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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.19 Ciudad de México sep./dic. 2005

 

Comentario

 

De la construcción social del riesgo a la manifestación del desastre. Reflexiones en torno al imperio de la vulnerabilidad

 

Juan Carlos Ruiz Guadalajara

 

El Colegio de San Luis, San Luis Potosí, México.jcruiz@colsan.edu.mx

 

[...] hoy por hoy, el mayor peligro para los
seres humanos lo constituyen ellos mismos.

Norbert Elias

 

Difícilmente se puede comentar el tema de la vulnerabilidad social y los desastres sin riesgo de caer en posiciones catastrofistas, o cuando menos sin la propensión a tejer una visión fatalista de nuestra sociedad contemporánea, globalizada, heredera del pensamiento ilustrado, del racionalismo y, paradójicamente, de un sentido de la seguridad que nos viene del ahora insostenible optimismo que despertara la ciencia moderna de occidente como remedio al sufrimiento y como llave de acceso a la felicidad. Visto el asunto en perspectiva histórica, las sociedades actuales son "beneficiarias" de la vulnerabilidad acumulada a lo largo de los últimos trescientos años, periodo en el cual la naturaleza, emancipada de la voluntad de Dios, quedó a la entera disposición del hombre y de los intereses de la sociedad industrial. Por ello es difícil plantear en estas líneas, muy a pesar de las ciencias sociales, el más mínimo atisbo o señal de que la sociedad se encuentra en el camino hacia la reducción de la vulnerabilidad, no obstante la impresionante acumulación de conocimientos científicos. Más allá de la desigual distribución de la vulnerabilidad (a unos les toca demasiada), lo cierto es que como especie salimos perdiendo todos, lo cual muestra el fracaso de cualquier idea en torno a una "conciencia global", "conciencia planetaria" o algo que se le parezca. Estamos en un punto demasiado complejo tanto en la sistematización y planteamiento del tema de la vulnerabilidad y los desastres como en la ventaja que estos últimos le llevan a la sociedad. Para dar una idea más clara del tamaño del problema sensibilicémonos un poco, tan sólo un poco, estableciendo desordenadamente algunas imágenes que a muchos lectores parecerán exageradas, apocalípticas e incluso paranoicas.

Para empezar, es importante saber que nunca en toda la historia habían existido tantos seres humanos vivos al mismo tiempo, a grado tal que los cálculos más elaborados indican que los ahora vivos superamos la suma de todos los que han existido desde que el homo se volvió sapiens. La presión demográfica sobre recursos de toda índole en combinación con los modelos económicos impuestos, ha propiciado en el último siglo alteraciones sin precedente en la biodiversidad, lo que despierta la necesidad de dirigir la investigación científica y el desarrollo tecnológico hacia el biocontrol. La misma presión humana sobre los recursos ha globalizado en las últimas décadas los daños sobre el entorno y provocado el surgimiento de nuevos procesos que requieren la intervención del hombre. Un caso concreto es la migración de especies hacia nuevos nichos en los cuales operan como depredadoras. A las especies desplazadas se suma el cada vez mayor movimiento de grupos humanos debido al agotamiento de recursos locales, a la nula rentabilidad de sus economías, o bien por guerras y persecuciones, lo que genera dinámicas migratorias complejas de las que derivan miles de muertes al año. Las grandes concentraciones de población siguen sin responder a la lógica de la seguridad, con lo que aumenta el crecimiento de asentamientos humanos en condiciones de alta vulnerabilidad frente a manifestaciones extremas del medio físico o de cara a la conflictividad social. La seguridad de los individuos y su acceso a la salud han dejado de ser, al menos en el denominado mundo occidental, derechos inalienables para convertirse en mercancías sujetas a las variaciones del mercado y, sobre todo, a la disponibilidad de recursos económicos: ni qué decir al respecto del continente africano, expoliado y saqueado por el neocolonialismo europeo en unos cuantos siglos y ahora a la espera de migajas y caridades mediáticas para atenuar el hambre, la pobreza y la epidemia de sida que matará a millones en los próximos diez años.1 Los saldos del desarrollo industrial —basta para tener una idea con los del siglo XX que sintetiza la era del petróleo y la energía atómica, así como el cálculo de los efectos que tendrá el reciente crecimiento industrial de naciones tan pobladas como China— son del todo desalentadores en términos del calentamiento global y del cambio climático, realidades hasta ahora minimizadas e incluso perversamente descalificadas por los principales responsables de dicho proceso.2

Si bien es cierto que los grupos humanos premodernos, esto es, aquellos que existieron hasta antes del siglo XVI y XVII, siempre pusieron la técnica al servicio de la sobrevivencia, también lo es el hecho de que ésta pasó por el predominio de unos sobre otros; semejante perogrullada no tendría relevancia si no fuera porque los hallazgos de la ciencia moderna, con un potencial destructivo apenas imaginable, han sido utilizados más en contra que en pro del ser humano y su entorno. En una escala nunca antes vista, el desarrollo científico-tecnológico se ha transformado en material de construcción de riesgos y en agente vulnerante de la sociedad y sus ecosistemas en todos los niveles, lo que ha trastocado el sentido original de la ciencia como panacea de la humanidad. En la misma dirección, la mayoría de los avances de la investigación científica del siglo XX, desarrollados principalmente desde sociedades dominantes, se generaron o bien se perfeccionaron por las necesidades de la guerra, provocando una concentración tecnológica y una privatización de la racionalidad científica por parte del gran capital y de algunos Estados totalitarios (véase Colombo, 2004: 57).3 Nuestra sociedad de consumo, inventora de lo "no retornable" y de la cultura del desperdicio en casi todas las áreas de la producción, suma ya un incalculable impacto ambiental ante la cotidiana acumulación de peligrosos deshechos industriales y la producción doméstica de basura inorgánica aparentemente inofensiva; lo paradójico del asunto es que en la actualidad la mayoría de los deshechos inorgánicos de origen industrial llevan la denominación de reciclables.4

La capa de ozono está perforada, sin embargo, por tratarse de un hecho lejano en la percepción de la mayoría de los mortales, no existen visos de una comprensión que permita revertir desde abajo el deterioro. Para colmo de todos nuestros males, la mayoría de las sociedades contemporáneas, principalmente en Occidente, ha desarrollado un modo de vida basado en prácticas absurdas de satisfacciones inmediatas que crean una sensación de bienestar y seguridad, y anestesian la capacidad de los individuos para racionalizar su participación activa y pasiva en la construcción de riesgos; se trata de algo similar a lo que Mary Douglas definió como inmunidad subjetiva, esto es, la tendencia a ignorar los peligros cotidianos más comunes o bien a restar importancia a los peligros de baja probabilidad de ocurrencia, con lo que el individuo corta la percepción de riesgos altamente probables, "de manera que su mundo inmediato parece más seguro de lo que es en realidad, y como corta también su interés en los acontecimientos de baja probabilidad, los peligros distantes también palidecen" (Douglas, 1996: 58). Debemos añadir, en síntesis, un etcétera de riesgos socialmente gestados que no alcanzamos a mantener bajo control, que incrementan nuestra vulnerabilidad en todos los niveles y, por lo tanto, nos acercan a la manifestación del desastre.

A todos estos procesos de construcción social de riesgos, la mayoría de reciente aparición en la historia de la humanidad, se suman los ya tradicionales desastres, esto es, los provocados por la interacción entre un evento extremo de índole natural o social (terremotos, inundaciones, maremotos, sequías, erupciones, ciclones, tornados, nuevas epidemias, hambre y, por supuesto, la presencia interminable de la guerra) y un conjunto humano en condiciones críticas y de riesgo preexistente, es decir, con una vulnerabilidad históricamente acumulada producto de la construcción social del riesgo en sus múltiples dinámicas.5 Muchas de aquellas manifestaciones hacen referencia a lo que el grueso de la población conoce o identifica como "desastres naturales", noción recientemente cuestionada por la antropología y la sociología de los desastres y en muchos casos sometida a un desgaste semántico y a un criterio de novedad que ha generado, desde mi punto de vista, más confusión que explicaciones. De hecho, la teoría social bien puede presumir de contar hoy en día con un amplio catálogo de estudios y reflexiones en torno al riesgo y al desastre, sin embargo, aún se encuentra lejos de incidir en la reducción de la vulnerabilidad social. Se trata de un problema complejo que afecta la comprensión de los desastres desde una perspectiva social, y que ha llevado a los estudiosos a revisar la noción del riesgo desde diferentes ángulos. En términos generales, las investigaciones han logrado establecer, a manera de convención, que la principal causa de los desastres, entendidos como procesos y no como eventos disruptivos, se encuentra en la sociedad, en sus prácticas y representaciones, esto es, en la construcción social de riesgos y en las condiciones de vulnerabilidad históricamente acumuladas. Así, el riesgo construido socialmente y el aumento de la vulnerabilidad deben ser entendidos como desastres en potencia o en vías de realización, los cuales se manifiestan plenamente por efecto de eventos extremos o por el arribo de la sociedad a situaciones de daño generalizado a la vida de sus integrantes. Desde esta perspectiva diacrónica los desastres constituyen dinámicas inherentes al proceso de transformación y crecimiento de la sociedad, es decir, forman parte de cualquier proceso histórico, característica que los hace sumamente complejos (véase Lavell, 2000:15-16).

La comprensión de los desastres y la elaboración de nuevas categorías de explicación de los riesgos también ha sido un proceso largo no exento de problemas en la teoría social. El caso más ilustrativo lo tenemos en las tensiones que, de cara a las interpretaciones fisicalistas, ha provocado la conceptualización de los desastres como procesos eminentemente sociales y el replanteamiento de la noción de naturaleza con su desplazamiento hacia un plano prácticamente secundario en la determinación de las causas. Otra zona de discusión se ha dado en el campo de la interdisciplina y en la crítica a las ideas y escalas dominantes en torno a los desastres, generalmente construidas desde los espacios de poder. Los caminos hasta ahora recorridos por los investigadores han sido diversos y en ocasiones tortuosos, principalmente en la consolidación de un campo de estudio nuevo para muchas disciplinas sociales, como la historia, la antropología y la sociología, y frente a la necesidad de lograr definiciones claras y conceptos viables que ayuden a comprender cada uno de los elementos que intervienen en la conformación de un desastre.

En muchos sentidos, los estudios desarrollados en las últimas tres décadas desde las ciencias del hombre sobre la vulnerabilidad social, los riesgos y los desastres han encontrado, no sin sorpresa, que varias de sus preocupaciones habían sido ya motivo de reflexión en ámbitos tan olvidados como la filosofía y la literatura desde el siglo XVIII. Bástenos como muestra el ejemplo señalado por Virginia García Acosta en este número sobre la noción de los riesgos socialmente construidos presente, de forma implícita, en el intercambio de ideas entre Voltaire y Rousseau con motivo del paradigmático terremoto de 1755 y su impacto en Lisboa. En otros casos no es menester ir tan lejos en el tiempo. Por ejemplo, para algo que ahora resulta común en nuestro ámbito de estudio en cuanto a trascender y descontinuar la idea del desastre natural para dar paso al concepto del desastre como proceso social, hubieron de pasar muchas décadas y, sobre todo, mucho intercambio y diálogo con las humanidades, principalmente con la historia de las ideas y la filosofía de la ciencia. Gracias a ello se ha logrado reconstruir la trayectoria histórica de la idea de la "Madre Naturaleza", iniciada con claridad en el siglo XVIII, hasta la actual desmitificación de dicha entidad intelectual, sin olvidar las nuevas tendencias ecologistas y New Age que pretenden darle un sentido novedoso.6

En la década de 1980 el asunto de la naturaleza mereció el interés de diversos pensadores y teóricos sociales. Podemos citar como muestra a Norbert Elias, quien en su Humana conditio, publicada en 1985 en su versión inglesa, afirmó que la naturaleza de la cual surgimos como especie carece totalmente de sentimientos: "No es buena ni mala para el hombre; es un suceso ciego, sin sentidos ni rumbo, cuya fuerza y, por consiguiente, su poder son abrumadores en comparación con el poder de la humanidad. Su curso transcurre en una indiferencia total hacia la humanidad y el individuo" (Elias, 2002:16). O bien el estudio de Ignasi Terradas, quien tras analizar el pensamiento en torno al mal social desde el siglo XVII hasta el XIX, estableció el desarrollo e impacto de las nuevas posturas filosóficas del mundo occidental en la construcción de una naturaleza independiente en sus manifestaciones de los comportamientos sociales, con lo cual se vislumbró desde el siglo XVIII un campo de interpretaciones nuevo, profundamente relacionado con las transformaciones científicas y tecnológicas, que ya en el siglo XIX dieron paso a la imagen liberal y emancipadora del hombre como controlador de las desgracias consideradas en aquella época de origen extrasocial (Terradas, 1988: 193-194). La revisión ha tocado incluso las nociones contemporáneas que hasta hace algunos años prevalecían como ideas dominantes en torno al origen de los desastres, y que los atribuían a las manifestaciones incontrolables y repentinas de la naturaleza, con lo que justificaban los criterios de intervención gubernamental en los deficientes programas de gestión de riesgos en diversas naciones en desarrollo.

En este ámbito las aportaciones de Kenneth Hewitt marcaron el rumbo hacia el cuestionamiento de las visiones que desde el poder se manejan frente a los desastres y que en el fondo tienen como resultado el crecimiento de sectores vulnerables en la sociedad en lugar de la mitigación de riesgos (Hewitt, 1983: 2-32). Mas no todas las discusiones, si bien necesarias, han aportado claridad al tema. Por ejemplo, Romero y Maskrey desarrollaron en 1993 una visión fisicalista en torno a los desastres para demostrar, desde su perspectiva, que éstos no son naturales y que habíamos establecido una noción errónea y perniciosa en torno a la actuación maléfica de la naturaleza atribuyéndole propiedades punitivas. Con ello habíamos sustituido la vieja idea del desastre como castigo de Dios por la idea de una naturaleza cruel, a lo cual se agregaba el uso incorrecto de "desastre natural" como sinónimo de "fenómeno natural".7 Hasta aquí estamos de acuerdo. Sin embargo, los autores hicieron énfasis en la responsabilidad que tienen los hombres en la producción de los desastres, "sabiendo que los fenómenos naturales ningún daño causarían si hubiéramos sido capaces de entender cómo funciona la naturaleza y de crear nuestro hábitat acorde con este conocimiento" (Romero y Maskrey, 1993: 5). Esta afirmación tan desproporcionada y ajena por completo a toda explicación sobre los procesos adaptativos que han caracterizado el desarrollo de los grupos humanos, nos induce a imaginar a Dios creando en primer lugar a los ingenieros para después dar lugar al Universo.

En otros frentes académicos, tales como la sociología alemana, se han estructurado interpretaciones generales de la sociedad contemporánea basadas en la formulación de categorías y conceptos que establecen como nuestra principal característica social el riesgo globalizado. Es el caso de Ulrich Beck, quien tras explorar las diferencias entre las sociedades tradicionales y las sociedades industriales, tanto la clásica como la que ha denominado "sociedad del riesgo global", ha llegado a la conclusión de que en esta última las industrias planean su futuro más allá de los límites de la seguridad de los individuos y del control de los riesgos. Beck afirma que de las sociedades industriales clásicas se derivaron medidas de regulación de riesgos para los individuos, basadas principalmente en predecir, al menos hipotéticamente, las consecuencias de la producción industrial; sin embargo, en la sociedad del riesgo global, caracterizada por la irrupción de la industria atómica, química y, más recientemente, la genética, los esquemas de seguridad se han rescindido no sólo por la incertidumbre que producen las condiciones en las que se toman las grandes decisiones, sino por el impacto que a nivel de las personas y su modo de vida tiene la disgregación social que genera la individualización institucionalizada. De ello se desprenden conceptos tales como la "biografía del riesgo" y la "biografía del peligro", que buscan explicar las formas que ha tomado el riesgo en lo que Beck denomina la segunda modernidad.8

En otra dirección, Niklas Luhmann exploró el desarrollo histórico del concepto del riesgo, fijando su atención en los mecanismos culturales que utilizaron diversas civilizaciones para tener acceso a niveles de seguridad basados en sistemas de creencias y percepciones. En Luhmann, al igual que en otros autores como Jean Delumeau, encontramos aportaciones relevantes en cuanto a comprender la historicidad de la cultura y, por lo tanto, de las concepciones sobre la vulnerabilidad, el riesgo, el peligro y las calamidades (Luhmann,1996:130-135;Delumeau,1996: 17-35). Así, la vigencia y caducidad de los conceptos, incluso de los términos que los representan, permiten explicar los diferentes sentidos, rostros e imágenes que han tenido la vulnerabilidad y sus elementos asociados en diferentes tiempos y espacios de reproducción cultural.

Como se puede apreciar, las mil y una veredas hasta ahora recorridas por los estudiosos del riesgo y del desastre en las últimas décadas nos indican un aumento sin precedentes en la preocupación por dichos temas desde la teoría social. La lista de autores y aportaciones es muy nutrida. De ello hemos tan sólo dado una pequeña muestra, pues en diversas regiones las investigaciones y las posturas se multiplican principalmente en función de dinámicas y problemas específicos. Por ejemplo, frente a las preocupaciones de académicos europeos sobre los riesgos globales de la sociedad industrializada y el problema de la sustentabilidad, encontramos las de la "desastrología" desarrollada principalmente desde la interdisciplina en el ámbito latinoamericano, la cual ha dado prioridad a los desastres originados por el impacto de amenazas de origen natural sobre conjuntos sociales sumamente vulnerables. Contamos al respecto con espléndidos estudios de caso, que han permitido avances en la sistematización de conocimientos y en la formulación de conceptos para avanzar en el entendimiento de los mecanismos de construcción social del riesgo y del desastre como proceso (véase Lavell, 2000: 7-45).

De toda la variedad y complejidad de los estudios disponibles y de los problemas por abordar, se desprende la necesidad de construir una especie de teoría unificadora o, al menos, un espacio de convergencia que nos permita identificar, a manera de gran síntesis, las dinámicas del desastre más allá de sus agentes catalizadores. Tal vez nos encontramos en el camino, sin embargo, desde mi particular perspectiva estamos lejos de poder lograrlo, sobre todo por las divergencias y aparente caos que en primera instancia nos produce la presencia del riesgo en tantos espacios de la sociedad. La misma impresión se tiene cuando intentamos analizar los desastres convencidos de que son todos producto de la construcción social de riesgos. En el caso de los riesgos tecnológicos, como sucedió en Chernobyl, el asunto es más que claro; en la aparición de grandes tornados en las planicies estadounidenses producto de la expansión de tierras de labranza también es clara la construcción del riesgo y la fuente socionatural de estos fenómenos recurrentes. En otros casos los esquemas ya no checan.

Y no es para menos: el pasado diciembre un tsunami del tamaño del océano Índico acabó con poco más de 300 000 personas, desde el sureste asiático hasta las costas orientales del continente africano. La combinación de las dimensiones gigantescas del acontecimiento con la mediatización electrónica ha permitido a millones de personas enterarse de la existencia de tales manifestaciones extremas del medio geofísico y del peligro que representan; antes de eso, la mayoría de los comunes mortales de diferentes regiones del planeta desconocían el potencial destructivo de los maremotos y tal vez confundían la palabra tsunami con una marca de automóviles. ¿Cómo analizar este desastre, cómo abordarlo desde la construcción social del riesgo, cuándo comenzó a gestarse como proceso social? ¿Basta con decir que a lo largo de su existencia algunos pueblos costeros del sudeste asiático se inmunizaron subjetivamente ante la remotísima posibilidad de que un maremoto arrasara con ellos? ¿Basta con determinar que muchos desarrollos urbanos recientes no consideraron con suficiente seriedad la existencia de los maremotos? Lo cierto es que han existido en la historia desastres paradigmáticos por el tipo de sacudida que representan para el pensamiento. De nuevo el ejemplo más ilustrativo lo tenemos en la destrucción de Lisboa en 1755. En el caso del tsunami de 2004, es muy probable que sus características obliguen a profundizar y, en algunos aspectos, a replantear el problema de la relación naturaleza-sociedad, principalmente en lo que se refiere a uno de los puntos medulares de la existencia humana, su vulnerabilidad, la cual constituye el único espacio de realidades objetivas y sentidos que comparten todos los desastres y la construcción social de los riesgos.

En estricto sentido, es decir, semánticamente, la vulnerabilidad refiere o define la cualidad de vulnerable, esto es, la cualidad de ser vulnerado, de recibir daño, de ser herido. Dicha cualidad es inherente a la condición humana, forma parte de su ser y existencia. Cualquier revisión del proceso de formación de la sociedad en sus diversas formas organizativas y en sus expresiones de vida material muestra el uso que hizo el hombre de todos los recursos disponibles para reducir la vulnerabilidad y generar condiciones seguras de reproducción en todos los sentidos. En su misma condición animal y biológica (aspectos convertidos en cuestiones heréticas para muchos teóricos sociales) no existe mamífero más vulnerable que el humano. Podríamos incluso plantear que los remotos y los recientes procesos de adaptación humana han estado marcados por la necesidad de revertir la vulnerabilidad frente al medio, al menos en un grado que permita la sobrevivencia: a ello responde la domesticación de infinidad de procesos naturales que, por efecto de los descubrimientos químico-biológicos, nos han convertido en los domesticadores de una naturaleza que en muchos de sus ámbitos requiere de la ineludible intervención del hombre para mantener sus ahora precarios equilibrios.9

Sin embargo, la vulnerabilidad en cuanto condición latente es una cualidad dinámica, sumamente versátil en función de los elementos con los que puede interactuar la sociedad y los individuos para actualizar una amenaza potencial y convertirla en daño. Somos vulnerables, por tanto, a una infinidad de procesos ambientales y sociales que se tornan peligrosos para el hombre y de los cuales generalmente sólo adquirimos conciencia en el momento en que se produce el daño. Todo depende de lo que haga el hombre para construir riesgos, potencializar amenazas y aumentar a través del tiempo la vulnerabilidad. Los intentos por comprender el estatuto de vulnerabilidad y sus mecanismos de crecimiento como factores dominantes en la realización de un desastre han sido importantes aunque insuficientes. En 1989 Gustavo Wilches-Chaux exploró al menos once diferentes formas de vulnerabilidad, las cuales abarcan un espectro tan extenso de la realidad que, en definitiva, casi todo lo que nos conforma y rodea es fuente de vulnerabilidad.10 Por su parte, en 1992 Jesús Manuel Macías abordó el significado de la vulnerabilidad frente a los desastres mediante una revisión semántica del término y la caracterización de un tipo específico de vulnerabilidad, la social, entendida como un hecho condicionado por el desarrollo de las relaciones sociales: "en términos sociales, la vulnerabilidad tiene correspondencia con relaciones sociales generadoras de esa condición". De acuerdo con este autor, la vulnerabilidad parece ser el locus communis en los estudios sobre desastres, siendo equiparable a la " 'inseguridad', debilidad, exposición desventajosa, etcétera, frente a un peligro". En su relación con los desastres, y como condición derivada de las relaciones sociales, la vulnerabilidad social queda caracterizada por un entramado de interacciones múltiples en el seno de un conjunto social que, al establecer relaciones de dominio y desigualdad, distribuye la vulnerabilidad a partir de una lógica muy particular cuyo primer plano está formado, generalmente, por la contraposición entre pobreza y riqueza, esto es, por condiciones de vulnerabilidad socioeconómica (Macías, 1992: 3-7).11

En otro acercamiento al concepto, Lavell estableció que la vulnerabilidad social en sus múltiples facetas es el factor dominante en la condición del desastre, y la define como la propensión de la sociedad o de un subconjunto de ésta a sufrir daños "debido a sus propias características particulares". Para este autor, la referencia a la vulnerabilidad como factor causal de los desastres es casi obligatoria, "aún cuando muchos solamente la mencionan sin mayor profundización en su significado y complejidad"; y añade que la relación entre amenazas y vulnerabilidad es dialéctica y dinámica, sujeta a cambios y variaciones debidos a la dinámica de la naturaleza y de la sociedad. Con esto último abundó sobre el problema medular de la relación entre sociedad y naturaleza, argumentando que a las amenazas comunes del medio físico se integran nuevas amenazas socialmente creadas, producto de una intervención negativa del hombre sobre su entorno, elemento que le permite definir un tipo de vulnerabilidad basada en amenazas socionaturales, es decir, aquellas amenazas que toman la forma y se construyen sobre elementos de la naturaleza, y cuya concreción es producto de la intervención humana en los ecosistemas (Lavell, 2000: 18-20). Bien podríamos abundar en la tipología de la vulnerabilidad mediante la identificación de las innumerables amenazas que hemos añadido a las ya de por sí abundantes en el entorno. De hecho, investigaciones recientes han mostrado que en el presente la vulnerabilidad de un buen número de poblaciones ha aumentado gracias a la creación de nuevas amenazas y riesgos socialmente construidos, lo cual se corresponde con el crecimiento incontrolable de procesos desastrosos que verán su clímax en los años por venir.

Paradójicamente, y como lo hemos sostenido desde el principio de estas reflexiones, buena parte de las nuevas amenazas son producto del desarrollo tecnológico y de políticas también denominadas de desarrollo diseñadas desde el poder bajo criterios de costo-beneficio y que ignoran lo que podríamos denominar el paradigma de la vulnerabilidad social. En el fondo del problema vuelven a reflejarse los dilemas de la relación entre la sociedad y su medio. Como afirma Oliver-Smith, los desastres no pueden ser definidos exclusivamente en términos de la ciencia natural o de la ciencia social. Lo importante para este autor, y en ello coincido del todo, es estudiar y entender las implicaciones de la construcción cultural de las relaciones naturaleza-sociedad para la reproducción y aumento de las condiciones de vulnerabilidad y, por lo tanto, para la ocurrencia de los desastres (Oliver-Smith, 2002: 29-43). En ello la antropología simbólica aporta muchas claves. Por ejemplo, Marshall Sahlins propone una explicación de la cultura mediante la contraposición del hecho social con la naturaleza: "la cultura es un orden significativo que configura radicalmente nuestro modo de experimentar la realidad; no se le superpone, como aditamento, al hecho bruto de la experiencia 'natural', sino que constituye esa misma experiencia en cuanto provee la forma en que ésta puede darse." La cultura es constituyente de la naturaleza o, dicho de otra forma, la acción de la naturaleza se despliega en términos de la cultura encarnando un significado (Sahlins, 1997: 207). De ahí la importancia de entender las relaciones sociedad-naturaleza, las cuales se han expresado, y lo siguen haciendo, por medio de una gran variedad de formas culturales que abarcan, hoy mismo, un amplio espectro de significaciones que orientan la práctica cotidiana de los grupos humanos. A esto se suman en el mundo contemporáneo los múltiples espacios de significación de la naturaleza desarrollados por sociedades caracterizadas por el individualismo.

No estamos ante un asunto sencillo. Los estudios presentados en este número muestran, por ejemplo, espacios de conflictividad social generados por formas específicas de percepción de los riesgos frente a amenazas concretas, muchas de ellas de origen social. El caso de los habitantes de La Yerbabuena y su relación con la actividad del volcán de Colima, presentado por José Luis See-foo y Alicia Cuevas, ejemplifica las tensiones entre, por un lado, los criterios de reubicación y mitigación de riesgos diseñados desde el poder burocrático y, por el otro, la visión de los actores afectados por dichas políticas. Si bien es posible determinar un escenario de vulnerabilidad ante una amenaza geofísica sumamente impredecible, no existen por el momento suficientes indicadores empíricos que incidan en la percepción de seguridad y en la aceptación del riesgo que los pobladores de La Yerbabuena han desarrollado en su cotidiana coexistencia con el volcán, sobre todo cuando la propuesta de reubicación se encuentra contaminada por la sospecha fundada de corrupción y presencia de intereses ajenos a la reducción de la vulnerabilidad. Algo similar apreciamos en el estudio de Terrence McCabe sobre los pastores turkanas, sometidos a la injerencia de criterios externos que terminan por vulnerar su cultura, su organización social y los recursos efectivos que por siglos han desarrollado para enfrentar la sequía como algo normal por su recurrencia. En ambos casos la amenaza natural es desplazada por la creación externa de nuevas amenazas de origen sociopolítico que vulneran, ya por ignorancia o en ocasiones por posiciones de superioridad científica, las percepciones y prácticas tradicionales desarrolladas por diversos conjuntos sociales en sus particulares relaciones con la naturaleza y sus peligros.

Sin embargo, la denominada sociedad occidental y tecnocrática ha padecido en múltiples ocasiones las consecuencias de su propio discurso de dominación científica: es el caso del Vajont italiano expuesto por Gianluca Ligi, clara muestra de vulnerabilidad ideológica y de construcción social de riesgos tecnológicos a partir de la creación de amenazas socionaturales. O bien el estudio de Annamaria Lammel y Toshiaki Kozakai en torno a la contaminación atmosférica y su percepción por parte de una sociedad de visión analítica e individualista,12 y que nos ilustra otra cara del desastre, a saber, su imperceptible presencia por efecto de su ritmo de realización: mantenemos un discurso de la seguridad y el bienestar que, en combinación con el individualismo, disminuye nuestra capacidad de percibir e identificar los riesgos, las amenazas latentes y los desastres que se desarrollan frente a nuestras propias narices. El caso del Vajont o bien las apreciaciones sobre la contaminación atmosférica en contextos individualistas y de pensamiento analítico nos indican también las consecuencias que puede generar la brecha cada vez mayor entre la concentración de conocimientos por parte de expertos y las percepciones cotidianas de la población común: se trata de una distancia que posibilita a los individuos de diversos conjuntos sociales el pensarse ajenos a los procesos de construcción social de riesgos, anulando posibles cauces de participación en la reducción de la vulnerabilidad y de los desastres.

Todos los estudios permiten reforzar la idea de que la vulnerabilidad no se destruye, tan sólo se transforma y se acumula; la sociedad libre de riesgos o el hombre emancipado de las amenazas sólo existe como argumento de utopías. De ahí la importancia de abundar en las líneas teóricas que presenta Virginia García Acosta a partir del concepto ahora rector de la "construcción social del riesgo". Más allá de las discrepancias que genera el posible abuso del "construccionismo" como metáfora de diversos procesos sociales, lo indispensable a ojos de la teoría dedicada al análisis de la vulnerabilidad social y de los desastres consiste en lograr una conciliación interpretativa entre las dos caras de la construcción social del riesgo apuntadas y exploradas por García Acosta: la que deriva de las percepciones y la que resulta de la experiencia objetiva de las condiciones de desigualdad. Ambas facetas remiten a la vulnerabilidad, sus modalidades y mecanismos, pero, sobre todo, instalan la discusión en un ámbito de reflexiones aún pendientes que permitan profundizar los conocimientos sobre las formas en que los individuos o bien los conjuntos sociales ubican y procesan la vulnerabilidad preexistente y orientan sus acciones bajo la clara intencionalidad de lograr seguridad, idea esta última que depende de escalas de percepción bien diferenciadas de acuerdo con la cultura de pertenencia y con circunstancias históricas específicas. En sí mismo, el concepto "construcción social del riesgo" establece un ámbito de causalidad bien definido, una atribución de responsabilidad, mas la comprensión de los desastres como procesos también dependerá, desde mi punto de vista, del desarrollo de una teoría unificadora en la cual la construcción social del riesgo se fortalezca con el desarrollo de modelos para analizar las interacciones sociales en su relación con la vulnerabilidad.

Cabe entonces una última disquisición relacionada con los desastres como procesos sociales. Todas las definiciones del término "desastre" existentes en los diccionarios lo describen como un suceso lamentable o desgraciado, refiriéndose al evento vulnerante en el clímax del daño hacia una sociedad. En cierto sentido conlleva una carga de tremendismo por la magnitud, excepcionalidad y contundencia de muchas amenazas naturales. Su estudio desde las ciencias sociales ha logrado trascender el sentido vigente del término para implantar, no sin sus consecuencias semánticas, la perspectiva procesal de los desastres. Éstos son, para la antropología del riesgo, procesos históricos de acumulación progresiva de vulnerabilidad; acumulación originada por la habilitación de amenazas naturales y sociales existentes y la formación de nuevas amenazas que se añaden al proceso por acción de la construcción social de riesgos. Su duración y, por lo tanto, sus ritmos son variables, aunque generalmente se logran establecer en el marco de la larga duración braudeliana. Como experiencia social, el proceso de desastre implica una relación significativa entre la sociedad y las amenazas, sean éstas naturales o sociales, en la que se despliega, recrea, fortalece o debilita la cultura y la reproducción social en su relación con la vulnerabilidad. Es en ese espacio de creación de significaciones donde la vulnerabilidad toma formas y contenidos específicos para una sociedad, formas y contenidos con cierta vigencia que se transformarán como parte del cambio social. Describir sus etapas es una tarea aún sin resolver. Tan sólo tenemos la certeza de que, debido a la vulnerabilidad como cualidad del hombre, el campo social es fértil en amenazas, y que su mayor capacidad de infringir daños la conocemos casi siempre cuando éstos ocurren.

La objeción que se impone ante esta definición proviene de la existencia de muchos procesos que bien podrían caber en la extensión del concepto. Si consideramos que para que un proceso califique como desastre se requiere el reconocimiento de un daño mayor tras un largo trayecto de construcción social de riesgos y creación de amenazas, daño generalmente medido por el número de muertes que involucra, entonces debemos incluir como desastres de consumación permanente a la migración indocumentada, por ejemplo. O bien los feminicidios de Ciudad Juárez, Chihuahua, producto de múltiples vulnerabilidades (de género, socioeconómicas, políticas, institucionales, etcétera) que a la fecha, y en un periodo de aproximadamente diez años, suman más de cuatrocientas mujeres asesinadas. De los cientos de desastres que se cocinan en estos precisos momentos y de la etapa en la que se encuentran camino al clímax sería muy difícil hablar. Lo cierto es que en la denominación e identificación de procesos de desastre por parte de la teoría social no debe ocurrir lo mismo que en la definición y medición de la pobreza, problema en el que no existe acuerdo. ¿Qué se requiere entonces para avanzar en el desarrollo de conocimientos, esto es, en el aprendizaje que se deriva de los desastres que han sido, son y serán? La respuesta es prácticamente un acertijo, sobre todo cuando los avances de la ciencia en general son una mercancía preciada en la visión liberal y motivo de vulnerabilidades. Por ello se hace urgente y necesaria una visión integral, una especie de teoría unificadora sobre los desastres si en realidad aspiramos a entender el imperio de la vulnerabilidad.

 

Bibliografía

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Notas

1 El continente africano es el segundo más grande del mundo y concentra al menos 14% de la población mundial, esto es, entre 850 y 875 millones de habitantes. El África subsahariana, llamada comúnmente "África negra", además de padecer un proceso acelerado de deforestación y desertificación, contaba hacia el año 2003 con aproximadamente 27 millones de habitantes infectados con el VIH.

2 Al menos desde 1992, la postura de los gobiernos y lobbys financieros de las naciones desarrolladas ha sido negar sistemáticamente los argumentos e incluso la existencia de pruebas sobre el calentamiento global y el cambio climático. Todos los estudios al respecto han evidenciado un aumento de 0.6 grados en la temperatura del planeta como consecuencia de las emisiones de gases con efecto invernadero derivadas de actividades humanas, variación suficiente para incidir en cambios climáticos de consecuencias poco predecibles. Además del crecimiento industrial de China, las naciones en desarrollo incrementarán en los próximos veinticinco años su consumo energético en más de 50%, con predominio de combustibles fósiles. Según Condoleezza Rice, actual secretaria de Estado de Estados Unidos, el protocolo de Kioto establecido en 1997 es muy dañino y negativo para la economía de dicho país y no es parte de su futuro. En la era Bush, las grandes empresas petroleras y la mega industria del vecino país, que alientan el consumo de hidrocarburos y la producción de gases con efecto invernadero, navegarán libremente en el mar de la impunidad ante la mirada de todos los habitantes de la denominada "aldea global".

3 A esta enajenación de la racionalidad científica Colombo la define como neofeudalismo tecnológico: "consiste precisamente en la privatización de bloques enteros de actividad humana que se han desprendido de la estructura jurídica y organizativa del Estado moderno y de su economía y se han reorganizado de forma autónoma, dependiente de intereses nuevos": intereses privados, por supuesto, no comunitarios.

4 "[...] la sociedad de consumo al máximo nivel no produce objetos perfectos, sino aparatitos que se deterioran fácilmente [...] y la civilización tecnológica va camino de convertirse en una sociedad de objetos usados e inservibles; mientras que, en el campo, presenciamos talas de bosques, abandono de los cultivos, contaminación del agua, de la atmósfera y de la vegetación, desaparición de especies animales, etcétera" (Eco, 2004: 22).

5 De acuerdo con García Acosta, "los desastres son procesos resultantes de condiciones críticas preexistentes en las cuales la vulnerabilidad acumulada y la construcción social del riesgo ocupan lugares determinantes en su asociación con una determinada amenaza natural" (García Acosta, 2004: 129). En torno al concepto "construcción social del riesgo" véase la colaboración de la misma autora en este número de Desacatos.

6 En su disertación sobre la agonía del mesianismo en Occidente, Fernando Escalante anota: "A fuerza de distanciarnos, hemos conseguido ver en la naturaleza un mecanismo efectivamente ciego e indiferente hacia las necesidades y los deseos humanos. Es la visión 'científica', hoy dominante. Pero necesitamos, a cambio, suponer que está rigurosamente ordenada y sigue leyes inalterables, es decir, una naturaleza donde no cabe el capricho de los dioses ni, por tanto, la tragedia. Pero hay más: mediante la retórica del 'ecologismo' hemos recuperado la relación emotiva con la 'madre' naturaleza; sucede tan sólo que hemos crecido y nos toca ahora cuidar de ella. Es indudable que gran parte de la destrucción de especies y ambientes naturales es obra del hombre, pero la naturaleza es también indiferente frente a eso" (Escalante, 2000: 86).

7 En los días que siguieron al terremoto del 19 de septiembre de 1985 en la ciudad de México fue interesante corroborar la coexistencia de diversas explicaciones sobre el desastre basadas en posturas y universos morales muy disímbolos. Por ejemplo, en diversas mujeres mayores de 50 años y dedicadas al hogar predominó la idea mesiánica del sufrimiento cristiano alimentada por la noción del castigo a las culpas y vicios de la sociedad; en contraste, un joven veterinario estableció una teoría basada en el convencimiento de que la naturaleza utilizaba los terremotos para purgar los excedentes de población.

8 Beck plantea la teoría de la "modernidad reflexiva" basada en dos grandes zonas de explicación: por un lado, la tesis medioambiental que sintetiza en la teoría del riesgo o de la sociedad del riesgo global; por el otro, la teoría de la individualización institucionalizada. Ambas intentan explicar el impacto de la era posindustrial en el sentido de la seguridad y la transformación de la sociedad por las respuestas y alternativas que tienen los individuos ante la incertidumbre y los riesgos. Con ello el autor distingue dos espacios de percepción de riesgos: la biografía del riesgo referida a las situaciones de incertidumbre biográfica de los individuos y que aún parecen abiertas al cálculo y al control, y la biografía del peligro que sintetiza las condiciones de incertidumbre generalizada y de inseguridad que escapan a cualquier medición (véase Beck, 1996; Beck y Beck-Gernsheim, 2003: 108-109).

9 Al referirse al proceso de domesticación de la naturaleza por parte del hombre, Norbert Elias señaló que "el ser humano ha trabajado desde hace muchos milenios con objetivos a corto plazo, llevado por la inquietud ante las inclemencias de la naturaleza, en la domesticación de sus salvajes y peligrosas características. Taló los bosques primitivos para transformarlos en campos y jardines. Consiguió exterminar en algunas regiones a lobos, gatos salvajes y serpientes venenosas, todo lo que era peligroso para él. Ahora puede colonizar estas regiones en paz y sin peligros y encontrar bella a la naturaleza dominada y pacificada por él. Las fieras están entre las rejas en los zoológicos. En la actualidad sólo el propio ser humano, en su papel de automovilista, por ejemplo, puede constituir un peligro para sí mismo" (Elias, 2002:18-19) Esta argumentación que rescata el papel benéfico del dominio humano sobre los peligros del medio natural resulta insuficiente ante la evidencia de alteraciones que ahora mismo escapan al control y comprensión del hombre, precisamente porque responden a objetivos de corto plazo. Sería insensato no reconocer la posibilidad de que el hábitat humano se encuentre ahora mismo en una situación de daño generalizado irreversible.

10 La vulnerabilidad puede ser natural, física, económica, social, política, técnica, ideológica, educativa, ecológica, institucional y cultural (Wilches-Chaux, 1989: 20-41).

11 La relación predominante entre el nivel de desarrollo, la vulnerabilidad y los desastres por fenómenos extremos del medio es ya una convención incluso adoptada por la Unidad de Reducción de Desastres de la Organización de las Naciones Unidas: 98% de las muertes resultantes por desastres de impacto súbito o de otras catástrofes generadas por manifestaciones extremas del medio se han originado en países con altos niveles de pobreza. No obstante, el avance de la pobreza a nivel mundial se mantiene como un proceso consistente en nuestros días, con mayor incidencia en el hemisferio sur y fortalecido por el modelo económico predominante y por la imposición de "políticas" paradójicamente denominadas de "desarrollo". Lo anterior no implica una reducción de la vulnerabilidad en países desarrollados, creadores de nuevos escenarios de vulnerabilidad a partir de la construcción social de riesgos y nuevas amenazas.

12 Desde mi particular perspectiva, Lammel y Toshiaki exacerbaron los contrastes al adoptar como referente comparativo de las sociedades de pensamiento analítico e individualista tres casos de sociedades contemporáneas de pensamiento holístico: totonacos, inuits y baduis, en una contraposición que resulta demasiado romántica en torno a la visión del mundo "tradicional".

 

Información sobre el autor

Juan Carlos Ruiz Guadalajara. Doctor en ciencias sociales, especialidad en historia, por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS-Occidente). Actualmente es profesor-investigador del Programa de Historia de El Colegio de San Luis e investigador nacional nivel I. Líneas de investigación: procesos sociorreligiosos, antropología histórica de la muerte, religiosidad y desastres.

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