a la flexibilización de los procesos de contratación, lo que a su vez propició una débil institucionalización de la naciente profesión académica, así como un descenso en el desempeño cotidiano de los profesores. Lo que fundamentalmente se buscó en estos momentos, fue mantener a las instituciones a flote frente al crecimiento y los académicos jugaron un papel primordial para lograr este objetivo (Pérez-Castro, 2004).

2. A pesar de esto los establecimientos mantuvieron su tendencia hacia el crecimiento, aunque a tasas más bajas. Por ejemplo, entre 1980 y 1990, ésta fue de 4%, es decir, nueve puntos menos respecto a los años anteriores. En el ciclo 1985-1986, la matrícula nacional a nivel licenciatura fue de l'033,089 alumnos; para 1989-1990 había aumentado a 1'094,325 (SEP, 2003). El crecimiento en la población de profesores también comenzó a detenerse. Entre l986 y l990, la planta académica aumentó 9.8%, esto es, treinta puntos porcentuales menos que entre l980-l985. En cifras concretas, esto implicó que en l986 hubiera 98,06l profesores e investigadores en todo el sistema de educación superior; mientras que en los años noventa, llegaron a ser 107,675 (SEP, 2003).

3. La evaluación se convirtió, con los años, en un eje fundamental de la organización institucional, así como en un tema central en los análisis de los especialistas. Su influencia se ha extendido hacia todos los actores y niveles del sistema: profesores, investigadores, estudiantes y administrativos. Andión (2007) apunta que, en el fondo, las evaluaciones han establecido una relación de valor a un bien simbólico como es el conocimiento, lo cual ha introducido una lógica de competitividad propia del mercado de bienes y servicios a las instituciones educativas. Entonces se produce una continua preocupación por estar al día en las evaluaciones, tener todas las acreditaciones posibles o ser de los primeros en las listas de clasificación, lo que, en ciertos casos, es utilizado para ostentar un "prestigio" y atraer a más "clientes", es decir, estudiantes. Lo anterior hace que se pierdan los verdaderos fines de la evaluación y se tomen como muestras de la "calidad" educativa una serie de indicadores, por ejemplo, tener una planta de investigadores adscritos al SNI, lo que no necesariamente significa mejores procesos educativos o una producción académica con impacto en la institución, en la disciplina o en la sociedad. Asimismo, se han cuestionado los fines de la evaluación, pues sus resultados no siempre se utilizan para retroalimentar y mejorar la vida institucional, sino para clasificar, segregar y diferenciar entre los "buenos" y los "malos" establecimientos. El hecho de que los procesos evaluativos estén ligados al otorgamiento de recursos, ha generado muchos problemas de simulación, toda vez que ciertas instituciones se preparan para cumplir con los indicadores que les solicitan. Por último, se ha planteado plantea que los criterios son poco apropiados, dado que se utilizan los mismos para todos el sistema, obviando las diferencias que existen entre los establecimientos.

4. Estas medidas se gestaron en el marco del Programa para la Modernización Educativa, presentado en l989, a partir del cual el gobierno federal determinó cuáles serían sus prioridades y objetivos en este tema. En educación superior, se buscaba mejorar los procesos de planeación, considerar criterios más rigurosos para la asignación de recursos, descentralizar al subsistema, replantear la oferta educativa tanto de licenciatura como de posgrado, promover el otorgamiento de plazas de tiempo completo a profesores con posgrado e incrementar los vínculos entre las instituciones y los sectores productivos. Para cumplir con uno de estos objetivos, se crea al año siguiente el Fondo para la Modernización Educativa (Fomes), enfocado a la racionalización y distribución de los recursos para las instituciones.

5. Comas (2007) sostiene que esto, a la postre, ha cambiado la concepción que I los propios actores tienen de las instituciones educativas, convirtiéndolas en organizaciones y que cuando esto sucede, éstas desplazan en cierta forma su papel de mediadoras entre la agencia y la estructura, entre el individuo y la sociedad, para centrarse en una especie de guerra de competitividad, en donde se tiene que demostrar a partir de indicadores concretos la utilidad social y las ventajas o beneficios que se obtendrían de "invertir" en ellas. Es decir, se someten a la racionalidad de costo-beneficio. En esta transformación ocurrida en los establecimientos de educación superior intervinieron diversos mecanismos, como la negociación del financiamiento, el otorgamiento de estímulos económicos a los académicos, la evaluación y el concurso por recursos denominados "extraordinarios" supeditados a las tareas, funciones o proyectos definidos como pertinentes por el Estado. En medio de todo ello, sólo resta preguntarse en dónde queda la misión de las instituciones en tanto generadoras del conocimiento y formadoras de sujetos reflexivos, críticos y con compromiso social.

6. En una crítica sobre la burocratización del sistema, Didou (2005) estima que I la vida académica en México, pero en general de gran parte de las instituciones públicas, se caracteriza por la cantidad de formatos y papeles que se tienen llenar para rendir informes y justificar el trabajo, mismos que presentan el inconveniente de que varían con el tiempo y difieren entre sí. Esto, paralelamente, ha significado el incremento de los cuerpos burocráticos, así como el aumento de la actividad administrativa. En especial, los directivos institucionales han visto crecer sus facultades y autonomía como producto de las estrategias de acreditación y de promoción de la calidad educativa, en auge durante las últimas décadas. Sin embargo, la burocratización ha provocado el efecto contrario, al abigarrar los procedimientos administrativos; los académicos, por su parte, se han vuelto expertos en su disciplina pero también en acumular papeles y cumplir con los requisitos que cada instancia les solicita.

7. En su análisis sobre estas dos políticas, Lastra y Kepowicz (2006) sostienen que I a través de ellos se busca enmascarar las desigualdades del sistema, ya que se presentan como opciones para que los profesores e investigadores mejoren sus prácticas y, en turno, reciban el reconocimiento a su labor. Sin embargo, con ello se están pasando por alto las diferencias individuales, en términos de capacidades, formación, responsabilidades personales y profesionales; y contextuales, como las condiciones laborales, el nivel académico de la institución, los recursos y el lugar que se ocupa en el sistema, entre otras cosas. De esta forma, en aras de promover la equidad, lo que en realidad se propicia es la desigualdad de oportunidades para aquellos que no tienen condiciones muy favorables para su desempeño. A esto se aúna la cuestión de que estas políticas utilizan parámetros homogéneos para todo el país, con lo que se agrega otra dimensión para la diferenciación y estratificación entre los académicos.

8. En el otro extremo se encuentran aquellas posturas que exigen ser más rigurosos al momento de valorar las publicaciones, puesto que muchos investigadores recurren a medios no consolidados, con poco reconocimiento o con una influencia muy limitada. Como evidencia, señalan que algunos de ellos publican en revistas con un impacto de 3 o inferior a este puntaje, lo que significa que el artículo es tomado como referencia por el mismo número de investigadores. En campos como agronomía, veterinaria, ciencias de la tierra, ingeniería civil y matemáticas, el impacto de las revistas donde aparecen el mayor número de trabajos de mexicanos es menor a 1. Los que salen mejor librados son los académicos provenientes de la medicina, astronomía y fisiología, pues las publicaciones a las que recurren con más frecuencia tienen un puntaje de entre 4 y 12 (Cerón, 2007).

9. Esta valoración apareció en un artículo resultado de una entrevista hecha al director adjunto del Conacyt en 2002, Alfonso Serrano (Herrera, 2002). Aquí el funcionario también hace una valoración de los resultados del SNI planteando que, entre otras cosas, esta política evitó la fuga de cerebros en los años ochenta, periodo de gran incertidumbre económica en México. Además, con el tiempo, sus procedimientos se han mejorado, haciéndose más claros y objetivos. En contraparte, el SNI ha ido representando una proporción cada vez mayor de los ingresos de los investigadores, lo que en consecuencia ha viciado sus fines. En ese mismo tenor, están las becas al desempeño que otorgan las instituciones, quienes junto con el SNI han alcanzado enormes proporciones de las percepciones globales, a los que se califica de "salarios encubiertos". Por ello, se ha demandado incrementar los sueldos base a los investigadores y crear un sistema de evaluación con normas y parámetros que respondan a las condiciones actuales tanto institucionales, laborales y económicas de los científicos, en donde se determinen límites para los recursos otorgados.

10. La diferenciación salarial derivada de las políticas educativas puestas en marcha a partir de los años ochenta, ha buscado transformar los fines y la naturaleza del trabajo académico, lo que igualmente ha provocado: la diversificación de los perfiles que se solicitan para la contratación y el ascenso, la reestructuración del sistema de distribución de tareas y prestigio de los establecimientos, el crecimiento de la burocracia institucional, una mayor inversión de tiempo por parte de los académicos para el llenado de formatos y la entrega de informes, la concentración de beneficios para algunos grupos o sectores, el debilitamiento de los cuerpos académicos que no han podido sobrellevar estos criterios de competitividad, la sobrevaloración de la investigación en detrimento de las tareas docentes, de difusión y extensión, y finalmente, el desplazamiento del interés colectivo por las ventajas individuales. Como señala Ibarra (2000) se han tratado de políticas de choque por las que profesores e investigadores pagan un alto precio a cambio de recursos o reconocimiento, a partir de las cuales se diferencia entre los "merecedores" y los "no merecedores" de ingresar a estos programas.

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