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Espiral (Guadalajara)

versión impresa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.12 no.36 Guadalajara may./ago. 2006

 

Teoría y debate

 

La construcción judicial de la democracia en América Latina*

 

José de Jesús Ibarra Cárdenas*

 

* Estudiante del doctorado en Derecho Público y Método Jurídico, Universidad de Alicante. España. jibarra@hotmail.com

 

Fecha de recepción: 08 de septiembre de 2005.
Fecha de aceptación: 05 de diciembre 2005.

 

Resumen

La existencia de ciertos rasgos autoritarios que afectan a los derechos de participación política y al cumplimiento de los acuerdos democráticos, ha sido motivo de crisis y colapso de varios gobiernos en América Latina. La importancia de la función judicial radica en que siempre y cuando mantenga la "independencia" y la "imparcialidad" como principios que le caracterizan, puede reforzar la cooperación entre agentes políticos y sociales por medio de: a) el desarrollo de una cultura jurídica de respeto y promoción de los derechos, y b) un poder judicial que establezca una relación estable entre comportamiento humano y prescripción normativa, es decir, que en la justificación de sus decisiones articule de manera satisfactoria el código de valores socialmente construido, y el marco normativo establecido por la regla de reconocimiento del sistema jurídico.

Palabras clave: Democracia, gobernabilidad, jueces, isonomía, argumentación.

 

Introducción

Un problema que ha generado diversos estudios es el de la "estabilidad" y la "consolidación" de las democracias latinoamericanas. En las últimas dos décadas han sido 15 los países de la región que han sufrido algún tipo de crisis de gobernabilidad con la consecuencia del colapso de sus gobiernos (Valenzuela, 2004). Además de estas dificultades, aún se mantienen ciertos rasgos autoritarios que hacen dudar de la vida en democracia de estas sociedades, o cuando menos dejan en muy mala posición la calidad de las nuevas democracias. Este último problema se ha convertido en un verdadero reto para los investigadores de la política quienes, al dar cuenta de la realidad empírica de las "transiciones a la democracia", ante la necesidad de diferenciar analíticamente peculiaridades de la región han tenido que formar—forzar— nuevos conceptos agregando adjetivos al término democracia, creando oxímorones1 tales como: democracias "delegativas", democracias "tuteladas", democracias "oligárquicas", democracias "excluyentes", entre otros.2

En lo que sigue se abordarán tres puntos. En el primero se describe la problemática objeto de este trabajo, es decir la inestabilidad y la falta de consolidación en las nuevas democracias; en el segundo apartado se presentan algunas soluciones que proponen los especialistas dedicados a estos temas y, finalmente, en la tercera parte se muestra la importancia de la función judicial en contextos políticos y sociales como los latinoamericanos. En este orden de cosas, se destaca la necesidad de: a) un modelo de derecho que incremente la confianza colectiva, donde exista, en palabras de Hannah Arendt (1982: 375), "el reconocimiento recíproco de todos los miembros de la sociedad a un derecho general a tener derechos", y b) un poder judicial independiente, que establezca una relación estable entre comportamiento humano y prescripción normativa, es decir, que en la argumentación (justificación) de sus decisiones articule de manera satisfactoria el código de valores socialmente construido y el marco normativo establecido en el sistema jurídico.

 

Inestabilidad y falta de consolidación de las democracias latinoamericanas

En América Latina, la inestabilidad del gobierno y la falta de consolidación de los regímenes democráticos son dos de los principales obstáculos que frenan el impulso democratizador en varios países que han dejado atrás la dictadura. En cuanto a la primera dificultad, en los últimos 20 años (1985-2005) en promedio cada 15 meses se ha interrumpido un gobierno antes de finalizar su periodo constitucional. El cuadro 1 muestra cronológicamente este fenómeno.

Las explicaciones a estos problemas son variadas, destacando aquellas que consideran que, a diferencia del parlamentarismo, el marco constitucional del presidencialismo (propio de los países latinoamericanos) no estimula prácticas cooperativas y democráticas entre los actores políticos.3 Bajo este enfoque se sostiene que el sistema de gobierno presidencialista es proclive a suscitar conflictos entre el presidente y el Congreso, es poco flexible frente a las crisis y es capaz de generar situaciones de parálisis institucional, lo cual afecta seriamente la estabilidad democrática. La principal manifestación de inestabilidad se observa en la confrontación entre el jefe del gobierno y la asamblea legislativa, ya sea cuando uno de los poderes desconoce las prerrogativas constitucionales del otro o cuando desafía su autoridad. Así, el conflicto puede tener como resultado uno de tres escenarios: a) el presidente disuelve el congreso;4 b) el congreso destituye al presidente;5 c) las fuerzas armadas intervienen desplazando a ambas instituciones para tomar el poder.6

Sin embargo, esta visión sobre las crisis presidenciales es cuestionada en un trabajo reciente de Aníbal PérezLiñan (2003) que aporta datos estadísticos poderosos para considerar que "al menos en el corto plazo, el principal desafío para la gobernabilidad latinoamericana no parece estar dado por la pugna entre el ejecutivo y el legislativo, sino por la amenaza del alzamiento popular en un contexto de insatisfacción con el funcionamiento de las nuevas democracias". Su conclusión es que el componente "protesta popular", vinculado a desigualdades sociales generadas por reformas económicas neoliberales y con fuertes elementos de frustración y anomia, son el detonante que fortalece a las fuerzas de oposición y desencadena la crisis de gobierno (p. 162).

Este asunto, la insatisfacción en el funcionamiento de las nuevas democracias, tiene que ver con el segundo obstáculo al impulso democratizador, el que se refiere a su falta de consolidación. En este sentido, aunque son sustanciales muchos de los avances, como la reducción significativa de prácticas electorales fraudulentas, el aumento de competencia política, el menor grado de injerencia militar en la vida pública, o el aumento de la participación ciudadana y de la expresión de nuevos intereses, aún persisten problemas de fondo, tales como la condición de pobreza estructural (exclusión, desigualdad, marginación) producto de la inequitativa distribución de la riqueza social; el insuficiente crecimiento económico y las formas ineficientes del capitalismo latinoamericano; fenómenos como la corrupción, el clientelismo, el centralismo, el presidencialismo con amplios márgenes de discrecionalidad, sistemas de partidos débiles o ineficientes, el crecimiento desmedido del narcotráfico y las nuevas manifestaciones de la violencia y el desorden social.7 Todo este cúmulo de situaciones afectan lo que hoy día se ha denominado como "calidad de la democracia".

Este nuevo concepto alude al conjunto de propiedades que permiten juzgar el valor de una democracia en su funcionamiento. Entre otros criterios, destacan el Estado de derecho, la participación, la competitividad, la rendición de cuentas, la reciprocidad, y el acercamiento a los ideales de libertad e igualdad propios de la democracia.8

En contraste con las democracias de calidad o institucionalizadas, en varios de los países incluidos en el cuadro 1 se tienen democracias delegativas. Con el término "delegativas" Guillermo O'Donnell se refiere a regímenes que llevan a cabo elecciones libres, tienen un sistema de partidos competitivo, existe libertad de expresión y asociación, entre otros derechos fundamentales, sin embargo, no existen instituciones de responsabilidad y rendición de cuentas. Los ciudadanos, por medio del sufragio, "delegan a otros tomar decisiones en su nombre", decisiones que pueden incluso vulnerar el derecho preestablecido, limitadas únicamente por las condiciones políticas del medio. Este tipo de democracias son intrínsecamente hostiles a la creación y estabilidad de instituciones políticas, a los patrones de representación de las democracias consolidadas, y a la supervisión entre agencias del gobierno por lo que, consecuentemente, el así llamado gobierno de la ley sólo se respeta parcial o mínimamente (O'Donnell, 1994: 59-62).

 

Algunas propuestas de solución

Los trabajos sobre inestabilidad y consolidación democrática han proliferado desde finales del siglo pasado; sin embargo, las democracias realmente existentes no parecen haber mejorado mucho. En general, las soluciones propuestas por los especialistas se pueden agrupar en dos bandos. Un primer grupo (Camp, 1996; Diamond, 1997; Domínguez y Lowentahl, 1996; Hartlyn y Valenzuela, 1998; Huntington, 1994; Lijphart, 1987; Linz y Stepan, 1996; Linz y Valenzuela, 1994; Mainwaring y Shugart, 1997; Marvall y Przeworsky, 2003; Sartori, 1994; Shugart y Carey, 1992; Stotzky, 1993) considera que el problema se genera ante una deficiente "ingeniería constitucional" en el sistema político, lo que provoca tensiones y dinámicas no cooperativas entre las fuerzas políticas, por lo que las dificultades terminarían si se realizaran los ajustes necesarios en el diseño institucional del régimen a efectos de encontrar cimientos más fuertes para la construcción de sistemas democráticos viables; entre otras alternativas, algunos de estos teóricos proponen sustituir los sistemas de gobierno presidenciales por los de tipo parlamentario o semipresidencialista. Un segundo grupo de propuestas de solución afirma que la democracia debe consolidarse desde abajo o por la acción de movimientos sociales, con ayuda, quizás, de grupos internacionales comprometidos con sus causas (Cleary, 1997; Farer, 1996; Foweraker y Landman, 2000; Garretón, 1994; Jelin, 1996; Putnam, 1993; Tarrow, 1997).

Por lo que corresponde al primer grupo de propuestas, existe un sorprendente consenso entre los politólogos dedicados al tema sobre la estrategia general a seguir para vencer las herencias autoritarias tan arraigadas en la región. Consideran que el primer paso es transitar a una democracia limitada —mediante pactos entre élites—, de modo que los actores relevantes no opten por competir fuera de las reglas; logrado este objetivo, se inicia un lento y largo proceso de institucionalización del Estado de derecho. La clave del proceso consiste en encontrar "las formas de diseño de las instituciones a fin de incrementar las posibilidades de consolidar las nuevas democracias" (Mainwaring y Shugart, 1997: 2). Bajo esta perspectiva, la transición a la democracia será exitosa si se satisfacen dos condiciones: "1. El desmantelamiento del antiguo aparato del poder autoritario, y 2. Las nuevas fuerzas políticas optan por unas instituciones democráticas como marco en el cual competirán por la realización de sus intereses" (Przeworsky, 1988: 63).

Las principales limitaciones de este enfoque son dos: la primera es que su foco de atención se reduce a cómo optimizar el diseño institucional para obtener los mismos resultados que las democracias consolidadas, olvidando tomar en cuenta las condiciones singulares de cada caso. Muchos de estos estudios no sólo ignoran el contexto social de toda norma eficaz sino que, además, no consideran las condiciones bajo las cuales los modelos institucionales despliegan sus mejores efectos; ingenuamente confían en las consecuencias de las instituciones sobre el mundo. En otras palabras, su debilidad radica en suponer que existe una concordancia razonable entre norma y conducta, en pensar que las instituciones determinan el comportamiento de las personas, lo que no sucede regularmente, y menos aún en las comunidades latinoamericanas.

La segunda limitación está en el carácter elitista, en cuanto a que los únicos actores que se consideran relevantes son las fuerzas políticas con capacidad de acción e influencia; se olvidan del ciudadano, quien parece tener importancia únicamente durante las elecciones. Por ejemplo: "La democracia es posible cuando las pertinentes fuerzas políticas pueden encontrar instituciones que otorguen una garantía razonable de que sus intereses no serán afectados de manera sumamente adversa en el curso de la competencia democrática" (Przerworsky, 1988: 64). Bajo esta visión, se sostiene que las transiciones más exitosas son las que se basan en "pactos fundacionales", esto es, acuerdos explícitos —no necesariamente públicos— entre los actores contendientes, quienes definen las reglas de gobernabilidad sobre la base de garantías mutuas para los intereses de ellos mismos. Estos pactos son "mecanismos antidemocráticos negociados por las élites para crear un contrato socioeconómico y político que neutralice la emergencia de las masas mientras se delinea el grado en el cual los actores pueden participar del poder o ejercerlo en el futuro" (Karl, 1996: 34).

El descuidar al ciudadano no sería más que un olvido —poco democrático—, pero tal vez explicable si no tuviera influencia alguna en el proceso político de cambio. Sin embargo, la realidad es más compleja. Como se mencionó en el apartado anterior, Aníbal Pérez-Liñan muestra la influencia determinante de los movimientos ciudadanos en la estabilidad de los gobiernos: "la protesta popular, ha remplazado a la intervención militar como el principal factor extra-institucional que detona el surgimiento (o define la resolución) de las crisis presidenciales". La importancia de la "variable ciudadano" se hizo notar en el mes de junio en Bolivia con la renuncia del presidente Carlos Mesa, o poco después en Ecuador con la caída del presidente Lucio Gutiérrez; en ese mismo país fue determinante en el 2000 y en 1997, en Argentina en 2001, en Paraguay en 1999, en Venezuela y Guatemala en 1993 o en Brasil en 1992; en todos estos casos la movilización popular (el golpe de calle) contra el presidente fortaleció a la oposición en el congreso, la que prevaleció en la disputa con el ejecutivo. Éstos son sólo algunos de los problemas de estos enfoques en el tema de la inestabilidad; aún quedaría por discutir la cuestión de la calidad de la democracia en estos escenarios de "pactos fundacionales".

En cuanto al segundo grupo de propuestas de solución, el núcleo de su defensa son los derechos humanos, y sus argumentos van en el sentido de lograr que las demandas de los movimientos sociales sean incorporadas a la agenda política y después al orden normativo; confían en que los derechos humanos son el instrumento para terminar con la herencia autoritaria del pasado y consolidar la democracia. Mientras las corrientes de las transiciones vía élites subraya la importancia de cambiar las leyes para cambiar las conductas, las posturas de los movimientos sociales se concentran en cómo los ciudadanos y los grupos de presión social pueden movilizarse para exigir que las reglas que amplían y desarrollan la democracia sean obedecidas. Sus tesis siguen de cerca eventos como la Revolución francesa, la Independencia estadounidense, o el movimiento de los derechos civiles en la década de los años sesenta, que muestran la fuerza de la acción colectiva para desafiar a las élites y lograr cambios sociales favorables.

Aunque la postura de la reforma democrática por la vía movimientos sociales promete más que la de transición vía élites en cuanto a calidad democrática, su problema es que no explica la manera de vincular los derechos legislados con los asuntos cotidianos de los ciudadanos. Esta corriente da cuenta de la exigencia de transformar a la sociedad por medio del respeto y la inclusión de derechos; no obstante, después de que se incorporan sus demandas al orden jurídico, ¿cómo es posible hacerlas efectivas? ¿Qué garantías existen en caso de incumplimiento? La cuestión relevante está en que los derechos que los movimientos sociales aspiran a conquistar sólo pueden ser garantizados institucionalmente mediante decisiones judiciales independientes que establezcan una relación estable entre comportamiento humano y prescripción normativa. Los fines y objetivos plasmados en constituciones y leyes sólo pueden solucionar problemas reales si hay un sistema judicial que funcione. De ahí la importancia de la jurisdicción, tema poco abordado por los investigadores de movimientos sociales.

Lo que resulta un lugar común en los trabajos de ambas posiciones es que un componente necesario para el reforzamiento de las democracias de la región es un Estado de derecho fuerte capaz de erradicar conductas propias del pasado autoritario. La diferencia entre uno y otro grupo de propuestas radica en la forma de llegar a él.

 

La importancia de la función judicial

Hasta aquí quedan claros dos problemas a resolver en varios de los países de Latinoamérica: a) la gobernabilidad constitucional, necesaria para superar la inestabilidad propia de los gobiernos de la región, y b) la calidad de las nuevas democracias, imprescindible para hacer posible la libertad e igualdad de los ciudadanos mediante prácticas legítimas y justificadas de sujetos e instituciones públicas. Una parte de la solución a ambas dificultades se encuentra en el sistema judicial, en su capacidad para hacer efectivo el Estado de derecho.

A diferencia de lo que se ha explicado, en las democracias consolidadas se observa una dinámica política distinta, el imperio de la ley existe porque "no hay actores políticos y sociales significativos que intenten lograr sus objetivos por medios ilegales, inconstitucionales o antidemocráticos" (Diamond, 1997: XIX). En América Latina en cambio, como lo ha argumentado Guillermo O'Donnell, las democracias de la región son delegativas "basadas en la premisa de que quien gana la elección presidencial queda facultado para hacer lo que mejor le convenga, limitado sólo por las duras realidades de poder existentes y por el factor temporal del ejercicio del gobierno (O'Donnell, 1994: 59). Las democracias delegativas, como el propio O'Donnell observa, son la continuación de la antigua forma de caudillismo.

Lo que no se puede perder de vista es que en el escenario actual, donde se ha generalizado la ausencia de confianza entre los actores políticos y sociales —y en consecuencia donde se dan situaciones que llevan a interacciones como las modeladas en el llamado "dilema del prisionero"—,9 la práctica judicial que desarrollan los jueces, por sus características básicas y definitorias de "independencia" e "imparcialidad",10 tiene la capacidad de vincular los logros de movimientos políticos y sociales (incluidos en el ordenamiento jurídico) de la historia moderna con la cotidianidad de la vida pública; esto resulta fundamental para cambiar las realidades de las sociedades descritas y no caer en el conformismo de rendirse a ellas.

El sistema judicial, por su ubicación en el diseño de las instituciones del Estado, puede ser un instrumento de directa intervención y participación de los ciudadanos, quienes por conducto de la jurisdicción están en posibilidad de hacer sentir sus voces y obtener resultados que de otra forma serían del todo imposibles. Así, los jueces resultan ser los destinatarios de nuevas demandas sociales, o de aquellas que no alcanzaron un lugar en los espacios representativos de gobierno; su papel ya no es únicamente salvaguardar la certeza del derecho, sino también desplegar su capacidad para responder a demandas y reivindicaciones sociales. Este protagonismo de los jueces no puede verse como un fenómeno de "activismo judicial" o de "politización de la justicia", sino como un elemento corrector del sistema político democrático, que debe operar cuando se afectan derechos fundamentales, o cuando las instituciones públicas excluyen intereses legítimos previstos en el ordenamiento jurídico.

La pregunta ahora es ¿qué modelo de sistema judicial? La respuesta inmediata sería: un sistema judicial distinto al que se tiene; uno que no perpetúe el statu quo. El statu quo ha sido perpetuado en muchos países por un derecho que hasta nuestros días tiene el efecto de disolver en el sistema jurídico aquellos impulsos tendentes a cambiar el equilibrio de fuerzas en la sociedad. La manera de hacerlo es formando una gran brecha entre la ley escrita y la realidad social, lo cual explica que los ordenamientos jurídicos sean políticamente democráticos y socialmente justos, pero la realidad siga en su estado original. Basta dar seguimiento histórico a los resultados de la Revolución mexicana, de la Revolución cubana, o a la Constitución de Haití de 1801 que, en su artículo 3, decía: "La servidumbre ha sido abolida para siempre. Todos los hombres nacen, viven y mueren libres", y comparar estos discursos y su consecuente legislación con la exclusión social y la desigualdad económica de la región. Es entonces cuando aparecen otras categorías de análisis como las "reglas no escritas", las "facultades metaconstitucionales", o los "poderes de hecho" que explican estas situaciones. Mediante la obligación legal de la obediencia, se han legitimado relaciones de desigualdad y dominación; es por ello que la mayoría de los movimientos sociales se quedan en reformas a la constitución o son utilizados para destituir presidentes.

Bajo este modelo, el sistema judicial y las reglas de derecho (en palabras de Habermas) son razones para la acción estratégica y no para la acción comunicativa, es decir, la guía de conducta que promueven entre los actores políticos y sociales está dirigida: a) a la maximización de las utilidades individuales frente a generales o colectivas; b) a racionalizar o legitimar moralmente todo tipo de acciones con resultados favorables al interés propio, y c) a la necesidad de desarrollar habilidades racionales para defender los bienes propios, así como para evaluar y seleccionar la mejor "estrategia" para obtenerlos. No hace falta explicar las consecuencias negativas para la gobernabilidad constitucional y para la calidad de cualquier democracia sometida a esta dinámica social basada en la "racionalidad" del dilema del prisionero y no en la imparcialidad del diálogo racional. Este diagnóstico desolador queda reforzado por una cita que O'Donnell (1998: 12) incluye en uno de sus trabajos:

En América Latina hay una larga tradición de ignorar la ley o, al reconocerla, de torcerla a favor del poderoso y para la represión o contención del débil. [...] primero, la obediencia voluntaria de la ley es algo que sólo practican los idiotas y, segundo, que estar sometido a la ley no significa ser portador de derechos exigibles sino más bien una clara señal de debilidad social.

Como se observa, parece que en la acción política y en la interacción social existen poderosas razones para desconfiar de la conveniencia de la cooperación, ya que en el corto plazo los comportamientos egoístas y no cooperativos son los que en la mayoría de las ocasiones resultan exitosos; hipótesis que tal vez podría explicar la inestabilidad de la región y la falta de consolidación de las nuevas democracias. Pero si las decisiones judiciales y, en general, el derecho, son partícipes de este estado de cosas, deberíamos preguntarnos si existe un modelo de derecho y de práctica judicial diferente que tenga la capacidad de romper esa dinámica y en consecuencia vincular los logros de movimientos sociales —que incluso están legislados y constitucionalizados— con la problemática social. La cuestión está en saber si es posible dar vigencia a los ordenamientos jurídicos existentes.

Es aquí donde cobran relevancia propuestas que desde hace tiempo en el tema de democracia sostienen autores como Carlos Nino (1992), Jürgen Habermas (1998) o Ernesto Garzón (1999), entre otros, quienes apuestan por un modelo de derecho con capacidad de justificación de las decisiones públicas. Visto bajo este enfoque, "sólo pueden pretender legitimidad aquellas regulaciones normativas y formas de acción a las que todos los posibles afectados pudieren prestar su asentimiento como participantes en discursos racionales" (Habermas, 1998: 172).

 

El modelo de derecho: modificar la acción política incrementando la confianza colectiva

En esta línea de pensamiento, Ernesto Garzón Valdés ha propuesto lo que considera dos condiciones necesarias y conjuntamente quizás suficientes para la vigencia de un orden jurídico como el que prescriben las constituciones latinoamericanas: a) la aceptación del texto constitucional desde una perspectiva que, siguiendo la terminología de Herbert L. A. Hart, puede ser llamada "punto de vista interno", y b) la existencia de una sociedad homogénea en el sentido de que cada uno de sus miembros tenga la posibilidad de acceder a la satisfacción de sus necesidades básicas (Garzón, 1999: 133-157).

La primera condición necesaria evitaría que aquellos que detentan el poder vean en el ordenamiento jurídico un instrumento de dominación o medio para obtener sus objetivos personales. Esto sería posible mostrando que la adhesión a las normas representa beneficios a largo plazo, sobre todo considerando que en el nuevo escenario de competencia política nadie puede apropiarse indefinidamente del ejercicio del poder. De esta forma se modifica el concepto de racionalidad individual, pasando paulatinamente de un enfoque no cooperativo a otro que sí lo es. La segunda condición coloca en un plano de igualdad a los miembros de una democracia, los posiciona como ciudadanos y no sólo como integrantes de la comunidad. Se trata de generar el escenario apto para hacer posible la práctica democrática, desde luego tomando en cuenta las graves carencias económicas de la región. Siguiendo con las ideas de Ernesto Garzón:

Lo que importa es el reconocimiento jurídico de la dignidad individual de cada cual como sujeto autónomo que tiene un derecho a igual consideración y respeto [...] Este reconocimiento requiere, desde luego, la existencia de las condiciones que hagan posible la práctica de ese derecho.

Llegamos así a un primer elemento del Estado de derecho que puede reforzar las frágiles democracias latinoamericanas: la promoción de una cultura jurídica de respeto y promoción de los derechos. Esta idea no es nada nueva en las teorías de la democracia; lo extraño es que en la actualidad se haya olvidado con tanta facilidad. Según algunos recuentos históricos, la isonomía es incluso un concepto más antiguo que el de democracia y tiene como exigencia la igualdad de todos en la vida pública. Pero no en el sentido formal de igualdad frente a la ley, sino de igualdad a través de la ley, es decir, entendida como "paridad participativa" de todos en la comunidad política (Fraser, 2005: 67-84); noción que se fundamenta en el principio de igual valor moral de las personas en la interacción social.

Esta interpretación de la isonomía le adjudica al individuo el estatus de ciudadano por el sólo hecho de pertenecer a una comunidad, y lo distingue de aquellos que no pueden demandarse recíprocamente justicia, que están imposibilitados para reivindicar demandas, y que tampoco pueden intervenir sobre cómo deben ser juzgadas tales reivindicaciones en términos morales; la isonomía dota al ciudadano de su atributo básico: la pertenencia activa al orden social. Hannah Arendt es una de las autoras contemporáneas que en la filosofía política recupera esta tradición y muestra que "el reconocimiento recíproco de todos los miembros de la sociedad a un derecho general a tener derechos" (1982: 375) es condición necesaria para la existencia de cualquier comunidad organizada —y civilizada—. Sus reflexiones son contundentes y muestran la fragilidad de la convivencia humana sin el elemento de isonomía.

 

La práctica judicial: equilibrio entre prescripción normativa y comportamiento humano

Continuando con esto, en 1992 Bruce Ackerman se lamentaba de que después de 1989, los países de Europa oriental hubieran desaprovechado la oportunidad revolucionaria para hacer una constitución: "pronto ese momento se disolverá en el torbellino del oportunismo mezquino y de estrechos intereses que surgirán a partir de la nueva estructura de poder". Al mismo tiempo reflexionaba lo siguiente: "Si los políticos revolucionarios no tratan de construir una sólida base de apoyo en el pueblo para la constitución ¿Hay algún otro grupo que pueda emprender esa tarea? El candidato más probable es el poder judicial" (Ackerman, 1992: 99). Su confianza en la judicatura se basa en dos características ya mencionadas: a) el sistema judicial es la institución que vincula directamente el orden jurídico con la solución de problemas de los ciudadanos, y b) los jueces pueden ser útiles, de un modo realista, como guardianes de las constituciones liberales.

Pero, después de explicar la importancia de la función judicial, y abogar por un modelo de derecho que promueva la confianza colectiva y la isonomía, la pregunta que sigue sin respuesta es el modelo de sistema judicial que debe aplicarlo, su cualidad definitoria; hilando más fino respecto a las inquietudes de este trabajo: ¿qué puede aportar la práctica judicial para alcanzar la estabilidad y la consolidación de las nuevas democracias?

Si se acepta como una de las causas de la problemática la lógica de la racionalidad del dilema del prisionero entre las fuerzas políticas y la sociedad en general, entonces la práctica judicial en países en transición a la democracia debe ser considerada no sólo como un medio de solución de controversias, sino como una institución dirigida a incrementar los niveles de confianza en el espacio público. La intención es que las decisiones judiciales ayuden a generar un espacio de competencia política mediante el uso de recursos racionales; este marco institucional debe tener la capacidad de estimular en los actores la cooperación necesaria para aceptar las restricciones que les imponen las reglas. Por tanto, la práctica judicial debe articular de manera exitosa el código de valores y principios socialmente construido, y el marco normativo establecido en el sistema jurídico.

Una decisión judicial no debe ser considerada valiosa sólo por su capacidad de imponer un nuevo estado de cosas, porque entonces estaría dirigida básicamente a lograr conductas de acatamiento que no servirán al propósito de crear confianza; en consecuencia, no podría ser eficaz como guía interna de conducta. Si las autoridades judiciales no se preocupan por influir en el cambio de la cultura jurídico-política de una sociedad, entonces, siempre que el cálculo de utilidades así se lo aconseje, los actores políticos estarían dispuestos a seguir las reglas únicamente con base en una actitud de acatamiento derivada del temor a la sanción o anulación o, en su caso, estarán igualmente dispuestos a violarlas si conviene mejor a sus intereses.

Es importante tomar en consideración que estos buenos deseos sobre el papel de la judicatura, en el caso de democracias en transición, pueden toparse con algunas dificultades institucionales. Existe el riesgo de judicializar la política frustrando la actividad parlamentaria, o también de politizar la actividad jurisdiccional y con ello transformar la selección de los jueces (en palabras de Ackerman) en un juego de futbolpolítico. Otro riesgo sería que la falta de independencia y de imparcialidad estimulara la racionalidad del dilema del prisionero entre los actores políticos, o también la existencia de jueces poco comprometidos con los principios constitucionales. En este sentido, considerando las prácticas políticas y sociales de cada región, tomando en cuenta las singularidades de los casos, y no siendo deterministas como las propuestas criticadas anteriormente, resulta oportuno proponer ciertos arreglos institucionales.

Ernesto Garzón (2003: 27-46) afirma que los problemas señalados en el párrafo anterior no son imposibilidades institucionales si se siguen algunas de sus recomendaciones: a) la adopción de un paradigma material en la interpretación de los principios constitucionales, especialmente de aquellos vinculados con la igualdad, es decir la no discriminación o exclusión social; ello promueve confiabilidad en la función judicial y consolida la confianza en las instituciones proclamadamente democráticas; b) el control de la calidad democrática ha de limitarse a aquellas cuestiones vinculadas con los principios básicos del sistema, es decir, no debe intervenir en aquellas que constitucionalmente están libradas a la negociación y el compromiso de los partidos políticos que integran el parlamento; c) el poder judicial puede asumir estas tareas si, y sólo si, no depende en sus decisiones de imposiciones políticas, por lo que en la elección de sus miembros se debe buscar un método que garantice su independencia.

En el mismo sentido, considerando casos exitosos como el español o el alemán, Ackerman sugiere tres propuestas para el caso de los jueces de Tribunales Constitucionales: 1. La especialización de la judicatura, que aportaría dos ventajas: una jurídica en el sentido de que "libera a los jueces del dogmatismo imperante de la tradición del civil law y les permite reflexionar de un modo autoconsciente sobre los valores liberales en el curso de la adjudicación"; la otra ventaja es política y se refiere a que la especialización "estimula la selección de jueces que no estén manchados por una asociación estrecha con el viejo régimen". 2. En cuanto a las reglas de elección, un periodo determinado, con la aprobación de dos tercios del parlamento, sin posibilidad de reelección, y no de por vida. 3. Una jurisdicción amplia en la que tengan acceso los ciudadanos y no sólo actores políticos. Desde luego, todas estas opciones son discutibles y deben aplicarse según el contexto sociopolítico de cada país; lo importante es garantizar una práctica judicial independiente que tenga la capacidad de adjudicar un modelo de derecho funcional para la estabilidad y la consolidación de las frágiles democracias.

 

Conclusiones

En los últimos 20 años la inestabilidad (crisis de gobernabilidad) en varios países de América Latina no parece ser consecuencia de la deficiente "ingeniería constitucional" de los sistemas de gobierno presidenciales. La experiencia en estas situaciones aporta datos relevantes que llevan a pensar que bajo condiciones de debilidad institucional, el factor determinante del surgimiento o la resolución de la crisis del régimen es la protesta popular de ciudadanos inconformes con la calidad de sus democracias.

En cuanto a la falta de consolidación, en tanto no se valoren de forma integral los procedimientos (qué vemos), los resultados (qué se hace) y los contenidos (soluciones desde la igualdad y la solidaridad) del ejercicio de los gobiernos democráticos, entonces "la no rendición de cuentas, la ausencia de responsabilidad, y la falta de libertad e igualdad social", serán características definitorias y degenerativas de las frágiles democracias latinoamericanas.

La importancia de la función judicial en el contexto de estos problemas, radica en que siempre y cuando los jueces mantengan la "independencia" y la "imparcialidad" como principios que los caracterizan, tienen la capacidad de cambiar las realidades de las sociedades latinoamericanas. Ello al hacer efectivo —con la fuerza del derecho— el respeto a los derechos humanos, y al establecer un Estado de derecho que refuerce la cooperación entre agentes políticos y sociales en las nuevas democracias.

Para que eso sea posible, es necesario que la función judicial esté enmarcada en un modelo de derecho que promueva la confianza colectiva y la "isonomía" entre los miembros de la sociedad, así como también que genere una práctica judicial que mantenga una relación estable entre comportamiento humano y prescripción normativa, es decir, que en la argumentación (justificación) de sus decisiones articule de manera satisfactoria el código de valores socialmente construido, y el marco normativo establecido en el sistema jurídico.

 

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Notas

* Agradezco la lectura cuidadosa y las observaciones a este trabajo de Josep Aguiló, Manuel Atienza, Juan A. Pérez Lledó, Victoria Roca, Ángeles Ródenas, Juan Ruiz Manero y Alfonso Ruiz Miguel.

1. El oxímoron es una figura retórica que consiste en el enfrentamiento de dos palabras o frases de significado inverso en donde el adjetivo es contradictorio con el sustantivo.

2. Un catálogo amplio que da cuenta del estado de la cuestión y explica las estrategias de investigación de estos científicos está en un trabajo de David Collier y Steven Levitsky (1997). En el documento discuten ampliamente el problema de la tasa de especificidad que deben poseer los conceptos de democracia elaborados a efectos de la investigación comparada, y aunque reconocen la necesidad de aumentar la diferenciación analítica para distinguir particularidades funcionales de diversos gobiernos con elementos democráticos, previenen sobre la confusión que genera la excesiva proliferación de fórmulas conceptuales de subtipos de democracia con "adjetivos".

3. En 1990 y en 1994 Juan Linz inicia el debate presentando algunos "peligros del presidencialismo", entre los que se encuentran: a) una estructura de poder dividido que provoca parálisis y estancamiento; b) la alta probabilidad de conflicto entre poderes y la falta de mecanismos legales para resolverlo; c) el carácter de suma cero de las elecciones presidenciales; d) la rigidez de los mandatos fijos; e) las reglas de no reelección, y f) la difícil relación con las fuerzas armadas. A partir de estos rasgos, Linz considera que el presidencialismo, al generar un sistema de doble autoridad democrática —el presidente y los legisladores son elegidos en forma popular e independiente— y descansar en el mandato fijo, no incentiva la cooperación entre ambas ramas de gobierno.

4. En lo que toca al poder ejecutivo, históricamente ha utilizado tres recursos para imponer la clausura de la asamblea legislativa (Pérez-Liñan, 2003: 158-59). El primero ha sido la intervención militar; Ecuador en el año 2000 ha sido el último caso; antes, el autogolpe peruano en 1992, Uruguay en 1973, Ecuador en 1970, Argentina en 1962 y Honduras en 1954. La alternativa militar es poco recurrida en la actualidad, lo que no supone la neutralidad de las fuerzas armadas en los asuntos políticos; lo importante es que el control civil se mantiene como la opción más legítima en situaciones de crisis. El segundo recurso del ejecutivo ha sido la elaboración de normas constitucionales que lo autorizan a disolver al congreso de forma totalmente discrecional, como ejemplo, las constituciones de Paraguay hasta 1992 y la de Chile entre 1980 y 1989. El tercer recurso, utilizado por Hugo Chávez en Venezuela en 1999, es establecer una asamblea constituyente (el primer legislador) y, de esta forma, se disuelven las cámaras legislativas que hasta ese momento funcionaban, sin necesidad de la intervención del ejército o de acudir a poderes discrecionales del presidente.

5. Para remover de su cargo al presidente, el congreso se ha valido de dos mecanismos: el juicio político (Paraguay 1999, Venezuela 1993, Brasil 1992, Panamá 1955) y la declaración de incapacidad (Ecuador 1997).

6. Este escenario no ha ocurrido en el periodo que nos ocupa. El caso paradigmático es el de Chile, con el golpe de Estado al gobierno de Salvador Allende en 1973. En otros casos ha habido una intervención temporal de los militares de corto plazo, como en Ecuador 1963, o incluso sólo deponen al presidente y permiten que los procedimientos institucionales de sucesión se pongan en funcionamiento; Brasil entre 1946 y 1964 (cf. Pérez-Liñan, 2003: 155-56).

7. El diagnóstico más detallado basado en varios trabajos sobre el tema, en Cesar Cansino y Ángel Sermeño, 1997.

8. Larry Diamond y Leonardo Morlino (2004: 20-31) consideran que las dimensiones de la calidad deben ser vistas desde tres aspectos: procedimientos (qué vemos), resultados (qué se hace), y contenidos (soluciones desde la igualdad y la solidaridad), aspectos que deben ser aplicados al ejercicio de gobierno para así obligar a las autoridades a "la rendición de cuentas, la reciprocidad, libertad e igualdad social".

9. La estructura del "dilema del prisionero", tal como fue inicialmente presentada, responde fundamentalmente a un propósito analítico que procura señalar las dificultades para armonizar la racionalidad individual y la colectiva. El dilema del prisionero describe una situación en la que a dos prisioneros, de quienes se sospecha que son culpables de un crimen, se les aisla en celdas independientes, planteando a cada uno de ellos la posibilidad de que delate al otro. Si sólo uno de los dos colabora con el fiscal, el que lo hace es absuelto y se le libera por ser un testigo de la acusación, mientras que el otro es condenado a 12 años de cárcel. Si por el contrario los dos se delatan mutuamente, se obtienen pruebas que permiten condenar duramente (10 años) a ambos. Finalmente, si ambos niegan su participación, son condenados a penas menores (un año) al ser acusados del delito menos grave del que ya se tienen pruebas suficientes. La tabla de pagos es como sigue (el signo negativo indica los años de pérdida de libertad para el prisionero):

Como se observa, la decisión más racional (con menor riesgo) es negar la participación en el crimen y delatar al otro prisionero, y por tanto, asumir una actitud no cooperativa con los intereses que no sean los propios. En este sentido, el modelo del dilema del prisionero expresa claramente las dificultades de un agente cuando desea cooperar. Las dificultades se derivan principalmente de dos situaciones: a) de la desconfianza a ser víctima si se autolimita el propio interés en favor de la colectividad; b) de la ventaja que representa aprovecharse indebidamente de las concesiones de los otros actores.

10. ¿En qué consisten el deber de independencia y el de imparcialidad de los jueces? ¿Por qué esas características los "cargan" de ciertos poderes a favor de los ciudadanos que no tienen otras agencias de gobierno? No es éste el mejor lugar para abordar el tema pero, sirviéndome de las ideas de Josep Aguiló (2003), provoco al lector a que lo haga: "...el deber de independencia de los jueces tiene su correlato en el derecho de los ciudadanos a ser juzgados desde el derecho, no desde relaciones de poder, juegos de intereses o sistemas de valores extraños al derecho... Independiente e imparcial es el juez que aplica el derecho y lo hace por las razones que el derecho le suministra. Con ello se trata de proteger el derecho de los ciudadanos a ser juzgados desde el derecho y también la credibilidad de las decisiones y las razones jurídicas".

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