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Espiral (Guadalajara)

versión impresa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.13 no.38 Guadalajara ene./abr. 2007

 

Reseñas

 

El truquito y la maroma, cocaína, traquetos y pistolocos en Nueva York, de Juan Cajas

 

Elena Azaola*

 

* Antropóloga y psicoanalista, investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social. México.

 

Comencemos por el título. El truquito y la maroma, por lo menos en el español que utilizamos en México, sugieren un contenido inocente y divertido. Hay que decir que el libro para nada cumple con estas expectativas. Por el contrario, si tuviera que decirlo rápido, se trata de un libro que posee la rara habilidad para dejarnos fríos casi a cada párrafo y, en ocasiones, varias veces antes de que pasemos a un nuevo párrafo. Ello tanto por su contenido, y su densidad como por la velocidad a la que nos impone pensar a la sociedad contemporánea desde uno de sus ángulos más oscuros, el tráfico y el consumo de drogas; no obstante que, como pocos temas, éste se revela capaz de iluminar, de mostrar las claves que hoy mueven a porciones importantes tanto de la humanidad como de la economía.

Se trata también de un libro que tiene la habilidad de sorprendernos, de cuestionarnos y de mostrarnos con crudeza los diferentes ángulos de una realidad inaudita que, sin embargo, no deja de tener siempre como referente, como telón de fondo, a la condición humana y sus distintos modos de manifestarse. De paso, no puede dejarse de percibir al autor con un gusto por el riesgo, las emociones fuertes, por vivir en los bordes, en los límites, igual que los sujetos a quienes ha resuelto estudiar —un grupo de narcotraficantes colombianos residentes en Nueva York—, utilizando de manera acuciosa las herramientas de que dispone el antropólogo para desmenuzar un trozo de la realidad social y sacar a la superficie sus significados ocultos.

Entre las claves que Juan Cajas se ocupa de develar en relación con el funcionamiento de las redes de narcotráfico y sus vínculos con otros grupos del crimen organizado, se encuentra el que dichos grupos están integrados por clanes familiares difíciles de erradicar puesto que, como relata el autor, apenas cae uno de ellos, surgen en su lugar dos o tres. Asimismo, muestra la densa red que une a los núcleos familiares dedicados al comercio de drogas con los que se hacen cargo de otros negocios colaterales: telefonía pirata, prostitución, robo y contrabando tanto de armas como de seres humanos. El papel de la familia en estos negocios se explica justamente por el nivel de riesgo en que se ven precisados a actuar. ¿En quién, si no, se podría confiar cuando existen tantos intereses involucrados?

El autor descubre un mundo de acuerdos entre gobiernos y narcotráfico que ponen en cuestión, subvierten, los valores dominantes; en especial, la creencia de que legalidad/ilegalidad forman realidades separadas, que no se tocan entre sí. Algunas frases desnudan la realidad de manera brutal. Por ejemplo: "la cocaína no llega a Estados Unidos como resultado de una cruzada maligna de hombres diabólicos y perversos. La droga accede al público a merced de autoridades corruptas". O esta otra: "el narcotráfico manipula cerca de 500 mil millones de dólares anuales. Su origen delictivo no es impedimento para que lo codicien economías desarrolladas o emergentes". Al dejar ver las complicidades en que también están involucrados los sistemas bancarios, el autor se empeña en derribar la poca inocencia que quizás nos quedaba. Ya sin ella, el autor emprende el viaje antropológico que le permite entender a los traficantes como una subcultura más, como cualquier otra.

Otro aspecto que hay que agradecer al autor es que se haya ocupado por preguntarse qué puede explicar que los sujetos estudiados puedan sobrevivir en medio de altísimos niveles de tensión y de riesgo. En la búsqueda por encontrar lo que da sentido a sus vidas, nos habla de una particular cosmovisión desde la cual estos sujetos se muestran dispuestos a morir en cada momento bajo lemas tales como "la buena vida cuesta, la hay más barata pero es cualquier cosa menos vida". O bien, el que utilizan los jóvenes sicarios: "la vida es secundaria". Nos muestra, de este modo, que los límites entre lo aceptable y lo inaceptable pueden recorrerse hasta extremos que a muchos nos resultan impensables. Por ejemplo, la idea de realizar, en la era del dominio de la tecnología, negocios en los que sólo se puede contar con la palabra, pero donde, aun así, existen rigurosos códigos de conducta mediante los cuales las deudas tarde o temprano tendrán que pagarse.

En la manera de hablar de los jóvenes pertenecientes a estos grupos, que el autor sujeta a escrutinio tanto en Cali como en Medellín o Tijuana, encuentra que antes que todo son jóvenes hartos del establishment que reaccionaron contra proyectos culturales con los que no se identifican, por lo que en la apropiación idiomática de lo marginal encuentran una manera de sublevarse y de expresarse.

Frente al fenómeno de las drogas, el autor no elude colocarse del lado de quienes ubican el problema principal en su prohibición. Sin embargo éste no constituye, a mi manera de ver, el propósito principal del libro, que se sitúa más allá de los referentes de legalidad/ilegalidad y más acá, si se quiere, de un intento por descifrar los significados ocultos de nuestros tiempos. Tarea esta última, por cierto, mucho más difícil y quizás arriesgada que la primera, pero de la cual el autor sale igualmente bien librado. Sus herramientas son, en este caso, una abundante literatura que el autor ha digerido y que va tejiendo de manera ingeniosa junto con sus recorridos por los barrios neoyorquinos siguiendo a un grupo de cocineros de la droga, es decir, de quienes la cortan, la mezclan y la adulteran (el truquito y la maroma, para abultar sus ganancias). Los sobres de la calle, nos dice, no traen más del 10% de coca, y agrega: no hay droga pura circulando por las calles, la gente se mete cualquier cosa a la cabeza. Este negocio requiere, entonces, no sólo de los conocimientos adecuados para mezclar las sustancias en sus justas proporciones, sino también de la habilidad para conservar la confianza de la clientela y, agregaríamos, del interés que Juan ha puesto en el tema para hacernos accesibles los significados de tantos sinsentidos.

En un pequeño apartado el autor se ocupa también de discutir sobre el uso de las plantas tanto por animales como por la especie humana. Previsiblemente encuentra que la diferencia pasa porque los hombres las utilizan no sólo para alimentar el cuerpo sino, por así decir, también el alma. Aparece, entonces, el hombre necesitado de significación, de lenguaje. Asimismo, toma posición respecto a que el consumo de sustancias no es en sí mismo el problema, sino las dosis, lo que constituye una decisión enteramente individual. Es la dosis, señala, lo que transforma una sustancia en veneno. En cambio —nos recuerda—, mientras que la adicción es una construcción cultural, el narcotráfico es una construcción jurídica.

Al insistir en que consumir es decisión del individuo, subraya que ésta no puede ser una decisión que competa al Estado, y argumenta: no es la sociedad la que se droga, es el individuo. No obstante, apunta, es la sociedad la que, mediante la interdicción, orilla al individuo a consumir sustancias adulteradas. "El comerciante de drogas —dice— existe porque las instituciones lo engendran [...] es el hijo bastardo de la sociedad de consumo".

También nos hace ver que, al igual que en el amor, es en el espacio de la interdicción que el consumo se convierte en diosa, en pasión por lo prohibido. Lo que entonces debiera ser goce individual se transforma en caos social por efecto de la interdicción. Ello le da pie para reflexionar sobre la condición humana —ni más ni menos—, porque no en otra parte puede encontrarse la explicación al fenómeno del consumo de drogas. De aquí que nos diga con lucidez: "el hombre es víctima, más que ningún otro animal, del temor a la muerte y al dolor".

Recorre, así, los problemas que ha traído la prohibición de las drogas: la irrupción de laboratorios clandestinos con sucedáneos más baratos, tóxicos y poderosos que los originales. Sus argumentos son convincentes: la prohibición es la fuente de múltiples problemas, pues hace que lo importante sea vender y poner las sustancias al alcance de todos. De aquí que postule que la prohibición construye el escenario cultural de los traficantes de drogas: los ajustes de cuentas, las ejecuciones y los millones de personas —añadiríamos— que se hallan en prisión en el mundo por esta causa.

El autor no omite ir atrás en la historia de los personajes principales. Por lo que se refiere a Garfield, el líder del grupo de traficantes-cocineros, ubica su origen entre los grupos de izquierda colombianos de los años setenta que, al no poder realizar sus ideales políticos, encontraron lugar en las filas del narcotráfico, si bien nos aclara que éste fue sólo uno de los múltiples destinos hacia los que derivaron, no el único, ya que tampoco han podido comprobarse los vínculos entre el narcotráfico y la guerrilla colombianas. También señala que la mafia neoyorquina ha mostrado su versatilidad al incorporar en sus filas lo mismo a trotskistas argentinos que a estalinistas colombianos, a maoístas chinos junto con taiwaneses, a judíos y palestinos. Queda claro que ahí no opera la discriminación.

El capítulo sobre los escenarios de la incertidumbre constituye una disquisición que recorre los pensadores y las ideas más sugerentes acerca de la modernidad, desde Jünger, Mishima, Pound, Cioran, Derrida, Lacan o Guiraud, entre otros, para colocar a la incertidumbre como uno de los rasgos que domina, que mantiene secuestrada, a la sociedad de nuestro tiempo. La carencia de certezas recibe como respuesta el consumo de drogas o la adicción a sectas religiosas de todo tipo. "Religión y drogas —nos dice— forman parte de un esfuerzo frenético en la búsqueda de experiencias que justifiquen la existencia". Eliminar la angustia, la incertidumbre, y procurarnos alegría son tareas que, de acuerdo con el autor, nos impone el mundo moderno.

Por todo ello, se trata de un libro que nos sacude, nos dice cosas que no pueden dejar de llamar a las puertas de cada quien, de la experiencia de vida de cada uno para interrogarnos acerca de lo que significa vivir en nuestro tiempo.

Se trata, en resumen, de un libro inteligente. Un libro que, al tiempo que nos narra historias a la manera en que lo suele hacer el antropólogo, sabe utilizar las ideas de numerosos pensadores para mirar, para reflexionar, para rescatar los sentidos de una realidad a la que Juan Cajas desnuda sin piedad.

 

Notas

Juan Cajas (2004) El truquito y la maroma, cocaína, traquetos y pistolocos en Nueva York, Cámara de Diputados/Conaculta/INAH/ Miguel Ángel Porrúa, México. Texto que recibió en 1997 el Premio Fray Bernardino de Sahagún que otorga el Instituto Nacional de Antropología e Historia.

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