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Espiral (Guadalajara)

Print version ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.15 n.43 Guadalajara Sep./Dec. 2008

 

Reseñas

 

La idiotez de lo perfecto

 

Felipe J. Mora Arellano*

 

Jesús Silva-Herzog Márquez. La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política. México: FCE, 2006. 187 páginas.

 

* Departamento de Sociología y Administración Pública, Universidad de Sonora.

 

Por favor, avance hacia atrás.
Pasajeros en un camión de Varsovia
1

 

En una ocasión se encontraban un jurista alemán, un historiador inglés, un profesor italiano, un biógrafo ruso... y un poeta mexicano. Así: como en los chistes. Tal encuentro lo propició un mexicano quien, aunque afirmara que la invitación a reunirse era caprichosa, en mi opinión no lo fue, porque como él mismo le señala al profesor italiano, "trazar un mapa" equivale a una "caricatura razonada". De la misma manera, lo que hace Jesús Silva-Herzog Márquez con los cincos bocetos que ofrece, es elegir a un grupo de intelectuales para que nos ayude a mirar la política de nuestro tiempo —¿de nuestro país?, quizá.

Pero más que encuentro, lo que Silva-Herzog hace es montar una galería en donde exhibe los cuadros de un puñado de pensadores que vivieron casi todo el siglo XX: Carl Schmitt (1888-1985), Michael Oakeshott (1901-1990), Norberto Bobbio (1909-2004), Isaiah Berlin (1909-1997) y Octavio Paz (1914-1998). En un recorrido metafórico, el autor ha decidido mostrarnos sus miradas. Con una prosa que me lleva a fantasear por fondo musical una obra ad hoc para hacer el recorrido de esa interesante galería imaginaria: Cuadros de una exhibición, de Modest Mussorgsky. Jesús Silva-Herzog, cual guía de la exhibición, se detiene en cada cuadro, lo explica y lo contextualiza; da cuenta de los pensamientos, emociones, temores y pasiones acerca de la política —"de los misterios centrales de la política", "de las raíces de la política"—, de cada mirada dirigida hacia nosotros. Pero también nos habla sobre la libertad, el poder, la ley y el tiempo, dentro del pensamiento de cada uno de los cinco ilustres personajes.

La exposición, es decir, el libro, tiene un título por demás curioso (La idiotez de lo perfecto), y cada cuadro o boceto —léase capítulo— lleva al calce una inscripción: el de Schmitt ( "el abogado de la Corona", como lo llamó el periódico oficial del nazismo), se subtitula "Una ciencia de la ilegalidad"; el boceto de Oakeshott (apodado por alguien "el Proust de la ciencia política"), es "Gobernar en bicicleta"; el cuadro de Bobbio ("el pedante lector de los clásicos", como se autodenominaba) lleva por nombre "Bobbio y el perro de Goya"; el referido a Berlin ("el Paganini de la tribuna", al decir de un colega) "Liberalismo trágico" y, finalmente, el de Paz ("el poeta del pensamiento", como le pareciera a un crítico) lo subtitula "Sílabas enamoradas".

En opinión del autor, los personajes en cuestión comparten algo en común: son "tercos aguafiestas de la perfección", están lejos de ser utópicos y ninguno dejó tras de sí manual alguno sobre la política o el quehacer político.

Cuando Silva-Herzog nos lleva ante Schmitt y se detiene frente a él, nos dice, señalándolo con el índice: he aquí a un hombre que pensó que el nuevo orden del nazismo le permitiría vivificar la ley y reconciliar el derecho con la justicia a través de un hombre fuerte y salvador. Conmocionado menos por la derrota alemana que por la paz previa a la segunda conflagración mundial, Schmitt, nos dice el autor, temía el contagio bolchevique y el arribo de los fanáticos nazis.

Mussolini lo cautivó profundamente. Como Il Duce, quien llegó a pensar que el fascismo era la respuesta al liberalismo y al socialismo, Schmitt consideró que tenía la respuesta burguesa a la teoría marxista de la lucha de clases. El motor de la historia para Schmitt era el conflicto, pero no de base económica, sino el que nace de la guerra, de la figura del enemigo que puede cobrar vida en la raza, la nación, la tribu o la economía.

La raíz de la política, sostenía Schmitt, era la enemistad, y la distinción política específica, la capacidad de distinguir el amigo del enemigo. Cuando se intensifica al grado máximo la diferencia entre amigo y enemigo, la diferencia se torna política y el conflicto se transforma en un antagonismo irreductible: la aniquilación del enemigo es condición de supervivencia.

Así, el deber de la razón, para Schmitt, era identificar al enemigo; al volverlo visible, terminaba la angustia, si acaso subsistía el miedo. Vista de esta manera, la política resultaba la más radical de las oposiciones entre los hombres: una oposición marcada por la sombra de la muerte. Enemigo del liberalismo, Schmitt se decía democrático. La democracia, sostenía, excluye lo ajeno, busca la identidad entre gobernantes y gobernados y supone la homogeneidad. El liberalismo, en cambio, pretende la conciliación, por ello representa la antipolítica.

"No busquen por ningún lado en Schmitt principios de ingeniería institucional", nos advierte Silva-Herzog. El territorio de la política fue para él irremediablemente indomable; su suelo nunca fue firme, estaba lleno de erupciones. La jurisprudencia que construyó resultó ser la envoltura de los caprichos del poder, para el cual no existen reglas que lo vertebren. Con todo, si hubo alguien que haya disfrutado de un amplio arco de lectores, ese fue Schmitt: héroe de golpistas latinoamericanos, ideólogo del franquismo, inspirador de marxistas italianos y de la nueva derecha del fin del siglo XX, indica Silva-Herzog.

¿Quién ignora que aprender a andar en bicicleta es montarse en ella y pedalear sin fin, haciendo caso omiso de cualquier curso de física? Así nos presenta Silva-Herzog el cuadro de Oakeshott, pues pasa lo mismo con la política, que para Oakeshott suele estar infectada por el racionalismo que piensa que la política no es más que la aplicación de una teoría. La política es como la cocina: por más recetas que haya, sin sazón no hay buen guiso. No hay recomendaciones pertinentes para gobernar, repetía Oakeshott. Es sospechosa cualquier reflexión teórica que se aparte de la experiencia y descarte todo intento de invención filosófica para comprender o modificar la realidad política, solía advertir Oakeshott.

El orden político, sostuvo Oakeshott, es siempre un orden precario y superficial. Debajo de la paz del Estado, se desatará inevitablemente conflicto. Estamos siempre amenazados por la decadencia, asiente Oakeshott, y precisamente por ello debemos colmar de pesimismo la duda. Oakeshott, nos dice Silva-Herzog, era un escéptico. De ahí que buscara un gobierno restringido y vigilado. Todo apuntaba hacia la naturaleza humana como la maldición de la política. La política, sostenía Oakeshott, era un espectáculo desagradable en todo momento: oscura, turbia, excesiva, tramposa, deshonesta, impía, corrupta, intrigante, inmoral, vanidosa...y estéril. Equivaldría todo esto a caminar entre cadáveres, pensé que podría completar Vargas Llosa en La fiesta del Chivo.

Con todo, esa fea piedra tallada en la arena de las circunstancias que es la política, la cosa pública puede ser arreglada, de algún modo y hasta cierto punto, si buscamos los elementos en la historia: precisamente en la arena de las circunstancias. La actividad política consiste en un ejercicio de flotación sobre un mar sinsentido. Para no ahogarnos en éste tenemos que disponer de talante, no de un programa.

Hoy por hoy, me digo, Oakeshott sería calificado de sospechosista de lo humano: dudar fue su brújula. Mientras entendamos a la sociedad como el arroyo de acciones insertadas en el tiempo, afirmaba Oakeshott, estaremos bien resguardados contra los salvadores que creen que ni una gota del pasado los salpica. El escepticismo borra toda esperanza de encontrar la arquitectura ideal de la sociedad. No pretendamos cambiar íntegramente la política; si una pieza falla debemos cambiarla, pero buscar la refundación de los cimientos del edificio público es una acción depravada.

Silva-Herzog nos recuerda que la política era, para Oakeshott, conversar, gobernar con las circunstancias, no someterlas; gobernar es, como suele decirse en nuestro país, "tantearle el agua a los camotes": es el tanteo de la acción que debe esperar el eco para modular el siguiente movimiento. Más que un arte o una ciencia, es un juego de poder, sostuvo Oakeshott.

La vida es un riesgo, una aventura: como la historia, la condición humana y el aprendizaje. Solo los trenes tienen itinerario, no los hombres. Extraña forma ésta de pensar de un conservador sin ideología, sui géneris como lo fue Oakeshott, quien para algunos, por cierto, resultó ser casi un marxista, según señala Silva-Herzog.

Y al pasar al cuadro de Bobbio, Silva-Herzog nos anuncia que nos encontramos frente a un profesor melancólico y pesimista, ardiente defensor de la democracia y que detestaba el fanatismo.

Nuestro guía Silva-Herzog nos recuerda que Bobbio compartía el mismo temor que el pintor Goya: el hombre, ese animal que mata. Escéptico como pocos, Bobbio no consideraba que el progreso fuera la clave de la historia. Con todo, amaba la democracia, la independencia y la justicia, y estuvo dispuesto a defenderlas frente a lo que las amenazaba: el despotismo, la sumisión, la arbitrariedad.

En tanto crítico de la política, a Bobbio no le interesaba lo que pasaba, sino el significado de lo que sucedía; trató de aclarar el caos de significados que es el mundo. Inicialmente se concentró en el mundo de las normas, en cuyo contenido vio la fuerza. Una fuerza domesticada, pero al fin fuerza. De ahí pasó a su anverso, el Estado, personaje impopular pero única criatura que puede ganarnos la paz, liberarnos del miedo y cuidar un espacio de libertad. El mensaje de Bobbio era tanto para los ideólogos de la violencia redentora que arrojaban gasolina al fuego, como para los promotores de una represión desquiciada.

Gran lector de textos clásicos —esos que nunca terminan de decir lo que tienen que decir, según Calvino—, Bobbio trazó un mapa y para ello debió elegir, para encontrar lo esencial. Prescindió del tiempo y del autor; al hacerlo, pintó los debates que han atravesado los siglos. Lo que logró el gran clasificador que fue Bobbio, dice nuestro guía, fue bosquejar un mapa de bifurcaciones: eficacia política/conciencia moral, derecho/fuerza, máquina/organismo, estabilidad/ cambio, obediencia/rebelión, plaza/palacio, legalidad/legitimidad, sociedad civil/Estado.

Dedicado a la tarea de limpiar el vocabulario de la política, Bobbio decidió, nos cuenta Silva-Herzog, desinfectar la palabra democracia: ¿qué es, qué ha sido, qué puede ser? Bobbio interrogó al marxismo sobre el tema y descubrió un enorme vacío de teoría política. Ante las acusaciones de traidor, Bobbio inyectó la vacuna liberal en una parte importante de la izquierda, en el seno de ella. La democracia, les dijo, es un requisito de civilización. La tarea de la izquierda consistía en reconciliarse con el liberalismo y reconocer el valor de los mecanismos democráticos. La izquierda contemporánea, sostuvo Bobbio, tenía que volver a ser liberal, como lo había sido originalmente. Pero él no se engañaba pidiéndole demasiado a la democracia, estrategia que era la manera de salvarla: había que tomar a la democracia como era, con espíritu realista, sin ilusionar y sin ilusionarse.

Pero, ¿qué tan original es Bobbio en su tratamiento procedimental de la democracia? Antes que él Popper, Kelsen, Schumpeter. Silva-Herzog disipa: lo original es que el turinés habla desde el territorio de la izquierda, y polemiza con ella. Después, ante la caída del Muro de Berlín, Bobbio no bailó sobre la tumba del comunismo totalitario; advirtió, en cambio, que el espacio liberal que se abría no podía representar el final del camino. Defensor del Estado democrático Bobbio se percata de que es tan necesario como insuficiente.

Fracasado el comunismo, Bobbio renueva su confianza en la izquierda, pero se pregunta: ¿quién es un hombre de izquierda? ¿Y quién es un hombre de derecha? ¿Qué los distingue? ¿Cuáles son sus ejes? Pesimista como se consideró, Bobbio encendió dos velas: la defensa de la igualdad y la defensa de la razón, confirmando con ello que su pesimismo, como él mismo lo había dicho, era de humor y no de concepto.

Al llegar a Berlin, nuestro guía Silva-Herzog nos dice: estamos aquí frente a un hombre que hablaba con una velocidad increíble, pero que enmudeció ante la exclamación de Greta Garbo —nada más y nada menos— a quien parecieron muy bellos sus oscuros, vivos y brillantes ojos. Los mismos ojos que vieron el mundo con los de cien otros, los ojos con los que Berlin vio la historia con la mirada de muchos más. La primicia de su método fue, nos habla Silva-Herzog, que para conocer nuestra realidad era indispensable desdoblarse y observarla desde distintos ángulos.

Su talento y experiencia al servicio de la embajada británica en Estados Unidos durante la II Guerra Mundial, le permitieron dominar el complejo laberinto político, las intrigas palaciegas, las disputas y guerras de interés. Ahí descubrió el mundo del poder y trató de descifrarlo, no con los clásicos sino con las maniobras de los vivos. Fascinado por la vida de otros, Berlin desarrolló un arte menospreciado: el chisme. Digo yo que la base sociológica de esta "técnica", muy de corte interaccionista simbólica, es que para Berlin los individuos y las relaciones entre ellos eran lo que definía el rumbo de los poderes. Más que el clima de la cultura o el marco de las reglas, era el melodrama de las personalidades el que descollaba, apunta con acierto Silva-Herzog.

Berlin vio y retrató desde esta óptica a Churchill y Roosevelt. Su análisis de ambos le permitió afirmar que el hombre de Estado no es un hombre de ciencia, sino alguien que entiende la singularidad de las circunstancias. El talento radica en atrapar la combinación de elementos que conforman su circunstancia; de ahí que la razón cuente menos que la habilidad, o sea, la sabiduría práctica. Sabiduría que surge de la experiencia y no del concepto; del reflejo más que de la reflexión.

Quizá la más bella historia de esta exhibición de cuadros, de bocetos, es la que Silva-Herzog cuenta sobre el encuentro de Berlin con los poetas Boris Pasternak y Anna Ajmátova: encuentro que marcó su vida. En medio de la terrible condición de la escritura en tiempos de Stalin, el primero le entregó su última palabra, el manuscrito del Doctor Zhivago, y la segunda le leyó fragmentos del Réquiem, poema que escribió durante veinte años, y que por ser una sentencia de muerte se llevaba en el recuerdo de un puñado de individuos que lo recitaba de memoria.

Recuperados nosotros de ese perturbador pasaje, Silva-Herzog continúa su recuento: retirado del mundo diplomático, Berlin disfrutó de la sublime distancia del mundo real, en el castillo universitario de la London School of Economics. Los temas que desarrolló y que le apasionaron siempre fueron la Ilustración y el antirracionalismo; la pertenencia nacional, el fascismo, el temperamento romántico y el pluralismo que habrían de encontrar siempre su biografía emblemática. Fue Berlin un biógrafo, un historiador de las ideas, que buscaba la forma en que los hombres del ayer sentían, pensaban y deseaban.

A Berlin le pareció más interesante leer a los adversarios, conocer las razones de antiliberales, antimodernos y antirracionalistas, que a quienes concordaban con sus ideas. Sentía que aquéllos lo ponían a prueba, como lo testifica nuestro guía-autor.

La libertad fue también un asunto que Berlin abordó. Hay dos conceptos de libertad, dijo: la negativa, sostenida por las personas que quieren limitar el poder que las amenaza, y la positiva, enarbolada por quienes quieren arrebatárselo al opresor. La libertad negativa está dentro de las murallas que la cuidan; tras las cortinas que protegen a las personas. La positiva es la libertad que se exhibe en el poder de un agente que logrará rescatar a las personas de su enfermedad, de su locura, de sus arrebatos, de su pobreza. La primera defiende la posibilidad de elegir sin obstáculos; la segunda respalda la elección correcta, la que se amolda a la razón, a la justicia, a la verdad, aclara Silva-Herzog.

La libertad, para aclimatarse, necesita encontrar una cultura de tolerancia y una historia de paz. Sin embargo, por importante que parezca, para Berlin la libertad no es el único fin del hombre. Es más, dice, si hay otras carencias, puede resultar razonable limitarla. En ocasiones puede obstaculizar la justicia, la seguridad, la felicidad. Pero como quiera que sea, todo es cuestión de elegir, de elegir valores. La vida es eso, elección; la política, también, es la elección —si bien nos va— del mal menor. Valores todos ellos múltiples e incompatibles, precisa Silva-Herzog.

Conflicto y tragedia no pueden ser eliminados de la vida humana. Cada elección es una pérdida. Ineludible es la necesidad de elegir entre acciones, fines y valores. Ese es el liberalismo trágico de Berlin, según opina Silva-Herzog. Somos imperfectos, hay que aceptarlo. El hombre no es la cebolla perfecta que dibuja la poeta Szymborska. Nosotros tenemos grasas, nervios, venas, secretos y secreciones, escribió ella. Aquí se esconde el enigma del título de esta exhibición de cuadros, de miradas. Pero el guía, nuestro guía, prefiere que leamos su libro para encontrarlo, y nos conduce así al último boceto.

Paz tenía por vocación elaborar las palabras, habitar las palabras, nos trae a la memoria Silva-Herzog. Paz escucha al mundo poéticamente, sale al encuentro del hombre, del arte, de las letras, de los hábitos... y del poder. Su pasión crítica lo llevó a abrazar la cosa política. Su defensa de la poesía, menospreciada en su siglo, era inseparable de su defensa de la libertad. De ahí su interés por los asuntos políticos y sociales. Así lo escribió Paz.

Sus reflexiones políticas son reflejos de un testigo ante los acontecimientos. Sus palabras tenían fuerza porque brotaban de una situación de no fuerza, lo dijo. Y la crítica era su única defensa contra el monólogo del Caudillo y la gritería de la Banda, deformaciones éstas que extirpan al otro. Ese otro que es el corazón de uno mismo; es la otredad la que nos constituye, es la libertad que reclama al otro.

En Paz encontramos un moderado amor por la democracia, interviene nuestro guía Silva-Herzog. Por ella ama la civilidad de su convivencia, la presencia de la crítica. Paz aseguraba que en las formas democráticas no están las respuestas a los acertijos medulares de nuestra existencia. Las democracias modernas ignoran al otro y tienden al conformismo, a las sonrisas de satisfacción idiota.

De la tríada libertad-igualdad-fraternidad, es la última la central, escribió Octavio Paz. La fraternidad es el puente que las comunica, la virtud que las humaniza y las armoniza. Su otro nombre es solidaridad. Sobre ella podría fundarse en el futuro una nueva filosofía política que habría de reconciliar a las dos hermanas enemigas: mi libertad y la libertad del otro. Sólo ella, la fraternidad, puede disipar la pesadilla circular del mercado: ese monstruo ciego y sordo que no entiende del valor.

El poder es, para Paz, una amenaza, una sentida maldición que envilece inteligencias y encaja gusanos en la manzana de los afectos. Según nuestro guía, a Paz le interesó pero nunca le entusiasmó la política. Más bien le preocupaba. No se acercó a ella como quien busca a Dios; como quien pretende encontrar por fin el bien; como quien cree que en ella se anidan las respuestas esenciales. Pero aún así, la política —la maldita política— fue la sombra permanente de sus dos pasiones: la libertad y su aguijón: la crítica.

Silva-Herzog advierte: en Paz no encontraremos una doctrina política pulida, pero sí en cambio una densa y coherente meditación sobre los azares de la historia, las trampas de la ideología y las posibilidades de la convivencia. Silva-Herzog sugiere que nos concentremos en las aportaciones de Paz a la comprensión del cambio mexicano. Él, un poeta, anticipó nuestras penurias democráticas. Enemigo como fue de cualquier esencialismo, no concluyó que la energía democratizadora se depositaba en algún sujeto históricamente privilegiado. Ni la Oposición era la portadora de la democracia ni la Sociedad Civil su madre elegida. El problema radicaba en la ausencia de demócratas.

A Paz siempre le interesó polemizar con la izquierda —con la derecha no tenía de qué hablar—, pero se frustró e indignó, nos confiesa Silva-Herzog, porque aquélla había olvidado su vocación original, su marca de nacimiento: la crítica.

¿Y el futuro? ¿Y el pasado? ¿Nos condena la Historia? ¿Qué nos dice Paz al respecto? Lo que ha ocurrido es tan incierto como lo que no ha sucedido. La memoria, no la historia, es la linterna que permite rastrear la tradición de la crítica. La primera es pasado vivificado en imágenes; la segunda es pasado concluso. Si la Historia nos condena, la memoria nos salva. La Historia no es una pesadilla o un sueño macabro porque no encuentra el consuelo del despertar, pero puede ser una horca de hierro. En eso se convierte cuando el curso del tiempo se sumerge en los pozos de la ideología.

Y sin embargo, en esa demencia, crimen y absurdo que es la historia, se percibe también la esperanza. Los contrarios se besan; las mitades perdidas y negadas del hombre se juntan; las sílabas enamoradas, el No y el Sí, se abrazan. Así la historia aparece ya no como coartada, sino como iluminación. En la crítica de la historia se despliegan las posibilidades de la libertad, nos aproxima al pasado para liberarnos. Y la poesía convierte el pasado en presencia, lo exorciza, y vuelve habitable el presente, rememora Silva-Herzog.

Abrazar todos los espacios de una cultura para volverla habitable, para activarla como conservadora en —y de— la cultura del mundo, tal fue la tarea prometéica de Paz, sostiene Silva-Herzog. Corresponde a la imaginación encontrar el puente de las conciliaciones, el lazo de la convergencia. De ese pacto Paz dijo muy poco; nombró, vislumbró, mostró pero no heredó receta alguna.

Como vemos, al final de este recorrido por la galería de cuadros montada por el capricho de Jesús Silva-Herzog Márquez, nos percatamos que cada uno de los cinco intelectuales afrontó a su modo los misterios centrales de la política, tal como nos lo advirtió al inicio el mismo autor. El recorrido, era de esperarse, consiste en una apretada selección de los muchos comentarios que el guía-autor observó en su trayecto por esta galería (todavía) incompleta. Mientras la recorríamos juntos Silva-Herzog y yo, no dejaron de aparecer en mi imaginación los retratos de un puñado de políticos nuestros que sostuvieron (y sostienen) ideas políticas y que han desarrollado prácticas en un pasado muy reciente, que bien pudieran sustentarse en las ideas expuestas, en el remoto caso de que hayan abrevado o se hayan inspirado de y en esas fuentes. Pero lo mío es pura suposición. Y a propósito de galerías y cuadros, así como a Bobbio le impresionó el Duelo a garrotazos de Goya —sobra decir que hay que verlo—, sin duda esta obra-galería dejará a los lectores muchas impresiones y nuevas miradas para ver la política, esa actividad del hombre siempre inacabada.

 

Nota

1 Frase escuchada por Leszek Kolakowski, quien la propuso como lema de su Internacional, y que cita Jesús Silva-Herzog en su libro.

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