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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.54 Ciudad de México may./ago. 2017

 

Reseñas

Reflexiones metodológicas a propósito del libro Los pueblos originarios en el estado de Guanajuato

Methodological Reflections about the Book Los pueblos originarios en el estado de Guanajuato

Carmen Rosa Rea Campos* 

* Universidad de Guanajuato-Campus León, León, Guanajuato, México crea@ugto.mx

Los pueblos originarios en el estado de Guanajuato. ., WRIGHT CARR, DAVID CHARLES; VEGA, DANIEL. 2014. Pearson Educación, Universidad de Guanajuato, México:


Existen pocos estudios en la región del Bajío que se ocupen de las poblaciones indígenas contemporáneas, y más escasos son los que en una sola obra intenten mostrar distintas dimensiones del ser indígena y su relación con el entorno social urbano, en el que su presencia parece aún invisibilizada. Ahí radica la importancia de este trabajo colectivo. La diversidad de miradas de los autores permite aproximarse a las dimensiones de la realidad de los indígenas asentados en el corredor urbano del Bajío: la histórica, la demográfica, la social vista a partir las dinámicas migratorias, las relaciones de género, los derechos culturales, las resistencias y la lucha por los recursos naturales y su sustentabilidad, y las relaciones de poder.

Hablar de la invisibilización de los indígenas en los contextos urbanos y de la necesidad de hacerlos visibles resulta relevante, pero también preocupante, sobre todo si tomamos en cuenta el contexto en el que emerge el libro: el siglo XXI, dos décadas después de que el Estado mexicano reconociera la pluriculturalidad de su sociedad, después del levantamiento indígena zapatista en el sur de México, que visibilizó las desigualdades, discriminaciones y racismos que experimentaban las poblaciones indígenas.

Al mismo tiempo que los autores parten del imperativo de hacer visibles estas realidades diversas, cuestionan lo particular que tienen las sociedades, como la guanajuatense, para negar su realidad: su condición multiétnica no sólo pasada, sino presente. Éste es el argumento central del primer capítulo, en el que Wright Carr nos lleva de la mano por un recorrido histórico que hace un mapeo de las trayectorias, las trashumancias y las relaciones interétnicas de las poblaciones indígenas anteriores al periodo novohispano y contemporáneo. Así, los que desconocemos esta historia, comprendemos por qué la sociedad guanajuatense se niega a sí misma al negar su pasado indígena. El autor cuestiona las interpretaciones historiográficas que equiparan grupos étnicos distintos, como otomí con chichimeca, que parten de visiones estereotipadas, prejuiciadas y hasta racializadas para establecer jerarquías -en términos civilizatorios- entre los pueblos indígenas, según sus prácticas culturales y productivas. En el caso de los chichimecos, ante la mirada del otro dominante, se convierten en “más salvajes” que otros grupos étnicos. Estos prejuicios contribuyen a reproducir y justificar los prejuicios raciales y racistas de los no indígenas hacia los indígenas, pero también entre los propios indígenas.

El segundo capítulo, escrito por Daniel Vega y Virgilio Partida, lleva a debatir hipótesis sugerentes sobre los indicadores de medición de la población indígena. Se apunta a un tema que ha sido de gran interés en contextos de mayorías poblacionales indígenas -en Ecuador y Bolivia-, no sólo en tiempos contemporáneos sino a lo largo de sus propias historias coloniales y poscoloniales. ¿Cómo medir a la población indígena? ¿Es posible medirla? ¿Cuáles son los indicadores más pertinentes de medición? ¿Cuál es la naturaleza de los indicadores? ¿Cuán pertinentes son los indicadores “objetivos”, como la lengua y la procedencia -rural, urbana-, o “subjetivos”, como la autoadscripción? Este debate me recuerda las críticas de Bourdieu, Chamboredon y Passeron (2005) sobre la neutralidad de los instrumentos de medición y de Adorno (1973) sobre la sociología empirista alemana sobre la objetividad del positivismo sociológico. Desde sus respectivas posturas teóricas, los dos autores del capítulo argumentan que los indicadores “objetivos” son, al fin y al cabo, “subjetivos”, pues la delimitación es hecha por alguien, desde una posición e intereses no sólo académicos, sino también políticos, culturales e ideológicos, y de lo que se trata es de un proceso de objetivación de lo subjetivo. Usar la “lengua” o la “procedencia” como indicadores “objetivos”, señalan, no capta la realidad efectiva y presente de estas poblaciones que, tras el proceso migratorio rural-urbano, los procesos educativos asimilacionistas y los racismos cotidianos en las urbes, dejaron de usar la lengua indígena. Pero eso no implicó necesariamente la pérdida de identidades y pertenencias comunitarias, sino más bien un proceso dinámico a partir del cual se intenta desnaturalizar lo que no es natural, sino histórico. Por otra parte, los autores argumentan que además de los indicadores de medición, también son importantes los niveles o unidades de medición. ¿Es el individuo el nivel pertinente para medir la población indígena? ¿Es el hogar el nivel o unidad de medida? Al establecer el hogar como la unidad de medición y los indicadores “objetivos”, pero sobre todo “subjetivos”, los autores llegan a la conclusión de que la proporción de población indígena que reside en la entidad es mayor a la que se registra si se usa el individuo como unidad.

Sin embargo, vale la pena cuestionar la pertinencia del criterio que se toma en cuenta. Vega y Partida argumentan que si uno de los miembros del hogar, según la importancia parental, es indígena, el hogar es indígena. Puede que este indicador sea pertinente en y para sociedades étnica y racialmente segregadas en términos de relaciones conyugales, pero no para sociedades en las que, pese a los racismos persistentes, las relaciones sociales conyugales se han hecho más flexibles entre población no indígena e indígena, y lo que define las uniones y las alianzas parentales, consanguíneas o ficticias, es la clase más que la etnia, sobre todo entre los estratos medios bajos y bajos. Esta situación lleva a formular la siguiente pregunta: en este tipo de situaciones y realidades, ¿cómo operaría el hogar como nivel de medición de la identidad étnica? ¿No caeríamos en una sobrerrepresentación del dato -construido-? ¿No rayaríamos en un desconocimiento del papel que juegan dinámicas y contextos particulares, en el que los hogares mixtos y la pertenencia étnica de los hijos depende de las negociaciones y relaciones de poder en el interior de los hogares, incluyendo las relaciones de poder en las que los hijos que tienen ciertos márgenes de libertad, condicionado por el entorno racializado, asumen ciertas prácticas culturales de sus padres y rechazan otras?

Los capítulos tercero, cuarto y quinto tienen un hilo conductor común, la discriminación, aunque tratan temas distintos. Las autoras del tercer capítulo, Daniela Caldera y Karina Peredo, intentan analizar las percepciones de los jóvenes universitarios sobre los indígenas en Guanajuato, por medio de un recurso aplicado de manera virtual. Concluyen que entre los jóvenes universitarios hay tres posturas: 1) la existencia de estereotipos y mitos arraigados; 2) cierta sensibilidad sobre la discriminación que experimentan los pueblos indígenas, y 3) un profundo desconocimiento y falta de interés. Esto último es un factor de discriminación por parte de los individuos, en tanto jóvenes. La dificultad de esta conclusión es que reduce el problema; y la solución, de la discriminación de las poblaciones indígenas a un asunto de voluntades individuales, olvida que el individuo y sus acciones, a pesar del margen de libertad que puedan tener, están constreñidos por las estructuras y sus instituciones. El papel de aproximación al mundo indígena para acortar los efectos que provoca el desconocimiento en términos de prejuicios no sólo corresponde al individuo, sino al Estado y sus instituciones, como los centros de enseñanza superior, que no incorporan las lenguas indígenas en el mismo rango que las lenguas extranjeras como un requisito de titulación. ¿Esa jerarquía de las lenguas y su rango de importancia diferencial no contribuye a una reproducción de un racismo institucionalizado? Lastimosamente, el capítulo no va más allá, pues termina cuando empieza lo mejor de la discusión y no abunda en un análisis profundo de los datos cuantitativos que presenta. Nos deja con la intriga de leer los resultados que saldrán en una publicación posterior.

En el quinto capítulo, Ivy Jacarandá Jasso analiza los procesos migratorios de las mujeres indígenas del pueblo otomí que radican en la ciudad de León. Muestra cómo opera sobre las mujeres indígenas migrantes la triple condición de dominación sobre la mujer: la de género -ser mujeres-, la étnica -ser indígenas-, y en muchos casos, todavía la clase -ser pobres-. La autora argumenta que a pesar de los efectos negativos que se atribuyen a los procesos de asimilación cultural y discriminación que suponen las relaciones urbanas para muchas indígenas, ellas experimentan cambios subjetivos importantes, como la autovaloración de su condición de mujeres e indígenas. Sin embargo, pese al aporte importante de argumentación, la autora no abunda en los efectos de estos cambios subjetivos en las relaciones de poder y discriminación a los que se enfrentan las mujeres otomíes en un contexto cultural que desconocen y que es relativamente hostil a su condición étnica. Es decir, no ahonda en el papel de estos cambios subjetivos, en la modificación y equilibrio inestable -diría Norbert Elias (1994) - de las relaciones de poder con sus parejas y con los otros sujetos dominantes. Más en el contexto presente, en el cual lo étnico va adquiriendo una cualificación importante en los ámbitos político e institucional, y los sujetos indígenas ya no asumen las situaciones de discriminación de manera dócil, sino que resisten más y reconocen su propia etnicidad ante el otro dominante como una cualidad y no como un defecto, lo que hace más sutiles, pero no anula las prácticas y discursos racistas. Al mismo tiempo que es más complejo captarlos, en algunos casos nos lleva a interpretaciones equívocas sobre las formas en que estos fenómenos se expresan.

Éste es el caso en el que incurre el autor del capítulo cuarto, Ricardo Contreras, quien se concentra sólo en las relaciones de discriminación. Sin embargo, el tratamiento conceptual y metodológico poco adecuado en temas tan complejos, polisémicos y trivializados, como el racismo y la discriminación, lo hace caer en lo que Bourdieu, Chamboredon y Passeron (2005) llaman la “sociología espontánea”. Contreras no sólo equivoca y equipara conceptos poco comparables y de distinto nivel analítico y conceptual, como racismo y desigualdad, sino que cae en el mundo de las prenociones y el sentido común al derivar el racismo como una expresión de la discriminación, cuando, ya en la década de 1990, Michel Wieviorka (1992) hablaba de las esferas del racismo y una de ellas es la discriminación, no al revés. A su vez, ésta opera por medio de muchos ismos: clasismo, racismo, machismo, nacionalismo, entre otros. Lo mismo sucede con el concepto de campo bourdieano que el autor sugiere como potencial analítico, pero cuyo tratamiento continúa cayendo en el sentido común.

Esta falta de claridad y ruptura con las prenociones se expresa al exponer los datos y hacerlos hablar, sobre todo cuando Contreras olvida ciertos principios sociológicos importantes, como el de la no transparencia y el de la no conciencia del dato y del informante. Olvida, además, el papel del contexto de significación, es decir, que sólo es posible comprender el sentido en el contexto social y en el contexto de la relación.

No niego que los indígenas, hombres y mujeres de varios pueblos étnicos, experimenten situaciones de discriminación, sea étnica, racial o de clase. Es más, muchos estudios apuntan a que estos tres ejes de dominación operan concatenados sobre las poblaciones indígenas. Pero, como señalan Bourdieu, Chamboredon y Passeron (2005), es importante poner en duda el dato y nuestras propias interpretaciones de él. Los fragmentos de entrevistas que expone el autor muestran que sus entrevistados sostienen que la discriminación pasa por cómo los ve el otro y el sentido que atribuyen a esta mirada. Me dejó pensando en el ejemplo del guiño que describe Cliffort Geertz (2006) en el capítulo introductorio del libro La interpretación de las culturas, y en la importancia de analizar los sentidos de las acciones siempre en contexto y en el contexto de la relación. Me hizo pensar en el otro lado de la relación, en el sujeto que en apariencia discrimina -y del cual sabemos muy poco- y sobre la intencionalidad de su acción, la mirada, que es interpretada como discriminatoria: “me miraba feo porque hablaba mi lengua”. ¿Sólo podemos interpretarla como una práctica discriminatoria y racista? ¿Qué indicadores tienen los indígenas que la experimentan y nosotros que la estudiamos para deducir que fue discriminatoria? Pues no sabemos y no lo sabremos si no interrogamos al ejecutor de la acción sobre su intención, pero no por la intencionalidad misma, pues caeríamos en lo que denunciamos, en dar por consciente aquello que no es consciente, sino porque nos ayudaría a comprender cómo, en esa intención, se refleja lo objetivo internalizado en el individuo. Dado que no poseemos esos indicadores, podemos pensar, según el contexto de la relación -que desconocemos-, que esa mirada pudo ser discriminatoria, pero también pudo ser de simple curiosidad o extrañeza sobre un lenguaje diferente y no cotidiano.

De lo que sí podemos estar seguros es de que el racismo, en el contexto mexicano, parece aún tan profundo y estructural -en términos simbólicos-, que está hondamente internalizado, no sólo en los que lo imprimen, inconsciente o conscientemente, sino también en los sujetos que lo experimentan, al grado de que siempre están alertas, de manera inconsciente, de cualquier mirada, cualquier acto sospechoso, para suponer, evitar o resistir cualquier acción que los ponga en situación de riesgo.

Esta forma de mostrar a los indígenas como sujetos siempre vulnerables es gratamente superada en los dos últimos capítulos, que reflexionan sobre los derechos culturales -capítulo sexto- y los derechos territoriales -capítulo séptimo-. Los autores muestran a las poblaciones indígenas como sujetos actuantes que se dotan de recursos, resignifican su entorno, traducen sus tradiciones, inventan otras, renuevan sus identidades, construyen y reconstruyen comunidad, y resisten las situaciones de conflicto que vulneran sus derechos colectivos. Esta perspectiva de problematizar las realidades indígenas es importante porque contribuye a “desnaturalizar” sujetos que son históricos y están atravesados por la misma historia que nos trastoca, que también es su historia.

En este sentido de movimiento, podemos comprender las estrategias, reinvenciones identitarias y comunitarias de los comuneros otomíes que se mencionan en el último capítulo, quienes, ante la pérdida de su lengua, recurrieron a la autoadscripción étnica, basada en la memoria colectiva y en la reinterpretación y reinvención permanentes de sus “costumbres materiales y simbólicas” para demandar al Estado mexicano el reconocimiento como pueblo indígena. A partir de este reconocimiento, pero, sobre todo, del autorreconocimiento, para lo cual no se necesitan papeles legales, los comuneros de Ojo del Agua utilizan, administran, protegen y defienden sus recursos naturales, como bosques y ojos de agua, y hacen evidente su capacidad de agencia -su creatividad cultural, diría Antonio Gramsci (citado en Gutmann, 2000: 367)-. Es decir, pese a las relaciones de poder que se imprimen sobre sus cuerpos, son capaces de resistir, negociar, confabularse y apropiarse de los escasos recursos institucionales disponibles para legitimar sus derechos, dotarse de autonomía relativa y acceder a los recursos materiales.

Sin embargo, como señalan Alejandro Martínez de la Rosa y Gloria Miranda, autores de los dos últimos capítulos, paradójicamente, el reconocimiento de los pueblos indígenas y sus identidades, tradiciones y culturas puede significar riesgos que vulneren sus derechos -territoriales, culturales-, sobre todo en los nuevos contextos, en los cuales los Estados han estrechado su relación con el capital internacional -el mercado-, para el que los pueblos y sus tradiciones son, por un lado, un obstáculo en tanto continúen en sus manos territorios ricos que pueden explotarse -bosques, aguas, minas-, y por el otro, mercancías, recursos fáciles de comercializar, al convertir sus culturas y sus sujetos en bienes públicos, de los que el Estado puede disponer y a los que puede administrar. ¿Cómo esta conversión de los bienes comunitarios en bienes públicos y patrimoniales pone en riesgo la propia existencia de los pueblos indígenas, sus autonomías y derechos? Es la pregunta que se hace Martínez de la Rosa, en el sexto capítulo, para comprender por qué unos recursos culturales son valorados y promovidos por el Estado y la industria turística, mientras que otros -los recursos culturales de esta entidad- son ignorados y negados. ¿Cuáles son los efectos de esta administración de la cultura de los pueblos indígenas convertidos ahora en mercancía?

En un escenario en el que el mercado, con la complicidad de los Estados, define y redefine las fronteras de lo colectivo y lo individual, lo universal y lo local, lo general y lo particular, y hace que lo colectivo se convierta en individual, lo local en universal, lo particular en general, los bienes culturales y naturales que pertenecen a estas poblaciones por derecho histórico y no natural son más fáciles de ser expropiados de nuevo por el Estado, como patrimonio cultural a nombre del bien general, para cederlo otra vez al mercado. Quizá recuperar la noción de acervo común que propuso en su momento Elinor Ostrom (2000) nos permita encontrar respuestas y soluciones más adecuadas a los dilemas que enfrentan las poblaciones indígenas, urbanas y rurales, para preservar la autonomía y la propiedad de sus recursos materiales y culturales. Eso supone replantear el carácter restringido del acceso a determinados recursos, lo que no implica necesariamente la restricción de los beneficios, que son generales. Como sugería Ostrom (2000), los bienes de acervo común son aquellos cuyos beneficios son generales, pero la administración es restringida sólo a un grupo de personas, cuya existencia, organización e instituciones ayudan a mantener la calidad de los bienes, y por lo tanto, su disfrute general.

Sin embargo, ante los nuevos cambios planetarios, en los que las migraciones se han hecho más continuas y permanentes, dichas prácticas están de nuevo en riesgo. La situación es preocupante, pues uno se pregunta cómo hace el poblador otomí, cuyo relato rescata Miranda en el último capítulo. ¿Qué pasará con los pueblos indígenas, sus territorios, sus bienes culturales, no sólo ante la presión cada vez más intensiva de mercado, sino ante la ausencia cada vez más prolongada de sus hijos y los hijos de éstos, cada vez más urbanos, más individualizados y más homogeneizados por el mercado?

Para responder a estas preguntas habrá que salir de la miopía de lo local, mirar el entorno que nos rodea y buscar respuestas en experiencias en las que los indígenas hoy, más que ayer, también son más urbanos que rurales, más individuales que colectivos y más homogéneos, debido a la cultura del consumo planetario; pero que, sin embargo, cuentan con mayores recursos -capital escolar, capital social- para disputarse las posiciones y recursos en diferentes campos sociales.

Bibliografía

Adorno, Theodor, 1973, La disputa del positivismo en la sociología alemana, Grijalbo, México. [ Links ]

Bourdieu, Pierre, Jean-Claude Chamboredon y Jean-Claude Passeron, 2005, El oficio de sociólogo. Presupuestos epistemológicos, Siglo XXI Editores, México. [ Links ]

Elias, Norbert, 1994, Conocimiento y poder, La Piqueta, Madrid. [ Links ]

Geertz, Clifford, 2009, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona. [ Links ]

Gutmann, Matthew, 2000, Ser hombre de verdad en la ciudad de México. Ni macho ni mandilón, El Colegio de México, México. [ Links ]

Ostrom, Elinor, 2000, El gobierno de los bienes comunes. La evolución de las instituciones de acción colectiva, Universidad Nacional Autónoma de México-Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias/Fondo de Cultura Económica, México. [ Links ]

Wieviorka, Michel, 1992, El espacio del racismo, Paidós, Barcelona. [ Links ]

CARMEN ROSA REA CAMPOS es socióloga, egresada de la Universidad Mayor de San Simón, Bolivia. Es maestra en ciencias sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales-México y doctora en ciencia social con especialidad en sociología por El Colegio de México (Colmex). Se desempeña como profesora de la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guanajuato, campus León. Sus líneas de investigación son movimientos sociales y poblaciones indígenas; racismo y cambio estructural, intelectuales y elites indígenas; saberes locales y uso de recursos naturales. Entre su últimas publicaciones están Cuando la otredad se iguala. Racismo y Cambio estructural en Oruro, Bolivia (Colmex, México, 2015); “Complementando racionalidades: la nueva pequeña burguesía aymara en Bolivia” (Revista Mexicana de Ciencias Sociales, vol. 78, núm. 3, 2016), y “Desfase estructural y la emergencia de los intelectuales indígenas bolivianos” (Perfiles Latinoamericanos, núm. 48, 2016).

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