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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.55 Ciudad de México sep./dic. 2017

 

Saberes y razones

Tiempo, historia y política

Time, History and the Political

Nora Rabotnikof* 

* Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México nora.rabotnikof@gmail.com


Resumen

En este artículo se analiza el uso del término “presentismo” como diagnóstico de época, como se formula en la teoría de la historia. también se discute su aplicación en el campo político a partir de: a) el cambio conceptual que surge de la transformación de las expectativas en experiencias; b) la reformulación de la idea misma de experiencia política, y c) la crisis de la idea de proyecto político. Las conclusiones tentativas apuntan al alcance y significado del presentismo como diagnóstico de época.

Palabras clave: presentismo; experiencia; proyecto político; política; esperanza; expectativa

Abstract

In this essay I analyze the term “presentism”, as it is used by some approaches in the theory of history. Then I discuss some of its uses in the field of political action through: a) conceptual change that rises as expectations turn into experiences; b) the reformulation of the idea of political experience, and c) the crisis of the idea of political project. I conclude with some tentative remarks about the scope and significance of presentism as an epoch diagnose.

Keywords: presentism; experience; political project; politics; hope; expectation

El presentismo como diagnóstico de época: el lugar de la historia

A partir de la reflexión sobre la historia, puede afirmarse que “presentismo” y “presentista” son términos que se sustentan en un diagnóstico crítico de nuestro espíritu de época y que a su vez denuncian una “crisis de los tiempos”, una mutación profunda de nuestra sensibilidad temporal. La utilización de estos términos para nombrar una situación crítica no corresponde a lo que ocurre en otras perspectivas teóricas (Bourne, 2006: 8; Johns, 2009: 520).

El presentismo se refiere al tipo de vínculo, o mejor dicho, de ruptura que se instaura con el pasado y el futuro, una suerte de colonización del pasado por el presente -en general, a partir de las necesidades identitarias de ese presente-, la asumida y reivindicada independencia respecto de la historia -una de cuyas expresiones sería la exaltación indiscriminada de la memoria- y una “difuminación” o “acortamiento” del futuro. Al mismo tiempo, es una caracterización de la modernidad -¿y de la posmodernidad?-, un diagnóstico sobre la forma de articulación entre pasado, presente y futuro en una sensibilidad temporal transformada y una perspectiva epistemológica de análisis del tiempo en la historia. Para entender el estatuto teórico del término presentismo, convendría revisar el derrotero teórico que va desde las formulaciones de Reinhart Koselleck (1993) hasta la caracterización del presentismo como régimen de historicidad por François Hartog (2003).

“Espacio de experiencias” y “horizonte de expectativas” fueron categorías metahistóricas formuladas en un principio casi como condiciones de posibilidad de las historias y de las vivencias del tiempo (Koselleck, 1993: 335). Como categorías formales, remitían a un dato antropológico previo y no pretendían decir nada acerca de lo experimentado en concreto o acerca de lo que se esperaría: se entendían como estructuras formales que “daban forma” al material histórico. “Espacio de experiencias” alude “a un pasado presente, cuyos acontecimientos han sido incorporados y pueden ser recordados, e incluye tanto la elaboración racional como sedimentos inconscientes. Fusiona la experiencia propia y la transmitida por instituciones y generaciones” (Koselleck, 1993: 338). La metáfora espacial evoca un campo en el que coexisten estratos geológicos de tiempos anteriores que no necesariamente están en orden cronológico, experiencias puntuales que saltan por encima de los tiempos. A primera vista, ese espacio de experiencias corresponde a un pasado “necesario”, que “ya fue” y que, en una primera aproximación, es inmodificable. Sabemos que ese carácter inmodificable del espacio de experiencias será revisado o cuestionado de manera progresiva. El cuestionamiento no se refiere “al pasado”, sino a la forma de vivirlo y transmitirlo. El pasado puede y de hecho es transformado y reconstruido con frecuencia, ya sea porque se elaboren interpretaciones distintas -que en ocasiones desafían, irritan o terminan transformando ese espacio de experiencias-, ya sea porque nuevas experiencias abren perspectivas que parecen enfrentarse a las experiencias sedimentadas.

“Horizonte de expectativas”, en cambio, hace referencia a lo que aún no es y es futuro hecho presente, formulado en el hoy. Incluye dimensiones de pronóstico racional, esperanza, temor, voluntad y deseo. Es la línea detrás de la cual se abre un espacio de experiencias a futuro. El horizonte de expectativas puede modularse a partir de un molde utópico, distópico, proyectual -con alcances diversos-, planificador, etc. La estructura temporal, tomada como categoría formal, no es simétrica, pero lo importante es su forma de coordinación. Diferentes figuras históricas de coordinación entre ambas dimensiones han sintetizado una variedad de formas de vivir el tiempo histórico; de articular pasado, presente y futuro, y de escribir la historia.

Si Koselleck, en un comienzo, asimilaba como categorías metahistóricas a las de tiempo y espacio en la crítica kantiana, el uso histórico pone en juego una cierta variación en las formas de coordinación y genera algunas periodizaciones gruesas que apelan a espíritus de épocas. Así, hay quienes sostienen que la primera modernidad fue vivida como un tiempo nuevo en el que la distancia entre experiencia y expectativa creció de manera progresiva (Koselleck, 1993; Jaeger, 2004). Dicho en términos con ecos estructuralistas, la modernidad occidental instauró un nuevo régimen de historicidad (Hartog, 2003) caracterizado por rasgos futuristas, primero, y presentistas, después.

Desde esta perspectiva, la modernidad fue un tiempo nuevo que estableció una distancia creciente entre experiencias y expectativas. El espacio de experiencias se revelaría insuficiente para entender lo absolutamente nuevo que se abrió ante los ojos del presente y supuso un primer momento de desconcierto y desorientación temporal: “retrocedo de siglo en siglo hasta la más remota antigüedad: no percibo nada que se parezca a lo que está ante mis ojos. Cuando el pasado ya no ilumina el provenir, el espíritu avanza en las tinieblas” (Tocqueville, 1981: 61).1 Si tomamos esta expresión de Tocqueville, ese espíritu recién saldrá de las tinieblas cuando la luz comience a provenir del futuro. En cierto sentido, Tocqueville invierte la consigna de la historia maestra de la vida, al buscar en América, no el pasado, sino el futuro de Europa.

Esa nueva forma de asimetría entre experiencia y expectativa, que se manifestaba en el reconocimiento de la insuficiencia del pasado para entender el presente y anticipar el futuro, esa transformación de los pronósticos racionales -basados en la invariabilidad de ciertos factores- en expectativas de un futuro nuevo será “salvada” por diferentes medios. Es decir, se dibujarán nuevos puentes para superar la desorientación creada por la distancia entre el espacio de experiencias y el horizonte de expectativas.

En primer lugar, aparece la idea de progreso, concepto moderno que permite articular en un proceso único la dimensión temporal de experiencia y expectativa. El progreso como sentido de la historia permite entender el pasado -como etapa o instancia previa de una marcha ineluctable hacia un fin mejor-, dar sentido a aquello que se vive como disrupciones en el presente y transformarlo en promesa de futuro. Pero la confianza en el progreso y la creencia en un continuum teleológico, como signos de la modernidad, no devalúan por sí mismas a la historia ni a la dimensión de la experiencia. En esta narrativa, la modernidad era fuertemente futurista porque hubo una especie de sobreproducción compensatoria de expectativas frente a la inadecuación de las experiencias, y en particular, frente a la transformación de la creencia en los ciclos recurrentes. Pero la luz que provenía ahora del futuro se extendía hacia el pasado para otorgarle inteligibilidad, para reconocer etapas necesarias de esa marcha ingenuamente ascendente, para iluminar acontecimientos que cobraban nueva significación al transformarse en antecedentes o incluso anticipos del desenvolvimiento histórico posterior.

La idea de progreso era la que aparecía con más claridad como secularización del providencialismo, pero también fue la herida con más dureza en su dimensión técnica y moral por las catástrofes del siglo XX. En todo caso, si la crítica a la “ideología” del progreso siempre estuvo presente en el romanticismo, en las posturas conservadoras - también entre los llamados conservadores revolucionarios- no es sino a partir de la segunda mitad del siglo XIX cuando estos señalamientos no sólo adquirirán estatuto epistemológico sino que se transformarán en uno de los signos que permitirán advertir una crisis en los regímenes de temporalidad, en los órdenes del tiempo.

Hasta aquí la modernidad y su coordinación temporal básica. ¿Cuál es el diagnóstico contemporáneo? Koselleck fue cauto. Parece decirnos que, si bien la ecuación “cuanto menor la experiencia, mayor la expectativa” fue la fórmula para la estructura temporal de lo moderno, no puede descartarse que una determinación relacional anterior vuelva a presentarse: “cuanto mayor sea la experiencia, tanto más cauta […] la expectativa” (Koselleck, 1993: 356). Otros autores han ido más allá, hacia la tesis del presentismo, es decir, hacia una nueva articulación entre pasado, presente y futuro. La vivencia del presente como transición al futuro, el futuro como anticipación, sería desplazada por un presente que ocupa todo el lugar. Según este relato, que continúa la tesis del tiempo nuevo instaurado por la modernidad, estaríamos atravesando un cambio de época, en el cual el presente se vuelve la categoría dominante, un presente que se otorga a sí mismo inteligibilidad. La caída de los socialismos reales y el fracaso de los proyectos revolucionarios, la globalización -como homogeneización temporal-, el auge de los fundamentalismos -como tradiciones inventadas en el presente- y el predominio del acontecimiento - que es historia en el momento mismo en que tiene lugar- serían las coordenadas y los signos de ese presente que se autootorga inteligibilidad. Desde el punto de vista de la historia o de la historiografía -el punto de mira de Hartog (2003)-, los síntomas de ese presentismo se mostrarían en el auge de la historia del tiempo presente, en la patrimonialización de la cultura y del entorno, y en el auge de la memoria.

El futuro, de donde provenía la luz, se transforma en horizonte de incertidumbre y contingencia. El presente debe anticipar el futuro y esa deuda hacia las generaciones venideras, y cargarse de una mezcla de miedo y culpabilidad. Por otra parte:

Desde el punto de vista de la temporalidad, las nociones de irreversibilidad y de desarrollo sostenible traen con ellas la visión de un tiempo continuo, sin rupturas, de nosotros a las generaciones futuras o de ellas hacia nosotros. Se mira al futuro, es cierto, pero a partir de un presente continuo, sin solución de continuidad o revolución (2003: 214).

Ricardo Ramírez Arriola/360° ► Ta Prom, Angkor, Camboya, 2007.

En relación con el futuro, se reconoce un presente multidireccional que ya no prevé el porvenir sino que anticipa los efectos de los futuros posibles sobre el presente (Beck, Bonß y Lau, 2004: 110). Sobre todo, nos interesan las formas que asume esa deuda hacia el pasado, hacia las generaciones que nos precedieron. Aquí aparece la consigna del deber de memoria y la práctica de patrimonialización de la cultura y el entorno.

Como dijimos, la coordinación de ese presente presentista y su pasado se estaría transformando:

Tres palabras clave resumen y fijan ese deslizamiento del terreno […]: memoria (pero una memoria voluntaria, provocada, la de la historia oral reconstruida), patrimonio y conmemoración […] y los tres términos apuntan a otro que es como su vértice: identidad (Hartog, 2003: 138).

Así, la patrimonialización del entorno y el pasado, la preservación de los “lugares de memoria” -ante una memoria que se desvanece-, la conmemoración -extraña mezcla de presencia y ausencia-, estarían funcionando como síntomas de esa cultura presentista. Una memoria que ya no es lo que era: “la memoria ya no es aquello que hace falta retener del pasado para preparar el futuro que se quiere, sino que ella es lo que vuelve al presente, presente” (2003: 138).

En definitiva, en esta conceptualización, el presentismo como régimen de historicidad,2 o más modestamente, como clima cultural de una época, supondría: a) la ruptura del enlace con el espacio de experiencias de las generaciones anteriores; se trataría entonces de una distancia temporal corta -una o dos generaciones- pero radical en términos de continuidad de la experiencia; b) el estrechamiento del horizonte de expectativas o la difuminación del futuro en la contingencia y el riesgo; c) el debilitamiento de la conciencia histórica -todo es nuevo y al mismo tiempo fue desde siempre así-; d) la imposición de lo urgente, lo apremiante, lo que está delante de nosotros, como molde de nuestra sensibilidad; e) llevar al límite la lógica del acontecimiento contemporáneo, que se muestra mientras ocurre, se historiza, y mientras transcurre es su propia conmemoración, y f) la idea de una doble deuda: hacia el futuro, con las generaciones por venir - que conduce al catastrofismo o al trabajo sobre la incertidumbre-, y hacia el pasado, canalizada por medio de mecanismos de memoria.

“Hemos transitado de una historia que se buscaba en el continuo de una memoria a una memoria que se proyecta en la discontinuidad de una historia” (Hartog, 2003: 140), es decir, se ha pasado de una historia que se construía sobre un espacio de experiencias que se ampliaba o se trasmitía de generación en generación, a una memoria que se construye con fragmentos de esas experiencias, trozos rescatados y rearmados desde el presente.

Para Hartog, la memoria ya no es lo que era -por ejemplo, cuando era concebida como memoria colectiva en Halbwachs (1997)-, sino que “preocupada por hacer memoria de todo es apasionadamente archivística, contribuyendo a esa cotidiana historización del presente […] totalmente psicologizada se ha transformado en asunto privado, en el curso de una nueva economía de la identidad del yo” (2003: 238). Por ello, me parece que señalar un cierto presentismo en las formas contemporáneas de ejercicio de la memoria no sólo significa que éstas partan de las necesidades del presente -la historia también lo hace- ni se refiere a la falta de rigurosidad en el establecimientos de hechos -la historia siempre le concedió esto a la memoria-, tampoco tiene que ver sólo con el peso del testimonio. Parecen entrar en juego, en cambio, nuevas formas de articulación con el espacio de experiencias de las generaciones previas, con una ruptura en los cuadros sociales, con la dificultad o la imposibilidad de la trasmisión de ciertos discursos.

Quisiera centrarme ahora en otra sugerencia de Koselleck, que hasta donde sé, no ha recibido la misma atención pero abre líneas de reflexión acerca de la política en una era presentista. La intuición que guía la recuperación de esta otra lectura de la articulación moderna entre espacio de experiencias y horizonte de expectativas nos da pistas para pensar en la política en una época caracterizada como presentista.

La política con orientación futurista: ¿la crisis del progresismo político?

En aquel conocido trabajo de Koselleck (1993), el progreso no era el único concepto orientado a restaurar el puente entre un espacio de experiencias que se revelaba como insuficiente y un futuro cuyo advenimiento se aceleraba. El rendimiento heurístico de “espacio de experiencias” y “horizonte de expectativas” también se pone a prueba en “dos campos semánticos que no tienen que ver inmediatamente con el tiempo histórico como ocurría con el de progreso” (1993: 352), es decir, con ciertos conceptos sociales y políticos que, leídos con estas categorías, también ofrecerán claves para pensar en la transformación del tiempo histórico.

Entre los conceptos políticos y sociales hay algunos que podrían denominarse conceptos clasificadores de experiencias. Son conceptos “saturados” de realidad pasada, de experiencias condensadas que podían en ocasiones ser conducidas al futuro. Otro tipo de conceptos son aquellos que “no se podían derivar del todo [del pasado], pero que sí extraían de [él] determinados tramos de experiencia para poder realizarla en el futuro como experiencia posible” (1993: 353). En este caso, no se trata de un uso clasificatorio estricto, sino de una anticipación de experiencias. Una tercera forma de temporalización de los conceptos se daba por medio de lo que se denomina conceptos de expectativa. En el campo de los conceptos políticos, esta temporalización es ejemplificada con la transformación de la tipología aristotélica de los modos de gobierno -monarquía, aristocracia y democracia- que parecían agotar la clasificación de las experiencias pasadas y de sus secuencias en la dicotomía república o despotismo, que incorpora un indicador temporal: el despotismo del pasado será suplantado por la república del futuro. República, concepto saturado de experiencia que abarca todos los modos de gobierno, se convierte en un concepto de expectativa. Aunque las experiencias pasadas pueden ser un yacimiento de imágenes y modelos, no se trata de restaurar la república perdida sino de construir la ciudad futura.

Además de la proyección al futuro, una dimensión importante de esta modificación temporal fue que, en el marco de esta filosofía de la historia progresista, ese futuro esperado o previsto no anulaba la agencia colectiva, por el contrario, señalaba la trayectoria del movimiento histórico -progresista, por supuesto-, pero también se transformaba en un mandato de la acción política: “la acuñación lingüística del concepto […] da fe de una separación consciente entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativas, convirtiéndose en tarea de la acción política la conciliación de esa diferencia” (1993: 354) [el subrayado es mío]. Es decir, no suponía esperar de manera pasiva que el progreso realizara su obra y condujera al advenimiento del mundo político nuevo, sino que conminaba a la acción práctica en ese decurso histórico, para acelerar ese futuro, controlarlo u obtener de él la seguridad necesaria para enfrentar los riesgos y sacrificios del presente.

Entonces, no parece forzado interpretar que tanto los conceptos anticipadores de experiencias como, de manera más fuerte, los llamados conceptos de movimiento -que indicaban con el sufijo -ismo tanto el futuro como el mandato de la acción política- señalaban a la vez la distancia de las experiencias previas, la confianza y el soporte en el progreso en sentido perfeccionista, y al mismo tiempo, la seguridad de que la acción política -y no sólo el desarrollo o progreso histórico- pudiera salvar esa insuficiencia de las experiencias y esa liberación de las expectativas. La formulación lingüística novedosa de los “conceptos de movimiento”, conceptos temporalizados que incluían un mínimo de experiencias pero un máximo de producción compensatoria de expectativas -socialismo, liberalismo, republicanismo-, aparecían como proyecciones hacia un futuro que tenía que ser mejor -Kant, en La paz perpetua (2016) habla de una federación de pueblos como idea de la razón que, además, debe guiar la práctica política-. El progreso, pero también la política, podían coordinar las insuficientes experiencias de ese pasado con un futuro cuyo advenimiento aceleraban.

En otras palabras, y en relación con la política moderna, la acción, el papel rector y movilizador de los ideales políticos, la estrategia y la construcción de proyectos históricos fueron investidos de la capacidad de conciliar esa distancia entre un espacio de experiencias que se revelaba insuficiente y un futuro que se aceleraba. Esos conceptos políticos se concebían como anticipaciones de un movimiento histórico y como herramientas para influir en él:

Mientras que el uso lingüístico aristotélico, que había puesto en circulación los tres tipos de organización […] apuntaba a posibilidades finitas de auto- organización humana, de modo que se podían deducir históricamente uno del otro, los conceptos de movimiento que se han citado [liberalismo, republicanismo, socialismo, constitucionalismo] iban a descubrir un futuro nuevo. En vez de analizar una posibilidad finitamente limitada de presuntas oportunidades de organización, tenían que ayudar a crear nuevas situaciones de organización (Koselleck, 1993: 355).

Porque también esos conceptos de movimiento se transformaron en lemas de partidos y movimientos que surgían, en parte, como reacciones a una sociedad que cambiaba en lo político, en lo técnico y en lo industrial.

Koselleck cree confirmar, por otra vía, su hipótesis acerca de la fecundidad de aplicación de las categorías de experiencias y expectativas para detectar la “estructura temporal de lo moderno”. En cuanto al atisbo de una nueva estructura presentista -“podría suceder que una determinación relacional antigua volviera por sus fueros: cuanto mayor la experiencia, tanto más cauta pero también más abierta la expectativa” (1993: 356)- es igualmente cauto. Hartog (2003), como vimos, se centra en el quehacer del historiador -el régimen de historicidad parece ir más allá de la mera sensibilidad temporal para referir las estructuras de articulación cambiantes entre pasado, presente y futuro fundamentalmente a la historia-, y aunque haya referencia a las políticas de la memoria, la patrimonialización y el acontecimiento, no encontramos una reflexión particularizada sobre la política.

Son muchas las reflexiones sobre lo que llamaríamos la política en una época presentista, pero no todas toman el marco categorial de las experiencias y las expectativas para caracterizarla. Los diagnósticos acerca del agotamiento de las energías utópicas, sobre la pospolítica o la antipolítica, etc., la crisis de futuro o el secuestro de la experiencia, hacen referencia de algún modo a la transformación de las temporalidades políticas -predominio de la noción de proceso, de acontecimiento o de coyuntura, escenarios futuros, probabilidades, etc.- para confluir en la idea de un cambio epocal, ya sea que se lo caracterice como posmodernidad, globalización o simplemente como tiempo nuevo. Todos ellos combinan opciones teóricas más abstractas con cambios registrables en lo empírico, aunque cada una de esas grandes transformaciones sea tema de evaluaciones generales contrastantes, cuyo avance en el sentido perfeccionista ya no está garantizado por la idea de progreso: la globalización puede ser valorada como el acceso a un universo cosmopolita o denostada como nueva forma de hegemonía de los poderosos; el mundo de internet puede leerse como auténtica realización de la democracia horizontal participativa, como degradación cultural o como signo del nuevo individualismo (Mirowski y Plewhe, 2009: 417). En ese contexto, cabe preguntarnos si el diagnóstico crítico del presentismo permite abrir nuevas interrogantes para la teoría política, o más específicamente, si la mirada puesta en las formas de temporalización -conceptual y práctica- resulta sugerente para la política, y en qué sentido. Sin ánimo de ofrecer una respuesta abarcadora, en lo que resta de este trabajo me limitaré a exponer tres dimensiones que podrían tomarse como índices de un deslizamiento en las formas de articulación entre espacio de experiencias y horizonte de expectativas en el campo del pensamiento y la acción política.

Conceptos de movimiento, reconceptualización de la experiencia y crítica al proyecto

La dimensión más fácil de tratar de manera intuitiva es la de la modificación temporal de los llamados conceptos de movimiento. Si aceptamos que este tipo de conceptos contenían un mínimo de experiencias -sobre el liberalismo o el socialismo, por ejemplo-, pero que producían o generaban expectativas abiertas, al mismo tiempo que esa proyección a futuro incluía un mandato o una guía para la acción política presente, el cambio en la densidad temporal es muy evidente. Esas expectativas abiertas se han transformado en experiencias históricas y por ello la ubicación temporal se recoloca: de los futuros del pasado pasamos a los pasados del presente o a la elaboración o recuperación desde el presente de ese espacio de experiencias. Si liberalismo, socialismo, democratismo y republicanismo eran conceptos “abiertos a futuro”, hoy son tradiciones, experiencias controversialmente recuperadas o definiciones doctrinales. Lo notorio en términos de un posible diagnóstico presentista es que la continuidad y la proyección a futuro son ambiguas. Describirse como continuador de una tradición política significa construir con conceptos un puente del presente a un pasado diferente o a otro espacio de experiencias, justo porque se trata de un espacio de experiencias que ha sido transformado de manera radical. De allí que esa continuidad o adscripción a la tradición deba declararse, exaltarse y tematizarse, y también cuestionarse -no es otra la idea moderna de tradiciones asumidas de manera reflexiva-. Si esos conceptos de movimiento todavía son socorridos para las autopresentaciones individuales o de organizaciones, más que la apertura de expectativas compensatorias, evocan necesariamente experiencias, exitosas o fallidas.

Quizá el régimen temporal del término “socialismo” haya sido el más evidente -por razones históricas también obvias-: desde el siglo XIX, autodefinirse socialista, como individuo o como grupo, significaba apuntar de manera definitiva hacia un futuro diferente y hacia una experiencia inédita hasta entonces, tanto en sus variantes reformistas como revolucionarias. Luego se especificaron modalidades que hacían referencia a experiencias concretas: socialismo francés, socialdemocracia alemana, experiencia soviética, Revolución china, socialismo autogestionario de Yugoslavia, socialismo cubano. El aditamento “realmente existente” pudo ser utilizado también como intento de separar de nuevo la experiencia pasada y presente de un ideal que sostendría una expectativa diferente a futuro.

De otra manera, el liberalismo pasó de ser un concepto de movimiento -opuesto de modo secuencial a conservadurismo, fascismo, socialismo-, y según usos nacionales diferentes, a transformarse en una “actitud”, en una tradición doctrinal cuya construcción se disputa, y en una definición identitaria. Ligado a nombres propios -autores-, pero también a formatos institucionales -la democracia liberal-, se utiliza con miras a la clasificación de experiencias, la identificación y denuncia de los enemigos, y en ocasiones, a la afirmación de un menú valorativo que puede especificarse y ejercerse desde distintas intencionalidades políticas.

En cualquier caso, si hay algo sugerente en la idea de que esos modernos conceptos de movimiento tendían un puente político entre pasado, presente y futuro, y de que ellos articulaban un mínimo de experiencia con una producción compensatoria de expectativas, parece evidente que la situación ha cambiado. Una plataforma liberal, socialista, republicana, no anuncia ya un futuro nuevo en el mundo globalizado, sino que tiene que reivindicar experiencias pasadas o bien distanciarse críticamente de ellas. De manera similar al presentismo imputado por Hartog a la memoria, es la necesidad identitaria del presente lo que lleva a buscar ancestros o a inventarlos, a marcar tradiciones de continuidad allí donde hay virajes epocales importantes -un caso ejemplar es la socialdemocracia-, con miras a enfrentar un futuro que ya no está abierto a posibilidades infinitas.

La segunda dimensión que podría servir de indicador de un presentismo político se refiere directamente a la noción de experiencia política. Si había un primer uso metahistórico del término experiencia, que aludía, como vimos, a lo vivido y lo transmitido, ello no hace desaparecer la abigarrada multiplicidad de sentidos que la apelación a este término parece suscitar en los diferentes campos -experiencia religiosa, política, estética, etcétera-.

En el lenguaje político cotidiano, el término “experiencia política” hace referencia tanto a un actor individual -una competencia lograda en un campo de actividad específico-, como a la vivencia colectiva de un acontecimiento o proceso -el país atravesó la experiencia de la guerra, vivir la experiencia de la inflación descontrolada, de la amenaza terrorista-. En el primer caso, se habla de destrezas adquiridas en general a lo largo de un periodo bastante prolongado, a saberes incorporados en prácticas sostenidas en el tiempo. Esta forma de nombrar la experiencia, que la acerca a veces a la idea de conocimiento tradicional o de saber artesanal, es la que permitiría hablar por igual de un plomero, de un investigador, de un político “con experiencia”. En el segundo caso, la experiencia se acerca a lo vivido en colectivo en términos de acontecimientos o procesos, pero que ha sido incorporado en el marco de lo que otros llamarían cultura política. El paralelo entre el uso del término experiencia en estos ejemplos estaría dado por el conjunto de reglas que hacen al oficio y al conocimiento práctico o adquirido por medio de la práctica, y a veces transmitido de modo artesanal o profesional por instituciones y corporaciones sobre la aplicación de esas reglas. En ocasiones, al intentar teorizar la experiencia como “modo de hacer las cosas”, se ha pensado en ella en relación con una forma de vida: la tradición, la costumbre, la historia, el sentido común y el acervo folk de una comunidad. Sin embargo, y el punto es importante, por lo menos desde finales del siglo XIX, al agregar al término experiencia el adjetivo de “política”, no sólo se estaba dando testimonio de diversos tipos de experiencia o desde diferentes puntos de tratamiento, sino que empezaba a operar el reconocimiento implícito de lo que Weber (1967) llamaría la diferenciación de las esferas de valor y su concreción institucional históricamente variable.

Recordemos, por ejemplo, que los inexper- tos, tan criticados por Michael Oakeshott (1991) -personajes, clases dirigentes, modelos de sociedad política y hasta sexos inexpertos-, eran aquellos que, desde una perspectiva aristocrática, no habían sido educados en las tradiciones de una forma de vida, esos ignorantes o parvenus -aunque se refiriera, ni más ni menos, a los últimos 400 años de la política europea- que habían cortado todo lazo y continuidad con el pasado. En su visión, la analogía entre gobernantes y políticos inexpertos, y la inexperiencia que aparecía en otros campos, como la educación, el arte, etc., se construía a partir de la falta de educación - hoy diríamos la pobreza cultural- y de la reducción de todo virtuosismo a mera técnica, formulable en manuales cuyo aprendizaje podía lograrse hasta por correspondencia.

Pero esa inexperiencia era signo de algo más: de esa creencia “desaforada” en que se podía cambiar todo para empezar de cero una y otra vez. Oakeshott (1996) llamaba “racionalismo” a esa vocación de negación de la racionalidad de lo real, esa imposición necesariamente violenta del concepto sobre la experiencia. O también “política de la fe” -fe en la razón y la agencia humana-, frente a la cual reivindicaba la “política del escepticismo”. El escepticismo aparecía así como “la política de la experiencia”.

Esa “experiencia” enseñaba a ser escépticos frente a las promesas de salvación mediante el esfuerzo mundano, a desconfiar de los sueños de perfectibilidad de la naturaleza humana y a sospechar, en general, de todo cambio que no estuviera inscrito, por así decirlo, en el muy largo plazo de la historia. Esa experiencia política, decantada en instituciones y tradiciones, significaba aprendizajes sociales, memoria, historia.

En este caso, la valorización de la experiencia no apuesta por la capacidad “productiva” de la política ni por el voluntarismo, cuyas expectativas guían la acción presente. El político, pero también los colectivos que tienen experiencia, son aquellos que, formados en un modo de vida particular, no sucumben a las urgencias de la “necesidad sentida” y quienes saben que el gobierno no puede o no debe ser ejercido como control y organización de la actividad humana en aras de lo mejor. En última instancia, porque lo mejor no está en un futuro predeterminado al cual llegaremos por un camino único, sino en el pasado hecho presente: en las instituciones que gozan de la legitimación del tiempo. Una legitimidad que no deriva de su origen racional, como el contrato, sino que se reconoce en virtud de su capacidad para expresar y reconducir afectos y sentimientos arraigados. La experiencia política pasa entonces por resistir los impulsos destructivos del progresismo -en su versión voluntarista o determinista, no importa- con la sobria sensatez del conservador. Algo así como “cuanto mayor la experiencia, menores son -y deberían ser- las expectativas”. En cierto sentido, en esta recuperación conservadora de la experiencia, vuelve el topos de la Historia magistrae vitae. La historia enseña que todo puede ser peor y que es poco lo que podemos hacer para evitarlo. A lo sumo, defender nuestro presente.

Pero hay otras caracterizaciones de la experiencia política. En la archicitada conferencia de Max Weber (1967), traducida como La política como vocación, la figura casi heroica del político de vocación es poseedora o portadora de una experiencia entendida en un doble sentido: como experiencia vivida y sostenida en el tiempo, y también, podríamos decir, como aprendizaje “existencialmente” decantado.

Tal vez no resulte forzado decir que ese héroe trágico, representado por el político de profesión y de vocación, aprendía o vivía estas tensiones sólo en la acción desplegada en ese terreno esquivo y acotado de la lucha por el poder en una comunidad política o Estado. Lo que le otorgaba ese atributo heroico era el hecho de que el aprendizaje se ponía a prueba en situaciones extraordinarias o críticas, en las cuales la pureza de las intenciones no alcanzaba para justificar el error político o las derivaciones catastróficas de una acción o decisión. O bien, en los escenarios creados por consecuencias que podrían haberse anticipado, hasta cierto punto, con un cálculo aproximativo a partir de la intelección de los datos de la experiencia, empírica e histórica.

Se sabe que Weber (1967) había criticado la Erlebnis diltheyana, al considerarla una base endeble para la fundamentación de una ciencia interpretativa de lo social, pero la cuestión no está tan clara en el plano de la política. La crítica se basaba en el alcance limitado de la experiencia vivida y de la posibilidad de revivirla. A partir de allí, o sólo a partir de allí, no podía construirse una ciencia social con base empírica. Se cuestionaba entonces el alcance o potencial de la vivencia en el plano cognoscitivo y epistémico. Pero en el texto al que hacemos referencia parece que el político de vocación es el que ha tenido que enfrentarse cara a cara con los dilemas que impone la guerra entre valores, que ha “vivido” la situación de tener que asumir la responsabilidad por el curso de los acontecimientos, sin poder echar la culpa al destino o al mundo; el que, enfrentado a una situación crítica, defiende con firmeza sus valores, y al mismo tiempo, toma en cuenta de manera responsable los costos y la anticipación de las consecuencias.

Pero incorporar esa dimensión “técnica” de la experiencia política no supone diluir la decisión o responsabilidad en la intelección técnico-científica de la situación o el cálculo de posibilidades. Ni afirmación voluntarista de valores últimos ni puro posibilismo, la experiencia política parece referirse a la capacidad de tomar decisiones sabiendo, y sabiendo que nuestro saber es limitado. El político de vocación es el que sabe que sólo se logra lo posible cuando se intenta una y otra vez lo imposible. Pero también sabe que deberá asumir la responsabilidad por las consecuencias de esa decisión tomada, hasta cierto punto, sabiendo. La experiencia debe combinar un pasado que se resiste a ser atrapado en leyes de la historia y que, a lo sumo, concede inteligibilidad en términos de regularidades empíricas construidas y un futuro no predeterminado, o en todo caso, un futuro que no da pistas acerca de la salvación mundana. La historia otorga inteligibilidad a los acontecimientos pasados y las ciencias sociales formulan regularidades empíricas con algún tipo de previsión probabilística, pero ninguna neutraliza el advenimiento del caso excepcional ni los dilemas de la decisión responsable. Esto me lleva a una tercera forma de nombrar y entender la experiencia política.

Las dos figuras modernas de la experiencia política antes esquematizadas se construían a partir de un supuesto más o menos explícito: la política era una esfera de acción diferenciada -gobierno, en el caso que hemos llamado el talante conservador y liberal- o una esfera de valor relativamente autónoma -en el caso de Weber y de ahí las tensiones con la ciencia, la ética, etc.-. Quizá por ello la noción de experiencia política hasta ahora se refería en general a un sujeto individual, el político de vocación, o a un sustantivo colectivo, un partido, de contornos más o menos identificables. Cuestionada esa concentración de la política en una esfera diferenciada, la noción de experiencia política también se expande y sus contornos se difuminan. Hoy comparecen diferentes caracterizaciones que tienen en común tanto el cuestionamiento a una delimitación estrecha o reducida de la actividad política -que la circunscribe al estado, el gobierno o la estrategia de poder, según los casos- y la paralela reivindicación de una noción de experiencia que algunos han llamado “más global”, otros “más subjetiva” o incluso “autosuficiente”.

Con la emergencia de los llamados nuevos movimientos sociales, y en fechas más recientes, con las movilizaciones colectivas de protesta, el reconocimiento de la diferenciación institucional de la esfera política corre a la par del cuestionamiento a su “clausura” sistémico-institucional. En la percepción difusa, eso se traduce en el repudio a los políticos que, extraviados en la lógica, las urgencias y las constricciones institucionales, han perdido toda sensibilidad y todo lazo con las necesidades, aspiraciones, sueños e incluso con el lenguaje de la experiencia de lo cotidiano. Así, resulta que la experiencia política entendida como know-how o saber especializado termina necesariamente -se dice- en la indiferencia o en la sordera frente a otros lenguajes, lógicas o sentimientos. La oposición o antagonismo entre políticos y ciudadanos de a pie parece hacer referencia entonces a una experiencia anterior, más fundante o abarcadora: la experiencia de participar en la vida pública, cuando no en el espacio privado, que podría erigirse en parámetro ético crítico, o en el mejor de los casos, en complemento experiencial de la experiencia política entendida como expertise político-profesional. En este caso, no se esgrime otra noción de experiencia política, sino que se opone a la política “otra” experiencia, más colectiva y enraizada en el mundo cotidiano y el sentido común, condensada en formas de sociabilidad y sensibilidad, en afectos y sentimientos, en deseos y sueños.

Ricardo Ramírez Arriola/360° ► El Bayon o “bosque de rostros”, Angkor, Camboya, 2007.

Lo que hemos llamado el talante conservador terminaba diluyendo la distancia entre ambos tipos de experiencia -la política y la cotidiana, la de los políticos y la del mundo de la vida- o suturándolas en la afirmación de una forma de vida común. En cambio, en esta reivindicación de las experiencias cotidianas o del mundo de la vida se registra la disonancia entre experiencia cotidiana y la experiencia de los políticos.

Pero aún hay otra forma de reivindicar la experiencia política, que parece dejar de lado cualquier delimitación de un campo específico o universo más acotado de sentido, y es la que recupera en parte la connotación de vivencia, desvelamiento o afirmación de lo político, de lo “auténticamente” político como exceso respecto del orden estatal o institucional dado. Esta acepción pareció encontrar suelo fértil en algunas interpretaciones de las movilizaciones de protesta recientes. En ocasiones, la naturaleza política o no política de las manifestaciones se discutió en relación con el carácter espontáneo u organizado del acontecimiento. Como si la legitimidad o autenticidad de la protesta se midiera por su distancia o por su manipulación de la política profesional. Es decir, en cuanto al adjetivo que califica esa forma de nombrar esta experiencia, éste parece construirse de manera directa como rechazo de la política pensada exclusivamente como empresa de interesados, como ámbito de producción de decisiones vinculantes o como producción y ejercicio del poder político. Aquí, como es obvio, “experiencia” no se refiere a un saber acumulado, un conocimiento práctico obtenido. En algunas versiones, se trata de la intuición del comienzo de algo o de la aparición de un nuevo sujeto que irrumpe en el tejido social -el cual, de manera paradójica, era el hogar de las experiencias colectivas en otras versiones- y que interrumpe el curso normal del tiempo. En ocasiones, se tematiza como la experiencia -a veces la primera, desde una mirada generacional- de una comunidad o de un nosotros que aparece cuando se muestra en público, o mejor dicho, que sólo existe cuando aparece o actúa, porque no obedece a ninguna identidad común o pertenencia orgánica partisana previa. Se piensa más como experiencia de “lo colectivo” que como experiencia colectiva, por parte de sujetos individuales que así ponen de manifiesto su pluralidad: la multitud.

La experiencia de lo político, entendida de este modo, no se acumula, se refina, se traduce o se gana, sino que la experiencia irrumpe, genera asombro porque toma por sorpresa -a los propios actores- y es en esencia desvelación. No hunde sus raíces en el pasado, aunque la subtienda una narrativa de las injusticias del pasado, porque es en principio un rechazo en el presente lo que detona esa experiencia de actuar juntos. La presencia del pasado es, en todo caso, más compleja que la invocación a una cierta tradición o la recuperación de un estado de cosas trastornado por la crisis, porque esa presencia del pasado -se dice- no suma, y en cambio, divide. Pero lo más llamativo para algunos de sus teóricos es que la no proyección a futuro es más un signo de autenticidad que un déficit, más una asunción gozosa de la contingencia que un signo de despiste. Lo que desde cierta lectura política es ausencia de proyecto, movilización inorgánica e inorganizable, desde otro punto de observación teórico aparece justo como garantía de expresión de la pluralidad y como resistencia a la unificación autoritaria. El componente estratégico de todo aquello reputado otrora como proyecto político, es decir, la elaboración de la experiencia y la previsión a partir de la acción, es ahora sospechoso de protototalitarismo. Parece que la política o lo político se despojan de toda dimensión estratégica y se conectan con un actuar genérico en concierto, sin partitura ni director de orquesta, y que la experiencia política ya no alude a un saber práctico sostenido en el tiempo o a una dimensión dramático existencial, sino al reconocimiento de la participación en el acontecimiento que irrumpe en toda secuencia o rutina, y desestabiliza toda experiencia anterior. La experiencia política, entendida así, no es esa forma de hacer las cosas sancionada por el tiempo ni una empresa de interesados vedada a los inexpertos. Al parecer, en cambio, es la vivencia de la pluralidad irreductible, al mismo tiempo que la afirmación radical de la misma capacidad de hacer esas cosas. El futuro está abierto y sólo parece contar las articulaciones contingentes en el presente (Lazzarato, 2006: 98).

La tercera dimensión que sustentaría el diagnóstico del presentismo en política se refiere a la crisis de la idea -moderna- de proyecto. Hace más de 30 años, el filósofo Remo Bodei (1986), en un artículo titulado “Nuevas imágenes. Fenomenología y lógica del proyecto”, aventuraba ideas sobre el futuro político pasado o de entonces, es decir, sobre aquello que hoy, tantos años después, es nuestro presente. La cita es pertinente como una reflexión sobre los llamados “futuros pasados”: lo que aparecía como horizonte de “novedad” -la eclosión de la llamada diversidad, la Weltanschauung neoliberal, los nuevos movimientos sociales, la crisis del Estado, la crisis del marxismo, el nuevo individualismo- es hoy parte indistinguible de un nuevo sentido común, académico y del otro. El clima cultural que hoy nutre nuestro difundido sentido común era captado in status nascendi y el hilo conductor que recorre el mapeo histórico y a futuro se condensa en un diagnóstico radical: la crisis, en apariencia terminal, de la idea de proyecto -político-.

La crítica a la idea de proyecto, o gran proyecto, parte de las realidades surgidas de los grandes proyectos de transformación del siglo XX -de la transformación de las expectativas en experiencias-, pero también de una política que se contenta con sobrevivir, que agota el patrimonio de los consensos acumulados y que se muestra no sólo incapaz de gobernar sino de movilizar deseos y esperanzas. Para Bodei, “la capacidad de proyectar en sentido fuerte […] se encuentra en crisis” (1986: 24).

La idea de proyecto, cuya crisis se vislumbraba, no se refería a un mapeo tentativo del futuro -amenazado también por la noción de contingencia y jibarizado en el concepto de escenario- ni a un plan de vida individual o al diseño anticipado de una obra. La idea de proyecto político que entró en crisis es aquella que parecía o creía articular esperanzas, estrategias, modelos, elementos utópicos, movilizados a partir de la agencia colectiva. Eso que luego sería ampliamente cuestionado como el paradigma de la “Revolución”, de allí el cambio conceptual en el rango de aplicación del término revolución, que ahora es revolución tecnológica, verde, o revolución ciudadana y también revolución neoconservadora. Pero más que la idea del fracaso de una ilusión o de la satanización por los costos humanos de las revoluciones políticas y sociales, el diagnóstico parece centrarse en la desconfianza hacia la posibilidad misma de grandes proyectos de transformación, pensados como ideales revolucionarios o reformistas, lo cual incluiría tanto las grandes revoluciones del siglo XX como el compromiso socialdemócrata de la posguerra o el establecimiento del Welfare State. Más que crisis de un paradigma específico, revolucionario o reformista, el diagnóstico apuntaba a una pérdida general de aliento de la política para hacerse cargo de las esperanzas de cambio deseable y posible. Este punto se tematizaría mucho más adelante y a partir de las transiciones como pérdida de confianza en la política y elogio del espontaneísmo.

En otras palabras, el modelo de proyectualidad que se diagnosticaba en crisis era una orientación: a) de largo aliento desde el punto de vista temporal; b) que de algún modo justificaba los sacrificios en el presente para garantizar beneficios a las generaciones futuras, y c) como un proyecto que movía masas, generaciones y un número ilimitado de variables. En ese sentido, podía hablarse del proyecto de la modernidad o del proyecto socialista.

Según aquel diagnóstico germinal, habríamos pasado del gran proyecto político a los proyectos individuales o grupales, como resultado de la interacción o convergencia de éstos. En el plano societal, esta crisis o sacudimiento de la idea y práctica del proyecto se traduciría en la llamada “vuelta a lo micro”. En el plano de las estrategias individuales, la proyección a futuro se transforma en búsqueda del beneficio individual inmediato; en el cálculo a corto plazo, en el cual el individuo racional que calcula costos y beneficios deja de ser una hipótesis interpretativa o un modelo explicativo más o menos criticable -objeto de la crítica a las robinsonadas- para ser un personaje de la vida cotidiana. Por otro lado, la religión, y no la política, parecía volver a hacerse cargo de la vieja cuestión del sentido. Con el señalamiento de la crisis de la idea de proyecto, Bodei (1986) parecía decir que ya no se vislumbraba una canalización política de las humillaciones, las injusticias o las desigualdades. Estas humillaciones, desigualdades e injusticias no se condensaban en una vía política con miras al futuro. Contra todo atisbo de unidad sospechoso de totalitario, sobrevino el florecimiento de las diferencias. Los caminos fueron variados: desde la denuncia de la homogeneización presente en la moderna sociedad de masas -temas caros para la teoría crítica-, desde la tiranía de lo Uno o desde las dicotomías homogeneidad contra diversidad, pluralismo contra autoritarismo, hasta la reivindicación de la pluralidad constitutiva de la condición humana. O del reconocimiento del pluralismo -político, social, cultural, humano- frente a la tiranía de lo Uno.

El debilitamiento de la idea de proyecto señala una modificación fuerte en la estructura temporal de lo moderno. Los conceptos políticos de movimiento no se fundaban por completo en la experiencia, entendida como lo vivido y lo transmitido, pero muchos de ellos creían encontrar en el pasado fragmentos de experiencias que servían al mismo tiempo como reaseguro del componente utópico -de que el proyecto de futuro tenía algún grado de viabilidad porque había experiencias que, sin repetirse ni traslaparse, abrían sin embargo el espectro de la imaginación y la interpelación política-. Hoy la ausencia de proyecto es ensalzada al revés, como signo del eclipse de la metafísica de la voluntad, como conciencia de la complejidad y la contingencia, y sobre todo, como rasgo de una nueva realidad democrática (Rosanvallon, 2006: 195).

Conclusiones poco contundentes

Las ambigüedades del término presentismo no se resuelven con una definición que intente recuperar un significado original perdido. Tampoco con una declaración de principios o con una propuesta novedosa enunciada en forma de tesis. La intención fue mostrar que las intuiciones contenidas en la reflexión histórica acerca del presentismo como articulación diferente entre pasado, presente y futuro podían ser sugerentes para reflexionar acerca del presentismo en política. El ejercicio parece sacar a la luz que:

  • 1) No podemos hablar de cambio de régimen de historicidad como algo que comienza en una fecha determinada y que transforma, al mismo ritmo y con la misma intensidad, todas las dimensiones de la vida -como ocurría, por ejemplo, con las lecturas fáciles de la idea de modo de producción-. Si el presentismo en historia coexiste, en la práctica de los historiadores y en la visión común, con recursos del tópico de la Historia magistrae vitae y con adhesiones al futurismo progresista, también en lo político coexisten nociones conservadoras y disruptivas de la experiencia, reclamos por la ausencia de proyecto y manifestaciones celebratorias de esa ausencia.

  • 2) Si tomamos el presentismo en el sentido más general de sensibilidad temporal, hay varias dimensiones, tematizadas desde varias miradas teóricas, que apuntarían a esa sensibilidad transformada. Hemos esbozado sólo tres: la transformación de los conceptos de movimiento en conceptos clasificatorios de experiencias, los sentidos otorgados a la experiencia política y la crisis de la idea de proyecto.

  • 3) La colocación y la apelación a la historia en este eventual presentismo político es también ambigua. A veces, ejemplos distantes en el tiempo se convocan para alertar respecto a los peligros del presente; por ejemplo, la amenaza fascista. Pero otras veces esas amenazas creen que se conjuran con apelaciones a las distopías, cuyas semillas están en el presente y no en el pasado. A veces se tiene la sensación de que vivimos al mismo tiempo en lo absolutamente nuevo -en oposición a lo antiguo-, pero que eso absolutamente nuevo es pensado, de manera simultánea, como ahistórico. Ello se revela en la apelación a ciertos conceptos políticos, como el empoderamiento, la diferencia y axiologías variadas que marcan identidades y tradiciones.

Tal vez, a esta altura, la única conclusión -poco contundente, pero prudente- es que sólo podemos valorar la fertilidad teórica y la utilidad práctica de las invocaciones conceptuales y teóricas por su capacidad para abrir problemas, dibujar horizontes y recuperar, valga la circularidad, diferentes experiencias.

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1“Je remonte de siècle en siècle jusqu’a l’antiquité la plus reculée: je n’aperçois rien qui ressemble à ce qui est sous mes yeux. Le passé n’eclairant plus l’avenir, l’esprit marche dans les tenebres” [la traducción es mía].

2En este trabajo no entramos en la discusión específica del concepto de régimen de historicidad porque preferimos tomar el de presentismo de manera más genérica, como clima cultural de una época. baste recordar que no se corresponde con una etapa objetiva del desarrollo histórico o de la historia del espíritu, sino que es un instrumento construido por el investigador —el historiador, en este caso— que pretende volver inteligibles los modos del tiempo en la historia.

Recibido: 11 de Septiembre de 2016; Aprobado: 10 de Noviembre de 2016

Nora Rabotnikof es doctora en filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel III. Ha sido profesora invitada en varias universidades europeas y latinoamericanas. En la actualidad es investigadora del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM y dirige el proyecto “Tiempo y política” con el apoyo del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología.

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