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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.24 Ciudad de México may./ago. 2007

 

Comentario

 

Empate, conflicto e incertidumbre

 

José Antonio Crespo

 

Centro de Investigación y Docencia Económicas, México-Distrito Federal. cres5501@hotmail.com

 

Los artículos reunidos en este número relatan, analizan y reflexionan sobre una elección presidencial, la primera después de varias décadas, celebrada bajo un gobierno distinto al Partido Revolucionario Institucional (PRI), que no logró su propósito fundamental: el consenso electoral. El consenso electoral no se refiere, como muchos llegan a creer, a que todos los electores hayan votado por el mismo candidato que, evidentemente, resultaría el ganador indiscutible. No, el consenso electoral se refiere a aquella circunstancia en la que la abrumadora mayoría de los ciudadanos acepta la idea de que quien ganó oficialmente la elección lo hizo en buena lid, que su triunfo refleja sin asomo de duda la voluntad de la mayoría ciudadana emitida en las urnas. Eso fue lo que sucedió, por ejemplo, en la elección del año 2000; sólo 43% del electorado sufragó por Vicente Fox y, sin embargo, la abrumadora mayoría (si no es que la totalidad) de los ciudadanos dio por bueno su triunfo. Nadie puso en duda que ésa era la voluntad de la mayoría ciudadana, independientemente de que se hubiera votado o no por el entonces candidato panista. Ese es uno de los propósitos esenciales de una elección democrática, que las condiciones de equidad, limpieza e imparcialidad sean tales que el veredicto oficial, que da como ganador a uno de los contendientes, sea aceptado por la totalidad de la ciudadanía, independientemente de cuál haya sido su preferencia. El consenso electoral está asociado a la certeza, uno de los ejes rectores de los comicios establecido por la Constitución. Lo anterior es justo lo que no ocurrió en 2006, y en esa medida la elección fue un fracaso. Eso, independientemente de cuál sea la creencia de cada ciudadano sobre si el veredicto oficial en realidad refleja la voluntad mayoritaria o no. El dato duro que tenemos sobre esta elección no es, como hubiera sido deseable, que uno u otro de los contendientes ganó con absoluta certeza y en buena lid. No, el dato duro con que contamos es la división de la opinión al respecto. Prácticamente todas las encuestas levantadas desde el 2 de julio, con pequeñas diferencias de algunos puntos, ubican que poco más de la mitad de los ciudadanos (entre 50 y 55%) piensa que Felipe Calderón —el ganador oficial— triunfó en buena lid, sin sombra de duda; que cerca de una tercera parte (entre 35 y 40%) cree que hubo un fraude suficiente que le arrebató el triunfo a Andrés Manuel López Obrador, quien, por tanto, debió haber quedado como presidente; finalmente, que un tercer segmento minoritario (entre 10 y 15%) considera que los datos disponibles y los hechos asociados al proceso electoral no permiten saber a ciencia cierta cuál de los dos punteros —Calderón o López Obrador— ganó, que no puede haber certidumbre ni sobre el triunfo del candidato panista ni la presunta victoria arrebatada al candidato perredista. Lo que prevalece, desde esta óptica, es la incertidumbre.

Comparto la posición de ese segmento que no se atreve a declarar ganador a ninguno de los contendientes ante la falta de elementos fehacientes que demuestren el triunfo de López Obrador y el fraude que lo robó —cuya demostración correspondía al Partido de la Revolución Democrática (PRD)— o la victoria indiscutible de Calderón —cuya demostración correspondía al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación(TEPJF). Me parece que, ante la falta de evidencia contundente en un sentido o en otro, pensar que ganó Calderón o López Obrador se convirtió en un acto de fe, no de demostración racional, y que el segmento de la incertidumbre se declara —con razón— por el "agnosticismo". Se podría pensar que quienes profesan el triunfo de Calderón son aquellos que sufragaron por él, en tanto que quienes creen que hubo un fraude en contra de López Obrador para arrebatarle su clara victoria, son aquellos que votaron por el perredista. Esa es la tendencia, evidentemente. Sin embargo, la incertidumbre y la falta de pruebas fehacientes en un sentido o en otro es tal, que hay segmentos del electorado que, habiendo votado por alguno de los dos punteros, cree en la victoria del otro, o que no aciertan a declarar a ninguno como legítimo ganador. Eso mismo lo muestra una encuesta nacional encargada por el Instituto Federal Electoral (IFE), en la que se revela que, si bien 12% de votantes obradoristas acepta el triunfo indiscutible de Calderón, hay también 29% de calderonistas que creen que López Obrador sufrió un fraude, y 44% (casi la mitad) de quienes se declaran agnósticos votaron igualmente por el candidato panista (véase gráfica 1, p. 182).

Este lamentable desenlace (la falta del consenso electoral) es producto de dos fenómenos paralelos que coincidieron, y que cada uno, por sí mismo, es posible en comicios competidos y competitivos: 1) un nivel determinado, incluso no muy elevado, de errores humanos, irregularidades deliberadas, anomalías de conteo y captación del voto, inequidades en favor del partido del gobierno, injerencias indebidas de terceros, y 2) un resultado sumamente cerrado entre el primero y segundo lugares. Lo primero —un cierto nivel de anomalías e irregularidades— es prácticamente imposible de evitar aún en las democracias más antiguas y desarrolladas. Nunca es completamente superada la tentación de los contendientes o sus partidarios de inclinar la balanza a su favor aun incurriendo en actos ilícitos. Las democracias electorales consolidadas no se distinguen de las más incipientes o simuladas en que no haya ninguna irregularidad, errores o inequidades, sino en que éstas suelen ser de baja intensidad. Difícilmente se puede concebir una elección absolutamente impecable, lo cual no suele generar problemas electorales siempre y cuando la diferencia entre los contendientes sea holgada, pues en tal caso, los errores, las anomalías e inequidades no afectan el resultado; esto es, no son determinantes en la conformación del veredicto oficial. O bien cuando la conformación del gobierno no se determina a partir de una mayoría de votos a favor de un partido, sino a partir de coaliciones mayoritarias en el Congreso (como es la norma en los sistemas parlamentarios), pues en tal caso, un partido con una mayoría de votos (amplia o exigua, pero no absoluta) no necesariamente formará gobierno; podría hacerlo el conjunto de partidos minoritarios que, juntos, pueden conformar una mayoría legislativa capaz de formar gobierno (como sucedió en Suecia en 1976, o en Japón en 1993).

Por otro lado, una elección sumamente cerrada entre los dos contendientes punteros (en la que, además, la mayoría relativa del voto es determinante para formar gobierno, como sucede en los sistemas presidenciales) podría no dar lugar a dudas sobre la autenticidad del veredicto oficial en caso de ser absolutamente pulcras, impecables, lo cual es, como se dijo, algo prácticamente imposible de lograr. Pero se puede recurrir a mecanismos y procedimientos de revisión exhaustiva—como un recuento total de los votos— para despejar dudas e imprimir mayor certidumbre al resultado (como sucedió recientemente en Alemania o Italia). En otras palabras, si bien cuando hay un resultado estrecho se apela al apotegma de que "en una democracia se pierde o se gana por un solo voto", habría que agregar el corolario de que, por lo mismo, "basta un voto irregular o sospechoso para poner en duda el veredicto oficial". Es decir, mientras más estrecha sea la diferencia entre el primero y el segundo lugar, más limpia debe ser la elección para que sea aceptada por todos, pues en tal caso bastaría un pequeño margen de irregularidades, errores o anomalías para modificar el veredicto final. Y en ello radica justo la dificultad, si se parte de que en toda elección (en todo país, en todo momento histórico) se registran algunas anomalías, errores, inequidades que, en tal caso, pueden convertirse en determinantes y, en esa medida, arrojar dudas sobre la fidelidad del veredicto oficial. En el extremo, si se gana por un voto, sólo dos votos manipulados cambiarían el resultado. En efecto, dicha eventualidad tendría que llegar tarde o temprano, desde que en México se entró de lleno en la competitividad electoral. En algún momento se caería en un "empate virtual" que probablemente nos llevaría a una situación de impugnación, dudas, descalificaciones, incertidumbre y conflicto poselectoral. De hecho, eso había ocurrido ya en numerosos comicios para gobernador, aun antes del año 2000 (véase Crespo, 1999). Muchos lo vieron pero pocos lo previnieron. Por ejemplo, el escritor Carlos Fuentes había dicho en 1999: "Vistas las cosas a principios de 1999, es muy probable que la elección presidencial del año 2000 arroje un resultado de empate práctico [...]. En todo caso, estamos ante una posibilidad de ingobernabilidad que más vale prever desde ahora"1.

La tendencia histórica apuntaba a que la distancia entre el primero y segundo lugar se cerraba indefectiblemente, por lo cual cabía esperar que, en algún momento, sería tan cerrada que nos llevaría al terreno de la incertidumbre dado el margen inevitable de anomalías y errores que contiene toda elección democrática (véase gráfica 2).

Tomando en cuenta lo anterior, en el caso de la elección de 2006 decir que Felipe Calderón ganó sin asomo de duda, pese a haberlo hecho con una diferencia de 0.6% del voto total, es afirmar implícitamente que las elecciones mexicanas son las más pulcras e imparciales organizadas en el mundo. Aunque mucho hemos avanzado en este terreno, esto es un tanto exagerado de aseverar. Lo mismo puede decirse en el corte transversal de los comicios; se ha calculado, con razón, que el nivel de anomalías e inconsistencias en 2006 no fue muy distinto al de los comicios federales intermedios de 2003, e incluso al presidencial de 2000. Además, la magnitud promedio de esos errores no fue muy elevada: 1.26% de votos por casilla en 2000, y 1.35% en 2006 (cfr. Aparicio, 2006). Entonces, ¿por qué el problema en la elección de 2006 y no en la de 2000? Por el resultado sumamente estrecho en la de 2006, y el relativamente holgado en la de 2000. Para ejemplificar: si se asume, por decir, un nivel de errores y anomalías no muy alto (de 1%), una diferencia de 6%, como la que dio el triunfo a Fox, hará que aquellas irregularidades sean irrelevantes. Pero ante el mismo margen, una diferencia de 0.6% puede hacer determinantes esas (relativamente) pequeñas irregularidades, situación que fue vislumbrada en 2005, con razón, por el presidente del IFE, Luis Carlos Ugalde:

Es probable que la competencia del próximo año sea cerrada. De ahí que sea indispensable renovar el acuerdo con el resultado de las urnas, aun si éste es muy apretado. En 2000 la diferencia entre el ganador de la presidencia y su más cercano contrincante fue de más de seis puntos, pero si la diferencia hubiera sido de menos de un punto, ¿habría sido igual la aceptación del resultado? (Ugalde, 2005).

Así es. Y lo mismo puede decirse sobre por qué un partido (en este caso, el PRD) puede justificadamente impugnar una elección determinada (la presidencial) y no hacerlo con otras concurrentes (como las legislativas) realizadas en el mismo proceso electoral, bajo la misma autoridad electoral (el IFE) y bajo el mismo marco normativo. Se ha resaltado como incongruente u oportunista la descalificación de una elección en particular y su resultado (la presidencial) y no hacerlo respecto a las concurrentes (para diputados y senadores). Pero en estricto sentido, la impugnación en el caso de una y no en las demás respondería a la diferencia entre el primero y segundo lugar, que evidentemente puede y suele ser distinta en los distintos comicios. En la presidencial, esa diferencia fue de 0.6%, mientras que en las 300 de diputado por principio de mayoría relativa, sólo en 14 (es decir, 4.5% del total de esos comicios) esa diferencia fue de 1% o menos. De esos distritos muy competidos, sólo en seis queda el PRD como perdedor en segundo sitio (es decir, en una situación similar a la de la elección presidencial), en cuyo caso sería congruente que se pusiera en duda el resultado. Pero eso ocurrió sólo en 2% del total de los comicios para diputados de mayoría relativa.

Y justo debido a un resultado apretado en la elección presidencial es que el candidato perdedor tiene más elementos para impugnar el resultado oficial que si la diferencia hubiera sido holgada, llevando a cabo una protesta más verosímil ante sus seguidores (o ante la mayoría de ellos, e incluso ante otros ciudadanos que no lo eran, según se vio). En tales circunstancias, casi cualquier margen de error humano, irregularidad dolosa, injerencia indebida, manipulación electoral de programas sociales, parcialidad por parte de las autoridades a favor de un candidato pueden ser, juntas o por separado, determinantes en el veredicto oficial. La natural proclividad a desconocer un resultado desfavorable se incrementa en tales circunstancias, a lo cual hay que agregar el carácter incipiente de la democracia electoral mexicana, que sólo había experimentado un buen precedente en 2000, en cuyo caso esa proclividad a cuestionar e incluso desconocer un veredicto desfavorable es mayor en democracias incipientes que en las consolidadas (cfr. Anderson et al., 2005: cap. VI). Hacía falta más, antes de experimentar un resultado estrecho, pero eso depende del azar (pues los electores no pueden ponerse de acuerdo en dar el triunfo a un candidato con un amplio margen de diferencia).

Pero al registrarse el resultado cerrado, cada elemento de inequidad, cada comportamiento ilícito por parte de los adversarios, cada injerencia indebida del gobierno, cada acto de parcialidad real o aparente de las autoridades electorales, pueden contar en la percepción de los perdedores como explicación de ese resultado. Alberto Aziz, en su artículo respectivo, hace un recuento de los elementos con los que puede contar el PRD como evidencias de una contienda ganada en mala lid, que parte de la conformación de la autoridad electoral —el IFE— en octubre de 2003, con exclusión de quien, al final, resultó perdedor en segundo lugar (arrojando desde entonces una sospecha razonable sobre la posible parcialidad de los consejeros electorales de esa institución, cercanos tanto al PRI como al Partido Acción Nacional, PAN); de la utilización política del aparato del Estado por parte del presidente Fox para detener el avance de López Obrador, tanto en el asunto de los "video-escándalos" de corrupción en el gobierno capitalino en 2004 y, sobre todo, del episodio del desafuero del precandidato perredista, con mayor intención de voto entonces, en 2005, con clara parcialidad y doble vara por parte de la procuración de justicia federal a partir de un asunto nimio (en medio de la impunidad de casos mucho más graves, pero dejados de lado por esa misma justicia federal).

Es cierto que un balance equilibrado tendría que dar cuenta de los errores cometidos por López Obrador durante su campaña —como también lo sugiere Aziz—, pues todavía en marzo el candidato del PRD gozaba de una ventaja de más o menos diez puntos sobre su más cercano seguidor. Esta ventaja se tradujo en un arma de doble filo, pues López Obrador pecó de exceso de confianza —que fácilmente se transforma en soberbia— y bajó la guardia más con autocomplacencia que con prudencia. Entrar de lleno y de manera descuidada en el debate con el presidente Fox, no asistir al primero de dos debates presidenciales (y desechar la posibilidad de al menos aparecer en el posdebate en condiciones de privilegio sobre sus adversarios), insistir en priorizar la campaña territorial sobre la mediática (así fuera por cuestión de principios), el retraso y la poca habilidad para responder a la campaña de desprestigio lanzada por el PAN, son errores que gradual, pero claramente, menguaron la ventaja de López Obrador sobre Calderón (cfr. Camacho y Almazán, 2006).

El candidato perredista repitió varios de los errores de Cuauhtémoc Cárdenas en la campaña de 1994, olvidando algunos de los principios fundamentales de toda elección democrática (cfr. Aguilar Zínzer, 1995:1) el grueso del electorado, en condiciones normales, se halla en el centro del espectro ideológico y no en sus extremos; 2) si el voto duro no es suficiente, es indispensable cultivar y cuidar el voto moderado, el de los independientes (que en el caso de López Obrador estaba mayoritariamente con él y conformaba cerca de 60% de su electorado potencial), sin olvidar que el voto moderado es altamente volátil pues tiene siempre otras opciones y es muy reticente a discursos y programas radicales y estridentes; 3) el voto duro, en cambio, es poco volátil pues no tiene muchas opciones; 4) en cuyo caso más vale correrse hacia el centro ideológico, donde están los votantes, y mantenerse ahí, pues si bien eso puede generar molestias en el electorado duro, más radical y combativo, difícilmente se perderá mucho de ese voto (o en todo caso, el saldo entre votos duros perdidos y votos moderados ganados o preservados será positivo). López Obrador descuidó o despreció la gran cantidad de votantes independientes que para marzo aún tenían intención de sufragar por él, prefiriendo dar gusto a los excesos de su electorado duro, el que asiste a los mítines de campaña y celebra el radicalismo y el discurso estridente. Con lo cual abrió un flanco para que sus adversarios golpearan por medio de una intensa campaña negativa, minando significativamente su electorado moderado. Para cuando López Obrador reaccionó, ya no pudo recuperar el terreno perdido.

De cualquier manera, lo antes dicho no explica la derrota de López Obrador, sino sólo la pérdida de la enorme ventaja que mantenía hasta pocos meses antes de que se realizaran las votaciones, momento en que todas las encuestas mostraban un "empate técnico" entre López Obrador y Calderón, lo que significaba que cualquiera de los dos podría ganar, aunque seguramente por un margen estrecho. Era entonces claro que las irregularidades cometidas por cualquiera de los bandos podrían inclinar ilícitamente la balanza y, por tanto, la probabilidad de que se diera una fuerte impugnación y un conflicto poselectoral por parte de quien quiera que fuera el perdedor era muy probable (cfr. Crespo, 2006). En el caso de que López Obrador fuera el perdedor —como sucedió—, entonces el alegato del PRD para impugnar la elección se alimentaría de una buena cantidad de agravios palpables por parte de sus adversarios, como son: a) su exclusión en la conformación del IFE, cuyos consejeros en su mayoría resultaron ser propuestas de quienes finalmente formaron la dupla ganadora: Elba Esther Gordillo y Felipe Calderón; b) la persecución política de López Obrador desde el gobierno federal, tanto en el asunto de los "video-escándalos" como en el del "desafuero", que fue visto por una mayoría de 72% más como una maquinación política que como la estricta y desinteresada aplicación de la ley (El Universal, 21 de abril de 2005); c) la injerencia del presidente Fox a favor del candidato panista y, más claramente, en contra de López Obrador, que se percibió como la continuación del desafuero por otros medios (según lo reconoció el propio Fox meses más tarde: " [El desafuero] Fue una decisión difícil. Y perdí. Entonces me retiré. Pagué el costo político, pero 18 meses más tarde me desquité cuando ganó mi candidato"2); d) el uso electoral de los programas sociales a favor de Calderón, lo que arroja el interesante dato de que, si bien en los cien municipios con mayor marginación el PRI ganó 40% del voto, el PRD consiguió el segundo sitio con 37% y el PAN sólo 15%, y que en los cien municipios con menor ingreso, el PRI ganó igualmente con 43%, el PRD le siguió con 30% y el PAN captó sólo 19%, en los cien municipios más favorecidos por el programa Oportunidades el PAN logró 39% del voto, seguido por el PRD, con 31%, y el PRI al final, con 23%, lo que refleja cómo en municipios marginales un programa social puede invertir radicalmente los resultados a favor del partido promotor (cfr., Tello Díaz, 2007: 84); e) hubo una clara injerencia en la campaña electoral de terceros actores, como el Consejo Coordinador Empresarial, por medio de mensajes mediáticos a favor de Calderón, con lo cual se violó la ley electoral.

A partir de estos elementos, el PRD se lanzó a la movilización, pidiendo la revisión de "voto por voto y casilla por casilla", petición que, dadas las condiciones en que se realizó la elección y en virtud de lo estrecho del resultado, no era en absoluto descabellada. Las facetas, los argumentos y un posible saldo del conflicto poselectoral es abordado en este número por Sergio Tamayo, quien concluye que dicha protesta se adaptó y cambió a partir de la dinámica de sus protagonistas y de las circunstancias. Un saldo de dicha movilización fue el alejamiento de algunos sectores moderados que votaron por López Obrador, tanto por desconocer el fallo del TEPJF (y aceptar el nombramiento de "presidente legítimo", algo que constituye parte del arreglo democrático y es obligado por la Constitución), como por la afectación del tránsito capitalino al ocupar la avenida Reforma (movilización que muchos defienden, por otra parte, en términos de canalizar por vías no violentas el enojo de los seguidores más radicales de López Obrador, así como un factor que elevó el costo político del posible atropello electoral a sus perpetradores).

Por otro lado, como parte de la evaluación del proceso electoral y su baja calidad, está el cómputo de los votos por parte del IFE y la posterior calificación por el TEPJF. En ambos casos hubo deficiencias, errores, contradicciones, omisiones y, en general, un comportamiento que, al menos, puede fácilmente aparecer como parcial a favor del PAN. Esto es abordado en el artículo de Rafael Loyola. En cuanto a la participación del IFE, no sólo fue un error no haber diferenciado en el Programa Preliminar de Resultados Electorales (PREP) las casillas recibidas de las contabilizadas (sin distinguir las once mil que, por tener inconsistencias, eran rechazadas por ese programa preliminar). Si bien es cierto que el PRD conocía el acuerdo para no incluir en el PREP las casillas con ciertas inconsistencias (aprobado por todos los partidos), y que había visitado vía Internet ese archivo, y reconociendo que en ello actuó con alevosía, el compromiso del IFE no sólo era para con los partidos, sino con los ciudadanos que, con todo derecho, querían conocer el destino de su voto y el resultado final. Suponiendo que en ello no hubo mala fe por parte del IFE, sí hubo al menos una gran torpeza que alimentó las sospechas en esos momentos tan delicados.

Menos disculpable es la postura del IFE durante su conteo oficial del 5 de julio, cuando por ley tenía que haber recontado aquellos paquetes cuyas actas registraban anomalías aritméticas, es decir, alguna diferencia entre la columna de ciudadanos registrados, las boletas encontradas en las urnas y la suma total de votos a los partidos y los anulados (o emitidos por candidatos no registrados). Cerca de la mitad de las actas registraba alguna anomalía de ese tipo, por lo que, por ley, tenían que haber sido recontadas por el IFE el 5 de julio. La posición del PRD era, evidentemente, la de abrir todos esos paquetes —o los más que fuera posible— para corroborar su contenido con lo registrado en las actas, o pulir sus inconsistencias. La posición del PAN fue, en cambio, abrir el menor número de paquetes posible. Los consejos distritales del IFE, cuya responsabilidad era realizar el conteo en cada uno de los 300 distritos legislativos, optaron por la vía de abrir sólo unos cuantos paquetes (5%) de los que por ley era menester revisar, según lo dictaminó más tarde el TEPJF en su primera sentencia sobre la elección presidencial, emitida el 5 de agosto de 2006. El Tribunal aclaró entonces que, de acuerdo con el artículo 247-c del Cofipe, bastaba con que se regístrara cualquier inconsistencia aritmética en el acta entre ciudadanos registrados, boletas encontradas en la urna o la suma total de votos, "para que el consejo distrital correspondiente esté obligado, de oficio, a realizar de nueva cuenta el escrutinio y cómputo" de los paquetes respectivos. Y abundó:

Lo anterior se sostiene si se toma en cuenta que la realización de un nuevo escrutinio y cómputo tiene como finalidad garantizar que los datos utilizados para la realización de los cómputos guarden una correspondencia con los votos realmente emitidos por los ciudadanos el día de la jornada electoral, finalidad que sólo se alcanza si se realiza el recuento ante la existencia de errores evidentes en las actas, pues en cualquier hipótesis se trata de atender los mecanismos que están encaminados a garantizar la certeza de los resultados, esto es, su coincidencia con la votación emitida por los ciudadanos en la casilla.

Parte de la suspicacia de los obradoristas en este proceso se generó al abrirse un porcentaje bajísimo (5%) de los paquetes que por ley debieron haberse recontado, postura favorable al PAN, para lo cual no había justificación alguna, cuando incluso en varios distritos se abrieron muy pocos paquetes o ninguno, pese a que varias actas registraban una inconsistencia no de uno o dos votos, sino de cifras cercanas o aun superiores a cien. Así, en 107 de los 300 distritos sólo se abrieron tres o menos paquetes, y de ellos, en 22 no se abrió un solo paquete. Amén de ello, el Consejo General del IFE envió a los consejos distritales un comunicado donde advertía del riesgo de abrir paquetes en exceso, pues existía el precedente en Tabasco de anulación de la elección a gobernador (de 2000) porque la autoridad electoral había abierto cierto número de paquetes sin que hubiera justificación legal para ello. En el caso que nos ocupa, una lectura clara de la ley —que debió haber hecho el Consejo General— arrojaría la conclusión de que no había ese peligro, toda vez que, como se dijo, la ley establecía que el recuento era no sólo posible sino obligado en el caso de que las actas correspondientes mostraran cualquier inconsistencia aritmética. El resultado del comunicado sobre el caso de Tabasco enviado por el Consejo General del IFE fue utilizado por los representantes del PAN para inhibir la apertura de los paquetes conforme a lo establecido por la ley y, peor aun, en algunos casos contaron con la ayuda de los vocales ejecutivos del IFE en varios distritos, también para reducir el número de paquetes abiertos y recontados. Esto generó en los obradoristas y otros ciudadanos la impresión de que la estructura del IFE se sumaba a la causa calderonista de impedir la apertura de tantos paquetes como fuera posible, contraviniendo lo estipulado por la ley.

Jorge Alonso, en su artículo sobre los comicios presidenciales y estatales en Jalisco, reporta un ejemplo de esta conducta sospechosa de un vocal ejecutivo del IFE, en el distrito II de la entidad (federal), correspondiente a Lagos de Moreno. Este funcionario reportó que en su distrito se habían encontrado 166 actas con una inconsistencia de un solo voto, lo que, por tanto, no afectaría el resultado final de cada casilla (cosa que puede ser criterio de anulación por parte del TEPJF, pero no es un criterio para abrir o no abrir el paquete electoral, según sentenció el propio Tribunal). Pero aun en ese caso, en dicho distrito se quedaron sin abrir paquetes cuyas actas reportaban una inconsistencia algo mayor que un voto, según puede apreciarse en el cuadro 1.

El vocal ejecutivo no explicó en sus declaraciones la razón por la que no se habían revisado paquetes cuya magnitud de error aritmético sí era considerable. En cambio, dio también una posible explicación acerca de las boletas faltantes o sobrantes en algunas casillas (función que, de nuevo, correspondía al Tribunal y no a los consejos distritales ni a funcionarios del IFE). Dijo, según reporta Alonso, que dicha anomalía se explicaba en "el hecho de que en algunos casos los ciudadanos se llevaron su boleta o la depositaron en otra urna", de modo que "mientras en unas casillas sobran boletas en otras faltan; es el caso de casillas básicas con respecto a sus contiguas o viceversa"3. En efecto, tal confusión puede existir, en cuyo caso las boletas faltantes o sobrantes pueden encontrar su explicación (con lo cual, la anomalía detectada, dolosa o no, desaparece), razón de más para abrir y recontar aquellas casillas cuyas actas reportaban boletas faltantes o sobrantes (al menos en cantidad importante) y sus contiguas, y así verificar si, en efecto, se daba la premisa del intercambio por confusión. Al revisar las actas de ese distrito pudo detectarse que sólo en un caso hubo tal correspondencia perfecta entre votos sobrantes en una casilla que faltaban y encontrados en su contigua (la 2068 básica y su contigua núm. 3). En muchas otras, si bien se registran boletas faltantes y en su contigua sobran, no lo hacen en la misma proporción, por lo cual las boletas restantes no aceptan una explicación satisfactoria. Un ejemplo de ello es la casilla 1708 básica, donde faltan seis boletas, en tanto que en su contigua núm. 3 sobran dos. En tal caso quedan cuatro boletas faltantes sin su respectivo respaldo. Y también hay muchos casos donde las boletas faltantes o sobrantes sólo se registran en una casilla, pero no en su básica o contigua, según el caso, o bien en dos o más casillas correlacionadas la inconsistencia es la misma; en todas faltan o sobran boletas, en cuyo caso, lejos de neutralizar la anomalía, la incrementa.

Al hacer la revisión completa en el distrito II de Jalisco y restar las boletas faltantes o sobrantes que encuentran algún respaldo en su básica o contigua, queda un total de 447 boletas sobrantes sin respaldo, por un lado, y 2 892 boletas faltantes sin respaldo, por el otro. ¿Es mucho o es poco, como para considerarlas irrelevantes en el resultado final? Si sólo se considerara el resultado de ese distrito, podría decirse que la suma de boletas sobrantes y faltantes sin respaldo (3 339) representa 2.5%, que además no es determinante en el resultado en esa circunscripción donde Calderón ganó por una diferencia porcentual de 24 puntos; además, el segundo lugar ahí no fue López Obrador, sino Roberto Madrazo. Pero el ganador de la contienda presidencial no surge de un conteo por distritos, sino por la suma de votos emitidos y contabilizados en todos los distritos (es decir, en una sola circunscripción nacional), por lo cual esos 3 339 votos sin respaldo del distrito II de Jalisco fueron a dar a la suma total de votos. Si se hiciera una proyección hipotética donde ese mismo número de votos sin respaldo se hubiera registrado en los 300 distritos, estaríamos hablando de una suma de aproximadamente un millón de votos, lo que cuadruplica la diferencia de los poco más de 233 mil votos con los que Calderón ganó oficialmente sobre López Obrador. En este caso, de acuerdo con lo establecido por el Tribunal, cuando el número de boletas de más o de menos sobrepasa la diferencia de votos entre el primero y segundo lugar, en realidad no se sabría quién habría ganado, pues es imposible atribuir esos votos sobrantes o faltantes a ningún candidato. Esa es justo una de las causales y razones para anular casillas, cuando hay boletas de más o de menos sin justificación satisfactoria (o respaldo en sus contiguas) que superan la distancia entre el primero y segundo lugar (llamado criterio de determinancia). Eso, independientemente de que las inconsistencias sean consecuencia de error humano o de dolo, según lo estipula también la ley. Desde luego, no es posible asegurar que el número de boletas faltantes y sobrantes registradas en las actas del distrito II de Jalisco sea el mismo en todos los distritos federales como aquí hemos supuesto (de hecho, no ocurre así), pero su proyección hipotética da una idea de la relevancia que un número aparentemente pequeño de esas boletas sin respaldo (2.5 %), que incluso puede no ser determinante en su respectivo distrito, sí podría serlo a nivel nacional, contrariamente a lo señalado por el Tribunal en su dictamen de calificación. Este ejercicio también permite ver que las declaraciones del vocal ejecutivo del distrito jaliscience en cuestión pueden fácilmente tomarse como una postura favorable a los intereses del PAN, y no como una actitud imparcial.

El artículo elaborado por Calvillo y Loyola profundiza sobre las contradicciones y omisiones del fallo del TEPJF, ya que este organismo no fue exhaustivo en las diligencias que permitieran transparentar tanto como fuera posible el resultado, como pudo haber sido ordenar el recuento de las casillas; si no de todas, al menos sí de aquellas cuyas actas presentaban inconsistencias aritméticas. Si, como se señaló, el Tribunal reprendió al IFE por no haber recontado la totalidad de esos 71 357 paquetes con anomalías registradas, le pudo haber ordenado la reposición del proceso, o bien haberlo llevado a cabo él mismo (en lugar de limitarse a realizar el recuento de cerca de 11 mil casillas a partir de las quejas de inconformidad de los partidos, pero que no constituían una muestra representativa pese a constituir 15% de los paquetes con anomalías registradas en las actas). Era una forma de reponer la ley e imprimir un grado mayor de certidumbre. Esa posibilidad (e incluso necesidad) quedaba plasmada en una tesis de jurisprudencia del propio Tribunal (1997) en la cual se lee:

Cuando de las constancias que obren en autos no sea posible conocer los valores de los datos faltantes o controvertidos es conveniente acudir [...] a las fuentes originales de donde se obtuvieron las cifras correspondientes, con la finalidad de que la impartición de justicia electoral tome en cuenta los mayores elementos para conocer la verdad material, ya que, como órgano jurisdiccional garante de los principios de constitucionalidad y legalidad, ante el cuestionamiento de irregularidades derivadas de la omisión de asentamiento de un dato o de la discrepancia entre los valores de diversos apartados, debe determinarse indubitablemente si existen o no las irregularidades invocadas (TEPJE, 2005: 115).

Ello suponía, en este caso, reponer el proceso de recuento que descuidó el IFE. Pero el Tribunal no consideró su propia jurisprudencia. Por otro lado, en relación con las boletas faltantes o sobrantes, en su sentencia de calificación de la elección, el Tribunal recurrió al argumento de que las boletas sobrantes podían responder a una equivocación del ciudadano que la emitía en una casilla contigua; y en el de las boletas faltantes, que el ciudadano pudo haberla llevado a su casa. En cambio, en su sentencia de calificación recurrió a ese argumento como plena justificación a las boletas faltantes, restándole importancia. Al respecto señaló el Tribunal: "No menos cierto es que conforme a las reglas de la experiencia, no todos los sufragantes lo hacen así, aunado al hecho de que la ley no establece algún método tendente a impedir que los ciudadanos mantengan consigo tales boletas marcadas, cuando decidan no depositarlas en la urna".

Quizá las reglas de la experiencia señalen eso y la ley podrá no prever la forma de evitar la sustracción de boletas, pero ello no impide que dicha práctica sea delictiva, según señala el artículo 403-x del Código Penal Federal al imponer una penalización económica y de cárcel a quien "introduzca o sustraiga en las urnas ilícitamente una o más boletas electorales, o se apodere o destruya o altere boletas". Aunque difícilmente se pueda detectar y penalizar esta anomalía, de cualquier forma cae en la categoría de un acto ilícito pues, según la cantidad de boletas introducidas o sustraídas de la casilla, podría representar un fuerte elemento de incertidumbre en la casilla en cuestión, o en la elección en general. Dice también la sentencia que no hay elementos para considerar que tal sustracción haya sido dolosa. Esto es posible, pero no obsta para que dichas boletas sean dejadas de lado en la evaluación general, pues para que constituyan un criterio de determinancia, según el artículo 75-(f y k) de la Ley General de Sistemas de Medios de Impugnación en Materia Electoral, es irrelevante que haya habido o no una conducta dolosa. El Tribunal no especificó en su sentencia final la cantidad de esas boletas faltantes, como no lo hizo tampoco con las sobrantes, señalando que "del examen del universo de casillas antes precisado, las diferencias [inconsistencias] que arrojaron fueron mínimas [por lo cual] tampoco se advierten elementos que lleven a concluir que esta situación haya ocurrido de una manera generalizada, como para considerar que pudiera constituir un factor susceptible de alterar los resultados de la elección".

Sin embargo, había un indicio importante de que las boletas faltantes o sobrantes podrían ser suficientemente numerosas como para "constituir un factor susceptible de alterar los resultados de la elección". En las actas captadas por el PREP se registran 818 364 boletas sobrantes y 1 821 580 faltantes, varias veces más la diferencia de votos con la que ganó oficialmente Calderón. En todo caso, especificar el número de boletas de más o de menos habría dado mayor transparencia al veredicto final (a menos que el número de boletas faltantes y sobrantes, contrariamente a lo afirmado por el Tribunal, fuese superior a 0.6 % de los votos con que ganó Calderón, pues en tal caso se estaría claramente en el ámbito de la incertidumbre, en el cual, de acuerdo con el propio Tribunal, sería imposible saber qué candidato habría ganado). En todo caso, la argumentación sobre las boletas extraídas sin dolo por los ciudadanos no fue utilizado por el Tribunal en su primera sentencia de la elección presidencial, en la que sí señalaba que las boletas sobrantes o faltantes que no encontraran explicación (su respaldo en las casillas contiguas) constituían una irregularidad, por lo que procedía su contabilización para anular aquellas casillas revisadas en donde el número de boletas faltantes o sobrantes conformaran el criterio de determinancia, en cuyo caso se anuló la casilla en cuestión. En otras palabras, los criterios vertidos por el Tribunal en su primera sentencia y aplicados en la revisión de las casillas que ordenó recontar, fueron dramáticamente cambiados en la sentencia de calificación final, otra grave incongruencia que, lejos de inyectar certeza en el veredicto, produce dudas y suspicacia.

También fue omiso el Tribunal al no solicitar una investigación especializada para determinar el probable impacto de la campaña presidencial, ya que la consideró una imprudencia que puso en riesgo la validez de la elección, para evaluar con instrumentos más precisos si dicha injerencia presidencial fue o no determinante en el resultado final. ¿Por qué el Tribunal no tomó tales diligencias? Se habló de partidismo de los magistrados, incluso de haber sido cómplices de un soborno para validar la elección sin allegarse más elementos de evaluación. No hay ninguna prueba en ese sentido. Esto abre la posibilidad a otra tesis de corte político: los magistrados (o la mayoría de ellos) pudieron haber hecho una evaluación política sobre el impacto de anular la elección, de modo que el Congreso tuviera que nombrar un presidente interino, lo que, a su vez, convocaría a una elección extraordinaria. De haber considerado los magistrados que ese escenario pondría en riesgo la estabilidad política del país (pese a estar contemplado por la Constitución), pudieron haber ajustado su dictamen a un propósito decidido previamente (validar la elección y, por tanto, el triunfo de Calderón). En tal caso, ordenar nuevas diligencias que eventualmente hubieran podido aportar datos a favor de la anulación hubiera sido irracional para el objetivo de validar la misma. Por ejemplo, un estudio especializado sobre el impacto de la campaña presidencial pudo haber arrojado (es hipótesis) un margen de entre 1 y 1.5% de votos favorables a Calderón. De ser así, los magistrados se hubieran visto obligados a anular la elección por estar el margen de ventaja de Calderón por debajo de ese margen. O bien, de haber ordenado la revisión de una cantidad mayor de casillas (o de todas), quizá se hubieran encontrado anomalías e inconsistencias en un grado tal que también hubiera sido obligado determinar la invalidez de la elección.

De hecho, esa fue la razón de Calderón para no externar su aprobación por el reconteo de "voto por voto y casilla por casilla", como lo solicitaba el PRD. Calderón consideró que el recuento daría mayor transparencia y, por tanto, credibilidad a su triunfo, del cual en principio no dudaba. Las encuestas de aquellos días sugerían que un amplio segmento de la ciudadanía (más numeroso que los votantes de López Obrador) veía conveniente que Calderón aceptara el recuento (72%, de acuerdo con la firma Parametria)4. Así lo planteó el panista a su equipo cercano el 10 de julio, pero éste lo convenció de que una revisión completa podría arrojar anomalías tales que podrían empañar el proceso completo, en cuyo caso el Tribunal se vería obligado a anular la elección. Así lo explicó uno de los cercanos del candidato panista:

Lo único que podría darle argumentos al Tribunal de donde agarrarse para anular la elección era precisamente la apertura [de los paquetes], porque con ésta iba a haber errores, iba a haber inconsistencias, iba a haber incluso algunas casillas seguramente donde con dolo se hizo trampa, a favor de uno o de otro [candidatos], donde no cuidaron los demás y alguien se pasó de listo5.

El propio Calderón señala que, en efecto, ese riesgo existía y optó por asegurar su triunfo aun a costa de mayor transparencia y credibilidad: "Era un momento en que tuvimos que escoger las prioridades y la prioridad era defender el caso jurídicamente [...] finalmente tienes que optar por la estrategia que te permita ganar el juicio. Y eso fue lo que hicimos"6. No es descabellado suponer que una lógica parecida prevaleció en la mente de los magistrados electorales (o en la mayoría), aunque no pensando en la defensa per se de la victoria de Calderón, sino en las consecuencias y riesgos políticos de anular la elección. Entonces, lo racional era no allegarse de información comprometedora que podría orillarlos a tomar una decisión que habían previamente desechado: la anulación. De ahí, quizá, la falta de exhaustividad en la calificación hecha por el TEPJF, que se tradujo no en la certeza que exige la Constitución como principio rector de las elecciones, sino en suspicacia e incertidumbre. Tampoco puede descartarse que el temor a encontrar en los paquetes electorales demasiado desorden e inconsistencias como para confirmar el veredicto oficial haya llevado al IFE a negar la solicitud hecha por ciudadanos y medios de hacer un recuento de los votos contenidos en esos paquetes, aunque con propósitos de mera reconstrucción histórica. Una de las razones ofrecidas por el IFE para no entregar la paquetería fue que se podía poner en riesgo la seguridad nacional, lo que, lejos de disipar la suspicacia, la alimenta. ¿Por qué si el contenido de los paquetes coincide en lo fundamental con el de las actas, su conocimiento público pondría en riesgo la seguridad nacional?

Desde luego, también existe la posibilidad de que al abrir los paquetes cuyas actas registraban inconsistencias se detectara que ellas respondían a meros errores de captación y entonces se redujera el número de boletas faltantes o sobrantes, como de hecho ocurrió en muchos de los paquetes abiertos por el Tribunal. Por ejemplo, en el distrito I de Zacatecas, el Tribunal recontó 25 paquetes (impugnados por el PAN) cuyas actas registraban anomalías determinantes (es decir, ameritaban su anulación). De esas casillas, sólo cinco fueron finalmente anuladas. En el resto, el propio recuento permitió ajustar las anomalías que, en algunos casos desaparecieron, y en otros, disminuyeron dejando de ser determinantes en el resultado. Eso mismo podría haber ocurrido de haberse recontado los paquetes con anomalías, y el monto de boletas de más o de menos sin sustento pudieron haber disminuido significativamente. De hecho, una encuesta nacional refleja que la calificación del Tribunal a favor de Calderón generó sentimientos positivos (alegría, alivio, conformidad, bienestar) sólo en 41% de los encuestados, en tanto que provocó sensaciones negativas (coraje, inconformidad, decepción, temor) en un no despreciable 28% (el resto manifestó indiferencia u otras reacciones no significativas)7.

Otros artículos de este número tocan los pormenores de algunas elecciones concurrentes a la presidencial. Es el caso de la elección capitalina abordada por Juan Reyes del Campillo, la de Querétaro analizada por Ana Díaz Aldret, la de Chiapas tocada por Inés Castro Apreza, y la de Jalisco —ya mencionada— por Jorge Alonso. Como es natural, los comicios estatales, aunque responden a una lógica interna, a la relación de fuerzas y alianzas locales, y a la presencia relativa de los partidos dominantes en cada entidad, inevitablemente se ven en alguna medida influidos por la dinámica nacional. Incluso, los autores establecen algunos paralelismos entre la elección estatal y la presidencial. En Querétaro se consolida la posición del PAN pero preservando un bipartidismo con el PRI. Como en otras entidades donde el PRD es minúsculo e irrelevante, en esta elección, sin embargo, su votación creció significativamente, lo que puede explicarse esencialmente (cuando no exclusivamente) por el fuerte liderazgo y empuje del candidato del PRD, que llegó a levantar votos que su partido jamás había conseguido (ni con Cuauhtémoc Cárdenas) y que quizá no vuelva a captar, al menos no con facilidad. En el caso de Chiapas se registró una fuerte decepción democrática tras la primera alternancia, como también ocurrió a nivel federal después del triunfo de Fox. Un sexenio que culminó con un proceso electoral desaseado, respectivamente, en el plano federal y en el estatal, incluyendo la acusación de que se trataba de "elecciones de Estado", aunque en cada caso el acusador fue distinto (el PRD y el PRI, en el proceso nacional, y el PAN, el PRI y el PVEM en el estatal). Jorge Alonso reporta y analiza la utilización en la elección estatal de estrategias parecidas a las vistas a nivel nacional (en ambos casos, por gobiernos del PAN); una campaña de difamación y calumnia al candidato opositor (en ese caso, Arturo Zamora del PRI), así como la utilización —ilícita en términos democráticos— del aparato de justicia para fines político-electorales. Esto recuerda —guardadas las distancias— la persecución política de la PGR a López Obrador en torno al caso de El Encino, que llevó al Congreso federal a querer desaforarlo legalmente. En la medida en que dichas estrategias tuvieron éxito en su propósito de derrotar electoralmente al candidato opositor, tanto a nivel federal como estatal, surge la tentación de repetirla en el futuro desde los gobiernos (nacional o estatales) para facilitar el triunfo de los candidatos oficiales, respectivamente. Juan Reyes del Campillo, por su lado, relata que en el Distrito Federal el PRD se ha erigido como partido dominante, por lo que su candidato a la jefatura de Gobierno, Marcelo Ebrard, obtuvo una victoria con gran ventaja sobre sus contendientes. Pese a ello, la capital no estuvo ajena al conflicto y polarización que caracterizó la elección nacional. La embestida política lanzada desde el gobierno de Fox desde 2004 fue dirigida justo contra el jefe de gobierno capitalino y precandidato presidencial del PRD, López Obrador. El Distrito Federal fue el principal escenario de la movilización para condenar y echar atrás el desafuero. En cuanto a los resultados electorales, pese al holgado triunfo del PRD en la capital, se refleja también la polarización y diferenciación electoral a partir de los segmentos sociales acomodados frente a los de menos ingresos. Los sectores de mayor ingreso votaron por los candidatos del PAN, y conforme descendía el ingreso, empezó a asomar la ventaja de los abanderados del PRD. No deja de ser un punto a destacar, como lo hace Reyes del Campillo, que aun en una situación de clara dominación política de un partido, las divisiones que prevalecen en el resto del país se reflejan en el microcosmos capitalino.

Al evaluar la elección presidencial de 2006, difícilmente se puede estar en desacuerdo con la tesis de que, independientemente de cuál sea la creencia personal de cada ciudadano (si ganó Calderón en buena lid, si la elección le fue robada a López Obrador o si no hay elementos suficientes para determinar con certeza a un ganador), hubo un grave retroceso en materia electoral al no lograrse el consenso sobre la autenticidad y legitimidad del resultado oficial, al ponerse en duda (por una buena parte de ciudadanos) la equidad y limpieza del proceso electoral y la imparcialidad de las autoridades electorales. Esto fue producto, como se sostiene al principio, de dos elementos que coincidieron en este caso (y que podrían hacerlo en el futuro): un nivel de anomalías (dolosas o no) prácticamente inevitables con un resultado sumamente estrecho. El daño en términos de legitimidad, polarización social y confianza institucional está hecho, pero no es irreparable (aunque la pérdida de tiempo y esfuerzo sí son irrecuperables). Se requiere de la presión de la opinión pública y la voluntad de los actores políticos para realizar una nueva y profunda reforma electoral, que considere la prevención de las diversas variables que incidieron en el fracaso de la elección presidencial de 2006.

 

Bibliografía

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Notas

1 Carlos Fuentes, "Grandes ilusiones, modestas proposiciones", Reforma, 20 de enero de 1999.

2 El Universal, 13 de febrero de 2007.

3 Nota informativa enviada al vocal ejecutivo de la Junta Local de Jalisco el 21 de agosto de 2006. Cit. en Jorge Alonso, "Democracia traicionada", en este número de Desacatos.

4 Excélsior, 28 de julio de 2006.

5 Cit. en Camarena y Zepeda Patterson, 2007: 186.

6 Cit. en Camarena y Zepeda, 2007: 187.

7 Consulta Mitofsky, "El conflicto poselectoral: saldos en la opinión pública", agosto de 2006.

 

Información sobre el autor:

José Antonio Crespo. Licenciado en relaciones internacionales (El Colegio de México), maestro en sociología política (Universidad Iberoamericana) y doctor en historia (Universidad Iberoamericana). Actualmente se desempeña como investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). En 1993 fue investigador invitado en la Universidad de California, San Diego. Es autor de los libros: Urnas de Pandora (Espasa Calpe, 1995); Jaque al rey (Joaquín Mortiz, 1995); Votar en los estados (Porrúa, 1996); ¿Tiene futuro el PRI? (Grijlabo, 1998); Fronteras democráticas en México (Océano, 1998); Los riesgos de la sucesión presidencial (Centro de Estudios de Política Comparada, 1999); PRI: de la hegemonía a la oposición (Centro de Estudios de Política Comparada, 2001); Fundamentos políticos de la rendición de cuentas (Congreso de la Unión, 2002); La democracia real, explicada a niños y jóvenes (Fondo de Cultura Económica, 2004); El fracaso histórico del presidencialismo mexicano (Centro de Estudios de Política Comparada, 2006).

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