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Revista electrónica de investigación educativa

versión On-line ISSN 1607-4041

REDIE vol.10 no.1 Ensenada may. 2008

 

Autor invitado

 

Las industrias culturales y de información: un enfoque socioeconómico1

 

Cultural and Information Industries: A Socio–Economic View

 

Bernard Miège

 

Institut de la Communication et des Médias, Université Stendhal Grenoble3 BP 337, 11 avenue du 8 mai 1945 F–38 434 Echirolles, France. E–mail: bernard.miege@u-grenoble3.fr

 

Resumen

Este artículo revisa la discusión que inició en la década de los setenta sobre las relaciones entre los fenómenos de comunicación e información, y las decisiones del ámbito económico. Esta discusión, como lo afirma Miège, ha sido abordada desde distintos enfoques que han colocado lo económico y lo tecnológico al centro del análisis. Ante ello, este autor propone estudiar los fenómenos de la información y la comunicación con una metodología interdisciplinaria y desde las teorías de las industrias culturales y de la economía política de la comunicación. Miège argumenta que con la industrialización de los contenidos de los medios, el acceso de los consumidores ya no es directo, ni se hace obligatoriamente mediante un pago, ya que el costo de los productos informacionales y culturales se paga con publicidad. Esta situación crea dificultades para regular la venta de este tipo de productos, como el hecho de hacer de ellos, y de su carga simbólica, valores cotizables en el mercado; o bien, la creación de sistemas de empleo de personal artístico e intelectual flexibles y fuera de reglamento. Asimismo, el autor pone en la discusión la doble operación económica que se da en los medios de comunicación: por un lado la venta de los productos a publicistas y, por el otro, la venta que estos hacen según el impacto que los productos tienen en el público. Miège concluye con una reflexión sobre las consecuencias que pueden tener los cambios de tipo económico en las industrias culturales, por su necesidad actual de mantener una relación de cooperación con las industrias de la tecnología, así como de establecer alianzas con grandes grupos financieros.

Palabras clave: Industrias culturales, economía política de la comunicación, modelos económicos.

 

Abstract

This article reviews the discussion that initiated in the 70's about the relationship between the communication and information phenomena, and the decisions of the economic sphere. This discussion, according to Miège, has been undertaken from different perspectives that have placed the economy and the technology at the center of the analysis. The author proposes to study these phenomena through an interdisciplinary methodology, based on the theories of cultural industries and the political economy of communication. Miège argues that with the industrialization of the contents of the media, the consumers' access to the products is no longer direct and may be available without any cost to the consumer, since the cost of the informational and cultural products is paid through advertising. However, this new environment creates certain problems, such as treating these products and their symbolic content as marketable goods; or an unregulated system for hiring intellectual and artistic personnel. He also discusses a double economic operation: the sale of products to publicists, and the sale of the same products by the publicists according to the market demand. The last part of the article is a reflection by the author on the consequences that economic change might have on cultural industries, because of their current need to maintain cooperation with technological industries, as well as to establish alliances with large financial groups.

Key words: Cultural industries, political economy of communication, economic models.

 

Introducción

Los fenómenos concernientes a la información y a la comunicación se nos presentan hoy en día como fuertemente dependientes de decisiones, de estrategias o de influencias relacionadas con la esfera económica. Raros son los que niegan esta dependencia, pero lo más frecuente es que ésta es evocada como si fuera un obstáculo desafortunado, o incluso accidental. Las relaciones entre lo comunicacional y lo económico continúan siendo problemáticas, pero lo que es asombroso es que esta tendencia se encuentre presente tanto en las opiniones comunes como en los enfoques científicos.

No es sino tardíamente cuando las Ciencias de la Información y de la Comunicación (CIC) acogen los trabajos relacionados con las ciencias económicas. Sólo a finales de los años setenta, con parsimonia e incluso con reticencia, con la corriente crítica de la economía política de la comunicación, en relación con los debates organizados sobre el Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación (NOMIC), auspiciados por la UNESCO, el análisis económico permitió, en efecto, esclarecer las condiciones bajo las cuales se intercambiaban y se difundían a escala mundial los flujos informacionales, y ponía de relieve la desigualdad estructural que caracterizaba estos intercambios entre los tres mundos entonces localizables: el mundo capitalista desarrollado, el mundo del "socialismo real" y el Tercer Mundo. Lo que surgía también era la idea de que la reorganización de la producción, tras la primera crisis petrolera de 1973–1974, tenía (mucho) que ver con la información y la comunicación; algunos autores ya anunciaban el desarrollo futuro de las tecnologías de la información y la comunicación, dado que no solamente estaban destinadas a formar una nueva rama productiva, rica en potencialidades (diversificación empleos, etc.), y aún más (¿y sobre todo?) a proporcionar las bases y las modalidades de la nueva economía (transnacional, deslocalizada y dirigida hacia el sector de servicios).

Por consiguiente, pero sobre todo a partir de los años noventa, las otras corrientes teóricas participan en las ciencias económicas (clásicos, neoclásicos y neoliberales, keynesianos, radicales, etc.) y se apoderan progresivamente de las cuestiones de información y comunicación; generalmente se trataba más de insertarlas en sus propias concepciones y quehaceres que de renovar sus propios enfoques. En su conjunto, los economistas demuestran más prudencia que otros especialistas de las ciencias sociales frente a las supuestas eras radicalmente nuevas de la economía informacional. Eso no impide que la cartografía de sus posicionamientos sea actualmente muy diversificada y compleja, al punto de aparecer como un mosaico. Sería demasiado largo elaborar aquí el marco completo y argumentado. Es por ello que nos limitaremos a citar los principales enfoques, distinguiéndolos de la siguiente manera:

• Las teorías globales: economía de la información (G.J. Stigler, F. Machlup, C. Shapiro & H.R. Varian; M.U. Porat) o del conocimiento (F. Von Hayek, C. Foray).

• Las teorías específicas: bienes colectivos/bien privados, bienes tutelares, costos de transacción, economía de las convenciones, microeconomía de las organizaciones.

• Los enfoques basados sobre un componente considerado como central o determinante: economía de las redes o de las telecomunicaciones, economía de las (nuevas) tecnologías o de la nueva economía, economía de los cambios tecnológicos, economía de los (neo) servicios, economía de la producción intelectual o del capital humano, economía institucional...

• las economías sectoriales: economía de las artes del espectáculo en vivo, economía de la cultura, economía de los medios de comunicación, economía de la televisión, economía de la documentación o de la información especializada...

En la mayoría de los casos, estos enfoques no le dan un tratamiento particular a la información–comunicación; tienen en cuenta tal o tal aspecto de los procesos implicados para completar su propio planteamiento, pero no sólo los conocimientos que movilizan son incompletos, y a veces escuetos, sino que no llegan a "integrar" las especificidades.

Eso se explica, sobre todo, por el hecho de que la gran mayoría de estas teorías están basadas en una concepción que coloca lo económico y lo tecnológico al centro de sus análisis, considerándolos como los factores que determinan los cambios; las otras dimensiones (política, sociológica, cultural, simbólica, interacciones sociales, etc.) se supone que dependen de ellos. Esta concepción, por extendida que esté (incluso cuando, con motivo del cambio de siglo, se pretendió justificar primero la aparición y luego la decadencia precipitada de la nueva economía) surge como una dificultad, e incluso como un obstáculo para pensar el desarrollo de la información–comunicación. Las CIC, en la medida en que cuentan con metodologías interdisciplinarias exigentes, tienen mucho que esperar de una cooperación con tal o tales corrientes teóricas mencionadas anteriormente (pero no con todas); pero las CIC no podrían ponerse bajo su dependencia. Por nuestra parte, decidimos basar nuestros trabajos, especialmente los que dan lugar a este artículo, apoyándonos en las contribuciones de la economía política de la comunicación, dado que ésta se revela especialmente apta, en particular, para integrar otros procedimientos dentro de una perspectiva interdisciplinaria.

Una vez determinado el objeto, las industrias culturales y mediáticas, amerita no obstante ser precisado desde un triple punto de vista:

• Comprenden lo que se designa cada vez más frecuentemente como "industrias de contenido" en cuanto a que éstas se están convirtiendo en los programas de redes y materiales de comunicación (microinformática en red, telefonía móvil perfeccionada 2G y 3G, audiovisual accesible en soportes múltiples). Estas industrias del contenido se vislumbran como representativas de los neo–servicios industriales, los que están al centro de las reestructuraciones económicas contemporáneas o al centro de las mutaciones emergentes en algunos campos sociales (la educación, la salud, etc.).

• A pesar de las diferencias socio–simbólicas existentes entre lo cultural y lo informacional, una serie de rasgos comunes tiende a acercarlos, especialmente en cuanto a sus condiciones de producción, de distribución y de explotación.

• El proceso de industrialización que los afecta profundamente desde hace tres décadas no debe confundirse con el movimiento de mercantilización (que lo incluye, pero lo desborda), ni comprenderse en su sentido metafórico (como es el caso a menudo aún en las profesiones artísticas), ni como una expresión que refiere solamente al hecho de recurrir a los nuevos medios tecnológicos (sobre todo el recurso a las tecnologías de la información y la comunicación, las TIC). Lo que está en la base de su formación, en primer lugar, es el fenómeno de su reproducibilidad a partir de una creación original (la copia cero); la reproducción del modelo de origen, para llevarse a cabo, ya no requiere estar inscrita en un soporte material (papel, vinilo, plástico, etc.), sino que puede tomar un carácter virtual e inmaterial (esto por otra parte no comenzó con la digitalización, sino con la explotación de las salas de cine a principios del siglo XX). Esta es la razón por la que tenemos que excluir del análisis tanto a las instituciones públicas (medios de comunicación de servicio público y organismos de acción cultural) como a las organizaciones privadas encargadas de la producción y difusión de espectáculos en vivo, así como a los medios de comunicación alternativos; seguramente es difícil trazar, tanto en los ámbitos de la cultura como en el de la información, una frontera definida entre lo que participa efectivamente del mundo de la industria y lo que debe eliminarse, ya que numerosas pequeñas y medianas empresas funcionan bajo una modalidad artesanal, que son en realidad subcontrataciones, a veces muy rentables, de empresas industriales o que buscan un desarrollo industrial; pero eso no excluye para nada la pertinencia del criterio del reproducibilidad que continúa descuidado por los profesionales o los expertos, implicando toda una serie de confusiones lamentables.

Precisado esto, vamos ahora a hacer hincapié en cinco características principales que permiten definir a las industrias culturales y de información:

 

Originalidades persistentes

A primera vista, lo que el observador nota es la gran diversidad de modalidades para las cuales, desde hace por lo menos siglo y medio, la cultura y la información son el espacio de una producción–distribución industrial. A priori ¿qué aspectos comunes encontramos entre la edición de libros (industrializada dentro de un contexto específico desde mediados del siglo XIX), la prensa cotidiana comercial masiva (desde finales del siglo XIX), la oferta de música grabada o las películas explotadas en las salas de cine (desde alrededor de 1900), así como la radio de gran público (a partir de los años veinte)? y así sucesivamente con toda la oferta posterior, que no deja de multiplicarse y, sobre todo, de diversificarse desde finales del siglo XX.

La teoría de las industrias culturales establece una serie de respuestas argumentadas para esta interrogación. Esta teoría experimentó una serie de modificaciones, adiciones y rectificaciones desde hace más de veinticinco años; no puede decirse que haya tenido éxito y, como es normal, los debates continúan entre los autores que reconocen, más o menos, sus potencialidades explicativas. Para una presentación completa, y para una comprensión de los retos y detalles del debate, nos permitimos remitir al lector a nuestra obra Les industries du contenu face à l'ordre informationnel (Miège, 2000), que incluye una bibliografía detallada. Por lo tanto, aquí será posible sólo hacer hincapié en algunos puntos clave:

• Para los productos culturales, sobre todo, pero también para los productos informacionales, difundidos bajo la forma de mercancías o a través de los medios de comunicación, una dificultad persiste, a saber: hacer de un valor de uso (de fuerte carga simbólica, incluso para la música popular, la prensa informativa, el entretenimiento) un valor de intercambio cotizado en el mercado.

Esta operación debe estarse renovando permanentemente con un número considerable de productos, dado que nunca puede garantizarse el éxito comercial, y no podemos sino observar una perpetuidad de fracasos y de productos no vendidos. Una gran parte de los productos culturales e informacionales son difundidos muy poco o no son difundidos (es decir, no encuentran salidas para llegar a los consumidores–usuarios); y para este tipo de productos, la difusión es más importante que para las otras categorías de productos industrializados de consumo corriente.

Ciertamente, para frenar o administrar los efectos de dicha situación vinculada al carácter incierto (o al menos aleatorio) del valor de los productos, los industriales aplican toda una serie de estrategias: cálculo de los costos no por producto unitario, sino por una serie o a través de la venta por catálogo; determinación de los precios de venta con márgenes importantes, más allá de las normas usuales; eliminación del salario del personal responsable de la concepción del producto; distribución de los riesgos económicos entre pequeñas empresas destinadas a correr los riesgos artísticos y de la innovación; manejo especializado de las existencias (a veces responsabilidad de los difusores); búsqueda recurrente de distintos fondos públicos, justificadas por la especificidad de la producción; confinamiento de los productos en espacios lingüísticos o nacionales protegidos; refinamiento de los objetivos por medio de estudios de audiencias, etcétera. Esos rasgos originales son hasta cierto punto estructurales, y por ello justifican un tratamiento por separado de las industrias culturales e informacionales entre los distintos sectores industriales, no como un sector arcaico (como se ha pretendido), sino como un sector irreducible, al menos hasta ahora. Un reto de gran importancia que se afirma, en efecto, con la aparición de las tic: ¿la sumisión a las normas de la producción capitalista avanzada conducirá al abandono de estas prácticas específicas o, lo que apenas difiere, a su marginalización dentro de las ramas de tamaño secundario? Esta interrogación es de gran actualidad.

• De igual manera, es importante resaltar las particularidades recurrentes de las modalidades de remuneración de la mayoría de los que participan en la concepción de los productos: artistas (autores o intérpretes), periodistas profesionales independientes o temporales, técnicos que contribuyen a la preparación de la copia cero de las obras destinadas a reproducirse, etcétera. La remuneración de la gran mayoría escapa el sistema común de salarios (norma a la cual se somete la mayoría de los trabajadores bajo el capitalismo), estando obligados a aceptar sus pagos de acuerdo con sistemas como de derechos de autor y reproducción, el copyright, etcétera.

Es cierto que encontramos trabajadores permanentes asalariados (los "reglamentarios") dentro de las empresas de la prensa diaria, y más generalmente en los medios de comunicación, así como en las casas editoriales o en las productoras cinematográficas, pero en todas estas organizaciones el empleo de personal fuera del reglamento, de transitorios y de intermitentes duplica las horas de trabajo. Esta característica no debe de ninguna manera considerarse a la ligera; es una marca estructural bien definida e instalada que permite administrar con flexibilidad una fuerza de trabajo artística e intelectual que debe poder adaptarse, en cualquier momento, a nuevas y múltiples exigencias: clases, formas, estándares. Este sistema genera precariedad en permanencia, pero es aceptado por una minoría que requiere ingresos extra, debido a la proporcionalidad de las remuneraciones con las ventas efectivas.

• Estas modalidades surgieron inicialmente para gestionar las relaciones entre escritores y editores de libros. Los primeros autores únicos llevaban su manuscrito a los editores que se encargaban de las operaciones posteriores (en particular, de la fabricación, promoción y comercialización), pero hoy estamos en presencia de colectivos de trabajo cada vez más importantes y especializados. La gestión de los derechos de autor se convirtió así en una operación especialmente compleja, y en el caso de los productos audiovisuales y, sobre todo, multimedia supone la colaboración de numerosos juristas. Paradójicamente, la simplicidad inicial del sistema (tanto para convocar a los colaboradores como para remunerarlos) cedió el paso a operaciones de mucha complejidad e incluso de opacidad. De ahí la tendencia a sustituir los derechos de autor por el copyright, ya que este último no reconoce los derechos patrimoniales de las obras; de ahí también el interés por fórmulas próximas al derecho de la propiedad intelectual (como se practica, por ejemplo, en las sociedades de informática).

• Finalmente, es importante tener en cuenta la búsqueda, cada vez más evidente, de la racionalización e incluso de la industrialización de la fase de la concepción. Esta preocupación constante de editores y productores siempre encuentra límites, pero los métodos no dejan de mejorarse: la producción en serie de los productos, la estructuración de la distribución (por ejemplo mediante zonas comerciales especializadas), pero también más recientemente la multimediatización de los productos e incluso el empleo de técnicas de comercialización para impulsar la creación de los productos.

 

Dos modelos fundamentales: el modelo editorial y el modelo de flujo

El universo de los productos culturales e informacionales es, entonces, de una gran diversidad. Por lo tanto, no es de asombrar que el encuentro entre productores y consumidores, entre trabajadores artísticos e intelectuales y técnicos por una parte, y lectores, oyentes, telespectadores e internautas, por otra parte, se efectúe de acuerdo con modalidades muy variables. Históricamente, la librería fue la primera que organizó este encuentro; luego los editores de los diarios masivos se vieron obligados a establecer un servicio de difusión específica, que presentó muchos problemas antes de la formación de servicios de mensajería más o menos de régimen mutualista; los boletos o los pases para las salas de cine sólo se impusieron progresivamente, no fueron la primera fórmula experimentada, por ejemplo, por los hermanos Lumière, Méliès u otros. Es, sobre todo, con el desarrollo de la radiodifusión, después de la Primera Guerra Mundial, cuando surge una nueva fórmula: las obras (esencialmente musicales) y los boletines de información se ofrecen sobre formatos de programación de horarios, que funcionan si no continuamente al menos con una amplitud de tiempo importante y de acuerdo con el ritmo anunciado. A partir de ese momento, los consumidores ya no están obligados a pagar para disponer o acceder al contenido de un diario, de un disco de vinilo o más tarde de un boleto para una sala de cine; en los Estados Unidos, donde el modelo surge, los consumidores tienen la posibilidad de acceder gratuitamente a los productos, dado que el costo de funcionamiento de los medios de comunicación audiovisuales se paga con los recursos procedentes de la publicidad (es el origen de las telenovelas).

Son estas consideraciones, entre otras, las que condujeron a algunos investigadores a proponer esta distinción fundamental entre el modelo editorial (que funciona para la edición de libros, de discos, e incluso para las películas en salas de cine) y el modelo de flujo (que funciona para la radio y la televisión generalista de masa). Pero aún es necesario añadir al menos tres precisiones esenciales para no permanecer con una perspectiva superficial e incluso errónea:

1) El modelo interviene en todas las etapas de la cadena de producción–difusión de los productos, desde la concepción de los productos por los trabajadores artísticos e intelectuales hasta su consumo, produciendo "resultados" variables (por ejemplo, al acceder a una misma película en una sala de cine, en un canal de una cadena televisiva o en un dvd). Los actores dominantes difieren en uno u otro caso: el editor o el productor deja el lugar al programador de los medios de comunicación audiovisuales. De ahí esta conclusión importante: la caracterización del funcionamiento de las industrias culturales y mediáticas en el marco de estos modelos no debe comprenderse de manera estrecha: ésta es tanto socioeconómica como socio–simbólica.

2) El criterio de distinción no es la materialidad (es decir, la inscripción en un soporte material) o la inmaterialidad del producto, como se piensa a menudo; por ejemplo, la explotación de las salas de cine, desde hace alrededor de 100 años, está incluida en el modelo editorial. La diferenciación es multicriterial; el principal criterio se refiere al método de explotación: respecto a los consumidores individuales que pagan por el derecho a adquirir o disponer de un objeto, bien o servicio en el mercado. El método no es tan relevante en comparación con los métodos de explotación de las producciones dirigidas a grandes públicos o audiencias, o fragmentadas, donde la elección de tal o tal programa es de acceso gratuito, ya sea porque los medios de comunicación tienen una misión de servicio público, o porque son financiados con recursos publicitarios.

3) La idea misma de modelo es cercana a la de tipo–ideal. Las situaciones son muy variables y no se pueden asignar a uno u otro modelo, de cierta manera en "estado puro". Y esto se podrá hacer cada vez menos. La hipótesis de la aparición de un nuevo modelo es totalmente plausible, pero parece prematura. Es preferible considerar que la explotación de tal o tal categoría de productos retoma elementos de uno o de otro de los modelos, o que se acerca más bien a uno que a otro, y que nos permiten, por lo tanto, observar la existencia de distanciamientos, que nos limitaremos a citar:

La prensa escrita impresa que ofrece actualmente una gama casi completa de situaciones que se encuentran entre los modelos de edición y de flujo (desde la prensa de opinión que recibe pocos recursos publicitarios a la prensa diaria gratuita).

Los productos documentales accesibles en línea, que combinan a la vez la suscripción a una determinada categoría de recursos con el pago por la prestación.

La lógica del club, que permite a los suscriptores del club acceder a un determinado nivel de servicios durante el tiempo de la suscripción (en Francia, Canal Plus es un ejemplo emblemático).

El corretaje2

Los portales generalistas y especializados de la Red, actualmente en curso de formación, así como sus modalidades de remuneración (es decir, la relación entre publicidad y patrocinio, por una parte, y el pago por pieza por el consumidor, por otra parte) que todavía no se han estabilizado, pero que probablemente darán lugar a varias fórmulas.

Huelga decir que la caracterización en modelos y sus derivaciones no muestra sólo un interés por el conocimiento; son asimismo una ayuda valiosa para interpretar los cambios en curso, en la medida en que las normas de funcionamiento observadas están destinadas, en igualdad de condiciones, a reproducirse. Contrariamente a creencias bien afianzadas, la información–comunicación no surge de la nada.

 

La publicidad y otros dispositivos de promoción y estímulo

La publicidad y los medios de comunicación han estado relacionados desde hace tiempo, incluso antes de que Emile de Girardin tomara la decisión histórica de separar la editorial y los anuncios en la prensa, y de cobrar los anuncios según tarifas anunciadas. Pero el mecanismo así consagrado, por simple que sea, no siempre es claramente percibido. Se recordará, pues, que da lugar a un doble mercado, el editor o el productor vendiendo su texto (y manteniendo a sus audiencias) a publicistas para la difusión de anuncios o spots; en otras palabras, dos operaciones sucesivas y vinculadas se producen:

• la constitución de un público más o menos regular (primera clientela), de quien se busca su lealtad y su autentificación a través de mediciones lo más precisas posible;

• después la investigación, por ejemplo mediante controles de ventas de espacios, de anunciantes (segunda clientela), a quienes se van a vender espacios publicitarios a tarifas adaptadas al impacto previsto.

Este segundo mercado supone la puesta en marcha de toda una logística, generalmente desconocida por los consumidores, que se ha perfeccionado en los últimos tiempos a medida que se diversificaron los apoyos y por el hecho de que se intensificó la competencia. ¿Hemos olvidado que los editores de los periódicos no han cesado en pedir y obtener de los responsables gubernamentales que el crecimiento de la publicidad televisiva sea regulado y limitado?

Esta cuestión del doble mercado sólo tendría valor de recordatorio si los vínculos entre los medios de comunicación y los recursos publicitarios (que los profesionales califican incorrectamente de inversiones), con frecuencia no se disimularan o se presentaran como accidentales o incluso fortuitos. Ahora bien, existe una interrelación constante entre unos y otros, y sólo en Francia la preocupación alternativa –común al conjunto de los partidos de izquierda a partir de 1928 y durante más de medio siglo, de poner los medios de comunicación fuera de la influencia de los intereses financieros– pudo impedir que se perciba claramente; a excepción de un servicio público mediático, siempre y cuando esté dotado con recursos suficientes y regulares, no hay otro financiamiento que el proporcionado por los anunciantes publicitarios.

Una vez considerado esto, los medios de comunicación no son los únicos soportes de los anuncios publicitarios; lo son incluso cada vez menos. A partir de los inicios de los años noventa se operó un cambio de dirección, inadvertido excepto para los profesionales, de manera que los soportes no mediáticos (el "fuera de los medios de comunicación" según la expresión de los especialistas, es decir, la "mercadotecnia directa") hayan tomado la delantera sobre los soportes de información (prensa, radio, cine, anuncios espectaculares, televisión y ahora Internet): los gastos "fuera de los medios de comunicación" representarían hoy, según estimaciones profesionales, cerca del doble de los gastos destinados a los medios de comunicación (según la uda, la Unión de los Anunciantes franceses, la distribución en 2004 fue de un 63% para los anuncios fuera de los medios de comunicación y un 37% para los de los medios de comunicación). En términos financieros, los recursos afectados de los medios de comunicación no se modifican, dirigiéndose así el crecimiento en especial hacia los nuevos soportes (prospectos, bonos de compras, etc.) que conducen a establecer y después a consolidar un vínculo personalizado con los consumidores.

Ciertamente, la evolución así descrita no podría subestimarse, ya que las campañas publicitarias saben articular muy bien los distintos soportes, y la eficacia socio–simbólica no se mide por el monto de los gastos publicitarios destinados a tal o tal soporte; pero este hecho pone el acento sobre los límites del impacto de los soportes mediáticos actuales. Desde el punto de vista de los intereses de los publicistas y dentro las perspectivas presentes para la conquista de los mercados, los medios dominantes demostrarían así ser relativamente inadecuados; pero con la Red, la formación de nuevos medios de comunicación queda comprometida a abrir estos nuevos espacios.

Conviene entonces añadir a la publicidad otros dispositivos de promoción de los mercados y de estímulo de las expectativas y demandas, que se designan demasiado precipitadamente como técnicas de mercadotecnia (en su sentido estricto). Éstas, bajo múltiples formas, son movilizadas sobre todo para acompañar la comercialización de los productos, pero aún se dedican pocos recursos para impulsar la concepción de estos. Las dificultades encontradas a este nivel son reales, y los métodos actuales son bastante inoperantes, a pesar de distintas pruebas. Por el contrario, se procura sobre todo "trabajar" el campo del consumo, donde de hecho los discursos promocionales de los industriales (editores, productores, grandes distribuidores) son omnipresentes y reinan sin oposición, debido, en particular, a la decadencia e incluso a la marginalización de la crítica especializada. Así pues, entre otros ejemplos, las revistas de marca toman el lugar (inteligentemente) de los estudios especializados y de las rúbricas críticas de las revistas.

 

Una convergencia de varias facetas

Anunciada desde hace mucho tiempo, presentada por los tecnólogos y los políticos como ineludible, siempre en curso y lejos de ser efectiva, la convergencia merece, en primer lugar, precisarse, ya que sus promotores, si bien proponen siempre la tecnología como elemento motriz, no se ponen de acuerdo sobre su contenido: ¿se trata de convergencia entre las telecomunicaciones, la informática y el sector audiovisual? ¿Entre el teléfono fijo, el teléfono móvil y la Red? ¿Entre las TIC educativas y las nuevas industrias de contenido? ¿Entre las distintas industrias culturales? etc. Nosotros planteamos que el objetivo busca articular las industrias de redes (más allá de los operadores de telecomunicaciones, por ejemplo con los proveedores de acceso, los gestores de portales, etcétera), las industrias de materiales (microinformática, materiales de telefonía móvil, terminales–receptores de programas y/o comunicaciones) y las industrias culturales y mediáticas. Este objetivo así delimitado no es evidente: pone en juego múltiples categorías de protagonistas, cuyas estrategias no convergen necesariamente y cuyos "intereses" pueden incluso oponerse a largo plazo; entre operadores de telecomunicaciones y fabricantes de terminales móviles, entre estos y las sociedades de informática, entre estos últimos y los editores o productores de contenidos, entre fabricantes de materiales de telefonía móvil y los editores, así como entre las distintas ramas de las industrias culturales (la integración multimedia avanza con fuerza lentamente). El lector podrá fácilmente encontrar ejemplos recientes de tensiones, e incluso de conflictos agudos, donde se enfrentaron las estrategias de protagonistas pertenecientes a una o a otra de estas categorías.

Esto no impide que ya se hayan realizado aproximaciones y reagrupaciones, y que se firmaran algunos acuerdos, y esto, porque el desarrollo mismo de las industrias de redes y materiales requiere la cooperación de las industrias de contenido; a largo plazo no pueden perdurar sin su ayuda. Si en una primera fase esta ayuda no era indispensable y sólo implicaba la participación activa de los usuarios que utilizaban directamente las redes o aparatos informáticos, este ya no es el caso. Además, las dos categorías de industrias antes citadas aprendieron, a menudo a sus expensas, que no era fácil improvisarse como industrial de la cultura y la información, y que dentro de todas las ramas eso incluye acervos, fondos de programas, competencias y conocimientos técnicos acumulados; estos distan mucho de ser elementos desdeñables, tanto más que el marco no es fácilmente transnacionalizable, en todo caso, menos de lo imaginado.

A eso se añade el hecho de que las industrias de contenido son en su conjunto muy probablemente más productoras de valor que sus poderosos socios potenciales; es decir, la esperanza del beneficio es más fuerte en el campo de los contenidos que en el campo de las redes y los materiales. Y esta previsión, enunciada desde principios de los años noventa por algunos expertos lúcidos, se comprueba fácilmente. ¿No podemos tener el capítulo de la llamada "nueva economía" como una prueba para las redes de telecomunicación y los fabricantes de materiales informáticos de pasarse (parcialmente) a los industriales de la cultura y la información, dejando lugar a las experimentaciones por los nuevos productores de contenido calificados desde el inicio?

Retengamos que, para los productores y editores de contenido, su cooperación con las industrias tecnológicas del mundo de las telecomunicaciones y del de la informática se inscribe, efectivamente, en el largo plazo. Difícilmente pueden prever su futuro fuera de la informática en red y de las comunicaciones móviles, pero ciertamente no sólo a través ellos, no es su única vía de paso. No están solos al intervenir: las prácticas de los usuarios consumidores también intervienen mucho en las relaciones entre los tres componentes, así como las medidas de regulación político–administrativa, actualmente bastante ausentes o discretas, y que no han tomado en consideración el tamaño de los nuevos retos que acabamos de definir.

 

La concentración urgente: más que nunca

En las industrias culturales y mediáticas, la concentración es un fenómeno antiguo. La historia de todas las industrias culturales y de todos los grandes medios de comunicación está hecha de absorciones, fusiones, adquisición de participaciones, de tomas de control y tentativas brutales de rescate. Con frecuencia los efectos dañinos de estas operaciones sobre la creación cultural y sobre la calidad de la información se han denunciado regularmente e incluso combatido. Y sería demasiado largo hacer el balance del estado de cada una de las ramas frente a este fenómeno, del cual resultan responsables un reducido número de grupos más o menos potentes sobre las industrias culturales y sobre los medios de comunicación. Uno está incluso autorizado para extender a todas las industrias culturales y mediáticas (ICM) las constataciones hechas por dos investigadores (Hennion, 1981, p.199) con relación a la industria de la música registrada; allí coexistían un oligopolio y un hormiguero, entendido como un reducido número de grupos dominantes que controlan sobre todo la difusión, y una multitud de pequeños productores independientes más innovadores que no tienen otra estrategia que la de tomar los riesgos artísticos, y a quienes de hecho se debe la mayoría de las innovaciones. Sin embargo, desde hace 25 años, si el hormiguero no se redujo (en algunas ramas incluso se amplió, a veces en condiciones económicas precarias), el oligopolio tendió a convertirse en un duopolio, o incluso en un monopolio, así como a internacionalizarse. Esta característica debe considerarse como esencial, dado que marca a fondo las industrias que nos interesan.

Pero esta evolución disimula otros cambios bastante decisivos, aunque no completos, y que son sobre todo de carácter financiero: en el último período hemos visto importantes desplazamientos de capitales dirigidos al extenso sector de la comunicación y, especialmente en el seno de este último, hacia las industrias de contenido. ¿Cómo explicar este desplazamiento de los capitales si no es a través las perspectivas abiertas por la convergencia? Pero esta respuesta es incompleta, y es necesario observar con más detenimiento para distinguir:

• Los posicionamientos vinculados a la financiarización y emanados de los fondos de pensión con objetivos de rendimiento financiero del orden de 12% al 15%.

• Las operaciones financieras de grupos financieros (Philippe Bouquillion, 2005, hace hincapié pertinentemente sobre la autonomía de estas lógicas financieras, citando entre otros casos los acercamientos entre aol y Time Warner, o Disney y abc que se vinculan con los golpes de la bolsa de valores; se puede añadir otro ejemplo, Wendel Investissement que readquirió en 2004 a Hachette, 60% del antiguo polo editorial de Vivendi, para administrar industrialmente esos activos).

• Las operaciones de capital de todo tipo basadas en una estrategia industrial que, tratándose de los medios y de las industrias culturales, no siempre están claramente establecidas; a decir verdad, solamente las operaciones del tercer tipo tienen implicaciones directas con la creación cultural y la calidad de la información (las otras tienen ciertamente el poder de cuestionar brutalmente tal actividad o tal proyecto editorial).

En el embrollo de las múltiples operaciones y golpes financieros, no es fácil reconocerse, y esto sobre todo teniendo en cuenta que conviene no confundir lo que compete a las empresas (por ejemplo, Canal Plus International), de los grupos (por ejemplo, Canal Plus), de los polos financieros (por ejemplo, Vivendi Universal) e incluso los corazones financieros (los bancos o compañías de seguros que controlan el polo).

Por tanto, las estrategias industriales, en particular, las encaminadas a racionalizar, reorganizar y forzar las políticas editoriales, ya sea por métodos de gestión destinados a eliminar producciones poco rentables o por la imposición de criterios exteriores del mundo de la cultura y de la información, no son inmediata y directamente deducibles de las lógicas financieras. La mayoría de los autores del número especial de la revista Réseaux N° 131, que trata sobre la concentración y los cambios industriales en la cultura y en los medios, llaman la atención sobre el hecho de que no conocemos, o conocemos mal, las consecuencias de los importantes cambios de carácter financiero que están sufriendo las industrias culturales y mediáticas; no existe una relación automática entre el control financiero y los cambios esperados (que pueden traducirse en múltiples modificaciones parciales).

En todo caso, los profesionales interesados están especialmente atentos, así como los movimientos sociales vinculados a la calidad y al pluralismo de la información y a la libertad de creación cultural. ¿Se ha entrado en una fase en que algunas de las características fundamentales de esta categoría de industrias de la cultura y mediáticas, sobre las cuales llamamos la atención del lector al principio de esta contribución, son ya o van a ser cuestionadas de manera decisiva?

¿Cómo, en efecto, no sacar conclusiones sobre esta interrogación principal? A lo largo de la historia de las industrias culturales y mediáticas han surgido temores provenientes de consumidores usuarios, profesionales y responsables políticos ante proyectos estratégicos que venían de campos económicos y financieros, y esto a pesar de su carácter industrial. Por razones que ya mencionamos, algunas mutaciones decisivas han sido emprendidas. El desafío mayor radica en la perennidad de las especificidades de las industrias culturales y mediáticas.

 

Referencias

Bouquillion, P. (2005). La constitution des poles des industries de la culture et de la communication: entre coups financiers et intégration de filières industrielles. Réseaux, 23 (131), 111–144.        [ Links ]

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Miège, B. (2006). La concentración en las industrias culturales y mediáticas (icm) y los cambios en los contenidos. Cuadernos de Información y Comunicación, 11, 155–166.        [ Links ]

 

Notas

1 El texto original se publicó en francés como capítulo de libro, con el título "Les industries culturelles et médiatiques: Une approche socio–économique", en: Stéphane Olivési (Ed.), Les sciences de la communication: objets, savoirs et discipline (pp. 163–180, Col. La Communication en Plus), Grenoble, Francia: Presses Universitaires de Grenoble.

Traducción de Carmen Pérez Fragoso (cperez@uabc.mx) y Carmen Gómez Mont (cegomo8@hotmail.com).

2 El modelo del corretaje se refiere a un modelo de proveedor parecido a los que manejan instrumentos financieros o bienes inmuebles, de allí su nombre. [Nota de las traductoras].

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