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Espiral (Guadalajara)

Print version ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.12 n.34 Guadalajara Sep./Dec. 2005

 

Teoría y debate

 

Emoción, género y vida cotidiana: apuntes para una intersección antropológica de la paternidad

 

Manuel Mora*

 

* Estudiante del Doctorado en Ciencias Sociales con especialidad en Antropología Social, CIESAS-Occidente. México; mora@iteso.mx

 

Fecha de recepción: 28 de abril de 2005.
Fecha de aceptación: 06 de mayo de 2005.

 

Resumen

El análisis de la emoción como constitutivo de la acción social resulta fundamental para comprender la incidencia de los aspectos afectivos en la interpretación de la realidad, desde el seno de la vida cotidiana. El presente trabajo busca discutir la importancia de la emoción como co-constitutivo de la acción social, para acercarlo a una interpretación semiótica de la identidad masculina, en aras de comprender las formas en que las emociones que genera la paternidad inciden en ella.

Palabras clave: Masculinidad, paternidad, semiosis social, género, identidad.

 

Introducción

Uno de los aspectos fundamentales de la antropología se centra en la comprensión de la cultura que se genera en el micromundo de la vida cotidiana. La forma en que la vida social opera en ella la convierte en objeto crucial para entender los modos en los que la cultura y la sociedad se intersecan con la subjetividad de los actores sociales. La reproducción, transformación y normalización de la sociedad se activan en la significación que se construye a través de la dimensión subjetiva mediante la apropiación y la reformulación de los modelos, los esquemas y las propuestas simbólicas que ambas generan. El análisis que la antropología realiza sobre esta acción significante y significativa abre ahora la posibilidad de centrarse en un aspecto que, por distintas circunstancias, había estado relativamente al margen de las discusiones sobre la sociedad y la cultura: la emoción, que llama la atención por su importante papel en la percepción que la acción subjetiva construye sobre la realidad. En el presente ensayo pretendo identificar algunos aspectos de esta discusión y encaminarlos hacia una intersección entre la antropología y la semiótica, en busca de una reflexión sobre el papel que tienen las emociones en la constitución de la identidad masculina. El ejercicio intentará apuntar hacia la relevancia del análisis de las emociones en el marco de la vida cotidiana, y su incidencia en el ejercicio de la paternidad, en un intento interdisciplinario por explicar esta acción social desde su dimensión afectiva.

 

Vida cotidiana y significación: la acción social ¿emotiva?

Desde la concepción fundacional de Weber sobre la comprensión de la realidad (Verstehen), en la que se entiende la implicación de una "referencia motivacional subjetiva o simbólica" (Parsons, 1968: 719), la perspectiva del sujeto ha implicado la necesidad de estudiar las formas en que tal referencia incide en la constitución de la vida social. Tanto la sociología como la antropología han considerado este Verstehen desde la racionalidad de la acción social y sus implicaciones en la consecución de fines relacionados con la producción y la reproducción de la cultura. La mirada positivista, sin embargo, dejó de lado la importancia de la emoción como elemento co-constitutivo de la comprensión de la realidad, por considerarla no sólo un problema metodológico, sino una concepción ontológica. Al decir de Parsons, el análisis del Verstehen implicaba la búsqueda de la libertad racional y lógica, que persigue fines específicos y fácilmente observables y medibles. Como apunta en La estructura de la acción social, en referencia al significado del Verstehen:

Es cuando actuamos más racionalmente cuando nos sentimos más libres, y lo curioso es que, dado el fin, la acción racional es, en grado eminente, predecible y está sujeta a análisis en términos de conceptos generales. El sentido de libertad en este caso, es un sentimiento de ausencia de compulsión por elementos emocionales (Parsons, 1968: 719).

Bajo esta concepción, la racionalidad objetiva de las ciencias sociales consideró, junto con Weber, la necesidad de comprender la acción racional a partir de la subjetividad de quien la realiza, siempre desde un marco contextual y teórico ordenado. De acuerdo con la lectura que Parsons hace sobre el trabajo de Weber, esta comprensión de la acción social implica entenderla desde el significado subjetivo que el actor o los actores operan en ella para orientarlas a un curso específico, asociado a su vez a un "significado subjetivo" (Parsons: 784), siempre en relación con las acciones y los significados de otros que interactúan en el mismo contexto. De este modo, los tipos ideales que Weber propuso para el análisis de la acción social (conductual, ética, tradicional y afectiva) implicaron su interpretación a partir de las condiciones, los medios, los fines y los valores éticos que, racionalmente, busca el sujeto social en el ejercicio de su acción, dejando fuera de la discusión el último tipo ideal. Y esto porque, como apunta Parsons, la definición de acción emocional que Weber da no parece adecuada para completar su teoría, ya que "...no hay en parte alguna de la obra empírica de Weber un empleo positivo del concepto que sea de algún modo comparable al empleo incluso del tradicionalismo...". La conclusión obvia, desde el punto de vista de Parsons, "parece ser la de que hay que considerar a la acción afectiva como una categoría residual" (Parsons: 792). Con esta lógica, la tradición positivista de las ciencias sociales prefirió no abordar el aspecto emocional de la acción individual, pues resultó más sencillo considerarla como residual en tanto su medición resultaba epistemológica y metodológicamente inoperante. Además, aunque los sociólogos clásicos hayan abordado algunas situaciones sociales desde lo emocional (Durkheim y el sentimiento de solidaridad, Weber y el carisma, Marx y la alienación —Hochschild, 1998: 3—), el hecho de que su interpretación fuera básicamente positivista o idealista hizo que dejaran olvidado el pensamiento que sobre las emociones se formulan los individuos en su actuar cotidiano. Esto ha traído consecuencias para la comprensión de la interacción social, especialmente la que se refiere a los procesos de significación, comunicación e interpretación de las emociones en el marco de la vida cotidiana y de la acción individual, no sólo porque la primera es un espacio de reproducción de la vida social, sino porque es además un espacio de socialización en donde el individuo aprehende y comprende pragmáticamente la cultura (Berger y Luckman, 1976; Montesinos, 1996).

Lo anterior lleva a considerar que el análisis de la emoción, como categoría social, debe partir de una integración de sus características y sus funciones en el análisis sociológico y antropológico, en aras de una mejor comprensión de la complejidad de la vida social. El espacio idóneo para ello, como apunté al inicio, es la vida cotidiana pues, al ser "una realidad interpretada", cuya característica básica es el "significado subjetivo de un mundo coherente", se entiende que la cotidianidad implica distintas "dimensiones" o "realidades múltiples", objetivadas y ordenadas en un "aquí y ahora", de modo que la conciencia que el sujeto tiene de sí y del entorno se articulan para configurar esa interpretación coherente y fundamental de la acción social (Berger y Luckmann: 36-40). Si esto es verdad para los tipos ideales de acción social, igual debe serlo para la acción emotiva, en tanto es la vida cotidiana el espacio idóneo para la comprensión, la expresión y la regulación de las emociones —aun cuando aparezca el sentido pragmático de la actividad social—. Es decir, la vida cotidiana ejerce influencia decisiva en la configuración de los patrones de conducta emocional de los individuos, igual que sucede con otras dimensiones de la identidad individual.

Esta distinción permite reconocer que el aspecto emocional de la acción social se aprehende y se comprende —al igual que los valores y las actitudes éticas— en el seno de la experiencia cotidiana, pues su carácter intersubjetivo requiere de una interpelación constante para la adecuación de la acción en el entorno sociocultural. Si entendemos la vida cotidiana como "el conjunto de valores, orientaciones, actitudes, expectativas [...] normas, conductas y prácticas sociales" (Montesinos, 1996: 191) reproducidas en un espacio social específico (familia, trabajo, escuela, esparcimiento), podemos entender las formas en que las interacciones que en ella suceden operan también en la conformación de los rasgos emocionales del sujeto, y en las formas como este último interpreta sus emociones y sentimientos para adecuarlos y experimentarlos en otros espacios cotidianos, y ayudarlo a interpretar la realidad que lo circunda.

En este sentido, se comprende que la emoción esté regulada por factores sociales y culturales,1 de modo que puede entendérsele como una acción en sí misma, ya que se compone de una significación subjetiva basada en una situación espacial y temporal localizada social y culturalmente. La gama de emociones2 que se presentan en la vida cotidiana conforman un código de significación particular, el cual puede analizarse igual que otros códigos culturalmente configurados, puesto que opera bajo signos objetivables (en tanto operativos en un contexto específico) y perceptibles que tienen la intención explícita de servir como indicio de significados subjetivos (Berger y Luckman: 52-54), en este caso manifiestos a través de las expresiones corporales y verbales. Por ello, el concepto emoción en el estudio de cultura y la sociedad es vital para comprender su conexión con la acción del individuo y el Verstehen que produce en su interpretación de la realidad. Con esta postura, reconocemos con Simon Williams y Gillian Bendelow la necesidad de reivindicar el estudio de las emociones desde la sociología y, particularmente, desde la antropología para "repensar la relación entre conocimiento y emoción y construir modelos conceptuales que demuestren la relación constitutiva entre razón y emoción" (Williams y Bendelow, 1998: xvi), en un intento por compartir la crítica postestructuralista/postmodernista al modelo cartesiano de la razón e incorporar la emoción como categoría analítica para la interpretación de la acción social y cultural. Al mismo tiempo, coincidimos con ellos en resaltar el énfasis que implica considerar la emoción como un índice corporeizado de la expresión "base del self, la socialidad, la significación y el orden localizados dentro de los límites socioculturales de la vida cotidiana, y de las formas ritualizadas de interacción e intercambio" (Williams y Bendelow, 1998: xvi-xvii), sin la cual no es posible comprender la referencia motivacional subjetiva y simbólica que propuso Weber para definir la acción social.

 

Emociones culturalizadas: la sociología de la emoción y su interpretación semiótica

Desde el punto de vista sociológico, la emoción es una categoría de análisis reciente. Eduardo Bericat (2000) reconoce la importancia de la obra de Arlie Russell Hochschild, The Sociology of Feelings and Emotion, publicado en 1975, como ensayo pionero en el análisis de las emociones. De acuerdo con Bericat, Hochschild entiende que las emociones están orientadas a la acción, pero también hacia la cognición, de modo que están condicionadas tanto con las expectativas previas a una situación como con su función de señal para indicar "la autorrelevancia para el propio actor de una situación dada" (Hochschild, 1979, en Bericat, 2000: 160). De acuerdo con Bericat, las emociones son importantes porque "reflejan la perspectiva vital del actor en sus contextos, marcando de esta manera una vía de acceso diferente para el análisis de las definiciones de la situación" y, por ende, "para el análisis social" (ibídem).

Al seguir a Bericat, reconocemos la importancia que para Hochschild tienen las emociones, pues están "cargadas de significados, de sentidos anclados en unos específicos contextos socio históricos", los cuales se articulan en tres dimensiones:

• La dimensión normativa, en la que se entiende que las normas sociales también se aplican a las emociones, como modo de control social "que definen lo que debemos sentir en diversas circunstancias, indicando cuál es el sentimiento apropiado y deseable en cada caso".

• La dimensión expresiva, que se basa en las normas sociales para indicar la intensidad, la dirección y la duración de la emoción.

• La dimensión política, que legitima la emoción clínicamente (desviaciones "normales" de la expresión de la emoción según los parámetros de un actor "sano"), moralmente (donde el juicio cuestiona la legitimidad de sentir o no algo), y socio-institucionalmente (conforme al lugar y la situación en la que el actor siente o manifiesta una emoción) (Bericat, 2000: 160).

Con estos parámetros, Bericat indica que el estudio de las emociones puede "orientarse hacia el análisis del sistema emocional que portan las ideologías, ancladas en distintas posiciones de una estructura social y, por tanto, asociadas a distintos modelos o patrones de intercambio". En este sentido, la "cultura emocional" se refleja "ideológicamente de acuerdo con modelos vinculados al orden de las castas o de las clases sociales, al de los grupos étnicos o a los de género" (Bericat, 2000: 164), y puede ser interpretada como fundamento de la acción social y comprender así su dimensión afectiva.

Esta interpretación culturalizada de la emoción como base para la acción social puede entenderse mejor al considerarla, según la misma Arlie Russell Hochschild, como "otro sentido", mediante el cual aprendemos y reaprendemos acerca de la relación "constantemente cambiante entre el self y el mundo, tal y como el mundo significa para el self..." (Hochschild, 1998: 5-6). Aunque Hochschild reconoce que la emoción está constituida por una base biológica, también afirma que existe un aspecto social que no puede deslindarse de ella: una "yuxtaposición entre una expectativa reciente y una aprehensión inmediata" que inducen al sujeto a considerar la normatividad que la cultura y la ideología le imponen para expresarse emocionalmente (ibídem: 6). Esta yuxtaposición opera tanto la dimensión expresiva como la dimensión normativa, en una especie de "diccionario emocional" (ídem) que la cultura ofrece al individuo para formular una acción emotiva que resulte significativamente definida conforme los fines que persigue al expresarse. En esta misma yuxtaposición entra en juego, además, la experiencia individual del sujeto, cuya historia le permite interpretar la situación y adecuar su emoción conforme las circunstancias que la detonaron. Tal proceso implica no sólo el reconocimiento de la emoción y su expresión, sino las condiciones simbólicas y significativas que serán interpretadas dentro del contexto en el que la emoción es expresada, lo que remite necesariamente al sujeto a un proceso de "control"3 de la emoción y de su expresión verbal y corporal, para acceder a la comprensión que espera en el otro que lo observa.

Esta interacción, forzosamente comunicativa, deviene en importancia en tanto la emoción es susceptible de ser significada, primero por quien la experimenta y la expresa, luego por quien percibe esa expresión. Dicho de otro modo, la acción social es necesariamente interacción comunicativa localizada cultural y socialmente, en tanto "proceso de afectación mutua en donde los interlocutores ejecutan recursos tanto emocionales como cognitivos" (Crossley, 1998: 16). Los componentes o signos, no verbales o verbales, se ponen en juego para la interpretación de la emoción en la situación social donde se genera, lo que lleva a entender que la emoción no es exclusivamente un estado subjetivo de la mente humana sino, como propone Anna Wierzwika, una estructura simbólica que permite reconocer tanto un referente corporal (sentimiento o feeling) como un pensamiento (entendido como referente social —o representación simbólica, desde el lenguaje— que acompaña a ese sentimiento; Wierzwika, 1999: 11-12). Así, la concepción que Wierzwika propone sobre la emoción —un sentimiento basado en un pensamiento (thought based feeling; 1999: 15)— sugiere, en coincidencia con Hocshchild, una relación directa con la realidad, puesto que la percepción de una emoción se construye a partir de una situación dada —o, como dice la misma Wierzwika, un "escenario prototípico", culturalmente hablando— (ibídem). Esta interpretación de la emoción como un constructo intersubjetivo permite reconocer la importancia de las emociones en la estructura simbólica que genera las acciones dentro de la vida cotidiana, puesto que es susceptible de ser observada, registrada e interpretada a partir de la hermenéutica del actor mismo.

Ahora bien, si, como decimos, la emoción comprende una estructura simbólica que se articula a partir de la dialéctica entre la experiencia individual en la vida cotidiana y los referentes normativos que han sido construidos culturalmente para regularla, es una condición obligada del análisis de las emociones el asociarlas a la cultura y comprender, como anunciamos al inicio, las formas en las que las emociones se corporeizan para servir de vínculo entre la experiencia individual y el Verstehen del sujeto sobre la realidad. Este interés se basa en la concepción de la cultura como "caldo de cultivo" para la generación de significados y su circulación en todos los ámbitos de la vida social. Epistemológicamente, se entiende que la cultura precisa de estrategias de construcción de sentido (es decir, procesos de significación) como vehículos para la articulación de los códigos sociales con la acción, de tal suerte que existen procesos comunicativos que articulan la producción de sentido en contextos socioculturales específicos, con la resignificación que los actores sociales asignan a los sentidos sociales a través de su acción cotidiana.

De acuerdo con Klaus Brun Jensen (1995), existe actualmente una discusión en cuanto a comprender la comunicación (entendida en general como un proceso de articulación de sentido entre instituciones y grupos sociales) como un fenómeno "sociomaterial y semiótico-discursivo", en el que los actores sociales (sean estos sujetos individuales o colectivos) juegan un papel fundamental (Jensen, 1995: 18). En la lógica de esta actividad, Jensen retoma la propuesta de Charles S. Pierce sobre la semiosis social, para considerarla como un proceso continuo de significación "que orienta la cognición y acción humanas", el cual puede considerarse también como un mecanismo continuo de reacción "que transmite el significado de la acción social" (ibídem: 29). Esto nos remite, en consecuencia, a los procesos de producción, circulación y apropiación de significados que se suceden en los actos comunicativos contextualizados en distintos ámbitos de la acción social, al mismo tiempo que supone que los actores sociales (en tanto audiencias participativas de distintos fenómenos de producción de sentido), se representan el mundo a través de los signos que componen la actividad social.

Así, la vida cotidiana es un espacio social fundamental para las construcciones de sentido necesarias para interpretar la realidad y donde los signos juegan un papel primordial en tanto portadores de significado, pues las diferencias que genera su interpretación, en la ubicación espacio-temporal (Giddens, 1995) y contextual de los sujetos que los interpretan, permiten la configuración de códigos de interpretación y reconocimiento sobre la realidad, para actuar en ella. Por tanto, cualquier práctica cotidiana en constante interacción con su entorno opera multiplicidad de significados que la configuran para activarlos en los procesos de semiosis social. La activación significante permite, como dice Jensen, articular y rearticular a la sociedad, atribuyendo significado a los elementos del contexto comunicativo que interviene en este proceso: las otras personas, los sucesos cotidianos, las estructuras sociales (ibídem: 21).

La comunicación se convierte, en este proceso de interacción social, en práctica indispensable para que los sujetos entablen "mutuamente un proceso social de semiosis que hace referencia a un objeto de interés común y, en consecuencia, negocian el estado de los diferentes signos para llegar a un grado de intersubjetividad", que permita la inclusión de estos actores (que pueden ser individuales o colectivos) dentro de la acción social. Ello indica, pues, que la interacción comunicativa permite que los agentes sociales sean capaces de redefinirse mutuamente, así como sus intenciones y contextos, como "sujetos y objetos de la acción, como fines y medios de la sociedad" (Jensen, ibídem: 21), por lo que la activación de una discursividad capaz de poner en juego las apropiaciones de los significados al interior de la vida social, ayuda a comprender los modos en que esos significados han sido construidos. En otras palabras, como el discurso incluye la interacción cotidiana y las formas de conciencia que constituyen el medio de la construcción social de la realidad (Berger y Luckman, 1996), es posible pensar en el discurso como portador de las construcciones de sentido que se configuran a partir de la interacción entre actores sociales.

La definición que da Jensen sobre el discurso se vuelve, entonces, fundamental para entender los procesos de la acción emocional: si el discurso se entiende como el uso del lenguaje y otros sistemas semióticos en contextos sociales, incluyendo las prácticas (a las que Jensen les añade una condición de reflexividad; ibídem: 108), la apuesta estriba en estudiar las condiciones de semiosis social que ponen en juego una amplia diversidad de operaciones discursivas —simbólicas y significantes— dentro del fenómeno de la emoción. Si, como dice Wierzwika, la emoción se articula con escenarios sociales para la significación de los mismos, habrá que estudiar cómo es que los códigos que norman la expresión de las emociones inciden, como indica Hochschild, en la interpretación de la cultura a través de ellas y de sus efectos en la acción social.

Por otra parte, aunque Wierzwicka apunta la necesidad de un escenario en el que sentimiento y pensamiento se integren para generar una emoción, la concepción situacional de la emoción no apunta las estrategias que los actores tienen para articular emoción y escenario social, ni cómo opera el estatus de significación de las emociones en la interpretación de la vida cotidiana, pues su enfoque es fundamentalmente lingüístico. Hace falta, entonces, un modelo que explique cómo las emociones pueden, al mismo tiempo, ubicarse dentro de un contexto social que las norme y servir como detonantes para la significación de la vida cotidiana, especialmente cuando esta última ofrece múltiples escenarios para la conformación de las identidades sociales.

Al recordar Jensen la vieja propuesta de Pierce sobre la semiosis social, hace énfasis en que, dentro de la lógica de la significación, existe un tipo particular de signo que Pierce denomina interpretante,4 y que sirve al actor para "orientarse e interactuar con una realidad diversa de cosas, eventos y discursos", de modo que cualquier interpretante detona una consecución de asociaciones entre signos: la interpretación del sentido que se construye en cada asociación, lo que obliga a comprenderla como "un proceso continuo de la interacción humana con la realidad, en tanto un acto a la vez, internaliza los fenómenos externos a través del medio de los signos" (Jensen, 1995: 22). Esta concepción semiótica de la interacción social —y, por ende, de la cultura— implica que "todos los fenómenos sean siempre conceptualizados y sujetos de semiosis". De acuerdo con lo anterior, Jensen implica que el sentido del yo, desde la mirada de Pierce, es "el indirecto y acumulativo resultado de numerosas semiosis cuya consistencia sugiere un centro subjetivo" (ibídem), lo cual reformula la interpretación del Verstehen de Weber para identificarlo no ya como una referencia, sino como un recurso de significación construido desde la racionalidad del individuo.

La consideración de la emoción desde un punto de vista social, cultural y racional (en tanto mecanismo de control para regular la expresión afectiva) pone sobre la mesa el papel de los interpretantes emocionales para la semiosis social. Jensen indica que los interpretantes emocionales refieren a diferentes aspectos de los efectos producidos por la comunicación (Jensen, 1995: 24), que pueden considerarse como interpretantes finales, ya que inducen a la semiosis a un proceso ad infinitum que se concentra en "el efecto que el Signo podría producir sobre cualquier mente cuyas circunstancias le permitan trabajar sobre estos efectos" (Pierce, citado en Jensen, ibídem. El énfasis está en el original). Jensen apunta aquí que Pierce concebía en ocasiones al interpretante final como el último eslabón en una cadena interpretativa que podría conducir a la transformación de la acción social. Cito aquí la expresión literal de Pierce, a fin de comprender cabalmente sus implicaciones en la antropología:

It can be proved that the only mental effect that can be so produced and that is not a sign but is of a general application is a habit-change; meaning by a habit-change a modification of a person's tendencies toward action, resulting from previous experiences or from previous exertions of his will or acts, or from a complexus of both kinds of cause (en Clarke, 1990: 83, citado en Jensen, 1995: 24-25).

Esta conexión entre la semiosis y la acción resulta crucial para entender la operatividad de las emociones en la vida social, y, al mismo tiempo, invita a la búsqueda por estrategias metodológicas que permitan construir el dato sobre las "modificaciones de hábitos" implícitas en la significación y la operatividad de los significados en la acción social. Dicho en términos sociológicos, concebir las emociones como signos interpretantes de la vida social ofrece la posibilidad de reinterpretar las estrategias metodológicas de la antropología, la sociología y, ahora, la comunicación, para orientar el análisis hacia una "racionalidad afectiva" que permita resolver la dualidad cartesiana de la vida social y resignificarla como un conjunto de interacciones comunicativas, cuya base emocional detona la semiosis social.

 

Identidad masculina y semiosis social: la intersección emocional

Vista desde esta perspectiva, la semiosis social de las emociones es un objeto de cuyo análisis pueden derivar nuevas interpretaciones sobre la vida cotidiana. Esto porque la dimensión afectiva de la acción social ayudaría a reconocer cómo sus recursos tradicionales (medios y fines) tienden hacia el reconocimiento de su aspecto más subjetivo, y que resulta significativo para su comprensión total. En este sentido es que podrían explicarse fenómenos sociales relacionados con lo afectivo: la tendencia a la baja del matrimonio y la tendencia a la alta de la soltería como opción de vida (Castells, 1999: 163-164); los vínculos emocionales que afectan las relaciones al interior de la familia; el alto índice de enfermedades derivadas del estrés citadino, por ejemplo. En todos ellos existe un índice emocional lo suficientemente significativo como para ser interpelado por el análisis antropológico y semiótico.

De interés particular, y siendo congruentes con esta postura, creemos que el análisis de las identidades de género puede entenderse desde la acción emocional. Esto porque el estudio de las masculinidades resulta de importancia pues enfatiza el reconocimiento de ese "otro" que las mujeres han reconocido como eje referencial para comprender las diferencias en el uso del poder, la dominación y la ideología. Como ha dicho recientemente Patricia Ponce:

Una vez cuestionada la condición de las "mujeres", problematizar sobre la construcción de las masculinidades era sólo cuestión de tiempo. La perspectiva de género [...] al insistir en la importancia del rescate de las experiencias masculinas para el análisis y la comprensión de las complejas relaciones existentes entre los sexos contribuyó, en los últimos años, al desarrollo de los estudios sobre "los hombres" (Ponce, 2004: 7).

La emergencia de estos estudios conlleva la comprensión de que no existe "una" masculinidad, sino una amplia variedad de manifestaciones, derivadas todas de los distintos espacios públicos y privados en los que los hombres intervienen. Así es como se han desarrollado diversas investigaciones sobre lo que significa ser "hombre", sobre cómo se hace un hombre y cómo actúa un hombre, puesto que:

[...] la construcción de "la masculinidad" es un proceso complejo en el cual se combinan el poder, el dolor y el gozo en el marco no sólo de la socialización, la exigencia social y los estereotipos dominantes sobre "la masculinidad", sino también de la propia construcción de las subjetividades acordes con las representaciones hegemónicas de lo que implica ser varón, es decir, "hombre de verdad", "hombre con letras mayúsculas" (Ponce, 2004: 7-8).

Al ser la paternidad una de las dimensiones importantes de la masculinidad —dada su evidente agencia en la conformación de la institución familiar— supone la cristalización de buena parte de los esquemas simbólicos del modelo masculino (la proveeduría, la responsabilidad, la capacidad de procreación, el control y la toma de decisiones sobre otros —pareja, hijos—, entre otras). El interés por este aspecto de la masculinidad deriva de ciertos rasgos sociales, económicos y culturales que reflejan los cambios que el denominado modelo hegemónico de masculinidad sufre en nuestros tiempos. Su análisis requiere no sólo comprender las relaciones que existen entre los códigos de masculinidad y las variaciones en el ejercicio de la paternidad, sino también revisar la cuestión emocional como elemento sustancial en tanto vínculo significante entre la identidad y la acción, entre el yo y la agencia.

Por lo anterior, se hace necesaria una revisión de la masculinidad desde distintos ángulos: el género y sus mitos fundantes, el rol social y sus responsabilidades, y la diferencia con la feminidad no sólo desde el punto de vista cultural, sino desde la misma percepción y experimentación de la realidad a través de sus propios códigos (Kindlon y Thompson, 1999), y de los efectos que éstos tienen en la interacción con otras personas.

La introyección de los códigos de masculinidad, construidos social, cultural e históricamente, forman un estilo particular en el varón para comprender y ejercer su "derecho a la afectividad", de modo que la exteriorización de sus emociones está ligada a la continuidad de su biografía como varón y a la reflexividad que detone la experiencia de la paternidad y la pareja. Y esto porque los códigos de masculinidad respecto de las actitudes y las emociones, en tanto difieren de los códigos femeninos, alimentan el autoconocimiento del varón y su trayectoria dentro de las interacciones sociales que circundan a la familia. La incidencia, además, de los factores de cambio que ha generado la posmodernidad (Giddens, 1998; Castells, ibídem) en las estructuras sociales y culturales, hacen que la emoción se convierta en factor fundamental para comprender las estrategias de relación entre el varón y su entorno, entre el padre y su familia, entre el hombre y su pareja. La discusión, entonces, estriba en identificar las articulaciones que la paternidad, la masculinidad y la emoción masculina generan para reconfigurar la identidad del género en la actualidad.

El imaginario general sobre la paternidad actual habla de procesos de transformación, de reacomodo y de recomposición del modelo patriarcal, aunque con ciertos matices, pues los estudios sobre masculinidades y paternidad continúan encontrando contradicciones al respecto. Como dice Audrey Liceaga, al cuestionar el imaginario sobre el padre ausente: "Las conclusiones de la mayoría de los estudios realizados en los últimos diez años acerca del rol del padre en la familia apuntan en sentido contrario: todo indica que la función paterna tiene una influencia profunda en el desarrollo social, emocional e intelectual de sus hijos" (Liceaga, 2000). No obstante lo anterior, también es evidente que esta función paterna y masculina sufre modificaciones, mismas que pueden entenderse al reconocer el papel de la mujer en las transformaciones de la vida laboral, gracias a su inserción a partir del inicio de los años ochenta, especialmente en América Latina, y en las transformaciones de la vida familiar que conlleva este fenómeno (Chant, 2003: 161 y ss.; 194 y ss.; Montesinos, 2002: 43), al grado de observar cambios importantes en las relaciones de pareja, en las relaciones familiares y, especialmente, en el modelo que sustenta a la familia (Montesinos, 2002; Seidler, 2000; Chant, 2003).

Para Rafael Montesinos, el que la paternidad esté cambiando a partir de los procesos arriba citados, implica pensar en:

[...] la paradoja que significa el intentar replantear el modelo tradicional de la paternidad, para dar paso a una paternidad cifrada en un ejercicio racional de la autoridad que genere relaciones familiares más placenteras y libres del peso de normas anticuadas que provocan más el distanciamiento entre los miembros del círculo familiar que una proximidad construida a partir del afecto y el respeto por los demás (Montesinos, 2002: 171 y ss.)

Si la paternidad, como indica este autor "es una de las formas sociales mediante las cuales se expresa la identidad masculina" y está en transformación, es necesario comprender "la retroalimentación simbólica existente entre el individuo y la colectividad, en la cual el varón reproduce un esquema introyectado de ese rol que intenta ser enriquecido a partir de la experiencia concreta y de la capacidad reflexiva..." de cada padre (Montesinos, 2002: 173; el énfasis es mío). Aunque esta idea sobre la paternidad afectiva todavía tiene un largo camino por recorrer, parece que está trascendiendo la condición tradicionalmente tangencial del hombre para la procreación (en el sentido de la incapacidad "natural" para la "crianza"). Esto porque las condiciones sociales y culturales de la modernidad están transformando la definición de la paternidad hacia una dirección más cercana y emocional, tal y como se indica en el reporte de la ONU sobre el "Estado de la población mundial, 2000":

Las cambiantes circunstancias están creando tensiones similares en hogares de América Latina [...] En las últimas tres generaciones, han cambiado las expectativas de los hombres en calidad de conductores y protectores del hogar [...] Según una reciente encuesta de opinión pública en dos ciudades peruanas, Lima y Callao, se llegó a la conclusión de que en el ideal de paternidad ahora se valora el afecto para con los niños y la comunicación con ellos.5

Pero, ¿qué significa esta transformación? Por un lado, está el modelo hegemónico masculino, antes mencionado, en el que aparecen como condicionantes de su constitución desafíos o mandatos (trabajar, formar una familia y tener hijos) que conducen al varón a construir una identidad en función del hacer y el tener para "ser un padre": es, como apunta Olavarría "un elemento estructurante del deber ser en el ciclo vital de los hombres [...] uno de los pasos fundamentales del tránsito de la infancia/adolescencia hacia la madurez".6 Por otro lado, está la condición afectiva, que ha llevado al hombre "a cuestionarse, provocando cambios en su concepción de hombre y de padre"7 ya que las emociones generadas en el ejercicio de la paternidad están ligadas tanto a la responsabilidad como a la relación con los integrantes de la familia y a los efectos que esas emociones inducen en la interacción cotidiana. Sin embargo, los factores económicos y culturales de la actualidad, al condicionar el ejercicio de la paternidad, especialmente en lo que se refiere a la apropiación de la normativa hegemónica, parecen conducir a los hombres a un profundo cuestionamiento sobre su papel como padres. Si, como dicen Guttman, Viveros y Olavarría, la agencia resulta un factor determinante en la significación de la masculinidad, y en este caso de la paternidad, tenemos que los hombres, desde su subjetividad, se ven obligados a cuestionar el modelo patriarcal porque:

[...] encuentran que el patrón tradicional patriarcal de la paternidad pierde vigencia, las condiciones materiales, las exigencias de mujeres e hijos y sus propias aspiraciones lo cuestionan. Asimismo, las demandas de sus mujeres por mayor autonomía y equidad, por mayor intensidad afectiva e involucramiento de los padres en la crianza de sus hijos [...]

Finalmente, las propias aspiraciones, especialmente de los varones más jóvenes, por participar más estrechamente en la crianza y crecimiento de sus hijos y compartir con su pareja las responsabilidades de proveer la familia, le plantean preguntas que no tienen respuestas claras en torno a su paternidad (Olavarría, ibídem).

Esto se ha interpretado como un cambio en las formas tradicionales de la paternidad (proveedor, responsable, dominante), hacia una dirección más compartida de las responsabilidades, hacia una compenetración más fuerte en el acompañamiento de los hijos, hacia una búsqueda de nuevas definiciones de la constitución familiar. En términos sociales, Olavarría afirma que estos cambios "han impactado los significados subjetivos de lo doméstico, ha introducido nuevas prácticas y creado una serie de nuevos dilemas" que los padres se han visto forzados a enfrentar (Olavarría, 2003: 333), como el reconocer que las mujeres, al ingresar a la fuerza laboral "no regresan [temprano] a casa", ya que implica no sólo el reordenamiento de la vida familiar, sino modificaciones en "las relaciones y significados" que se articulan entre hombres y mujeres, y en lo que para los hombres significa "ingresar a la esfera de lo privado" (2003: 335).

En otras palabras, parece que la paternidad dirige su reconfiguración desde lo masculino hacia un reconocimiento no sólo de las condiciones sociales del hombre como actor social, sino también de la condición emocional, que culturalmente está controlada por los cánones del modelo hegemónico que define lo masculino en nuestra cultura. En este sentido, el punto de vista de Guttman respecto de la constitución de la identidad masculina desde "lo que los hombres dicen y hacen para ser hombres, y no sólo en lo que los hombres dicen y hacen" (Guttman, 2000: 43-44), ayuda a comprender la paternidad desde su aspecto simbólicamente operativo: la práctica que se entiende a partir de la asunción de ciertas actitudes y actividades derivadas de la situación de procreación (sea ésta consentida o no por el individuo) y las responsabilidades que genera. Por tanto, para entender no sólo el ejercicio de la paternidad como una manifestación de la masculinidad, sino también su elemento afectivo, como recomienda Montesinos, y especialmente la "retroalimentación simbólica" entre individuo y sociedad, es necesario estudiar y comprender las variaciones que la paternidad manifiesta en nuestros días dentro de un marco que explique los efectos no sólo sociales y económicos, sino emotivos y significativos que tiene la posmodernidad en los significados de la paternidad y en las transformaciones que su nueva condición genera en el reordenamiento de lo masculino.

Hasta este momento, los estudios sobre masculinidad y paternidad han hecho patente la importancia de los cambios por los que el ideal hegemónico y patriarcal transita en nuestros días. Tanto Guttman como Olavarría han encontrado que, al menos en lo que respecta al desempeño de funciones domésticas, los hombres se han incorporado a la vida privada de la dinámica familiar (Guttman, 2000; Olavarría, 2003), de modo que significan su participación como un ejercicio de afecto, compañía y amor e, incluso, como un deber moral. El comentario de Olavarría al respecto indica que hay cambios en los significados que los hombres que estudió en la ciudad de Santiago de Chile están construyendo sobre su inserción al ambiente doméstico, pues "...presentan una autoimagen favorable, que refleja el hecho de que han asimilado una mirada más igualitaria en sus relaciones de pareja, y una mayor intimidad con sus hijos" (Olavarría, op. cit.: 341-342). Sin embargo, este autor apunta también el riesgo que se corre al no reconocer la otra cara de la moneda, cuando se trata de padres desempleados temporal o consuetudinariamente que sufren el efecto de la depresión debido a su percepción como hombres, condición que afecta tanto la relación de pareja como la respectiva con los hijos (Olavarría, 2003: 338-345).

El énfasis en lo emocional, entonces, adquiere relevancia antropológica para los estudios de género, en especial para los estudios de masculinidad, pues parece condicionar la significación y la respuesta de los hombres frente a los efectos económicos y sociales del cambio en el modelo patriarcal. En este sentido, es importante preguntarse cómo es que las emociones derivadas del ejercicio de la paternidad inciden en la reconfiguración de las identidades masculinas, y en las relaciones que estos hombres-padres mantienen con sus familias y sus coetáneos. Ello requiere de una comprensión de lo emocional a partir, como ya hemos indicado, de una perspectiva social y antropológica, basada en la operatividad de la semiosis social que sirva para delimitar las fronteras epistemológicas entre lo racional y lo emocional de la acción social. Y esto en el marco de las diferencias sociales y culturales que puedan aparecer en un estudio de tal naturaleza, porque no hay certeza de si tal serie de cambios y condiciones de la paternidad actual opera en todas las clases sociales, en todos los territorios, en todas las culturas. Al menos, los estudios hechos por Guttman en un barrio popular de la ciudad de México, por Olavarría en Santiago de Chile, Escobar Latapí en ciudades como Guadalajara, Monterrey y la ciudad de México —por citar sólo los aquí mencionados—, indican que estos cambios identitarios aparecen en distintas clases sociales, pero especialmente en las clases media baja y media que viven en espacios urbanos de alta concentración poblacional.

De seguir con esta pista, se mostraría que las circunstancias actuales de la dinámica laboral, por ejemplo, inciden en la reconformación simbólica y operativa de la identidad de los padres, tanto por lo ya comentado sobre la inserción de la mujer a la vida laboral, como por la reformulación de los espacios de trabajo —cuya tendencia apunta hacia el trabajo individualizado en los sectores de servicios secundarios y especializados, desincorporado de los grandes conglomerados obreros y desterritorializado de las fábricas o los enclaves industriales—. En este sentido, es posible pensar que el fenómeno de reconfiguración de las identidades masculinas y paternas a partir de la condición afectiva puede ser un fenómeno transclasista, al menos urbano, ya que las condiciones actuales que ofrece la posmodernidad inciden en distintas estructuras sociales y culturales que operan en la ciudad como territorio global que localiza las fuerzas del mercado y de la "mundialización de la cultura" y las resignifica para apropiarlas a su contexto y su territorio. Podría aventurarse, incluso, que estos cambios —que han empezado a ser considerados en el análisis social desde la década de 1990— repercuten en la acción cotidiana de los hombres y las mujeres quienes, en el marco institucional de la familia, parecen reformular sus relaciones y reordenar sus acciones —y lo que para ellos significan— en una suerte de identidad proyecto (Castells, ibídem: 31) cuyo Verstehen se encuentra en plena fase de definición.

 

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Notas

1. El análisis de las emociones, y su clasificación, es tema de discusión en distintas disciplinas, pero especialmente para la psicología, y desde distintas perspectivas, luego de que el darwinismo positivista las consideró con un papel adaptativo, por lo que se le ha asociado con los motivos para detonar la acción (Rodríguez, 2000: 1). En tanto proceso biológico, la emoción parece estar vinculada a distintos procesos físico-químicos, a través de los cuales el organismo "valora" la favorabilidad o peligrosidad de una situación. Sin embargo, desde un punto de vista cognitivo, esta "valoración" no aborda todos los aspectos de la emoción, pues es un proceso complejo que surge "como respuesta a las estructuras de significado de determinadas situaciones; diferentes emociones surgen en respuesta a diferentes estructuras de significado..." (Frijda, 1996, citado en Rodríguez, 2001: 4).

2. Dylan Evans (2002) propone una clasificación general de las emociones, en la que distingue tres tipos: emociones básicas, emociones cognoscitivas superiores y emociones culturalmente específicas. Las emociones básicas son universales e innatas, y estarían incluidas todas aquellas que tienen un inicio rápido y una duración fugaz —"unos segundos cada vez": alegría, aflicción, ira, miedo, sorpresa, repugnancia (p. 22)—. Las emociones cognoscitivas superiores serían también universales, aunque presentarían una "mayor variabilidad cultural" por ser "esencialmente sociales": el amor, la culpabilidad, la vergüenza, el desconcierto, el orgullo, la envidia o los celos (p. 42). Finalmente, Evans define las emociones culturalmente específicas en tanto "...se desarrollan si estamos expuestos a ellas a través de nuestra cultura" (p. 32), ya que "...dotan de recursos a las personas para superar situaciones difíciles" (p. 33), aunque no las ejemplifica.

3. Hochschild utiliza el término emotion management para identificar el proceso mediante el cual el individuo, de manera consciente o inconsciente, decide generar o eliminar sentimientos y emociones, de acuerdo con el "diccionario emocional" que su cultura le ofrece (1998: 9). A efectos de la traducción, he optado por la idea de "control" para representar tanto la dimensión significativa de la acción emocional como su operatividad en el contexto en el que ocurre.

3. Hochschild utiliza el término emotion management para identificar el proceso mediante el cual el individuo, de manera consciente o inconsciente, decide generar o eliminar sentimientos y emociones, de acuerdo con el "diccionario emocional" que su cultura le ofrece (1998: 9). A efectos de la traducción, he optado por la idea de "control" para representar tanto la dimensión significativa de la acción emocional como su operatividad en el contexto en el que ocurre.

5. Informe sobre el Estado de la Población Mundial, ONU, 2000, capítulo 4, pp. 32.

6. José Olavarría, "Ser padre en Santiago de Chile", en http://www.eurosur.org/FLACSO/artolavar.htm.

7. Ibídem.

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