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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.48 Ciudad de México may./ago. 2015

 

Testimonios

 

Ciudades, diversidades y ciudadanías en la antropología mexicana

 

Cities, Diversities and Citizenship in Mexican Anthropology

 

Guillermo de la Peña

 

Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Occidente, Guadalajara, Jalisco, México. gdelapen@gmail.com

 

Los antropólogos, los indígenas y las ciudades

Existe un estereotipo de la antropología mexicana del siglo XX que la presenta como dedicada sólo al estudio y la promoción de las comunidades indígenas. Cuando se habla de "comunidades indígenas" se alude a localidades nucleadas, pequeñas y corporativas. Aquí me referiré a otro tipo de investigación antropológica mexicana, que ha centrado la atención en las ciudades y ha aportado nuevos conocimientos sobre el mundo indígena, pero también sobre la complejidad social y cultural de la nación. Además, ha cuestionado algunas dicotomías persistentes en las ciencias sociales de nuestro país -lo rural versus lo urbano, lo tradicional versus lo moderno, lo indígena versus lo nacional, lo localista versus lo globalizado- y ha enfrentado ciertos desafíos teóricos, metodológicos y políticos.

Es verdad que muchas investigaciones antropológicas en México han versado sobre el mundo indígena, al que se ha considerado circunscrito a localidades rurales (Wolf, 1955; Redfield, 1960; Caso, 1948). Al mismo tiempo se ha planteado que los mundos comunitarios no pueden entenderse sin tener en cuenta su relación ambigua -simbiótica, dependiente o conflictiva- con los mundos urbanos. Así, Gamio (1922) señaló la subordinación de los pobladores nahuas del Valle de Teotihuacán no sólo respecto de las haciendas aledañas sino también de la vecina ciudad de Texcoco y de la capital nacional. Redfield (1940) mostró las transformaciones de los asentamientos humanos de la región maya de Yucatán por la penetración de la cultura urbana. Wolf (1956: 1065) sostuvo que "las comunidades no debían verse como sistemas autocontenidos e integrados [sino como] las terminaciones de una red de relaciones grupales [que incluyen ciudades]". Para el caso de las comunidades indígenas, Aguirre Beltrán (1958) propuso que esas relaciones grupales se constituían en el marco de un sistema regional de dominio en el que las elites urbanas mediaban y limitaban la acción del Estado y la operación del mercado: un tipo particular de sistema regional, operado desde la ciudad, generador de una economía precapitalista que frenaba la aculturación y propiciaba la reproducción de las diferencias étnicas y estamentales.

En todos estos enunciados, si bien se afirmó la interdependencia de la ciudad y el campo, se supuso al mismo tiempo una separación física entre los indígenas rurales y los mestizos o blancos urbanos, que correspondía asimismo a una dualidad económica, política y cultural. En Yucatán, Redfield y sus colaboradores reconocieron la existencia de migrantes del campo a la ciudad de Mérida, pero postularon que, al cambiar de residencia, los indígenas mayas perdían su adscripción étnica (Hansen y Bastarrechea, 1984). En contraste, las pesquisas realizadas en Oaxaca por Covarrubias (1946) y por Malinowski y De la Fuente (1957) retrataron ciudades donde los indígenas residentes - zapotecas en particular- tenían una presencia protagónica en los mercados. Estas investigaciones desmintieron el supuesto de que la persistencia del mundo indígena era una función de su confinamiento en poblados rurales sujetos a un dominio agrario de índole precapitalista. A pesar de ello, la atención de la mayoría de los antropólogos mexicanos y mexicanistas continuó centrada en los indígenas rurales hasta la década de 1960 (Kemper y Royce, 1983).1

El instrumental teórico y metodológico de los antropólogos no estaba diseñado para hacer investigación en la ciudad. Así, los estudiosos de las urbes debían enfrentar nuevos desafíos y resolver nuevos problemas sin perder su identidad disciplinaria: sin abandonar el trabajo etnográfico ni el interés por la cultura mediada por la organización social. Hablaré aquí de tres de estos desafíos. El primero es el problema de la escala de la investigación en una sociedad compleja. El segundo se refiere a la relación entre las decisiones individuales y las demandas colectivas en un contexto fluctuante. El tercero enfrenta la definición y la ubicación política de los indígenas urbanos en el Estado nacional. Antes es necesario explicar brevemente el cambio radical que se operó en México durante la segunda mitad del siglo XX cuando el país transitó de lo eminentemente rural a lo predominantemente urbano. Como consecuencia, las ciudades se convirtieron en un escenario importante del trabajo antropológico.

 

La urbanización torrencial y las respuestas de la antropología

Desde 1921, tras la violencia de la Revolución mexicana, el gobierno comenzó un programa de reforma agraria que se aceleró considerablemente a partir de la siguiente década. Para 1960 se habían repartido varios millones de hectáreas y esto facilitó la retención, el acomodo y el crecimiento de la población rural (Alba y Potter, 1986). Gracias a la reforma agraria y a políticas públicas de educación, salubridad y comunicaciones, así como al apoyo y protección estatal a la producción agrícola y el mercado interno, se consolidó en el país un campesinado pobre, pero relativamente viable, aunque se viera cada vez más amenazado por las relaciones contradictorias y asimétricas entre la economía campesina y la agricultura capitalista (Stavenhagen, Cárdenas y Bonilla, 1968; Warman, 1976; De la Peña, 1980).

En 1960, la población alcanzaba los 35 millones de mexicanos y la mitad de ellos aún vivía en localidades de menos de 2 500 habitantes. Medio siglo más tarde, México se tornó predominantemente urbano (Unikel, 1978; Alba, 1984; Anzaldo y Barrón, 2009). En 2010, la población total rebasó los 110 millones de habitantes. De ellos, sólo 20% se encontraba en pequeñas localidades y más de 70% vivía en asentamientos cuya población era mayor a los 15 000 habitantes. Un total de 117 zonas urbanas contaba, en 2010, con más de 100 000 personas, y 10 de ellas con más de un millón. Entre las muchas causas de este cambio, debemos incluir el desmantelamiento neoliberal de la reforma agraria y de las políticas proteccionistas, que afectó gravemente la viabilidad de la economía campesina. Hoy, para la mayoría de la población mexicana, incluidos los indígenas, la viabilidad vital y la concepción de un futuro aceptable se sitúan en un horizonte urbano, por más que en las ciudades la pobreza sea casi tan notable como en el campo.2

Desde los años sesenta, los polémicos libros de Oscar Lewis (1959; 1962) mostraron las posibilidades del enfoque antropológico para la comprensión de la vida urbana del país. Lewis no se enfocaba en las relaciones interétnicas sino en proponer una visión alternativa a la visión dicotómica de Redfield sobre lo rural y lo urbano, y en describir el surgimiento de lo que llamaba "cultura de la pobreza". A su vez, el interés en las ciudades por parte de los antropólogos mexicanos, sobre todo después del movimiento estudiantil de 1968, no era sólo académico sino que incluía un marcado componente político: la crítica al capitalismo requería el análisis de la vida urbana, la locación de la explotación por excelencia. Como en otros países de América Latina, en México se criticaban los modelos anglosajones sobre el subdesarrollo y se miraban con simpatía el marxismo y la naciente teoría de la dependencia (Cardoso y Faletto, 1969; Frank, 1970). Varios antropólogos mexicanos manifestaron la necesidad de entender la constitución y las mutaciones sociales de las sociedades indígenas en términos clasistas y no sólo mediante el concepto de aculturación (Stavenhagen, 1969; Pozas y Horcasitas, 1985; Palerm, 1980). En este contexto, los antropólogos comenzaron a enfrentar los nuevos desafíos que mencioné. Me referiré en primer lugar al problema de la escala.

 

La cuestión de la escala

En los estudios de comunidad, la escala no era considerada un problema, pues coincidía con el asentamiento en cuestión. Redfield (1940) realizó el primer esfuerzo importante por definir la ciudad moderna como una totalidad. En consonancia con la sociología urbana que floreció en Chicago después de la Primera Guerra Mundial, conceptualizó "lo urbano" como el polo opuesto del mundo que bautizó como folk.3 Así, la ciudad de Mérida debía entenderse en términos de tres características: la sustitución de las relaciones primarias por relaciones secundarias -lo cual incluía el debilitamiento del parentesco y el vecindario-, la creciente importancia del individuo como sujeto autónomo y la secularización de la vida cotidiana. Consecuentemente, buscó documentar cómo desaparecía la organización espacial de los barrios coloniales para dar paso a una zonificación regida por el valor comercial de la tierra urbana. Asimismo, señaló el cambio del patrón de estratificación social cerrada, basado en criterios de raza, etnia y parentesco, por otro de estratificación abierta, basado en criterios de clase y movilidad social.

Años después, Redfield reconoció la necesidad de distinguir entre dos tipos de ciudades: ortogénicas y heterogénicas. Las transformaciones de las primeras obedecían a un "orden moral", mientras que en las segundas los cambios ocurrían conforme a un "orden técnico" (Redfield y Singer, 1954). La distinción resaltaba las funciones que podían cumplir las urbes, que a su vez correspondían a la presencia de grupos y jerarquías sociales particulares. En México, los antropólogos -con los sociólogos y los geógrafos urbanos- plantearon la necesidad de construir una tipología más compleja que incluyera ciudades primadas dominantes sobre regiones indígenas, emporios agrícolas, enclaves mineros, enclaves industriales -company towns-, puertos marítimos, centros burocráticos, centros mercantiles, núcleos turísticos y urbes fronterizas (Nolasco, 1981; De la Peña, 1993). En cada uno de estos tipos aparecía una función predominante, pero además había urbes que combinaban funciones múltiples, como las metrópolis macrorregionales -Guadalajara, Monterrey, Puebla- y la "megalópolis mundial" de la zona conurbada del Valle de México (Bataillon y Rivière, 1973; Rivière, 1973; Ward, 1981; Icazuriaga, 1992). Si bien en todos los casos la urbanización se vinculaba con la expansión del capitalismo industrial, se aceptaba asimismo la diversidad de los factores económicos y de las relaciones sociales constitutivas de cada tipo de ciudad y de la organización del espacio urbano.

Las ideas de Redfield y de la Escuela de Chicago repercutieron en la orientación de las pesquisas antropológicas mexicanas. Por ejemplo, a finales de los años sesenta hubo un interesante ejemplo de aplicación del modelo de zonificación basado en la demanda comercial de los terrenos en un estudio del céntrico barrio de La Merced en la ciudad de México (Valencia, 1965). La Merced fue un barrio aristocrático al final de la época colonial y en los principios del siglo XIX. Gradualmente se convirtió en el escenario de un magno mercado agrícola: las antiguas casonas señoriales cumplían el papel de bodegas y los grandes acaparadores convivían con cientos de tiangueros y vendedores callejeros. El mismo estudio destacaba el reemplazo de la parroquia por el mercado de la tierra como factor clave de la organización del espacio urbano. Con todo, otros trabajos en las siguientes décadas documentaron diferentes lógicas de transformación espacial: persistía en muchas ciudades la organización tradicional en barrios y parroquias, una organización -como diría Redfield, un "orden moral"- que incluso podía condicionar las fluctuaciones en el valor de la tierra (Nolasco, 1981; De la Peña y De la Torre, 1990; Portal y Safa, 2005). Al mismo tiempo, aparecía claramente el fenómeno de la expansión de un nuevo tipo de zona que se salía de la lógica de la urbanización mercantil: los asentamientos periféricos denominados "irregulares", un eufemismo para nombrar la ilegalidad.

Lo más notable en el auge de la investigación antropológica urbana después de 1970 no fue ya un interés por entender la ciudad como una totalidad observada "desde fuera" -o "desde arriba"- sino más bien un interés etnográfico por comprenderla desde la perspectiva de los grupos humanos que la conformaban. Lewis (1959; 1962) había elegido la perspectiva de las familias y los individuos que formaban parte de la cultura de la pobreza, definida en términos de carencias individuales y pasividad frente a la urbe confusa y excluyente. En contraste, Lomnitz (1975) rechazó esta visión negativa al destacar los símbolos y valores positivos asociados a las relaciones de reciprocidad y solidaridad entre parientes, paisanos y vecinos, pero también a los lazos clientelares que ataban a los migrantes pobres con quienes les proporcionaban empleo precario o protección política. Así, la supervivencia de los llamados "marginados" urbanos se explicaba por su participación activa en la construcción de redes sociales horizontales y verticales. El concepto de red se inspiraba en los estudios africanistas de los antropólogos de Manchester (Mitchell, 1969), mientras que el concepto de marginalidad, de inspiración marxista, había aparecido en las ciencias sociales latinoamericanas de la época y se refería a la desconexión entre una gran parte de los sectores populares y la economía industrial capitalista (Nun, 1969; Quijano, 1972).4 Pero en la década de 1980, al concepto de marginalidad se opuso el de "economía informal", utilizado para argumentar que las conexiones sí existían y no se limitaban al clientelismo político; al contrario, los sectores populares más precarios no se encontraban "al margen" del capitalismo industrial nacional y transnacional sino subordinados a él mediante la subcontratación y la maquila domiciliaria, cuyos trabajadores carecían de contratos y prestaciones (Arias, 1985; De la Peña y Escobar, 1986; Escobar, 1986; González de la Rocha, 1988). Asimismo, las grandes empresas comerciales distribuían porciones importantes de sus mercancías por medio de los tiangueros. Con todo, estas últimas investigaciones confirmaron la importancia de las redes urbanas horizontales y verticales como un recurso esencial para las estrategias de supervivencia de los pobres. De esta manera, los estudios de la pobreza ofrecían una visión de la ciudad como espacio de reorganización comunal y a la vez de reproducción de la desigualdad y reforzamiento del control social gracias al patronazgo de los poderosos. Los estudios de los "caciques urbanos" como intermediarios en la operación de este patronazgo completaban el panorama (Cornelius, 1975; De la Peña, 1986).

Los estudios de la marginación y la informalidad situaban la escala de la información etnográfica urbana en las redes sociales, por lo general trazadas a partir de un individuo o un grupo familiar. Otras investigaciones centraban la atención en los espacios de proletarización de la fuerza de trabajo. Se recopilaron así historias locales y se elaboraron etnografías de centros industriales y mineros, así como de barrios obreros nuevos y viejos, que se preguntaban por la influencia del sindicalismo y otras formas de asociación de trabajadores en la creación de espacios culturales y de convivencia sustentados en la conciencia de clase y en las luchas por los derechos laborales (Novelo y Urteaga, 1979; Novelo, 1987; Sariego, 1985; 1991; Durand, 1986; Nieto, 1998; 2005; Gabayet, 1988; Reygadas, 2002). Otro foco importante de pesquisa durante las décadas de 1970 y 1980, del que fuera pionero el libro coordinado por Alonso (1980), fue el de los movimientos sociales de nuevos pobladores "irregulares" -muchos de ellos implicados en la economía informal- que demandaban espacios de vivienda y servicios. El movimiento social mismo marcaba la escala de estos estudios, en los que destacaba el surgimiento de un nuevo sujeto colectivo urbano (Castells, 1983): los colonos organizados, cuyas protestas permitían identificar ciertos componentes constitutivos de la ciudad moderna, como la política gubernamental, las estrategias del capital inmobiliario, las maniobras de los partidos y los intermediarios políticos, y la manipulación de la opinión pública por los medios de comunicación masiva (Sariego, 1988; Safa, 1990; Reguillo, 1996; Nivón, 1998). Los movimientos urbanos, al mismo tiempo que se situaban en una escala propia, definían claves para entender el contexto urbano total en el que operaban y las relaciones de poder a las que hacían frente.

Durante los últimos 30 años apareció una etnografía multisituada sobre los circuitos migratorios que conectan las comunidades y ciudades mexicanas entre sí y con zonas rurales y urbanas en los Estados Unidos: un horizonte que incluye lo local, lo regional, lo nacional y lo global, a partir de la formación de núcleos poblacionales de mexicanos allende la frontera norte (Escobar, González y Roberts, 2012; Massey et al., 1987; Durand, 1994; Mummert, 1999). La tesis de Wolf sobre las comunidades como "terminales de grupos" -y de relaciones de poder- adquiere así una dimensión internacional, pero lo mismo ocurre con la visión sobre las redes urbanas como clave para acotar el objeto de estudio. Los migrantes, merced a sus redes, crean microcosmos vicarios de sus lugares de origen y al hacerlo generan una dinámica de interdependencia multilateral, intensificada por las tecnologías de comunicación electrónica.5 En su pesquisa de larga duración sobre los migrantes de San Juan Mixtepec, una comunidad mixteca de Oaxaca, Besserer (2004; 2007) invoca el concepto de hiperespacio (Jameson, 1991), para analizar el vigor de las relaciones sociales comunitarias en espacios transnacionales discontinuos, que forman una geografía comunitaria colectiva. Las terminales urbanas de tales relaciones forman parte de esos hiperespacios y condicionan analíticamente la escala de los estudios en las ciudades: la definición de lo relevante en la urbe y en el pueblo requiere de miradas que parten de lo global (Appadurai, 1996). Un aspecto de la vida urbana fuertemente relacionado con la cuestión de la escala en los estudios antropológicos de la ciudad es la importancia y la intensidad que pueden tener los vínculos corporativos locales o hiperespaciales en la vida de los individuos, lo que representa el segundo desafío.

 

Comunidades y asociaciones en el torbellino urbano

La distinción entre sociedades simples y sociedades complejas se remonta al amanecer del pensamiento sociológico y antropológico. Weber (1964: 33-37) definió el concepto de comunidad como un conjunto humano en el que el sentido de pertenencia se fundamenta en la afectividad y en el reconocimiento compartido de una jerarquía considerada natural, y lo contrastó con el concepto de asociación, que se basa en el interés individual y en la negociación de la jerarquía. Desde esa perspectiva, los asentamientos rurales corresponderían a la primera categoría. En ellos los individuos se identificarían naturalmente con las normas comunitarias y el orden jerárquico. En cambio, los asentamientos urbanos tendrían carácter de asociaciones: permitirían a cada individuo la elección de una vida como ser autónomo, vinculado por contratos libres con sus semejantes. Así, Redfield (1940) asumió que, al situarse en la escala urbana, las relaciones sociales inevitablemente adquirían un carácter múltiple y disperso. Sin embargo, ya hemos visto que en la ciudad coexisten escalas de variada dimensión y naturaleza.

En su estudio de los migrantes mazahuas en la ciudad de México, Arizpe (1978) encontró que algunos varones que contaban con mayor escolaridad podían insertarse en empleos formales que les permitían establecerse de manera definitiva, llevar a sus familias, crear vínculos con grupos urbanos diversos y comenzar el camino de la asimilación. En un estudio de migrantes mixtecos en la misma ciudad, Butterworth (1962) constató algo semejante y destacó la importancia que tenía como factor de castellanización, asimilación -y "descomunalización"- conseguir vivienda propia y legal. Otras pesquisas urbanas recientes muestran que la estabilidad laboral y la seguridad en la vivienda pueden coincidir con el desinterés por mantener tanto una identidad étnica y lingüística como contactos con la parentela y el lugar de origen (Romer, 2005; Barragán, 2006). Las generaciones jóvenes aspiran, además, a la movilidad social ascendente mediante una escolarización mayor que la de sus padres. Los indígenas jóvenes en particular sienten la presión de romper con el pasado para liberarse del estigma que puede conllevar la identidad étnica en contextos racistas. En el caso de los migrantes no indígenas, el deseo de rompimiento puede ser aún más fuerte, pues la salida del mundo rural está casi siempre motivada por el deseo de abandonar un contexto desventajoso, conseguir para la familia mejores servicios de educación y salud, e integrarse de lleno en las ocupaciones y estilos urbanos (Balán, Browning y Jelin, 1973; Muñoz et al., 1980; De la Peña y Escobar, 1986). Podría pensarse, lógicamente, que la vida en la ciudad conlleva la ampliación del número de relaciones sociales con personas ajenas a los grupos primarios y que, por lo tanto, debilita la intensidad de las relaciones internas a estos grupos (Wilson y Wilson, 1945).

Pero otros estudios urbanos revelan la persistencia de las relaciones primarias como fuertes condicionantes de la acción individual. Por ejemplo, el grueso de los migrantes mazahuas en la ciudad de México estudiados en la década de 1970 practicaba una "migración por relevos" (Arizpe, 1980) organizada en la matriz familiar. La mayoría de los miembros de la familia permanecía en el poblado de origen y algunos se turnaban para pasar temporadas en la ciudad trabajando en tareas informales -venta ambulante, servicio doméstico, construcción-. De esta manera, se complementaba la precaria economía campesina y se mantenía el "orden moral" de la familia y la comunidad. Esto ocurría también con migrantes laborales de poblados nahuas situados al oriente de ciudad de México (Bueno, 1994). Sin embargo, después de 1970, a causa de la crisis de la economía campesina, muchas familias salieron definitivamente de sus comunidades para establecerse en ciudades mexicanas o en Estados Unidos, sin que esta migración definitiva haya destruido necesariamente las lealtades corporativas. Como la crisis en la economía urbana no ha sido menor a la del mundo rural, al llegar a las ciudades mexicanas los migrantes -sobre todo los poco o nada escolarizados- sólo han podido encontrar empleo en el sector informal y vivienda en colonias "irregulares". Las relaciones de confianza, de ayuda mutua e intensa con parientes y paisanos resultan entonces necesarias. Se forman así núcleos de "pueblerinos urbanos" y "urbanitas étnicos" (Gans, 1962a; 1962b): verdaderos enclaves donde se reelabora el mundo social y cultural de los lugares de origen. Estos enclaves no necesariamente implican contigüidad en la vivienda: aunque estén dispersos en el espacio urbano, las familias convergen en ámbitos rituales, laborales y recreativos. Además, es frecuente que entre los indígenas se conserve la endogamia étnica.

Varias pesquisas han documentado ejemplos paradigmáticos de "urbanitas étnicos". Mora (1996) estudió un grupo de familias mixtecas originarias del pequeño poblado de Allende, Oaxaca, residentes en Ciudad Nezahualcóyotl, que conservaban los rituales domésticos tradicionales, se unían para celebrar los ritos de pasaje de sus miembros, practicaban la ayuda mutua, guardaban comunicación frecuente con los parientes que permanecían en el poblado y organizaban año con año una visita colectiva con ocasión de la fiesta patronal. Una organización paisanal igualmente fuerte fue encontrada por Lane Ryo Hirabayashi (1993) en la ciudad de México entre zapotecos de la Sierra Juárez, Oaxaca, que usaban las bandas de música como pivote de múltiples víncu- los interfamiliares. En Guadalajara, Martínez Casas (2000; 2007) y Rojas (2006) dan testimonio de las familias otomíes procedentes de Santiago Mezquititlán, Querétaro, que han encontrado un nicho ocupacional en la fabricación y venta de artesanías y golosinas en las que participan hombres, mujeres y niños. Persiste entre ellos un cargo comunitario: el "celador", que vigila el cumplimiento de las costumbres comunitarias y la endogamia de grupo y encabeza las visitas a la comunidad y las peregrinaciones a un santuario reputado como milagroso. Pueden citarse muchas otras investigaciones análogas, muchas de ellas destacan el surgimiento de un sujeto indígena en las ciudades.6 Además de los enclaves étnicos existen los religiosos, como la colonia Hermosa Provincia, en Guadalajara, donde residen exclusivamente miembros de la Iglesia de la Luz del Mundo, una vigorosa institución evangélica de corte pentecostal (De la Torre, 1995). O simplemente grupos de vecinos unidos por redes solidarias, como los que aparecen en el estudio de Lomnitz ya citado.

Los ejemplos mencionados se refieren a familias de escasos recursos para quienes es imperativo contar con apoyos personales como "estrategia de supervivencia" en el hostil medio urbano. Con todo, la intensidad y la densidad de las relaciones sociales en la ciudad no son exclusivas de los pobres. En Guadalajara y San Luis Potosí, las respectivas pesquisas de Domínguez (2013) y Chávez (2014) nos descubren casos de personas y familias de las etnias zoque, tenek y nahua que han alcanzado estudios universitarios y movilidad social ascendente sin perder el sentido de pertenencia étnica ni la cercanía con la comunidad o la parentela. El trabajo de Lomnitz y Pérez (1987) sobre una numerosa familia empresarial en la ciudad de México demuestra que entre las clases altas mantener comunicación cercana y frecuente con la parentela, los compadres y las amistades confiables es un valioso recurso para acceder a información estratégica y cooperar o apoyarse en los negocios. Algo semejante se colige de las investigaciones de Smith (1981) y Hurtado (1993) sobre las elites políticas en el país.

La pregunta analítica es entonces: ¿en qué condiciones se reproducen, se resignifican o se crean relaciones de tipo comunitario en la ciudad, más allá del círculo familiar inmediato? Las investigaciones antropológicas señalan siete factores condicionantes, aunque no determinantes: 1) que las relaciones duraderas de confianza sean un recurso valioso e incluso necesario; esto ocurre entre familias menesterosas que necesitan cooperar e intercambiar favores para no sucumbir en contextos hostiles, pero también en el mundo riesgoso de los negocios competitivos y de las carreras políticas; 2) que la existencia y la persistencia de ese tipo de relaciones conlleven un estatus público de prestigio o que al menos no conlleven uno desprestigiado; 3) que la pertenencia a una comunidad sea funcional para el desempeño de una actividad beneficiosa para sus miembros; 4) que las familias inculquen a sus hijos el valor de las relaciones parentales y comunitarias; 5) que surjan y se mantengan en la comunidad discursos que la justifiquen y la presenten en términos positivos; 6) que los valores de la comunidad se expresen abierta y periódicamente, por ejemplo, en actividades de cooperación, en rituales religiosos o laicos, y en movimientos sociales; 7) que esos valores sean explícita o implícitamente defendidos y aceptados en la esfera pública.

El primero de estos factores, por sí solo, no lleva a la formación de una comunidad, pero sí ayuda a que una ya formada se consolide. El segundo factor, cuando no se cumple -por ejemplo, en ambientes de discriminación racista o étnica-, puede contrarrestarse por la funcionalidad de las relaciones, y quizá principalmente, por la fuerza moral de la socialización familiar y de los discursos, símbolos y actividades comunitarias. Ahora bien: el séptimo factor nos conduce directamente a la discusión sobre la ciudadanía de los grupos minoritarios y en particular de los indígenas citadinos.

 

¿En la ciudad sin ciudadanía?

Ni la Constitución liberal de 1857 ni la revolucionaria de 1917 hicieron mención de los indígenas, pero ambas sostuvieron la igualdad legal de todos los mexicanos, sin distinción de credo o "raza". La de 1917 reconoció además -bajo ciertas condiciones- la propiedad colectiva de las comunidades agrarias, es decir, de los indígenas. Para defenderla, los indígenas se unieron a movimientos sociales que proclamaban demandas campesinas. A partir de 1970 surgieron movimientos sociales con demandas específicamente indígenas. En respuesta, las reformas constitucionales de 1992 y 2001 reconocieron no sólo los derechos agrarios de los pueblos y comunidades indígenas sino también, aunque de manera limitada, su autonomía cultural, jurídica y política (López Bárcenas, 2005). Pero las reformas no tuvieron en cuenta a los indígenas de la urbe. Un desafío más para la antropología urbana en México ha sido entender las posibilidades y los obstáculos que encuentran los indígenas para ejercer sus derechos culturales y políticos en la ciudad.

No hay un solo estudio de indígenas urbanos en México que no muestre ejemplos impresionantes de la discriminación negativa que sufren por el hecho de ser indígenas.7 Esta discriminación a menudo se quiere justificar con un discurso que los presenta como gente rústica, ignorante y poco inteligente. Sus lenguas son calificadas como dialectos y quienes las usan en público son con frecuencia objeto de burlas y desprecios. Lo mismo ocurre con quienes usan indumentarias tradicionales. En las clínicas y oficinas gubernamentales su dificultad de comunicación lingüística puede provocar hostilidad y regaños. Las escuelas son a menudo escenarios de escarnio para los niños a quienes se identifica como "indios". Etcétera. Y ni por la legislación federal, ni por la gran mayoría de los gobiernos municipales y estatales existen previsiones efectivas para reconocer y garantizar los derechos indígenas en zonas urbanas.8

Los estudios antropológicos han documentado múltiples violaciones al derecho a la diversidad cultural -lengua, costumbres y símbolos externos- y al derecho a la representación política propia. También constatan que una forma de resistencia ante la hostilidad es la "invisibilidad": el ocultamiento de la etnicidad en situaciones públicas (Martínez Casas, 2007) o la búsqueda franca de asimilación. Pero asimismo muestran que la resistencia de los indígenas urbanos ha asumido formas de organización y propuestas de representación pública y ha lanzado miradas críticas sobre las respuestas gubernamentales todavía insuficientes (Igreja, 2004; Martínez Casas, 2008). En su turno, las propias organizaciones étnicas -por ejemplo, la Asamblea de Migrantes Indígenas de la ciudad de México, que publica un exitoso boletín electrónico- interpelaron a los antropólogos para que contribuyeran a terminar con la visión colonialista que excluye a los "indios" del derecho a la ciudad y a la ciudadanía. La consolidación de la democracia mexicana no podrá lograrse sin el reconocimiento de una ciudadanía étnica, en el contexto de una nación plural y equitativa, en la que la revitalización comunitaria enriquezca las oportunidades personales de vida y la unidad de la nación. Por ello, los tres desafíos de la antropología urbana confluyen en la explicación de las condiciones en que se torna posible tal replanteamiento de la realidad nacional.

 

Bibliografía

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Notas

1 Hay que añadir que en el resto del mundo la antropología, con algunas excepciones, se ocupaba muy poco de las urbes (Hannerz, 1986: 11). Incluso quienes lo hacían sentían la obligación de justificar su presunta excepcionalidad (Lacarrieu, 2007). La excepción más importante fue el conjunto de trabajos africanistas de los años cincuenta y sesenta (Mitchell, 1966). En la década de 1970 los estudios urbanos se convirtieron en una práctica frecuente (Mangin, 1970; Southall, 1973; Roberts, 1978).

2 Al menos un tercio de las personas consideradas indígenas vive en ciudades. Véanse Pérez (2002), Coneval (2014: 38) y Martínez Casas (2014).

3 Sobre la escuela de Chicago, véase Hannerz (1986: cap. II).

4 Huelga decir que no se trataba de las redes sociales de la época informática.

5 Roberts y Hamilton (2007) documentan la importancia que han cobrado las urbes mexicanas, sobre todo durante los últimos 40 años, como zonas expulsoras de migrantes hacia los Estados Unidos. Hablan de un "proceso de causación cumulativa" generado por las redes sociales, que lleva a la concentración de paisanos en ciertos lugares. Pero esos migrantes urbanos a menudo fueron originalmente migrantes rurales a ciudades mexicanas, cuyas redes, por lo tanto, tienen por lo menos tres puntos de anclaje.

6 Una relación completa de estos trabajos sería excesivamente larga. Dos buenas muestras pueden encontrarse en los volúmenes coordinados por Yanes, Molina y González (2004; 2005; 2006) y Durin (2008). Véase también De la Peña (2010).

7 Véase la bibliografía referida en la nota 5.

8 La Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, sucesora del Instituto Nacional Indigenista (1948-2003), sólo se ha ocupado un poco de los indígenas urbanos durante la última década.

 

Información sobre el autor

Guillermo de la Peña es doctor en antropología social por la Universidad de Manchester, Reino Unido. Fue director fundador del Centro de Estudios Antropológicos de El Colegio de Michoacán (1979-1983) y de la unidad Occidente del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (1987-1997), donde labora actualmente. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores y a la Academia Mexicana de Ciencias. Durante los últimos años ha centrado su investigación en el tema de las relaciones entre etnicidad y ciudadanía. Cuenta con más de 150 publicaciones académicas, entre las más recientes pueden mencionarse "Social and Cultural Policies towards Indigenous Peoples: Perspectives from Latin America" (Annual Review of Anthropology, núm. 34, 2005) y el libro Culturas indígenas de Jalisco (Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco, 2006).

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