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Desacatos

versão On-line ISSN 2448-5144versão impressa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.50 Ciudad de México Jan./Abr. 2016

 

Legados

Matrices indígenas del norte de México*

Indigenous patterns in Northern Mexico

Juan Luis Sariego Rodríguez1 

1Escuela Nacional de Antropología e Historia del Norte de México, Chihuahua, Chihuahua, México


El norte de México es, desde el punto de vista antropológico, un territorio cultural con definiciones imprecisas, incompletas y anacrónicas. Desde los tiempos y los contextos históricosociales en los que las nociones de Aridoamérica, Oasis América o el Southwest fueron propuestas, muchas cosas han sucedido en este vasto territorio. Y no sólo por lo que se refiere a los hallazgos y evidencias de la arqueología y de la historia, disciplinas éstas desde las que tales nociones fueron construidas, sino sobre todo por lo que tiene que ver con las dinámicas del poblamiento, la reconfiguración étnica, los procesos de cambio social y económico, así como las transformaciones en el sistema político. De entre este complejo mosaico de temas sobre los que versa el Coloquio que estamos llevando a cabo, me propongo reflexionar aquí sobre uno en particular, el que se refiere a los nuevos perfiles que ha adquirido en las últimas décadas el norte indígena o, en la terminología de Guillermo Bonfil, el norte profundo del México contemporáneo.

Por varias razones considero que esta tarea es urgente. En primer lugar, porque es evidente que durante estos tiempos la presencia indígena en las regiones norteñas se ha acrecentado de forma significativa tanto en términos de la demografía como de la economía y la política regionales, fenómenos que aún están lejos de ser interpretados en sus justas dimensiones. En segundo término, porque creo que adolecemos de una notoria falta de visiones e interpretaciones globales sobre el norte indio de México que superen las perspectivas localistas y parciales, centradas en el análisis de etnias, demarcaciones estatales, coyunturas puntuales o movimientos específicos, enfoques que hasta ahora sólo nos han permitido construir explicaciones fragmentarias de hechos sociales que tienen muchos visos de ser comparables y asimilables en un esquema holista de interpretación. En este sentido -y no está por demás señalarlo-, estamos lejos de poder equipararnos con los esfuerzos que se han emprendido en otras áreas culturales de México, como el sureste o Mesoamérica, regiones sobre las que se cuenta ya con una amplia literatura antropológica que propone una visión integral.

Para superar estas deficiencias, propongo a continuación un análisis comparativo de los grupos étnicos que viven hoy en el norte de México, tratando de encontrar algún tipo de semejanzas y diferencias entre ellos. Entre los muchos temas en que esta comparación pudiera basarse, me centro específicamente en cuatro aspectos que me parecen nodales: sus formas de implantación y apropiación de los territorios en que se asientan, sus modos de participación en la dinámica del desarrollo económico de las regiones que habitan, sus maneras de concebir y expresar su identidad étnica y sus aspiraciones en términos de autonomía expresadas en demandas frente a la sociedad nacional. Antes de entrar en este intento comparativo, creo que es importante comenzar por revisar, aunque sea someramente, los perfiles más destacados de la demografía indígena actual en los territorios del norte de México.

El mapa indígena del norte contemporáneo. Panorama general

Una somera revisión de los datos demográficos nos permite constatar que durante los últimos 30 años la población indígena en el norte de México ha crecido de manera significativa. En efecto, de acuerdo con los datos censales, durante este lapso el número de los hablantes de alguna lengua indígena de 5 años o más en los ocho estados norteños de Baja Ca-lifornia, Baja California Sur, Coahuila, Chihuahua, Nuevo León, Sinaloa, Sonora y Tamaulipas casi se cuadriplicó, creciendo en 266%, porcentaje muy superior a la media nacional que fue sólo de 94%. En algunos de estos estados el aumento fue espectacular, como en los casos de Baja California, Baja California Sur y Nuevo León, donde el incremento fue de 1 697, 4 398 y 1 862%, respectivamente (véase el Cuadro 1).

Cuadro 1. Crecimiento de la población indígena* en los estados norteños (1970-2000)
Entidad 1970 2000 Crecimiento% Primera lengua
indígena más
hablada
Segunda
lengua indígena
más hablada
Baja California 2 096 37 685 1697.90 Mixteco Zapoteco
Baja California Sur 119 5 353 4 398.30 Mixteco Náhuatl
Coahuila 581 3 032 421.80 Náhuatl Mazahua
Chihuahua 26 309 26 309 219.60 Tarahumara Tepehuano
Nuevo León 787 15 446 1 862.00 Náhuatl Huasteco
Sinaloa 11 979 49 744 315.20 Mixteco Mayo
Sonora 29 116 55 694 91.20 Mayo Yaqui
Tamaulipas 2 346 17 118 629.60 Náhuatl Huasteco
Total norte 73 333 268 158 265.67
Total México 3 111 415 6 044 547 94.27

*Hablantes de alguna lengua indígena de 5 años de edad o más.

Fuente: INEGI (1970; 2000), tomado de Cienfuentes y Moctezuma (2006).

Este significativo crecimiento demográfico está ligado a un aumento de la población indígena nativa del norte -sin duda, a causa del ascenso de las tasas de natalidad y la caída de las de mortalidad-, pero sobre todo a los importantes flujos migratorios que han atraído hacia las regiones agrícolas y polos urbanos más dinámicos de la geografía norteña una cuantiosa población de migrantes de los estados del centro y sur de México.

Cuando hablo de la población autóctona del norte, me refiero específicamente a los grupos étnicos que vivían en dicho territorio antes de la Conquista europea y que, a pesar del exterminio de que fueron víctimas en la época colonial y durante el siglo XIX, han perdurado hasta el día de hoy. Entre ellos podríamos distinguir tres subgrupos. El primero estaría integrado por las etnias que quedaron territorialmente fragmentadas a partir de la formación de la frontera México-Estados Unidos a mediados del siglo XIX y entre las que podemos incluir a los cochimíes, cucapás, kiliwas, kumiai, paipai de Baja California, los pápagos de Sonora y los kikapúes de Coahuila. Un segundo subgrupo estaría compuesto por las etnias asentadas en la Sierra Madre Occidental: tarahumaras, pimas bajos, guarijíos y tepehuanes. El tercer subgrupo integraría a las poblaciones indígenas originarias de las costas del Pacífico norte, en particular a los mayos, yaquis y seris.

Los grupos étnicos mesoamericanos que han cobrado una presencia creciente en el norte de México en los últimos 30 años son varios, pero entre ellos destacan los mixtecos, zapotecos, nahuas, totonacos, triquis, mixes, huastecos, otomíes, mazahuas y purépechas. Aunque se distribuyen en toda la geografía norteña, se concentran especialmente en las regiones agrícolas del Pacífico norte de Sonora y Sinaloa, en las ciudades y valles del norte de California -San Quintín, Mexicali, Ensenada y Tijuana-, en las ciudades fronterizas y en las capitales de los estados del norte de la república.

El peso relativo de estos grupos de migrantes ha sido tal, que en muchos territorios norteños el número de los migrantes indígenas ha venido a superar ampliamente al de los grupos étnicos autóctonos, lo que, incluso, ha provocado una llamativa vitalidad de las lenguas indígenas mesoamericanas en esas zonas. El Cuadro 2 muestra algunos de estos cambios: en 14 de las 17 ciudades más grandes del norte mexicano, las lenguas indígenas más habladas son náhuatl, mixteco y zapoteco -en sus diferentes variantes-, purépecha, huasteco, mazahua y maya. Sólo en tres de estas ciudades -Ciudad Obregón, Chihuahua y Ciudad Juárez- las lenguas indígenas predominantes son las de los grupos autóctonos de las entidades en las que esas urbes están ubicadas. En suma pues, nos encontramos ante un proceso de reconfiguración de la presencia indígena en el norte del país.

Cuadro 2. Porcentaje de la población indígena en los municipios urbanos más poblados de los estados del norte de México
Entidad Municipio Población total Población indígena % Primera lengua hablada Segunda lengua hablada
Baja California Tijuana 1 210 820 2.6 Mixteco Purépecha
Baja California Mexicali 764 602 1.6 Mixteco Purépecha
Baja California Ensenada 370 730 9.2 Mixteco Zapoteco
Baja California
Sur
La Paz 196 907 2.0 Mixteco Náhuatl
Coahuila Saltillo 578 046 0.4 Náhuatl Mazahua
Coahuila Torreón 529 512 0.4 Mazahua Maya
Chihuahua Ciudad Juárez 1 218 817 1.2 Tarahumara Náhuatl
Chihuahua Chihuahua 671 790 1.8 Tarahumara Mazahua
Nuevo León Monterrey 1 110 997 1.0 Náhuatl Huasteco
Nuevo León Guadalupe 670 162 0.6 Náhuatl Huasteco
Nuevo León San Nicolás de los Garza 496 878 0.4 Náhuatl Huasteco
Sinaloa Culiacán 745 537 2.6 Mixteco Náhuatl
Sinaloa Mazatlán 380 509 1.2 Náhuatl Mixteco
Sonora Hermosillo 609 829 2.1 Mixteco Náhuatl
Sonora Cajeme (Obregón) 356 290 2.3 Yaqui Mayo
Tamaulipas Reynosa 420 463 1.6 Náhuatl Totonaca
Tamaulipas Matamoros 418 141 1.8 Náhuatl Huasteco

Fuente: INI-Conapo. Estimaciones de la población indígena a partir de la base de datos del XII Censo General de Población y Vivienda 2000 (INEGI, 2000).

Hacia una tipología del norte indígena contemporáneo: cuatro imágenes contrastantes

Pero más allá de estos datos estadísticos cuyas limitaciones son bien conocidas, vale la pena plantear algunas interpretaciones, aún provisionales, sobre las diferentes formas de presencia e inserción de esa población indígena en la lógica social y económica de las sociedades regionales norteñas en las que se ubican, así como sobre las nuevas formas de expresión de su identidad étnica. Propongo, al respecto, una tipología de tres modelos, cada uno de los cuales agruparía a varias de estas etnias. Al primero de ellos le he denominado el de la "identidad cosmopolita" y se refiere a las etnias nativas fronterizas; el segundo corresponde a los grupos indígenas autóctonos de la Sierra Madre Occidental y de las costas del Pacífico sonorense y lo defino como un modelo de "identidad primordial". El tercero, en fin, toma en cuenta los efectos de la globalización y de las relaciones interétnicas entre las poblaciones indígenas desplazadas al norte de México y pudiera ser caracterizado como un modelo de "identidad amenazada".

Una identidad cosmopolita: las etnias nativas transfronterizas

Es un lugar común en la historiografía nacional asumir como un hecho probado la desaparición de las etnias que habitaron en la actual franja fronteriza entre México y Estados Unidos, proceso derivado tanto de las políticas de guerra y extermino aplicadas primero por las autoridades coloniales y después por los gobiernos de ambos países, cuanto por una tendencia a la asimilación cultural y el desdibujamiento de la identidad étnica. El etnocidio habría sido posible, entre otras causas, por el débil desarrollo civilizatorio de estos grupos demográficamente reducidos y políticamente desintegrados en bandas y tribus seminómadas. Tal perspectiva suele ser además contrastada con una visión idealizada del vigor y vitalidad con los que las culturas indígenas mesoamericanas han perdurado hasta la actualidad en el México contemporáneo. Esta manera de ver las cosas ha desembocado en una imagen catastrófica del norte indígena fronterizo del que sólo, y en el mejor de los casos, quedarían las reliquias de un pasado guerrero y de una rendición heroica.

Frente a este enfoque, surge cada vez con más fuerza entre algunos autores contemporáneos otra interpretación alternativa según la cual los indios de la frontera, aun siendo poco numerosos -lo cual es explicable teniendo en cuenta las tasas de natalidad características de poblaciones de cazadores y recolectores- habrían logrado mantener hasta nuestros días una identidad "persistente" (Spicer, 1962), como resultado de una muy acendrada tradición de resistencia activa y pasiva, de una movilidad geográfica transfronteriza y de una estrategia de expresión flexible y coyuntural de su autodiferenciación étnica con vistas a asegurar su existencia.

Así por ejemplo, Everardo Garduño (2003), uno de los más destacados defensores de estas tesis, refiere en un provocador ensayo sobre los indios de la frontera cómo los yaquis sonorenses acostumbraban a esconder su identidad en las épocas de su persecución para evitar ser deportados a los campos henequeneros o ser incorporados a la leva. Algo similar sucede hoy con los mazahuas de Ciudad Juárez y Chihuahua, quienes para sortear su estigmatización acostumbran aparecer en las calles de esas ciudades como tarahumaras. También Garduño analiza con detalle las múltiples formas como los cochimíes, cucapás, paipais, kiliwas y kumiais de Baja California y los pápagos de Sonora han sabido hacer valer su condición transfronteriza y binacional para defenderse de forma organizada de las políticas indigenistas de ambos gobiernos.

Retomando estas tesis, que en forma germinal habían sido ya planteadas hace cuatro décadas por Edward Spicer, las formas de expresión de la identidad étnica de estos grupos indígenas rompen los moldes clásicos con que ésta ha sido analizada tradicionalmente por la antropología mexicana. Se trata, en efecto, de una identidad no primordial, flexible, plural, capaz de incluirse en o excluirse de otras adscripciones étnicas, reivindicadora del binacionalismo, desterritorializada, ajena a los espacios acotados de la adscripción comunitaria y la pertenencia a clanes o linajes, sumamente imprecisa en términos de afiliación lingüística, religiosa, laboral o política, aunque eso sí, propensa a desenvolverse en los espacios de la marginalidad y la pobreza. Como muy acertadamente lo señalan Sheridan y Parezo (1996) y como lo replantea Garduño, los miembros de estas etnias expresan una adscripción difusa:

Algunos residen en reservaciones, otros en ciudades. Algunos son granjeros o rancheros; otros son abogados, oficiales gubernamentales, mineros, profesores, doctores, enfermeros, ingenieros, mecánicos, trabajan en el hogar, son antropólogos o novelistas. Son republicanos, demócratas o miembros del Partido Revolucionario Institucional. Pueden pertenecer a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, una de las muchas denominaciones protestantes, a la Iglesia católico-romana, la Iglesia Indígena Americana, o a organizaciones que surgen de las creencias tradicionales utoazteca, yumana o atapascana. Muchos son pobres y desempleados; otros son ricos y bien educados (Garduño, 2003: 151).

Conviene, sin embargo, precisar en qué medida la identidad de estos grupos es desterritorializada. Los espacios geográficos de origen que tales etnias ocuparon antes de la colonización les fueron, en efecto, expropiados, y hoy se integran de forma agresiva a la lógica de una economía transnacionalizada cuyos signos más emblemáticos son la proliferación de las maquilas fronterizas, el auge de la agricultura tecnificada de exportación y la dramática actualidad de los corredores clandestinos para el tráfico ilegal de indocumentados y drogas. Pero aun cuando sus originarios ocupantes hayan sido desplazados de estos espacios, no por ello han dejado de atribuirles un profundo significado simbólico como lugares sagrados en los que es posible el reencuentro con los orígenes y la recreación de las cosmovisiones de estas etnias. Por eso regresan periódicamente a ellos y los defienden a ultranza contra todo tipo de intromisiones de ajenos. Quizá el caso más ilustrativo de esta conducta sea el de la lucha organizada de los pápagos de ambos lados de la frontera en defensa de las fuentes de agua de Quitovac, Sonora, amenazadas en 1993 por la presencia de la compañía minera canadiense Hecla.

Por lo que se refiere a estos grupos étnicos de las fronteras de Baja California, Sonora y Coahuila con Estados Unidos, podemos entonces retomar las conclusiones de Garduño, cuando señala:

[Primero], que más que extinción o asimilación cultural de la población aborigen, el norte de México está experimentando la revitalización de la presencia de lo indígena; segundo, que lejos de constituir entidades pasivas [...] estos grupos son agentes activos que resisten este cuarto ciclo de conquista representado por los procesos transnacionales y de globalización; tercero, que los indios fronterizos cuestionan contundentemente que se caracterice a sus culturas como paleolíticas fosilizadas, pues sus acciones demuestran su contemporaneidad; ellos han adoptado como método de resistencia la misma dinámica del cuarto ciclo de conquista: la transposición y manipulación de las fronteras étnico-culturales; y por último, que la adopción de estos métodos ha concurrido en el cuestionamiento de las nociones tradicionales de comunidad, grupo étnico e identidad indígena como entidades monolíticas, al permitir que estos grupos conformen comunidades multiétnicas, con gran movilidad y transnacionales, que están in-mersas en la reinvención de una etnicidad multivariable (Garduño, 2003: 161).

Las identidades primordiales: las etnias autóctonas del noroeste

Pero ni todo en el norte es frontera, ni todos los grupos indígenas de esa región se vieron afectados de igual forma por el reordenamiento territorial que derivó de la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848 y la consecuente expansión hacia el sur de la frontera estadounidense. En particular, los pueblos indios de raíz utoazteca asentados en la abrupta Sierra Madre Occidental -pimas bajos, tarahumaras, tepehuanes y guarijíos- fueron en gran medida ajenos a estos cambios, entre otras cosas, por el aislamiento geográfico de sus regiones de refugio.

Influidos por el régimen colonial de reducciones misionales del primer ciclo de conquista, estos grupos construyeron un modelo de adscripción territorial y de organización social y política derivado del sistema de pueblos de ranchería estructurado en torno a un conjunto de lugares centrales, sede de la celebración de rituales y de la impartición de la justicia, que presiden un número variable de ranchos y rancherías circundantes. Lejos de adoptar las formas de comunitarismo indigenista que la Iglesia y el Estado mexicano han tratado de imponerles por siglos, esta modalidad de organización socioterritorial se sustenta en una doble estrategia consistente en la movilidad y dispersión espaciales -única vía posible de sobrevivir en un territorio sumamente agreste y con escasos suelos agrícolas- y en el rechazo a toda forma de autoridad y gobierno centralista y unificado. Así, los pueblos se definen como unidades políticas dentro de las cuales un grupo de autoridades encargadas de mantener el orden y preservar la tradición hacen valer su jurisdicción. También las etnias de las costas de Sonora y Sinaloa -mayos, yaquis y seris-, a pesar de sus diferencias y particularidades, pueden ser asimilables en este modelo, en la medida en que comparten muchos elementos de un pasado colonial común y un conjunto de relaciones con el medio natural y con el entorno político nacional similares.

Juan Luis Sariego conversa con el gobernador rarámuri Lirio Villalobos en San Ignacio de Arareko, municipio de Bocoyna. Sierra Tarahumara, Chihuahua, México, 1994.

La identidad y la autonomía adquieren entre estos grupos étnicos una connotación marcadamente territorial, pero aquí el territorio entraña no sólo un sentido de pertenencia y lugar de encuentro con los orígenes, sino también espacio y sustento que permite la reproducción cotidiana. Por eso su defensa se convierte en un asunto de supervivencia. Así, mientras los tarahumaras, tepehuanes y pimas demandan el respeto por sus bosques y barrancas, los seris luchan denodadamente por el uso exclusivo de la Isla de Tiburón y el Canal del Infiernillo, mientras que los yaquis exigen reiteradamente el fin de la invasión de sus tierras irrigadas tan codiciadas por el capital agrocomercial.

La defensa del territorio constituye el eje neurálgico y conflictivo sobre el que se han basado las relaciones de estos grupos étnicos con el Estado y la sociedad nacional. En esta pugna, los saldos han sido diversos. Así por ejemplo, mientras los yaquis han logrado conservar con celo -después de varios ciclos de guerra y de los impactos de la "revolución verde"- la estructura de los ocho pueblos de misión originales -Belém, Huírivis, Rahum, Potam, Vicam, Torim, Bacum y Cócorit-, los mayos, en cambio, han ido perdiendo el control de un territorio organizado en la época colonial en siete cabeceras misionales -Conicari, Tesia, Camoa, Navojoa, Etchojoa, Cohuitimpo y Santa Cruz- y hoy prácticamente desdibujado por la presencia mestiza. Las etnias serranas, por su parte, enfrentan desde hace más de un siglo la presencia de los intereses mineros, ganaderos, forestales y turísticos, pero aún así han logrado mantener viva la organización tradicional de sus territorios, incluso con una cierta independencia de las lógicas municipales y agrarias de la administración pública. Los seris, en fin, se vieron obligados a sedentarizarse en dos pueblos costeros - Punta Chueca y Desemboque- y sólo hasta hace 20 años recuperaron la propiedad sobre la Isla Tiburón.

El sentido de pertenencia a un territorio y su salvaguarda se articulan con modos específicos de organización social, siempre presididos por un sistema de gobierno que revela al mismo tiempo un origen misionero y militar: los yaquis y su sistema de los ocho pueblos, los tarahumaras y su gobernadores o siríames asistidos por un cuerpo de ayudantes, la guardia tradicional seri, los capitanes generales -moyi- y sus gobernadores -kaikí- tepehuanos, etc. En todos los casos, el sistema de gobierno no sólo tiene que ver con el mantenimiento del orden social, sino también con el de la costumbre, lo que explica que las funciones del poder se superpongan en muchos casos con las de la justicia, cuidado y conservación de la vida y que los gobernadores sean al mismo tiempo dirigentes políticos, jueces, líderes espirituales y chamanes.

Por lo que se refiere a la inserción de estas poblaciones indígenas en el desarrollo regional, puede observarse que la mayoría de ellas mantiene un contacto esporádico y marginal con los flujos de las economías hegemónicas circundantes y en no pocas ocasiones las cuestiona abiertamente. Salvo en el caso de los yaquis que se encuentran en gran medida incorporados a la dinámica del mercado, el resto de las etnias del noroeste establecen sólo algunos vínculos con economías de escala -forestal, pesquera, ganadera, minera- y sustentan su supervivencia en prácticas agropecuarias basadas en complejos tecnológicos tradicionales y precarios. Ajenas a las lógicas del mercado, ausentes en las prioridades de los programas públicos de las administraciones estatales y asediadas en medio de los circuitos del narcocultivo y su secuela de violencia, muchas de estas regiones indígenas del noroeste constituyen auténticas bolsas de miseria y marginación, contrastando con un entorno pujante de industrialización maquiladora y agroganadería de exportación.

Un último componente de esta identidad es el que tiene que ver con las relaciones interétnicas. La adscripción comunitaria, la preeminencia de las lenguas maternas frente a la nacional, la defensa territorial y la marginalidad económica se combinan todas ellas para dar como resultado un sentido de autoidentificación marcadamente excluyente del otro, del no indígena, del yori o del chabóchi, tema recurrente no sólo en los mitos de origen y creación de estos pueblos indios, sino también en la cotidianidad de su vida social. Los esfuerzos institucionales e indigenistas por diluir este sentido exclusivista de la autoafirmación en una propuesta de mestizaje cultural han sido vanos y la convivencia conflictiva entre la gente "de costumbre" y la "de razón" adquiere en muchos casos rasgos dramáticos.

Relaciones interétnicas y globalización: la identidad amenazada de las etnias desplazadas en el norte de México

El tercer paradigma de la identidad indígena en el norte de México es el de los migrantes de raíces culturales mesoamericanas que en las tres últimas décadas han venido a poblar muchas regiones fronterizas. Cabría sin embargo distinguir dentro de estos contingentes dos grupos, de acuerdo con el destino de estas corrientes migratorias. El primero comprende un nutrido núcleo de jornaleros agrícolas que de forma estacional o permanente se desplazan a las regiones donde se concentra la agricultura comercial de exportación con uso intensivo de mano de obra. El segundo tiene como destino los polos urbanos más dinámicos y poblados del norte mexicano. Aunque en uno y otro caso existen indígenas de todo el país, son sobre todo los migrantes del sur los que han tendido a prevalecer en las últimas décadas por encima de los nativos.

En México, según datos del Programa Nacional de Jornaleros Agrícolas (Pronjag) de 1999, se calcula que hay entre 2.7 y 3.4 millones de jornaleros agrícolas. Sólo como referencia, se estima que en 2003 se empleaban en los campos agrícolas de Sinaloa alrededor de 200 000 jornaleros; en los de Baja California Sur, 25 000, y en los de Sonora, 80 000 (Grammont, 2003). De este total, de cerca de 3 millones de jornaleros, más de 1 millón son migrantes. Aunque es sumamente difícil saberlo, una gran parte de ellos procede de regiones indígenas de los estados de Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Puebla y Veracruz. Algunos son jornaleros pendulares que salen de sus lugares de origen durante lapsos de cuatro a seis meses y que, al término de la temporada agrícola, regresan a sus comunidades de origen; otros son golondrinos y recorren diversas zonas de trabajo durante todo el año, enlazando empleos y tipos de cultivo.

De entre todas estas zonas de atracción migratoria, hay una que ha llegado a constituir un auténtico corredor indígena: se inicia en las plantaciones tabacaleras de Nayarit, avanza hacia los Valles de Culiacán, El Fuerte y Los Mochis, prosigue por los campos de hortalizas y uva de Guaymas, Empalme, Costa de Hermosillo, Pesqueira y Caborca en Sonora, para culminar en los valles de Mexicali y San Quintín -Ensenada- al norte de la península de Baja California. Por más que las estadísticas oficiales lo desconozcan, este corredor geográfico del Pacífico probablemente constituya hoy en día una de las regiones más neurálgicas de la demografía y de la interculturalidad indígenas de México, lo que viene a poner en entredicho la visión tradicional que ligaba a los grupos étnicos con las regiones de refugio.

Este escenario laboral se caracteriza en términos productivos por conformar una de las áreas más dinámicas de la horticultura de exportación. Pero paradójicamente, esta agricultura tecnológicamente de punta, acicateada por la competencia internacional y escrupulosa frente a los requisitos de inocuidad e higiene que impone el mercado global parece estar directamente asociada a niveles laborales de bienestar social sumamente precarios y marginales, lo que se expresa en inseguridad, segmentación e intermediarismo de los mercados laborales, bajos salarios, deplorables condiciones de higiene, vivienda, salubridad, educación e incluso escandalosas formas de trabajo infantil. En este escenario de pobreza conviven un número difícil de precisar de jornaleros indígenas mixtecos, zapotecos, triquis, nahuas, purépechas, yaquis, seris, tarahumaras y otros más (Millán y Rubio, 1995; Velasco, 2003).

El segundo contexto de la migración indígena en el norte de México es el de las grandes ciudades, como Tijuana, Mexicali, Ensenada, Monterrey, Ciudad Juárez, Chihuahua, Torreón, etc. (véase el Cuadro 2). Aquí predominan también las etnias oaxaqueñas, pero es además notoria la presencia de otomíes, huastecos y mazahuas, junto con migrantes indígenas nativos del norte -tarahumaras, yaquis y mayos-. En contraste con la proletarización indígena en los campos agrícolas, el nicho laboral predominante de los migrantes urbanos es el trabajo en la construcción, el comercio informal ambulante y la mendicidad. En la segunda de estas actividades se observa incluso un cierto grado de especialización de acuerdo con el origen étnico.

En varios sentidos puede calificarse de "amenazada" la identidad étnica de estos grupos indígenas migrantes. La migración representa en primer lugar una ruptura temporal o definitiva con sus lugares de origen y con sus tradiciones culturales. Pero además, en muchos de los casos referidos, los indígenas enfrentan condiciones de explotación laboral, así como de racismo y xenofobia. La estigmatización con la que los mixtecos son vistos y tratados por las autoridades municipales y el comercio organizado en Tijuana, los mazahuas en Ciudad Juárez, los otomíes en Monterrey, así como las actitudes de paternalismo que el gobierno local despliega frente a los tarahumaras de las ciudad de Chihuahua o las políticas de erradicación de la mendicidad indígena en éstas y otras ciudades norteñas hablan por sí mismas.

Juan Luis Sariego en el río Sena, París, Francia. Durante su año sabático impartió clases en el Institut des Hautes Études de L'Amérique Latine, de la Universtité Sorbonne Nouvelle, Paris III, 2008.

En medio de este rechazo, los migrantes rurales y urbanos viven un complejo proceso de reinvención de sus identidades étnicas. Como lo ha documentado Laura Velasco (2003) para el caso de Baja California, a veces esta reinvención implica formas variadas de competencia entre los propios indígenas migrantes o entre éstos y los grupos étnicos nativos del norte; en otras, connota la reafirmación del sentimiento nacionalista mexicano amenazado por la realidad de una frontera difícil de traspasar; en otros más, en fin, conduce a la defensa de una condición multinacional, pasaporte seguro para transitar en un contexto plagado de obstáculos a la movilidad. La construcción de estas nuevas identidades conforma el sustrato principal de muchas de las demandas que enarbolan las diversas y dinámicas organizaciones que estos indígenas migrantes han creado durante los últimos años en las ciudades y campos agrícolas del norte. Revestidas de formas variadas, como los sindicatos de trabajadores agrícolas, las sociedades cooperativas, las asociaciones de vendedores urbanos o los frentes indígenas binacionales, todas ellas reclaman el derecho a la diferencia en un territorio cada vez más marcado por los contrastes culturales.

A modo de conclusiones: propuestas para el futuro cercano

Al referirnos a estos tres modelos contrastantes de la identidad indígena en el norte del México contemporáneo -los de la identidad cosmopolita, primor-dial y amenazada-, hemos querido suscitar una discusión que sea sólo el preámbulo de otras muchas en las que el norte indígena comience a ser visto como una totalidad, asunto que constituye uno de los objetivos principales de este Coloquio.

El eje sobre el que se ha basado este intento metodológico es la comparación. Así, hemos tratado de poner a discusión las similitudes que las diferentes etnias del norte de México presentan en términos de su emplazamiento y relación con el territorio, sus formas de supervivencia económica, los sistemas interétnicos en que están inmersas y sus modos específicos de preservar, recrear o reinventar sus identidades.

Muchos otros aspectos quedarían aún pendientes para tener una imagen más precisa de este norte profundo contemporáneo siempre cambiante. Entre otros, sugiero tres: un estudio comparativo profundo de los complejos simbólicos y las prácticas ceremoniales de todos los grupos étnicos de la región, así como las formas de difusión y reapropiación mutuas; un análisis más refinado de los territorios culturales de frontera entre dichos grupos, en el que las influencias mutuas sean más visibles y un examen contrastado de las políticas públicas -lingüísticas, educativas y de desarrollo- que los gobiernos de los estados del norte de México han llevado a cabo frente a las poblaciones indígenas en ellas residentes.

Bibliografía

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*Texto publicado originalmente en Sariego (2008). Reproducción autorizada por Emiliano Gallaga Murrieta, director de la Escuela de Antropología e Historia del Norte de México, para la sección "Legados" de este número de Desacatos, dedicada a la memoria de Juan Luis Sariego Rodríguez.

2Las fotografías para este artículo fueron proporcionadas por Lorelei Servín de Sariego, a quien agradecemos su generosidad.

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