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Espiral (Guadalajara)

Print version ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.13 n.39 Guadalajara May./Aug. 2007

 

Estado

 

Claroscuros de la reforma social en México y América Latina

 

Carlos Barba Solano*

 

* Doctor en ciencias sociales, coordinador del Grupo "Pobreza y Políticas Sociales" de CLACSO. Profesor-investigador del Departamento de Estudios Socio Urbanos de la Universidad de Guadalajara, miembro del Sistema Nacional de Investigadores. México. cbarb@cencar.udg.mx

 

Recepción: 17 de mayo de 2006
Aceptación: 24 de octubre de 2006

 

Resumen

En este artículo se analizan las implicaciones y consecuencias de la transición del paradigma del seguro social al paradigma residual en el caso de México. Para realizar esta labor se emplean los conceptos de paradigmas y regímenes de bienestar. Primero se analiza el impacto de la globalización económica sobre los regímenes de bienestar de los países desarrollados que forman parte de la OCDE. Luego se analiza el caso latinoamericano y se subrayan las características principales del nuevo paradigma regional. Finalmente, se evalúan las consecuencias del cambio paradigmático para el régimen mexicano.

Palabras clave: reforma social, paradigmas y regímenes de bienestar, residualización.

 

Introducción

En México, como en el resto de América Latina, las características distintivas de los años ochenta fueron el fin de las tentativas encaminadas a lograr formas nacionales de modernización, y la decadencia de coaliciones distributivas que apoyaban proyectos de industrialización basados en los mercados internos.1 Esos años estuvieron marcados también por la crisis del viejo paradigma de bienestar latinoamericano, cuyos ejes fueron el empleo formal y el seguro social (Barba, 2003).

Durante los años noventa los tópicos de la persistencia, y en muchos casos exacerbación de los viejos problemas de pobreza, desigualdad y exclusión social, agudizados por las políticas de estabilización y ajuste, forzaron a las agencias financieras internacionales, a los gobiernos de la región y al mexicano a reconocer la necesidad de enfrentar esta problemática por medio de una reforma social.

La reforma social de los procesos de ajuste condujo a la constitución de un nuevo paradigma de bienestar social2 relacionado con el célebre "Consenso de Washington" encabezado por el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) e impulsado entusiastamente, aunque en grados y formas desiguales, por la mayoría de los gobiernos de la zona.

A partir de ese momento el diseño, la implementación y la evaluación de las políticas y los programas sociales ha girado alrededor de dos objetivos: reemplazar el viejo paradigma del seguro social y no interrumpir el funcionamiento del mercado. La agenda social hegemónica ha intentado poner en sintonía los sistemas de protección social regionales con los procesos de estabilización y ajuste económico. La marcha ha sido azarosa y desigual en la región, pero ha implicado profundas modificaciones en los distintos tipos de regímenes de bienestar latinoamericanos.

En ese contexto, este trabajo se propone explorar las consecuencias de las reformas de los años noventa para el régimen de bienestar mexicano y los dilemas que estas transformaciones plantean para el futuro de la política social.

Para ello se abordan varios tópicos: a) los conceptos de paradigmas y regímenes de bienestar; b) los diferentes caminos seguidos por distintos tipos de regímenes para enfrentar los perfiles de riesgo derivados de la globalización económica, en el contexto de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE); c) el paradigma latinoamericano del seguro social y los tipos de regímenes de bienestar surgidos en América Latina antes de 1982; d) el nuevo paradigma de bienestar hegemónico que se constituyó tras la crisis del modelo de industrialización vía sustitución de importaciones (ISI); e) las características del régimen de bienestar mexicano, y f) las implicaciones y consecuencias de la transición de un paradigma a otro en este caso particular.

 

Paradigmas y regímenes de bienestar

Como es bien sabido, en distintos contextos históricos, socioeconómicos y sociopolíticos se han desarrollado diferentes tipos de arreglos institucionales para producir y distribuir el bienestar social.3

Esas experiencias históricas han servido como referentes para construir paradigmas de bienestar, que expresan tanto la creciente racionalización de la política social4 como amplios consensos entre comunidades científicas, actores e instituciones sociales, élites tecnocráticas y agencias internacionales sobre: los problemas sociales que es legítimo estudiar; las preguntas que deben formularse; los medios adecuados para responderlas y para enfrentar la problemática; las reglas que es necesario seguir y los parámetros que tienen que considerarse para tomar decisiones y elaborar estrategias (Barba, 2003: 145-147).

Esping-Andersen (1990, 1996, 1999) ha usado los distintos tipos de paradigmas existentes para estudiar, comparar y agrupar regímenes de bienestar concretos en muchos de los países que forman parte de la OCDE. Este autor ha definido a estos regímenes como "la manera combinada e interdependiente como el bienestar es producido y asignado por el Estado, el mercado y la familia" (Esping-Andersen, 1999: 34 y 35). Dicha perspectiva conceptualiza "lo social" como un conjunto de mediaciones entre tres ámbitos: el económico, el político y el familiar (Lautier, 2001: 94 y 95).

Esping-Andersen (1990) argumenta5 que la mayoría de los estados del bienestar en la OCDE se agrupan (cluster) alrededor de tres tipos de regímenes de bienestar: el liberal o residual,6 el conservador o corporativo,7 y el institucional o socialdemócrata.8 Otros autores aseguran que la tipología de Gosta Esping-Andersen no es exhaustiva aún para Europa, donde habría que incorporar otro modelo, particularmente para los países del sur de Europa.9

 

Los regímenes de bienestar en transición

El uso del concepto de régimen de bienestar ha demostrado su utilidad no sólo para agrupar a los distintos regímenes de bienestar en clusters o racimos, sino para analizar las relaciones cambiantes entre política social, modelos económicos y estrategias domésticas bajo los contextos de globalización e integración económica que han marcado la última década del siglo XX y lo que va del presente.

De acuerdo con Esping-Andersen, en los países desarrollados los cambios ocurridos en la economía política internacional han provocado la convergencia en los perfiles de riesgo confrontados por grupos sociales específicos. Entre los aspectos que sobresalen en estos perfiles están: a) los mercados de trabajo que demandan flexibilidad y generan inseguridad; b) una entrada masiva de las mujeres y los jóvenes en la fuerza de trabajo, quienes enfrentan situaciones laborales precarias; c) deficiencias en la adquisición de destrezas o educación que reducen las oportunidades de empleo y perpetúan bajos niveles de ingreso; d) condiciones inestables para los trabajadores jóvenes que amenazan la posibilidad de obtener pensiones al llegar a la vejez (Esping-Andersen, 1999).

Sin embargo, varios estudios indican que los diferentes tipos de regímenes de bienestar han seguido distintos caminos hacia la globalización económica. Sus hallazgos cuestionan la tesis de que el Welfare State y las políticas sociales no residuales enfrentan una crisis terminal de la que ya no podrá recuperarse, al igual que la idea de que el paradigma residual es el único que se ajusta a las condiciones actuales. Estos estudios muestran que los regímenes pueden transformarse, pero subrayan su gran capacidad para filtrar las nuevas condiciones del capitalismo (Hill y Bramley, 1986; Pierson, 1994; Skocpol, 1995, Goodin et al., 1999; Deacon, 1999; Bonoli y Taylor-Gooby, 2000; Scharpf y Schmid, 2000; Esping-Andersen, 1996, 1999, 2001; Annesley, 2001; Huber, Stephens y Schierup, 2001).

 

El paradigma y los regímenes de bienestar regionales

Los conceptos de "paradigmas y regímenes de bienestar social" pueden emplearse para analizar los arreglos institucionales prevalecientes en América Latina y México siempre y cuando se evite la aplicación mecánica de los tipos de regímenes de bienestar desarrollados en los países industrializados,10 pues no hay ninguna razón para suponer que los únicos arreglos institucionales posibles sean los que han predominado en las grandes economías de la OCDE.

 

El paradigma del seguro social

De hecho, en América Latina las trayectorias de los sistemas de prestaciones sociales y de las políticas sociales tienen una larga historia.11 La fase expansiva de dichos sistemas estuvo acoplada con el proceso de industrialización mediante la sustitución de importaciones (ISI), en auge entre los años cuarenta y setenta. El sistema del seguro social fue uno de los ejes para articular una coalición distributiva, integrada por sectores de las clases medias, organizaciones obreras, empleados públicos, empresarios industriales nacionales y extranjeros, políticos y funcionarios públicos.

Las instituciones del seguro social en América Latina se distinguieron por ser regresivas y no democráticas, características que no permitieron en la mayoría de los casos un proceso expansivo de derechos y ciudadanía social, y que dejaron en una situación de exclusión asistencial a quienes no formaban parte de la coalición que retroalimentaba el proyecto de industrialización12 y que propiciaron altos niveles de desigualdad en la distribución del ingreso, la cobertura de la protección social y la calidad de los servicios sociales13 (Barba, 2003: 384-393).

 

Los regímenes de bienestar latinoamericanos

Sin embargo, no se debe hablar de un solo régimen latinoamericano, ya que hay evidencias de la existencia de al menos tres tipos de regímenes de bienestar que se formaron bajo el paraguas del paradigma latinoamericano: a) los universalistas (Chile, Argentina, Uruguay y Costa Rica);14

b) los duales (México, Brasil, Colombia y Venezuela); c) los excluyentes (la mayoría de los países de Centroamérica, así como países de América del Sur como Ecuador, Perú, Bolivia y Paraguay) (Barba, 2003).

Es apropiado considerar cada tipo como escalones de bienestar regional que descienden gradualmente en términos de indicadores de: empleo formal, desarrollo social y desarrollo humano; niveles de gasto social; cobertura del seguro social, así como de los servicios básicos, intermedios y altos en materia de salud y educación; homogeneidad etnocultural; desmercantilización del bienestar social (Barba, 2003).

Puede decirse que mientras la homogeneidad etnocultural disminuye en esos tres tipos de regímenes, diversos indicadores tienden a subir, particularmente aquellos que miden: la pobreza, la desigualdad, el carácter regresivo de los sistemas de seguridad social, la informalidad del empleo y la precariedad laboral (Barba, 2003).

Estas características, en estricta consonancia con el paradigma regional, tendían a manifestarse de manera dual en los regímenes intermedios, privilegiando a la población urbana, organizada y relevante para el modelo ISI y excluyendo al resto de la población, mientras se agudizaban en el caso de los regímenes excluyentes, dejando por fuera de su cobertura a la mayoría de la población (Barba, 2003: 444-464).

 

El nuevo paradigma de bienestar latinoamericano

Tras la crisis de 1982 se puede hablar de la decadencia del viejo paradigma regional de bienestar y de la apertura de una nueva etapa modernizadora que puede catalogarse como globalizada, con inicios y ritmos propios en cada país.

La integración social ya no se limita a la constitución de la nación y no se llevan a cabo exclusivamente por medio de las acciones estatales15 (Sojo y Pérez, 2002: 14).

Tras el debilitamiento de los actores que sustentaban el proyecto industrializador basado en el mercado interno y el debilitamiento de los Estados nacionales de la región, 16 se redefinió el escenario para las políticas públicas por medio del claro fortalecimiento de un nuevo conjunto de actores nacionales e internacionales que incluye a élites planificadoras gubernamentales o de organismos internacionales como el BM, el BID y el Fondo Monetario Internacional (FMI), funcionarios públicos y ministros de finanzas, sectores gerenciales y profesionales, inversionistas financieros y asesores internacionales, quienes coinciden en la necesidad de realizar una serie de reformas encaminadas a establecer economías abiertas manejadas mediante políticas macroeconómicas prudentes (Barba, 2003: 312; Mejía, 1998: 363; Kerner, 2000: 6).

En este nuevo contexto las agencias financieras internacionales desempeñan un papel central en el diseño, negociación y financiamiento de las políticas de estabilización y ajuste, así como en el establecimiento de una nueva agenda social regional.17

El nuevo paradigma, construido gradualmente a partir de recomendaciones del BM y el BID, se caracteriza por atribuirle al mercado el papel fundamental en la generación y distribución de la riqueza, los ingresos y el bienestar. Desde esta perspectiva las políticas sociales deben complementar este papel, haciéndole frente a los riesgos sociales de los más pobres o vulnerables y auspiciando la autoprotección de individuos y familias. Esto le confiere al paradigma un carácter residual.

Este carácter se confirma por el nuevo rol atribuido al Estado como garante de la estabilidad macroeconómica y por la subordinación de la política social a la disciplina fiscal y presupuestal; también por la tendencia a reducir "lo social" a problemas de pobreza extrema y vulnerabilidad, dejando a un lado la construcción de ciudadanía social.

Es posible distinguir cuatro etapas en la nueva agenda social propuesta.

La primera corresponde a los años ochenta y en ella los elementos distintivos eran: la promoción del crecimiento económico como el factor crucial para superar la pobreza (BID, 1997: 3 y 4); la reducción del gasto social y la búsqueda del aumento de su productividad en términos de costo-beneficio; los primeros intentos de focalización del gasto y la política dirigidos al rubro social, para evitar déficit fiscales y ejercitar un gasto social progresivo que no transfiriera recursos a quienes no lo necesitaban (presumiblemente los sectores medios urbanos); el establecimiento de fondos de inversión social (FIS), cuyo propósito era compensar a los sectores sociales más afectados por los procesos de ajuste (Schteingart, 2000).

La segunda inició a principios de los años noventa, y en ella los aspectos más notables fueron: el papel central conferido a la inversión en capital humano para mejorar la capacidad de los pobres para acceder a oportunidades de empleo con mayor calidad; la inversión en infraestructura y el acceso a innovaciones técnicas en el ámbito rural, para disminuir la pobreza rural; la focalización decidida del gasto social y la descentralización de los servicios básicos de salud y educación (BM, 1990).

La tercera arrancó después de la crisis mexicana de 1994 y se caracterizó por: la búsqueda de gobernabilidad, entendida como la capacidad gubernamental para controlar política e institucionalmente los procesos de reforma; el impulso a los procesos de desregulación y flexibilización laboral (BM, 1995); la transformación de los sistemas pensionarios de reparto o capitalización colectiva en sistemas de capitalización individual, para disminuir el costo del trabajo, favorecer el ahorro interno y fortalecer los mercados financieros (Burki y Edwards, 1995: 14).

Finalmente, la más reciente comprende la conclusión del siglo XX y el despuntar del XXI, y sus elementos más destacables son: la necesidad de construir redes de seguridad anticíclicas para proteger a los más vulnerables ante las crisis económicas y las catástrofes naturales (BID, 1997, 1998, 2000); el papel que se atribuye a la dotación de activos físicos (tierra, maquinaria y capital financiero) y humanos (educación y salud) para reducir la vulnerabilidad social (BM, 2001); el desarrollo de nuevos conceptos, como: empo-deramiento18 y oportunidades (BM, 2001).

 

El régimen de bienestar mexicano

Existe una considerable controversia sobre el momento de surgimiento19 del régimen de bienestar mexicano y sobre el carácter de la política social desarrollada en el lapso comprendido entre la promulgación de la Constitución de 1917 y la crisis económica de 1982.20

Una mirada alternativa que se sitúa por fuera de esas polémicas consiste en analizar el proceso de constitución y despliegue de lo social en México a lo largo de tres grandes periodos: a) la creación de una arena sociopolítica, entre 1917 y 1940, que puede definirse como la fase de constitución de la política social posrevolucionaria; b) la construcción de un sistema socioeconómico, que abarca de 1940 a 1982, 21 y corresponde a la articulación de la política social y el modelo ISI; c) la crisis y reforma del régimen de bienestar.22

 

La creación de una arena sociopolítica

La herencia del periodo comprendido entre 1917 y 1940 fue un orden sociopolítico autoritario y corporativo, legitimado mediante la manipulación ideológica de su origen revolucionario, de la escatología cristalizada en la Constitución de 1917 y en la intervención paternalista del Estado a cambio de lealtad política y subordinación social a las formas de organización propuestas por el Estado23 (Barba, 2003: 686-695).

 

La construcción de un sistema socioeconómico

Durante el periodo comprendido entre 1940 y 1982 germinaron las figuras centrales del régimen de bienestar mexicano, y se produjo la articulación del orden sociopolítico autoritario y corporativo con la tentativa de industrialización orientada al mercado interno. En esa etapa, la política social empezó a concebirse como un complemento de la estrategia industrializadora impulsada estatalmente, por ello se reorientó hacia el medio urbano y hacia los grupos sociales que apoyaban el proyecto económico estatal.

Este acoplamiento excluyó sistemáticamente a los sectores ligados al medio rural y de los trabajadores informales urbanos, pero benefició a los trabajadores masculinos, adultos, urbanos, formales y organizados, así como a los empleados públicos y a las clases medias (Barba, 2003: 695 y 696). En ese contexto económico y político se desplegó un complejo sistema de bienestar concebido como un mecanismo complementario o corrector del modelo ISI.

El orden institucional del régimen de bienestar mexicano, vigente hasta 1982, fue producido por una lógica dual: la del poder político y la de la estrategia de crecimiento económico. La arquitectura de las instituciones de bienestar respondió a una doble racionalidad: por una parte, mantener el control social y legitimar al régimen político autoritario; por otra, respaldar el proyecto de industrialización transfiriendo recursos a los grupos sociales que integraban la alianza sobre la que descansaba la estrategia económica (Barba, 2003: 729).

Ese conjunto institucional dividió a la sociedad en campos opuestos (véase esquema 1).

Ese tratamiento desigual fragmentó a la sociedad y dividió el espacio social. El resultado fue un régimen fractal, que presentaba irregularidades sistemáticas a distintas escalas, que se copiaba a sí mismo a cada paso y que ofrecía rendimientos discontinuos en términos de bienestar social e inclusión laboral (Barba, 2003: 926).

En ese contexto no sorprende que, aunque en el periodo se dieron una gradual y constante reducción de la desigualdad en la distribución del ingreso, una expansión de los sectores de ingreso medio y alto, una reducción de la pobreza moderada y extrema,24 así como notables avances en materia de indicadores de educación y salud,25 los avances estuvieran muy por debajo de los logros de los regímenes universalistas de América Latina26 (Coplamar, 1985; INEGI, 1995; Hernández Laos, 1992, 1999; Székely, 1998).

 

Un régimen en transición

Tras la crisis económica de 1982, que puso punto final al modelo ISI, y en el contexto de la reorientación del modelo económico hacia las exportaciones, los sucesivos procesos de estabilización y ajuste fueron acompañados por profundos cambios en la arquitectura del régimen de bienestar, limitados durante los años ochenta y acentuados durante los noventa.

El relevo entre un modelo y otro se caracterizó por ser paradójico. El Estado se convirtió en el motor de las reformas propuestas mediante la utilización de los mecanismos de control político tradicionales para realizar reformas estructurales contra la antigua coalición social. El autoritarismo permitió realizar las reformas a un ritmo muy acelerado, pero llevó al sistema político tradicional a un callejón sin salida que facilitó el establecimiento de un sistema político democrático que ha limitado la capacidad de reforma del Estado.

Al igual que las reformas económicas estructurales, la reforma social se puede dividir en dos momentos significativos, separados por la crisis económica de 1995: el primero corresponde al gobierno de Carlos Salinas, el segundo a los periodos presidenciales de Ernesto Zedillo y Vicente Fox.

 

La reforma social durante el periodo salinista

En materia de gasto social, entre 1989 y 1994 se detuvo la tendencia a su reducción que prevaleció durante los años ochenta, pues se recuperaron el gasto educativo, en salud y laboral, mientras el gasto en solidaridad y desarrollo regional repuntó, aunque sin alcanzar los niveles de 198227(Barba 2003, t. III: 811).

La descentralización de los sistemas de salud y educativo, aunque limitada, fue un elemento importante en la estrategia de Salinas, pero estuvo marcada por grandes ambigüedades ya que la toma de decisiones y los recursos financieros continuaron concentrados en las instancias federales28 (Barba, 2003: 828-833).

Tres ejemplos muy significativos de residualización de la política social durante el sexenio de Carlos Salinas fueron: a) la reforma del Artículo 27 constitucional, realizada en 1992, que no sólo puso punto final al largo proceso de reforma agraria iniciado por la Revolución de 1910, sino que abrió la posibilidad de privatizar los viejos ejidos; b) la creación del Sistema de Ahorro para el Retiro (SAR) y la reforma del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda de los Trabajadores (Infonavit) que en 1992 dieron inicio al traslado de operaciones financieras previamente realizadas por instituciones de seguridad social al sector privado, y c) la instauración de Procampo en 1993 para sustituir subsidios a los precios de los productos agrícolas básicos29 por subsidios directos focalizados en los productores de granos básicos, para dinamizar la demanda y activar los mercados locales30 (Barba, 2003: 834-840).

Sin embargo, el buque insignia de la reforma salinista fue el Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol). Creado en 1989, implicó un cambio discursivo de la política social, porque estableció la reducción de la pobreza como el centro de la acción pública en materia social y porque se ajustaba parcialmente a las recomendaciones del BM, ya que funcionaba como un gran fondo de inversión social31 que incluso dio lugar a la creación de una secretaría de Estado: la Sedesol en 1992.32

No obstante, Pronasol siguió haciendo acopio de las viejas prácticas clientelistas, excluyentes, de intermediación, mediación y mediatización de las demandas sociales33 con la finalidad de relegitimar al gobierno y lograr un apoyo social a las políticas de ajuste.34 Esta dualidad se expresó en la articulación entre una élite de tecnócratas que comulgaban con el Consenso de Washington y otra de reformadores sociales que intentaba construir nuevas clientelas electorales35(Barba, 2003: 812-815; Dresser, 1994).

 

La reforma social durante el periodo zedillista

Tras la crisis de 1994-1995 se acentuó el proceso de resi-dualización y deslocalización del régimen de bienestar mexicano. La crisis ejerció un papel crucial para la redefinición de la política social, ya que reveló la alta vulnerabilidad de la economía ante la especulación financiera y la inestabilidad política e hizo evidente que en un lapso muy breve, tanto los avances logrados durante varios años en materia de reducción de la pobreza, como las ganancias en materia de legitimación política, podían evaporarse. 36

En este contexto, se optó por el reemplazo del papel central de los fondos de inversión social en la estrategia de reducción de la pobreza; el nuevo lugar de privilegio le correspondió a los programas de dotación de capital humano y de activación laboral (workfare), particularmente al Programa de Educación Salud y Alimentación (Progresa), al Programa de Empleo Temporal (PET) y al Programa de Becas de Capacitación para Desempleados (Probecat).37 Éstos fueron concebidos como redes anticíclicas de seguridad que ayudaban a interrumpir la reproducción intergeneracional de la pobreza38 y a reducir la vulnerabilidad de los más pobres en situaciones críticas (Barba, 2003: 861-896).

La otra figura central de la nueva estrategia fue la reforma del sistema pensionario del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), pensada como un mecanismo no sólo para resolver la crisis financiera del viejo sistema de reparto, sino para incrementar la capacidad de ahorro interno de la economía mexicana (Barba, 2003: 841-845).

Sin embargo, tras 20 años de cambios graduales la reforma social mexicana arrojaba hacia finales del gobierno de Zedillo resultados contradictorios, pues se mantenían vigentes esquemas de seguro social de reparto para los trabajadores al servicio del Estado, se mantenían programas que subsidiaban la oferta alimentaria como Diconsa, Liconsa y Fidelist, y se conservaban muchos de los subprogramas de Pronasol, agrupados bajo distintos ramos del presupuesto federal, los cuales operaban siguiendo la lógica comunitaria y de focalización directa que caracterizó a Solidaridad (Barba, 2003: 846-847).

 

La reforma foxista

El enfoque conceptual de la estrategia foxista de combate a la pobreza se denomina Contigo, el cual discursivamente reconoce las múltiples dimensiones de la pobreza, pone énfasis en áreas complementarias de acción pública y toma en cuenta el ciclo de la vida.

Los dos programas esenciales de dicha estrategia son Oportunidades y el Seguro Popular. El primero constituye una ampliación de Progresa, que ha incorporado al campo de acción del programa no sólo a las zonas rurales más marginadas, sino a las zonas suburbanas y urbanas con las mismas características. El proceso ha sido muy importante porque ha permitido la incorporación hasta 2005 de cinco millones de hogares, que representan el 25% de la población.

Por su parte el Seguro Popular, creado en 2001, puede caracterizarse como un seguro público y voluntario, que combina transferencias públicas con aportaciones de los usuarios (que son concebidas como un prepago de servicios médicos), y se dirige a familias que no cuentan con seguro social en materia de salud. Este sistema surgió como una red de seguridad para proteger a las familias más vulnerables ante situaciones catastróficas de enfermedad de alguno de sus miembros. De acuerdo con datos oficiales, hasta 2004 había logrado incorporar a 3.6 millones de familias (aproximadamente 11.4 de millones de beneficiarios), 40% de ellas beneficiarias también de Oportunidades, 80% encabezadas por mujeres, 95% ubicadas en los primeros dos deciles de la distribución del ingreso, 4.5% indígenas. En conjunto el sistema cubre a 30% de las familias sin afiliación a algún sistema de seguro social (www.salud.gob.mx).

Estos programas, que constituyen avances importantes hacia procesos de universalización de la cobertura en materia de educación y salud, sin derechos y titularidades sociales adicionales, se suman a las herencias de otros sexenios que continúan vigentes, aunque algunas veces con otros nombres.

 

Los rendimientos sociales de la reforma

El panorama mostrado indica que al cerrar el siglo XX y abrir el XXI la política social mexicana debe considerarse como altamente fragmentada y en transición entre el viejo paradigma latinoamericano de bienestar y el nuevo paradigma residual. Se puede afirmar que hasta estos momentos la reforma del régimen de bienestar mexicano ha profundizado su carácter segmentado, aunque tal vez ha atemperado un poco su carácter excluyente. 39

De acuerdo con estudios recientes, el efecto de los procesos de estabilización y ajuste, sumado a los nuevos parámetros de funcionamiento del mercado laboral y la reforma social no han generado aún los resultados deseados. Algunos estudios muestran que el modelo económico en sus fases de crecimiento tiende a concentrar el ingreso, y que durante las fases de estancamiento las estrategias familiares de supervivencia, entre las que se encuentran la densificación laboral y la emigración, contribuyen a desconcentrarlo, generando empero grandes costos de oportunidad (Cortés, 2000, 2001).

Un factor crucial para explicar la concentración del ingreso en el marco del nuevo modelo exportador es que las reformas económicas han implicado cambios tecnológicos que favorecen una mayor demanda de capitales físico y humano, lo que ha relegado al trabajo no calificado a un segundo plano (De la Torre, 2000).

A estas tendencias se podría agregar también el carácter pro cíclico de la pobreza, detectado en 2002 por el estudio realizado por los principales especialistas en la medición de la pobreza en México, y el hecho de que durante la década de 1990 la pobreza creció y el número absoluto de personas debajo de la línea de pobreza alimentaria aumentó en 4.7 millones (Cortés, Hadid, Hernández, Hernández Laos, Székely y Vera, 2002).

Esta tendencia ha sido corroborada por estudios recientes, como el realizado por el BM en 2004,40 que señalan reducciones entre 2000 y 2004 tanto en el ámbito de la población afectada por pobreza alimentaria como en el de la pobreza moderada, que incluye la pobreza de capacidades y la patrimonial.

En el primer caso, se habla de una disminución de 24.2 a 17.6%. En el segundo, de una reducción de 53.8 a 47.7%. El mayor logro se habría producido en el medio rural, donde la pobreza alimentaria bajó de 42.4 a 27.9% en el mismo lapso, mientras la pobreza moderada habría disminuido de 69.3 a 57.4% (Banco Mundial, 2005).

Al abordar los factores que habrían permitido estos cambios, se señalan fundamentalmente tres: a) la estabilidad macroeconómica y crecimiento de la economía; b) el aumento de transferencias monetarias, particularmente por la parte gubernamental por conducto de Oportunidades y Procampo, y por la parte privada, aunque menos significativas, por medio de las remesas internacionales para los pobres extremos de las zonas rurales,41 y c) el incremento real de los ingresos en actividades poco calificadas, aunque aún los salarios reales no recuperan los niveles de 1991 debido al lento crecimiento de la productividad.

Sin embargo, en las áreas urbanas, donde habitan cuatro quintas partes de la población, no se han producido reducciones significativas ni en la pobreza moderada ni en la extrema, pues casi 42% de la población urbana se encuentra en situación de pobreza y 11.3% en situación de pobreza extrema (BM, 2004).

Los datos muestran que la pobreza en México sigue siendo un gran desafío: todavía hay 49 millones de pobres, de los cuales 18 millones son pobres "extremos". Además la pobreza sigue claramente asociada a una gran desigualdad, que se ha agudizado en los últimos años a pesar de ser ya una de las más elevadas del planeta. Casi la mitad de la población vive todavía en pobreza; una de cada cinco personas vive en pobreza extrema en las ciudades y tres de cada 10 en el campo. Tampoco hay que olvidar que el nivel actual de pobreza se encuentra apenas por debajo de los niveles prevalecientes antes de la crisis de 1994-1995, por lo que se puede decir que le tomó 10 años al país alcanzar índices semejantes a los de 1995.

Por lo que corresponde al desarrollo social, puede afirmarse que a pesar de que durante la década de 1990 continúo el mejoramiento de los indicadores básicos en materia de salud, educación y calidad de vida y se redujeron las brechas entre hombres y mujeres tanto en longevidad como en mortalidad infantil y alfabetización, esto fue acompañado por una notable reducción de la velocidad del desarrollo social y por el mantenimiento de la brecha frente a los regímenes universalistas (Astorga y FitzGerald, 1998; CEPAL, 2002; Barba, 2003).

El propio BM (2005), que reconoce avances significativos en materia de salud, nutrición y educación, así como en la generación de oportunidades de ingreso, señala que continúan existiendo diferencias importantes entre zonas rurales y urbanas, entre regiones, entre ciudades grandes y pequeñas, e incluso entre barrios. Esto habla de la continuidad de una gran heterogeneidad de la pobreza entre y dentro de los estados.

Sobre el tema de la vulnerabilidad, datos aportados por el BM (2005) indican que la atención pública se ha concentrado en los jóvenes pobres rurales, pero el resto de los grupos vulnerables no han sido suficientemente protegidos. Esto es particularmente evidente en el caso de los ancianos. En 2004 la tasa de pobreza extrema entre los adultos mayores del país se ubicaba en 38%, que era significativamente mayor a la del resto de la población.42 Las tasas de cobertura de las pensiones para este segmento en 2004 seguían siendo muy bajas: sólo 20% de la población urbana de 65 años o más recibía una pensión, sólo 7% de los ancianos urbanos pobres y sólo 1% de los adultos mayores rurales pobres tenían acceso a este beneficio.43 Esta situación, de por sí grave, es preocupante debido al envejecimiento gradual de la población.

La vulnerabilidad también es producto de la falta de seguro de salud para la población de bajos ingresos, quienes enfrentan efectos catastróficos en situaciones de crisis que los conducen a la pobreza. Los pobres son quienes más gastan en salud, aproximadamente 11% de su ingreso, frente al 4% de los más ricos (BM, 2005). No hay que olvidar que 70% de quienes carecen de seguro social no cuentan siquiera con el Seguro Popular (www.salud.gob.mx).

En el caso del programa Oportunidades, que suele considerarse ejemplar a nivel internacional, con impactos positivos en términos de asistencia escolar, desnutrición y otros indicadores de bienestar, enfrenta problemas en lo que corresponde a la calidad de los servicios, el control social del programa, su expansión a zonas urbanas44 y su renuencia a generar derechos y titularidades sociales.

Por lo que corresponde al Seguro Popular, es evidente que aunque en apariencia este programa enfoca correctamente el tema de la ampliación de la cobertura, reafirma la tendencia dualista del sector salud, dando un tratamiento diferente a los pobres que a los trabajadores formales y deja intacta la alta segmentación vertical del sistema (diferentes prestadores de servicios que cubren a distintos grupos de población, con diferentes categorías de servicio). Además reafirma el carácter residual del régimen de bienestar, que se aleja de la generación de derechos sociales incondicionales.

 

Conclusiones

Tras 24 años de políticas de estabilización y ajuste económico, y después de más de tres lustros de intensas reformas sociales, el régimen de bienestar mexicano ha sufrido profundas alteraciones. La tendencia más acusada ha sido apostar, cada vez más, el bienestar social al mercado y enfrentar los problemas de desigualdad o pobreza como asuntos individuales, no estructurales.

Los ejes de la nueva política social han sido el apoyo coyuntural a los extremadamente pobres y a los más vulnerables, dejando al margen el viejo problema de la construcción de ciudadanía a partir de la ampliación de derechos y titularidades.

Tras los grandes cambios ocurridos en el régimen de bienestar mexicano, tres aspectos tienen que subrayarse: a) que el régimen se encuentra atrapado entre un pasado en decadencia, que no ha terminado de morir y que constantemente se actualiza en nuevas prácticas sociales, como ocurre por ejemplo con el clientelismo político, y un presente que no es satisfactorio en términos de bienestar social; b) que existen algunos elementos del ancien régime y algunos elementos del nuevo régimen que podrían abrir avenidas para un desarrollo más progresivo e integrador del régimen de bienestar, y c) que hace falta observar cartográficamente el régimen de bienestar mexicano para poder planear estrategias de largo aliento que hagan compatibles los procesos de reforma social con la solución de problemas sociales históricos.

Hasta este momento podría decirse que la reforma social ha profundizado el carácter segmentario del régimen de bienestar mexicano y no ha contribuido a generar un horizonte donde sea pensable la superación de los problemas de exclusión asistencial, desigualdad y pobreza extrema, ni a reducir de manera significativa los grandes déficit en materia de derechos y titularidades sociales que han distinguido a nuestro régimen de bienestar.

En este contexto es indispensable desarrollar una agenda social que se funde en el diagnóstico cuidadoso de los retos que hay que enfrentar, y que se base en una visión amplia del desarrollo social, articulada con conceptos alternativos como derechos económicos, sociales y culturales, que son fundamentales para el desarrollo de una ciudadanía social plena.

En el nuevo escenario es posible rescatar una serie de aspectos positivos que es necesario consolidar, y otros que plantean dilemas y se han constituido en retos para continuar la reforma del régimen. Entre los aspectos de carácter positivo destacan: a) el fin de la coalición social excluyente que apoyaba el modelo ISI; b) el descenso del eje político autoritario del régimen de bienestar; c) el deterioro de los derechos corporativos concebidos como ejes fundamentales del bienestar social; d) como consecuencia, el desgaste de las características corporativas del régimen, particularmente debido a la transición democrática; e) el declive del modelo familiar del hombre proveedor y la mujer reproductora; f) la desarticulación de una política económica y una política social, que sólo premiaban a la coalición industrializadora; g) el afianzamiento de la disciplina fiscal como requisito para diseñar y operar la política social; h) la puesta en crisis de la tendencia a reproducir la división política de la sociedad por medio de la política social; i) la muerte de una reforma agraria que era empleada como mecanismo de control social; j) la pérdida de centralidad de organizaciones de obreros y empleados públicos de carácter corporativo y autoritario como referentes de la política social; k) la aparición y uso de nuevos conceptos como "exclusión social", "vulnerabilidad", "empoderamiento", "igualdad de oportunidades", "redes de seguridad", "superación de la pobreza", "satisfacción de necesidades básicas", "focalización directa, indirecta y autofocalización", "descentralización" y un largo etcétera, que han permitido hacer más complejo el análisis del bienestar social, y l) la posibilidad de continuar la reforma del régimen de bienestar social valorando la participación democrática de distintos actores sociales.

Entre los aspectos que se han constituido en retos y dilemas para la reforma del régimen de bienestar mexicano hay que subrayar los siguientes: buscar que la superación de la pobreza por medio de la complementación del mercado en la asignación de recursos productivos tienda a minus-valorar los factores estructurales que generan pobreza y desigualdad en la distribución del ingreso, lo que consolida la segmentación social producida por el mercado. Se ha tendido a crear una tierra de nadie, habitada por aquellos que no califican para los apoyos focalizados, no tienen un empleo formal y carecen de recursos suficientes para autoprotegerse. Por otra parte, convertir la superación de la pobreza extrema y de la vulnerabilidad social en los ejes principales de la acción de la política social, sustituyendo un esquema de derechos sociales por otro asistencialista, ha frenado el proceso de ampliación de la ciudadanía civil, social, cultural y económica. En ese mismo tenor, se puede decir que la búsqueda de eficiencia de la política social ha sido acompañada por el descuido de la búsqueda de un equilibrio en términos de equidad. El establecimiento del mercado como eje principal del bienestar social se ha convertido en un obstáculo para adoptar una concepción amplia del desarrollo social que pondere adecuadamente el gran peso que tienen las sinergias entre el mercado de trabajo, las políticas sociales, las estrategias domésticas y el capital social en la generación de bienestar. Asimismo, mantener la concepción de que el principal mecanismo para superar la pobreza es el crecimiento económico sin adjetivos, ha impedido ponderar adecuadamente el peso diferencial que distintos estilos de crecimiento tienen en términos de creación de empleos. Ello ha evitado una rearticulación entre la política social y políticas amplias dirigidas a activar el mercado laboral formal e incrementar la calidad del empleo, para poder recuperar el papel del empleo formal como elemento de integración social y de acceso a derechos ciudadanos. La renuencia estatal a intervenir en el mercado laboral ha impedido también el diseño de formas de protección pública para evitar que las oportunidades de ingreso abiertas para trabajadores descalificados, mujeres y jóvenes sean empleos de baja calidad que incrementan la vulnerabilidad familiar, refuerzan la tendencia a la reproducción intergeneracional de la pobreza y cristalizan en formas de exclusión laboral para mujeres y jóvenes. Se ha promovido una flexibiliza-ción laboral sin posibilidades de ascenso social, es decir, sin generar estrategias para evitar que los trabajadores más jóvenes se queden entrampados en esquemas de bajos salarios, trabajos desagradables y pobreza. De igual forma, la tendencia a individualizar la acción de la política social ha impedido hacer un uso adecuado del gran potencial de la solidaridad social y la participación ciudadana para la producción de bienestar social, expresado en diversas formas de capital social. En general se puede afirmar que se ha incrementado el riesgo de separar estructuralmente los procesos de desarrollo económico y desarrollo social.

 

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Notas

1. Ésta incluía a sectores de las clases medias, sindicatos obreros, empleados del sector público, empresarios industriales nacionales y extranjeros, políticos y funcionarios nacionalistas (Barba, 2003).

2. Este concepto será definido posteriormente.

3. Estos ensambles incluyen la filantropía privada de los siglos XVII y XVIII; las I leyes de pobres y la asistencia pública en el siglo XIX; el surgimiento en Alemania del seguro social en la parte final del siglo XIX; el surgimiento de un paradigma residual en los países anglosajones; la aparición después de la Segunda Guerra Mundial de un sistema de seguridad universal en el Reino Unido, que significó la socialización de los riesgos sociales y la ampliación del concepto de ciudadanía, y del mismo esquema acompañado de políticas de activación laboral que permitió en los países nórdicos una amplia desmercantilización del bienestar social (Barba, 2003; De Brunhoff, 1978; Démier, 1996; Foucault, 1983; Hill, 1997; Polanyi, 1975; Isuani, 1991; Kusnir, 1998; Malloy, 1986; Katz, 1986; Skocpol, 1987, 1995; Marshall, 1965; Esping-Andersen y Corpi, 1993; Esping-Andersen, 1990).

4. Que deben ser entendidos como formas de articulación entre estrategias de conocimiento y estrategias técnicas para resolver problemas sociales, como entre-cruzamientos entre saber y poder orientados a la producción de conocimientos útiles cuyo valor no se mide con el criterio exclusivo de la verdad, sino por su aplicabilidad, eficacia y oportunidad (Barba, 2003: 145-147).

5. Tomando como criterios la calidad de los derechos sociales, la estratificación social, el papel desempeñado por las unidades domésticas y las estructuras de los mercados laborales en los países analizados.

6. El liberal o residual, basado en experiencias históricas de países anglosajones como Estados Unidos, Australia, Canadá o Nueva Zelanda, y tardíamente el Reino Unido, asume que la mayoría de la población puede contratar su propia previsión social y que por ello el Estado sólo debe apoyar a aquel residual humano que es incapaz de velar por su propio bienestar, es decir, a los más pobres. En este paradigma "lo social" se restringe al terreno de la pobreza, concebida como un problema atribuible a deficiencias personales y no a problemas sistémicos. Las normas para la asistencia social son estrictas, frecuentemente asociadas a procesos de estigmatización y los beneficios suelen ser modestos, ya que se piensa que los beneficios excesivos reducen la motivación para trabajar. Sus efectos desmercantilizadores son mínimos (Skocpol, 1995: 7; Hill y Bramley, 1986: 10; Esping-Andersen, 1990: 26; Esping-Andersen y Corpi, 1993: 370, 372 y 373).

7. El conservador o corporativo, construido a partir de la experiencia histórica de los países de Europa Occidental continental. Particularmente de países como Alemania, Francia, Bélgica, Austria, Holanda y, en menor medida, de países como Italia o España, pone al Estado y las instituciones públicas en el centro del proceso socioeconómico, como distribuidoras de beneficios sociales que se reparten siguiendo criterios de clase o estatus político, principalmente a asalariados, que cuentan con representación política; los beneficios no constituyen derechos universales, sólo se ofrecen cuando las capacidades de la familia para servir a sus miembros se han agotado y tienden a reforzar la estratificación social que se deriva de las capacidades políticas de los actores. Bajo este esquema la política social se forja como un mecanismo para disciplinar a los grupos sociales organizados y someterlos a la autoridad del Estado, así como para legitimar la acción estatal encaminada a lograr la integración nacional y el desarrollo económico (Isuani, 1991: 12; Malloy, 1986: 32-34). Su institución fundamental es el seguro social cuya cobertura es sectorial e intenta ser expansiva ligándose a un proceso gradual de salarización (Esping-Andersen, 1990: 26).

8. El institucional o socialdemócrata suele ejemplificarse con dos experiencias históricas diferentes: el paradigma beveridgeano inglés y el social-demócrata escandinavo, ambos desarrollados básicamente después de la Segunda Guerra Mundial. La institución por excelencia de este paradigma es la seguridad social universal; concibe los riesgos como consecuencias sistémicas de la operación del mercado y por ello asumen el bienestar individual como una responsabilidad colectiva, solidaria. Ello explica que "lo social" incluya en estos casos al conjunto de los ciudadanos y no sólo a los más pobres o asalariados organizados, como ocurre en los otros paradigmas. Este enfoque implica la implantación del principio de universalidad de las políticas sociales para fijar el derecho a un nivel mínimo de bienestar para todas las categorías y grupos sociales. Este derecho, de acuerdo con Marshall y Titmuss, complementa los derechos civiles y políticos, y establece una nueva dimensión para la ciudadanía: la social, entendida como los derechos a vivir como seres civilizados de acuerdo con los estándares de bienestar prevalecientes en una sociedad (Marshall, 1975; Titmuss, 1974). Esta clase de ciudadanía altera profundamente la estructura social creada por el mercado (Beveridge, 1987; Esping-Andersen y Corpi, 1993: 371, 374 y 389).

9. En ese esquema el Estado se hace responsable de garantizar un nivel básico de seguridad social porque se asume la existencia de asistencia informal provista por redes familiares. Como ejemplo se suelen poner los casos de España o Italia (Hillmert, 2001: 2).

10. En América Latina domina la idea de que a nivel regional prevaleció desde los años cuarenta un solo modelo de bienestar y que debido a su manifiesta disfuncionalidad éste debe ser sustituido por otro de carácter también regional. Suele decirse que el paradigma latinoamericano se asemeja al conservador o corporativo europeo y que, paulatinamente, tras décadas de reformas económicas y sociales, se ha ido acercando al modelo residual anglosajón. Ambas afirmaciones parten de tres premisas inadecuadas: a) que pueden aplicarse de manera mecánica las tipologías de los regímenes de bienestar de los países desarrollados a la realidad latinoamericana; b) que puede hablarse de esta región como si fuera una realidad homogénea, y c) que la aplicación de agendas de reforma económica y social semejantes en distintos casos produce los mismos resultados. La primera pretensión es incorrecta porque en términos generales no se puede hablar de la existencia y continuidad de Estados del bienestar en América Latina, donde con muy escasas excepciones la democracia no ha prevalecido de manera duradera, ni se han garantizado todos los derechos civiles o políticos o se han desarrollado significativamente derechos sociales para toda la población. La segunda carece también de fundamento porque existen grandes diferencias entre los países que la integran en aspectos como: los niveles de gasto social, los niveles de desarrollo de los sistemas de prestaciones sociales, los grados de madurez institucional, las tendencias en materia de ampliación de cobertura, los grados de exclusión social, las trayectorias en materia de distribución del ingreso, los niveles de pobreza prevalecientes, los índices relativos de niveles de vida, etc. La tercera tampoco tiene fundamento, ya que los datos disponibles indican que los procesos de estabilización, ajuste y reforma social han sido desiguales en varios terrenos, como: el momento cuando fueron iniciadas las reformas, sus ritmos, sus alcances, los años de crisis, corrección, estancamiento, continuidad o el estado actual de las mismas, los estilos de crecimiento y las estrategias de empleo asumidas, así como los procesos de reforma social (Altimir, 1995; Astorga y FitzGerald, 1998; Barba, 2003; Cominetti y Ruiz, 1998; Filgueira, 1997: 83; Malloy, 1986: 41; Mesa-Lago, 1994; Raczynski, 1999; Sojo y Pérez, 2002).

11. Los sistemas de prestaciones sociales en la zona son de larga data, pues se han desarrollado en tres grandes oleadas, la primera durante los años veinte, la segunda inicia en los años cuarenta y la tercera a partir de los años cincuenta (Mesa-Lago, 1994). De hecho, como lo señala James Malloy muchos países latinoamericanos adoptaron programas de seguridad social antes que países capitalistas industrializados como EUA (Malloy, 1986: 31).

12. Especialmente a los trabajadores del sector informal y a quienes laboraban en el sector rural.

13. En la región la hegemonía de este paradigma fue acompañada con altos niveles de desigualdad asistencial, así como en la distribución del ingreso, una tendencia a la reducción del peso relativo de la pobreza, pero no de su peso absoluto. Sin embargo, los indicadores de calidad de vida muestran que en la etapa expansiva del modelo iSi mejoraron consistentemente los principales indicadores sociales, como las tasas de mortalidad infantil, la esperanza de vida y la cobertura de los sistemas de educación y salud.

14. Fueron los que más se asemejaron a los regímenes conservadores europeos, tanto por su expansión gradual y universalizante como por la vinculación de la protección social al mercado laboral formal y a las organizaciones de clase obrera. Sin embargo, en este cluster sólo Costa Rica se caracterizó por contar con un régimen democrático estable (Barba, 2003).

15. Sojo y Pérez hablan de la necesidad de reinventar lo social en América Latina mediante su relectura en claves de globalización: la nación desde las territorialidades y el Estado desde las ciudadanías. Por una parte, los límites de la definición de la comunidad de integración se vuelven difusos, porque la problemática de la migración transnacional supone exclusión territorial pero implica integración en el proceso globalizador con grandes costos sociales e introduce elementos novedosos respecto a lo social, como las remesas que se convierten en recursos importantes para superar la pobreza y la trasnacionalización de las comunidades que manejan no sólo estándares de vida locales, sino también del país de acogida, lo que implica una trasnacionalización de lo social; además, en el nuevo contexto han aflorado nuevas diferencias (de género, de etnia, de edad, etc.). Por otra parte, han surgido movimientos que demandan derechos más básicos que los sociales, los humanos, y después de las transiciones hacia regímenes democráticos se ha desarrollado una ciudadanía política sin precedentes. A esto se suma el hecho de que el trabajo digno, que es un derecho civil básico (Marshall, 1992), ha sido socavado por la desregulación de los mercados laborales, en un contexto donde los movimientos sindicales han perdido protagonismo. Otra interrogante sobre las ciudadanías tiene que ver con los cambios al interior de la propia ciudadanía social relacionada con la pérdida de protagonismo estatal, como ocurre con la definición de estándares de bienestar por fuera de la soberanía estatal (Sojo y Pérez, 2002: 15-25).

16. Como resultado de la crisis de la deuda externa pública y de la necesidad de los países endeudados de renegociar con sus acreedores para reabrir los flujos financieros, se hicieron evidentes dos cosas: la inviabilidad del viejo modelo de industrialización y la imposibilidad de mantener políticas sociales basadas en un creciente déficit fiscal y presupuestal.

17. En el contexto de la estabilización y el ajuste, el FMI, el BM y el BID se han dividido el trabajo. El primero se ha ocupado principalmente de la estabilización económica; el segundo y el tercero se han enfocado no sólo en el ajuste estructural, de mediano y largo plazo, sino en proponer, impulsar y negociar una nueva agenda social que eventualmente ha cristalizado en un nuevo paradigma de bienestar regional. Ello no significa, desde luego, que los Estados nacionales hayan sido incapaces de proponer alternativas o de negociar los límites de los procesos de ajuste. De hecho, la propia experiencia mexicana indica una gran capacidad de innovación, ya que en distintos momentos programas sociales diseñados nacionalmente han sido retomados por el BM o el BID como ejemplos a seguir. Tales son los casos del Pronasol y de Progresa.

18. Desarrollo de instituciones públicas favorables a los pobres, la organización comunitaria y los mecanismos de participación social (Banco Mundial, 2001).

19. Pues mientras hay quien señala que el momento crucial para dicha aparición es la promulgación de la Constitución de 1917 (Villarreal, 1993), otros la sitúan durante el mandato del presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) (De la Garza, 1988); algunos más la ubican durante el periodo de gobierno de Manuel Ávila Camacho (1941 -1946), cuando fue expedida la Ley del Seguro Social (1943) (Soria, 1988), o durante el mandato de Adolfo López Mateos (1959-1964), cuando los gastos en pro de lo social tuvieron un repunte muy significativo (Wilkie, 1987).

20. Algunos hablan de la política social como fundamento de la aparición de un Estado social; otros subrayan el carácter autoritario, burocrático, centralista y corporativo de esas políticas; otros más subrayan la subordinación de las decisiones en materia de política social a las lógicas de control y legitimación política del sistema político mexicano, etc. (De la Garza, 1988: 28; Soria, 1988; Ward, 1989; Villarreal, 1993; Barba, 1995, 1997; Boltvinik, 1996; Brachet-Márquez, 1996; Duhau, 1997; Farfán, 1997; Gordon, 1999; Valencia, 1995, 2000; Farfán, 1997; Laurell, 1996; Ordóñez, 2002).

21. Subdividido en dos periodos: 1940-1970 y 1970-1982 (Ward, 1989).

22. La primera se desarrolló entre 1982 y 1988 y se manifestó como una crisis de la articulación entre la política social y el modelo ISI; la segunda inició en 1988 y cristalizó en un cambio de paradigma de bienestar y en una reforma social de corte residual (Barba, 2003: 676 y 677).

23. Durante la primera fase los ejes de la política social fueron la movilización popular, la política educativa y la ampliación de la cobertura de programas de salud, los cuales siguieron de manera muy limitada lo establecido por los artículos 3°, 4° y 27° de la Constitución de 1917. Nada indica que en los cimientos del régimen de bienestar mexicano estuvieran presentes ni la intención de desarrollar una plataforma para la ciudadanía social, a través de la actualización de derechos sociales universales, ni la intención de respetar la legitimidad democrática. El legado del periodo fue la vocación interventora del Estado en la economía y la sociedad, respaldada a través de la corporativización vertical de las organizaciones obreras y campesinas, así como de una política social de corte clientelar (Barba, 2003: 677-686).

24. Al final del periodo.

25. Como la esperanza de vida al nacer, las tasas de mortalidad infantil o de analfabetismo, y de índices relativos de vida.

26. Mientras en 1980 la esperanza de vida en Argentina, Uruguay, Chile y Costa Rica era de alrededor de 70 años, en México sólo era de 67. Entre 1975 y 1980 en México la mortalidad infantil por cada mil nacimientos era de 87, pero en Argentina, Uruguay, Chile y Costa Rica era de 48, 49, 52 y 35, respectivamente. El porcentaje de analfabetismo de la población de 15 años o más era de 17% en el caso mexicano y no llegaba a 10.0% en ninguno de los regímenes universalistas. Un índice relativo de vida construido por Astorga y FitzGerald, que compara el nivel de bienestar de un país de la región frente al de Estados Unidos, en un momento dado (1998) indica en 1980 una distancia de 28 puntos entre México y EUA, mientras en los países ya mencionados era en promedio de 24 puntos (Astorga y FitzGerald, 1998: cuadros IX.2, IX.3, IX.5; Urrutia, 1993: cuadro 2.2).

27. Lo que indica que la centralidad del Pronasol no fue presupuestal, impresión que es confirmada por el hecho de que ese programa nunca rebasó el 3.5% del total del gasto programable.

28. Esta estrategia se dio en el caso del sector salud mediante la creación de los sistemas locales de salud y culminó con la firma del Acuerdo Nacional para la Descentralización Operativa y la Ampliación de la Cobertura de los Servicios de Salud en agosto de 1996; mientras en el caso del sector educativo se dio por medio del Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica y Normal y de la Ley General de Educación de 1993. En el caso del sector salud, los llamados silos continuaron bajo la administración de funcionarios federales, por lo que habría que conceptualizar la medida como desconcentradora y no como una transferencia de recursos y toma de decisiones hacia niveles inferiores de gobierno; además el proceso estuvo marcado por la reproducción de las desigualdades regionales en materia de recursos humanos físicos y financieros. En el caso del sector educativo, el Acuerdo para la Modernización Educativa estuvo caracterizado también por la transferencia de recursos físicos, puestos administrativos, horas clase, alumnos, etc., pero no por la entrega de la capacidad de tomar decisiones independientes a nivel estatal en lo concerniente a la elaboración de planes o programas de estudio, realización de tareas de control, supervisión y evaluación; por ello este proceso ha sido calificado como concurrente y no como autónomo (Barba, 2003, t. III: 828-833).

29. Inaceptables para la Organización Mundial del Comercio (OMC) y prohibidos por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).

30. En este caso se buscaba crear un programa provisional, que operaría 15 años, que sirviera de colchón a las pérdidas que enfrentarían estos productores como consecuencia de la apertura comercial.

31. Que definía poblaciones objetivo en las que había que focalizar acciones de educación, salud, nutrición, abastecimiento de agua y sanidad.

32. No obstante, Pronasol no siguió al pie de la letra los postulados establecidos para esta clase de fondos, pues no se ajustó a los presupuestos teóricos de promoción democrática de sus beneficiarios, no actuó con neutralidad política, no fue transparente en sus operaciones, no fue eficiente en la ejecución de proyectos y no fue conducido por organizaciones no gubernamentales.

33. Que caracterizó desde un inicio al régimen de bienestar mexicano.

34. La población interpelada por el programa incluía a los trabajadores del sector informal, los pueblos indígenas, los trabajadores agrícolas migratorios, los campesinos empobrecidos, los pequeños propietarios agrícolas, los habitantes de colonias populares, los jóvenes y las mujeres, quienes habían sido marginados por la política social tradicional y habían también sido excluido aún más como resultado de los recortes presupuestales e institucionales realizados durante el gobierno de Miguel de la Madrid.

35. El programa actuó contradictoriamente: por una parte, se planteó como un programa focalizado que pretendía construir un piso básico de servicios, de productividad y de desarrollo regional para lograr una distribución más justa del ingreso y reducir la pobreza; por otra, se proponía "reestructurar la relación entre el Estado y la sociedad" actuando centralizadamente, burocratizándose, excluyendo a los estados y las familias más pobres, premiando a los más organizados y siguiendo una lógica clientelista y neocorporativa; además intentaba hacer todo eso sin poner en predicamento el funcionamiento del mercado y sin generar nuevos derechos sociales (Barba, 2003: 816-823). Es bien sabido que el reemplazo de Pronasol obedeció a razones económicas y políticas; entre las primeras, la más importante fue la crisis económica de 1994-1995; entre las segundas, la ruptura del gobierno de Ernesto Zedillo con el ex presidente Carlos Salinas, que selló el fin del matrimonio por conveniencia entre la élite tecnocrática y la élite reformista que diseñó al programa. A pesar de ello, el principal argumento esgrimido por los críticos oficiales, particularmente por Santiago Levy (1994) para extinguir el programa, fue su evidente inconsistencia con el paradigma residual (Dresser, 1991, 1994).

36. Quedó claro que los más pobres y excluidos eran capaces de organizarse y adoptar una postura radical y violenta en contra de la liberalización de la economía.

37. Cabe mencionar que ni el PET ni el Probecat fueron creación del gobierno de Zedillo, pero adquirieron una mayor importancia durante su gestión.

38. Para evitar estrategias familiares de supervivencia que impulsan a los niños y los más jóvenes al mercado de trabajo y los excluyen de la formación escolar, perpetuando la transmisión intergeneracional de la pobreza.

39. No sólo coexisten programas de nuevo y viejo cuño, con lógicas antagónicas, sino que hay evidencias de que algunos de los nuevos programas han sido digeridos por la vieja cultura patrón-cliente y por la corrupción que caracterizó al antiguo régimen. Un ejemplo paradigmático de esta situación es Procampo, el cual ha estado marcado por el escándalo.

40. Que coincide en gran medida con las mediciones realizadas por el Comité Técnico para la Medición de la Pobreza designado por el gobierno federal porque la fuente de los datos en ambos casos fue la ENIGH.

41. En 2003 13 mil millones de dólares, más que la inversión extranjera directa, aproximadamente 2% del PIB. Cabe recordar que en 2002 el 20% más pobre de las familias rurales recibieron estas transferencias (BM, 2005).

42. Además dicha tasa está situada a un nivel muy cercano al que tienen países con menor ingreso y es más alta que en países comparables con México como Brasil, Chile o Colombia (BM, 2005).

43. Estos datos muestran que ni Liconsa, ni Procampo, ni Oportunidades ni el resto de programas de asistencia social y transferencias que llegan a los adultos mayores son suficientes.

44. Por varias razones: a) una mayor participación de las mujeres en el trabajo remunerado fuera del hogar que no es compatible con la operación del programa y sus requisitos de corresponsabilidad; b) el que los montos de las transferencias en ámbito urbano sean iguales a las rurales en un contexto en el que los costos de oportunidad de permanecer en la escuela son más altos; c) el que el criterio de focalización geográfica es inadecuado en las ciudades, donde existe una gran heterogeneidad incluso al interior de los vecindarios.

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