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Espiral (Guadalajara)

Print version ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.14 n.40 Guadalajara Sep./Dec. 2007

 

Teoría y debate

 

Elementos de análisis en la construcción de la gobernabilidad democrática1

 

Laura Nelly Medellín Mendoza*, José Luis Prado Maillard**, José María Infante Bonfiglio***, Freddy Mariñez Navarro****

 

* Candidata al grado de doctor en Ciencias Sociales, orientación en Desarrollo Sustentable, por la UANL. lauramedellin76@hotmail.com

** Profesor-investigador de la Facultad de Derecho y Criminología, UANL.

*** Profesor-investigador de la Facultad de Filosofía y Letras, UANL.

**** Profesor-investigador del ITESM, campus Monterrey, México.

 

Fecha de recepción: 15 de noviembre de 2006
Fecha de aceptación: 30 de abril de 2007

 

Resumen

En este trabajo aludimos a una construcción teórica sobre la gobernabilidad democrática a partir de un contexto de transición política. El análisis parte de una diferenciación entre régimen político y el sistema político, dado que ambos conceptos aluden a problematizaciones distintas, ya que puede haber una transición de régimen, referida a los normas de la estructuras de autoridad o una transición que alcance también al sistema político, lo cual implica una transformación en la relación Estado-sociedad. En este último estadio es donde ocurren las innovaciones más importantes para arribar a una gobernabilidad democrática.

Palabras clave: régimen político, sistema político, transición política, liberalización política, gobernabilidad democrática.

 

Introducción

Este artículo tiene el propósito de delimitar teóricamente, desde la perspectiva de la transición política, la construcción de una gobernabilidad democrática. Con este objetivo se empieza por definir los ámbitos de estudio elementales: la diferenciación entre régimen político y sistema político. Se trata de problematizaciones distintas: mientras lo primero concierne a las normas de juego de la estructuras de autoridad, lo segundo implica además la intermediación Estado-sociedad.

Luego entonces, el estudio de la transición política necesita reconocer esta diferenciación para entender el ritmo del cambio que afecta la cimentación de la gobernabilidad: si avanza en cambios sólo en el ámbito del régimen o ya del sistema, lo que puede traer aparejado consecuentemente un ritmo de liberalización o democratización. Por último, esta discusión teórica se engarza con la edificación de la gobernabilidad desde su posibilidad democrática para superar el antecedente autoritario.

 

Diferenciación entre régimen político y sistema político

Analizar el fundamento del poder político en cualquiera de sus escalas (nacional, estatal o municipal) implica desentrañar las imbricaciones de sus estructuras simples o complejas. Los gobiernos obedecen a un principio funcional: transmitir órdenes a los ciudadanos en la vida económica, política y cultural al ostentarse legítimamente como la autoridad suprema que representa el poder político en una demarcación territorial. La razón teleológica es el logro de un adecuado grado de gobierno sobre la sociedad; quien tiene la función de lograr este objetivo es lo que conoce como el régimen político.2

De acuerdo a Dávila, quien parte de una definición jurídica-procedimental, el régimen político está determinado por las condiciones y procedimientos de la competencia política; sus métodos de acceso legal y legítimo; la cantidad y tipo de actores que pueden acceder, así como los procedimientos formales para resolver las diferencias y autorizar las decisiones vinculantes para el conjunto de los involucrados. Toda la estructura de régimen político está supeditada a partir de las normas jurídicas consignadas en la constitución política de un Estado (Dávila, 2000: 634, 637).

Esta definición es crucial porque delimita la operación de las reglas políticas, fija los parámetros bajo los cuales se desenvuelve el proceso político dentro del ámbito de dicho sistema. El régimen tiene autonomía en la medida de que es posible, en términos analíticos, diferenciar su funcionamiento y el condicionamiento que produce a los diversos actores políticos e instituciones. Esto significa, por ejemplo, que en el ámbito del régimen se determina la reglamentación para la administración pública del Estado; la constitución de los partidos políticos y de las organizaciones civiles; los derechos político-electorales o la contribución fiscal de los ciudadanos.

Para Easton, uno de los autores que más ha influido en los debates contemporáneos, el régimen político se encuentra determinado por tres factores: los valores, las normas del juego y la estructura de autoridad. Los valores son principios que comparten segmentos importantes de la comunidad política y que sirven de guía para la elaboración de políticas. Las normas de juego son las reglas de comportamiento formal e informal que especifican derechos y obligaciones, tanto de las autoridades como de los ciudadanos. La estructura de autoridad son los patrones formales en los que se distribuye el poder en relación con la formulación y toma de decisiones públicas. De ahí que el régimen político establezca los roles y las relaciones institucionales mediante las cuales la autoridad es ejercida (citado en Torres Mejía, 1996: 236-237).

Ahora bien, en un proceso de cambio político, a menudo son las normas de juego y la estructura de autoridad las que primero presentan transformaciones. Los valores determinan el tipo de cultura política que tienen los actores políticos. Se advierte una transformación más lenta en los cambios en este nivel, puesto que refiere a las actitudes y costumbres que pueden tener más arraigo en las prácticas para el ejercicio del poder. Esto significa en la práctica que es posible un reemplazo interpartidario en la titularidad del gobierno (estructura de autoridad) producto de unas reglas electorales democráticas (normas de juego), pero paradójicamente es factible que la misma estructura de autoridad se aferre a ciertas prácticas autoritarias, ya sea en su estabilidad organizativa o en su relación con la sociedad.

Ahora bien, como señala acertadamente Sartori, en el momento en que se logra un consenso sobre las reglas de juego o procedimientos es cuando se llega a lo que se conoce como consenso a nivel de régimen o consenso "procedimental", en donde señala que existe una regla de elemental importancia: es el consenso que determina cómo deben resolverse los conflictos (Sartori, 2001: 122-123).

Por tanto, tomando en cuenta lo anterior, nuestra construcción conceptual de régimen político está definida por las reglas de comportamiento formal que especifican derechos y obligaciones tanto de las autoridades públicas como de los ciudadanos, determinados por una estructura de autoridad que distribuye el poder para la formulación y la toma de las decisiones políticas, de acuerdo a unos valores determinados.

Debe destacarse que hay una función implícita en la definición de régimen político: la operatividad de las reglas para el uso del poder. Esto invariablemente redunda en la materialización de normas jurídicas que regulan las conductas de quienes integran el régimen político, estableciendo límites para su configuración y mantenimiento.

Ahora bien, en el concepto de régimen político hay un elemento que en este momento resulta importante ahondar: la estructura de autoridad que también puede denominarse como gobierno. Entendemos por gobierno el conjunto de órganos y personas a los que institucionalmente les está confiado el ejercicio del poder estatal. Esto implica la toma de decisiones jurídicamente vinculantes desde la estructura de autoridad para los ciudadanos (Porrúa, 1991: 464).3

La forma de gobierno se refiere al diferente modo de constitución de los órganos del Estado, de sus poderes y de las relaciones de esos poderes entre sí. Casi todos los autores posteriores a Nicolás Maquiavelo distinguen las formas principales en monarquía (absoluta o constitucional) y república. Conviene destacar esta última por su preponderancia en los regímenes políticos contemporáneos. En la república, la jefatura del Estado puede atribuirse a una persona o a un conjunto de ellas y su designación, en forma más o menos restringida, es electiva.

En esta forma de gobierno, el poder está dividido en tres ramos: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Las repúblicas pueden clasificarse en presidenciales y parlamentarias. En la forma parlamentaria, el Poder Ejecutivo se desdobla en dos figuras: el Jefe de Estado y el Primer Ministro, que son responsables políticamente ante el parlamento, que mantiene la dirección política del Estado. En la forma presidencialista, el titular del Poder Ejecutivo es Jefe de Estado y Primer Ministro al mismo tiempo y mantiene independencia respecto del órgano legislativo. El presidente designa directamente a sus ministros o secretarios, que son responsables políticamente ante él (Porrúa, 1991: 464-469).4 Así, el estudio del régimen político desde la perspectiva republicana es analizado a partir de los actos constitutivos así como de las interrelaciones de los principales componentes de su estructura de autoridad: Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Dichas instancias funcionan con unas reglas o normas del juego que permiten la operatividad del régimen y que deben conducir necesariamente a su estabilidad organizativa. Esta categoría de análisis es fundamental pero si adoptamos una perspectiva sistémica para la gobernabilidad, la mirilla nos queda angosta. En efecto, si el interés no es sólo estudiar la estabilidad de los poderes públicos y sus relaciones entre sí, sino además el tipo de intermediación que llega a establecerse con la sociedad, entonces tendremos que incluir en el análisis el concepto de sistema político. Así las cosas, no sólo importa que el régimen político alcance una estabilidad, sino que éste tenga un impacto en las condiciones de estabilidad lograda en el ámbito del sistema político.

El concepto de sistema político es integrador en la medida en que atiende la relación existente entre el régimen político y la sociedad. Es por eso que este concepto nos será más útil si nuestra intención es hacer un análisis del cambio de gobierno y su afectación a la gobernabilidad. De esta manera, al estudiar los lineamientos internos que describan a un sistema político es imprescindible volver a referirse a David Easton. Este autor destaca que es preciso entender la vida política como un todo orgánico, donde se produce una interacción entre las distintas partes. Así, el sistema político debe ser identificado como un cuerpo de interacciones abstraídas de la totalidad de la conducta social a través de la cual los valores son asignados con autoridad a la sociedad y en donde se logra que la mayoría de los miembros los acepten, al menos la mayor parte del tiempo. Éstas constituyen las variables esenciales de la vida política (Easton, 1997: 222-223). Además, la organización interna del sistema político tiene una capacidad extraordinariamente variable para responder a las circunstancias en que funciona dado que acumula gran cantidad de mecanismos mediante los cuales se enfrenta con el medio ambiente. Es capaz de regular su propia conducta, transformar su estructura interna y llegara remodelar sus metas fundamentales (Easton, 1997: 218).5 En su estructura modélica, el sistema político tiene la función esencial de convertir los inputs (demandas y apoyos) en outputs (soluciones) mediante un flujo retroalimentado continuo (Easton, 1999: 156). Este esquema es básico para considerar los desafíos a los que se enfrenta la estructura de autoridad: recibir demandas de los ciudadanos, organizaciones de la sociedad civil, sindicatos, grupos empresariales, etc., procesarlas y darles una respuesta mediante la ejecución de políticas públicas. Tal lazo de retroalimentación es lo que permite la perdurabilidad de los sistemas políticos, ya que tienen que ser altamente dinámicos para atender las demandas y otorgar una respuesta gubernamental. Así es como interactúan los diversos miembros del sistema político, ya sea en un papel que reclamen cierto tipo de demandas (ciudadanos individuales, organizaciones civiles, etc.) que den apoyos (mediante el pago de contribuciones fiscales, por ejemplo) o en el papel de autoridad pública para que procesen estas demandas y apoyos de los ciudadanos.

Al referirse al sistema político, Alcántara tiene también una perspectiva integradora. Para este autor, el sistema político se compone de tres segmentos simultáneos: primero están los elementos institucionales que configuran lo que se ha denominado régimen político; es decir, lo que representan los poderes públicos y sus reglas de interacción para consigo mismo y con la sociedad. Segundo, los actores institucionalizados que se organizan en la sociedad de manera activa o pasiva para transmitir sus demandas e influir o modificar las decisiones de gobierno (Alcántara, 1995: 54). Y aquí podemos ubicar tanto a los partidos políticos como a la sociedad civil organizada en diferentes ámbitos, como son las cámaras empresariales, los grupos religiosos, los organismos sindicales, las organizaciones que sectorialmente trabajan en la defensa ambiental, de protección a la niñez o simplemente a los ciudadanos que se mueven en la esfera privada. Tercero, se involucran también los valores de los individuos y de los grupos sociales que componen la sociedad en cuanto a la comprensión de la actividad política, derivado tanto de elementos culturales como históricos (Alcántara, 1995: 54). Esto es propiamente, como hemos visto, el tipo de cultura política prevaleciente. El autor, heredero del esquema eastoniano, señala que en el seno del sistema político se genera un doble movimiento circulatorio:

De los flujos de la sociedad para con el régimen político. Esto entraña las demandas surgidas en cualquier frente pero condicionadas a la naturaleza del régimen. El apoyo generado al mismo régimen es particularmente relevante porque cualquier variación importante influye en el destino de las distintas autoridades políticas del régimen y por ende a la propia sociedad.

De los flujos del régimen político hacia la sociedad definidos por las políticas públicas. Esto remite a las demandas, apoyos y las políticas que conforman un proceso de retroalimentación permanente que tiene una incidencia en el régimen político y que conforma la relación entre eficiencia, eficacia y legitimidad. Aterriza en la propia gobernabilidad del sistema político, entendida como la habilidad del régimen político para dirigir la economía y la sociedad (Alcántara, 1995: 57-58).

De esta manera, el sistema político puede definirse como el entramado político-social que permite reconocer las interacciones formales e informales existentes entre el régimen político y la sociedad. La aseveración anterior implica considerar las acciones de demandas, apoyos o rechazo de los ciudadanos a los actos de la autoridad (demanda de educación, empleo; apoyos o rechazos a medidas de política económica, etc.). Aunque los autores anteriormente mencionados no indican el concepto de rechazo, nosotros lo incluimos cuando existe la posibilidad de que el ciudadano, mediante algún mecanismo de defensa (formal e informal), objete algún tipo de decisión pública.

Ahora bien, en términos del procesamiento del conflicto, son las demandas y rechazos lo que implica un mayor grado de perturbación sobre el eje de la autoridad pública. Resulta necesario indicar que mientras se acumulen las demandas sobre el régimen hasta el punto de transgredir sus pilares de sustentación, entonces el lazo de retroalimentación del sistema político se volverá absolutamente disfuncional y conllevaría a su franca ingobernabilidad. Easton señala, asimismo, que si las influencias ambientales del sistema político no son conducidas hábilmente, se pueden provocar tensiones más allá de un margen aceptable. El análisis sistémico de la vida política se apoya, pues, en la idea de que los sistemas están insertos en un ambiente y sujetos a posibles influencias perturbadoras, que amenazan con llevar sus variables esenciales más allá de su margen crítico. Esto induce a suponer que para persistir el sistema debe ser capaz de reaccionar con medidas que atenúen la tensión (Easton, 1997: 230-231).

Pero, básicamente ¿cuáles son las arenas conflictivas que pesarían sobre la estabilidad del sistema político? Hay que responder junto con Almond y Powell para señalar los principales desafíos o perturbaciones importantes sobre el sistema: a) la penetración e integración, que es el problema de construcción del Estado, b) la lealtad y compromiso, el problema de la construcción de la nación, c) la participación, es decir, la presión que ejercen los grupos sociales para lograr una efectiva participación en el proceso de decisión en el sistema, d) la distribución del bienestar, es decir, la presión ejercida desde el seno mismo de la sociedad, para emplear el poder de coerción del sistema político para redistribuir el ingreso, la riqueza y las oportunidades (Almond y Powell, 1972: 38-39). Considerando los desafíos a y b podemos señalar que éstos básicamente se originan en una problemática inherente a la cimentación del Estado-nación. Esto es, aquellos países con conflictos para unificar su delimitación geográfica, su lengua o su identidad nacional, presentarán invariablemente problemas de este tipo. Si bien estos dos casos son importantes de considerar, sus problemáticas no se presentan contemporáneamente en el caso nacional mexicano. Son, más bien, los desafíos c y d los que tienen mayor presencia en el análisis gubernamental. Las problemáticas recurrentes de la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos y del problema de la distribución del bienestar (riqueza e ingreso principalmente) son las variables que generalmente acaparan la discusión en términos de política pública, dada su importancia en la vida ordinaria de los ciudadanos.

Para determinar cuándo se está en presencia de un desafío político, se deben por los menos tomar cuatro criterios, de acuerdo a Morlino: 1. Número de personas que plantean el desafío, 2. La intensidad con que se plantea la demanda, 3. La importancia que poseen los grupos sociales políticamente relevantes que son promotores del desafío, 4. La sustancia de la exigencia que puede ser más o menos fácil de atender respecto a los problemas que comporta (Morlino, 1985: 220). Hasta aquí son los puntos más importantes para el estudio del sistema político.

Ahora bien, esta diferenciación entre el régimen y el sistema político es fundamental antes de entrar a la categoría de transición política, ya que es probable que los cambios se reduzcan al ámbito del régimen político y no necesariamente impacten en la configuración del sistema político. Así, es posible que se reformen las reglas de la competencia política pero permanezca inactiva la ampliación de los derechos políticos ciudadanos para participar en un referéndum o plebiscito. Como veremos a continuación, los especialistas pueden asumir una u otra línea de interpretación lo que conduce a una evaluación distinta sobre la transición política a la democracia y su respectiva consolidación.

 

El alcance de la transición política

El concepto de la transición política es indispensable para entender cómo se elaboran los cambios en los modelos de orientación política. La transición es referida al intervalo entre un régimen político y el otro, es decir el terreno donde se elaboran las reglas de comportamiento formal que especifican derechos y obligaciones tanto para las autoridades públicas como para los ciudadanos.

La transición política será definida como un espacio o interregno en donde se negocian las elecciones de los actores políticos en la construcción de unas reglas de racionalidad político-institucional bajo un escenario de incertidumbre (Cansino, 2000: 27; Whitehead, 2002: 132). Por su parte, Cárdenas Gracia señala que: "La transición gira en torno a cuestiones de procedimiento político y las discusiones y negociaciones tenderán a centrarse en el diseño institucional y legal del nuevo régimen" (Cárdenas Gracia, 1996: 28).

Por supuesto, la valoración normativa principal que se hace de la transición política es el paso de un régimen político de características autoritarias a uno de tipo democrático.

Así, por ejemplo, para O'Donnell y Schmitter, la transición política está delimitada, por un lado, por el inicio del proceso de disolución del régimen autoritario, y por el otro, por el establecimiento de alguna forma de democracia; el retorno a algún tipo de régimen autoritario o el surgimiento de una alternativa revolucionaria. Su característica es que, en su transcurso, las reglas del juego político no están definidas y son objeto de una ardua contienda entre los actores políticos. La señal típica de que ha iniciado una transición política es que los gobiernos autoritarios (generalmente por una combinación de presión externa e interna) comienzan a modificar sus propias reglas institucionales para ofrecer mayores garantías de acceso al poder a los partidos opositores, aunque su élite siga instalada en la lógica de conservar ciertas posiciones de poder (O'Donnell y Schmitter, 1994: 20).

Este es el sentido apropiado de la transición política para estudiar el "cambio de régimen": es un periodo de cambio en el arreglo institucional para determinar nuevas reglas de juego, con el objetivo de reemplazar el paradigma político antecedente. Principalmente, son los partidos políticos los que optan por reclamar nuevas reglas electorales para el acceso al poder cuando se proviene de una estructura de autoridad autoritaria. Pero también las organizaciones civiles o las empresariales pueden empujar al régimen al comienzo de su propia transformación interna. De esta manera, el uso del concepto de transición política estará más referido propiamente a la transformación de las normas de juego y la estructura de autoridad.

De acuerdo a este análisis podemos adecuar los posibles desfases que ocurren en las transiciones políticas porque mientras un cambio de régimen nos obliga a acotar los cambios en sus valores, reglas de juego y estructura de autoridad, un cambio sistémico obliga a considerar la radicalidad de la transformación en la relación Estado-sociedad y no se conforma con las que se alberguen en el régimen político.

El cambio sistémico requiere una ruptura total con la matriz cultural de relaciones políticas y sociales para dar paso a una transformación del código de racionalidad operativa. Así, se podrá estar de acuerdo con Whitehead cuando señala que el contexto mexicano está caracterizado en la etapa autoritaria por un sistema de estructuración vertical de representación y de control interno; la subordinación al presidente en funciones, la subordinación al partido de las organizaciones clave (sindicatos de obreros y campesinos, empleados públicos, etc.) que ha preponderado una cultura política basada en el clientelismo, degradando la autonomía de la sociedad civil. Por tanto, como apunta el autor, la ruptura con este sistema político autoritario supondría rebasar los límites de la reforma parcial y tiene que proponerse la reconstrucción de la matriz de relaciones sobre un fundamento netamente democrático (Whitehead, 2002: 145).

Es por eso que el cambio político amparado tan sólo en las reformas electorales es insuficiente para la transformación democrática. No obstante, los gobiernos que han logrado que parte de sus instituciones políticas dejen atrás ciertas prácticas autoritarias en el acto electivo de la representación política, por lo general se amparan discursivamente en esto para legitimar su "normalidad democrática". La preponderancia que se le otorga al método procedimental-electoral es criticada por otros autores que la denominan como la falacia del electoralismo (Karl y Schmitter, 1996: 37-49).

La instauración y consolidación de nuevas reglas para el régimen es la manifestación más indicativa de que un fenómeno de transición política ha terminado. Morlino también manifiesta que un periodo de transición termina cuando una élite de actores políticos logra imponerse sobre la anterior, ganando el control de los recursos coercitivos. Esto depende, por supuesto, del grado de continuidad/discontinuidad respecto al régimen anterior; del uso o no del recurso de la violencia; de los actores y coaliciones que están en el centro del cambio y del estado e importancia de los conflictos políticos del periodo anterior (Morlino, 1994: 158).

Por regla general, la transición a la democracia implica incertidumbre porque al tratar de cambiar las reglas del periodo antecedente, las negociaciones entre los actores de oposición política y del régimen político pueden traer resultados inesperados para los contendientes. Cabe la posibilidad de que se logre menos de lo esperado, o por el contrario, que se maximice la debilidad del gobierno y se arranquen concesiones para la emergencia institucional de la pluralidad política. Hay dos tipos de grupos que aparecen en la transición de régimen: los duros y los blandos. Los primeros son los que suponen que la perpetuación del régimen autoritario no es sólo posible sino deseable, rechazan los desórdenes propios de la democracia que, de acuerdo a su racionalidad, constituyen la fuente de intentos de golpes de Estado y de conspiraciones. Por su parte, los blandos tienen la conciencia de que el régimen que contribuyeron a implantar, y en el cual ocupan cargos importantes, tendrá que recurrir en un futuro previsible a la legitimación electoral (O'Donnell y Schmitter, 1994: 32-33).

En esta confrontación existente entre los duros y los blandos, el trasfondo de incertidumbre es un posible factor de temor para los propios actores políticos del régimen y que puede ser compartido por otros segmentos de la sociedad como los empresarios o los sindicatos; aquellos sectores que tienen primordiales intereses económicos y clientelares que resguardar. Aunque, como señalan O'Donnell y Schmitter, es probable que la mayoría de los actores estén divididos y vacilantes en lo que concierne a sus intereses e ideales, y por tanto, sean incapaces de elegir una alternativa de acción coherente (O'Donnell y Schmitter, 1994: 17).

En ese tenor, la transición política implica inevitablemente una extraordinaria incertidumbre, en contraste con el orden característico del periodo autoritario. En general, hay una desconfianza de las corrientes políticas conservadoras porque consideran que la transición crea la impresión de desorden, dada la "novedad de las reglas" que generan incertidumbre en los cálculos y los intereses de los actores políticos (Mansilla, 2000: 81; Martí Puig, 2001: 116, 119).

Ahora bien, aunque estamos amparados en la perspectiva de la transición política, utilizaremos dos categorías que pueden denotar mayor flexibilidad al estudiar los campos de acción en el ámbito de régimen y de sistema: la liberalización política y la democratización. Por lo general, la liberalización antecede en el tiempo a la democratización, ya que es un proceso gradual.

La liberalización política es el proceso de apertura controlada a través del cual se flexibilizan en dirección democrática los límites tradicionales impuestos al pluralismo y a la competencia política, pero sin extender sus prerrogativas plenamente (Cansino, 2000: 19). En efecto, la liberalización es entendida como el proceso por el cual se vuelven efectivos ciertos derechos que protegen a individuos y grupos sociales ante los actos arbitrarios del Estado, aunque sin extenderse plenamente. Estos cambios ocurren, como hemos previsto, en las reglas jurídico-formales que se ordenan desde el régimen político. La característica de esta etapa es que la apertura depende de la voluntad del gobierno: es, al final de cuentas, la estructura de autoridad quien concede otorgar gradualmente los derechos políticos y civiles que son reclamados por la oposición.

Por su parte, la democratización constituye un proceso de consolidación en el respeto a los derechos políticos y civiles, producto de acuerdos o negociaciones fundacionales entre prácticamente todas las fuerzas políticas y sociales cuyo desenlace lógico lo constituye la instauración sólida de un arreglo institucional de normas y valores reconocidamente democráticos. Esta etapa no implica otra cosa más que la consolidación democrática (Diamond, 1999; Przeworski, 1998).

En la democratización ha cambiado de forma definitoria la matriz política-cultural para que plenamente los procedimientos democráticos se vuelvan actos rutinarios en la vida del conglomerado social. Si queremos proponer el estudio de gobernabilidad, comprenderá el lector que seguir trabajando bajo el concepto de transición política es restringido para enlazarlo a una comprensión sistémica. Es por lo anterior que las categorías de liberalización política y democratización se vuelven pertinentes.

Primordialmente el concepto de liberalización política nos permite movernos a los ámbitos propiamente sistémicos, dando oportunidad para observar la relación Estado-sociedad. Esto es, aunque los cambios se suscriben en el ámbito jurídico-formal, debe entenderse también la motivación política de los actores sociales que pugnan por ello. El análisis de la gobernabilidad tiene que tomar en cuenta esta consideración. A nuestro juicio, no se puede estudiar un periodo de gobierno sólo refiriéndose a la racionalidad del cambio de régimen, sino también a la racionalidad de los actores sociales que intervienen para conjuntar otro paradigma de gobierno ejercido sobre la sociedad. A continuación se exponen los factores que integran a la gobernabilidad, como una categoría de análisis tendiente hacia la democratización.

 

La gobernabilidad democrática

El desempeño de cualquier gobierno que supone la titularidad del poder político, tiene que ser eficaz, legítimo y estable para asegurar un orden sustentable; en otras palabras, que tenga la capacidad de gobernar la arquitectura societaria dada. Camou es quien propone la definición de gobernabilidad como un estado de equilibrio dinámico entre las demandas sociales y la capacidad de respuesta gubernamental. La eficacia gubernamental y la legitimidad social se combinarían en un círculo virtuoso garantizando la estabilidad de los sistemas políticos (Camou, 1996: 14).

Camou es más específico para hacer una valoración de la legitimidad. Distingue entre la legitimidad débil y la legitimidad fuerte. La primera es la que se refiere a la aceptación del desempeño gubernamental por parte del ciudadano. Es decir, mide la aceptación política de las medidas del gobierno en turno, por lo que comporta problemas coyunturales de gobernabilidad. No se cuestiona el fundamento de la autoridad, sino determinadas políticas públicas del gobierno.

En cambio, la legitimidad fuerte refiere propiamente al fundamento de autoridad del gobierno, por tanto, se cuestiona al régimen político cuando existe de por medio fraude electoral o cualquier otro mecanismo de origen que conlleve a una elección espuria de los representantes populares, y esto determina la existencia de los problemas estructurales de gobernabilidad (Camou, 2000: 184).6

Remitamos ahora el concepto de eficacia, definida como la capacidad del régimen para encontrar soluciones a problemas básicos que son percibidos más como satisfactorios que insatisfactorios por parte de los ciudadanos (Linz, 1996a: 46). También es definida sencillamente como la capacidad de cualquier institución para alcanzar metas prefijadas (Camou, 2000: 175). En efecto, atendiendo a las definiciones antes expuestas, hay que señalar entonces que la eficacia es el resultado de poner en práctica las acciones que conducen a obtener las metas del gobierno y que resulten beneficiosas para el ciudadano. Pero la forma en que se obtienen los resultados no siempre es la óptima. Se puede concretar la aprobación de la construcción de un aeropuerto en una comunidad, pero si el plan marcaba que la expropiación de tierras ejidales se concretaría en seis meses, tal vez la ineficiencia de la acción retrase la negociación con los campesinos más de dos años, o de plano se quede sin ejecutar la acción. Por tanto, una meta lograda con eficiencia es la capacidad para alcanzar los logros prefijados al menor costo posible. Por su parte, Linz llama efectividad (que puede equipararse con eficiencia) a la capacidad de poner en práctica las medidas políticas formuladas con el resultado deseado (Linz, 1996a: 46).

En resumidas cuentas, la estabilidad política es la capacidad de tener una relación equilibrada entre las demandas sociales y la capacidad de respuesta gubernamental, manteniendo un ensamblaje virtuoso entre la legitimidad y la eficacia. La definición de gobernabilidad que aquí adoptaremos es la que supone al sistema político en su conjunto, pues así se abarca al régimen político y la intermediación que se establece con la sociedad, ya sea a través de las organizaciones civiles, sindicatos, partidos políticos, grupos empresariales o ciudadanos en general.

Ahora bien, tenemos que aceptar que ésta es una definición bajo el supuesto de una racionalidad ideal entre los actores intervinientes. La realidad supera con mucho este aterrizaje teórico. El ejercicio de gobernar debe enfrentarse a necesidades y demandas que cambian constantemente y quizá puedan emerger actores políticos y sociales que intentarán desequilibrar la relación con el gobierno incluso con acciones de resistencia extremas.

Es por eso que desde el punto de vista funcional, hay que matizar los desafíos políticos que dificultan este equilibrio y, por tanto, entender los diferentes grados de gobernabilidad que resultan de neutralizar o no dichos desafíos. Camou ha señalado cinco categorías para detectar este grado de gobierno en una sociedad. En principio se encuentra la gobernabilidad ideal: es un concepto límite que designa el equilibrio puntual entre demandas sociales y respuestas del gobierno, es el modelo de una sociedad sin conflictos o absolutamente neutralizados. Le sigue en su análisis modélico la gobernabilidad normal: ésta describe una situación donde las discrepancias entre demandas y respuestas se encuentran en un equilibrio dinámico; es decir, donde hay valores de variación tolerados y esperables para los miembros de la comunidad política. Cabe acotar que estos "valores de variación tolerados y esperables" no están descritos por el autor, quien supone una condición democrática. Aquí es cuando empata también la noción de paradigma de gobernabilidad, de acuerdo a Camou: bajo un patrón histórico determinado se articulan tanto un conjunto de demandas usuales y esperadas como un conjunto de respuestas usuales y esperables, bajo unos principios de orientación y de mecanismos de resolución de esas demandas organizados en arenas políticas específicas (Camou, 1994: 30-31).

Existen conflictos o problemas recurrentes pero lo importante es que esas diferencias sean aceptadas como tales e integradas en el marco de la relación Estado-sociedad. Esta categoría es, por lo visto, más usualmente esperable.

Le sigue el déficit de gobernabilidad que designa un desequilibrio entre el nivel de demandas sociales y la capacidad de respuesta del gobierno, que es percibido como inaceptable por los actores políticamente organizados y que hacen un uso eficaz de su capacidad para amenazar la relación de gobierno en una situación dada. Estos desequilibrios o anomalías pueden presentarse en diferentes esferas de la sociedad (política, economía, seguridad pública, demandas de empleo, etc.). La siguiente categoría descendente es la crisis de gobernabilidad: describe la situación de proliferación de anomalías. Hay una conjunción de desequilibrios inesperados entre demandas sociales y respuesta del gobierno. La última variante es sin duda la ingobernabilidad, que es el concepto opuesto a la gobernabilidad ideal. Es un concepto límite, que designa la virtual disolución de la relación de gobierno, que une por ambos lados a los miembros del sistema político (Camou, 2001: 38-39).

En la gobernabilidad lo que importa es asegurar la estabilidad, que es la meta final de cualquier entidad política que pretenda ejercer con autoridad el poder que le fue conferido por los ciudadanos. La diferenciación entre la estabilidad lograda en el sistema político y la que se obtiene en el ámbito del régimen político corresponde finalmente a los objetivos conclusivos en ambas áreas. La estabilidad en el sistema político es el conjunto articulado de las prácticas y las relaciones de poder político efectivamente vigentes dentro de una sociedad. Por su parte, la estabilidad en el régimen puede predicarse del conjunto de instituciones y normas jurídicas que regulan el acceso, la distribución y el ejercicio del poder político.

Se entiende que un régimen tiene estabilidad cuando tiene la capacidad de durar en el tiempo y no produce cambios recurrentes e imprevisibles en su estructura, a menos que ocurran por medio de los preceptos constitucionales. Una alta inestabilidad gubernativa no necesariamente afecta a la estabilidad del régimen, a no ser que comprometa su eficacia y legitimidad. Esta diferenciación es notoria, pero para efectos de la gobernabilidad democrática importa más considerar la estabilidad lograda en el sistema político.

Sin embargo, el análisis de la gobernabilidad de Camou no contiene una valoración normativa. Adjetivar a una gobernabilidad como democrática necesita ser justificado, puesto que ambos conceptos responden a lógicas distintas: mientras que la gobernabilidad responde a una conservación de los espacios institucionales del poder político, la democracia contempla principios de inclusión participativa de los ciudadanos en los asuntos públicos.

Lo que resulta necesario para la construcción de la gobernabilidad democrática son columnas institucionales que logren soportar la confluencias de los intereses de conservación del poder y las reglas del juego democrático. Es una difícil y tensa mediación, pero no imposible.

Schmitter, uno de los mayores expositores de la escuela neocorporativista, ha señalado que la gobernabilidad debe observarse como un asunto de intermediación de intereses y de representación política a través de corporaciones dentro de las reglas del juego democrático, que reduzcan el amplio margen de discusión y conflicto que traen aparejados los canales democráticos. La incapacidad del sistema político para procesar la democracia no deriva de las demandas en sí, sino de la falta o insuficiencia de instituciones, reglas y acuerdos políticos que procesen los intereses de las diferentes solicitudes bajo un entorno abierto al diálogo y participación de los actores políticos y sociales.

En su análisis, la ingobernabilidad sistémica se produce no por virtud del exceso de demandas "medioambientales", ni por la falta de recursos que vuelven inoperante al Estado, sino por la calidad y eficiencia de un conjunto de arreglos institucionales que articulan los intereses y demandas de los grupos políticamente relevantes en las estructuras decisionales del Estado (Schmitter, 1992: 17). Se suman a esta corriente Arbós y Giner cuando denominan "gestión colectiva del conflicto social" a la creación acéfala y plural de la realidad política mediante un proceso continuo de acuerdo bilateral o multilateral entre los diversos grupos de interés, en donde el gobierno no es más que un primus inter pares (Arbós y Giner, 1992: 19).

Entonces, para la gobernabilidad democrática es necesario complementar las instituciones de los regímenes políticos con toda una red de acuerdos entre sindicatos, cámaras empresariales y organizaciones de la sociedad civil, con el fin de agregar intereses, establecer mecanismos sólidos de toma de decisiones y de resolución de conflictos para aumentar la capacidad de respuesta del Estado en una sociedad compleja y plural. Se trata de fundamentar un ethos democrático a través de la multiplicación de las prácticas sociales, las instituciones y los juegos del lenguaje en una responsabilidad ético-política (Aguilera, 2005: 78-80).

En este punto, se concuerda parcialmente con Camou (1996: 18) cuando señala que la gobernabilidad depende de una serie de acuerdos básicos entre "las élites dirigentes" en torno a tres ámbitos principales de la vida social: a) nivel de cultura política; esto es, la compleja gama de ideas y valores que conforman modelos de orientación política; b) nivel de las reglas e instituciones del juego político que conforman fórmulas institucionales, es decir, mecanismos operacionales para la agregación de intereses y la toma de decisiones que configuran el régimen político; c) acuerdos en torno al papel del Estado y sus políticas públicas estratégicas orientadas a responder a los desafíos de la agenda pública.

Sin embargo, cuando Camou alude al concepto de "élites dirigentes", no especifica a cuáles se refiere. Podría suponerse en un primer término a la clase gobernante. Sin embargo, en nuestra perspectiva agregamos que no sólo entre ellos deben suscribirse los acuerdos, sino también con los actores políticamente relevantes que surjan autónomamente en la sociedad civil, en las cámaras empresariales, organismos religiosos, artísticos o sindicales. La confluencia de actores puede ser tan diversa como intereses sectoriales tengan que ser representados en la serie de acuerdos básicos.

En la cimentación de la gobernabilidad democrática el equilibrio entre la legitimidad y eficacia es más delicado. En la eficacia, la elaboración de políticas involucra una doble dimensión: ser capaz de resolver los problemas tecnoeconómicos que implica la realización de sus objetivos y metas de gobierno, y a la vez tener la capacidad de solucionar los problemas de comunicación que plantea la ciudadanía. Por tanto, sigue una doble lógica: la racionalidad instrumental y la racionalidad comunicativa. La razón técnica se necesita para poder cambiar las circunstancias de la realidad que se interpretan contrarias al bien común. La razón dialógica es necesaria para incidir en la percepción de los ciudadanos sobre los resultados esperados de la intervención del gobierno: hay que concebirla como un estándar procesal para la resolución de controversias y argumentos (Habermas, 1979: 90; Dryzek, 2003: 156).

El diálogo y la discusión abierta son elementos constitutivos en la elaboración de políticas. Es la puesta en práctica de la democracia deliberativa, como lo propio e irrenunciable de los regímenes democráticos. La decisión pública debe ser producto de la discusión y persuasión recíproca de diversos actores gubernamentales y sociales, participantes en su formulación y ejecución.

 

Conclusiones

Hemos abierto esta discusión teórica con una diferenciación de lo que se entiende por régimen político y por sistema político. El lector podrá darse cuenta que en nuestra arquitectura metodológica esta división es fundamental para entender después el problema de la gobernabilidad, ya que ambos conceptos denotan diferentes grados de problematización, siendo el concepto de sistema político el de mayor precisión integradora. Hemos señalado también que el concepto de liberalización política es más flexible que el propio de transición política, al otorgar un espacio de observación a los actores (partidos políticos, sindicatos, organismos civiles de diversa índole) que se mueven en el ámbito del sistema político y que pueden influir en el cambio de reglas que determinan el acceso a los cargos públicos de acuerdo a unos valores previamente acordados en el ámbito del régimen político. Por supuesto, quien valida finalmente desde el punto de vista jurídico formal esos cambios es la estructura de autoridad. Ahora bien, ¿qué tipo de cambio político puede permitir el aseguramiento de la democracia? La democracia electoral y el respeto irrestricto a los derechos individuales del ciudadano constituyen sólo unas piezas de la institucionalización de la política democrática. Lo faltante en la praxis es la institucionalización de los elementos que integren acuerdos básicos y fundacionales entre los actores políticos y sociales en un marco abierto al diálogo; se necesita una interacción deliberativa con la estructura de autoridad para definir no sólo la agenda pública, sino el modelo de las instituciones políticas acordes a las necesidades de la gobernabilidad democrática.

Nos interesa que el equilibrio dinámico entre las demandas sociales y la respuesta gubernamental no sólo genere estabilidad política, sino que ésta contenga referentes democráticos, más allá de la mera alternancia en el poder o lo que también se conoce como reemplazo interpartidario. El pleno uso de los derechos civiles y políticos está mermado cuando se dificulta la interacción deliberativa en el plano institucional de los actores sociales con su clase gobernante. El pleno uso de los derechos procedimentales de la democracia —no sólo en el plano electoral— lleva, por supuesto, a una sustantividad democrática en todos los actos rutinarios de la sociedad y el Estado. Como resultado de esto, es útil la operacionalización de gobernabilidad democrática bajo la categoría de sistema político para entender la relación dinámica existente entre el régimen político y el resto de los actores políticos y sociales.

En esta perspectiva, se está de acuerdo con el enfoque estructural del neocorporativismo que busca la calidad y eficiencia de un conjunto de arreglos institucionales que articulan los intereses y demandas de los grupos políticamente relevantes en las estructuras decisionales del Estado. Son esos soportes estructurales que pueden permitir la existencia de una política democrática, otorgando un criterio de institucionalización a las lógicas de la democracia y a la de gobernabilidad, que estarían permanentemente tensas.

En consecuencia, de acuerdo a nuestro interés de estudio, podemos aproximar la definición de gobernabilidad democrática como el estado en donde la eficacia y legitimidad de las acciones de un gobierno están enmarcadas en el desarrollo de una institucionalidad de política democrática para el sustento de la estabilidad política y social.

Es también necesario concluir que este paradigma de gobernabilidad democrática puede ser condicionado. Estamos conscientes de que las conquistas alcanzadas en el periodo de liberalización política enfatizan en mayor grado los procedimientos formales de la competencia política, que mecanismos de la democracia participativa y deliberativa. Tal vez el discurso legitimador de la democracia electoral empañe las reformas pendientes que necesita la institucionalidad de la política democrática. Así, se puede limitar la emergencia a cabalidad de una gobernabilidad democrática, al promover los cambios prioritariamente en el ámbito del régimen político, sin trastocarlos bolsones autoritarios existentes en el área sistémica.

 

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Notas

1. El artículo forma parte de la investigación de tesis doctoral de Laura Medellín "Liberalización política y la necesidad de una gobernabilidad democrática: el reemplazo interpartidario en Nuevo León (1997-2003)" que se desarrolla en el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL).

2. Desde el siglo V a. de C. y hasta cerca del siglo XV, la mayor parte de los teóricos de la política la definieron en términos de la rectitud o justicia, de cómo deben asignarse los poderes bajo el sentido del bien común. A partir del siglo XVI, gracias a Maquiavelo y posteriormente a Tomás Hobbes, la política se concibe generalmente en términos de la asignación de poder real en una sociedad, de acuerdo a una estrategia de intereses y oportunidades de los actores políticos para formar alianzas y enfrentar adversarios.

3. Para comprender desde el punto de vista de la filosofía política las doctrinas de las formas de gobierno desde Platón hasta Hegel, véase: Bobbio (1989).

4. Linz señala que la estabilidad está mejor lograda en las democracias parlamentarias que en las presidenciales, pues estas últimas albergan mayores contradicciones para generar un consenso entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo, cuando este último es dominado por un partido distinto al del presidente (Linz, 1996b: 103-109). Un sistema parlamentario incluye los elementos institucionalizados de lo que ha sido denominado democracia consensual, que es apropiada para sociedades plurales. La democracia mayoritaria es particularmente apropiada para sociedades homogéneas. Véase: Lijphart (1999), quien también señala que la democracia de tipo consensual otorga mayor estabilidad donde existan hondas diferencias y tensiones entre grupos sociales.

5. Es notable que la perspectiva de Deutsch es deudora de la tesis de Easton para definir la funcionalidad de los sistemas políticos en la adaptación a los desafíos impuestos por el medio ambiente. Es lo que Deutsch ha llamado la retroalimentación por aprendizaje, es decir la retroalimentación de datos externos para cambiar los canales mismos de funcionamiento. En suma, es la propia autonomía del sistema, que permite una interacción entre su presente y su pasado, que da forma a sus reajustes internos como respuesta a nuevos desafíos. En esa acción recíproca advierte el autor un tipo de "libertad interna" (Deutsch, 1989: 126, 136).

6. Para profundizar en los conceptos de coyuntura y estructura, véase el interesante capítulo de Osorio, que maneja justamente el análisis sobre las capas o espesores de la realidad social. La coyuntura es el nivel más inmediato de la realidad, el espesor de la superficie en el que se condensa con las estructuras. Durante la coyuntura, la distancia que en tiempos normales nos separa de la estructura tiende a reducirse; asimismo se elimina la opacidad de la superficie y se gana en la capacidad de develar los procesos estructurales (Osorio, 2001: 70-81).

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