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Desacatos

On-line version ISSN 2448-5144Print version ISSN 1607-050X

Desacatos  n.28 Ciudad de México Sep./Dec. 2008

 

Saberes y razones

 

Sociedad compleja: ¿cómo se integra?

 

Complex Society: ¿How Does it Integrate?

 

René Millán

 

Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México, México-Distrito Federal. millan@servidor.unam.mx.

 

Recepción: 21 de noviembre de 2007
Aceptación: 5 de marzo de 2008

 

Resumen

En la sociología y en el análisis político sistémico, la tensión entre integración y diferenciación de la sociedad ha sido una preocupación clásica. En esa línea, y bajo el amparo de la teoría de sistemas sociales de Luhmann, el artículo analiza cómo se puede pensar el vínculo entre ambas a partir de la complejidad social. La conclusión es que no se puede sostener la idea de un orden coherente e integrado completamente bajo un solo principio funcional. La unidad entre complejidad social y diferenciación determina una integración más flexible, segmentada, fragmentada y menos centralmente dirigida.

Palabras clave: sociedad compleja, diferenciación funcional, integración, contingencia, selección.

 

Abstract

The tension between integration and differentiation has been a classic concern of both Sociology and Political Systemic Analysis.Along those lines and under the guidance of Luhmann's Social Systems Theory, this paper analyses the way in which one can formulate the link between integration and differentiation regarding social complexity. It concludes that the idea of a fully coherent and integrated order under a single functional principle cannot be sustained.The unity between social complexity and differentiation determines a more flexible, segmented, fragmented, and less centrally guided integration.

Key words: complex society, functional differentiation, integration, contingency, selection.

 

INTRODUCCIÓN

Hay desde luego una variada gama de perspectivas sobre la complejidad y sobre los problemas que le resultan prioritarios1. Este trabajo está basado en la teoría de los sistemas sociales de Niklas Luhmann que constituye, como se sabe, una de las propuestas más reconocidas a principios de siglo2. En diversos ámbitos académicos está plenamente aceptado que la perspectiva de la complejidad, y en especial la de la teoría de sistemas sociales, ofrece atinados elementos para elaborar un diagnóstico de las sociedades modernas y de las condiciones en las cuales operan (Berian, 1996). En términos generales, ese diagnóstico —si bien con claros matices— se puede encontrar en algunos enfoques académicos de la región latinoamericana (Chernilo, 1999; Peruzzotti, 2001; Millán, 1995, 1999). Además, dicho diagnóstico se ha visto reflejado en distintas disciplinas3. No obstante, resta el hecho de que en aquella región las implicaciones de una sociedad compleja son todavía poco conocidas y sus premisas escasamente incorporadas en el análisis de los órdenes sociales contemporáneos.

En dicho marco, este trabajo ofrece una singular interpretación sobre las características que imprime la complejidad a la sociedad moderna, y sobre los problemas que dicha condición plantea a las "exigencias" de unidad o de integración coherente y ordenada de las sociedades contemporáneas. Abordamos ese problema considerando una triple relación: integración-diferenciación social-complejidad. En esa línea, el concepto de complejidad es una "forma de observación" mediante la cual —y con el auxilio de ciertos adelantos teóricos— se pueden superar (según asumo) las limitaciones que mostró el tratamiento clásico de la relación entre los estados de modernización y los niveles de integración de las sociedades contemporáneas que postuló el funcionalismo clásico. Además, por medio de ese esquema de relaciones es posible mostrar con toda nitidez la importancia que tiene la complejidad en el análisis de las sociedades modernas y los elementos que, desde la nueva teoría de sistemas, la distinguen radicalmente de sus usos y visiones clásicas porque, en efecto, la noción de complejidad no es nueva. Estimo que mediante el análisis de aquel esquema será posible desechar arraigados prejuicios sociológicos sobre la teoría de sistemas, que surgieron como crítica al funcionalismo clásico y que, en América Latina, han sido incorrectamente —y con una actitud intelectualmente perezosa— trasladados a la actual teoría de sistemas, sin que medie una mínima distinción entre una y otra.

En todo caso, el trabajo sostiene que la complejidad modifica el peso conceptual de la noción de integración de la sociedad. En principio, esto es resultado de que la sociedad compleja se caracteriza por no estar en posibilidad de articular todos los sistemas de manera simultánea y "encadena" bajo una lógica o sentido. Como resultado de la complejidad, la sociedad se integra de manera segmentada y mediante procesos altamente selectivos, y no —como se sostenía— como un todo social ordenado y coherente. Se integra, en definitiva, sin un centro y sin un vértice que la ordene en todo y por todo. Para dar veracidad a ese objetivo procedo de la siguiente manera. En primer lugar describo los postulados clásicos que determinaron el eje conceptual diferenciación-integración y trato de indicar sus limitaciones. Para ello será útil la teoría de la modernización y el supuesto de la adecuación del sistema social. En segundo lugar describo cómo la teoría de sistemas —y en especial el concepto de diferenciación social elaborado por Luhmann— nos permite tratar de otra manera aquel eje conceptual a partir del nuevo sentido que adquiere la noción de complejidad social. En tercer lugar realizo una síntesis de las características de la sociedad compleja e indico en ella sus rasgos sustantivos. En esa descripción entiendo a la diferenciación y a la complejidad como elementos constitutivos del orden social.

 

INTEGRACIÓN SOCIAL: LA PREMISA CLÁSICA Y SUS PROBLEMAS

En el seno de la teoría social siempre ha existido una tensión entre los procesos de modernización y las capacidades del orden social para integrarse ordenadamente dados esos procesos. Como se sabe, esa tensión mostró que existían claros déficits en la interpretación de las relaciones entre modernización e integración. Las limitaciones analíticas se manifestaron en distintos planos y ámbitos4. Gruesa y teóricamente, sin embargo, la principal debilidad fue la excesiva correspondencia que las visiones tradicionales —y clásicas— establecieron entre la modernización y las formas de integración de las sociedades. La exigencia de niveles altos de correspondencia sobrecargó conceptualmente las expectativas sobre la aparente capacidad de las sociedades modernas para dar coherencia y mejor integración a las dinámicas sociales y sistémicas. A la premisa tradicional que —con su carga fuertemente normativa— postuló que ante una mayor modernización debía darse un adecuado nivel de integración, se puede anteponer otra que reconoce que la modernización propicia dimensiones de desintegración que son consustanciales al orden que estimula y estabiliza5.

En el nivel de la generalización teórica, los supuestos de la visión clásica fincaron equivocadamente una obligada unidad conceptual entre modernización e integración. Lógicamente se sobreentendió que, de no darse esa unidad, la modernización generaría desintegración, concretada como desorden generalizado6. La integración, entonces, era la premisa de todo orden social. Durante décadas, el implícito de que sin integración hay una relación dicotómica entre orden y modernización predispuso a la teoría y al sentido común. En contraste, creo que hoy contamos con otros instrumentos que nos permiten remontar las limitaciones de la noción tradicional y analizar de otra manera el aparente dilema del orden que la modernización entraña. Una premisa que asuma de manera más relativa el peso de la integración podría ayudar a resolver el dilema anterior.

Si resulta plausible que, con esa nueva premisa, las limitaciones de la visión clásica pueden ser establecidas en otros términos, entonces una noción fuerte de complejidad será efectivamente un punto de partida para diseñar una nueva forma de observación de los problemas de integración de los órdenes sociales. O con mayor claridad: sería una premisa más adecuada para el análisis de las sociedades de hoy que aquella que ponía el centro en la integración. En eso, según entiendo, está el núcleo de las sociedades complejas. Para dar cierta solvencia a esta proposición atiendo con más detenimiento el tratamiento analítico a que dio lugar la premisa tradicional y lo que he llamado su déficit interpretativo.

Hay una variada gama de enfoques para el análisis de los estados de modernidad, así como para el estudio de los procesos de modernización. Una sólida y larga tradición disciplinaria ha relacionado estrechamente la modernización con los procesos de diferenciación social7. Sociológicamente, ha sido un concepto clave para la disciplina, sobre el cual todavía hoy se presentan desarrollos teóricos y discusiones8. No sólo ha estado presente en el ámbito sociológico —en el que destacan desde luego múltiples usos9—, sino en el análisis político mismo. En los dos ámbitos, el concepto ha permanecido sostenidamente vinculado —si bien bajo características diversas— a los procesos de modernización y a los problemas de integración de la sociedad. En términos de razonamiento teórico, la lógica tradicional que ha privado es la siguiente: la modernización acrecienta la diferenciación (o a la inversa), y con ello se altera el estado de la integración de la sociedad que precedía al momento de dicho incremento, por lo que la integración misma debe ser ajustada. El nivel de ajuste determina la profundidad, ritmo y conflicto del cambio; empero, también la calidad de la modernización y de sus relaciones socioculturales porque éstas no pueden presuponerse estables ante tal cambio10.

Ese razonamiento analítico es añejo y cuenta con grandes notables. Tras identificar la diferenciación con la división social del trabajo, Durkheim se preguntó cuál podría ser el elemento que podía mantener unida a la sociedad dado el constante avance de ésta. Como ya se sabe, respondió que esto podría ser posible mediante una particular forma de solidaridad correspondiente a una estructura social más diversificada y heterogénea. Sin embargo, la respuesta no pudo conciliar las dinámicas sistémicas (como el incremento del mercado) con los imperativos normativos (como el desarrollo adecuado de derechos)11, por lo que, al final, la solidaridad como concepto clave de la integración social no pudo sostenerse.

En la línea de la preocupación durkheimiana, Parsons asumió que, a mayor grado de diferenciación de funciones, era necesario un mecanismo de generalización simbólica para garantizar (en el nivel del sistema social) unidad y adecuación de sus partes. De esa manera, la noción de integración se colocó en dos sentidos. En uno, fue considerada como exigencia cumplida por la propia diferenciación; en otro, se introdujo como un contra-concepto, como un referente lógico-analítico para fundamentar la idea de unidad del sistema, pero sin que el concepto fuese cabalmente definido. Y sin embargo, resultaba imprescindible. Bajo esas condiciones surge, como ha indicado Luhmann (1985:12),

[...] la pregunta de cómo es posible la integración en los sistemas sociales que se han diferenciado. Porque aunque una unidad esté pensada como diferenciada, tiene que ser reconocible como unidad; es decir, tiene que mostrar la integración de sus componentes.

De este modo, teóricamente la integración cumplía una función de contraste con la diferenciación; y, analíticamente, operaba como un requisito funcional del sistema: mostrar la complementariedad de las partes, la unidad, más que la diferencia.

En el pensamiento político el concepto de diferenciación se comprende como diferenciación estructural12. Ésta es considerada una variable del desarrollo político y de la modernización13, pero no se asimila a dichos procesos. Por diferenciación estructural se entiende básicamente la proliferación de nuevas estructuras políticas; en consecuencia, se contemplan también las modificaciones de las relaciones entre las distintas estructuras, nuevas y anteriores. El término estructura política coincide con el de institución política14. También aquí la diferenciación ha sido relacionada con la integración y además está vinculada con la institucionalización. No obstante, los tres conceptos son distintos. La razón de esa distinción radica en la necesidad de diferenciar entre el plano de las transformaciones y el de la adaptación del sistema, con objeto de dar espacio analítico al primer tipo de procesos. En la medida en que la multiplicación de estructuras políticas puede alterar el orden de relaciones entre las existentes y requerir adecuación con las nuevas, se precisa de cierto nivel de acoplamiento para lograr congruencia en todo el mapa de estructuras y "orientarlas hacia una lógica unitaria" de funcionamiento. Esta fase constituye el momento de la integración política (Morlino, 1985: 64). La institucionalización15 coadyuva sustancialmente a que el sistema político que se diferencia adquiera estabilidad y posibilidad de persistir; pero, en cuanto tal, la institucionalización es un concepto (y un momento) distinto de la proliferación de estructuras.

Consecuentemente, la diferenciación —como es fácil advertir— entraña el problema de la capacidad del sistema para regularse y adaptarse. Almond y Pawell (1970) consideran, por ejemplo, dos funciones básicas que modulan esa capacidad: la extractiva y la regulativa. La primera está orientada a obtener recursos humanos y materiales; la segunda se entiende como control (mayor o menor) sobre el comportamiento de grupos e individuos. El punto central es aquí una especie de dinámica de incremento, ya que la diferenciación aumenta también la capacidad del sistema para lograr su adaptación y conduce esa función hacia la integración general.

Dicha dinámica procede más o menos así: la diferenciación afirma la autonomía de las estructuras políticas16 (que Almond y Pawell llaman subsistemas); es decir, de aquellas estructuras especializadas (partidos, grupos de presión, mass media y otros) que formulan demandas. La proliferación de éstas acrecienta la complejidad del sistema político, por lo menos en relación con el momento anterior cuando la cantidad de estructuras o instituciones políticas era menor. A esta nueva complejidad se puede responder con un aumento de la capacidad extractiva y de regulación con objeto de mantener el orden político. El aumento de la capacidad del sistema (en sus dos funciones anteriores) es, al mismo tiempo, un indicador de complejidad; se orienta a mantener un mejor control del entorno económico y social. Tenemos así que al incremento de complejidad en el sistema —en este caso, político— corresponde (o tiende a corresponder) un aumento de complejidad en las funciones, precisamente porque éstas pueden lograr más eficiencia diversificando y especializando las estructuras sobre las que se basan (por ejemplo, en el ámbito electoral o académico).

Si los argumentos anteriores han sido claros, se comprenderá que en esta línea de pensamiento la diferenciación estructural es una variable vinculada con el desarrollo o la modernización política, a la que deben acompañar procesos de institucionalización y ajustes en la integración para que el sistema logre una mayor capacidad de penetración y de control en los ámbitos social y económico y, consecuentemente, aumenten sus posibilidades de persistencia (Morlino, 1985: 69). El esquema tradicional demanda entonces (lógica y conceptualmente) un acoplamiento de tiempos y funciones sobre la base de una altísima exigencia de integración de la sociedad o del sistema social en su conjunto. Esa exigencia establece otras: un altísimo nivel de adecuación y congruencia en el comportamiento y orientación de cada una de las funciones del sistema, así como una elevada capacidad de adaptación de sus elementos singulares y del sistema en su conjunto. Es decir, el esquema demanda un alto nivel de complementariedad entre las funciones que las partes del sistema cumplen. La complementariedad entre las funciones, de hecho, asegura la unidad del sistema social como tal.

La exigencia anterior expresa y delimita la zona de inconsistencias presente en las difundidas reflexiones sobre el vínculo entre modernización e integración. Las críticas políticas a esta visión extremadamente integradora son bien conocidas, así como los adjetivos en los que se ha apoyado. Esas críticas, en no pocas ocasiones, son singulares: afirman su objeción tanto al plano funcional como a la capacidad de adaptación y estabilidad del sistema, pero dejan casi intacta la noción de integración, que representan —de cualquier modo— como una exigencia para una sociedad "coherente y mejor"17. Analíticamente, lo que sorprende es el hecho de que de una noción fuerte de integración se desprendan las mismas consecuencias conceptuales que de las críticas que en apariencia la rechazan. Las críticas reclaman, en efecto, complementariedad de funciones y subsistemas como en un todo regido por una unidad.

 

DIFERENCIACIÓN SOCIAL: SUS FORMAS E INTEGRACIÓN

En reflexiones más contemporáneas, la cuestión de la diferenciación18 ha sido elaborada con otro parámetro y con otras consecuencias para la integración. En el terreno sociológico, Luhmann la ha dotado de una novedosa dimensión19 que procede, como se sabe, de una perspectiva fuertemente sistémica y comunicacional20. En esa perspectiva, la diferenciación de la sociedad se entiende básicamente como diferenciación sistémica; se ocupa, por tanto, de la distinción entre sistemas y entornos. Entre otras cosas, eso significa que tanto la forma en que estructuralmente se encuentran diferenciados los sistemas, así como los tipos de procesos o relaciones que ellos mantienen con los entornos, están en el centro de la preocupación de la perspectiva con que se observa a la sociedad compleja. En ese horizonte, y en virtud de la arquitectura de la teoría de sistemas sociales, conviene tener en cuenta la distinción entre el concepto general de diferenciación de la sociedad y su forma21.

Escuetamente, el primero se entiende como un proceso mediante el cual el sistema sociedad se divide internamente, como un proceso en el que se forman sistemas dentro de los sistemas. Es un recurso social que se aplica a sí mismo22. Al formarse un sistema, se delimita del entorno y, precisamente por medio de esa distinción, se constituye. Para el sistema parcial así formado, su entorno es todo lo que el sistema de referencia —en este caso, el sistema social en conjunto— comprende, a excepción de tal sistema parcial23. Para éste, la diferenciación del sistema social se presenta como externa, pero él forma parte del entorno interno de aquél. En el entorno de los sistemas están presentes, entonces, otros sistemas, los cuales se observan como tales entre sí; pero también se encuentran dispuestos eventos, acontecimientos, intereses, oportunidades de relación, dimensiones temporales y, sobre todo, comunicaciones. De esa manera, se produce una doble distinción entre sistema y entornos externos e internos, que establece la base sobre la cual la sociedad se reconstruye; es decir, incluye esas diferencias. La operación puede repetirse en los sistemas parciales, por lo que ellos también forman entornos internos (Luhmann, 1993,1998).

La diferenciación acontece de esa manera porque los sistemas sociales necesitan tiempo para identificar problemas, procesar información y elaborar decisiones; asimismo, porque precisan de delimitaciones, de límites que los constituyen para responder a los entornos cuya complejidad es siempre mayor que la de ellos. Si no tuvieran límites, la complejidad del entorno los desvanecería; si no hubiese distinción con el entorno, no existiría sistema alguno. Sólo mediante esas delimitaciones es posible tratar, responder de manera selectiva (por lo tanto, más o menos ordenada) a la multiplicidad de eventos que ocurren simultáneamente en la sociedad y que presentan el perfil de una complejidad desordenada. La diferenciación es, entonces, una técnica estructural para responder a la complejidad del entorno y resolver problemas de tiempo, ya que todos los sistemas sociales tienden a elaborar decisiones. Por ello, es función de la diferenciación social incrementar y diversificar las posibilidades de selección de dichos sistemas (Luhmann, 1998: 73).

Si no se selecciona no se puede atender nada porque no todo puede ser atendido simultáneamente. Si la selección en el vínculo con los entornos no fuese necesaria supondría que la complejidad de estos últimos (sus posibilidades de variación, de surgimiento de acontecimientos y de comunicaciones) sería siempre menor a la de los sistemas parciales: estaría contenida en ellos. Sería como presuponer —en otro plano— que una institución concentra más oportunidades de variación o elección que el horizonte del mundo en el que ella se encuentra inscrita. Si se admite la diferencia de complejidad entre entorno y sistema, se puede comprender entonces que, por razones de tiempo y de selección, la diferenciación duplica, dentro del sistema social (y dentro de cada subsistema), esa distinción.

La sociedad, consecuentemente, se expande hacia dentro24. Sin embargo, esta expansión no significa —como en el funcionalismo— una partición del todo (sistema) en partes (subsistemas); significa que cada subsistema o sistema parcial (económico, político, jurídico) reconstruye el sistema general (sociedad) a partir de su propia y específica diferencia con el entorno. Sólo a partir de esa (propia) diferencia se puede comprender, observar, describir la unidad del sistema sociedad. Por tanto, se admite una mayor cantidad de observaciones: por ejemplo, el sistema económico no tiene por qué aceptar sin más la descripción del sistema político, ni éste la de aquél. Es por eso que ninguno se ve, en línea de principio, en la necesidad de hacer propias las múltiples premisas —comunicaciones y demandas— que están presentes en el entorno. De hecho, cada sistema parcial tiende a reconstruir la totalidad, la unidad de la sociedad a partir de su propia diferencia. Un sistema social que acepta esa pluralidad de observaciones (simultáneas y distintas) está constreñido a describirse de manera policontextual y fragmentada. Por tanto, se ve obligado a la reflexión: a observarse mediante una observación de observaciones. La representación de la unidad del sistema comprensivo (general) es entonces una observación de segundo orden. De otra manera, no se tendrían condiciones para romper la lógica del problema que subyace en todo postulado de unidad en ámbitos diferenciados: cómo es posible reconstruir, describir, totalmente el sistema social a partir de sus diferencias parciales internas25.

La forma de la diferenciación designa el vínculo, el enlace entre sistemas. Más precisamente: la forma en que ellos se hallan dispuestos según el tipo de relaciones que mantienen. Relaciones de igualdad o desigualdad pautan la vinculación entre sistemas26. Cuatro formas son identificables27:1) la disposición segmentada trata los sistemas como iguales y éstos se diferencian a partir de la descendencia (clanes, por ejemplo). Así, dicha sociedad mantiene una distinción tenue entre sistemas y entornos (por ejemplo, entre sociedad y familia); 2) la diferenciación de tipo centro y periferia admite, en ese eje, la desigualdad entre sistemas precisamente porque el desarrollo de la sociedad se finca en una buena cantidad de segmentos sociales que tienen como referencia el centro (por ejemplo, Estado-organizaciones; monarca-sistema militar); 3) la sociedad estratificada se caracteriza por la desigualdad de rango entre sistemas (por ejemplo, entre poder político y trabajo; noble y plebeyo). La razón de tal desigualdad se halla en la estructura misma del orden y mediante ella se conforma. De ese modo, los subsistemas deben ordenar sus funciones y comunicaciones necesariamente en relación con la coherencia de rango social que la estructura marca de manera jerárquica. En la sociedad estratificada "el problema estructural es que [...] la identificación de los subsistemas requiere una definición jerárquica de sus entornos en términos de rango o de igualdad-desigualdad" (Luhmann, 1998: 77); 4) a diferencia de las tres formas anteriores, la diferenciación funcional admite condiciones de igualdad y de desigualdad entre los sistemas. "Los sistemas de funciones son iguales en su desigualdad: de aquí su rechazo a asumir como premisas de sus relaciones recíprocas todas las premisas que se formulen en el ámbito de la sociedad entera" (Luhmann y De Georgi, 1992: 288). En tales circunstancias, los sistemas parciales mantienen un nivel mayor de autonomía entre sí y respecto de los entornos; por tanto, sus funciones no se hallan ordenadas armónica y complementariamente en relación con algún orden jerárquico: no requieren de una coherencia de rango. En este postulado se encuentra una de las características principales de la sociedad compleja.

La sociedad moderna (y democrática) está funcionalmente diferenciada y es, por ello, compleja. La preeminencia funcional indica que un sistema se forma y orienta para el cumplimiento de una función específica. Para cada sistema parcial, esta función es prioritaria y está concebida como central. La función se refiere a un problema particular de la sociedad que (en cuanto tal) puede ser tratado con múltiples posibilidades. Por eso, la función no es un presupuesto de estabilidad, como estableció el funcionalismo. Lo anterior significa que, aunque refiriéndose a la sociedad, la función se realiza en el ámbito interno de cada sistema y no en su entorno. Para realizarla se requiere entonces un código y un programa28, a fin de procesar la información y orientar la comunicación. De esa manera, los sistemas pueden establecer criterios para orientarse selectivamente respecto del entorno, pautar su referencia (a otros sistemas) y estabilizar sus relaciones.

La forma de la diferenciación funcional acentúa entonces la autonomía de cada sistema parcial y determina el modo como se vinculan entre sí y con el entorno. Éstos se refieren autorrefiriéndose, ya que sólo así pueden —con el soporte de los códigos funcionales— estructurar más o menos estable y momentáneamente sus transacciones e intercambios (comunicaciones) ante la multitud de nexos, informaciones, enlaces e interdependencias presentes en el entorno. Es decir, la autorreferencia posibilita volver accesibles sus alternativas y su reproducción29; es necesaria dada la "desordenada complejidad" del entorno. Esto significa que deja de haber una correspondencia causal entre entorno y sistema. En el entorno no sólo hay —como he dicho— otros sistemas que se autorrefieren, sino tiples eventos, oportunidades de relación entre sistemas o de negación, temporalidades, interacciones, certezas, azares, la estandarización de lo normal y lo contingente, y miles de comunicaciones desordenadas y simultáneas. "Los entornos no tienen claramente límites definidos, sino sólo horizontes que implican posibilidades futuras" (Luhmann, 1998: 72). En esas condiciones, la correspondencia entre sistema y entorno se configura como un conjunto indeterminable de interdependencias, lo cual, en apariencia, acentúa la mutua dependencia. No obstante, por un lado, la interdependencia múltiple es indeterminable e imprecisa; por el otro, hace imposible una coordinación, un empalme punto por punto entre todas las interdependencias internas de la sociedad; es decir, las del entorno y el sistema (Luhmann, 1987:89). En tales condiciones, el supuesto de la complementariedad estructural entre sistemas se diluye.

Las interdependencias, entonces, no se pueden ordenar bajo algún primado funcional (economía, política, ley) ni bajo ningún centro o vértice (Estado, partidos). Esto llanamente significa que la coordinación general del sistema social se vuelve difícil o improbable. La diferenciación imposibilita que las relaciones intrasistémicas, y la de éstos con el entorno, sean dispuestas en un solo criterio de acción o de orientación. Los empalmes normalmente se realizan únicamente en la medida en que determinadas comunicaciones funcionan en sus propios parámetros: la comunicación política como comunicación política, por ejemplo. En otros términos: la autorreferencia y la autonomía incrementan el grado de indiferencia de los sistemas frente al entorno en general.

Sin embargo, puede ocurrir (y ocurre) que la circularidad de la autorreferencia se interrumpa. Dicha interrupción es una externalización, en tanto cuestiona la manera como el entorno se expresa en el sistema. Tales externalidades se presentan por eventos particulares (por ejemplo, la presencia de personas específicas, movimientos o desastres). Típicamente, empero, son producto de la propia diferenciación de la sociedad y de los sistemas. Ahí donde las relaciones intrasistémicas ocurren bajo la lógica de una doble autorreferencia (una de cada sistema) se tiene una doble circularidad, y ésta constriñe a una externalización diferente para cada tipo de relación intrasistémica. La autorreferencia y la externalización articulan el modo como cada sistema presenta su comunicación o sus intercambios con el ambiente o entorno (Luhmann, 1987: 93). En la relación administración y política, por ejemplo, el Derecho cumple esa función de externalización al regular determinadas relaciones. La externalización no es, por tanto, sinónimo de subordinación; permite regulaciones y articulaciones en la doble circularidad, pero no reduce la autonomía funcional de los sistemas. Si se entiende el razonamiento, es factible comprender por qué la forma de la diferenciación determina el modo de relación de los sistemas y qué consecuencias tiene para la integración.

La moderna sociedad diferenciada se articula mediante sistemas parciales que cumplen funciones distintas (desiguales), lo que efectivamente aumenta las interdependencias; pero por eso mismo las relaciones aparecen como indeterminadas, diluyentes de los acoplamientos estructurales (prefijados). Al diluirse éstos, las posibilidades de integración son más amplias, pero menos pre-determinadas y estables. La desigualdad en la especificación de cada función acrecienta efectivamente las interdependencias y hace, por así decir, más urgente la necesidad de integración de las partes de un sistema. Sin embargo, como se relajan entre ellas las correlaciones fijas y las complementariedades estructurales, se amplía también su posible campo de integración. Un sistema que está basado en la diferenciación funcional puede, por ello, soportar una mayor heterogeneidad estructural.

En términos más concretos: hay ciertamente complementariedades estructurales en las sociedades diferenciadas en la relación entre sistemas funcionales. Por ejemplo, la democracia presupone la economía monetaria y un sistema jurídico diferenciado; pero en conjunto "las implicaciones estructurales [...] son más escasas, más escasas las determinaciones recíprocas de sistemas y ambientes, por lo que la complejidad de la sociedad es más alta" (Luhmann, 1983: 216). En el marco de la teoría de sistemas y la complejidad hay pues un vínculo estrecho entre la diferenciación funcional y los modos de integración. Mediante ese vínculo se define de otra manera el problema de la integración.

En principio, la forma de diferenciación ciñe la forma de integración, por lo que no son conceptos opuestos. O, en otros términos: la diferenciación funcional no amenaza la integración, sino que da cuerpo a una nueva forma sobre la base de una menor complementariedad estructural y mayor complejidad social. En un primer y sustancial nivel, la diferenciación entiende la integración en la relación entre sistemas parciales y, consecuentemente, la distingue de la relación con el entorno, particularmente los hombres. A esta dimensión se alude con el concepto de inclusión (Luhmann: 1994), el cual designa el modo como son incluidos los hombres en los sistemas y sus prestaciones: como trabajador, elector, usuario, paciente, estudiante, ciudadano30. La consideración de la integración en el horizonte de los sistemas tiene su origen (¿es preciso repetirlo?) en que deben su existencia al hecho de que establecen límites respecto de su entorno externo y del entorno interno de la sociedad que resulta de esa diferencia. La integración, entonces, designa el "grado de libertad de los sistemas parciales"; por tanto, en sí no connota ningún estado superior o menor a la desintegración. No es un valor. Ni mucho menos, como pensaba el funcionalismo clásico, un imperativo normativo.

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La integración diferenciada no se realiza tampoco en virtud de un acoplamiento funcional plenamente ordenado o dirigido por un vértice, sino mediante innumerables conexiones del sistema y de los entornos. Éstos se integran y se desintegran. La condición de integración no connota un vínculo respecto de una perspectiva de unidad ni de obediencia de los sistemas parciales. En definitiva, la integración en sentido estricto no significa la unidad del sistema sociedad encarnada en el propio sistema sociedad. No es una función de reconstrucción, de totalización efectuada desde la perspectiva de los sistemas parciales en referencia a un eje ordenador claro y preciso (Estado, sistema político, administración pública). Significa sólo que la forma de la integración ordena la comunicación entre los sistemas. Ciertamente, en las relaciones intersistémicas se comprenden sólo fragmentos de la sociedad (por ejemplo, en los vínculos entre educación y política no está comprendida toda la sociedad). Esa fragmentación posibilita observar (desde un sistema) a otro como presente en el entorno y, por tanto, obliga a una autodescripción de la sociedad, a reconstruirla —como indicábamos— mediante la observación de observaciones e introducir un referente de unidad31. No obstante, esta operación es distinta a la totalización del orden social. La integración no es una garantía de la unidad (coherente y orgánica) de la sociedad y tampoco de una perfecta inclusión social. La representación de la reconstrucción unitaria —si la hay— es una operación de segundo orden.

En resumen, la lectura sistémica de la diferenciación permite —si la exposición ha sido clara— modificar las exigencias que el funcionalismo estableció en el plano de la integración. Instituye otro vínculo conceptual entre ambos conceptos. Escuetamente, el vínculo puede ilustrarse así: la diferenciación funcional acrecienta la autonomía de los sistemas parciales y, simultáneamente, la complejidad de los entornos, de manera tal que no se da un empalme punto por punto entre sistema y entorno. Tal condición reduce la complementariedad estructural y se limitan las posibilidades de una coordinación general por un vértice o cualquier otra instancia. No existe una orientación compartida entre sistemas, por lo que la función de cada uno no está en relación con un supra-sistema que la ordena y conduce. Ciertamente, la diferenciación funcional —dada la complejidad del sistema que acarrea— dispone, en los entornos, fuertes posibilidades de innovación, pero sobre todo de conflicto. Profundiza problemas de control. Sin embargo, todo eso no se expresa como un punto de quiebre teórico, como una dicotomía entre diferenciación e integración, tal como lo plantea la teoría tradicional de la modernización y como lo sustentaba el funcionalismo clásico.

La integración no es el concepto que regula o adapta la diferencia, o las tensiones, entre modernización y diferenciación. O mejor: entre orden social y niveles de complejidad que ese orden puede sostener o alcanzar. La integración no es una premisa suficiente para el orden. En las sociedades complejas, designa sólo la manera como los sistemas comunican, el modo como se tratan: jerárquicamente o como iguales. Los problemas de orden, control y coordinación (en el nuevo esquema de la teoría de sistemas) se expresan como un problema de desnivel de complejidad entre sistema y entorno. Dicho de otra manera: las modernas son sociedades diferenciadas, pero, a diferencia de las perspectivas tradicionales, no se pone el acento en la diferenciación de funciones, sino de sistemas. Mientras que para la visión tradicional el conflicto y el orden se hallan en la línea de la adecuación entre diferenciación e integración, en la nueva perspectiva los problemas de orden y conflicto se encuentran precisamente en la relación entre sistema y entorno. Esto significa que el orden no se realiza, por así decirlo, mediante la capacidad de adecuar la integración: se realiza en la distinción entre entorno y sistema por la manera en que esa distinción reduce y acrecienta simultáneamente la complejidad. Y esa operación está regida por el vínculo estrecho entre la forma de la diferenciación que una sociedad sume y los gradientes de complejidad que puede alcanzar.

 

DIFERENCIACIÓN: COMPLEJIDAD SOCIAL Y SELECTIVIDAD

La complejidad que un sistema social puede alcanzar depende de la forma de su diferenciación. Una sociedad segmentada tiene, por ejemplo, menos posibilidades de alcanzar una complejidad semejante a la de una sociedad diferenciada por sistemas funcionales y autónomos. Los niveles de complejidad determinan también la manera como se comunican, relacionan y vinculan los sistemas con los entornos. De hecho, a partir de ese vínculo es que la cuestión de la complejidad es considerada en la teoría de sistemas. Clásicamente, el problema se plantea así: si el entorno es siempre más complejo que el sistema, ¿en qué condiciones puede éste sostener relaciones con aquél de manera estable? La pertinencia de la pregunta se revela si se considera la definición clásica de complejidad. Como ha dicho Luhmann:

Desde el punto de vista formal, el concepto de complejidad se define [...] mediante los términos de elementos y relaciones. El problema de la complejidad queda, así, caracterizado como aumento cuantitativo de elementos: al aumentar la cantidad de elementos que deben permanecer unidos en el sistema, aumenta en proporción geométrica la cantidad de las posibles relaciones, y esto conduce, entonces, a que el sistema se vea obligado a seleccionar la manera como debe relacionar esos elementos. Por complejo se designa [...] aquella suma de elementos que, en razón de una limitación inmanente de capacidad de enlace del sistema, ya no resulta posible que cada elemento quede vinculado en todo momento (1996: 185).

Formalmente, esta definición acentúa dos aspectos de la concepción tradicional de complejidad: aumento de elementos y limitaciones en la capacidad de relacionarlos todos. Para la concepción tradicional, esos dos aspectos regulan la relación entre sistema y entorno. Por definición, el entorno es más complejo (tiene más elementos y relaciones) que el sistema. Como el sistema no tiene la variedad de elementos suficientes frente al entorno (requisity variety), Ashby (1972) considera que no se puede responder punto por punto a los estímulos que éste le plantea. En consecuencia, el sistema desarrolla una propensión a reducir la complejidad en el sentido de que incrementa su capacidad de rechazo, de ser indiferente frente a los requerimientos del entorno. Reducir complejidad presupone dos actitudes: 1) el sistema reacciona igual frente a datos distintos (como en los trámites burocráticos), o 2) a un mismo estímulo el sistema reacciona de manera distinta según el estado en que se encuentre (como el tratamiento a demandas recurrentes de salarios).

Tales tipos de reacciones se hallan inscritos en el modelo input-output que se extendió en cierta literatura hasta la década de 1960. La idea es que —ante la imposibilidad de embonar punto por punto— el tiempo permite al sistema reaccionar (de vez en vez) a los procesos, demandas, eventos presentes en el entorno. Se presupone entonces que el tiempo facilita que se puedan "ordenar en línea" la variedad de estímulos que provienen del entorno, y que esa jerarquía se encuentra determinada, sin más, por el entorno mismo. Con ello se asumen dos supuestos altamente improbables: de un lado, las prioridades (expectativas) del entorno tendrían una estructura coherente y jerarquizada; de otro, las prioridades del entorno y del sistema (las expectativas de ambos) estarían empalmadas y dispuestas en la misma dimensión temporal. El sistema (aunque indiferente) admitiría —sin más— los estímulos del entorno y el alineamiento temporal en que los presenta. O a la inversa: el entorno admitiría los outputs del sistema como una reacción adecuada, sea ésta una respuesta estandarizada o de variación. Dicho modelo —éste sí típicamente funcionalista— asume que el sistema tiene, a priori, la capacidad para lograr la sincronización de los diferentes tiempos. No responde por qué, de facto, algunos eventos son atendidos y otros no. Es decir, no asume de manera fuerte la selectividad del sistema.

La versión de la nueva teoría de sistemas radicaliza otros dos aspectos de la complejidad: cantidad de relaciones y selectividad. Si se piensa que la cantidad de acontecimientos, procesos, eventos, conflictos, desacuerdos en el entorno son innumerables, "de inmediato se cae en la cuenta de que cada organismo, cada máquina, cada formación social, tiene siempre un entorno que es más complejo, que ofrece más posibilidades que las que el sistema puede escoger, procesar, legitimar" (Luhmann, 1996:185). Tal exceso de posibilidades, de relaciones posibles, obliga al sistema a seleccionar y, de esa manera, se vuelve complejo32. En este sentido, complejidad es selectividad obligada. El sistema opera selectivamente tanto en los procesos que realiza como en las estructuras que constituye: "siempre hay otras posibilidades que se pueden seleccionar cuando se intenta lograr un orden. Justamente porque el sistema selecciona un orden, él mismo se vuelve complejo, ya que se obliga a una selección de la relación entre sus elementos" (Luhmann, 1996:185). Lo que queda ordenado bajo esa selección podría ser ordenado de otra manera.

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Sin embargo, aquí orden no tiene una dimensión holística: no todos los elementos se hallan vinculados, ni todas las relaciones posibles se han realizado o hecho efectivas. Todo el sistema no embona con todo el entorno. En segmentos específicos se disponen ordenamientos en virtud de la selección, ya que sin ella la complejidad es sólo disponibilidad desordenada. Quien quiere sostener y llevar a término una conversación requiere excluir el resto de las comunicaciones que se dan en el entorno, sea éste el vecindario o el mundo. En agrupamientos sociales de cierta escala, nadie comunica con todos, ni todos comunican con él. Del mismo modo, no todos los elementos de un sistema se relacionan con todos: se efectúan posibilidades de selección. Ello supone que la complejidad plantea la existencia de un umbral a partir del cual se da un drástico límite en la capacidad de relación de los elementos de un sistema. Entonces, la distinción clave se da entre sistemas que tienen posibilidades de relacionar por completo la totalidad de sus elementos y los que tienen sólo posibilidades de relacionarlos selectivamente (Luhman, 1996: 186). Para los segundos, se entiende que, cuando algunos elementos se enlazan, los acoplamientos entre sistemas ocurren selectiva y segmentadamente.

En los tipos de sistemas mencionados en segundo lugar (como los diferenciados por funciones), la complejidad adquiere, entonces, otras características. La posibilidad de "sincronizar la complejidad" (es decir, de coordinar los tiempos del entorno y del sistema) se vuelve un problema y no una capacidad a priori del sistema. El problema surge debido a la asunción de que los elementos y procesos tienen distintas temporalidades. Además, dada la variedad del entorno, el sistema no tiene tiempo: requiere de operaciones y diferenciaciones para generarlo. La selectividad y la temporalidad provocan, entonces, que en la complejidad se consideren la cantidad de elementos, su tipo, selecciones y relaciones posibles, así como el tiempo específico de la racionalidad de procesos y elementos de un sistema. Existe, pues, una idea multidimensional y cualitativa de la complejidad. De ese modo, un sistema —y desde luego un evento— puede ser más complejo que otro en una dimensión y serlo menos en otra. Un sistema puede tener más elementos; otro, más relaciones entre ellos o más posibilidades de cambio (Luhmann, 1996:188). La dicotomía, entonces, no es simple-complejo: toda sociedad tiene niveles de complejidad. La diferencia se establece debido a los gradientes de complejidad de una sociedad y al hecho de si ella es (o no) selectiva y en qué grado.

El tipo de complejidad selectiva nos representa un orden contingente, con marcadas dificultades para el cálculo y la racionalidad social. En principio, la abundancia de relaciones posibles dificulta que se pueda determinar (calcular) qué tipo de selección realizará un sistema. La complejidad es, entonces, una situación de falta de información, de apremiante requerimiento de la misma. Ciertamente, los sistemas realizan observaciones, distinciones, para generar información; pero como todos los sistemas realizan esa operación —a partir de sus estructuras y distinciones con el entorno— es preciso asumir que la sociedad (y los eventos) admiten distintas descripciones, constituciones diversas de información. El problema, entonces, es cómo dar soporte a la idea de que una parte del sistema (una instancia o una observación) puede tener más capacidad que el sistema todo para calcularlo y racionalizarlo, particularmente cuando cada sistema, por su autonomía, trata de optimizar su propia perspectiva y no la del entorno, desordenada y múltiple. En estas condiciones, complejidad y contingencia encuentran un vínculo íntimo. La primera aparece como exceso de posibilidades y deficiencia de información; la segunda, como incremento de la posibilidad de que lo calculado ocurra de un modo distinto de lo esperado.

La complejidad selectiva define también cómo se realiza el vínculo entre entorno y sistema. Los sistemas se diferencian para lidiar con la alta complejidad; esa diferenciación significa que en el interior del sistema se integra una nueva distinción de sistema-entorno y, con ello, se amplían las posibilidades de observación, relación y empalme33. Con esta operación —regida por modelos de selección— los sistemas están más capacitados para responder a las irritaciones que el entorno les plantea: acrecientan su selectividad y autonomía. La autonomía define la línea entre irritabilidad e indiferencia del sistema34; la selectividad demarca provisionalmente qué comunicaciones y qué información puede ser procesada por sus estructuras, porque sólo bajo esa condición el sistema reacciona. Al generarse ulteriores diferenciaciones, nuevas distinciones, se opera una dinámica de reducción e incremento de complejidad. Al diferenciarse el derecho de la moral, por ejemplo, se reduce complejidad porque le es permitido a aquél no responder ante la irritación de aquélla; es decir, no enlazar todos los imperativos morales con los jurídicos. Y esa condición de desvinculación afirma la autonomía del derecho y sus posibilidades de relación con otros aspectos (como entre derecho y estados afectivos: así es como los divorcios se hacen posibles). Estas nuevas conexiones elevan la complejidad.

En otros términos, al diferenciarse el sistema jurídico —para continuar con el ejemplo—, éste delimita un campo de selectividades posibles: no tiene que atender todo evento, digamos político, moral o económico. Al diferenciarse delimita un entorno; en ese marco amplía sus posibilidades de empalme con ciertos elementos que ahora aparecen como distintos (como el tratamiento jurídico —y no económico— del derecho a la expresión libre). Entonces, al constituirse como sistema, instituye nuevos elementos, forma su complejidad. Al mismo tiempo, la nueva distinción entre sistema y entorno que la diferenciación trae consigo es colocada en alguna parte de la sociedad. Está dispuesta como entorno para otros sistemas y ello incrementa la complejidad del sistema sociedad: se hallan a disposición otros enlaces, otras oportunidades no actualizadas o realizadas. Más opciones están disponibles, más posibilidades de conexión; asimismo, más exigencia de selección. La diferenciación sistémica por funciones —al elevar la complejidad de cada sistema— eleva la del entorno, pero realiza operaciones de reducción de la misma para procesar comunicaciones y estímulos. Esta paradoja se resuelve por la capacidad de selección. Al incrementarse la selectividad, se eleva también la capacidad de cada sistema de admitir más acusadamente estados de irritabilidad ante su entorno (porque no todo tiene que ser atendido) pero de indiferencia ante el contexto general.

Así, la diferenciación abre escenarios contingentes en el ambiente general de la sociedad. Al mismo tiempo, incrementa localmente las oportunidades de racionalización del vínculo entre sistema y entornos inmediatos específicos, aunque no garantiza que eso pueda darse en el plano del sistema social. La operación de selectividad de los sistemas, y sus funciones, no actúa como agencia de racionalidad del sistema todo. Y, ciertamente, ello debilita las posibilidades de coordinación social. La complejidad, en consecuencia, no prejuzga la existencia de una instancia o centro capaz de ordenar —en todo y por todo— al sistema social. Admite, sin embargo, que hay instancias con mayor capacidad que otras en sus efectos de ordenamiento (como el sistema político respecto al científico).

 

SOCIEDAD COMPLEJA E INTEGRACIÓN: UNA SÍNTESIS

Según he indicado, la diferenciación social —en especial la forma funcional— incrementa los gradientes de complejidad, y ésta, las exigencias de selectividad35 en la comunicación entre sistemas y entornos. El triple vínculo entre diferenciación, complejidad y selectividad rompe definitivamente con la idea de un sistema social coherentemente integrado, en el que cada parte "trabaja" para complementar la tarea de los otros componentes, bajo una orientación general. La fragmentación, el empalme segmentado es ahora una condición del orden, producto de la complejidad social. La integración cobra entonces una nueva dimensión y un nuevo estatus analítico. Es un estatus más relajado porque la sociedad compleja tiene características distintas a los órdenes sociales que diseñaron las teorías clásicas y sus premisas. El grupo de argumentaciones desarrolladas debería permitirnos indicar, en un nivel más adecuado, cuáles son los rasgos principales de lo que podemos llamar sociedades complejas y cuál es su forma de integración36. En lo que sigue debe entenderse que se considera a la diferenciación —y a la complejidad misma— como elementos constituyentes de aquellas sociedades. En ellas:

No existe primado funcional. Las sociedades complejas son funcionalmente diferenciadas y, entre otras cosas, eso significa la inexistencia de un primado funcional. La diferenciación conlleva la especificación funcional de manera tal que cada sistema realiza una función que atiende un problema particular de la sociedad y sólo eso. Con ello, la sociedad compleja renuncia a la multifuncionalidad de los sistemas y sus funciones (y entonces el administrativo no puede suplir al judicial, por ejemplo). Con la especificación, cada sistema se asume como relevante y tiende a ser tratado como igual a partir de su diferencia. No hay entonces las condiciones para asumir el primado funcional de ningún sistema; ninguno es más importante que los otros: la tarea de la política no debe estar por encima de la educativa. Todos los sistemas reivindican sus funciones como condición de imprescindibles y centrales para el orden social. Los sistemas no pueden ser, entonces, jerarquizados.

La complementariedad estructural decrece. Dado que en el ámbito de la diferenciación por funciones los sistemas son más autónomos, no priva una coherencia entre las funciones, ni una orientación estandarizada y general. Del mismo modo, las diferencias temporales entre sistemas se afirman; la arritmia sistémica deviene una condición central. En segundo lugar, la reducción de la complementariedad advierte acerca de la dificultad de mantener una integración fuerte e indica una versión débil de la misma. Esto es condición para operar en un ambiente más flexible y complejo.

Las interdependencias entre sistemas aumentan, pero de manera segmentada. El incremento de gradientes de complejidad amplía el horizonte en el que podrían efectuarse las interdependencias entre sistemas. La ciencia encuentra hoy más vinculaciones con la economía, por ejemplo; pero esa interdependencia es segmentada. Resulta difícil determinar con toda precisión, por un lado, la interdependencia entre ciencia y economía, y, por el otro, advertir simultáneamente las interdependencias de aquélla con el estado del conocimiento, el desarrollo institucional, las políticas gubernamentales, la disposición secular, la estructura de confianza y consumo, la adecuación jurídica, el sistema educativo y los incentivos sociales para el comportamiento democrático. Bajo esa condición, nadie puede sensatamente concluir que la ciencia está en interdependencia (solamente) con la economía. El carácter múltiple de las interdependencias entre sistemas hace que no sean susceptibles de ser ordenadas bajo ningún primado funcional (economía, política, ley).

Déficit de coordinación social. Precisamente debido a la manera como la sociedad compleja se articula y diferencia, se presentan considerables problemas de coordinación social como una condición estructural y no meramente residual. La diferenciación y su especificación funcional, en tanto que fortalece los códigos autorreferenciales de cada sistema y en la medida que diluye la complementariedad estructural constituye una sociedad sin un orden central. La sociedad compleja es una sociedad sin vértice y sin centro. No registra la presencia de un sistema capaz de coordinarla en todo y por todo y de manera permanente. La coordinación está segmentada y altamente contingente (como se ve en el caso de la democracia). Por lo mismo, las exigencias de coordinación aumentan drásticamente. Para decirlo de otra manera: en la sociedad compleja no hay instancia, sistema, centro o vértice que pueda cumplir una función general de coordinación, llámese Estado, sistema político o partido37. De hecho, la coordinación no constituye una función. La contingencia es, por tanto, uno de sus rasgos.

Múltiples principios de orden. El déficit de coordinación indica, en breve, que la sociedad compleja no puede ordenarse de conformidad con un solo principio o criterio de orden: sea éste político, la economía o el derecho. Ninguno de ellos, por sí mismo, está en condiciones de modular la complejidad social. Se requieren múltiples principios de orden: no solo economía, no sólo política, no sólo derecho, no sólo ciencia o técnica (Millán, 2008), sino todos los que puedan generarse sin que uno prive sobre los otros. La pluralidad de criterios de orden garantiza mayores grados de libertad y reduce la contingencia sin disminuir drásticamente la complejidad social.

La sociedad se descentra y se vuelve más heterogénea social y estructuralmente. La condición de diferenciación y complejidad descentra a la sociedad porque no puede ser sometida a un solo principio de orden o coordinada rígidamente bajo jerarquías. La variedad de principios de orden favorece que la vigencia de ordenamientos jerárquicos se merme. La jerarquía está menos adaptada al incremento de complejidad. Claramente, un ambiente así dispuesto propicia —debido a la autonomía de sistemas— enormes posibilidades de conflicto y, como dijimos, déficits de coordinación. La consecuencia del vínculo entre diferenciación y complejidad facilita la expresión activa de la diversidad social y radicaliza la heterogeneidad estructural entre los sistemas. El conflicto, en esas condiciones, recorre potencialmente al sistema social entero. La contingencia, y el conflicto mismo, se incrementan como un rasgo natural de las sociedades complejas. De un lado, sin embargo, la diferenciación es un recurso para reducir la contingencia porque incrementa la capacidad de selección de cada sistema; del otro, la articulación segmentada de la complejidad inhibe la formación de amplios planos de disenso (o consenso). El conflicto explota con más intensidad pero segmentadamente.

La posibilidad de experiencias diversas se amplía pero se agudiza el carácter inconmensurable de las mismas. La complejidad social —por la posibilidad de conexión y comunicación que supone— "se manifiesta como la variedad y discontinuidad semántica de los lenguajes, entendimientos, técnicas y valores que se utilizan en cada subsistema y sus diferenciaciones ulteriores"; se manifiesta como diferenciación de experiencias. La complejidad es propensa al pluralismo: "en lugar de una sociedad que carga con [...] principios universales e inmutables, hay una pluralidad de espacios regulados por criterios contingentes y flexibles" (Zolo, 1992:20-21). La sociedad compleja consiente un mayor politeísmo moral y político. La sociedad compleja admite una variedad de formas de organización y de preferencias en la elección de manera simultánea. De ese modo, las exigencias de coherencia funcional o social se reducen. Dicotomías como tradición-modernidad, colectivo-individual, secular-religioso, derecha-izquierda pueden convivir más flexiblemente. A nadie se le exige ser secular en todo, aunque esa opción es elegible. Del mismo modo, persisten espacios no diferenciados: comunidades, religiones, tradiciones, comportamientos políticos.

Diversificación de ámbitos de selección. Las sociedades que se complejizan conllevan una diferenciación más clara entre personas, roles y funciones. Mediante ese proceso comportan también la diversificación, el incremento de ámbitos donde es preciso ejercer elecciones, decisiones individuales o colectivas. Al diferenciarse el sistema político dentro de Estados monárquicos, por ejemplo, se presentan opciones partidarias sobre las que hay que elegir. Al reglamentarse el sistema político —con la ayuda de la diferenciación del derecho—, se puede seleccionar qué incluye como partido y qué no; quién puede ser considerado elector y quién no.

La complejidad conlleva diferenciaciones no sistémicas. Las diferenciaciones sistémicas favorecen que se dé otro tipo de diferenciaciones no sistémicas (gustos, roles, terminologías). Como aquéllas, éstas crean también mayores posibilidades de tratamiento social de determinados asuntos. Al diferenciarse familia y subjetividad, por ejemplo, se hizo posible que cierta emotividad fuese tratada como amor pasional y estuviese fincada en elecciones de orden afectivo y bajo el dominio del individuo. Al distinguirse entre corporalidad y género, se amplía el horizonte de posibilidades de lo que se puede elegir como identidad y, al mismo tiempo, se dispone de una nueva dimensión de equidad que debe ser tratada socialmente.

En último caso, el grupo de características que apretadamente he descrito nos señala una sociedad que se muestra regida por tres líneas: diferenciación (funcional y de otro tipo), sin complementariedad estructural y con déficit de coordinación y altamente contingente. Todos son elementos claves de un orden social complejo y amplían el horizonte de posibilidades de experiencia que los sistemas pueden realizar ante los entornos y que los individuos pueden efectuar en sus distintos ámbitos.

 

BREVE RECONSIDERACIÓN

La sociedad compleja, tal y como la he precisado, puede conllevar de inmediato una que otra nostalgia, sobre todo ante la idea de una sociedad ya no plenamente integrada. La noción de integración tiene entre "nosotros" —y en general en otras comunidades académicas— connotaciones altamente positivas. Se presupone que algo bien integrado genera puro consenso y carece de conflicto. En lo integrado, la diversidad no es tema. Como bien ha señalado Luhmann:

Justamente los conflictos son sistemas altamente integrados [...]. Con el concepto de integración, los sociólogos piensan en una situación agradable, armónica. Cuando todo está bien integrado, entonces se tiene asegurado el futuro, la cooperación, la paz [...]. El problema del conflicto es la integración demasiado fuerte de los elementos del sistema, que deben movilizar cada vez más recursos para lograr el enlace de sus propias operaciones [...] (2002:345).

Como hemos visto, la complejidad de la sociedad moderna no está obligada a enlazar simultáneamente todos sus elementos: lo hace de manera selectiva y segmentada. Eso es producto de una integración menos centralizada, menos rígida, que alberga, por tanto, mayor diversidad social (demandas, ideologías, religiones, técnicas, criterios, valores, estilos de vida) y más heterogeneidad estructural (funciones, principios de orden y coordinación). La ventaja de la complejidad, por así decirlo, es que no sólo da cabida a ese "desorden social", sino que modifica los términos de la relación entre conflicto y sistema. En la línea de una alta exigencia de integración de las sociedades, según premisas clásicas, la innovación social genera conflictos que son entendidos como un riesgo extraordinario para el sistema. Por contraste, en la complejidad —con el apoyo de la diferenciación— el conflicto tiene enormes posibilidades de traducirse en innovación social. La capacidad de mantener abierta la posibilidad, de ampliar los horizontes de innovación es, en efecto, la mejor ventaja que comporta el incremento de los gradientes de complejidad.

La diferenciación de la sociedad facilita, en esa línea, mantener las capacidades para reducir e incrementar simultáneamente complejidad. En ese sentido, evita y se resiste a la permanente tentación, a la nostalgia de reducir drásticamente su complejidad (por ejemplo, mediante autoritarismos), como se resiste a pensar que sólo las sociedades de escasa complejidad, bien integradas, son las que generan ámbitos de libertad y elección más amplios.

 

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Notas

1 Para un buen análisis de distintas perspectivas véase Molina (2005); también Morin (1995) y Prigogine (1983).

2 Es de reconocerse la pertinente y atinada tarea de traducción y reconstrucción teórica que ha realizado Javier Torres Nafarrete sobre el pensamiento de Luhmann.

3 Por ejemplo, para el uso del concepto de diferenciación en la gobernación véase Luis Aguilar (2006); para un análisis que en México incorpora la teoría de sistemas complejos de Luhmann en el derecho véase Fix Fierro y López Ayllon (2002); para un análisis sociopolítico del cambio en México, René Millán (2008); para una perspectiva teórica del derecho, De Giordi (1998); para la teoría democrática, Danilo Zolo (1992); para una discusión epistemológica, Pedro Sotolongo y Carlos Delgado (2002).

4 Las fatigas para encontrar —en no pocos casos— líneas inmediatas de continuidad entre cambios democráticos y calidad de la política, entre bienestar social y mejor convivencia de la diversidad cultural o étnica, entre mayor escolaridad y reducción clara de la violencia social, son sólo algunos de los ejemplos que hablan elocuentemente de promesas no cumplidas de la modernización. La relación entre modernización y eficiencia de los gobiernos también mostró dificultades. En esta línea, por ejemplo, Putnam (1994) introdujo la noción de capital social (y la cultura cívica vinculada con él) para explicar el mejor desempeño de los gobiernos locales en Italia porque —ante su evidente y generalizada democratización— la modernización no daba para analizar el desempeño diferenciado de los mismos.

5 Por ejemplo, indicar una correlación del tipo "a más integración, más modernización" resulta, al menos, complicado desde el punto de vista de la pluralidad cultural o multicultural; particularmente si la afirmación tiene un sentido cultural-normativo. Resulta menos amenazante si tiene un sentido de inclusión de derechos fincados a partir de distinciones étnicas. Entonces, la integración requeriría del ejercicio de diferencias; es decir, de planos culturales "no integrados" al ethos cultural general y estandarizado de una sociedad. Esas posibilidades de distinción deberían además ser aceptadas socialmente y garantizadas en términos jurídicos.

6 Algunos estudiosos latinoamericanos han insistido en que la diferenciación produce fragmentación social con graves efectos en la cohesión social y en la integración. En esta última línea, varios autores han considerado que hay una especie de dilema en los procesos de modernización. Nora Rabotnikof (1993: 82) sintetiza con claridad esa posición: "En América Latina estaríamos asistiendo a procesos de modernización inevitables, con fuertes rasgos excluyentes que ponen en peligro la integración normativa de la sociedad. La utopía de fundar esa integración en el mercado se ha evaporado y este fracaso se evidencia no sólo en los riesgos de desintegración social sino en una 'demanda de sentido' que crece a medida que se transforman valores y formas de vida. En esa demanda no está en juego sólo la relación entre régimen político y condiciones económicas sino la autoimagen de la sociedad. La pregunta es: ¿cómo defender algún sentido de lo colectivo frente a los procesos de atomización y diferenciación que lleva consigo la modernización y el desarrollo? Si la modernidad es entendida como renuncia a las garantías trascendentes, como afirmación de la autoproducción del orden, como ruptura con todo fundamento no creado por la acción humana, entonces, a las 'demandas de sentido', que tradicionalmente se asocian con los procesos de modernización, parecen sumarse, en el caso de América Latina, aquellas que surgen de una modernización traumática y excluyente a las que se hace frente desde una modernidad normativa o cultural insuficientemente desarrollada". El razonamiento es heurísticamente fértil, pero según mi juicio tiene un límite claro. No discute la problemática de la relación entre el sentido plural y singular de la "demanda de sentido".

7 En el pensamiento sociológico, esa relación está presente en Durkheim en su conocido análisis sobre la división del trabajo social; en Parsons, en su libro sobre las sociedades modernas (1982) y en otros ensayos teóricos (Robertson y Stanley, 1991); en Weber (1987), en su célebre escrito sobre el desarrollo del capitalismo; en el mismo Habermas, no obstante que él la traduce, en un segundo nivel de análisis, en la dicotomía integración sistémica-integración social (1986); y desde luego, en casi toda la obra de Luhmann.

8 Para un análisis, véanse Jeffrey C. Alexander y Paul Colomy (1990); Manuel Herrera Gómez y A. Jaime Castillo (2004).

9 En ciertas corrientes del marxismo, por ejemplo, significa división y competencia de clases; en otras, división del trabajo. En la versión funcionalista clásica, en una parte se orienta a la diferencia de roles y, en otra, a la de funciones. Véase Parsons (1981), en especial el capítulo V. En ciertos usos comunes de la academia se menciona como diferenciación de grupos.

10 Para un análisis de por qué la modernización de las sociedades es considerada como el cambio social de mayor envergadura, consúltese en Gallino (2000) la voz modernización.

11 Para una clara exposición de este punto, véase Habermas (1986, capítulo V, párrafo 3).

12 Apter (1965) fue de los primeros en considerar la diferenciación estructural en relación con los problemas que plantea la transformación del sistema político dada su expansión. También Huntington (1982) usa el eje diferenciación-cambio.

13 Para un análisis crítico de la relación entre desarrollo político, modernización y diferenciación, véase Pasquino (1975).

14 Véase Leonardo Morlino (1985: 63). En lo que sigue me baso en él, especialmente en el párrafo 2.2 del capítulo 2.

15 Por institucionalización se entiende, siguiendo a Huntington (1982: 23), el proceso por el cual las organizaciones y los procedimientos logran valor y estabilidad.

16 Además de la autonomía de los subsistemas, Almond y Pawell (1970) consideran importante para el desarrollo político la secularización cultural; la entienden alegremente como la formación de comportamientos racionales, analíticos y empíricos en la acción política.

17 Como ha señalado Perozzoti (2001: 23): "Más allá de las obvias diferencias, los estudios estructural-funcionalistas y neomarxistas comparten matrices funcionales similares que sobredimensionan las capacidades integrativas-adaptativas de los sistemas sociales, así como también la compatibilidad funcional de los subsistemas societales". Por lo demás, es claro que justo en este ámbito de compatibilidad (por ejemplo, entre política y economía) se coloca el problema de la justicia y la inclusión social para no pocas corrientes de pensamiento social. Lo que Perozzoti llama compatibilidad, yo lo indico como complementariedad en las funciones.

18 Para un análisis de las distintas posiciones teóricas, véase Daniel Chernilo (1999). El autor postula la posibilidad de los medios simbólicos de comunicación para sostener la integración, entendida ésta en su dimensión solidaria y sistémica.

19 Como hemos hecho con los otros autores y corrientes, retomaremos también a este autor en términos muy esquemáticos y simplificados. Sin embargo, le dedico más espacio pues constituye nuestra referencia principal en este capítulo y en la elaboración del texto, como hemos indicado. Debo advertir —desde ya— que retomo de Luhmann lo que es útil para nuestros fines.

20 Sobre la ruta que Luhmann sigue hacia la perspectiva de la comunicación, y no de la acción, así como de las similitudes entre ambos conceptos, véase Stichweh (2001).

21 Mientras la teoría, según creo, puede ser explicada con mayor facilidad mediante la distinción de esos dos términos, no me ha sido posible resolver la dificultad con el lenguaje.

22 "[...] podemos concebir la diferenciación del sistema como una reproducción, dentro de un sistema, de la diferencia entre un sistema y su entorno. La diferenciación es así entendida como una forma reflexiva y recursiva de la construcción de sistemas. Repite el mismo mecanismo, usándolo para amplificar sus propios resultados" (Luhmann, 1998: 73). Los sistemas se delimitan comunicativamente; no establecen barreras físicas, sino comunicacionales, pero además, el sistema es también una forma de observar.

23 Que un sistema sea enunciado como tal —como subsistema o sistema parcial— depende de la unidad de referencia; si se toma como referencia el sistema social, el político aparece como subsistema o sistema parcial. No obstante, si la unidad de referencia es este último, aparece entonces como sistema, y el de partidos, por ejemplo, sería un subsistema. Sólo el sistema sociedad no tiene una unidad de referencia superior. Dicho esto, usaré libremente el vocablo sistema y espero que sea comprensible en el contexto. Lo anterior se aplica también en los apartados que siguen.

24 "Un sistema en el que se forman otros sistemas se reconstruye mediante una ulterior distinción entre sistema y entorno. Visto desde el sistema parcial, el resto del sistema omnicomprensivo, ahora, es entorno. El sistema total se presenta, entonces, ante el sistema parcial como unidad de la diferencia entre sistema parcial y entorno del sistema parcial. En otras palabras, la diferenciación del sistema genera entornos internos del sistema" (Luhmann, 1993: 281).

25 Es en ese sentido que hoy ningún partido puede hablar en nombre de toda la "sociedad", aunque las tentaciones de hacerlo son todavía muy grandes para los partidos organizaciones civiles y algunas "grandes personalidades".

26 La estructura de relaciones de una específica forma de integración se distingue "[...] por el modo como se trazan los límites entre los sistemas parciales y sus entornos al interior de la sociedad. [Es] el resultado de la combinación de dos diferencias fundamentales: a) la diferencia sistema/entorno; b) la diferencia igualdad/desigualdad" (Corsi y Eposito, 1996: 59).

27 Estas formas no son consecutivas, no representan estadios que se suceden. Véanse Luhmann (1998, cap. II), y Luhmann y De Georgi (1993, cap. 4).

28 Los códigos se estructuran de manera binaria (poder-no poder, justo-injusto, verdadero-falso); facilitan esquematizaciones para el tratamiento de la información y, por ello, permiten regular la transmisión de prestaciones de los sistemas. Una prestación es lo que cada subsistema puede aportar a otros o al entorno. Cada subsistema tiene un código que puede, además, cambiar. En la medida en que los códigos son binarios, introducen una indeterminación y se requiere del programa, es decir, de reglas de decisión para su orientación.

29 Un sistema es autorreferencial en tanto produce por sí mismo los elementos que lo constituyen. Los sistemas son además autopoiéticos y realizan una clausura operacional. Aunque este concepto es más complicado, para nuestros fines basta con presentar la siguiente cita: "[...] la autopoiesis es un principio de formación del sistema que tiene el carácter de alternativa: o existen o no existen los respectivos sistemas para la economía, para el derecho, para la política [...]. Pero la pregunta sociológicamente más interesante es ésta: ¿cuánta expansión hacia dentro produce así la sociedad? Es decir, ¿cuánta monetarización, cuánto quehacer jurídico, científico, político, puede producir y soportar? ¿Cuánta expansión al mismo tiempo (o más bien, por ejemplo, sólo monetarización)?" (Luhmann, 1993: 346).

30 En este nivel se entiende la relación entre construcción de ciudadanías e integración, frecuente en el análisis de algunos estudiosos latinoamericanos o de otras latitudes. Ciertamente, el grado y forma de integración de los sistemas tiene efectos en los grados y formas de inclusión. En este sentido, consúltese Habermas (1986, cap. VIII: 1.3).

31 Así, por ejemplo, por haber sido diferenciada internamente, la unidad del sistema político "debe introducirse adicionalmente en el sistema mediante una autodescripción, con el fin de que quede a disposición como punto de referencia para el procesamiento autorreferencial de las informaciones. Esa función la cumple el concepto de Estado" (Luhmann, 1991:458).

32 "Cuando se piensa en complejidad, dos conceptos diferentes vienen a la mente. El primero se basa en la distinción entre elementos y relaciones [...]. La cantidad de relaciones posibles deviene demasiado grande respecto de la capacidad de los elementos para establecer relaciones [...], pero toda operación del sistema que establece una relación tiene que elegir una entre muchas —la complejidad impone la selección—. Un sistema complejo surge sólo por selección. Esta necesidad de selección cualifica los elementos, es decir, da cualidad a la pura cantidad" (Luhmann, 1998: 26).

33 "Con todo eso [...] se abastecen nuevas posibilidades de empalme [...] no se trata de una justicia mayor [...]. No se trata de alcanzar la unidad. Racionalidad del sistema significa someter a prueba una distinción [...] entre sistema y entorno" (Luhmann, 1996: 202).

34 "Autonomía significa que sólo desde la operación del sistema se puede determinar lo que es relevante y, sobre todo, lo que es indiferente. De ahí que el sistema no esté condicionado a responder a todo dato o evento que provenga del medio ambiente" (Luhmann, 1996: 118).

35 "La complejidad es el exceso de posibilidades [...] o sea la diferencia entre la cantidad de posibilidades potenciales y la cantidad de las mismas actualizadas. En este sentido, la complejidad significa necesidad de selección" (Zolo, 1992: 224).

36 Al hacerlo me apoyo en Danilo Zolo (1992: 17-34), pero no lo sigo paso por paso. Me apoyo también en Millán (1995,1999) y, desde luego, en Luhmann.

37 El mismo Habermas coincide con la idea de una sociedad descentrada. "Después de que el Estado se ha diferenciado como uno entre muchos sistemas funcionales [...], no puede ser considerado como la instancia central de control, en la cual la sociedad en su conjunto sintetiza su capacidad de auto-organización" (1987: 361).

 

Información sobre el autor

René Millán. Investigador de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) desde 1989. Ha realizado investigaciones en distintos temas: movimiento obrero, empresarios, sistema político y modernización social. Actualmente desarrolla un estudio sobre capital social como resultado de un proyecto financiado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt). Ha publicado un buen número de artículos en revistas arbitradas, nacionales y extranjeras. Es autor de dos libros y ha coordinado otros dos. El último de sus libros se intitula Complejidad social y nuevo orden en la sociedad mexicana. Es un estudioso de la teoría social, tema sobre el que ha impartido clases en posgrado y licenciatura. También ha impartido varios seminarios de investigación. Ha dictado un número considerable de conferencias dentro y fuera del país. Ha ocupado distintos cargos académicos. Fue director del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y coordinador de la maestría en ciencias sociales de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso). Es miembro de la Academia Mexicana de la Ciencia. Recientemente concluyó una estancia sabática en la Universidad de Cambridge, Inglaterra.

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