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Espiral (Guadalajara)

versión impresa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.12 no.35 Guadalajara ene./abr. 2006

 

Teoría y debate

 

Política social y movimientos sociales: la irrupción de las organizaciones piqueteras

 

Marcelo Lucero*

 

* Becario en el Programa de Investigaciones Económicas sobre Tecnología, Trabajo y Empleo, en el Centro de Estudios e Investigaciones Laborales, Universidad Nacional de San Juan. Argentina. mllg@arnet.com.ar.

 

Fecha de recepción: 17 de mayo de 2005.
Fecha de aceptación: 11 de julio de 2005.

 

Resumen

La emergencia de las organizaciones piqueteras ha replanteado, sin duda, el escenario político argentino, en especial desde diciembre de 2001. Me interesa en el presente trabajo esbozar el impacto que esto ha tenido especialmente en el campo de las políticas asistenciales; desafiando en el plano de la implementación muchos de los modos y supuestos neoliberales que configuran la intervención pública desde los años noventa e instalando nuevas referencias entre los sectores populares a la hora de pensar las relaciones con las instituciones del Estado en materia social.

Palabras clave: Política social, movimientos sociales, asistencia, programas de empleo, piqueteros.

 

Introducción

La emergencia de las organizaciones piqueteras ha replanteado, sin duda, el escenario político argentino, en especial desde diciembre de 2001. El análisis en torno a caracterizar esta nueva forma de acción colectiva y su desarrollo se ha constituido en una preocupación de diversos intelectuales en las ciencias sociales.

Es justamente con base en dichas producciones que quisiera avanzar en algunas ideas que iluminen sobre un aspecto específico: el entramado relacional que se fue constituyendo a partir de la negociación en torno a los denominados planes sociales y su incidencia en el plano de la política social.

La disputa política desatada alrededor de los planes sociales por las diversas organizaciones de desocupados es el reflejo, a todas luces, de la lucha en el campo político, específicamente por posicionarse y constituirse como agentes con poder político.

Reducir, como lo pretende una explicación restrictiva, la puja entre gobierno y piqueteros a un simple asalto a los recursos del Estado es desde ya una toma de posición en la disputa política, pero sobre todo tendiente a naturalizar los prejuicios y supuestos más degradantes acerca de lo que es una política asistencial. Retomando los principios conservadores de la teoría de la dependencia en política social.1

Pareciera que la asistencia siempre está limitada a la visión estigmatizante de la caridad y la filantropía: un señor todopoderoso que a partir de su buena voluntad otorga una dádiva a los despojados del mundo que están sumidos en la miseria.

Desde todo el arco ideológico se han esgrimido y se esgrimen diversos argumentos que llevan a entender la asistencia como un instrumento de regulación y control social de los pobres (Higgins, 1980: 1-23).

¿Cómo entender entonces la demanda de diversas organizaciones de desocupados por más planes sociales? En otras palabras, ¿cómo es posible articular acciones colectivas disruptivas con una mayor demanda de asistencia?

Se trata de una situación coyuntural y puramente pragmática que permite a los piqueteros sobrevivir a la espera de posibilitar transformaciones que vayan más allá de la intervención pública en política social. Sin duda esto puede ser una respuesta.

Pero me parece que esta visión en términos analíticos sigue soslayando el hecho de que toda política pública, en este caso asistencial, es siempre un espacio de disputa y lucha en donde diversos actores pujan por hegemonizar e imponer una determinada forma de entender y solucionar la cuestión social en el capitalismo.2

La intencionalidad, entonces, del presente trabajo no será tanto discutir el impacto de las políticas públicas en la conformación y consolidación de las organizaciones piqueteras —al modo de los estudios de estructuras de oportunidades políticas y movimientos sociales, ya sea bajo un enfoque concreto o estatalista (Tarrow, 1999: 72-77)—; en cambio, intentaré dilucidar algunos desafíos, alternativas y transformaciones que plantea la experiencia de las organizaciones piqueteras a la política social, específicamente en los modos de implementación. Apostando conscientemente al supuesto de que "la construcción del Estado no acaba en la creación de instituciones, es algo permanente [...] El conflicto define al Estado frente a otras instituciones sociales y económicas y, de hecho rehace al Estado mismo una y otra vez" (Bright y Hardin, 1984).

El presente trabajo tiene la intencionalidad de esbozar algunas ideas en este sentido, tomando como eje los programas de empleo transitorio en los años noventa. Analizando en algunos de sus aspectos cómo poco a poco van apareciendo tensiones y conflictos que van dotando a este tipo de política asistencial de nuevos contenidos y relaciones que no se remiten solamente a las reformas neoliberales, sino también a la lucha desatada por las organizaciones de desocupados.

Sin desconocer la heterogeneidad y divergencias al interior del movimiento piquetero, las mismas serán puestas en suspenso en adelante. Esto en tanto el nivel de generalidad en el que se tomará la experiencia de las organizaciones de desocupados (recortada al ámbito de los programas sociales) habilita un conjunto de posiciones y discursos comunes o al menos consistentemente mayoritarios a todas las organizaciones.3

 

El contexto de los programas de empleo transitorio

En nuestro país, a partir de la ley 24.013 se inicia una nueva configuración de las intervenciones dirigidas hacia los desempleados, la que tendrá en principio dos aristas. Una será la inauguración del seguro de desempleo, de carácter contributivo, que tendrá como destinatarios a los asalariados formales. En tanto la segunda se desarrollará a través de un conjunto variable de programas a veces bajo el fundamento de la "emergencia ocupacional", a veces bajo la idea de "fomento del empleo" y cuyos destinatarios serán la población desempleada no cubierta por el seguro del desempleo. Esto es, desempleados de larga duración y trabajadores informales de las más bajas escalas de calificación en contextos de pobreza estructural, entre otros.

Las estrategias dirigidas a este grupo social en el transcurso de los años noventa irán involucrando elementos y actores que no responderán sólo al ámbito del trabajo, sino cada vez más al de la política social, específicamente la asistencia. Especialmente si posamos nuestra mirada en los denominados "Programas de Empleo Transitorios" o preferentemente "Programas de Trabajo Público".

Este nuevo ordenamiento de la intervención social del Estado hacia los desocupados debe entenderse en el marco de la profunda reestructuración económica y social iniciada a partir de 1976 que, entre otras consecuencias, quebró paulatina y persistentemente la posibilidad de integración social a través del trabajo de la gran mayoría de la población argentina. Dicho de otra manera, la conversión de la desocupación en un "problema social" tiene su base objetiva en los procesos económicos que durante más de dos décadas contribuyeron a una mayor precarización de la población con empleo y un crecimiento inusitado de personas desocupadas.

Lo que inaugura la Ley de Empleo de 1991 no es sólo el reconocimiento normativo y estatal del desempleo como problemática social, sino fundamentalmente, la definición de que el desempleo dejó de ser una cuestión residual en el mercado de trabajo argentino para convertirse en un fenómeno perdurable para lo cual se proponen tanto mecanismos permanentes (Seguro de Desempleo) como transitorios (Programas de Empleo).

Siguiendo el supuesto teórico de que la intervención social del Estado tiende a la regulación de la fuerza de trabajo (Cortés y Marshall, 1991: 24), lo que este tipo de política evidencia es la necesidad de sostener un mercado de trabajo cada vez más restrictivo (menor peso del trabajo en el proceso de acumulación capitalista) y por otro, una estrategia económica que pone en segundo plano el mercado interno (y por ende el consumo de los asalariados).

En este contexto económico la regulación del desempleo pasaría principalmente, aunque no únicamente, por contener aquella franja de población económicamente activa innecesaria para el modelo de acumulación vigente esto es, fortalecer las funciones de contención y control del conflicto social en desmedro de aquellas otras funciones tendientes a adaptar y ajustar el volumen y calidad de la fuerza de trabajo (Offe, 1990: 82).

Ahora bien, el examen de la intervención social del Estado quedaría incompleto si no relacionamos tanto la articulación entre acumulación y estrategia económica como con las relaciones de fuerza sociales y políticas, procesos que la condicionan y son condicionados por ella (Cortés y Marshall, 1991: 24).

Este último punto con frecuencia olvidado en el análisis de políticas sociales permite, a mi juicio, reposicionar la mirada sobre los procesos sociales y políticos que se desencadenan en el marco de una intervención pública como es el de los programas de empleo. Esto es preguntarse no sólo por los efectos en términos de eficacia, eficiencia, o redistribución del ingreso, sino también por la construcción histórica y social que se desarrolla en el contexto de ese particular recorte denominado programas de empleo.

 

Asistencialización y organización piqueteras

El proceso de reforma del Estado que concluyó en una profunda reestructuración en los modos en que el Estado argentino interviene, en particular en el ámbito social, se tradujo en un desmantelamiento de aquellos elementos universalistas y de la seguridad social en favor de instituciones y programas de corte focalizado, descentralizado e incluso —en algunas áreas— la privatización de los servicios.

La política asistencial dejó de ser marginal, para convertirse paulatinamente en una de las principales fórmulas de intervención del Estado argentino. La proliferación hasta el cansancio de nuevas versiones de políticas asistenciales en prácticamente todos los niveles ministeriales (desarrollo social, educación, salud, trabajo e incluso economía) es un indicador del "consenso gubernamental" sobre el tema.

Junto a esto debo señalar un segundo fenómeno sintéticamente mencionado como el contexto socioeconómico en que se fue desplegando la reorganización de las instituciones del Estado. Sólo baste consignar como indicadores los niveles de desempleo, de pobreza, distribución del ingreso, entre otros, para marcar el deterioro histórico de las condiciones de vida de la población argentina, en especial de los estratos medios y bajos.

Cabe ahora preguntarse por los resultados de la combinación de estos dos fenómenos, específicamente, reestructuración y reforma del Estado en materia social privilegiando políticas focalizadas y descentralizadas de corte asistencial y, por otro, profundas mutaciones de las condiciones de reproducción social que relega a la pobreza y marginalidad a un conjunto mayoritario de la población.

Dos interpretaciones son plausibles e incluso complementarias. La primera de ellas entiende que la asistencialización de la política no es otra cosa que una estrategia del neoliberalismo para el control social de la población que padece el proceso de ajuste estructural implementado en el país desde inicios de los años noventa.

En especial la focalización y la descentralización tienen la función de transferir la negociación a niveles provinciales y municipales, desmantelando la posibilidad de nacionalizar los conflictos y, además, circunscribirlos a fenómenos locales reducidos y, por ende, resolubles en ese ámbito.

En otros términos: son los niveles locales quienes deberán dirimir y regular las consecuencia y conflictos de la restricción del gasto social. Por otra parte, esto actuaría en conjunción con el fortalecimiento de las redes clientelares que permitirían obtener el consenso necesario a nivel local para las reformas implementadas.

Pero esta interpretación es insuficiente, pues de quedarme sólo con ella tendría serías dificultades para entender el conjunto de procesos que se desarrollaron en esta reterritorialización de las políticas sociales donde, sin duda, se abrió espacio a un conjunto heterogéneo de agentes con un nuevo peso de demanda y negociación (Roberts, 2001: 7).

Entre estos nuevos agentes, las organizaciones piqueteras —a partir fundamentalmente de su trabajo comunitario y territorial— han tenido un protagonismo primordial en la gestión de los programas asistenciales. Por ello habría que observar cómo a partir de estas políticas cobran nuevos sentidos el espacio barrial y la trama de organizaciones sociales y dispositivos estatales que operan en él (Woods, 1998: 1).

Entendiendo la política social como campo de disputa, no puede soslayarse que al calor de la implementación de las políticas asistenciales se fueron fortaleciendo y reactivando organizaciones comunitarias y sociales compuestas por la población que había visto quebrados sus sueños de integración social, y a quienes el nuevo orden social y económico impuesto los compelía a asegurar su propia reproducción social excluidos del mercado de trabajo.

No se trata de concebir las organizaciones piqueteras como el producto no deseado o indirecto de una política asistencial y su particular modo de implementación, como podrían sostener algunos:

"[...] el fenómeno de los piqueteros se explica no sólo por el desempleo sino también por el clientelismo, por los errores de la política social, y por su utilización política. Podemos decir que los piqueteros son, en cierta medida, un subproducto de las malas prácticas de la política que terminó desbordando a sus creadores" (Burdman, 2002).

Por el contrario, lo que paulatinamente se fue abriendo es un nuevo espacio en el ámbito de lo local que posicionó a sus agentes en un inédito sitio para incidir en las políticas asistenciales de manera mucho más directa.4 Incluso para competir y por momentos desgranar otros modos de asistencia, como el clientelismo.

Es en las brechas abiertas por las contradicciones en las estrategias de control en el que aquellas organizaciones más contestatarias encontraron un camino para el crecimiento y consolidación (Woods, 1998: 9-17).

 

Interpelando y apelando a la política social

Si bien en este trabajo estoy enfatizando el aspecto contencioso y discontinuo de la acción colectiva (a lo que Tilly llama una definición acotada de la acción colectiva) y que por ende tiende a presentarse con mucho más visibilidad pública, no puedo olvidar que tanto la innovación como la transformación en la acción colectiva "opera dentro de los límites impuestos por las instituciones y prácticas existentes y los entendimientos compartidos" (Tilly, 2000: 14).

De ahí que recortando específicamente la experiencia de las organizaciones de desocupados del resto de los beneficiarios de los programas de empleo, ésta se haya constituido en una referencia interpeladora del discurso y práctica hegemónicos sobre la política social en la última década. Sin embargo, a su vez, enmarcada en prácticas y diseños institucionales de intervención estatal aún configurados hegemónicamente por los elementos del neoliberalismo: focalización, gasto social regresivo, la eficiencia como principio rector, a modo de ejemplo.

El componente tecnocrático en las relaciones en política social fue adquiriendo durante los años noventa y hasta la actualidad una importancia tal que llegó a definir el nacimiento y defunción de varios programas sociales. En especial los organismos internacionales (el Banco Mundial, entre otros) influyeron y exigieron como requisito para el desembolso de créditos la instalación permanente de una lógica mercado-eficiente como criterio de toma de decisiones.

Determinación de objetivos precisos basados en diagnósticos previos, determinación de población objetivo a través de análisis estadísticos (mapas de pobreza), previsión de indicadores de evaluación bajo la lógica costo-beneficio, input-output, entre otros, parecieron convertirse en la fuente de legitimidad de toda decisión en política social.

La lógica gerencial basada en el conocimiento técnico de la realidad social avanzó y atravesó el discurso de funcionarios, técnicos y académicos dedicados a la política social. Incluso fenómenos como la desigualdad perdieron en el camino todo vestigio político, para convertirse en un simple coeficiente estadístico que no señalaba otra cosa que los vicios de una sociedad poco moderna.5

Esta vorágine de gerencialismo social no sólo se circunscribió a las oficinas del Estado sino que se desplegó persistentemente sobre los territorios y organizaciones locales. El "proyecto" como requisito insalvable para el acceso a los recursos no es sino una práctica absolutamente habitual y natural hasta el día de hoy que refleja con claridad la priorización de esta lógica instrumental inyectada en las prácticas de los sectores populares. La "focalización" definida únicamente a partir de indicadores socio-económicos es otro ejemplo de cómo el saber científico técnico centraliza el poder del acceso o la remisión en los programas sociales.

Un segundo elemento que se incrustó en las prácticas administrativas de la política asistencial fue el paradigma del "milagro del mercado", para utilizar las palabras de los intelectuales del Banco Mundial (Salmen, 1992: 2). Esto es orientar las políticas y programas a través del principio de la demanda, trasladando a los propios beneficiarios (ahora convertidos en ciudadanos activos) la responsabilidad de decidir acerca de las acciones más adecuadas para resolver sus propias necesidades.

Energizando la demanda, más que la oferta, en política social se obtendrían experiencias más exitosas en la lucha contra la pobreza, puesto que se promovería la participación y el involucramiento a través del diseño e implementación de proyectos, se fortalecería la red de organizaciones locales en la consecución de acciones destinadas a erradicar la pobreza y, por último, se potenciaría el gasto social al combinarse con los recursos y capacidades locales (el denominado "aporte local").

Todos los programas de empleo transitorio hasta la actualidad6 definieron una operatoria, en la que el proyecto es la unidad de inversión social, utilizando como mecanismo de asignación de recursos no sólo la focalización (definición técnica de la población objetivo) sino también la lógica de los "fondos concursables". Esto es: dada la restricción del gasto social, la competencia por los recursos aspira a hacer más eficiente y exitosa la correspondencia entre oferta del Estado y demanda de los sectores en situación de pobreza.

Este pensamiento hegemonizó durante varios años las prácticas administrativas oficiales, pero también es necesario reconocer que en el proceso de implementación de los programas se fueron desarrollando otros discursos y acciones que relativizaron el componente tecnocrático y mercado-orientado, haciendo emerger la negociación, el conflicto y la tensión. Proceso que si bien durante varios años estuvo invisibilizado, la experiencia de las organizaciones piqueteras puso en la palestra del debate público y en menor medida en el académico.7

Repasando la breve historia de la experiencia piquetera, la disputa alrededor de los planes sociales se presenta como uno de los elementos claves (Svampa y Pereyra, 2003: 8890). Insistimos en señalar que se trata de uno entre otros, pues no se puede reducir el accionar de las organizaciones de desocupados sólo a esto.

La estrategia aplicada por los diversos gobiernos, consistente en utilizar los programas de empleo transitorio como herramienta de contención y control social de la protesta, habilitó un espacio de interacción y negociación. Como contrapartida, la acción de las diversas organizaciones piqueteras dejó su huella en el campo de la política social en tanto:

a) Reconfiguró los criterios de asignación y distribución de los recursos, politizando la focalización.

b) Dotó de contenido social y político a las relaciones de competencia desatadas en la implementación de las políticas sociales bajo la lógica del proyecto y los fondos concursables.

c) El uso de dispositivos técnicos y científicos que se convirtieron también en objeto de disputa, cuando las mismas organizaciones piqueteras, por ejemplo, realizaron sus propios empadronamientos a través de censos (diagnóstico), o proyectos sociales, entre otros, para legitimar sus demandas.

d) Y especialmente cuando comenzó a hacerse efectiva la posibilidad de reorientar los planes sociales hacia fines definidos por las propias organizaciones, evadiendo de alguna manera los propósitos asistencialistas y de control social definidos desde las instituciones del Estado.8

De acuerdo con un documento del Movimiento Teresa Rodríguez:

La disposición a la lucha es el principio elemental que da vida a nuestro Movimiento, pues sin lucha no habrá derechos. Sabemos que el día que termine la lucha terminará la vida, y cuando termine la lucha por una vida digna terminará el Movimiento. Por lo demás, la experiencia nos ha enseñado que hasta la más mínima cosa que pretendamos conseguir deberemos hacerlo con grandes luchas y a fondo. Nada hemos conseguido gestionando ante los funcionarios del régimen; si bien hacemos gestiones, por sólo hacerlas no hemos conseguido jamás que se restauren nuestros derechos.

La "lucha" como principio de ejercicio de la ciudadanía social terminó madurando en diversas organizaciones de desocupados, pero también quebrando los supuestos básicos del modelo de política asistencial neoliberal. La implementación de la política social dejó de aparecer como una mera ingeniería gerencial para surgir como campo de lucha, conflicto e incluso represión.

La aparición pública de la disputa desatada alrededor de los programas de empleo transitorio ha dejado al desnudo la falacia política de la tecnocracia como lógica objetiva e imparcial de la administración de políticas sociales.

Por esta razón, la puja social y política de los discursos y prácticas de las organizaciones piqueteras no sólo se ha enconado en oposición a otras formas de "hacer" política social como el clientelismo, o incluso la caridad, sino que particularmente ha abierto una brecha de sentido que cuestiona en sus fundamentos la apelación a la racionalidad instrumental como principio universal para la toma de decisiones estatales.

En esta clave habría que entender la crítica que reciben las organizaciones piqueteras al acceder a los planes sociales, esto es: por canales no encuadrados en la normativa. El uso indiscriminado de la figura del clientelismo aplicada tanto a las prácticas de organizaciones de desocupados como a la de intendentes y punteros partidarios tiene la función principal de denostar y diferenciar estos modos diametralmente diferentes de politización explícita de la implementación de la política social, de aquellos otros que observan las reglas y procedimientos institucionales establecidos.

De ahí que frente a los embates desatados por diversas instituciones sobre el Plan Jefas y Jefes, en tanto viciado de clientelismo y corrupción, se haya propuesto desde el gobierno una reforma para el presente año (sobre la cual se viene trabajando desde hacer varios meses, en articulación con instituciones de la Iglesia católica y organismos internacionales). La misma tiende fundamentalmente a depurar y perfeccionar la focalización encauzando a las mujeres y personas de difícil inserción laboral en el Plan Familias, y manteniendo el resto de los beneficiarios en el marco del Plan Jefas y Jefes.9

Nuevamente la espasmódica respuesta iniciada en los años noventa queda intangible (al menos en el discurso oficial): mantenimiento de la restricción del gasto social bajo modalidades regresivas y profundización de la focalización. En síntesis, un nuevo intento por desconocer las demandas por una política social que incida efectivamente en la redistribución del ingreso, eludiendo el debate político instalado por las organizaciones piqueteras.

 

Desafíos y limitaciones

Si a partir de lo dicho queda expuesto mi rechazo a reducir la política asistencial a un mero instrumento de control social, esto no autoriza a desconocer la intencionalidad de los diversos gobiernos desde mediados de los años noventa por intentar cooptar y disciplinar los grupos piqueteros.

Como señalan Svampa y Pereyra (2003: 88-102), esta relación y negociación atravesó por diversos momentos en los que a veces pareciera que la balanza se inclinaba hacia uno u otro lado dependiendo del contexto político, la división de los grupos de poder y el consenso social de las acciones de protesta, entre otros, como estructura de oportunidades para el desarrollo del movimiento piquetero.

Sin embargo, las transformaciones políticas y económicas de los últimos años (gestión Kirchner) están marcando nuevamente las limitaciones y desafíos del movimiento piquetero. La pérdida de consenso social, la fuerte fragmentación interna y la cooptación de algunas de sus ramas por parte del gobierno anuncian un momento de restricción y repliegue de las organizaciones.

Si sumamos a esto la reducida oposición a la estrategia de judicialización de la protesta por parte de otros agentes y fuerzas sociales, sin duda que la política asistencial tiende a teñirse de sus contenidos más regulatorios y disciplinarios.

Esto, sin duda, pone en riesgo algunas conquistas en el ejercicio de la ciudadanía social, en tanto se hace cada vez más difícil y costoso sostener el alto nivel de autonomía logrado en la administración de los programas sociales por parte de las organizaciones de desocupados. En especial para aquellos grupos con prácticas más disruptivas de la política oficial,10 que se han convertido en el foco de ataque por parte del actual gobierno.

Es en el plano de la implementación específicamente territorial en donde el alcance de las acciones de las organizaciones de desocupados ha logrado sus mayores impactos en el campo de la política social. Pero, en contraposición, la incidencia en la agenda pública de las intervenciones estatales ha sido bastante relativa.

Esta limitación que tiene entre otros fundamentos el alto nivel de heterogeneidad de los grupos piqueteros entre sí, se ha convertido en un obstáculo a la hora de poder amplificar las prácticas de ciudadanía social a otros sectores y fuerzas sociales, y fundamentalmente la posibilidad de pensar otro tipo de política social.

El efecto de enmarcamiento que emplaza la política asistencial, sumado a las condiciones de sobrevivencia a las que está sometida la población piquetera hace correr el riesgo de circunscribir la lucha en materia de política social sólo al plano de la implementación. En este sentido vale la pena recordar que en las sociedades denominadas postindustriales la lucha por la interpretación de la necesidad y también por su satisfacción atraviesa tres momentos analíticamente diferentes pero estrechamente articulados en la práctica:

El primero es la lucha por establecer o negar el estatuto político de una necesidad dada, la lucha por validar la necesidad como un asunto de legítima preocupación política o por clasificarlo como un tema político [...]

La segunda es la lucha sobre la interpretación de la necesidad, la lucha por el poder de definirla y así determinar con qué satisfacerla [...]

El tercer momento es la lucha por la satisfacción de la necesidad, la lucha por asegurar o impedir la disposición correspondiente (Fraser, 1991: 8).

La disputa en el plano de la agenda pública exige que adquiera cuerpo un discurso y una propuesta en materia social que aún se encuentra tenuemente desarrollada al interior de las organizaciones de desocupados. O en todo caso de manera fragmentaria o aislada, como es el planteo de un ingreso ciudadano universal por parte de algunas organizaciones.

Y para que esta voz alcance alguna oportunidad en el enfrentamiento con las propuestas y discursos de los grupos de poder, es necesario aglutinar y articular fuerzas y consenso básicos con otros agentes y grupos sociales. Al menos alrededor de una propuesta de política social que efectivamente redistribuya la riqueza como principio elemental y derrumbe los intentos por reducir la ciudadanía social al asistencialismo y el control social.

 

Conclusión

El desarrollo del movimiento piquetero y sus luchas en la última década instalaron de manera novedosa en el campo de la asistencia social nuevas referencias entre los sectores populares a la hora de pensar las relaciones con las instituciones del Estado.

El piquete y la protesta como una forma de demanda acamparon definitivamente en el repertorio de acciones disponibles entre los sectores populares, diferenciándose de las tradicionales estrategias del pedido, la intermediación o el favor, tan características de las relaciones asistenciales históricas.

Más aún, se trata de nuevas e inéditas formas de relacionamiento y construcción de políticas asistenciales puesto que las organizaciones piqueteras no se agotan en las acciones de protesta, sino fundamentalmente despliegan un conjunto de acciones hacia el interior de las organizaciones y los barrios que delatan modos originales de asignación y distribución de recursos.11 Y en el que fundamentalmente el protagonismo y participación de los denominados "beneficiarios" irrumpe en toda su realidad.

Es este último punto, sin negar las tensiones que implica, el que quizás se muestre como el más dinámico y disruptivo de las configuraciones históricas de las políticas asistenciales y de los programas de empleo transitorio desde inicios de los años noventa.

Se ha instalado contra viento y marea una brecha en el campo de la asistencia que es objeto de referencia innegable no sólo para técnicos o funcionarios, sino también para la sociedad en su conjunto y en especial los sectores populares: es factible otra forma de vincularse con el Estado y sus instituciones, más allá de la subordinación, el paternalismo o el clientelismo.

Sin embargo las tensiones actuales, fruto de los embates oficiales y de grupos de poder sobre los piqueteros, advierten también que toda la potencialidad y fuerza puede quedar en el vacío si no se buscan mecanismos que permitan superar y mitigar una de sus principales debilidades: la fragmentación.

La tendencia persistente a la judicialización de la protesta, una estrategia política de la asistencia tendiente a profundizar la división entre organizaciones ("aliados" del gobierno, frente a grupos opositores), sumado a la construcción de una opinión pública estigmatizante y desaprobatoria de las acciones colectivas de los piqueteros, en consonancia con los monopolios de comunicación, están recluyendo al ostracismo no sólo a ciertos grupos piqueteros, sino fundamentalmente a la posibilidad de constituir un agente colectivo capaz de disputar con las tradicionales fuerzas políticas.

Además esto obtura la posibilidad de extender la experiencia piquetera como modelo o referente de lucha por los derechos sociales a otros sectores de la población argentina. Para romper con esto, con seguridad, el primer paso deberá implicar la paulatina pero continua búsqueda de articulación con otras fuerzas sociales afines, que permita —más allá de las diferencias— generar al menos un consenso mínimo en materia social y política que se convierta en un elemento común que se instale en la agenda de lucha de las diferentes organizaciones, en sus diferentes espacios y con sus diferentes repertorios.

 

Bibliografía

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Notas

1. Para una visión de cómo la teoría de la dependencia del bienestar está enraizada en la tradición norteamericana de ciudadanía social, véase Fraser y Gordon (1992).

2. En especial en las temáticas de la pobreza, el desempleo y las políticas asistenciales, un interesante trabajo en esta perspectiva se encuentra en Grassi (2003.)

3. La excepción que debe excluirse del presente trabajo es, sin duda, el MTD LaJuanita por su desdén a todo recurso proveniente del Estado. En cambio, el resto de las organizaciones, incluso las ligadas a partidos de izquierda, se han involucrado paulatinamente en las demandas y negociaciones por planes sociales.

4. Baste comparar, a modo de ejemplo, la última expresión centralizada y masiva de una política asistencial alimentaria como fue el PAN (Programa Alimentario Nacional) en los años ochenta, en el que la negociación prácticamente estaba concentrada entre las provincias y la Nación, con ausencia de organizaciones sociales y comunitarias a la hora de decidir o incidir en la distribución de los recursos.

5. El discurso sobre la desigualdad a mediados de los años noventa fue un elemento de diferenciación entre el FMI y el Banco Mundial, por un lado, y por otro la CEPAL y Naciones Unidas, pero siempre tomado en este último caso como un dato del contexto que dice muy poco del orden social y el capitalismo.

6. Podría decirse que el Plan Jefas y Jefes rompe con este principio, pero la rápida y estrecha articulación con el Programa Manos a la Obra, por ejemplo, lo reubica nuevamente en este plano.

7. Nos referimos, en especial, al ámbito de la producción sobre política social.

8. Esto se hace posible a partir de 2000 (gobierno de la Alianza) y está marcado por el momento en que las propias organizaciones de desocupados, en contraposición con intendencias, gobiernos provinciales y ministerios nacionales, toman las riendas de la planificación, la administración de los proyectos y, más adelante, de las contraprestaciones (Zibechi, 2003; Svampa y Pereyra, 2003).

9. Para abordar este tema nos hemos guiado por las siguientes fuentes: Clarín (17-10-04): "La crisis social: propuesta de la organización católica Caritas al gobierno".

Clarín (29-10-04): "Madres indigentes cobrarán hasta $200, según la cantidad de hijos".

Página 12 (2-1 1-04): "El viceministro Arroyo explica los cambios en los planes sociales".

Conferencia de Prensa del ministro de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, Carlos Tomada, y de la ministra de Desarrollo Social, Alicia Kirchner. Consultadas en la página Web de Presidencia de la Nación.

10. Nos referimos a las tendencias aglutinadas en torno al bloque piquetero, poruna parte, y aquellas de grupos autonomistas como los MTD de la Aníbal Verón.

11. Con lógicas diametralmente opuestas a la de la ingeniería social promovida por los técnicos y funcionarios de los programas de empleo y asistenciales.

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