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Desacatos

versão On-line ISSN 2448-5144versão impressa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.40 Ciudad de México Set./Dez. 2012

 

Saberes y razones

 

De las violencias: caligrafía y gramática del horror

 

About Violence: Calligraphy and Grammar of Horror

 

Rossana Reguillo

 

Departamento de Estudios Socioculturales, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, Guadalajara, Jalisco, México. rossana@iteso.mx

 

Recepción: 10 de noviembre de 2011
Aceptación: 13 de marzo de 2012

 

Resumen

Las violencias vinculadas al narcotráfico en México han inaugurado una zona fronteriza, un orden abierto a la definición constante, un espacio de disputas entre regímenes de interpretación y producción de sentido. Estas violencias constituyen un "pasillo", un "vestíbulo", entre un orden colapsado y un orden que todavía "no es" pero que está siendo. De ahí su enorme poder fundante y su ligereza simultánea. Bajo este supuesto, se realiza un análisis en dos dimensiones o anclajes: la relación de estas violencias con los mundos juveniles y la configuración de las gramáticas de la violencia, cuyas figuras impregnan el espacio público y contribuyen a expandir el miedo.

Palabras clave: violencia, horrorismo, narcotráfico, lenguajes de la violencia, jóvenes y violencia.

 

Abstract

The violencias linked to the drug trade in Mexico have generated a border zone, an order open to constant definition, a space of contestation between regimes of interpretation and meaning production. These violencias constitute a "portal" or "vestibule" between an order that has collapsed and an emergent one, which has not yet fully come to be. Therein lies their enormous foundational power and simultaneous agility. Along these lines, the analytical strategy proposed has two anchors: the relationship of these violencias to youth and their sociocultural worlds, and the configuration of the grammars of violence, whose figures inundate public space and thus contribute to the expansion of fear.

Keywords: violence, horror, drug trafficking, language of violence, youth and violence.

 

Es difícil hablar de cosas que
hacen enmudecer o, quizás, gritar.

Adriana Cavarero (2009).

 

En México, el horror se ha vuelto una categoría de análisis. Entre septiembre y octubre de 2011 al terror de las llamadas "narcofosas", al espanto de los cuerpos arrojados a la vía pública en Veracruz, se sumó el horror de los cuerpos de dos jóvenes torturados y luego colgados en un puente en Nuevo Laredo, Tamaulipas —ella como si fuera ganado, él sostenido de sus brazos—, y dos semanas después la "aparición" del cuerpo desmembrado de una periodista y su cabeza colocada en una maceta en performance macabro, acompañada de un teclado, un mouse, audífonos y altavoces. Estos dos últimos "casos" implicaron la advertencia explícita de que eso "les pasa" a quienes usan las redes sociales e internet para divulgar noticias o información que compromete las actividades del crimen organizado. Frente a estas violencias, el lenguaje naufraga, se agota en el mismo acto de intentar producir una explicación, una razón. Las violencias en el país hacen colapsar nuestros sistemas interpretativos, pero al mismo tiempo estos cuerpos rotos, vulnerados, violentados, destrozados con saña, se convierten en un mensaje claro: acallar y someter. Silencio y control que, desde la violencia total, avanzan en el territorio nacional sin contención alguna.

En el imprescindible libro Horrorismo. Nombrando la violencia contemporánea, Adriana Cavarero aporta una idea clave para acercarnos a lo atroz de las violencias que nos sacuden. Dice la autora: "Medusa, núcleo primigenio de la violencia [...] Rostro mítico del horror [...] devuelve a los guerreros la imagen más auténtica de su crimen ontológico" (Cavarero, 2009: 32). Su argumento, concentrado en la figura mítica de Medusa, señala que las violencias contemporáneas, las masacres, los desmembramientos, las decapitaciones, la destrucción de los cuerpos, comparten una cuestión de fondo:

la desfiguración del cadáver va más allá del acto de quitar una vida, es una violencia que no se contenta con matar "porque sería demasiado poco" y al destruir de ese modo el cuerpo singular, constituye el acto total del fin no de la vida, sino de la condición humana (Cavarero, 2009: 32).

Ésa, me parece, es la gramática de las violencias en México: que pone al centro una relación ontológica entre la muerte violenta —lo universal— y el cuerpo desmembrado y roto —lo particular—. Sobre esa clave interpretativa, antes de leer a Cavarero, me pareció que debía descifrarse la sucesión de cuerpos, cabezas, tórax, lenguas y genitales que las violencias vinculadas al narcotráfico esparcían por la geografía nacional. Llamé a mis primeras aproximaciones al tema "Cuando morir no es suficiente",1 una formulación a la que arribé por medio de dos vías distintas pero complementarias. La primera se vincula a la ejecución —no puede llamarse de otra manera— de Arturo Beltrán Leyva en la ciudad de Cuernavaca el 16 de diciembre de 2009. En medio de un fuerte dispositivo militar comandado por un cuerpo de elite de la Marina de México, es asesinado el líder del Cártel de los Hermanos Beltrán Leyva, que se hacía llamar a sí mismo "Jefe de Jefes". Su cuerpo, acribillado, con un hombro y una muñeca desprendidos, fue exhibido en fotografías impactantes, brutales, atroces, de amplia circulación: a su cuerpo semidesnudo y ensangrentado se le colocaron billetes —pesos y dólares—, rosarios, un santo y otros elementos religiosos. La Marina niega que sus elementos hayan preparado este macabro performance para mostrar el cuerpo. Pero más allá de las discusiones sobre cómo en un operativo de altísima seguridad algún fotógrafo "espontáneo" pudo preparar el cuerpo para exhibirlo de esta manera, resulta relevante la pregunta en torno a la "representación" de esta muerte en singular y el reconocimiento que la imagen produce. En este caso, no basta abatir al delincuente, es necesario exhibirlo despojado de su condición humana. Lo grave de este performance es la indicación de que el Estado, en su llamada "guerra" contra el narco, adopta la misma caligrafía del adversario: inscribir las huellas de su poder total sobre los cuerpos ya muertos, infligir al cadáver la violencia de su poderío y exaltar la vulnerabilidad.

La segunda vía que abrió esta hipótesis interpretativa fue una entrevista en profundidad que hice a un joven sicario de La Familia Michoacana (Reguillo, 2010b). Para los fines de este artículo quisiera traer al centro de la discusión la frase final con la que "Beto" contestó la última pregunta sobre cómo imaginaba su muerte: "Si voy a caer muerto, mejor con una bala expansiva que me reviente el cerebro pa' ya no acordarme de nada". Luego reconsideró: "que me hagan pedacitos, pa' evitarle la pena a mi 'amá, el dolor de velarme. Y es que en este jale, ya no alcanza con morirse". Esta expresión se constituyó en la evidencia incontestable de que en este "jale" —el trabajo de sicario al servicio del narco— la muerte no es suficiente. La destrucción y desmembramiento del cuerpo del adversario introduce en estos códigos guerreros el excedente de sentido: el terror, el horror que penetra la escena de la muerte. Es lo que Cavarero (2009: 43) llama "la vulnerabilidad del inerme".

Cuatro jóvenes y dos soldados perdieron la vida cuando elementos del Ejército abrieron fuego contra un grupo de civiles que viajaban en una camioneta Hummer por uno de los caminos de la Sierra de Badiraguato, Sinaloa, 2008.

Durante mi investigación en torno a las violencias vinculadas al narcotráfico y de manera especial respecto de su relación con los universos juveniles en el país, tanto a partir de los pocos datos duros que circulan de manera oficial como por medio de mi trabajo etnográfico, he podido constatar la participación de jóvenes —cada vez más jóvenes— en la espiral de violencias en la que cada acto parece ser el definitivo, el más brutal. Me pareció, por ejemplo, que con la masacre de 16 jovencitos en Villas de Salvárcar, en Ciudad Juárez, el 31 de enero de 2010, el horror había alcanzado un límite intolerable, no podía haber nada peor. Pero poco después, el 22 de octubre del mismo año, la sangre volvió a inundar un barrio popular en Ciudad Juárez con la ejecución de 14 personas, jóvenes la mayoría, y 19 heridos de gravedad. Dos días más tarde, el 24 de octubre, 13 jóvenes fueron masacrados en un centro de rehabilitación para adictos en Tijuana, Baja California; el 28 de octubre, 16 jóvenes fueron asesinados en un autolavado en Tepic, Nayarit, y al día siguiente, el 29 de octubre, siete jóvenes murieron a manos de un comando armado en Tepito, en la ciudad de México. A la ejecución sistemática y brutal de jóvenes se sumó el "espasmo doloroso" —no encuentro otra manera de llamarlo— por la masacre de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, y la sucesión de noticias terribles sobre las "narcofosas" que acabó de configurar la escena siniestra del México contemporáneo. Ésa es la atmósfera ominosa desde la que intento una aproximación analítica al tema de las violencias, en plural.

 

GRAMÁTICAS VIOLENTAS: LOS CÁNONES DE UN LENGUAJE CIFRADO

Dice el diccionario que gramática es el estudio de las reglas y principios que regulan el uso del lenguaje a nivel "intraoracional" —dentro de la oración—. Como una estrategia metonímica, acudo al sustantivo gramática para aludir a un sentido figurado en las violencias que se vincula a dos nociones que quisiera someter a prueba heurística: la hipótesis de que la violencia puede ser tratada como un lenguaje cuya variabilidad en sus dimensiones "intraoracionales" tiende a confirmar las reglas y las pautas, y la idea de que estas pautas y reglas comandan de forma invisible los códigos y comportamientos violentos. Me ocuparé primero de la violencia como lenguaje. Podemos entender la violencia como una acción, es decir un ejercicio, una operación, cuyo "objetivo" es imponer —o autoimponer— de manera intencional un daño a través de ciertas conductas y métodos que causan dolor, sea éste físico o psicológico. Asumiendo este tipo de definición es posible prever tres dimensiones elementales: la idea de la imposición —o autoimposición—, la intencionalidad en el acto y cualidad de lo violento y la no menos importante noción de causalidad.

Imposición, intencionalidad y causalidad se refieren inmediatamente a una cultura de la violencia, es decir, un sistema capaz de incorporar ritos y creencias (Balibar, 2005). Primero, la imposición o autoimposición implica un régimen de jerarquía en el que hay un poder que se despliega para afirmar una autoridad, ya sea del sujeto armado que apunta sobre un cuerpo desarmado, ya sea la del Estado y su norma, imponiendo a los ciudadanos una conducta cuya falta pueda ser punible, o la de un suicida, sometido por el poder de su otro. En segundo lugar, la intencionalidad apunta a la conciencia del yo ejecutor de la violencia que sabe y entiende que está ejerciendo fuerza sobre otro o sobre él mismo. Finalmente, la causalidad sería indicativa de que toda acción violenta tiene una consecuencia que se reinserta en el ámbito de lo social y genera aprendizajes, disciplinamientos, efectos buscados y efectos "laterales".

Se trata de tres procesos que autorizan a pensar que la violencia, aquí en singular, puede ser metonímicamente asimilada a un lenguaje y a una cultura y por ende susceptible de ser leída o interpretada a través de la gramática: reglas, pautas, usos, dispositivos. El esquema que trato de esbozar contiene tres ingredientes clave: poder, racionalidad y alcances. En otras palabras, toda violencia está sustentada en la capacidad o, mejor, competencia, de unos sujetos conscientes que buscan alterar la realidad o el curso de los sucesos mediante el uso de métodos, mecanismos o dispositivos violentos para conseguir ciertos resultados previstos, más los que se añaden a la cadena en espiral de las acciones violentas.

Quisiera dejar fuera de este análisis las patologías —los asesinos seriales, por ejemplo— y la idea —errónea, a mi juicio— de una "inocencia" o actos prerreflexivos en los que la violencia parecería brotar de ningún lado o venir de un "más allá" como fuerza heterónoma inexplicable. A esta imagen opongo la idea y la pregunta sobre los dispositivos de socialización en los sujetos, es decir, ¿qué tanta sociabilidad cabe o es posible producir en una sociedad determinada?, ¿cuál es el poder real de Leviatán para inducir —violencia mediante— la renuncia a la violencia por parte de los ciudadanos? En otros términos, mi propuesta es que la violencia se inserta como dispositivo de modelaje, aprendizaje y disciplinamiento de los sujetos, y en tal sentido no es válido argumentar que es ajena a los procesos de socialización.

Cabe preguntarse sobre la capacidad del Estado —contemporáneo— de operar como un auténtico Leviatán, miedo supremo, violencia mayor, capaz de convencer a todos los ciudadanos de su única y legítima potestad en el uso de la violencia. Los datos a la mano cuestionan seriamente el papel de los Estados y de la sociedad a través de sus instituciones intermediarias (Berger y Luckmann, 1997) de su capacidad de contención de las violencias informes y desatadas que desestabilizan el pacto social. Si los argumentos aquí presentados se aceptan, es posible inferir que las violencias —ahora en plural, dado que alude a los múltiples ámbitos en que ellas se expresan— constituyen lenguajes y por ende culturas entendidas como sistemas de rituales y creencias.

 

FORMAS Y ANCLAJES

La necesidad de establecer una distinción analítica entre la violencia de facto —aquella objetivamente producida, con sus muertos, sus rituales destructivos— de aquella experimentada por los actores sociales —la violencia subjetivamente percibida— que se instaló primero de manera sutil, casi silenciosa, y luego con estrépito en mis etnografías sobre la socialidad contemporánea —especialmente juvenil— en México y en América Latina. La razón de esta distinción deriva de la importancia de la colaboración de lo que llamo "violencia subjetivamente percibida" en la expansión del miedo, de la indefensión y de la vulnerabilidad. Me parece que no se puede construir un mapa analítico de las violencias sin aludir a las atmósferas de miedo y horror que provienen de la maquinaria del narcotráfico principalmente.

La metáfora más potente que encontré para describir esta distinción fue la de las diferenciaciones climáticas que se hacen en algunas regiones, como en Buenos Aires, Argentina, donde la humedad es tan intensa, que la medición objetiva de la temperatura resulta insuficiente. Así, hay dos índices fundamentales y complementarios: el que mide la temperatura en grados Celsius y otro, el más relevante, que mide la sensación térmica. Para efectos de este trabajo, la temperatura en grados alude a una medición objetiva —muertos, heridos, pérdidas materiales, migración forzada, secuestro, es decir, datos comprobables sobre aumento o disminución en las tasas de violencia—, mientras que la sensación térmica se refiere al incremento del frío o del calor, que depende de la relación entre el calor que produce el metabolismo del cuerpo y el que disipa hacia el entorno —las emociones, como el miedo, la ira, la tristeza—. En tanto metáfora, la sensación térmica remitiría a la subjetividad de lo percibido y su capacidad de producir lo social. Este dispositivo analítico posibilita atender tanto a las condiciones estructurales de las violencias como a las dimensiones de la experiencia.

En el México contemporáneo, convertido en una especie de campo de exterminio, la sensación térmica, junto a la estadística del horror, la espiral de brutalidades y el conteo cotidiano de los cadáveres esparcidos a lo largo y ancho del territorio nacional contribuyen a la erosión de la distinción entre "el vulnerable y el matable" (Cavarero, 2009: 60). Las violencias caóticas, sincopadas, informes, que sacuden el paisaje y su percepción subjetiva expanden la impresión de que "todos somos matables". De ahí la importancia de elucidar los horizontes empíricos en que se expresan las violencias y que operan a través de lo que —siguiendo a Foucault (2000)— llamo "acción capilar".2 No se trata de un empirismo simple, sino de hacer funcionar estos arraigos empíricos3 como estrategias heurísticas que permitan "preguntar" al caso para trascenderlo y llevarlo a un nivel analítico de segundo orden (ibáñez, 1994), es decir, aquel que reingresa el dato empírico al dispositivo teórico.

Los datos, tanto los oficiales como los producidos por académicos y organizaciones no gubernamentales —como la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim)—, indican que, en referencia a estos arraigos empíricos, son los jóvenes los que están en el ojo del huracán de las violencias que nos sacuden: "Por rangos de edad, el homicidio de adolescentes de entre 15 y 19 años creció 124% entre 2007 y 2009; el de los jóvenes de 20 a 24 años, 156%, y el de 25 a 29 años, 152%", informa una nota de El Universal 4 con datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). No son estas cifras escalofriantes ni su acumulación ni el conteo de cadáveres lo que posibilita producir un dispositivo de extrañamiento frente a la violencia, hacerla salir de su naturalización, desplazarla del territorio en el que paraliza y hace colapsar los sistemas de significación a través de la idea de su inevitabilidad. Las cifras —parafraseando a Lévi-Strauss— son instrumentos "buenos para pensar", pero hay que ir más allá. En ese intento me interesa partir de los datos para colocar algunos elementos que configuran el paisaje desolador de las violencias en clave de complejidad.

 

PRIMER ANCLAJE: VENDER RIESGO

Planteo como una hipótesis interpretativa —aquella que se elabora en la segunda o tercera vuelta sobre los resultados obtenidos en la investigación— que resulta imposible pensar y entender las violencias crecientes derivadas del narcotráfico al margen de las condiciones estructurales en una sociedad. La Encuesta Nacional sobre Juventud (ENJ) 20055 formuló su eje conceptual en los siguientes términos: "Bajo el supuesto de una acelerada reconstrucción en los procesos y lógicas de incorporación social en México, la ENJ 2005 coloca al centro de su planteamiento la pregunta por las formas de institucionalización en el mundo y en la condición juvenil". Se trata de indagar el conjunto de procesos, prácticas e imaginarios juveniles frente a las características actuales de las instituciones y lógicas reguladoras del pacto social. Es decir, no solamente indagar en la eventual "ruptura" de los jóvenes frente a un orden prevaleciente que sigue definiendo —orientando— los modos tradicionales de incorporación-participación —la perspectiva de cambio cultural—, sino colocar al centro del diseño y del análisis de la ENJ 2005 el problema del "acceso" —la perspectiva estructural— y lo que está generando en términos de "respuestas juveniles", cuya lógica y sentido no se agotan en la asunción de la informalidad como estado de excepción sino, por el contrario, como formas que van normalizándose en las prácticas e imaginarios de la sociedad mexicana (IMJ, 2006: 5).

La idea-eje que orientó los trabajos de la ENJ se articulaba con la necesidad de indagar en y desde la condición juvenil el proceso que llamé "desafiliación acelerada" (Reguillo, 2007) de los jóvenes en México. La idea compartida por todos los integrantes del Comité Técnico de la Encuesta partía de la preocupación por la detección —a través de nuestros propios trabajos de investigación— del deslizamiento de numerosos jóvenes hacia los ámbitos de la informalidad. A través de la ENJ (IMJ, 2006: 9) encontramos que 22.1% de los jóvenes mexicanos entre 12 y 29 años no estudiaba ni trabajaba. El dato, más allá de su necesaria problematización por género, nivel socioeconómico y otras variables, resultó preocupante. Cuatro años después de estos resultados, el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), José Narro Robles, llamó políticamente la atención sobre esta cifra y lo que significaba, apelando a una noción poco afortunada —que proviene del mundo de las encuestas españolas para hablar de los jóvenes en paro—: los hoy llamados "ninis" de manera banal y despectiva. Fue un acierto del doctor Narro señalar y denunciar el problema. Lamentablemente el término empleado fue el que impactó entre los periodistas y se instaló en la opinión pública en una operación que borró las condiciones graves y angustiosas que enfrentan millones de jóvenes mexicanos, aludiendo a los "ninis" como jóvenes apáticos, hedonistas, flojos e irresponsables.6

En síntesis, a mediados de la década pasada era posible leer en el entorno las señales ominosas de tres fenómenos cruciales en relación con las violencias vinculadas a los universos juveniles. a) El deterioro de las condiciones estructurales para la incorporación efectiva y digna de los jóvenes en la sociedad. b) El debilitamiento y vaciamiento de los espacios institucionales que se vieron rebasados por el altísimo número de la población joven —que alcanzó su punto máximo histórico en 2005 para luego empezar a decrecer—. La ausencia de un plan y una política de Estado y no sexenal provocó que las instituciones, principalmente públicas, educativas y de salud, así como de programas de incorporación laboral, resultaran cada vez más ineficientes para atender y acompañar las necesidades de los jóvenes. c) El descrédito en la política formal, en sus actores —diputados, senadores, policías, presidente, instituciones electorales—. La desconfianza entre los jóvenes y su profundo desencanto frente a estas formas de política formal se incrementaron casi en la misma medida en que se expandió lo que, por razones de espacio, voy a llamar "imaginarios piratas", expresión con la que quiero aludir, con una cierta economía de lenguaje, a la inclinación a aceptar e incluso valorar prácticas fuera de la legalidad, que van del consumo de drogas a la justicia por propia mano.7

Estos procesos fueron agravando, enrareciendo y complicando el contexto para los jóvenes, en especial para aquellos precarizados y en condiciones de alta vulnerabilidad. Ello explica en buena medida —hay otras variables igual de relevantes, como la reconfiguración del propio crimen organizado— por qué el narco encontró en estos territorios empobrecidos, sin presencia de las instituciones del Estado y con una población juvenil profundamente insatisfecha con las dimensiones tanto materiales como simbólicas, un espacio propicio para extender sus tentáculos. Durante la década de 2000 un número nada desestimable de "portavoces" de la sociedad mexicana —"sinceramente consternados", como diría Carlos Monsiváis— se concentraron en el problema de la expansión "epidémica" del consumo de drogas entre los jóvenes, preocupación consecuente con la lógica tutelar y proscriptiva que gobierna los imaginarios sociales en torno a los jóvenes. Esto ha contribuido significativamente a la obturación en el debate de que más allá del consumo, la situación en el país, a la que he tratado de aludir, posibilitó que las estructuras del narco comenzaran un trabajo tan callado como eficaz en el reclutamiento de un ejército de jóvenes desencantados, empobrecidos y en búsqueda de reconocimiento.

Un seguimiento personal, puntual y atento de los reportes de la prensa nacional y de algunos indicadores8 me permite afirmar que en 67% de los casos de violencia homicida vinculados a la delincuencia organizada y que acceden a la visibilidad pública hay participación de jóvenes menores de 25 años y que en 49% de los casos los cuerpos y las cabezas que aparecen como mensajes del poder acumulado por estos grupos son de jóvenes. Los costos relacionados con la violencia representan para América Latina más de 12% del producto interno bruto (PIB) anual, cifra que supera el porcentaje de inversión en salud y educación (OPS, 2007). Con motivo del evento "1 Minuto por No Más Sangre", organizado por un grupo de académicos, activistas, artistas y caricaturistas9 en el Museo de la Ciudad de México el 6 de junio de 2011, arribé al dato —usando cifras oficiales— de que cada muerto por la violencia en el contexto de la llamada "guerra contra el narco" cuesta al país un promedio de 4 millones 844 mil pesos. Hasta esa fecha se habían gastado cada minuto en la administración de Felipe Calderón 97 millones 328 mil pesos en seguridad, hasta sumar 255 mil 108 millones 280 pesos mexicanos. Esta suma representa 250% del presupuesto total federal para todas las universidades e instituciones públicas de educación superior en un ejercicio fiscal (Contralínea, 2011). A pesar de este gasto, jóvenes víctimas y victimarios siguen engrosando la estadística del horror: recaderos, sembradores, vigilantes, sicarios —soldados—, mulas —trasportadores—, hormigas —informantes baratos—, águilas —informantes más preparados—, dealers —narcomenudistas—, misses —reinas de belleza—, engachadoras —mujeres jóvenes usadas para atrapar a enemigos— y un mundo variopinto "profesionalizado" juvenil conforma el poderoso e incombatible —en tanto se reproduce y se autogenera— ejército del narco. Atender y escuchar las señales y los mensajes que provienen de estos mundos resulta fundamental. Así lo ponen de manifiesto el trabajo extraordinario de la periodista Marcela Turati (2011), el realizado desde Culiacán por Javier Valdez (2011) y la contribución en este entorno complejo, peligroso, vertiginoso que puede hacerse desde los territorios de la academia.10

Dos mujeres lloran después de enterarse del asesinato de un familiar en la colonia Infonavit Humaya, en Culiacán, Sinaloa, 2011.

Pensar, analizar y comprender las violencias en los anclajes primordiales que representan los territorios juveniles contribuye a despejar algunas incógnitas —variables cuyo valor no conocemos a priori— que nos desvelan. En tal sentido, la pregunta que quiero instalar aquí es la relación compleja entre procesos derivados de la estrategia política y económica del neoliberalismo, la crisis del Estado, el vaciamiento institucional, el agravamiento de los índices de pobreza y exclusión frente al crecimiento del discurso desafiante del narco y derivados, y su capacidad de constituirse en una fuerza capaz de ofertar no sólo riqueza o acceso a un mínimo bienestar, sino principalmente sentido de pertenencia, de futuro, de solución. Quisiera colocar junto a esto la hipótesis de que estas violencias despiadadas y brutales se inscriben en el marco-horizonte del capitalismo tardío. Narco y capitalismo hacen parte de una misma genealogía. Por ello sus repercusiones en los universos juveniles son, aunque diferenciales, afines: consumo-consumo suntuario, individualismo frente a comunitarismo, ambos son deudores del declive o debilitamiento del Estado, ganancia inmediata versus trabajo, inclusión mediante el acceso a bienes, subestimación de la vida. Considero que eso es lo que hay que poner a funcionar para un registro serio de los impactos de las violencias, del narcotráfico, de la paralegalidad11 en los universos juveniles; un anclaje fundamental en la vida reproductiva de la violencia del narcotráfico. Justo en el espacio de la paralegalidad el código guerrero despliega su potencia como ruta de vida: vender riesgo se convierte en la única alternativa para numerosos jóvenes.12

 

SEGUNDO ANCLAJE: EL TRABAJO DE LA VIOLENCIA

Como Levi atestigua, un horror que, presentándose como
absoluta violencia sobre el inerme, consiste justamente
en la fabricación sistemática de su forma artificial,
pervertida y caricatural.

Adriana Cavarero (2009: 66).

 

En el seguimiento cuidadoso que he realizado de las expresiones y lenguajes de la violencia, algo que ha llamado poderosamente mi atención es la pregunta en torno a la construcción de la víctima. Más allá del dato duro sobre los cuerpos mutilados y esparcidos —entregados con mensaje—, me ha parecido que lo sustantivo es preguntar cuál es el papel de esa acumulación de cuerpos rotos que pueblan la geografía en el norte del país. Las "narcofosas" aluden en lo general a los campos de exterminio de migrantes centroamericanos. ¿Cuál es la economía político-simbólica que puede comandar la comprensión frente a este derroche de barbarie? Primo Levi (2002), en su descomunal libro Los hundidos y los salvados, en el que él mismo, un sobreviviente de Auschwitz, intentaba nombrar la experiencia del horror, afirma que la única posibilidad de hacerlo recae sobre la figura de lo que denomina "el testigo integral": aquel que no ha sobrevivido en condiciones de humanidad al castigo, es decir, el cadáver, el cuerpo abyecto y reducido, irreversiblemente convertido aun antes de su muerte en un despojo, caricatura o, en el caso que me interesa discutir, en un dato anecdótico. Hombres y mujeres en vías de disolución, como apunta Levi, por la acción de una maquinaria fatal, una narcomáquina que en su apetito de producir ganancia convierte al cuerpo del "hundido" en un recipiente de indignidad y sometimiento.

Los datos en torno a los migrantes torturados, sometidos, ejecutados y desaparecidos en este México —de los Juegos Panamericanos, de la gira Royal Tour del presidente Felipe Calderón para promover el turismo, de la contienda electoral anticipada— hacen colapsar las posibilidades de cualquier pregunta distanciada. Los 72 cuerpos iniciales de migrantes —con sus variaciones según la fuente—, que "aparecieron" en agosto de 2010 en San Fernando, Tamaulipas, en el norte de México, elevan a un rango más que teórico esa categoría de "testigo integral". Esos cuerpos y el único testigo vivo vinieron a complicar el ya complejo horizonte de las violencias en México. A la poderosa narración que hace Marcela Turati en su libro Fuego cruzado en torno al descubrimiento y acumulación de cadáveres en esas "narcofosas", que se fueron sumando en una matemática siniestra, se van añadiendo relatos del sometimiento de esos múltiples otros reducidos a una condición animal: las y los muertos de las "narcofosas", el lugar infernal que prolonga más allá de la muerte el sometimiento y la disolución.

Siguiendo a Cavarero (2009: 67), los cadáveres mutilados y torturados de los migrantes representan, más allá del horror y de su verificación empírica, la constatación de la reducción de la condición humana, "el desmantelamiento del hombre", o parafraseando a Primo Levi: cuerpos amontonados, ropas, cabezas, tórax, extremidades, despojos de lo que una vez representó una unidad. Ése es uno de los rostros preponderantes de la violencia o violencias que hoy comandan los lenguajes, códigos y formas de la violencia en México. Las "narcofosas" abren —por no decir inauguran— una fase compleja de las violencias. Las fronteras ya no como lugar legal a traspasar o conquistar desde la necesidad, ya no como un territorio delimitable por una geopolítica gobernada por los Estados nacionales, ya no como un espacio liminal que hay que cruzar con ayudas terrenales —"coyotes" o "polleros"— o extraterrenales —los santos, Malverde, Juan Soldado, Toribio Romo—. Las fronteras se expanden como territorios de la paralegalidad, umbrales en los que los cuerpos ven alterado su valor: prescindible, sacrificable, negociable, traficable.

La frontera, como espacio-umbral de la violencia, ha trastocado su función de control y tránsito por uno que produce —por excedencia y violencia— la autorización o la negación de la vida misma. Plantea la pregunta: ¿en torno a quién se administra este espacio de horror? La respuesta fácil apunta a los grupos de "coyotes" o "polleros", a las "maras" que han adquirido un poder plenipotenciario en los rieles del tren que va de Guatemala a México, "La Bestia" se le llama. Pero con los datos a la mano me parece que las fronteras se han convertido en un espacio en disputa en el que se debaten los poderes propietarios que han anidado en su seno la disrupción violenta como estrategia de acumulación de capital.

¿Cómo pensar la frontera hoy al margen del trabajo de la violencia? En el caso del límite Estados Unidos-México, el tema desborda los asuntos meramente migratorios. Las armas, las drogas, la corrupción de las autoridades en ambos lados juegan un papel relevante, son anclajes empíricos en los que la violencia despliega su caligrafía más sofisticada. Sin el anclaje sociopolítico fronterizo —que escala hacia las relaciones clave entre Estados Unidos y las fronteras, y relaciones con América Latina— resulta imposible entender esas violencias que día a día, barrio a barrio, nota a nota, video a video, pueblan el espacio público en México. El proyecto coordinado por la periodista y cronista Alma Guillermoprieto (72migrantes.com, 2011) —que fue primero un altar virtual y hoy es un libro— y el esfuerzo colectivo que coordiné en mi blog con otros blogueros, "Protesta y dolor en 72 palabras. Plegaria de sangre" (viaductosur.blogspot.com, 2010c), son intentos por reponer la humanidad a esos cuerpos rotos. Como señala el boletín de prensa respecto del libro de Guillermoprieto, este ejercicio de palabra colectiva:

se propuso, a la manera de los altares tradicionales de muertos, devolver el rostro y la individualidad a las víctimas de este atentado, a quienes más que como personas los medios de comunicación y las autoridades pretendieron tratar como cadáveres, negando así la vida arrebatada, los sueños truncados y las familias resquebrajadas que significó esta masacre (boletín de prensa).

Doblemente desmantelados, primero por la "narcomaquinaria" y luego por las estrategias mediáticas que tienden a atenuar la sensibilidad frente a la barbarie, estos cuerpos instalan el horror como una categoría de análisis.

 

CODA: MÁQUINA Y GRAMÁTICA

Estas gramáticas en sus diferentes anclajes empíricos constituyen el mayor desafío para el pensamiento que piensa la violencia. Quiero señalar que las violencias no se ubican en un más allá y de ninguna manera son circunscribibles a otro espacio, a un lugar salvaje y lejano vinculado con la barbarie por contraposición a la civilización. Ellas, las violencias, están aquí, ahora, presentes en un espacio complejo que no admite las distinciones de las viejas dicotomías. Su expresión, comportamiento y recurrencia anuncian, cuando menos, la falacia de pensarlas como brotes excepcionales que sacudirían de vez en vez el paisaje armónico y pacífico de una pretendida normalidad "normal".

Por esto propongo interrogar el lugar de la legalidad como el espacio donde se visibilizan de manera más nítida las fracturas del orden vigente. La legalidad representa fundamentalmente un contrato, un pacto social hecho de normas y acuerdos cuyo sustento es la ley y el discurso jurídico. Quizá lo más relevante para nuestra discusión es que la legalidad representa un límite, un muro que separa y al separar distingue, jerarquiza, califica y sanciona. Y su pretendida universalidad no deja lugar para la duda ni el intervalo, establece claramente un adentro —de la legalidad— y un afuera —en la ilegalidad—. La legalidad es la historia de las delimitaciones y de los esfuerzos y luchas por hacer de estas delimitaciones campos prescriptivos capaces de incorporar —sin éxito— los desniveles, diferencias y lógicas locales, nacionales, globales. La legalidad internacional —derecho internacional— se enfrenta continuamente a interpretaciones incompatibles con los ámbitos locales y en sentido contrario lo local se ve continuamente desafiado por las delimitaciones supranacionales.

La música de banda sinaloense es utilizada por narcotraficantes tanto para celebrar como para despedir a los caídos en la "narcoguerra", 2010.

En este contexto, es difícil afirmar que las violencias desatadas por el "narcopoder" y el crimen organizado puedan ser inscritas en el afuera de la ilegalidad. Este análisis me parece simplista e insuficiente. Por ello propongo abrir un tercer espacio analítico: la para-legalidad, que emerge justo en la zona fronteriza abierta por las violencias, generando no un orden ilegal, sino un orden paralelo con sus propios códigos, normas y rituales que al ignorar olímpicamente las instituciones y el contrato social se constituye paradójicamente en un desafío mayor que la ilegalidad. Para ratificar el poder paralelo de la "narcomáquina" encuentro dos analizadores clave: a) El aumento de la violencia expresiva en detrimento de la violencia utilitaria. Es decir, se trata de violencias que no parecen perseguir un "fin instrumental", sino constituirse como un lenguaje que busca afirmar, dominar, exhibir los símbolos de su poder total. b) El control casi absoluto de vastos territorios de la geografía nacional —Ciudad Juárez, Chihuahua; Reynosa, Tamaulipas; Tierra Caliente, Michoacán— donde los grupos del narcotráfico organizan, dirimen, gestionan importantes áreas de la vida social relevantes para sus intereses.

Violencia expresiva y control geopolítico constituyen los dispositivos principales para gestionar el creciente poder de una paralegalidad que se extiende y que, parapetada en su enorme capacidad para la acción, abre lo que Bourdieu y Passeron (1977) bautizaron como "violencia simbólica": aquella que es capaz de imponer como legítimos múltiples significados mediante su inscripción en la dinámica social. Pero como bien advirtieron ambos autores de manera temprana, para constituir los signos de su legitimidad la violencia simbólica requiere de un proceso de identificación con los portadores del significado. A estas alturas es necesario afirmar —con Primo Levi— que no es posible, de ninguna manera, confundir a los verdugos con las víctimas. Sin embargo, toda la estrategia narrativa del narco y sus aliados ha sido justamente emborronar el discurso, confundir y saturar la idea de la víctima, extremar la figura del victimario. ¿El resultado? Un enorme cansancio, un decrecimiento de la voluntad nominativa del periodismo crítico, por ejemplo. Nombrar es un compromiso con el intelecto y con la opinión pública, contar muertos es una estrategia que apunta hacia el suceso sin comprometerse.

Hasta aquí intenté aislar, de forma irregular, dos particularidades o arraigos empíricos: el que refiere a los universos y territorios juveniles, y otro que alude al viaje hacia el norte de la migración centroamericana, y entre estos "casos" la interfase de la máquina del narcotráfico. No hay conclusiones en la medida en que frente a la economía política de las violencias vinculadas al crimen organizado los sistemas interpretativos colapsan. No obstante, es importante señalar que los dispositivos teórico-metodológicos utilizados en esta investigación en curso permiten establecer tres áreas clave en la conformación de las biografías juveniles en sus vínculos con la violencia: la construcción del yo, el agravamiento de las condiciones de exclusión social que experimentan los jóvenes y la expansión de lo que podemos llamar de manera genérica la "narcocultura". Estas tres dimensiones requieren un trabajo intenso y extenso. Dice Michael Lówry:

el dispositivo no existe ahí para ejecutar al hombre, sino que éste está precisamente ahí por el dispositivo, para proveer un cuerpo sobre el cual pueda escribir su obra maestra estética, su registro ilustrado sangriento lleno de florilegios y adornos. El propio oficial no es más que un criado de la Máquina (Lówry, 2003: 41).

Me parece que esta poderosa cita desvela con toda claridad las gramáticas de esas violencias expresivas que acumulan poder a fuerza de cultivar horror.

 

Referencias

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Notas

1 En una conferencia impartida en la New York University el 9 de marzo de 2010 y en un capítulo del libro coordinado por César Cansino y Germán Molina Carrillo (2011).

2 Foucault señaló que el poder no es sino una red de relaciones que cuando es eficiente funciona como un mecanismo de "difusión capilar" —utilizando la noción de vasos capilares— cuya función es transportar la sangre oxigenada al cuerpo. Esos vasos se ramifican y forman extensas redes "capilares". inspirada en la formulación de Foucault, intento puntualizar que las violencias transportan sus mensajes a todo el cuerpo social multiplicándose a través de "vasos capilares" de distintos calibres y espesores. Los medios de comunicación conformarían una red de alto calibre, una comunidad empobrecida y sin presencia de instituciones representaría un vaso capilar de considerable espesor. Volveré sobre esto más adelante.

3 Por arraigo empírico entiendo la articulación de tres elementos: el espacio social e histórico en el que se investiga, la situación que se investiga y los datos empíricos que se obtienen en el cruce de estos elementos.

4 Es fundamental no perder de vista el dato que indica que "en Chihuahua, el aumento de la cifra se disparó: mientras en 2007 fueron ultimados 201 jóvenes, en 2009 el registro pasó a mil 647, lo que representa un incremento total de 719% en tres años" (Hernández, 2011), para comprender de fondo la descomposición del tejido social y la desesperación de las y los ciudadanos en Chihuahua, especialmente en Ciudad Juárez.

5 La ENJ 2006 se realizó, al igual que la primera encuesta en su tipo en el año 2000, a través de la creación de un Comité Técnico formado por un pequeño grupo de académicos expertos en diversos temas de juventud y por miembros de la Coordinación de investigación del instituto Mexicano de la Juventud, bajo la coordinación de José Antonio Pérez islas. Tuve la oportunidad de participar en ambas encuestas, tanto en el diseño conceptual como en el análisis de los datos.

6 No me detengo más en esta discusión. Remito al lector interesado a una entrevista en la que hablé del asunto (Reguillo, 2010d).

7 Los tres procesos a los que aludo están documentados tanto en la Encuesta citada como en el libro que coordiné para la Biblioteca Mexicana, véase Reguillo (2010). Lamentablemente la ENJ 2010, en la que habíamos decidido participar el mismo comité técnico más otros académicos, no respetó los ejes articuladores y la hipótesis de exploración que propusimos, cuyo sentido era avanzar en el conocimiento y actualización de los datos. No hay dato verificable sobre si la ENJ 2010 se aplicó.

8 Hasta la fecha me ha sido imposible acceder a datos y estadísticas oficiales que documenten de manera fidedigna la participación y presencia de jóvenes en los universos del narcotráfico.

9 El texto completo de mi participación de un minuto puede consultarse en Reguillo (2011c).

10 El proyecto que actualmente me ocupa se titula "Cuando morir no es suficiente: narco, violencias expresivas y jóvenes". Remito al lector interesado a algunos avances: la entrevista a un joven sicario de La Familia (Reguillo, 2010b); la historia de vida de una exmula de Tijuana (Reguillo, 2011b), y una crónica disponible en mi blog.

11 A través de estas continuas escenificaciones (narcomensajes, cabezas cercenadas con "recados" para otros grupos, cuerpos torturados "ejemplarmente") se hace visible el desgaste de los símbolos del orden instituido, mientras los actores del narco se van mostrando capaces de generar sus propios símbolos. Tales símbolos no se explican desde la mera oposición legalidad-ilegalidad. Por ello propongo abrir un tercer espacio analítico: la paralegalidad, que emerge justo en la zona fronteriza abierta por las violencias. Lo desarrollo en el último apartado.

12 Para este tema sugiero ver la entrevista que me hizo la excepcional periodista en temas de juventud Daniela Rea (2011).

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