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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.43 Ciudad de México sep./dic. 2013

 

Saberes y razones

 

El significado del silencio entre moradores de La Castañeda en los albores del siglo XX. Consideraciones metodológicas para su tratamiento

 

The Meaning of Silence among La Castañeda Inhabitants in the Turning of the 20th Century. Methodological Considerations for its Approach

 

Alicia Llamas Martínez Garza

 

Universidad Iberoamericana Puebla, Puebla, México allamas29@msn.com.

 

Recepción: 8 de marzo de 2012
Aceptación: 12 de abril de 2013

 

Resumen

El trabajo se acerca al problema del silencio en una exploración histórica a partir del análisis crítico del discurso. Con base en los expedientes clínicos de tres moradores del Manicomio General de la Ciudad de México que transitaron por él en la primera década de su funcionamiento (1910-1920) en calidad de detenidos, se introduce el concepto de silencio como entidad dotada de sentido y con estructura de significante y significado. Se propone el tratamiento del silencio como un discurso que relaciona a los individuos con su entorno y que desplaza con ello el interés hacia su calidad metonímica, representada por acciones e interacciones sujetas a las posiciones diferenciadas en la estructura institucional del manicomio, en vez de concebirlo como ausencia de palabras y de subjetividad.

Palabras clave: silencio, discurso, signo, intertextualidad, Manicomio General de la Ciudad de México.

 

Abstract

This paper faces the problem of silence using a critical discourse analysis based on the clinical records of three inhabitants under arrest that lived at Mexico's City General Madhouse at the beginning of the 20th century, in the first ten years of its operation (1910-1920). The concept of silence is introduced as an entity full of meaning and as a sign in itself. It is therefore treated as a discourse that binds individuals with their environment, enhancing its metonymic quality, represented by actions and interactions subdued to the differential positions occupied in the institutional structure, instead of conceiving it as absence of words and subjectivity.

Keywords: silence, discourse, sign, intertextuality, Mexico City's General Madhouse.

 

A los silenciosos no se les puede quitar la palabra.

Stanislaw Jerzy Lec (1909-1966).1

 

I. OBJETIVO

Lo que queremos mostrar en este trabajo es que la palabra no es exclusivamente el vehículo de las experiencias, incluso en aquellos casos en los que la indagación dependa de textos escritos, como lo supone el que ahora se presenta. El rastreo de las experiencias de los sujetos que nos ocupan se orientó al estudio de los mecanismos locales de la interacción en el Manicomio General de la Ciudad de México, desde el ángulo de la pragmática, es decir, a partir de los mecanismos discursivos entre los actores implicados, delimitados en un tiempo, un lugar y un espacio (Watts, 1996; Benveniste, [1966] 2004a; Austin, 1962; Searle, 1993; Verschueren, 16 3 1999). El intercambio lingüístico es para nosotros el punto de reunión de los diferentes patrones de relación con base en los cuales se dio cuerpo y sentido a las experiencias (Foley, 1978). De ahí que muchas propiedades asociadas con el habla sean entendidas por nosotros como equivalentes de actos extra-lingüísticos (Goffman, 1964).

Tratar el problema del silencio como signo equivale a considerarlo como algo dotado de sentido y, por tanto, portador de esa estructura de significante y significado que podemos situar específicamente en el marco de las ideas de Saussure (1983). La escasa atención prestada al problema del silencio en las investigaciones lingüísticas se debe a que el lenguaje es, sin duda, el instrumento más desarrollado de la expresión humana. La comprensión de la realidad del silencio supone ir más allá de la ausencia de palabras y ubicarla exactamente igual que la palabra: como el adhesivo que vincula a los individuos con su entorno. Saussure intuyó que la estructura de significado y significante trascendía el ámbito lingüístico si se le situaba en el marco del sistema de signos humanos. De ahí que podamos partir del supuesto de que el silencio ocupa un lugar privilegiado en el vínculo que los individuos establecen con su medio, en particular, entre aquellos cuya posición en la estructura social se erige como obstáculo, como veremos en el marco del contexto de una institución total como La Castañeda en los albores del siglo XX (Goffman, 1970).

 

II. BREVE ACERCAMIENTO AL CONTEXTO. LA CASTAÑEDA

Las instituciones que enmarcaron la modernidad en los albores del siglo XX fueron paradigmáticas en el intento por establecer dispositivos que acallaran, literalmente, a los grupos de gente indeseable e improductiva. Esta facultad tuvo su representación simbólica a través de los espacios que estos grupos ocuparon en el imaginario de la época. Además del surgimiento en 1900 de la cárcel de Lecumberri —una de las instituciones portadoras de la ideología decimonónica por excelencia—, se inauguró diez años después el Manicomio General de la Ciudad de México con una majestuosidad sin precedentes. Las celebraciones del Centenario de la Independencia comenzaron con este acontecimiento que, por su protagonismo, testificó el avance intelectual de un país que pondría a la cabeza de sus prioridades la cabeza de sus pobladores. Para esta indagación nos concentramos en los primeros diez años de funcionamiento del Manicomio General de la Ciudad de México, en un segmento de la población que entró bajo la categoría de detenidos, lo que articulaba dos fenómenos de la época con diferente significado social. Este pequeño enclave carcelario del manicomio constituyó 2.68% de la población de la década, lo que demuestra que esta vertiente poblacional fue marginal respecto de otras destinadas exclusivamente a la atención de la locura, a fin de cuentas, razón de ser de la institución (Reglamento, artículo 2°).

Hombre de militar, retrato. Manicomio General de la Ciudad de México

En las postrimerías del siglo XIX la locura agrupó un conjunto de conductas condenadas socialmente, así como lo hizo la delincuencia como fenómeno más cercano al ámbito público. En ambos casos, el internamiento no sólo era una variable de las condenas habituales, sino que tenía un sentido preciso y desempeñaba una función: hacer volver a la verdad por las vías de la coacción moral a quienes se desviaban. Este costado pedagógico de los manicomios consistía en aplicar una inducción moral tan rigurosa como fuera necesaria para que ocurriera la iluminación en el "enfermo" (Foucault, 1979). Los criminales, por su parte, eran considerados como seres con inteligencia disminuida y eran clasificados con base en su capacidad.2 En los dos casos, por separado y en su articulación, la experiencia estuvo determinada por una serie de discursos dispuestos para inducir el sentimiento de inadecuación y de otredad. Los moradores de La Castañeda desplegaron los recursos posibles tanto para adecuarse a este proceso como para resistirse al mismo.

El manicomio legó una variedad de historias que, en su mayoría, han sido rastreadas a través de las voces que hablan de los otros y que por lo mismo tienden a excluirlos (Sacristán, 2005; Araujo, 1996). De ahí que una exploración como la que proponemos resulte importante para desentrañar los significados asociados a un silencio persistente prescrito desde la concepción misma de la institución, de su verticalidad y de los instrumentos desarrollados para su operación. Uno de ellos era el Reglamento que, entre otras cosas, prohibía estrictamente a los internados:

mandar cartas, escritos, oficios, etc. etc. sin previo conocimiento del médico del pabellón en que estuvieran asilados y previo visto bueno de la dirección (Reglamento, artículo 31, fracción 4a).

Enfermo mental recostado en el suelo en un hospital psiquiátrico. Manicomio General de la Ciudad de México

El director debía filtrar las cartas y remitirlas a la oficina de admisión para ser franqueadas y enviadas a la estafeta "si lo juzgaba prudente" (Reglamento, artículo 35, fracción 15a). En sentido inverso, se estipulaba que las cartas dirigidas a los asilados serían entregadas a la Dirección, desde donde se enviarían a sus destinatarios con el jefe de enfermeros, "previa censura si se juzgaba conveniente" (Reglamento, artículo 35, fracción 15a). Aunque se afirmaba que el manicomio proveería de lo necesario para escribir cuando los asilados lo requirieran (Reglamento, artículo 35, fracción 15a). Los expedientes revelan que este acto suponía para algunos una proeza asociada al precario acceso a los recursos materiales, o circunscribirse a las exiguas dimensiones de estos materiales. Por último, es importante mencionar en este sentido que la palabra escrita se sujetó a un índice de analfabetismo que hizo de la escritura un recurso disponible sólo para unos cuantos, lo que abona a la explicación del silencio tenaz que se erige como escenario de análisis para este trabajo.

 

III. ASPECTOS TEÓRICO-METODOLÓGICOS

El análisis del discurso es una práctica de investigación que ha contribuido con la introducción de nuevas rutas analíticas al estudio de la comunicación humana, entendida como un complejo proceso social que va más allá de los medios y de sus productos. Con la argumentación centrada en el uso de la lengua por quienes interactuaron textualmente en torno a la articulación de la locura y la delincuencia en La Castañeda, ponemos al discurso como objeto de estudio y adoptamos una postura crítica de análisis que, además de presuponer las relaciones entre discurso y sociedad, se preocupa en particular por indagar las relaciones de poder o dominación entre los grupos sociales que conformaron el escenario discursivo, en nuestro caso, los locos en calidad de detenidos del manicomio durante su primera década de funcionamiento. La lengua conecta con lo social por ser el dominio primario de la ideología y el lugar en el que ocurren las luchas de poder (Fairclough, 1989: 15).

El análisis de discurso es una metodología que incluye procedimientos sobre un cuerpo previamente delimitado, sobre el que se experimentan aplicaciones conceptuales y herramientas de interpretación. Su objetivo es no sólo conocer los mecanismos lingüísticos utilizados por el emisor, sino también el contexto social en que se inscribe el discurso y sus mecanismos de reproducción. Se trata de una forma distinta de acercarse a la realidad social en la que el estatus otorgado a los textos cambia y supone una transformación en el paradigma de las ciencias del lenguaje, que se dirige al uso mismo de la lengua y las interacciones en lugar de centrarse en el análisis de estructuras aisladas. Como sistema explicativo, el análisis del discurso es una aproximación que cambia la manera de concebir tanto la polifonía como el orden de las correlaciones sujetas a la interacción social de los actores involucrados.

Los elementos paralingüísticos, como la gestualidad, la entonación o la propia conducta, son determinantes para extraer el sentido hondo de lo que se desea comunicar en los intercambios orales. En el caso de los intercambios escritos, la intertextualidad3 expone los procesos sujetos a las palabras o a la carencia de ellas, pero más aun determina la subjetivación del actor que se construye en el intercambio, en buena medida, a partir de la experiencia que se entreteje conforme a la circulación de los discursos. Nuestra mirada se ubica en la dimensión social de un fenómeno en el que el lenguaje juega un papel central en niveles distintos de la experiencia, tanto en el interno como en el de las complejas formas de interacción social dentro de un grupo (van Dijk, 2000a). Esto supone entender las relaciones sociales en términos de poder entre sujetos dotados socialmente con capacidades de relación diferenciadas por el control de recursos.4 La ubicación de los actores, concebidos como agentes sociales, en el lugar desde donde hablaron —o callaron— y, por tanto, a través de su capacidad relativa de producir e imponer sentidos según su posición en el sistema de relaciones, permite pensar las prácticas sociales —en nuestro caso, las discursivas— como resultado de opciones realizadas en el marco de las posibilidades y las limitaciones propias de su posición relativa.5

Así, rastreamos una serie de señales que estuvieron dispuestas en el discurso, entendido como el campo de procesos ideológicos y lingüísticos entre los que se construye una relación determinada (Fowler et al., 1983). En este sentido, lo estudiamos como proceso social encarnado en una serie de textos a través de los cuales se reprodujeron o se modificaron los conjuntos de significados que conformaron la cultura particular de ciertos moradores de La Castañeda en el tránsito entre los siglos XIX y XX en la ciudad de México (Hodge y Kress, 1993). El discurso —en cuyo marco, insistimos, se erige el silencio de manera preponderante— es asumido por nosotros, entonces, como testigos de la dinámica sostenida por los individuos que formaron parte de la categoría de "locos en calidad de detenidos" en el Manicomio General de la Ciudad de México6 y las instancias de poder involucradas en su categorización y canalización en la primera década de su funcionamiento. Las versiones contradictorias del mundo que ambos representaron a través de escritos diversos reflejan la ideología en su conjunto, es decir, reflejan las tensiones generadas por los intereses discordantes a partir de las cuales se consolidó un entramado social de cuya consolidación fueron corresponsables (Hodge y Kress, 1993).

 

IV. AL BUEN ENTENDEDOR, LOS SILENCIOS NECESARIOS

Para la discusión que emprendemos en este trabajo partimos del supuesto de que la tensión entre silencio y palabra supone un acto de poder. Hablar o negarse a hacerlo nos sumerge en un acto que distingue entre las competencias que tenemos en relación con el mundo y el poder que se erige dentro de nosotros mismos. Un estudio del lenguaje como acto de habla presta atención primordial al discurso, al contexto y a la connotación, no a los términos particulares ni a la denotación formal, y se interesa más por la hermenéutica y los juegos del lenguaje que por los códigos y los mensajes literales. Entre otros autores, Julia Kristeva (1981) ha discutido la necesidad de desarrollar una lingüística del habla para discutir la necesidad de incorporar el contexto al desarrollo teórico de la lengua. Lacan, por su parte, fundamenta su concepción en la tesis de que el inconsciente está estructurado como un lenguaje y lo hace semióticamente (Lacan, 1984; Van Leeuwen, 2005).

Al adentrarnos en el problema del silencio, considerado como signo, y de sus significados, sostenemos que sólo es posible tratar ese tema —aun si interpretáramos el silencio como hecho estrictamente lingüístico— desde el punto de vista del habla y no de la lengua. Preguntarse lo que significa el silencio en un caso determinado no equivale a preguntar qué significa una cosa determinada, sino qué significa el hecho de que alguien en un momento determinado no diga nada, qué quiere decir no decir nada en un caso concreto. Por eso mismo afirmamos que el silencio como signo debe ser considerado semiótica más que lingüísticamente.

Esto nos lleva a distinguir el silencio de los silencios, en tanto que esta distinción no supone un cambio numérico sino que encierra una transformación metonímica7 de sentido. La realidad empíricamente observable de las cosas es siempre múltiple. Lo que observamos son las mujeres específicas, cada uno de los internos de la institución, los locos y las locas que estudiamos y no el universal y abstracto. De ahí que hablemos de los silencios de estos múltiples sujetos que rastreamos en la historia. El silencio como entidad es una construcción abstracta, mientras que los silencios son propiamente hechos o acciones. Aunque los silencios se presenten gramaticalmente también como sustantivos, su verdadero significado requeriría la forma verbal. El silencio es una acción, no algo que se pueda etiquetar en abstracto.

Interno del Manicomio General con estudiantes que están de visita

Toda violencia tiende a convertirse en violencia simbólica por medio de la palabra. Los sistemas de regulación de la palabra y el silencio se sofistican conforme la evolución de las sociedades en términos políticos y tecnológicos. El poder social se ha asociado tradicionalmente con el derecho a hablar, a dejar hablar y a hacer callar. Instituciones fundamentales de la sociedad han conducido estas acciones al dotar a unos de la palabra y al despojar a otros de ella, pero les han ofrecido los silencios como alternativa simbólica. En todo régimen social se combina la opresión de los signos con la violencia física. En algunas circunstancias se transita del dicho al hecho y en otras de lo hecho a lo dicho, pero en ambos sentidos se regulan las relaciones entre significantes y significados (Van Leeuwen, 2005; Saussure, 1983).

Como instrumento de poder el silencio tiene como significante al miedo, a la desconfianza y a la inseguridad. Es el signo de lo imprevisible y lo inasible. De ahí que podamos decir que el que calla puede representar una mayor amenaza que aquel que habla, siempre y cuando el silencio sea una decisión y no una imposición. La valoración del silencio depende entonces de cuál sea su objeto y cuál su sujeto. En una interpretación crítica del discurso es necesario identificar quién es el que calla —o habla— y qué es lo que calla —o dice (Hodge y Kress, 1993; Fowler y Kress, 1983; Fowler et al., 1983)—.

Toda relación de poder tiene como fundamento la asimetría. El que está en una posición de poder controla la propia voz, pero puede exigir que los demás hablen. El poder no sólo busca silenciar a los otros, sino también hacerlos hablar, como sucede con la tortura. El médico del manicomio o el juzgador, implicados en el devenir de los asilados, controlaron sus voces en formas sutiles, por ejemplo, como relatores confiables de su propia historia en 9.5% de los temas incluidos en los instrumentos de evaluación institucional. La paradoja institucional en la construcción del otro es que si el sujeto hablaba, estaba loco, y si callaba, también. Estas alocuciones y silencios operaron sobre el complejo lingüístico del que los locos en calidad de detenidos fueron primeros actores, ya que estuvieron en el centro de los discursos de los demás figurantes de la trama. El que manda quiere leer en los que obedecen como en un libro abierto y quiere estar en posesión del código secreto que le permite descifrar lo más hondo y subversivo de sus intenciones.

Lenguaje y conducta están conectados de manera tan perfecta que su desvinculación es imposible. Toda forma de interacción humana tiende a transformar las formas de violencia física en acción de lenguaje. Algunos consideran que el lenguaje es una especie de conducta y otros, que la conducta es una especie de lenguaje. Todo depende de qué metáfora —conducta o lenguaje— adoptemos para sostener nuestra interpretación. De la metáfora que sirve de fundamento dependerán tanto el sistema de conceptos como el método de la investigación.

 

V. DIME CON QUIÉN CALLAS Y TE DIRÉ QUIÉN ERES

La proporción en la que se incluyó la voz de los internos en calidad de detenidos como relatores confiables de la propia historia en el Manicomio General de la Ciudad de México fue de apenas 9.5%, como vimos arriba, lo que abrió un espectro muy grande para el espacio de las subjetividades médicas y sus tamices. El uso generalizado de la tercera persona que enuncia al ausente —negado discursivamente para eludir la interacción directa con él/ella (Benveniste, [1966] 2004b)— fue muy concluyente. Recursos lingüísticos como éste, empleados para la despersonalización del sujeto de su evaluación, fueron introducidos por las voces de los médicos de manera sistemática con fórmulas con las que se referían al "paciente", al "delincuente" o al "corrigiendo". Como respuesta, los moradores de La Castañeda se ubicaron con sus silencios en el extremo de la subordinación, pero sin duda también en el de la reafirmación del orden existente. Para ilustrar este segmento, aludiremos a las expresiones de silencio de una mujer, un niño y un militar que transitaron por el manicomio en su primera década bajo la categoría de locos en calidad de detenidos

El significado del silencio, el silencio del significado

En julio de 1917, Maru Domínguez,8 de 19 años de edad, trabajaba como sirvienta. Fue remitida al manicomio por orden del Juez 2° de Instrucción, acusada del delito de sustracción de menor. Clasificada como indigente detenida, entró al Pabellón de Observación porque la instrucción de la autoridad pedía que dos peritos designados por el director de la institución evaluaran sus facultades mentales. A pesar de que se asienta en el interrogatorio que estudió hasta tercer año de primaria y que sabía leer y escribir, no hubo un testimonio directo de su subjetividad. Lo que sí hubo fue un discurso indirecto —con los filtros esperados— emitido por los peritos encargados de su diagnóstico. Paradójicamente, la historia que aparece en el dictamen es aquella narrada por la propia interna, pero los médicos desecharon lo que consideraron que no era útil para su interpretación. Aquí sostenemos que la voz de Maru no sólo se filtra en la narración experta, sino que lo hace pragmática y metafóricamente a través de su inclinación a la fuga y de su retirada discursiva. Creemos que la subjetividad puede erigirse a partir de las consecuencias de los sigilos lingüísticos, pero nunca ubicarse como marasmos de orden discursivo. Es decir, que el silencio carga consigo su esencia dialógica cuando lo situamos en el marco no sólo de la intertextualidad, sino de la interacción social. Y es precisamente la siguiente frase la que concebimos como el centro pragmático de la intervención de Maru en el contexto institucional: "No se pueden recoger datos porque la enferma se esfuerza en no contestar".

El silencio de Maru, como se describe por las autoridades del manicomio, se erige como una forma de existencia —y de resistencia— en torno a la fuerza desplegada sistemáticamente por los poderosos a cargo de su devenir, entre los que incluimos a su madre, quien la abandonó tempranamente. El silencio personal aquí es una afirmación del propio yo que deliberadamente se resguarda para no ser expuesto a la perenne descalificación que podemos encontrar en afirmaciones como:

Al ser interrogada sobre los móviles de su excursión en la Hacienda de Santa Mónica llevándose a una niña de dos años, declara que ha sido por cariño a la infante; pero poco después viene otra declaración suya según la cual interviene en su acto cierto sentimiento vengativo contra la madre por haberle tomado un peso y tratarla mal; por otra parte, el afecto a la niña no puede sostenerse como móvil, pues a poco la abandona en brazos de una mujer de la hacienda, para emprender la correría inversa, de Santa Mónica a la Capital. Esta mentalidad, este carácter, estas fugas se relacionan perfectamente con lo que acusa el examen somático, pues según lo expuesto, encontramos en Maru diversas zonas anestésicas y ausencia del reflejo faríngeo y otros. Estos detalles, unidos a la afectividad pervertida (separación prematura de la madre) y al impulso especial, nos hacen diagnosticar histeria, aunque este mal no se haya manifestado por accesos francos.9

La aseveración de la propia existencia puede situarse, precisamente, en esa frontera en la que palabra y silencio se juegan en un discurso jamás proferido claramente, pero puesto en acto. El patrón de las relaciones establecidas por esta mujer que se esfuerza por no contestar y por no vincularse tiene lugar en el campo de la conducta, mediante procesos de comunicación implícitos que no necesitan ser conscientes para dar testimonio de un yo acosado por la palabra ajena y superior. Algo de lo que se recoge en el terreno de lo implícito permaneció alojado y actuado en las relaciones más íntimas de quien no fue capaz de encontrar una conexión consistente que le hiciera resonancia y, por tanto, le diera rostro. Se trataría de una subjetividad que irónicamente da cuerpo a la propia existencia a partir de la invisibili-dad, discursiva e interpersonal.

Examinando las facultades psíquicas de Maru no encontramos en ella trastornos que nos autoricen a considerarla como enagenada [sic], sin que esta negación afecte al pronóstico. Quizá en el porvenir se presente en ella una psicosis de que el actual estado anormal no sea más que el pródromo.

Lo anormal es que tiene la mentalidad de las histéricas; inconsistencia y fluctuación de las ideas; versatilidad en el carácter, oscilando entre la tonía, las crisis de lágrimas y las remisiones alegres; por último, veleidad caprichosa que se traduce en impulsos. De éstos el que predomina es el impulso a la fuga. Apenas entrada a la pubertad, se escapa de la casa paterna, después continúa sus fugas periódicas en excursiones cortas o largas. Esas fugas se realizan en ese estado propio de las histéricas que en psicología se denomina estrechamiento del campo de la conciencia. Casi toda su atención está absorvida [sic] por la satisfacción de su impulso a vagar. Que [en] una de sus excursiones se ha ido a Toluca con un hombre que la convierte en su querida, este maridaje se presenta como un simple epifenómeno: es lo accesorio al lado de lo principal consistente en la idea fija de cambiar de ubicación.10

Mujer en un hospital psiquiátrico, retrato. Manicomio General de la Ciudad de México

El interrogatorio registra otro dato que se suma a nuestra interpretación de la conducta esquiva de Maru como afirmación de sí misma: el carácter "fuerte" mostrado en el pasado y "más fuerte" exhibido en el momento de su ingreso al manicomio. En este caso, argumentamos que el mutismo evidencia la fortaleza de la joven para resistir los discursos pronunciados sobre ella y los vínculos iniciados con la sombra del fracaso. Consideramos que si la conducta narrada puede ubicarse en el extremo de la resistencia esto se debe, precisamente, a su estrepitosa discreción (Scott, 1988).

El que no llora, no mama. El niño de la subjetividad impalpable

Magdaleno11 llegó al manicomio el 4 de diciembre de 1915, procedente de la Escuela Correccional para Menores Varones, como muchos de los jóvenes que se registraron, y como tantos otros, sin que el delito por el que se le retuvo saliera a la luz en los documentos. Después de ingresar a los 11 años de edad, su suerte fue más sombría que la de otros niños, debido a que su corta vida transcurrió entre las paredes del manicomio. Murió 19 años más tarde de tuberculosis generalizada y cargó consigo uno de los silencios más profundos registrados en la muestra. El interrogatorio fue respondido por el mismo enfermo, lo cual explica de alguna manera la vaguedad de algunas afirmaciones, como: "hace nueve años que padece ataques al parecer epilépticos presentándose con frecuencia".12 Magdaleno testificó la muerte de su madre y el alcoholismo de su padre, además de tener un hermano sano que no se asoma de ninguna manera entre los papeles del expediente, como tampoco su padre ni los médicos:

Su vida y acciones en este hospital quedaron ignoradas durante un largo periodo de tiempo teniendo sólo los datos que están apuntados en las boletas que acompañan ésta. En el mes de enero el enfermo sufrió un ataque, en febrero 4, en marzo 4, en abril 3, en mayo 1, en junio 10, en julio 7 y en agosto 1, a partir de ese mes el enfermo no ha vuelto a sufrir el mal. Su estado mental concuerda con el del epiléptico habiendo perdido casi totalmente el deseo de libertad que la mayoría de los pacientes sienten. Su tratamiento ha consistido en tres cucharadas de solución bromada al día alternando con tartrato fórico potásico. Su estado físico actual es bueno (noviembre 4 de 1934).13

El certificado de defunción expedido por la agencia Eusebio Gayosso está fechado el 10 de octubre de 1934. No obstante, el reporte que hemos transcrito corresponde a noviembre del mismo año, es decir, un mes posterior al de su supuesta muerte. Este desliz en las fechas, ya sea del médico —lo cual parecería más probable— o del documento oficial que consigna el fallecimiento, corona magistralmente la muerte simbólica de este interno invisible, cuyo deceso no estuvo marcado por una fecha, sino por una presencia incorpórea a lo largo del tiempo. La tenue aparición de la voz del interno está subsumida en la afirmación que hace el médico respecto de su pérdida del deseo de libertad. Su transparencia parece mayor en un contexto en el que sus parientes no dieron señales de vida durante 19 años. La libertad habría significado probablemente la aun más honda experiencia de desamparo, si es que es posible concebir algo mayor a lo experimentado entre las paredes del manicomio. El doctor Alfaro, médico que lo recibió y que en la misma fecha de su ingreso abogó por que se le diera alta inmediata o su cambio de pabellón, no vuelve a aparecer en ninguno de los documentos que formaron parte de su nutrido expediente:

Sr. Director: en vista del notorio alivio y la ninguna agresividad de este niño que por sus travesuras infantiles a veces ha estado expuesto a la agresión de algún enfermo peligroso, suplico a usted, si no tiene inconveniente, le dé su alta o pase a epilépticos que es el pabellón que le corresponde.14

Este expediente, que en realidad se sustenta a partir de 1934, consigna una serie de reportes puntuales sobre los ataques epilépticos y su frecuencia. Hay gráficas y tablas minuciosas que, incluso, son reproducidas con papel de la Beneficencia Pública. Sin embargo, en ninguno de ellos hay referencias al estado de ánimo, a las conductas o a las relaciones sostenidas por este ya adulto de 30 años hacia esa fecha. Sólo en febrero de 1925 se alude a una "violenta excitación psicomotriz que cedió en tres días, habiendo necesidad de aislarlo y enchaquetarlo".15 Se presume a partir de este evento aparentemente aislado que "su carácter es violento y agresivo, teniendo frecuentes riñas con sus compañeros".16 En efecto, nada tiene que ver con aquel niño que jugaba plácida y traviesamente con los locos del pabellón que entonces llamó la atención del médico encargado. La existencia de este niño se fue diluyendo hasta difuminarse ante los ojos de los que estuvieron a su alrededor para solamente resurgir en el año de su muerte.

El artillero atrapado en diagnóstico cruzado

De 30 años llegó procedente de la prisión militar al manicomio este hombre soltero que hacia 1914 fue identificado como "artillero suelto". Esta categoría ambigua se debió a que se hallaba en suspensión castrense porque había estado en la Prisión Militar de Santiago, sin que se diera a conocer la causa, en donde el médico civil a cargo del Servicio Sanitario determinó que se encontraba —así, sin verbo principal y sin conectivo— "de una enfermedad mental".17 Las autoridades del manicomio recibieron al nuevo morador, anunciado por el secretario de Guerra y Marina aun antes de que se girara la orden de la Dirección General de Beneficencia y sin que se hubiera incluido el certificado médico, que sólo era mencionado en el documento oficial originario.

Los encargados del proceso de admisión del manicomio solicitaron mediante nuevo oficio a la Comandancia Militar de la Plaza de México copia del certificado médico que respaldó su traslado para cumplir con el Reglamento. No obstante, a un mes de haber admitido al artillero de manera irregular por esta omisión, las autoridades militares respondieron con un certificado distinto al elaborado en la prisión. En esta ocasión, el Cuerpo Médico Militar del Hospital Militar de Instrucción certificó que el artillero suelto "no padecía de perturbación alguna de sus facultades mentales".18 El certificado fue firmado por dos coroneles médicos cirujanos y avalado por el general brigadier, director del Hospital Militar, también médico cirujano. Frente a esta inconsistencia, el médico del Pabellón de Peligrosos emitió en agosto del mismo año una opinión médica que confirmaba la de su colega civil de la prisión militar: "el joven artillero se encontraba afectado de sus facultades mentales bajo la forma de Delirio Alucinativo [ sic] sin que se haya podido diagnosticar su origen".19

Más que el bienestar del nuevo interno, este desencuentro científico ponía en aprietos a la administración del manicomio dado que, al no haber enfermedad mental, su ingreso se tornaba obsoleto. De ahí que el encargado de la oficina de Admisión envió un nuevo oficio —desde luego, respetuoso de las formas— a la Comandancia Militar para evidenciar no sólo el diferendo entre los facultativos, sino la improcedencia de un documento que negaba la enfermedad mental por la cual había sido remitido, y de facto admitido, un mes atrás el soldado en cuestión. Para ofrecer un servicio a las autoridades militares, el administrador incluyó la opinión emitida por el propio médico del pabellón a cargo, a saber el delirio alucinativo. Para el infortunio del reservado artillero, transcurrieron dos años sin que el expediente incluyera dato alguno de cómo se dirimió el desacuerdo científico y tampoco de cómo se sustentaron ambos diagnósticos. Dos años después, el 29 de mayo de 1916, quedó registrada la muerte de tan fugaz morador a causa de una nefritis crónica de la cual no hay antecedente en el exiguo expediente. Tampoco lo hay de la voz del joven artillero, excepto a través de una frase que corona la sucinta apreciación del médico en el interrogatorio y que parece esconder una vivencia medrosa y callada: "le dan ganas de correr y gritar, duerme mal".20 "El enfermo", afirmaba el médico en contraste con esta imagen que destilaba malestar, "parece tranquilo y obediente; ha perdido la memoria de algunos hechos y por esto no se puede llenar el visto del interrogatorio".21 Como puede apreciarse, las sutilezas administrativas hallaron solución más allá de un diferendo científico que culminó con la muerte de uno de sus moradores. Para su desgracia, el artillero quedó más suelto entre las paredes de La Castañeda que en las de la prisión, aunque sus responsables nunca constataron que su estancia fuera compatible con la misión del nosocomio. Lo que no puede negarse es que eventualmente, aunque de manera por demás velada, se disipó la perorata cruzada para legalizar una estancia tan efímera como reservada.

 

VI. PENSAMIENTOS FINALES

El lenguaje ha sido desde siempre un indicador para determinar la condición de locura o de cordura en el hablante. Las imágenes que evoca la locura están asociadas con el desvarío verbal, con los gritos destemplados, con las enunciaciones desarregladas, con el silencio persistente, con la expresión sin interlocución o con la desorientación en tiempo, lugar y persona, que sólo es posible rastrear en el lenguaje. Así es como los locos han participado discursivamente en la vida de los que, a su vez, han afirmado no serlo: a través de un lenguaje cuya única diferencia es el sitio ocupado en las distribuciones sociales del habla. La articulación de la locura con el delito añade un elemento más a la construcción emocional de inadecuación y otredad en contextos institucionales, como el del manicomio.

Entre las principales conclusiones a las que nos lleva este desafío, encontramos que es indispensable desconfiar del lenguaje oficial si no queremos hacernos cómplices del silencio que esos lenguajes encierran en relación con muchos aspectos de la realidad humana que son quizá los que le otorgan su sentido más profundo. La frontera entre palabra y silencio representa uno de los límites más imperativos del ser22 y se inserta en las posiciones sociales ocupadas por el hablante. Este ensayo buscó acercarnos a una pregunta metodológica que consideramos central en la indagación de experiencias a lo largo de la historia, no sólo a partir de las evidencias discursivas. De ahí que otorguemos importancia a buscar los significados furtivos que se ocultan en los materiales disponibles, en particular en poblaciones como la que nos ocupa, enmarcada en una serie de discursos lapidarios con tendencia a esculpir las experiencias de sus moradores como otredad (Coupland, 1996) e inadecuación.

Preguntarse lo que significa el silencio en tres casos determinados equivale a inquirir qué significa el hecho de que cada sujeto, en un momento determinado, no haya dicho nada. ¿Qué quiere decir no decir nada en cada caso? De ahí que afirmemos que el silencio como signo debe ser considerado semiótica más que lingüísticamente (Van Leeuwen, 2005). El reconocimiento de que el silencio no es una entidad abstracta sino una realidad empíricamente observable que se traduce en acciones nos permite acercarnos a los sujetos concretos que actuaron en formas específicas como respuesta a los discursos del poder a los que institucionalmente quedaron sujetados. El carácter polisémico del derecho a hablar como el de guardar silencio se refleja en su maleabilidad en el ordenamiento social. A pesar de todas sus simulaciones y equivocaciones de sentido, el que habla descubre siempre huellas de su postura y sus intenciones. Si el habla es polisémica, el silencio es metonimia que tiene infinidad de sentidos, como pudimos observar en los tres moradores que se seleccionaron para mostrar los significados atribuibles al silencio.

La libre opción al silencio podría representarse como un derecho humano aún no inscrito en los instrumentos oficiales, pero su incorporación y su reconocimiento constituyen una de las asignaturas pendientes que la investigación histórica puede ayudar a visibilizar. Los silencios encontrados en los sujetos estudiados exponen claramente la pluralidad de sentidos de las conductas exhibidas por quienes optaron por callar, aunque éstas hayan sido identificadas por quienes ocuparon un lugar jerár-28 3 quico en la estructura social de la época y de la institución. Los discursos indirectos son una fuente inevitable pero a la vez plausible para el estudio del silencio como objeto, si enfatiza la interpretación dialógica más que en el análisis de los significados derivados de las narraciones.

 

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ARCHIVOS CONSULTADOS

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NOTAS

1 Escritor polaco de origen judío.

2 Una de las clasificaciones propuestas en la época que da una pauta clara de los criterios empleados es la siguiente: criminales por accidente —en posesión de sus intenciones y sus actos—, por hábito —con inteligencia sana, pero cuyo sentido moral estaba pervertido— y por esencia o por naturaleza —que, en mayor o menor grado, poseían una inteligencia y un sentido moral débiles—. Por último, el criminal loco que por nacimiento desplegaba una aptitud especial para el crimen por degeneración hereditaria, defectos congénitos, lesiones materiales en la cabeza o enfermedades nerviosas como la epilepsia (Baker, 1893).

3 La intertextualidad supone la presencia de un texto en otro texto, en consideración de que, como decía Kristeva, "todo texto se construye como mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro texto" (Kristeva, 1997).

4 Surge una diferencia clave según el énfasis que se ponga en el poder como capacidad de imponerse a otro o como capacidad diferenciada de relación. Ambas son dimensiones constitutivas del concepto de poder, pero la acentuación de una u otra tiene consecuencias importantes en la manera de conceptualizar los procesos sociales y la circulación de discursos. Nuestra postura elude deliberadamente la concepción unidireccional del poder y, por tanto, de control de representaciones para marcar las distancias y diferencias con otros discursos. En cambio, pone el acento en el poder como capacidad diferenciada de relación en la que, al mismo tiempo que se mantiene toda la dimensión de dominación e imposición fundada en el control diferenciado de recursos eficientes, se recupera el carácter pluridireccional de toda relación de poder, aun cuando el peso relativo pueda ser muy diferente, y, por ello, la posibilidad de los agentes sociales de resistir y de oponerse, más aun, de usar, al reinterpretar y resemantizar, los discursos dominantes, como los indígenas que se servían de los ritos que les imponían los conquistadores para seguir canalizando sus propias creencias (De Certeau, 1996).

5 Frente a la discusión relacionada con las limitaciones propias de una organización total, como es el caso del manicomio, asumimos que existen márgenes de autonomía en los que la acción cobra todo su sentido y permite explorar las características de las prácticas sociales de los excluidos y dominados (Goffman, 1970).

6 En esta calidad fueron identificados 169 individuos cuyos expedientes se revisaron detenidamente, de lo que resultó un grupo heterogéneo cuyo punto en común fue estar sujetos a un proceso judicial —desde luego, independiente de la jurisdicción hospitalaria, pero con enorme influencia sobre ella— o provenir de alguna institución penitenciaria, como la cárcel general o la escuela correccional en el caso de los menores.

7 La metonimia es una figura retórica relacionada con la metáfora que consiste en designar una cosa o idea con el nombre de otra con la cual existe una relación de proximidad.

8 Véase AHHSA-MG-EC-C77-E5.

9 Véase AHHSA-ME-EC-C77-E5.

10 Véase AHHSA-ME-EC-C77-E5.

11 Véase AHHSA-MG-EC-C6I-E39.

12 Véase AHHSA-MG-EC-C6I-E39.

13 Véase AHHSA-MG-EC-C6I-E39.

14 Véase AHHSA-MG-EC-C6I-E39.

15 Véase AHHSA-MG-EC-C6I-E39.

16 Véase AHHSA-MG-EC-C6I-E39.

17 Véase AHHSA-MG-EC-C6I.

18 Véase AHHSA-MG-EC-C6I.

19 Véase AHHSA-MG-EC-C6I.

20 Véase AHHSA-MG-EC-C6I.

21 Véase AHHSA-MG-EC-C6I.

22 Freud desarrolló sus primeras ideas en un contexto cultural en el que estaban presentes formas radicales de teoría y crítica del lenguaje, como las de Mauthner y Wittgenstein. Su monografía La afasia puede relacionarse con investigaciones como la de Jakobson, quien piensa que las funciones voluntarias del lenguaje pueden perderse sin que se pierdan las asociadas con regiones afectivas. Estas ideas, junto al modelo energético, son la base de una teoría psicoanalítica del lenguaje que sólo puede configurarse alrededor del silencio.

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