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Espiral (Guadalajara)

versión impresa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.11 no.32 Guadalajara ene./abr. 2005

 

Estado

 

El laboratorio de la democracia en América Latina

 

José Luis Tejeda*

 

* Profesor titular del Departamento de Política y Cultura, UAM-Xochimilco, México. joseluis_tejeda@infosel.net.mx.

 

Fecha de recepción: 17 de agosto de 2004.
Fecha de aceptación: 22 de septiembre de 2004.

 

Resumen

El presente artículo realiza una revisión crítica de la cuestión de la democracia latinoamericana, la cual enfrenta retos y obstáculos nuevos. Por ello, en él se abordan temas ligados a la democracia latinoamericana, como la precariedad y fragilidad, las transiciones interminables e inacabadas que se confunden con la consolidación democrática, la crisis de la representación y el ascenso de la antipolítica. Finalmente, la polarización y el antagonismo económico, social y político en la zona se traduce en una confrontación de proyectos nacionales que tienden a enfatizar el orden y la seguridad, por un lado, y la cuestión social y la extensión de la democracia, por el otro.

Palabras clave: Democracia, fragilidad, transición, antipolítica, antagonismo.

 

En Latinoamérica se tuvo una de las oleadas democratizadoras más importantes del último trayecto del siglo XX. La mayor parte de las naciones del subcontinente padecían regímenes dictatoriales y autoritarios que se fueron desgastando y agotando para dar lugar a procesos políticos que implicaron una mayor liberalización y democratización en la vida de sus sociedades. En los inicios del siglo actual, se está cerrando la etapa complaciente de la democracia y se empiezan a manifestar obstáculos de diferente tipo que ponen en cuestión la vigencia, amplitud y existencia de la misma. Eso lleva a una reflexión detenida sobre su pertinencia, su profundización, su reacomodo a las nuevas realidades y circunstancias que tiene que enfrentar en la región. La intensidad y complejidad de la problemática política y democrática en la zona nos llevan a considerar al proyecto democrático de modo diferente a como se entiende y practica en otras latitudes del mundo, ya que nos encontramos con una serie de temáticas que se vuelven más nítidas con el desarrollo de los acontecimientos en el subcontinente. La democracia en América Latina es joven, frágil, inestable y está inmersa en un proceso político todavía por hacerse, en muchos sentidos. En este artículo consideramos al proyecto democrático como pertinente y vigente, como un proyecto que se ve orillado a enfrentar nuevos retos que deben ser sorteados favorablemente y que pueden ayudar a fortalecer procesos de liberalización y democratización en la zona, saliendo al paso de tendencias regresivas que quieren detener y abortar los incipientes y siempre débiles procesos democráticos latinoamericanos.

 

La democracia vulnerable y su debilidad crónica

El tema sobre la fragilidad de la democracia latinoamericana es recurrente y persistente, al punto de que parece ser una de las definiciones más precisas y consensuadas sobre el grado de aceptación que llegan a alcanzar los procesos democráticos en el área (Figueroa, 2002: 145-146). La cuestión democrática en América Latina vuelve a aparecer como relevante en la década de los ochenta. En vez de ser la regla y la norma predominante en la región, es más bien un hecho excepcional. La tradición despótica y autoritaria con raíces indígenas y coloniales hace que el asunto de la democracia sea visto con desdén, como un asunto periférico y como un proceso político implantado. Es como si fuera una experiencia que tarda un tiempo en ser asimilada por las comunidades políticas latinoamericanas y que tiene una supervivencia difícil y complicada con tendencias autoritarias que se sostienen por la inercia y por el peso abrumador del pasado.1 Ser demócrata de verdad se vuelve algo extraño e inusual, cuando lo habitual es establecer relaciones de poder y gobierno de corte autoritario. Así que el ascenso del régimen democrático sobreviene por la crisis de las otras formas de autoridad y gobierno. El democratismo se vuelve importante en la medida que los modelos de poder despótico y dictatorial dejan patentes sus limitaciones, en particular por la secuela devastadora de gobiernos militares y autoritarios que se extienden por la zona durante las décadas de los sesenta y setenta (Lechner, 1990: 17-19). La democracia es descubierta como un régimen político y como una forma de convivencia que permite pacificar las sociedades, amortiguar los conflictos políticos y establecer las condiciones para que la violencia y el antagonismo se vean reducidos sensiblemente. En este punto, los regímenes democráticos establecen una diferencia cualitativa por encima de los de facto y por aquellos sustentados en la fuerza y en la violencia.

Las condiciones para que se desarrollara el imaginario y la cultura democráticos en la zona presentan muchas variaciones nacionales, pero tienen en común que se hace una valoración negativa del autoritarismo civil y militar. La sociedad civil se extiende como el ámbito de la política intermedia entre el Estado coercitivo y los ciudadanos y el pueblo, que lleva a la proliferación de una política de consenso, tolerante, que desactiva la violencia y los conflictos irresolubles (Bobes, 2002: 378). La clase media se convierte en uno de los soportes estratégicos de la política democrática. Las tendencias predominantes entre las clases dominantes hacia la dictadura, el autoritarismo y la autocracia, así como de las clases marginadas a la revuelta y la revolución, se ven neutralizadas por el desarrollo de una política de compromiso con una comunidad pública que reconoce los derechos de los grupos subalternos mientras éstos mismos renuncian a la transformación violenta de las sociedades. Este consenso democrático en la zona se alcanza luego de que se extendieron los movimientos radicales y armados en el subcontinente y sobrevino después una respuesta militarista y oligárquica. Los resultados de las décadas de convulsión política resultaron demoledores, al punto de que una parte importante de los cambios democráticos tiene que ver con la administración del legado represivo de los años oscuros. El consenso democrático se extiende por el momento, pero los acuerdos que lo sostienen son inestables y de difícil pronóstico.

El régimen democrático se extiende por la zona durante la última parte del siglo pasado, pero tiene que convivir con una serie de circunstancias que le amenazan permanentemente y conspiran contra la consolidación, ampliación y profundización de los procesos democráticos en la región. Tan es así que se discute si el régimen democrático ha triunfado verdaderamente o incluso si resulta pertinente para enfrentar y resolver los problemas de las sociedades y las naciones latinoamericanas. La democracia se mantiene precaria y frágil ante factores de poder, instituciones y un marco valorativo que le resultan refractarios. Los poderes de las oligarquías económicas, terratenientes y empresariales, de los líderes autoritarios y de los caciques políticos, así como de los cuerpos coercitivos y represivos, hacen prevalecer su peso específico para impedir que los regímenes democráticos se implanten cabalmente. La institucionalidad es mínima y con más razón si nos referimos a las instituciones republicanas y democráticas. La relevancia que adquieren en la cultura latinoamericana los liderazgos fuertes y personalizados hace que las instituciones se sometan a los designios de los hombres con poder. Finalmente, hay que considerar que la propuesta democrática es propia de la cultura occidental. Si bien es cierto que en las tradiciones indígenas se encuentran vestigios de un democratismo comunitario, no es menos cierto que éste llega a confundirse con el caciquismo, con la ausencia clara de libertades individuales y se vuelve un elemento de coerción política. Visto así, resulta que la cultura democrática requiere de un lento y largo aprendizaje colectivo para llegar a extenderse mayoritariamente en las sociedades y comunidades latinoamericanas.

De ahí que puede resultar tan común el arraigo tan bajo que manifiesta la comunidad latinoamericana por el proceso democrático. Eso nos lleva a considerar el proceso democrático como una tendencia de larga duración que requiere asentarse a lo largo de varias generaciones.2 La dificultad que se tiene es que el tiempo político latinoamericano es apremiante y obliga a tomar decisiones fácticas. El decisionismo que se manifiesta en círculos empresariales y en los cuerpos represivos se convierte en una amenaza constante para la necesidad de tiempo extendido del proceso democrático. Los gobiernos democráticos son temporales y delimitados, pero en el caso regional es el mismo régimen político el que adquiere un carácter provisorio.3 De hecho, las coacciones de la temporalidad externa sobre el desarrollo propio latinoamericano llegan a afectar la maduración misma del régimen democrático. Aunque en algún momento es la misma globalización la que empuja a la apertura ideológica y política, se va convirtiendo igualmente en un factor de coacción permanente sobre el poder soberano, popular y de la ciudadanía de la región. Es lo que Mathías y Salama definieron alguna vez como el mercado mundial constituido que se vuelve un elemento de condicionamiento externo sobre los procesos de las naciones periféricas (Mathías, 1986: 3844). Si la democracia se mantiene frágil y en condiciones de precariedad se vuelve complicado establecer una política de largo alcance que permita cimentar a los actores sociales y políticos, a las instituciones y a las mentalidades en la vida democrática. De ahí que deban prevalecer los proyectos de larga data que permitan que la democracia se convierta en un elemento de referencia perdurable y duradero.

 

Transiciones incompletas e interminables

El debate de la transición se volvió relevante para la región, ya que la zona se vería inmersa en uno de los procesos de democratización de la última parte del siglo pasado. En Latinoamérica y en Europa del Este se van a vivir los movimientos democráticos más importantes de fines del siglo XX, y con ellos se desata la discusión sobre el tema de la transición. En la definición ya clásica sobre el punto se habla de la misma como el proceso político que permite el tránsito de un tipo de régimen autoritario hacia otro que puede derivar en cualquier cosa (O'Donnell, 1994: 15-18). Se entendía que se trataba de una transición democrática porque se veía a la democracia como un bien político positivo por alcanzar. En la medida que existía una insatisfacción colectiva y una incapacidad crónica del autoritarismo para mantener su legitimidad, se asumió el proyecto democrático para establecer un futuro viable y válido. Los sectores más dinámicos de las naciones, aglutinados en las sociedades civiles emergentes, se convierten en el motor central que empuja en la ruta de la construcción democrática, contando con la anuencia de grupos de poder económico nacional y transnacional y la lealtad de la inteligencia. La transición política estuvo en el centro de las definiciones de los procesos políticos latinoamericanos en la última parte del siglo pasado. Al principio, la transición se asumiría con optimismo por el simple hecho de salir del estado coercitivo y de fuerza en que se vivía anteriormente. La mayoría de las sociedades latinoamericanas quedaron paralizadas por el miedo, desmovilizadas y quebradas en su unidad interna. El fascismo y el autoritarismo dejan una huella profunda que haría que se viera la opción democrática como un respiro y un alivio al trauma que había marcado la vida de las naciones. De ahí que la transición se redujera a la política de los mínimos democráticos, tales como las libertades individuales, el derecho al voto y al sufragio, la existencia de una oposición organizada.4 A diferencia de una revolución democrática donde se comete el regicidio y se acaba con la figura simbólica y real del viejo poder, la transición implica una solución empatada.5 Las fuerzas civiles y democráticas acceden al poder pero tienen que mantener los espacios de las fuerzas del viejo orden y convivir con ellas durante un tiempo.

La convivencia o cohabitación en los marcos del proceso de transición democrática es particularmente difícil porque las fuerzas jóvenes entran al relevo y tienen que hacerlo mientras los poderes del autoritarismo y la dictadura se mantienen a la sombra. La existencia de pactos explícitos e implícitos va fijando los tiempos, los ritmos y la secuencia misma del proceso democrático. Si se jala demasiado la correa se cae en el riesgo de que las fuerzas restauradoras y autoritarias se agrupen y liquiden el proceso emergente. Si la transición no marcha y se queda truncada se puede caer en otro defecto en el proceso, que sería que las fuerzas democráticas quedaran sumamente debilitadas, aisladas y cayeran en la decepción y la desesperación. El manejo de la política de la transición va a ser crucial para entender los tiempos históricos del subcontinente y las fuerzas democráticas tienen que administrar los lastres del pasado autoritario a la par que se establecen los cimientos de un régimen nuevo.

La etapa posterior a la transición, denominada de consolidación —y aún más recientemente: la era de la postransición— se enfrenta a otros retos y dificultades, agudizados en el caso latinoamericano. Aunque las fronteras entre la etapa de transición y la de consolidación se vuelven borrosas, se mantiene la división analítica (Schedler, 2004: 32-35). Al salir de la etapa de una transición democrática, la solución de empate tiene que quedar atrás y dar lugar a un proceso que permita la implantación de una democracia plena que ataque asuntos que tienen que ver con los máximos de las democracias y con los modelos del ideal de sociedad. Esta etapa es más exigente ya que los puntos de comparación se establecen con los países avanzados del mundo, y en ese sentido los procesos latinoamericanos salen mal librados en el análisis. El abanico de asuntos que implican los máximos democráticos es tan amplio que, además, lleva a la conformación de puntos de vista y opiniones divergentes sobre el tipo de sociedad democrática que se quiere. Si el debate en los mínimos del proyecto democrático se concentra en la disputa del autoritarismo contra el democratismo, al dejar atrás la transición se llega a una discusión que conlleva las líneas centrales que debe incluir el régimen democrático del futuro. Los sectores de la democracia avanzada se interesan por ampliar los espacios de libertad y participación de la ciudadanía, la sociedad civil y las comunidades, se interesan asimismo por extender la cultura democrática a otros ámbitos de la vida civil y política, quieren contrarrestar la influencia de poderes informales, económicos, mediáticos y coercitivos que se presentan como obstáculos en la línea de alcanzar una democracia completa.6 En el otro extremo, se van reagrupando sectores autoritarios y conservadores que realizan una lectura distinta del proceso político nacional. Llegan a reclamar más orden, estabilidad y seguridad.7 En ese sentido, quieren reforzar los mecanismos de control y dominio que subsisten en el trasfondo de los Estados latinoamericanos. Esta óptica pretende limitar y mutilar el proceso democrático, cuando no abiertamente cancelarlo con una fórmula de autoritarismo civil o de gobiernos militares con consenso social. Estas disputas parecen volverse más intensas por el mismo abigarramiento que tiene el proceso político latinoamericano.

Si hacemos una recapitulación de los procesos políticos y democráticos de la última década del siglo pasado y de los inicios de la presente, nos encontraremos cuatro dimensiones claras que determinan los alcances de las transiciones y los cambios políticos en la zona: a) El fenómeno de Fujimori en Perú apuntaría a la salida del autoritarismo civil, cancelando espacios de libertad y participación social y popular. Ha representado el modelo más claro de cancelación del proceso democrático y de concentración del poder en manos de un jefe civil fuerte (Tanaka, 2000: 102-106). Mientras que en el resto del continente se daría un mayor rejuego entre el proceso democrático y las tendencias del pasado, en Perú se tuvo una involución más ostensible. Las condiciones de violencia política y de guerra de contrainsurgencia que se libra contra los movimientos armados sirven de contexto para que se cierren los espacios políticos (Strong, 1992: 199-204). En este caso es donde más evidentemente triunfó, por un tiempo, el autoritarismo civil. La amenaza de que la solución Fujimori se imponga en algún otro Estado latinoamericano se va a mantener hasta el presente, ya que combina el autoritarismo con la aplicación severa de las políticas económicas ortodoxas en la región, lo cual lo convierte en una opción viable para las élites económicas y políticas del área.

b) En otras experiencias tendremos transiciones incompletas e interminables, donde los militares, los grupos económicos y políticos del pasado quieren establecer la agenda de la transición tratando de que llegue lo menos lejos posible. En Chile, en concreto, el poder de los militares permite detener el proceso político, y tienen la capacidad para obligar a los gobiernos civiles a negociar permanentemente con ellos. Es una forma de democracia controlada, llamada también de los "amarres", que viene de la matriz dictatorial y militar que ejerce un poder de comando sobre el proceso de cambio político (Maira, 1999: 79-83). El régimen militar le llamaba democracia protegida al régimen que habían incubado y que tendría que ser desmantelado por el cambio político (Rojo, 2004: 141). Las transiciones incompletas se manifiestan por el hecho de que existe una fuerza infraestatal y fáctica que se opone a que el régimen democrático se establezca completamente. Estas fuerzas tienden a ver a los procesos democratizadores como fenómenos incómodos y pasajeros que esperan se vayan sedimentando con el paso del tiempo. Eso les permite restarle profundidad a la democracia y dejarla como un régimen político incompleto. Se puede llegar a tener una democracia en la superficie y un trasfondo duro que retienen grupos de poder económico, político, policiaco y militar. Es como si la transición, en tanto momento del empate de fuerzas, se estabilizara indefinidamente y se mantuviera el amago de regresar a un tipo de régimen autoritario. Es por eso que en Chile y en Argentina se ha tenido que pasar a una etapa de revisión del pasado represivo que implica el castigo a los militares represores con responsabilidad en los hechos de la "guerra sucia", para desempatar la transición política. En Chile se mantiene una lucha persistente por desmontar el aparato represivo heredado de la dictadura militar y por llevar a Pinochet a la prisión. Durante el gobierno argentino de Kirchner se revive la disputa legal y política por las leyes expedidas en el pasado, llamadas de Obediencia Debida y Punto Final, que les otorgaba la impunidad a los militares y eso permite que el proceso político se reactive, mientras que grupos de la derecha le condenan por esas decisiones y le piden que utilice la mano dura contra los "piqueteros" y huelguistas.

c) Las últimas transiciones políticas han resultado más cautelosas. En Perú la recuperación de la democracia al caer el régimen de Fujimori se sostiene sobre bases muy endebles, por el desencanto de la población ante los resultados de la democracia, y el gobierno de Toledo arranca con un alto grado de adhesión pero luego tiene que mantenerse en el poder con un nivel de aceptación y popularidad a la baja. En México se tendría la última transición importante del área cuando Vicente Fox, un candidato opositor, derrota al PRI, el partido del viejo régimen autoritario que se mantuvo en el poder durante más de 70 años. La revisión del pasado en materia de corrupción y de hechos represivos se ha dado en un par de casos, pero tienden a imponerse el arreglo y la negociación con el viejo régimen. Esta última transición se da en un contexto regional e internacional cada vez más adverso al proceso democrático, porque se le pone en cuestión, viene de regreso el autoritarismo o se enfrenta a retos nuevos que obligan a redefiniciones importantes del proyecto mismo de la democracia en la región. En México tenemos un régimen democrático incipiente (Meyer, 1998: 11-15). En Perú y en México se han experimentado las últimas transiciones políticas, ambas tienen una tonalidad conservadora que parece inclinar la balanza hacia los mecanismos de la restauración y de la gobernabilidad, más que en la extensión y desarrollo pleno de los cambios políticos democráticos. Las transiciones se detienen indefinidamente, se estancan y hasta se revierte su dinámica por el temor que existe en los bloques dominantes de que la transición llegue demasiado lejos y conduzca al desarrollo de alternativas nacionales y populares que tomen en sus manos los procesos de transición y democratización, imprimiéndoles otro sello. El factor nacional, social y popular se vuelve un elemento que tiende a inhibir los cambios políticos, ya que pueden radicalizarlos y llevarlos demasiado lejos, según los intereses dominantes.

d) A partir de un polo nacionalista, se desprende un cuestionamiento a las formas de la democracia representativa y liberal. En Venezuela observamos el proceso que más claramente estaría poniendo en duda la viabilidad de los procesos democratizadores en la zona, aduciendo que la democracia formal es demasiado estrecha y se le sustituye por un bonapartismo regional (Sánchez García, 2003: 50). El chavismo venezolano ha permitido la incorporación a la política de miles de pobres y marginales que el régimen de partidos clásico no alcanzaba a representar de una manera completa. Este fenómeno se ha hecho a costa de las clases media y alta, que se sienten ajenas a la política de nacionalismo radical que pregona el presidente venezolano. El chavismo iría transformando el régimen político venezolano hasta convertirse al autoritarismo en una alianza peculiar de militares con marginales, que establece otro bloque de poder en el continente. El intento por radicalizar el proceso democrático puede llevar a una recaída en un autoritarismo de izquierda. Entre el fujimorismo y el chavismo se establecen los extremos de transiciones y procesos políticos que viran hacia atrás o que pueden desbocarse. Lo que tendríamos hacia el centro es una miríada de procesos de transición inconclusos, inestables, con un esquema de convivencia difícil y complicado entre fuerzas democráticas y sectores autoritarios y conservadores.

 

Crisis de representación y antipolítica

La crisis de la representación política en el subcontinente ha sido particular por su agudeza y su contundencia. A la par que se dan los últimos empujes democratizadores contra los regímenes autoritarios que habían sobrevivido a la época, sobreviene una crisis de la democracia representativa, en tanto la representación se vuelve estrecha y la clase política se muestra incapaz de sostener los niveles de aceptación y legitimidad social y política que se tuvieron antaño. Las condiciones de precariedad democrática y el tipo de políticas económicas aplicadas por los grupos dirigentes en América Latina abonan hacia la crisis de la dimensión política. La crisis de representación tiene varios momentos y dimensiones, siendo el caso venezolano uno de los más singulares (Stambouli, 2002: 219-222). El régimen político venezolano derivado del Pacto de Punto Fijo en 1958 se muestra insuficiente para contener las protestas sociales y populares que acompañan a la implementación de los paquetes de política económica restrictiva (Mariñez, 2001: 49-50). Es una rebelión de la clase media, la que anuncia la crisis del modelo representativo tradicional. El chavismo se va a convertir en una respuesta militar y después electoral al hecho mismo de que los partidos políticos tradicionales de Venezuela se ven superados por el "caracazo" y la secuela que dejaría en la vida política del país. El chavismo dice responder a las fallas del modelo de partidos oligárquicos y excluyentes que existían en la sociedad venezolana y que perdieron su capacidad de conducción política. En ese sentido, la legitimidad popular se traslada a un líder carismático y providencial que atrae el apoyo de la mayoría de la población venezolana hacia propuestas que dicen superar los límites de la democracia formal para extender la democracia hacia niveles mayores de participación social y popular. El balance sobre el chavismo ha resultado desfavorable, porque en aras de anular la representación formal se han instituido formas de poder plebiscitario que destruyen las instituciones tradicionales y representativas, acabando con los contrapesos, y se tiende a sustituirlas con la predominancia del caudillo mesiánico y de la política presencial del "pueblo". La versión venezolana de la crisis de la representación es de las más llamativas, porque se ha querido sustituir a la democracia liberal por otro modelo que pretende elevar la participación de los sectores populares y marginales y todo queda en la presencia abrumadora del César regional.

En otras experiencias regionales se ha podido ver cómo el vacío de poder, la crisis de las instituciones, de la representación y más recientemente el desencanto ante las clases políticas, llevan a la gestación de liderazgos fuertes y emergentes a los que se desplazan las expectativas frustradas de la población. La tradición de líderes políticos fuertes en Latinoamérica nos viene recientemente de los populismos de la posguerra mundial, y ante la debilidad de las instituciones y las deficiencias en materia de cultura republicana y democrática se da la reaparición de figuras que dicen superar a las instituciones, los partidos políticos, las clases dirigentes y establecen una relación plebiscitaria directa con el pueblo. Los ejemplos en este sentido son diversos y lo mismo se han presentado con el nacionalismo populista del chavismo hasta los casos del Perú con Alberto Fujimori, primero, y luego con Alejandro Toledo. Lo cierto es que los partidos tradicionales tienen ahora una mayor dificultad para mantenerse como una alternativa de representación, y ejercer control y dominio sobre las sociedades latinoamericanas. En Perú en particular, la formación y el triunfo de la agrupación "Perú Posible", que llevaría a la presidencia de la república a Toledo en el 2001, expresa la crisis tan severa que se había tenido en materia de credibilidad y confianza de la clase política y las instituciones luego de los escándalos con los vladivideos que exhibieron los métodos de espionaje del gobierno peruano y la corrupción de un sector importante de los grupos dirigentes.

Ante tal sacudida, alguien tendría que ocupar el vacío político dejado por la crisis de credibilidad en Perú. Toledo lo cubre durante un tiempo, pero ese apoyo de la sociedad se vuelve evanescente ya que no tiene los niveles de compromiso que antes se alcanzaban. El incumplimiento de promesas de campaña, la falta de resultados y sobre todo el tratar de impulsar un programa de gobierno con políticas impopulares —como lo sería el hecho de intentar proseguir con las políticas de privatización— llevan al gobierno peruano a niveles de aceptación popular reducidos. En el subcontinente se gobierna con un grado de aceptación social y ciudadana estrecho, en la mayoría de los casos, y no es raro que esta crisis de confianza y credibilidad derive en violencia social y política o en la caída de gobiernos constitucionales, como ocurrió en Ecuador en 2000 y en Bolivia en 2003. En cierto sentido, lo que está ocurriendo es que la política pública de comando se vuelve más estrecha y las decisiones que se toman son impopulares. El electorado y la ciudadanía se han vuelto más exigentes y los paquetes de política económica ortodoxa tienen más dificultades para contar con la anuencia de las mayorías en la región.

Los partidos políticos, las instituciones representativas y las clases políticas se ven orilladas a establecer reformas radicales y drásticas si no quieren verse rebasadas por una tendencia creciente donde los actores sociales y políticos en Latinoamérica están poniendo en duda la viabilidad de los esquemas de representación política. Los partidos políticos tradicionales se mantienen con más dificultades que antes. En algunos casos, como en Colombia, se ha dado una tendencia muy visible hacia la fragmentación y la atomización de la representación política (Gutiérrez Sanín, 2002: 54-55). El viejo esquema bipartidista se ha roto y obliga a una redefinición del sistema de partidos y del régimen electoral en el país. Lo mismo ocurre en Argentina, donde los partidos que habían ocupado el centro de la vida pública en la mayor parte del siglo pasado, ahora se ven resquebrajados y terminan por dar lugar a nuevas agrupaciones y organizaciones derivadas del Partido Radical y del peronismo. La gestación de nuevos bloques políticos y de poder se vuelve común, ya que la estructura política tradicional tiene dificultades para mantener la interlocución ante un electorado y una ciudadanía enérgica y desencantada (Camou, 2000: 13-15).

Es, sin duda, en Argentina donde el fenómeno de la crisis de la representación política ha llegado a un punto límite. La crisis económica, social, política e institucional que se desencadena en 2001-2002, va a llegar a un estado tal que todo el entramado institucional y las clases dirigentes quedan seriamente cuestionadas y debilitadas por una ciudadanía radicalizada. La clase media cacerolista y los "piqueteros", desempleados y marginales protagonizan las jornadas de protesta y movilización que van a sacudir la vida nacional en el país y que conducen a una sucesión de presidentes en un breve lapso (Cherevsky, 2002: 120-123). En Argentina, la movilización de la ciudadanía radical levanta la consigna ¡Que se vayan todos!, con la que se quiere enfatizar que no existe confianza o credibilidad para institución o grupo dirigente alguno, luego de la crisis aguda que sacude la economía de las familias y las personas. Es la misma noción de representación la que se derrumba, pues no existe organización o grupo que pueda cubrir las expectativas de una sociedad en acción que desconfía y niega la existencia de intermediarios en el juego que se tiene que establecer con los poderes instituidos. La movilización argentina llega a tomar tintes de antipolítica y, por lo mismo, tiende a degenerar en ocasiones en una suerte de violencia irracional y sin sentido que sólo expresa la protesta y la indignación de la sociedad civil activada y radicalizada.

En principio se rechaza toda fórmula de representación, pero se llega a un momento en que se reconoce que se tiene que renovar y reconstruir cabalmente la vida política, organizada y partidaria. Si se van todos queda el vacío y alguien lo va a tener que llenar. A mediano o largo plazo se va a rehacer la estructura de representación, sólo que la movilización radical y los signos de antipolítica y de violencia social que se han dado obligan a un entramado representativo más acotado, vulnerable y provisional del que se tenía antes. Los nuevos liderazgos y movimientos políticos que se conforman se sostienen sobre bases más endebles y la legitimidad se la tienen que ir ganando con acciones y políticas de gobierno. Tanto el radicalismo como el peronismo habían quedado fracturados en varios agrupamientos menores desde antes de la crisis que terminaría con la gestión de Fernando de la Rúa. Los reacomodos de grupos políticos van a ser más intensos y drásticos luego de la crisis de la clase dirigente y de la caída de los gobiernos (Jozami, 2003: 51-74). Néstor Kirchner llega a la presidencia después de ser uno de los candidatos peronistas a la presidencia de la República. Se convierte en presidente después de obtener un porcentaje de votación apenas arriba de los veinte puntos porcentuales en la primera vuelta electoral, dada la fragmentación y atomización de las opciones políticas y de los votos de los electores. La renuncia de Carlos Menem, el otro candidato más votado, a participar en la segunda vuelta electoral le allana el camino hacia la primera responsabilidad de la nación. Más que una fuerza propia, ha sido el antimenemismo lo que le permitió llegar al poder presidencial. Eso le ha orillado a gobernar y responder más claramente a los reclamos y demandas de la ciudadanía radical y democrática que se ha puesto en marcha en la nación sudamericana. La reconstrucción de la representatividad se tiene que hacer con el concurso de la sociedad y de la ciudadanía argentina.

La representación política se transforma seriamente. En Argentina, tenemos la experiencia más visible de la crisis de la representación, del ascenso de la antipolítica y de la renovación radical de la política democrática. El asunto de la representación se vuelve relevante para todo el subcontinente, porque estamos hablando de sociedades que han depuesto a presidentes en Ecuador, Argentina, Bolivia y Haití. Aunque obedecen a diferentes aspectos de las definiciones políticas e ideológicas y de la correlación de fuerzas regional, nos encontramos con un tipo de fenómenos que coinciden en lo relativo a la fragilidad de las instituciones, la debilidad crónica de los gobiernos y la necesidad de renovar la vida pública. Las instituciones y los partidos tradicionales tienen que someterse a un proceso serio de acomodo ante la emergencia de una sociedad civil, una ciudadanía y un pueblo más activo, vigilante y presente en la vida de las naciones latinoamericanas. Los índices de popularidad mínima de varios gobiernos en la zona, la existencia de naciones divididas y partidas por la confrontación, como en el caso de Venezuela, harían pensar que se requieren mecanismos que acoten, limiten y auxilien a la representación política, a través de figuras de la democracia directa, como los referendos y plebiscitos, las consultas ciudadanas y la revocación del mandato de los dirigentes. Estas figuras ayudarían a establecer soportes institucionales emergentes que permitan la revitalización de la democracia en la región, en vez de que se diera el debilitamiento de la misma, por la rigidez de las instituciones, las organizaciones y partidos políticos y la incapacidad de las clases dirigentes para sortear los nuevos tiempos políticos en la región. En Venezuela se intenta resolver la crisis nacional recurriendo a la fórmula del referéndum revocatorio. En Bolivia se trata de encarrilar otra vez a la nación, utilizando un referéndum ciudadano para definir el futuro de las medidas del gobierno boliviano en lo relativo a la explotación del gas y el lugar de su salida, que se habían convertido en la manzana de la discordia de la lucha nacional. La combinación de la democracia representativa con figuras de la democracia directa y semidirecta ayuda a la reconstrucción de la institucionalidad de la democracia latinoamericana.

 

Polarización, violencia y antagonismo político

El debilitamiento de los procesos democráticos en la zona puede llevar a que las múltiples tensiones y diferencias se resuelvan por métodos ilegales y violentos. Las diferencias ideológicas, políticas, sociales y étnicas son comunes a todas las sociedades latinoamericanas. El sentido de comunidad se ve resquebrajado en la medida que se avivan esas diferencias, que llegan en algunos casos al antagonismo y la confrontación irresoluble. Un régimen democrático requiere que los procesos políticos tiendan a pacificarse y sean resueltos y dirimidos por la vía de la ley, de las instituciones y de los pactos políticos. Así es como se salió de la guerra civil en América central y se establecieron las bases para una convivencia democrática en el área, luego de años de violencia política y polarización social (Poitevin, 2002: 26-29). El aprendizaje de los actores sociales y políticos les llevaría a entender que era preferible establecer las bases de una convivencia civilizada, que extender indefinidamente una situación de violencia política sin que se vislumbrara un triunfo político-militar claro de alguna de las partes sobre su enemigo. El régimen democrático tiene la capacidad para administrar los conflictos, contemporizar con ellos y canalizarlos por vías institucionales para eludir soluciones finales y apocalípticas. De ahí su superioridad sobre los regímenes de facto y las soluciones de fuerza que establecen equivocaciones duraderas donde una de las partes mantiene a raya a los vencidos y derrotados en la guerra interna. El régimen democrático permite que las controversias se den por vías pacíficas y los cambios de poder y de dirección se realicen sin derramamiento de sangre, existiendo siempre la posibilidad de rectificar, enmendar y parar en el sendero escogido por la ciudadanía. Este aprendizaje de los pueblos que se pudo tener al salir de las dictaduras militares, de los gobiernos autoritarios y de las guerras civiles, se ve ensombrecido por las situaciones críticas que tienen que enfrentar las democracias frágiles de América Latina.

Si tuviéramos que recurrir a un caso nacional en que no se han logrado los niveles de integración social y de comunidad compartida que se requieren para establecer un proyecto de nación conjunta, nos iríamos al proceso colombiano. En Colombia se tienen conflictos viejos empalmados con un tipo de violencia y antagonismo propio de los niveles de descomposición social y política al que están llegando algunas comunidades latinoamericanas. Las confrontaciones ideológicas y políticas propias de los tiempos de la guerra fría sobreviven a través de la lucha armada que libran los grupos guerrilleros de izquierda contra el gobierno y los paramilitares. Esta violencia política tiende a confundirse cada vez más con la violencia delincuente y criminal que invade a otras comunidades latinoamericanas (Guillermo Prieto, 2000: 33-36). El desgarramiento de Colombia expresa la dificultad que se tiene para restablecer la concordia y la estabilidad en una nación que la perdió desde los años de la llamada etapa de la Violencia (1948-1957) (Anzaldi, 2001: 45-46). La polaridad ideológica, política y social es tal que se pone en duda la posibilidad de que se establezca una comunidad nacional única. En Colombia subsisten varios miniestados, controlados por los grupos guerrilleros, los paramilitares y las bandas de narcotraficantes que desafían y están fuera del control del Estado colombiano.

En la medida en que las disputas ideológicas, políticas y sociales llegan a planos de confrontación irresoluble, se presenta la amenaza de la desintegración nacional y de una guerra fratricida. En Venezuela, los enfrentamientos entre el gobierno chavista y la oposición política han rebasado los límites de la disputa verbal intensa y han llegado a los planos de la violencia política. En todo momento ha terminado por prevalecer el espíritu de convivencia nacional que implica el reconocimiento a los derechos de los otros. Una fórmula democrática como el referéndum permite detener el avance hacia el precipicio, pero las tensiones continúan independientemente del resultado del mismo. Si una parte de la sociedad concibe que no tiene puntos en común con el resto de la sociedad civil o política de su nación respectiva, es de suponer que se impondrán los caminos de la exclusión, la violencia y la confrontación hacia quienes se considera enemigos mortales. Cuando se trata de disputas ideológicas y políticas, se llega a alcanzar el acuerdo sobre las reglas de convivencia democráticas para administrar las diferencias.

El asunto se vuelve más grave cuando nos encontramos con un tipo de confrontación y polaridad que está desarrollándose y que no tiene perfiles ideológicos y políticos, sino de extensión de la delincuencia, la ilegalidad y la informalidad entre sectores marginados y excluidos de la población. La violencia criminal se extiende por muchas ciudades importantes de América Latina, en Colombia, Venezuela, El Salvador, México, Brasil o Argentina. Este crecimiento de la delincuencia y de la violencia contra la sociedad se convierte en una nueva amenaza contra los Estados democráticos, porque obliga a responder por temas primarios ligados al orden, la seguridad pública y la estabilidad de las sociedades. Los regímenes democráticos se ven obligados a retroceder al tratamiento más elemental en el ejercicio del poder, ya que a la violencia delincuente se le enfrenta con más coerción, violencia y poder estatal en un círculo vicioso que daña gravemente el tejido de convivencia civilizada.

De hecho, eso lleva a que las agendas regionales tengan que retraerse hasta aspectos elementales de las relaciones sociales, que tienen que ver con los asuntos de la seguridad de los ciudadanos. Se ha desatado toda una discusión para enfrentar la cuestión de la inseguridad y la violencia en los centros urbanos y en algunas zonas campesinas del subcontinente. Los factores de orden económico tienen que ver para que se diera la extensión y proliferación de la violencia criminal en sociedades que han quedado dañadas por momentos de crisis económica y social, como serían los casos de México, Brasil o Argentina, más recientemente. Sin embargo, la inseguridad se vincula con la ampliación de los circuitos del narcotráfico, la ilegalidad, la informalidad y el mercado negro. La ausencia o debilidad de las instituciones encargadas de impartir justicia y las fallas evidentes en el imperio de la ley, permiten que estos fenómenos se vayan apoderando de la vida cotidiana y "normal" de vastos sectores de las comunidades latinoamericanas. Es un modus vivendi que establece un desafío permanente al orden público y más precisamente a la institucionalidad republicana o democrática en la región.

Ahí donde el Estado ha estado ausente o presenta muestras evidentes de incapacidad para actuar contra grupos organizados que operan en la ilegalidad, los niveles de delincuencia también llegan a planos muy elevados. Las dificultades que tiene el Estado colombiano para establecer el control y el dominio territorial sobre el conjunto de la nación, abonan para que la inseguridad y la violencia se mantengan como un factor permanente de preocupación nacional. En El Salvador se logró salir de la guerra civil y con eso se tiende a garantizar la pacificación política de la vida nacional. Los saldos que ha dejado la violencia política complican particularmente las condiciones de pacificación social en el área centroamericana. Así que no es casual que los temas de la agenda conservadora para el subcontinente se hayan desplazado hacia estos puntos considerados prioritarios. Las opciones que establecen que la inseguridad es el tema más importante en el área tienden a reconocer una realidad creciente y se apoyan en consideraciones conservadoras que tratan de enfrentar la violencia criminal y la delincuencia con el reforzamiento de las medidas de autoridad y fuerza, con la alternativa de que se requiere más Estado, más coerción y más poder para enfrentar fenómenos complejos que atentan contra la integridad y la seguridad de la ciudadanía. Los triunfos de los partidos del orden y conservadores se han dado en naciones donde estos puntos se vuelven estratégicos e importantes para definir el futuro de las sociedades, como ocurrió en Perú, en Colombia o El Salvador.

La otra variable que sigue pesando de forma decisiva para establecer los marcos de la vida política es el elemento social, que ha regresado con mucha fuerza para definir el futuro de la política y los procesos sociales en la región. Desde el "caracazo" en Venezuela, en la primera mitad de la década de 1990, se vuelve a dar la presencia e irrupción de las protestas y los movimientos sociales y populares en la zona. Es precisamente a partir de la rebelión popular venezolana como se conforma un sector de militares nacionalistas que se oponen a las orientaciones económicas establecidas por los organismos internacionales de crédito. El chavismo venezolano va a convertirse en el punto de referencia para que los sectores populares y marginales reclamen apertura de espacios en la toma de decisiones del régimen democrático venezolano. Aunque los actores sociales y políticos, los tiempos y las formas resultan diferentes en otros países de la región, el asunto social va a reaparecer en la última parte del siglo pasado y en los primeros años del presente. En Ecuador se da una secuela de gobiernos ineptos, inestables e impopulares que culminan en la insurrección pacífica indígena que ocasiona la caída del presidente Jamil Mahuad, en 2000, a la par que se logra la adhesión de grupos militares a las demandas de la movilización indígena popular (Anzaldi, 2001: 43-45). Meses después, una alianza de militares nacionalistas con la Conaie (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador) y el movimiento Pachakutik permite la llegada al poder de un gobierno de centro-izquierda encabezado por Lucio Gutiérrez.

En Argentina se vive otro viraje hacia las cuestiones sociales. La crisis económica, política y social en el país gaucho lleva a la caída del gobierno de Fernando de la Rúa, a la sucesión de gobiernos igualmente débiles e inestables y a la formación de un movimiento de ciudadanos radicales, piqueteros y cacerolistas que sacude la vida nacional argentina. Al final, accede al poder el peronista Néstor Kirchner, quien gobierna apoyándose en sectores sociales y populares, reabre los expedientes contra los militares involucrados en la guerra sucia, a la vez que establece una negociación más firme con los organismos de créditos internacionales. Finalmente, otra movilización social, popular e indígena permite derrocar al gobierno constitucional de Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia en octubre de 2003 (Gilly, 2004: 1-2). La disputa por la exportación del gas natural se vuelve el motivo que lleva a una radicalización de la protesta social y política hasta culminar con la caída del mandatario boliviano y el fortalecimiento de los movimientos radicales indígenas, que serían el núcleo central de la protesta popular. La oleada de movilizaciones sociales y populares, el ascenso al poder de gobiernos de izquierda o centro-izquierda que marcan una distancia entre prudente y más enérgica con los proyectos económicos del capital internacional, hace ver que están soplando vientos distintos en la región.

En esta oleada del ascenso de dichos movimientos sociales y populares, así como del triunfo de gobiernos de corte nacional, social y popular, debe destacarse la llegada al poder de Lula en Brasil. Al competir por cuarta ocasión con el Partido de los Trabajadores, Lula se alza con la victoria en la segunda vuelta de la elección presidencial de 2002 (Alves, 2003; 92-94). De entrada, propone todo un paquete de medidas que se plantean ciudadanizar a los sectores más pobres y marginados de Brasil y darle un giro social a su política gubernamental. Cabe mencionar, en este sentido, el programa "Hambre cero" que se fija como un objetivo importante terminar con el hambre y garantizar la alimentación básica a los habitantes pobres del gigante sudamericano (Coggiola, 2004: 41-43). El triunfo de Lula marca una tendencia importante que llega a contradecir el tono predominante de los grupos conservadores en lo tocante al énfasis que se pone en los asuntos de seguridad pública. Las victorias de los movimientos políticos de izquierda se sustentan, antes que nada, en la problemática social y en la desigualdad estructural que existe en las comunidades latinoamericanas. La disyuntiva entre el orden y la seguridad pública, de un lado, y la cuestión social, por el otro, está definiendo en gran medida los bloques de lucha política que se establecerán en la región y expresa la última versión de la polaridad política latinoamericana. Nada definitivo hay sobre estas recomposiciones, ya que también los gobiernos de izquierda deben atender cuestiones de seguridad pública y dar respuestas prácticas a los imperativos sistémicos de la gestión pública, como por igual los gobiernos conservadores tendrán que dar respuestas a la cuestión social si no quieren terminar como otros gobiernos depuestos en la turbulencia de la vida política y social latinoamericana de los últimos años.

 

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Notas

1. Adela Cortina discute acerca del hecho de que los seres humanos de carne y hueso tienen que comprender y sentir como suya la ley para que pueda funcionar. Es algo que tiene que venir de adentro de nosotros mismos (Cortina, 1998: 17). Esta verdad se podría aplicar a la realidad democrática latinoamericana. Deberíamos sentir a la democracia como algo que nos resulta propio para que triunfe cabalmente y se convierte en una segunda naturaleza de la vida de nuestros pueblos.

2. El historiador Braudel incorpora la idea de la historia de larga duración, que permite analizar los momentos del pasado estructurales que dan lugar a un tiempo extendido (Braudel, 1984: 70). Eso implica que la democracia latinoamericana debería estructurarse, volverse un asunto común, que le permita sostenerse en el tiempo.

3. El debate sobre la temporalidad en la democracia se ha vuelto interesante porque contrapone el carácter finito de los gobiernos democráticos con los gobiernos prolongados del autoritarismo (Linz, 1999: 27-29). Eso, relacionado con los gobiernos, es una ventaja para el régimen democrático. En América Latina es el régimen y el sistema político democrático en su conjunto el que se sostiene sobre una situación transitoria.

2. El historiador Braudel incorpora la idea de la historia de larga duración, que permite analizar los momentos del pasado estructurales que dan lugar a un tiempo extendido (Braudel, 1984: 70). Eso implica que la democracia latinoamericana debería estructurarse, volverse un asunto común, que le permita sostenerse en el tiempo.

3. El debate sobre la temporalidad en la democracia se ha vuelto interesante porque contrapone el carácter finito de los gobiernos democráticos con los gobiernos prolongados del autoritarismo (Linz, 1999: 27-29). Eso, relacionado con los gobiernos, es una ventaja para el régimen democrático. En América Latina es el régimen y el sistema político democrático en su conjunto el que se sostiene sobre una situación transitoria.

6. El proyecto de la democracia avanzada es muy amplio y consiste en ampliar y profundizar los niveles de participación, organización y cultura democráticas. Dahl ha sostenido que las democracias actuales requieren atacar nuevas áreas y temáticas a las que habían permanecido indiferentes (Dahl, 1992: 373-375). Bobbio se refiere más enfáticamente a la penetración de la democracia hacia nuevos territorios antes refractarios a la misma (Bobbio, 1986: 21-22).

7. Estos temas evidentemente hobbesianos llevan a una perspectiva diferente para entender el proceso político democrático. Samuel Huntington ha sido uno de los autores más representativos de esta lectura conservadora que se interesa por la cuestión del orden en las sociedades que emprendieron cambios modernizadores (Huntington, 1990: 13-19).

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