SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.14 número41Ciudadanía mundial en el marco de la ciudadanía precaria: Una ciudadanía integral anticipadaPolítica, pensamiento e historiografía en Estados Unidos contemporáneo, de Avital Bloch índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Espiral (Guadalajara)

versión impresa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.14 no.41 Guadalajara ene./abr. 2008

 

Reseñas

 

Salud, desarrollo urbano y modernización en Guadalajara (1797-1908), de Lilia Oliver

 

Agustín Vaca*

 

* Investigador de El Colegio de Jalisco-INAH.

 

Quizá lo menos importante para los lectores de este libro sea saber que es producto de varios años de una investigación bien planeada y mejor realizada, misma que le valió a Lilia Oliver el título de doctora en Ciencias Sociales, avalado por la Universidad de Guadalajara y el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, y que su forma final está integrada por 375 páginas, divididas entre los agradecimientos, la introducción, seis capítulos, las conclusiones, la bibliografía de que se echó mano en la confección de la obra, cinco apéndices, dos índices, las abreviaciones que aparecen en el texto y una lista de cuadros, gráficos y planos.

Sin embargo, creo que es necesario resaltar que ninguna de las partes mencionadas resulta ociosa, pues cada una satisface una exigencia metodológica, cuyo hábil manejo da por resultado el valioso instrumento que pone en nuestras manos para ayudarnos a comprender, por medio de un lenguaje claro, sobrio, preciso y ágil, las relaciones concretas entre la salud pública, el desarrollo urbano y el proceso de modernización de Guadalajara. Desde el momento de trasladarse al valle de Atemajac, en 1542, Guadalajara empezó a perfilarse como una de las ciudades más importantes, primero de la Nueva España, y luego de la República Mexicana. El trayecto que ha seguido la ciudad, y en consecuencia Jalisco, ha sido objeto de un sinnúmero de estudios emprendidos desde disciplinas diferentes que abordan asuntos tales como los orígenes de la ciudad, su crecimiento, los problemas para abastecerla de agua, los transportes, sus características culturales, la evolución del sistema educativo, la vida económica, las vicisitudes sociopolíticas, las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica, por no mencionar sino algunos de los temas que han merecido la atención de los estudiosos.

Todo esto ha conformado una voluminosa e importante literatura científico-social que hace de Guadalajara y de Jalisco una de las regiones mejor conocidas del país. Sin embargo —y esto lo digo sin la menor intención de reproche o censura—, hasta hace relativamente poco tiempo la mayoría de tales estudios eran más bien análisis monofocales, dedicados al escudriñamiento de un problema bien definido, sin que en ellos se establecieran las relaciones con otras concomitantes que contribuirían a una comprensión más adecuada del fenómeno en cuestión, cosa que redundaba en un conocimiento parcial y en ocasiones superficial de la evolución socio histórica de la región.

Como quiera que sea, gracias a esta copiosa literatura, los tapatíos, nativos o por adopción, hemos adquirido una clara conciencia del significativo lugar que ocupamos, para bien o para mal, no sólo ante los ojos de nuestros connacionales sino también ante los de los extranjeros. Todos nos enorgullecemos de vivir en la que hoy se considera la ciudad más bella de México, la capital de Jalisco, estado emblemático de la mexicanidad, y para confirmar esto, allí están los mariachis, el tequila y lo charros. Vivimos estas condiciones del presente como si siempre hubiera sido así, y tal vez por eso nos asombramos con cierta indignación cuando nos vemos obligados a enfrentar las evidencias de un pasado ni muy lejano ni tan glorioso de la Perla de Occidente.

Todo lo anterior viene a cuento por dos razones: la primera es que, ya desde la "Introducción", advertimos que el trabajo de la doctora Oliver abandona la visión unidimensional de que antes hablé para ubicarse dentro de los derroteros de la historiografía más actual que se afana en desvelar las relaciones entre distintos campos de conocimiento, en este caso, el de la historia, medicina y salud pública, dos aspectos de una misma realidad que hasta antes se habían analizado de manera paralela, sin que se hicieran esfuerzos por encontrar un punto de contacto. Desde mi punto de vista, esta intención relacional abarca más de los dos aspectos que declara la autora, como intentaré explicar más adelante.

La segunda razón es que desde las primeras líneas nos percatamos de que estamos ante una obra que aborda asuntos poco explorados y que para hacerlo es necesario atreverse a poner en tela de juicio algunos lugares comunes que se dan por sentado como si fueran hechos ciertos y comprobados. En efecto, lo primero con que nos topamos en las primeras páginas del libro es que casi hasta principios del siglo XX Guadalajara estaba muy lejos de merecer el apelativo de la Perla de Occidente, pues, para vergüenza de nuestros antepasados, se significaba por ser una ciudad sucia y maloliente, cuyos habitantes tampoco tenían por prenda el aseo personal.

En descargo de esta situación, se nos hace saber que condiciones similares también podían apreciarse en otras latitudes del mundo, cosa que no evita el que el doctor Miguel Galindo, citado por Lilia Oliver, haya destacado que la mayoría de las habitaciones que ocupaban los trabajadores de Guadalajara tuvieran poco que ver con las que existían en la industrializada Inglaterra, y que las locales tuvieran más semejanza con las zahúrdas.

Pero la puesta en juicio de la intemporal belleza de Guadalajara no es, por supuesto, lo más jugoso de este trabajo, aunque sí una introducción indispensable al resto de asuntos que en este libro se tratan. De acuerdo con la autora, la modernización de Guadalajara lleva implícitos tres procesos simultáneos que se refuerzan entre sí: la secularización de la vida pública, la medicalización de los hospitales y la profesionalización de los médicos. La obra se dedica a desvelar las relaciones que guardan entre sí dichos procesos.

Hay que decir que este empeño obligó a la doctora Oliver a adentrarse en otras áreas de la vida pública para poder ofrecernos un panorama más amplio que nos permite conocer, lo más cercanamente posible, lo que realmente sucedió. En este sentido, creo que uno de sus mayores aciertos es el de haber puesto la mirada no en lo que sucede en la superficie, sino en los procesos internos que sólo se advierten cuando se manifiestan como un problema de inaplazable solución, la cual exige un reacomodo del sistema socio-político prevaleciente.

De ahí que una parte sustancial de este libro contenga un fino análisis de las corrientes de pensamiento en que se sustentan las acciones concretas que los distintos grupos sociales llevan a cabo para cristalizarlas. En consecuencia, dicho análisis no podía menos que partir de una revisión de la misión de las primigenias instituciones hospitalarias, creadas bajo el concepto de la caridad cristiana, destinadas más que a buscar la recuperación de la salud de los huéspedes, a procurarles un paliativo transitorio a sus necesidades más apremiantes.

Desde su nacimiento, pues, los hospitales estuvieron en manos de la clerecía, en tanto que el arte de curar enfermedades se había desarrollado desde milenios en un medio guiado por preceptos morales y éticos puestos al servicio de los individuos y de su sociedad. A partir de la Alta Edad Media, la Iglesia católica sustituyó esta moral laica con los preceptos religiosos, imponiendo así la primacía de la salvación del alma sobre la del cuerpo; por eso en sus hospitales sólo se admitiría a los enfermos que presentaran una constancia de confesión. Desde entonces, médicos y cirujanos tendrían prácticamente prohibido el acceso a tales establecimientos hasta bien entrado el siglo XVI, y esto sólo en caso de extrema necesidad.

Quizá aquí valga la pena mencionar el caso de la escuela de medicina de Salerno. En la fundación de esta escuela, hacia el siglo X, intervinieron un griego, un cristiano, un musulmán y un judío, y sus médicos gozaban de la confianza de los monjes benedictinos de la localidad; pero además de este ejemplo de laicismo y hasta de ecumenismo, los planes de estudio estaban centrados en el empirismo y la observación, la medicina y la cirugía no estaban separadas, y entre sus estudiantes y profesores no escaseaban las mujeres. Todo esto sirvió para que, al fundarse las primeras universidades europeas en el siglo XII, adoptaran el plan de estudios salernitano, sólo que en ellas el estudio de la medicina estuvo en manos del clero. Creo que sería justo agregar que la escuela de Salerno también hubiera podido servir de ejemplo a las escuelas de medicina contemporáneas.

Evidentemente, con la llegada de los españoles a estas latitudes, también se trasladaron con ellos sus instituciones entre las que se contaban las hospitalarias y médicas, mismas que prevalecieron a lo largo de tres siglos. Como bien lo documenta la doctora Oliver, será el Siglo de las Luces, la edad de la razón con sus propuestas revolucionarias de cambio social en el más amplio sentido de la palabra, la que venga a impulsar también la transformación de las actividades que giran en torno de la conservación y recuperación de la salud, tanto individual como colectiva.

Ya para entonces, las presiones del crecimiento insospechado de los asentamientos humanos, cuyos efectos en Guadalajara nos describe vívidamente la autora, obligan a recurrir a otras formas de considerar la ciudad, entre las cuales predomina el paradigma del organismo, paradigma que se fundamenta en los saberes médicos que, con el auxilio de otras ciencias afines, conforman un sistema pericial específicamente centrado en los problemas urbanos, sistema que recibió el nombre de higiene. Este vocablo, a principios del siglo XIX, era sinónimo de salud pública.

La necesidad de dar una explicación adecuada del establecimiento de la corriente higienista, lleva a la doctora Oliver a adentrarse en las difíciles relaciones entre pensamiento filosófico, política y ciencia. De tal análisis, destaca la labor que desarrollaron los médicos decimonónicos establecidos en Guadalajara en la concreción de algunos principios del positivismo, bajo cuyo influjo se logra la integración de la práctica y de la enseñanza de la medicina a los establecimientos hospitalarios, es decir, la medicalización de tales centros, y el consecuente viraje de la atención hacia el bienestar del cuerpo, dejando el del alma a los curas.

Pero también nos hace ver las contradicciones que presentó la misma corriente filosófica, pues "por un lado valoró a la ciencia como fuente de progreso y conocimiento práctico, y por el otro propagó una retórica a favor de la investigación que sólo fue discurso". De tal suerte, a pesar del apoyo que prestó el aparato gubernamental al desarrollo de la ciencia médica, que quizá fue la que mayores frutos rindió bajo el influjo del positivismo en México, el esfuerzo sirvió más que nada a dar "respetabilidad a los médicos", y elevar a esta ocupación al rango de profesión con un prestigio social innegable.

La explicación a este fracaso parcial se encuentra en la lucha política que se escenificaba por esos años en el país y que tenía por principales contendientes a liberales y conservadores, asunto que trata la doctora Oliver con sutileza y profundidad, mediante el análisis de los problemas que se suscitaron en el campo de la salud con la secularización de la vida pública nacional.

En este sentido, conviene destacar el descubrimiento que hace la doctora Oliver de las motivaciones que llevaron a la jerarquía eclesiástica a fomentar la apertura de establecimientos dedicados a proveer de servicios asistenciales a los menos favorecidos por la fortuna, que si bien contribuyeron al desarrollo de las ciencias médicas, creo que un gran acierto de Lilia fue el de concluir que, por encima de esto, se encontraba "la intención clara de la Iglesia por recuperar espacios perdidos, a raíz de las leyes de Reforma, en la atención de pobres y desvalidos".

Por una parte, el resultado de este análisis disminuye la importancia que se había dado a la "política de conciliación" emprendida por Porfirio Díaz en lo que toca a facilitar la reorganización de la institución eclesiástica después de los aparentes descalabros que sufrió con las leyes mencionadas. Por otro lado, se trata de un aspecto poco conocido de las numerosas confrontaciones que en nuestro medio han sostenido el gobierno eclesiástico y el civil.

De tal suerte, Salud, desarrollo urbano y modernización en Guadalajara nos enseña que las luchas por el poder no sólo se solucionan por medio de las armas, sino que adoptan las formas más insospechadas, desde las más solapadas hasta las evidentes a simple vista. En este caso, las pugnas entre el Estado —que se esfuerza por lograr una vida pública racional lejos de la influencia religiosa— y el poder clerical —que no ceja en sus intentos por recobrar las canonjías de que disfrutara hasta antes de la Reforma política, social y económica iniciada hacia los finales del primer tercio del siglo XIX por los liberales— ocultan otras luchas no tan grandiosas pero no por eso menos importantes, como son las de la sabiduría contra la ignorancia, la ciencia contra los prejuicios o la limpieza contra la mugre, y que no son sino distintas manifestaciones de la aspiración a vivir en una sociedad más libre, más justa y más sana.

Creo que al sacar a la luz esas luchas ocultas para ponerlas en el curso de la historia, la doctora Oliver cumple con creces sus propósitos de establecer las relaciones entre la salud pública, el desarrollo urbano y la modernización de Guadalajara.

 

Nota

Lilia Oliver, Salud, desarrollo urbano y modernización en Guadalajara (1797-1908). Guadalajara: Universidad de Guadalajara, 2003.

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons