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Espiral (Guadalajara)

Print version ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.12 n.34 Guadalajara Sep./Dec. 2005

 

Sociedad

 

México y Estados Unidos, análisis comparativo de dos crisis agrícolas

 

Dante Ariel Ayala Ortiz * Andrés Solari Vicente **

 

* Cursa la Maestría en Sociología de la Ciencia Universidad de Roskilde, Dinamarca, y es alumno del Doctorado en Problemas Económico Agroindustriales en el Centro de Investigaciones Económicas, Sociales y Tecnológicas de la Agroindustria y la Agricultura Mundial (CIESTAAM), Universidad Autónoma Chapingo. México. asolari@unimedia.net.mx.

** Profesor-Investigador del posgrado de la Facultad de Economía, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. México. dante_ariel12@hotmail.com.

 

Fecha de recepción: 29 de septiembre de 2004.
Fecha de aceptación: 27 de octubre de 2004.

 

Resumen

Sostenemos que el enfoque asumido por el gobierno mexicano para encarar la reestructuración del campo es, fundamentalmente, el mismo seguido por Estados Unidos durante la crisis de su agricultura en los años ochenta, basado en principios neoliberales. Sin embargo, las bases estructurales de la crisis de las farms estadounidenses fueron muy diferentes a las que actualmente prevalecen en el campo mexicano, de modo que la salida dada en aquel país no es una alternativa adecuada a la crisis del agro mexicano. Se analiza cómo realidades diferentes son mal atendidas con políticas similares y se reflexiona sobre otras alternativas.

Palabras clave: Crisis agrícola, agricultura, México, agricultura estadounidense, políticas agrarias, neoliberalismo.

 

Introducción

Buscamos comparar las principales diferencias y similitudes entre la crisis de la producción campesina actual de México respecto a la crisis de los años ochenta de los Estados Unidos, demostrando que la salida reestructuradora del sector que se dio en aquel país, independientemente de sus resultados, no es un modelo apropiado a seguir, menos aún para la actual crisis del agro mexicano.

Es común encontrarnos con la percepción según la cual la producción del campo estadounidense se asocia con gigantescas empresas agrícolas establecidas en extensas plantaciones, con altos grados de tecnificación, mecanización y uso de insumos agroquímicos que les permiten tener altos rendimientos.

Sin embargo, aun cuando históricamente la agricultura norteamericana ha sido un persistente líder de la agroproducción mundial, no siempre sus unidades productivas agrícolas han sido los gigantes que hoy son. Prácticamente desde los albores de los Estados Unidos como nación independizada del tronco británico, y durante más de 150 años, la economía norteamericana estuvo fuertemente ligada a la producción y al modo de operar de las llamadas pequeñas farms familiares (PFF).

Estas unidades de tamaño pequeño se caracterizan por ser tradicionalmente operadas a través del trabajo familiar, con una relativa baja tecnificación y ventas que se ubican por debajo de los 30 mil dólares anuales. Hasta 1969 estas PFF todavía constituían 85.9% del total de farms existentes en los Estados Unidos con un número aproximado de un millón 77 mil establecimientos; sin embargo, para fines de 1982, tras la irrupción de la crisis del agro estadounidense que avanzó hasta finales de la década, este número se redujo a casi la mitad (591 mil),1 eliminando abruptamente a todas aquellas farms consideradas "no competitivas" en el nuevo modelo agrario, para buscar la reestructuración del sector en torno a las grandes empresas agrícolas norteamericanas (Solari, 2002: anexo 4-3).

Zanjando artificialmente las grandes diferencias de tipo histórico, cultural, tecnológico y ambiental que sin duda existen entre el campo mexicano y el estadounidense, el gobierno mexicano trataría de inspirarse y seguir el modelo de su vecino del norte en la superación de la actual crisis del sector campesino.2

 

Bases de la crisis del agro estadounidense durante los años ochenta

Luego de experimentar el impulso productivo que supuso la revolución verde a partir de los años cincuenta, el campo de los Estados Unidos vivió una de sus épocas de mayor auge, lo que les permitió comandar gran parte de la producción agrícola mundial, especialmente de granos, actuando como regulador de la producción, almacenador, distribuidor y, desde luego, como fijador de los precios de estos productos a escala internacional. Este auge alcanzó su clímax durante los años setenta, cuando la combinación de apertura a nuevos mercados y crecimiento de saldos exportables, generó una sobreestimación de las expectativas de incremento del mercado agrícola mundial que los productores norteamericanos avizoraban en el mediano y largo plazo (Solari, 2002).

De forma acompasada al evidente éxito general que estaba teniendo el campo norteamericano, el Estado inició una paulatina retirada reduciendo los apoyos y el rol compensador de los gastos estatales en la agricultura, avanzando en la liberalización del sector. Esta retirada del Estado fue contra-cíclica, ya que inició precisamente cuando se podía constatar que el sector marchaba bien y se evaluaba que podría funcionar mejor si se le concedían mayores márgenes propios de maniobra para actuar y ajustarse a los marcados vaivenes del mercado internacional.

Teniendo como marco este retiro gradual del Estado y dada la gran expectativa que prevalecía sobre el mercado mundial agrícola, los farmers buscaron incrementar su capital productivo, vía contratación de créditos y financiamientos con la banca comercial principalmente, para continuar elevando aún más sus niveles de producción y productividad. La confianza era plena sobre un horizonte bastante promisorio.

Sin embargo, fue en los umbrales de los años ochenta cuando el sector resintió su primer revés tras la contracción del mercado externo por: 1. La recesión mundial, 2. La entrada de nuevos países exportadores de granos, 3. La sobrevaluación del dólar, 4. Los cambios en las dietas hacia productos de mayor elaboración, y 5. El embargo cerealero de EU hacia la Unión Soviética, entre otros factores (Solari, 2002: cap. 10).

Hubo elementos internos básicos en la configuración y desencadenamiento de la crisis, como la profunda reducción de las tasas de rentabilidad, la caída en los ingresos de las farms y el mayor endeudamiento por efecto del alza de las tasas de interés y de la reducción del precio de las tierras (USDA, 1987). Estos factores se tradujeron en la insolvencia generalizada del sector para pagar el principal y los intereses, derivando en quiebras masivas de pequeñas y medianas farms y bancos rurales, y con ello, en el desmantelamiento de la estructura productiva, social y cultural vigente hasta entonces en el sector.

A nivel macroeconómico, los elementos que acompañaron la configuración de la crisis fueron: la reducción del producto agrícola, la estimulación del proceso inflacionario, la alta inestabilidad financiera y productiva, y la reducción de las expectativas de crecimiento del sector a corto y mediano plazo.

Para 1982 se había llegado a una situación en la que 45% de las pequeñas farms y 31% de las medianas tenían un servicio de deuda sumamente alto, declarándose insolventes ante los bancos (Ingersent y Rayner, 1999). Estas condiciones se fueron profundizando cada año a lo largo de la crisis.

Dado el comportamiento de la política agraria, en los hechos y en la reflexión de algunos de sus diseñadores, se buscó la quiebra masiva e inmisericorde de las pequeñas y medianas farms familiares con bajos niveles de productividad y rentabilidad. Así, por ejemplo, en tan sólo los cinco primeros meses de 1984, unas 110 mil farms de todo tipo se declararon en situación de quiebra, y en 1985, a sólo dos años de haber detonado la crisis, algo más de 70% de las farms tenían problemas para atender el pago de su deuda, especialmente por la declinación del precio de las tierras, llegando a la insolvencia (USDA, 1987).

En el fondo, el objetivo del gobierno fue generar una nueva estructura agraria teniendo como eje a las grandes empresas agrícolas para conseguir niveles de productividad superiores a las del resto de los países, reduciendo costos fiscales al anular a la franja de pequeñas y medianas farms con menores niveles de eficiencia, que normalmente eran las depositarias de los mayores subsidios y pagos de apoyo (Solari, 2002: cap. 8).

También se buscó reorientar los grandes excedentes de producción agropecuaria hacia el mercado mundial de productos agrícolas mediante un sistema de subsidios a las exportaciones y una enérgica estimulación del sector hacia la competencia externa, propiciando una presencia más importante en este mercado con productos de alto valor agregado.

En resumen, fue una política económica desastrosa para el sector en su conjunto, pero altamente favorable si se la evalúa desde el punto de vista de la centralización de tierras y capitales requerida para reestructurarlo alrededor de un nuevo polo de dominación en torno a las grandes empresas agrícolas, que fueron las únicas unidades productivas que lograron ciertos avances en medio de la crisis, posicionándose como ejes de la nueva hegemonía agrícola estadounidense (Solari, 2002: cap. 8).

 

Similitudes entre la crisis del agro estadounidense y la actual crisis de la producción campesina mexicana

La crisis del campo estadounidense fue en esencia una crisis de sobreacumulación,3 esto es, una crisis por exceso de capital. Paradójicamente, en el caso mexicano la crisis encuentra sus bases en el extremo empobrecimiento y descapitalización que ha venido sufriendo el sector desde hace al menos cuatro lustros. Ponemos un particular énfasis en este aspecto fundamental de la crisis campesina —el empobrecimiento sistemático— haciendo abstracción de los otros múltiples factores que también inciden y determinan la tortuosa dinámica que se ha venido imponiendo a la producción campesina nacional.

Aun cuando durante largas décadas —al menos entre los años treinta y setenta— el sector agropecuario mexicano dio muestras de competitividad, dinamismo y autosuficiencia, entrada la década de los años ochenta la crisis estructural de la economía nacional y la política agraria correspondiente hicieron recaer sobre este sector sus mayores costos. La argumentación que se dio entonces se centraba en el hecho de que la población económicamente activa del sector era relativamente muy grande respecto a su baja aportación al producto interno bruto. En otras palabras, que el sector estaba operando de manera ineficiente, por lo que se requería prácticamente extraer a la población improductiva y no competitiva del campo, suponiéndose que simultáneamente se daría un proceso de industrialización que permitiría absorber a la población rural excedentaria (Rubio, 2001).

Así, de forma similar a la experiencia norteamericana de los años ochenta, se justificó un cambio estructural que implicaba la sucesiva retirada del Estado, la quiebra y salida de medianos y pequeños productores, la apertura comercial y el establecimiento de los estándares internacionales de eficiencia agrícola como parámetros para evaluar la competitividad del sector.

En los hechos, se observa que los resultados de la reforma estructural han sido más bien de carácter desarticulador y retrógrado, en la medida en que esta "sacudida" propiciada por el gobierno mexicano para eliminar a las producciones rurales "ineficientes", ha socavado los logros y las propias bases del capital físico y social acumulado desde la posrevolución, debilitando al conjunto de la producción agropecuaria nacional (Bartra, 2003).

En cuanto al entorno internacional, al inicio de la década de los ochenta se mantuvo fuertemente marcado por una contracción del mercado mundial que, en el caso de los EU, se agravó tras el embargo cerealero que impusieron a la entonces Unión Soviética, en represalia por la invasión a Afganistán, como también por la entrada de nuevos países competidores y por factores climáticos favorables que incrementaron la producción justamente cuando la demanda se encontraba a la baja (Ingersent y Rayner, 1999). Esta situación redujo los precios al tiempo que aumentaban los excedentes de granos. Este difícil panorama internacional, combinado con una inadecuada política cambiaria, obligó a los Estados Unidos a mantener su moneda sobrevaluada entre 1980 y 1985, estimándose que el precio del dólar estuvo hasta 40% por debajo del tipo de cambio real de sus principales socios comerciales (USDA, 1984).

De forma similar a entonces, el actual entorno económico internacional se caracteriza por un bajo crecimiento del producto mundial, pues si bien —visto desde México— existe una gran diversificación productiva, la demanda agregada mundial no crece al ritmo que se considera necesario para promover el desarrollo. Asimismo, en el caso de México, numerosos estudios demuestran que durante los últimos años el peso mexicano ha mantenido una persistente sobrevaluación frente al dólar, que para finales del 2002 llegó a estimarse incluso en 40% (Takahashi, 2002).

Por otra parte, tras el boom cerealero al inicio de los años setenta, en los EU se empezó a registrar una peculiar combinación de incremento de la productividad con caídas generalizadas en las tasas de rentabilidad. Este proceso es explicado a partir de la excesiva sobrecarga de capital, que se ubicó muy por encima de las posibilidades de las farms para generar niveles y tasas superiores de rentabilidad, aumentando su endeudamiento, acentuando la competencia entre las farms y suscitando una sostenida ola de pérdidas y quiebras, que impactarían negativamente sobre la tasa de rentabilidad, acentuando su caída durante los años ochenta. En este sentido, las farms vieron reducidos sus ingresos como resultado del incremento de sus pasivos con la banca, el desplome de los precios internacionales, la disminución del apoyo estatal y la caída en sus volúmenes de ventas (Solari, 2002: cap. 5).

En lo que toca a México, el incremento de la productividad no ha sido tan generalizado como las caídas en la tasa de rentabilidad. Particularmente las unidades productivas campesinas han visto reducidos sus ingresos por la disminución del apoyo estatal, por su desplazamiento del mercado interno y, en muchos casos, por el incremento de sus pasivos con la banca comercial.4

Un duro golpe al agro mexicano se produjo mediante el retiro de los apoyos directos al campo cuando las tasas de interés subían y los precios de los cultivos se reducían. Asimismo, como parte de la modernización del campo, muchas de las instituciones de apoyo al sector fueron privatizadas, reducidas o eliminadas (Cienfuegos, 2003).

En ambos casos se observa que el endeudamiento se vio incrementado por alzas continuas en las tasas de interés real que, ante la insolvencia, provocaron la quiebra masiva de numerosas unidades productivas —de las pequeñas y medianas farms familiares en los EU, y campesinas en México— abriendo el camino para un paulatino proceso de centralización y concentración de tierras y capitales.

En cuanto al empleo agrícola, el argumento de la reestructuración del campo suponía que habría un proceso de industrialización que permitiría absorber a la población rural expulsada. Esto en la práctica no ha sucedido, obligando a una importante parte de la población, sin otra alternativa, a emigrar hacia las ciudades o hacia los Estados Unidos. El Consejo Nacional de Población estima que durante las dos últimas décadas, México ha expulsado alrededor de 5.3 millones de connacionales allende la frontera norte (SSA, 2004).5

De igual modo, paralelamente a la caída del empleo rural, se ha venido verificando en México el incremento de los ingresos rurales no agrícolas, para auto-sostener la operación de sus propias unidades productivas (Boltvinik, 2003). En el caso de los EU estos ingresos en su inicio fueron de carácter fundamentalmente complementario, pero conforme la crisis se fue agravando adquirieron un carácter compensatorio y posteriormente sustitutivo de los ingresos agrícolas, ante la caída de éstos. En el caso mexicano, la participación de los ingresos rurales no agrícolas cada vez constituye una contribución más importante, no sólo para financiar la producción campesina sino también para arraigar a la gente en el medio rural y asegurar su supervivencia.

 

Similitudes en las políticas agrícolas

Finalmente, uno de los rubros en donde se observa más claramente esta convergencia en la caracterización del modelo mexicano respecto al estadounidense de los años ochenta es el que se refiere a la definición de los nuevos objetivos y políticas para el sector agrario.

Volviendo a los años ochenta, después de la irrupción de la crisis, la nueva directriz del sector agrícola norteamericano consistió en asegurar la reducción del papel de Estado como rector en la agricultura, brindar un apoyo diferenciado a favor de los productores con vocación agroexportadora —de alto valor agregado, principalmente— y con base en ello proporcionar asistencia selectiva a las empresas que demostrasen ser las más competitivas. En el largo plazo, los nuevos derroteros consistieron en generar una nueva estructura en el sector que, por una parte, redujera los costos fiscales del gobierno (al dejar de apoyar a una amplia franja de pequeñas y medianas farms que absorbían una gran porción del presupuesto), y por otro lado, permitiera la entrada de mayores divisas al país al reorientar los excedentes de producción hacia las exportaciones (Infranger et al., 1983: 2).

Para México, se puede decir que los objetivos centrales de la política agrícola no han variado sustancialmente en las últimas décadas. De hecho, más bien han tendido a exacerbarse en torno a un claro propósito de descampesinización, que ha contado con varias frentes. Un documento central en este proceso fue el presentado por Levy y Van Winbergen en 1992, quienes aseguraban que la liberalización comercial tendría efectos directos sobre el ingreso y la tasa marginal de salario, y en sí, sobre el precio del maíz, tanto en zonas rurales como urbanas. En pocas palabras, que México debería abandonar las prácticas poco competitivas e "ineficientes" de la siembra de maíz, para dedicarse a otras actividades e importar maíz desde donde se tengan ventajas comparativas y competitivas mayores.

Según estos autores, la apertura comercial al maíz norteamericano efectivamente impactaría, por el lado de la producción, a un considerable número de productores maiceros mexicanos en situación de subsistencia. No obstante, aseguraban que por encima de las pérdidas en la producción, registrarían un mayor beneficio por el lado del consumo, al tener acceso a un maíz más barato en las zonas rurales.

Sin embargo, retomando exclusivamente el programa del actual gobierno federal, la política sectorial ejemplifica con claridad el modelo que se está buscando aplicar, al establecer que: 1. Todos los productores que sean competitivos tendrán apoyo del gobierno, y que: 2. Ante la apertura comercial, las políticas actuales serán dirigidas hacia mayores niveles de especialización productiva y eficiencia económica (Usabiaga, 2003: 18-19). Así, de acuerdo a las Acciones de Política Agroalimentaria, a los productores de granos y de todo tipo de cultivos se les plantea una crucial disyuntiva: o se vuelven eficientes según los parámetros internacionales o se buscan otra actividad, y tienen un periodo de sólo cinco años para enfrentar este reto.

Es conveniente dejar sentado que tanto los parámetros internacionales como el nivel de competitividad de los productos agrícolas, deben ser entendidos como importantes componentes que condicionan el movimiento de ciertas variables de la producción agraria, mas no por ello como los únicos ni siempre los más importantes. En este sentido, por ejemplo, deben tomarse en cuenta otras primordiales consideraciones económicas como la sustentabilidad del modelo o su contribución en la formación de núcleos endógenos locales, etcétera.

De igual modo, sería necesario precisar que el concepto de competitividad tendría que ir más allá de su mera connotación empresarial, para distinguirse a partir de su contexto macro, micro y meso (componentes de la competitividad sistémica), o bien, a partir de las competencias que se entablan en esferas que van más allá de lo estrictamente económico, como los servicios ambientales, sociales y culturales de una actividad o entidad determinada, el fortalecimiento de la institucionalidad democrática y del capital social en las zonas agrarias, el desarrollo local y cultural (que son aspectos de la competitividad multifuncional).

Valga, finalmente, establecer una similitud adicional en cuanto al proceso de elaboración, discusión y aprobación de las políticas del sector agrícola, pues en la experiencia de los Estados Unidos la capacidad de cabildeo (lobbying) de los pequeños y medianos agricultores se debilitó considerablemente después de los años ochenta, en la misma medida en que lo hizo su influencia sobre el Congreso, como en la representación elegida en él. Cada vez menos los representantes provenían de los sectores agrícolas o asumían su representación e intereses. Por el contrario, cada vez con mayor nitidez fueron asumiendo la representación y las visiones de las grandes empresas, de la misma forma y medida en que los lobbies agrícolas fueron quedado bajo la batuta y control de las grandes empresas (Sheingate, 2001: cap. 5).

Ocurre un fenómeno similar en el caso de México, pues el movimiento y la representación del sector agropecuario en el Congreso de la Unión han venido perdiendo fuerza en las últimas décadas. Consideremos solamente que en la pasada legislatura había aproximadamente 75 diputados (de los 500 que componen la Cámara Baja) emanados de las diversas centrales, organizaciones y movimientos ligados al campo, mientras que en la actual legislatura se estima que apenas rebasa 30 el número de diputados vinculados a este sector.6

 

Diferencias entre la crisis del agro en los Estados Unidos y la actual crisis de la producción campesina mexicana

Este conjunto de similitudes permite asegurar que el actual gobierno mexicano sigue de cerca la concepción neoliberal implícita al modelo de crisis-reestructuración del sector agrario norteamericano, como alternativa de solución a la profunda crisis del campo mexicano.

Pero si bien han sido ya señalados numerosos paralelismos en la caracterización de la crisis presentada en el agro estadounidense durante los años ochenta y la actual crisis de la producción campesina mexicana, existen, de igual modo, considerables diferencias que separan a ambos modelos, y permiten afirmar que lo relativamente funcional para la reestructuración productiva del primero no necesariamente tiene que serlo para el segundo.

En primer lugar, refiriéndonos a su caracterización, la crisis del agro estadounidense fue, en primera instancia, una crisis de sobreacumulación de capital, gestada y madurada en el sistema productivo en pos de mejoras en las tasas de rentabilidad aunque retroalimentada, desbordada y finalmente detonada desde la esfera de la circulación (Solari, 2002).

Como señalamos en el caso mexicano, es evidente que la crisis campesina no es resultado de la sobreacumulación de capital sino de su opuesto, es decir, de la creciente descapitalización del campo, manifiesta tanto en el estancamiento del producto agrícola,7 como en la caída de la inversión en el sector, la reducción del empleo y la erosión de los términos de intercambio con el resto de la economía, entre otros factores.

Desde esta perspectiva, una diferencia adicional estriba en que inicialmente la crisis campesina mexicana no fue retroalimentada en la esfera de la circulación como en los EU, sino que se dio directamente en la esfera de la producción desde donde se ha irradiado hacia la esfera de la circulación. Puede observarse, por ejemplo, que los términos de intercambio sufrieron un gran deterioro: entre 1982 y 2001, los productores de maíz perdieron 56.2% del poder adquisitivo, los trigueros 46.3%. Por otro lado, la dinámica agrícola ha resultado muy afectada ya que la producción agropecuaria per cápita del 2002 fue 14.3% menor a la de 1981, la producción de los ocho principales granos resultó 21.8% más baja, la de carnes rojas disminuyó 28.8% y la de maderas cayó 39.9%. Como contraparte, las importaciones de alimentos se dispararon de 1 mil 790 millones de dólares en 1982, a 11 mil 77.4 millones en 2001, estimándose que en el año 2003 superaron los 13 mil millones de dólares (Calva, 2003c).

La inversión productiva pública hacia el sector se redujo en 95.5% (i. e. a una veinteava parte). Por ejemplo, la superficie anual abierta al cultivo irrigado disminuyó de 146 mil hectáreas a 5 mil 800 al año; mientras que el gasto público global en fomento agropecuario cayó 73%. Por su parte, la banca nacional de desarrollo disminuyó sus créditos agropecuarios, por ejemplo, el área habilitada por Banrural se redujo de 7.3 millones de hectáreas en 1982 a sólo 1.5 millones en 2001 (Losch, 2002).

Haciendo énfasis en las diferencias entre la crisis de los modelos agrícolas de ambos países, llama la atención el hecho de que en México la crisis se inició, al igual que en los EU, hacia 1981-1982, como parte de la crisis campesina mundial que ocurrió desde el inicio de la década de los ochenta.8 Sin embargo, en aquel país la gran sacudida y quiebra de las pequeñas y medianas farms "ineficientes" duró aproximadamente entre cinco y seis años, dando paso inmediato a una profunda reestructuración del sector en torno a las grandes empresas agrícolas. A diferencia de esto, México lleva ya veinte años de permanentes sacudidas y quiebras técnicas de las pequeñas producciones campesinas —y de otras ni tan pequeñas ni tan campesinas— y aún no se vislumbra ningún signo de reestructuración de la planta productiva agropecuaria nacional, más que el desmantelamiento y la desestructuración del campo mexicano (Rubio, 2001).

Otro contraste en el desarrollo de las respectivas crisis en ambos países se encuentra en que, no obstante las radicales reformulaciones del sector agrícola estadounidense, su política agropecuaria ha mantenido ciertos condicionamientos y características que no corresponden a una concepción netamente liberal. Por ejemplo, no se han anulado los subsidios como mecanismos que ayudan a garantizar la seguridad estratégica en alimentos y en otros productos agropecuarios claves. También han adoptado en algunos casos una política de subsidios explícitos y dirigidos, en la medida en que existen algunas ramas a las que no puede dejar sin subsidiar (Solari, 2002: caps. 8 y 15).

Lo anterior se hace patente en la nueva Ley de Seguridad Agrícola e Inversión Rural 2002, que incrementa el presupuesto agroalimentario de aquel país hasta 118 mil millones de dólares anuales durante el periodo 2002-2011, principalmente orientado a subsidiar áreas de producción específicas como maíz, trigo, arroz, soya, cacahuate, algodón, leche, azúcar, frijol, etc. (Calva, 2003a), es decir, dirigido a la producción de alimentos básicos.

En el caso de nuestro país, se observa que el proceso de liberalización empieza a partir de la segunda mitad de los años ochenta, y el Estado ya no vuelve a proteger al sector durante los años posteriores al agravamiento de la crisis. De hecho, el nivel de los apoyos directos e indirectos otorgados al campo disminuyó invariablemente año con año.

En suma, mientras que en los Estados Unidos el eje rector de la política agrícola es privilegiar la seguridad alimentaria sobre la liberalización comercial, en el caso de México el eje central inamovible ha sido privilegiar la liberación comercial por encima de la seguridad alimentaria y la de las futuras generaciones.

 

La inviabilidad del modelo de gran empresa agrícola como alternativa para el campo mexicano

A modo de conclusión, se puede considerar que tanto la sobreacumulación como la descapitalización, respectivamente en los EU y México, constituyen dos caras de una misma moneda: la crisis del sector agrícola de estos países, con la salvedad de que en México se ha prolongado por más de veinte años, sin tener visos de solución bajo las actuales políticas. El desarrollo agrícola no puede entenderse en forma lineal, bajo la visión reduccionista del gobierno mexicano que asume una afinidad teórica básica con el neoliberalismo y el modelo estadounidense como salida viable a la crisis del campo mexicano.

Por el contrario, la dinámica que han seguido ambos sectores agrícolas hace pensar que la situación de descapitalización —y por ende, de déficit alimentario— del sector mexicano es el complemento preciso para el acomodo de los excedentes agrícolas originados en la sobreacumulación del sector agrícola norteamericano. Esto evidencia, una vez más, que las políticas neoliberales producen en los países desarrollados una agresividad exportadora del sector, mientras que en los subdesarrollados generan la debilidad necesaria para que los aparatos productivos y los mercados establezcan relaciones de mayor dependencia agrícola estructural con las economías más desarrolladas.

Es ingenuo suponer que dadas las condiciones impuestas de dependencia alimentaria desde los Estados Unidos, sumisamente aceptadas por el gobierno mexicano, se pueda encontrar una salida a la estructural y sistémica crisis del campo mexicano, orientándose por los cánones del modelo neoliberal para reestructurar el agro mexicano en torno a las grandes empresas tanto agrícolas como industriales y financieras. Esto no es compatible dentro de un esquema de asociación comercial donde se busque el trato igualitario y se recuse la complementariedad dependiente y subordinada, marcada por las ventajas comparativas, que imponen la ley del más fuerte y el ciclo perverso de la dependencia alimentaria.

 

Encrucijada de la política agraria en México

De acuerdo a José Luis Calva (2003b), la historia económica de las naciones que cuentan con sectores agrícolas exitosos tiene dos grandes momentos en la interrelación del desarrollo agrícola y el desarrollo económico general: en una primera fase, el sector agropecuario contribuye al financiamiento del desarrollo industrial y a la acumulación del sector urbano; y en una segunda, las actividades no agrícolas devuelven al campo los servicios que prestó al desarrollo económico general, efectuando transferencias netas de recursos a favor de la acumulación de capital agrícola, de su tecnificación y mejora competitiva.

Visto así, sucede que en México se ha cumplido puntualmente la primera gran fase de la interrelación de la agricultura y las actividades no agrícolas, pero no se ha dado ningún paso hacia la segunda fase. El campo mexicano se encuentra en una encrucijada. Ciertamente, una alternativa sería seguir el modelo norteamericano de reestructuración agrícola en torno a las grandes empresas, aunque la viabilidad de esta opción sea muy reducida dadas las actuales características del campo mexicano y la carencia de inversiones significativas en el sector, salvo que éste sea convertido forzosamente en un nuevo receptáculo de grandes inversiones extranjeras. A pesar de que el sector se ha resistido sistemáticamente a abandonar su histórico y tradicional perfil productivo de carácter familiar, una alternativa de esta naturaleza podría desarticular aún más la producción campesina y el capital social existente, conduciendo a un mayor empobrecimiento de la población rural, profundizando el desmantelamiento del tejido social productivo y acentuando el éxodo migratorio.

Un segundo camino sería perseverar en los mecanismos del libre mercado, como instrumento para compensar los altos costos que supone la producción campesina, en un sistema perfeccionado de información simétrica entre productores y consumidores nacionales, en el que los primeros generasen productos agrícolas de notables atributos en términos de nutrición, calidad e inocuidad alimentaria, consiguiendo adicionalmente externalidades positivas en términos de ocupación rural, fortalecimiento de la identidad cultural y servicios ambientales asociados a prácticas menos lesivas del entorno; mientras que los segundos, es decir, los consumidores, reconociesen esta serie de beneficios colaterales de la producción y consumo de productos agrícolas nacionales pagando un precio diferencial "justo" por encima de los precios internacionales, en compensación a tales beneficios extraordinarios (Oxfam Internacional, 2002).

Evidentemente esta segunda alternativa queda comprometida, al ser contrastada con el socavado poder de compra del grueso de la población mexicana, considerando que más de la mitad de ella experimenta algún grado de pobreza y antes que pensar en "precios justos" se esfuerza por asegurar cantidades de productos básicos para satisfacer el mínimo fisiológico.

Finalmente, la tercera vía en esta encrucijada del campo mexicano podría tener como referente al modelo europeo que, bajo un eficaz sistema de reconocimiento a la multifuncionalidad de su agricultura (Bartra, 2003), aplica un esquema de subsidios altamente discriminatorios que evitan entre otras cosas: 1. La presión social por la creación de nuevas fuentes de empleo fuera del medio rural; 2. La erosión de los valores culturales asociados a la producción agrícola tradicional de la mayoría de los países de Europa Occidental; 3. La pérdida de la agrobiodiversidad, así como el mantenimiento de servicios ambientales positivos por prácticas tradicionales; y 4. perder de vista la defensa de la soberanía nacional al garantizar la seguridad alimentaria en la mayoría de los productos básicos de esa región del mundo (OCDE, 2001).

Es oportuno mencionar que el camino europeo y el japonés de desarrollo agrícola han respetado esta misma vocación tradicionalmente familiar, aprovechándola para elevar la calidad de la producción y apoyando estatalmente las acciones para incrementar sus niveles de competitividad (Losh, 2002), especialmente por la vía de los eslabonamientos y la compactación productiva local, sin dejar de combinarse en ciertas ramas agrícolas con economías de escala.

Tales políticas no sólo evitarían estos factores negativos sino que rehabilitarían el tejido social y productivo agrario, estimulando la movilización de fuerzas sociales de gran envergadura para facilitar la promoción de mayores eslabonamientos sociales y productivos micro y meso como bases institucionales para un incremento de la competitividad de los sistemas locales, los cuales tendrían que ser estimulados por políticas fiscales y subsidios de fomento a las formas asociativas intermedias de producción capaces de aprovechar eficiencias sin perder de vista las bases familiares y el bagaje cultural del sector. Estos procesos quedarían cimentados en la medida en que sean capaces de construir niveles crecientes de institucionalidad democrática y de ciudadanías locales, las que requerirán a su vez de una redefinición de la política y de las relaciones entre el Estado y los actores locales básicos a nivel rural.

Ante la triple encrucijada del campo mexicano, consideramos que esta última alternativa, aunque no más fácil, es más viable en la medida en que permite el establecimiento de sistemas institucionales locales, regionales y nacionales de reconocimiento a las múltiples funciones sociales, culturales, ambientales y de soberanía alimentaria que supone la producción campesina para los mexicanos, como un acto de reivindicación nacional por el aporte que este sector ha dado al desarrollo de México a costa de su propia reproducción social.

 

Bibliografía

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Notas

1. De acuerdo a la información del Agricultural Statistics of the United States (vv. aa.), entre 1970 y 1993 la reducción de farms del sector agropecuario estadounidense fue de casi 900 mil establecimientos, lo que patentiza la magnitud de la crisis y reestructuración de este sector.

2. Se debe aclarar que aun cuando el análisis realizado en este documento se circunscribe al sector campesino, de ningún modo se considera que la crisis del campo mexicano sea exclusiva de los campesinos.

3. En Solari (2002: capítulos 5, 6 y 7) se demuestra esta caracterización, la manera en que se intercalaron los aspectos productivos y comerciales en la conformación de la dinámica de la crisis, así como la forma en que fue superada mediante una reestructuración global de la agricultura cristalizando tendencias acumuladas históricamente.

4. En 1988 el endeudamiento de los productores ascendía a 395 millones, mientras que para 1995, tras la materialización de la crisis financiera, creció a 13 mil 326 millones de pesos (Calva et al., 1996, citado por Rubio, 1997).

5. Este cálculo es básicamente coincidente con lo estimado por la Oficina de Censos I de los Estados Unidos, cuando reporta que para 1980 en ese país había 2.2 millones de inmigrantes nacidos en México, mientras que para el año 2000 este número se había incrementado a 7.8 millones de inmigrantes mexicanos (USCB, 2001).

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