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Desacatos

versão On-line ISSN 2448-5144versão impressa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.14 Ciudad de México  2004

 

Saberes y razones

 

Juventud y violencia en América Latina. Una prioridad para las políticas públicas y una oportunidad para la aplicación de enfoques integrados e integrales*

 

Ernesto Rodríguez

 

Consultor internacional de las Naciones Unidas, del Banco Interamericano de Desarrollo y del Banco Mundial.

 

Resumen

Encarado desde la lógica de los estudios sobre juventud, este texto revisa las diversas expresiones dominantes en el escenario latinoamericano actual en lo que atañe al complejo vínculo existente entre juventud y violencia. Asumiendo que los jóvenes son el epicentro de casi todos los episodios de violencia existentes (tanto en su calidad de víctimas como en su calidad de victimarios) se descartan algunas explicaciones simplistas que establecen relaciones mecánicas entre violencia y pobreza, asumiendo la necesidad de encontrar respuestas más pertinentes y oportunas desde las políticas públicas, superando los enfoques puramente represivos vigentes, e incorporando enfoques promocionales —integrales e integrados— que puedan atacar las raíces del fenómeno. En este sentido, se revisan algunas experiencias innovadoras recientes, que aunque no están exentas de errores y limitaciones, pueden aportar aprendizajes relevantes.

 

Abstract

Seen from the logic of studies on youth, this text reviews the different dominant expressions in the current Latin American scenario regarding the complex link existing between young people and violence. Assuming that youth is the epicenter of almost all the existing violent episodes (both as victims and victimizers) some simplistic explanations that establish mechanical relationships between violence and poverty are discarded and the need is assumed to find more pertinent and timely answers from public policies, overcoming the purely repressive approaches in force, and incorporating promotional ones —both comprehensive and integrated— that can attack the roots of the phenomenon. In this sense, some recent innovative experiences are explored which, though not free from error and limitations, can provide relevant lessons.

 

INTRODUCCIÓN

El tema de la violencia ha tomado una creciente relevancia en América Latina, considerada por los especialistas como la región más violenta del mundo, y en dicho contexto, uno de los ejes más analizados es el referente al vínculo de los jóvenes con diversas formas de violencia, tanto en su calidad de víctimas como en su calidad de victimarios. En relación con la violencia en general, diversos estudios del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), del Banco Mundial, de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) y de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de las Naciones Unidas (CEPAL), que consignamos en las referencias bibliográficas al final de estas notas, dan cuenta de un fenómeno heterogéneo, atravesado por múltiples y complejas aristas, que no admite simplificaciones de ningún tipo. En dicho marco, ya no es posible sostener —en particular— el vínculo simplista y exclusivo entre violencia y pobreza, que se destacó en los primeros estudios al respecto y aún en algunos foros electrónicos y seminarios más recientes.

En lo que tiene que ver con los jóvenes en particular, hace algunos años nos tocó realizar un primer intento de sistematización del conocimiento disponible hasta mediados de la década de 1990 (Rodríguez, 1996), que nos permitió confirmar que el tema debe ser analizado desde dos perspectivas complementarias, tomando a los jóvenes como víctimas y como victimarios, y que en ambos casos, el problema es tan relevante en sus dimensiones como preocupante en sus características esenciales. Desde entonces, el conocimiento acumulado ha ido creciendo, a la par del crecimiento de las principales aristas del problema como tal: la violencia se ha generalizado como la principal causa de muerte entre los jóvenes en todos los países de la región (accidentes de tránsito y homicidios, en particular), al tiempo que el protagonismo juvenil en diferentes expresiones de violencia organizada (asaltos, homicidios, secuestros, etc.) ha ido aumentando de manera exponencial, con un claro sesgo de género y de estratificación social, en la medida en que los protagonistas son mayoritariamente varones y pertenecientes a estratos pobres de nuestras sociedades.

Por lo dicho, el problema está siendo cada vez más encarado desde las políticas públicas, sumando a las tradicionales respuestas represivas y de control social algunas iniciativas relacionadas con la seguridad ciudadana, en cuyo marco el tema de la violencia entre los jóvenes (al igual que la violencia doméstica) trata de ser encarado desde perspectivas renovadas, tomando en cuenta, de manera central, las evidencias que aportan los estudios especializados, que recomiendan actuar más y mejor desde enfoques preventivos y promocionales, que procuren incorporar a los jóvenes involucrados a la sociedad a la que pertenecen, pero que hasta ahora los margina desde todo punto de vista.

En este marco, escuetamente caracterizado, nos importa aportar una visión de conjunto sobre el tema, analizando el problema como tal, así como sus causas explicativas, revisando las iniciativas programáticas que se están poniendo en práctica y ofreciendo al final algunas recomendaciones para encarar respuestas más pertinentes e integrales (desde la perspectiva de los estudios sobre juventud) en esta primera década del nuevo milenio, plagada de problemas, pero también de oportunidades y desafíos que habrá que saber aprovechar, desde la lógica de la construcción de la paz y la promoción de la diversidad cultural, en el marco de sociedades más prósperas, más democráticas y más equitativas.

 

UNA PRIMERA VISIÓN DE CONJUNTO

Comencemos por brindar una primera visión de conjunto acerca de la violencia juvenil y sus múltiples manifestaciones, para analizar en la sección siguiente algunas especificidades nacionales relevantes y realizar luego algunas consideraciones vinculadas con las políticas públicas más pertinentes para este tipo de problemáticas.

 

Violencia y crimen: hechos y teorías explicativas

Según estudios del BM y el BID, América Latina es la región más violenta de todo el mundo, en la medida en que su registro anual de muertes es más de dos veces mayor que en cualquier otra región del planeta. En promedio, 30 asesinatos por cada 100 000 personas por año. En este contexto, Colombia es el país más violento del mundo, con índices que triplican los promedios del continente, mientras que Brasil se destaca por haber concretado el mayor crecimiento de los índices de violencia en los últimos años, especialmente en Río de Janeiro, seguido de Venezuela que, principalmente en Caracas, ha visto crecer también de manera explosiva sus propios índices de violencia.

El problema de la violencia creciente en el continente preocupa cada vez más a la opinión pública de casi todos los países, del mismo modo que a las respectivas autoridades de gobierno. Así lo reflejan las encuestas de opinión pública en casi todos los casos conocidos, y los crecientes debates políticos y parlamentarios centrados en la necesidad de desplegar respuestas más eficaces, a los efectos de disminuir o al menos controlar las preocupantes manifestaciones que más abiertamente atentan contra los derechos humanos y hasta contra la más elemental seguridad ciudadana. Las teorías que han intentado explicar estos fenómenos hasta el momento han sido muchas y variadas, pero las más relevantes han sido agrupadas en cuatro categorías:

1. Las teorías del "ambiente adverso", que incluyen factores ligados a los procesos de "urbanización distorsionada", a las "calificaciones insuficientes" y al "rejuvenecimiento" de los nuevos ciudadanos (inmigrantes rurales), a la "falta de normas", a la existencia de "subculturas alternativas" y a la creciente "privatización" del orden, que desembocan en la "ingobernabilidad" de las grandes ciudades.

2. Las teorías vinculadas con la corrupción y el crimen, que incluye teorías referidas a la incidencia de "empresas delictivas" y/o "gobiernos criminales", a los crecientes "costos de la legalidad", la importancia de la "descriminalización" y la formación de "capital social perverso".

3. Las teorías centradas en la "población criminal", que incluye el análisis del crecimiento y composición de la misma, la regulación de las actividades delictivas, las "tasas de actividad" y las tasas de "sustitución" de delincuentes.

4. Las teorías concentradas en el "efecto multiplicador", que incluyen el análisis de los "dos mercados de la protección", las estrategias preventivas, y la transformación de los ambientes delictivos (Ratinoff, 1997).

 

Juventud y violencia: algunas evidencias específicas

Pero lo más sintomático y preocupante es que los rostros de la violencia que estamos comentando son por lo general muy jóvenes, tanto en su carácter de víctimas como en su papel de victimarios, detrás de quienes siempre se identifican diversas formas de manipulación adulta. Una extensa revisión de antecedentes bibliográficos y una serie de entrevistas a informantes calificados, realizadas durante 1996 a pedido de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), nos ha permitido confirmar las dimensiones y complejidades de estos fenómenos, ciertamente difíciles de imaginar desde una ciudad "tranquila" como Montevideo (Rodríguez, 1996).

Así, son jóvenes (casi niños) los "sicarios" colombianos que asesinan a cualquiera, contratados por quien esté dispuesto a pagar por este tipo de "servicios" (véase, por ejemplo, Alonso Salazar, 1993), y son jóvenes los "delincuentes" que cada fin de semana "mueren en enfrentamientos con la policía" caraqueña o brasileña, o los miles de miembros de las "maras" (de "marabunta") guatemaltecas, salvadoreñas o nicaraguenses, que "arrasan" con todo lo que encuentran en su camino, en el marco de sus actividades "delictivas" (véase, por ejemplo, OPS-ASDI-BID, 1997).

También son jóvenes —y hasta niños— los que son "eliminados" por "escuadrones de la muerte" en Río de Janeiro por el simple hecho de ser "niños y jóvenes de la calle" (véase, por ejemplo, los estudios de la UNESCO reseñados en la bibliografía), y son jóvenes también los que protagonizan directamente los enfrentamientos armados entre soldados y guerrilleros en Perú, Colombia, Guatemala o Chiapas, en la frontera sur mexicana y, aunque esto ha ido disminuyendo en el marco de la suscripción de los acuerdos de paz en varios casos nacionales, el tema sigue latente y obliga a desplegar procesos de reinserción social muy intensos con los jóvenes desmovilizados en ambos bandos armados.

Son jóvenes, del mismo modo, los que conforman las "bandas" y "pandillas" juveniles en casi todas las grandes ciudades del continente, y son mayoritariamente jóvenes pobres, pertenecientes a familias desintegradas, que no han podido permanecer en el sistema educativo, que carecen de trabajos dignos y que han encontrado en la banda el principal "espacio de socialización" y de apoyo mutuo entre "pares". Las pandillas que han sido analizadas en la óptica de las teorías del "capital social perverso" en varios estudios del BM (Mosser y Bronkhorst, 1999; Mosser y Shrader, 1999) pero también desde ópticas promocionales más "proactivas" en algunos estudios de caso en Argentina y Brasil (Alarcón, 2003; Duschatzky y Corea, 2002; Cruz, Rasga y Mazzei, 2001).

Y como sabemos, también son jóvenes los que matan y mueren en enfrentamientos entre "barras bravas" seguidoras de diferentes equipos de futbol en Chile, Argentina y Uruguay, por ejemplo, o los que "prueban fuerzas" a través de modalidades cada vez más violentas frente a otros adolescentes, en los establecimientos educativos medios de casi toda América Latina (varios autores, 2003). En suma, rostros diversos de un fenómeno tan complejo como desgarrador, que no admite lecturas simplificadas ni simplistas y que exige rigurosidad al intentar ubicar las verdaderas raíces del fenómeno, al evaluar las respuestas brindadas hasta el momento y al encarar la búsqueda de respuestas alternativas más viables y pertinentes, basadas en el respeto a los derechos humanos y a las normas establecidas.

 

¿Tribus urbanas?: un intento de explicación integral

En un intento por interpretar de modo integral algunos de estos fenómenos, se han conocido últimamente algunos estudios centrados en el análisis de las denominadas "tribus urbanas", en la óptica de los estudios pioneros de Mafessoli de mediados de la década de 1980 (Mafessoli, 1990), especialmente uno publicado por la editorial Paidós con un subtítulo muy sugerente, ubicando "el ansia de identidad juvenil entre el culto a la imagen y la autoafirmación a través de la violencia" (Costa, Pérez Tornero y Tropea, 1997: 11). Más allá de la revisión de los muchos estudios que sobre "bandas juveniles" se han hecho en las últimas décadas en Europa, Estados Unidos y Canadá, y del estudio de grupos juveniles barceloneses que poco tienen que ver —al menos en apariencia— con sus homólogos de América Latina en general y de los diferentes países que la componen en particular, la investigación ofrece una sugerente perspectiva con la que analizar a fondo los complejos vínculos existentes entre jóvenes y violencia en nuestro medio.

Las tribus urbanas —dicen los autores— se presentaban en nuestra investigación no sólo como potenciales fuentes de agresividad, sino, ante todo, como el resultado de innumerables tensiones, contradicciones y ansiedades que embargan a la juventud contemporánea. Conforme avanzaba nuestra investigación —agregan— empezaba a quedar claro que la neotribalización de los jóvenes respondía a un fenómeno de hondo calado. Se presentaba como una respuesta, social y simbólica, frente a la excesiva racionalidad burocrática de la vida actual, al aislamiento individualista a que nos someten las grandes ciudades, y a la frialdad de una sociedad extremadamente competitiva (idem: 11).

Adolescentes y jóvenes —sostienen estos especialistas— solían ver en las tribus la posibilidad de encontrar una nueva vía de expresión, un modo de alejarse de la normalidad que no les satisface y, ante todo, la ocasión de intensificar sus vivencias personales y encontrar un núcleo gratificante de afectividad. Se trataba, desde muchos puntos de vista, de una especie de cobijo emotivo por oposición a la intemperie urbana contemporánea que, paradójicamente, les llevaba a la calle (idem : 53).

Los autores aceptan la escasa dimensión actual del fenómeno, pero insisten en la potencial tendencia al aumento del mismo en el futuro.

La respuesta tribal más aparente y reconocible como tal (la que aquí nos ocupa) no es sino minoritaria. Por tanto, no afecta a la mayoría de los jóvenes que se mueven, por el contrario, dentro de los parámetros habituales. Los paradigmas individualistas y los intercambios sociales de tipo contractual y mercantilistas constituyen aún el hueso de la ingeniería social contemporánea, y el conflicto entre la esfera pública y la individual es aún el eje principal en el que se envuelven las grandes corrientes macroeconómicas (idem : 53).

Sin embargo —agregan— las esclarecedoras reflexiones de los sociólogos de lo cotidiano y lo emocional, nos permiten tender un puente entre el fenómeno específico de las tribus juveniles propiamente dichas —fenómeno, por otro lado, cuantitativamente reducido aunque en absoluto irrelevante— y un macrofenómeno que se extiende de forma mucho más significativa en lo social, como es ese neotribalismo tendencial y generalizado que se puede observar más allá de esa punta del iceberg que las tribus juveniles representan (idem : 53).

 

Las diferentes respuestas ensayadas hasta el momento

Las respuestas ensayadas hasta el momento no han podido obtener resultados significativos, y han demostrado ser ineficaces en casi todos los casos conocidos, tanto desde el ámbito de las políticas públicas, como desde la órbita de la sociedad civil.

Así, desde las autoridades públicas, las políticas carcelarias están haciendo crisis en casi todos los casos nacionales (los motines y demás problemas acaecidos en los últimos tiempos así lo atestiguan) y las reformas de tipo legal no han tenido demasiados efectos, en la medida en que sólo han pretendido endurecer las penas previstas, sin criticar el enfoque puramente represivo de las mismas.

Por su parte, desde los afectados por la violencia, las respuestas se han concentrado en el "atrincheramiento privado" (rejas, alarmas, condominios "militarizados", etc.) en el caso de los "integrados", o en el desarrollo del ejercicio de la justicia por mano propia ("juicios sumarios" y linchamientos de "delincuentes", grupos de autodefensa, etc.) en el caso de los "excluidos", respuestas cargadas en ambos casos por ingredientes sumamente perversos.

En el fondo, las respuestas no logran resultados relevantes, porque sólo atacan las expresiones más visibles del fenómeno. Tal como lo señala un estudio de la OPS, resulta imprescindible asumir que estamos ante un problema estructural, sumamente complejo y enraizado en la propia cultura de nuestros países. Es necesario superar los enfoques simplistas predominantes hasta el momento, que se limitan al despliegue de respuestas de neto corte "represivo" o al desarrollo de campañas "moralistas" o aún a la asimilación mecánica entre "pobreza" y "delincuencia", que postula el combate a la pobreza como respuesta casi "mágica" (lo que se ha intentado seriamente —en Medellín, por ejemplo— y aún así el fenómeno ha continuado expandiéndose).

La cultura de la violencia —sostiene este interesante informe de la OPS— no resulta de la manifestación de comportamientos de seres humanos instintivos sino de la expresión de comportamientos de seres humanos alienados. La violencia es una adulteración de las relaciones humanas como producto de instituciones sociales —la familia, la escuela, los grupos a los que se pertenece, las cárceles, la policía, las instituciones oferentes de servicios— que la permiten, generan, o recrean, cuando se distorsionan. Muchos, entre aquellos que realizan actos violentos, se han visto impulsados, estimulados, seducidos u obligados a cometerlos. De algún modo, fueron instrumentalizados. No fueron ellos los que eligieron la violencia; fueron elegidos por ella (Gustavo de Roux, 1993: 4).

Un niño o un joven violento —enfatiza el autor— son personajes alterados por interferencias en su desarrollo normal o que han sido condicionados para recrear la violencia. Los jóvenes desean afirmar su identidad como personas y el modelo que les ofrece la sociedad es el consumidor a ultranza. Quieren ser reconocidos como individuos y la sociedad los anonimiza o registra como peligro; buscan diversión y se les ofrece espectáculos televisados de violencia y armas, primero de juguete y después letales. Reclaman un ambiente sano y se les concede uno de privaciones, exclusión y violencia" (idem : 4-5).

 

ALGUNAS ESPECIFIDADES NACIONALES RELEVANTES

Pero, más allá del panorama general esquemáticamente presentado en la sección anterior, importa destacar algunas especificidades nacionales relevantes, que obligan a definir políticas públicas particulares en cada caso específico. Para ello, nos apoyaremos en las evidencias recogidas en diversos estudios realizados con el apoyo del BID, del BM, de la CEPAL y de la UNESCO en varios países de la región (las referencias bibliográficas figuran al final de estas notas).

En especial, importa reseñar los casos de México, El Salvador, Venezuela y Brasil, por tratarse de situaciones nítidamente diferenciadas en términos de indicadores generales (niveles de desarrollo, cobertura de servicios, culturas dominantes, etc.) pero que en relación con el tema que aquí nos ocupa, mantienen similitudes importantes, lo que muestra más claramente aún las complejidades del fenómeno que estamos analizando.

 

Factores de riesgo asociados a la violencia en México

Un estudio de la Fundación Mexicana para la Salud (FMS, 1998), realizado en el Distrito Federal, concentró su atención en los factores de riesgo asociados a la violencia. Para medirlos, realizó una encuesta en los Servicios de Urgencia del Departamento del Distrito Federal, donde se atiende 40% de los casos de lesiones intencionales infligidas a la población.

Las cifras recabadas, correspondientes a enero y febrero de 1997, indican que en un total de 601 casos atendidos, 457 correspondieron a hombres y 144 a mujeres, de los cuales, 60.4% tenía entre 15 y 29 años. El porcentaje de jóvenes afectados por este tipo de fenómenos asociados a diversas formas de violencia, era equivalente a 52.8 por ciento en el caso de las mujeres, y a 62.8% en el caso de los hombres.

El grupo de más alto riesgo que seguía al de los jóvenes era el compuesto por personas de 30 a 44 años, con 27.2% de los casos en total (34% en el caso de las mujeres y 24.9% en el caso de los hombres). En el resto de los grupos etáreos, las cifras eran mucho menores, ubicándose en 8.4% en el grupo de 45 a 59 años, en 2.9% en los menores de 14 años y en 1.2% entre los mayores de 60 años (siempre en promedio de ambos sexos para todos los grupos).

El estudio midió la probabilidad de sufrir lesiones intencionales, asociando el fenómeno con diferentes variables, concluyendo que los mayores riesgos se asociaban con el consumo de alcohol (comparado con el no consumo), con la elevada presencia en la vía pública (comparada con el lugar de trabajo y el hogar), con el sexo masculino (en comparación con el sexo femenino) y con la condición de joven (en niveles notoriamente superiores a cualquier otro grupo de edad).

Sin duda, las expresiones de violencia relacionadas con los jóvenes de otras ciudades o las que ocurren en el campo mexicano son diferentes a las aquí reseñadas, pero en cualquier caso, lo dicho es más que elocuente, tanto en términos de dimensiones como de complejidad, a pesar de la relativa validez de las evidencias utilizadas para el Distrito Federal.

 

Las maras y la violencia en El Salvador

Según los estudios del IUOP (1998 y 1999), El Salvador debe dedicar más de 12% del PIB a atender la violencia y las secuelas provocadas por ella. El alto nivel de homicidios (más de 100 muertes violentas por cada 100 000 habitantes por año) explican dicha inversión. En este contexto, las pandillas juveniles constituyen uno de los fenómenos asociados con la violencia de mayor envergadura en el país.

Distintas investigaciones locales han mostrado que la dinámica de las maras (nombre con el que se denomina a las pandillas juveniles, por asociación con el fenómeno de las hormigas invasoras de la película Marabunta que "arrasan con todo") está fuertemente vinculada al ejercicio de la violencia, tanto de tipo delincuencial como entre ellos mismos, es decir, contra otras pandillas. Un sondeo realizado entre la opinión pública reveló que 26% de los salvadoreños piensa que el problema delincuencial más grave que existe en el país es el elevado número de maras juveniles y en repetidas ocasiones la prensa nacional lo ha destacado como el problema fundamental de la violencia, no sólo dentro de la población juvenil sino que también a nivel general.

En 1996, la Policía Nacional Civil calculaba que en el área metropolitana de San Salvador residían alrededor de 20 000 jóvenes que estaban integrados a las pandillas juveniles callejeras, y hay razones para pensar que ese número ha crecido desde entonces. En este país, el problema de las maras tiene dos dimensiones diferentes. Por un lado, se encuentran las ya aludidas maras callejeras, integradas por jóvenes cuyo elemento de referencia es la identificación con el barrio y la territorialidad de sus actividades. Aunque la mayor parte de estos jóvenes está integrada a dos o tres pandillas, con presencia nacional, estas se subdividen en clicas que suelen desenvolverse en el sentido más clásico de la organización pandilleril. Por otro lado, se encuentran las maras o pandillas estudiantiles, conformadas por jóvenes matriculados en distintos centros educativos y cuya referencia organizacional depende de esa pertenencia institucional. En los últimos años, las actividades de este tipo de pandillas se han vuelto progresivamente más violentas, hasta llegar con regular frecuencia al homicidio.

Un sondeo con los reclusos del sistema penitenciario nacional y con los internos de los centros de reeducación juvenil exploró la afiliación de los mismos a las pandillas juveniles al momento de su captura. Los resultados indicaron que sólo 11% de los entrevistados afirmó formar parte o haber sido miembro activo de una mara cuando fue capturado.

Sin embargo, esto no significa que en el pasado no hayan formado parte de las pandillas. Aunque el sondeo no exploró esa historia de pertenencia pandilleril, no se puede descartar ese tipo de afiliación pasada, sobre todo entre las personas de mayor edad. Esto se fundamenta en los porcentajes diferenciados de pertenencia según la edad: los más jóvenes presentan una proporción de pertenencia bastante alta, por encima de 50%, pero hacia los 41 años ningún recluso registra una historia de vinculación con las maras. Si nos atenemos al punto de vista institucional, 54% de los internos en centros de re-educación juvenil son maras, frente a sólo 7.2% en los establecimientos penitenciarios para adultos (a pesar de que las tres cuartas partes de estos reclusos son jóvenes).

 

Víctimas de la violencia en Venezuela: jóvenes, varones y pobres

La encuesta de victimización realizada en Venezuela (Briceño y Pérez, 1999) permitió caracterizar claramente el perfil de las principales víctimas de la violencia. Las cifras demuestran que 95 de cada 100 víctimas son del sexo masculino, con muy leves oscilaciones durante la década de 1990.

Del mismo modo, la casi totalidad de las víctimas que sufrieron agresiones de armas de fuego y/o de armas blancas cuenta con ingresos menores al equivalente a tres salarios mínimos y pertenecen a sectores ligados a diversas formas de pobreza, habitantes de los denominados "barrios" (zonas marginales).

Pero lo más destacable en el marco de este informe es la corta edad de la mayor parte de las víctimas: según el estudio, 54% de los homicidios ocurrieron, durante el periodo estudiado, en menores de 25 años, llegando a afectar a 81% entre los que cuentan entre 15 y 35 años. Los menores de 29 años tienen 2.7 más probabilidades de ser víctimas de un asesinato que los mayores de 30 años.

La tasa de homicidios en los jóvenes es dos o tres veces mayor que la tasa de homicidios en general en la ciudad de Caracas, y seis o siete veces mayor que la tasa de homicidios del país. Al diferenciar grupos de edad, las cifras indican que la tasa de homicidios (por 100 000 habitantes) era 172 en el grupo de 15 a 19 años en 1992, llegando a 218 en 1994 para descender luego a 136 en 1996. En el grupo de 20 a 24 años, por su parte, las cifras fueron 194, 251 y 170, respectivamente.

Un estudio realizado por la División de Planificación de la Policía Metropolitana de Caracas muestra que en el periodo 1994-1996, el promedio de menores detenidos o retenidos por dicha policía fue de 40.3% del total de personas detenidas o retenidas. Llama la atención, sin embargo, que de un total de 43 146 menores detenidos o retenidos por la policía, 32.6% tuviesen como causa de la acción policial que fueran sospechosos, indocumentados o por averiguación de antecedentes.

Es decir, hay un efecto de estigmatización de los jóvenes que los hace más proclives a ser culpabilizados y que produce, a su vez, una mayor probabilidad de inserción en el crimen al ser considerados como criminales e internalizar ellos mismos esa identidad. Es de destacar, por último, que los jóvenes son también victimarios importantes: los datos disponibles para 1994 muestran que 17% de los homicidios cometidos en ese año, singularmente violento en Caracas, fueron ejecutados por menores de edad.

 

La mortalidad juvenil en Brasil: un problema de los grandes centros urbanos

Para 1996, los datos del censo de población confirmaban que el país contaba con un contingente de poco más de 30 millones de jóvenes en la faja etárea de 15 a 24 años, que representaban 19.8% del total de 156.7 millones de habitantes del país. Esta proporción fue mayor en el pasado: en 1980, si existían sólo 25.1 millones de jóvenes en un total de 118.7 millones de habitantes, este grupo representaba proporcionalmente 21.1% de la población.

Sin embargo, este crecimiento de la población joven, dados los recientes cambios en las curvas demográficas del país, resultado de las caídas en las tasas de fecundidad y del aumento de las tasas de mortalidad por causas externas, tenderá a inflexionar en los próximos años. Efectivamente, según las estimaciones oficiales, para el año 2020 ese contingente deberá haber caído a alrededor de 28.7 millones de jóvenes, con el consiguiente envejecímiento de la población del país.

Pero si la tasa global de mortalidad de la población brasileña cayó de 633 en 100 000 habitantes en 198O, a 550 en 1996, la tasa específica de los jóvenes creció significativamente, pasando de 128 a 140 en el mismo periodo, hecho ya muy preocupante. La mortalidad entre los jóvenes no sólo aumentó; además, está cambiando su configuración, a partir de los nuevos patrones de mortalidad.

Estudios históricos realizados en São Paulo y Río de Janeiro muestran que las epidemias y dolencias infecciosas, que eran las principales causas de muerte entre los jóvenes hace cinco o seis décadas, fueron sustituidas progresivamente por las denominadas "causas externas" de mortalidad, principalmente los accidentes de tránsito y los homicidios. Los datos disponibles permiten verificar esta fuerte tendencia. En 1980 las "causas externas" ya eran responsables de más de la mitad (52.9%) del total de muertes de jóvenes del país. Diez y seis años después, ese porcentaje se elevó a 67.4%: más de dos tercios de los jóvenes mueren por esas causas externas y fundamentalmente por homicidios y otras formas semejantes.

Las cifras del Mapa de la violencia elaborado por la UNESCO (Waiselftsz (coord.), 1998a, 2000 y 2002) indican claramente —además— que la violencia relacionada con los jóvenes es un fenómeno ligado directamente a la dinámica de los grandes centros urbanos. El estudio compara la situación de las distintas unidades federadas, las regiones metropolitanas y las capitales estaduales, mostrando semejanzas y diferencias significativas. En accidentes de tránsito, en la media nacional, las capitales presentan una tasa 24% mayor que las unidades federadas, situación a la que también se aproxima la media de las regiones. Sin embargo, la situación es bien diferente en relación con los homicidios y otras formas de violencia: las capitales y las regiones metropolitanas tienen tasas que duplican la tasa global (92 y 96, comparado con 49 por 100 000). Esto permite afirmar que la violencia contra los jóvenes, causada por diversas formas de agresión física, constituye un fenómeno significativo y relevante de los grandes conglomerados urbanos. En el caso de los suicidios, éstos se distribuyen también con más uniformidad entre unidades federadas, regiones metropolitanas y capitales estatales.

Si incluso se compara con el sida, las diferencias en las respuestas son abismales. Así, en 1996, el sida victimizó a 1 199 jóvenes, es decir, 2.8% de las muertes juveniles en todo el país. Como se sabe, existe al respecto una enorme preocupación y una gran movilización, que todos consideran necesaria y justificada. Pero, para este otro flagelo (los homicidios), causante de 15 228 muertes de jóvenes en ese año, esto es, un mal cuantitativamente 13 veces mayor que el sida, las acciones y políticas de enfrentamiento son aún escasas y bastante tímidas.

 

ALGUNAS RESPUESTAS INNOVADORAS DESTACABLES

Por otra parte, importa destacar algunas respuestas innovadoras que se están aplicando en algunos países de la región, a los efectos de mostrar la existencia de alternativas viables que podrían replicarse en otros contextos específicos. En particular, nos importa presentar los Programas de Seguridad Ciudadana de Colombia y Uruguay, la experiencia de Costa Rica en materia de responsabilidad penal de adolescentes y jóvenes, la experiencia hondureña en el trabajo con maras y las "escuelas abiertas" de Brasil.

 

Seguridad y convivencia ciudadana en Colombia

El Programa de Seguridad y Convivencia Ciudadana de Colombia busca apoyar un conjunto de intervenciones orientadas a fomentar la convivencia ciudadana y prevenir y controlar la violencia urbana. Las intervenciones que se vienen desplegando se articulan con la estrategia de la salud pública de afectar los llamados factores de riesgo, entre los que han sido identificados como más relevantes: la impunidad, la poca credibilidad de la justicia y de la policía, las relaciones que favorecen la solución violenta de los conflictos, el manejo inadecuado de los hechos violentos por parte de los medios de comunicación, la presencia de pandillas juveniles y grupos armados al margen de la ley, la proliferación de armas en la población civil y el consumo desmedido de alcohol y otras drogas.

Las actividades en toda la nación están orientadas a proveer las herramientas necesarias para el conocimiento y la evaluación de los múltiples tipos de violencia que afectan a la sociedad colombiana, y crear consenso alrededor de los factores generadores sobre los cuales podría incidirse. Asimismo, el programa nacional incluye un fondo de asistencia técnica para apoyar a las municipalidades, y se viene aplicando especialmente en Bogotá, Cali y Medellín. Con este fondo se financian sistemas de información, revisión de la legislación vigente, sistemas alternativos de rehabilitación de menores que delinquen, políticas de desarme de la población civil, etc. Del mismo modo, se financian investigaciones y programas promocionales ligados con el fomento de la convivencia ciudadana, la resolución pacífica de conflictos, el combate de la exclusión social, etcétera.

En dicho marco se identificaron tres ejes prioritarios para la acción: la negociación interna del conflicto con los grupos armados al margen de la ley, la violencia originada en torno a las cuestiones agrarias y la violencia urbana, con especial énfasis en la violencia doméstica. En particular, dichas prioridades implican atender preferentemente el accionar de las pandillas juveniles y la participación de jóvenes en actos delictivos de diversa índole.

En el caso concreto de Medellín, esto se expresa en el establecimiento de prioridades muy claras en relación con la "población objetivo del programa": niños y jóvenes (especialmente aquellos ubicados en los estratos más pobres), a partir de la atención de los espacios de socialización (familia, espacios educativos, barrios populares y medios de comunicación) y a las instituciones especializadas en procesos de prevención, detección, información y atención al niño y al joven en alto riesgo de presentar comportamientos agresivos, incluyendo instituciones públicas y privadas encargadas de procesos de seguridad y justicia institucional y comunitaria, y autoridades y líderes de organizaciones de todo tipo.

Para operar, el programa se estructuró en diversos componentes: montaje de un observatorio de la violencia, reforma de la justicia para acercarla al ciudadano, promoción de la convivencia pacífica entre niños y jóvenes, medios de comunicación como promotores de la convivencia ciudadana, modernización institucional y seguimiento ciudadano. La estrategia de aplicación se sustenta en una extendida participación ciudadana y de todas las instituciones implicadas. En lo que hace a la promoción de la convivencia con niños y jóvenes, el programa está operando en torno a la detección precoz de niños agresivos y el diseño de pautas para su crianza y educación, el establecimiento de una red de instituciones para apoyar estas tareas, la promoción de la convivencia entre jóvenes en conflicto, y el desaprendizaje de la violencia en jóvenes ya violentos.

En el caso de Bogotá, el programa también cuenta con una gran prioridad relacionada con los jóvenes, al ubicar el trabajo desde una óptica eminentemente preventiva, en dos vertientes claramente identificadas: prevención y comunicación (fortalecimiento de procesos comunicacionales para las relaciones interpersonales, grupales, escolares, colectivas y masivas) y prevención y producción (creación, fortalecimiento, organización y capacitación para la ejecución de proyectos de educación para el trabajo y la productividad). Desde este ángulo, se promueven procesos de construcción de identidad y autoestima, apoyo a la consecución de ingresos propios legales, formación de hábitos de trabajo, desarrollo de habilidades y destrezas, etcétera.

Aunque todavía no se dispone de evaluaciones sistemáticas de los impactos efectivamente logrados, se coincide en destacar que éstos han sido limitados, alejados —en general— de las expectativas originales al respecto. Un complejo conjunto de causas han incidido —al parecer— en estos magros resultados, entre las que se destacan: la persistencia de la crisis económica, las resistencias al cambio de varios de los grupos organizados que se benefician con la dinámica del conflicto, el carácter estructural de los principales componentes de la cultura dominante (fomentadora de la resolución violenta de conflictos), la falta de continuidad en los esfuerzos impulsados, etcétera.

 

Programa de seguridad ciudadana en Uruguay

En el caso de Uruguay, que cuenta con los menores niveles de violencia de toda la región, "el objetivo global del programa es prevenir y tratar la violencia interpersonal así como disminuir la percepción de inseguridad. Para ello el programa fortalecerá las capacidades institucionales y promoverá la participación activa de organizaciones de la sociedad civil y de la comunidad, particularmente la juventud". El programa se despliega en Montevideo y el área metropolitana, donde se concentra 55% de la población y 80% de los delitos.

Los principales componentes del programa son: fortalecimiento institucional, consolidación de los sistemas de información, concientización pública y reorientación de los servicios policiales. En términos operativos se desarrollan acciones conjuntas policía-comunidad, se despliegan importantes esfuerzos de readiestramiento y capacitación de recursos humanos, se fortalecen los servicios de atención y rehabilitación, se desarrollan acciones en los centros educativos, se refuerzan los programas de promoción juvenil, se instalan centros piloto de prevención y un centro de rehabilitación para jóvenes infractores, alternativo al sistema carcelario.

En términos de "impactos" del programa, se aspiraba a disminuir la sensación de inseguridad de la población en un 15%, disminuir la tasa de delito por rapiña en cinco puntos, disminuir la tasa de homicidio en dos puntos, disminuir la reincidencia de la población reclusa en diez puntos y disminuir el impacto de la violencia intrafamiliar contra la mujer en otros diez puntos, al finalizar el proyecto en el año 2002. En lo que hace a la violencia doméstica, el programa ha apoyado varios proyectos públicos y privados que proveen servicios y atención a víctimas y agresores. Respecto a los jóvenes se ha hecho otro tanto, en relación con las organizaciones que trabajan en la esfera de la prevención y atención alternativa.

La estrategia de aplicación, como puede apreciarse, se aparta claramente de los enfoques puramente represivos vigentes, y procura apoyarse fuertemente en la experiencia de diversos programas que vienen trabajando desde hace tiempo en la esfera de la prevención, tratando de ampliar significativamente la cobertura de los mismos, y por esta vía lograr impactos más extensos y pertinentes. Se trata, por tanto, de una apuesta sumamente relevante (al igual que la que se está desplegando en Colombia) y los resultados, también en este caso, han estado por debajo de las expectativas, muy exigentes en términos de indicadores que evolucionan al compás de macro tendencias estructurales, de difícil manipulación desde programas como el que estamos comentando (Bonino, 2001).

En cualquier caso, son las primeras acciones de este tipo que —en dimensiones significativas— se intentan poner en práctica, y seguramente estas experiencias serán de utilidad para encarar este tipo de problemas en otros contextos nacionales en el futuro. Lo cierto, en todo caso, es que en relación con los jóvenes por primera vez se ha intentado dar respuestas reclamadas desde la sociedad civil, involucrándola de manera central, lográndose avances significativos en algunas áreas promocionales de carácter puntual (instalación de Casas de Juventud con programas promocionales bien valorados por los jóvenes beneficiarios, etc.). Sin embargo, en paralelo, los índices de violencia han seguido aumentando, en buena medida a la luz de la persistente y aguda crisis económica y social que afecta al país desde 1999, y que apenas comienza a revertirse con cierta sostenibilidad en estos primeros meses de 2004.

Simultáneamente, además, las cifras de menores infractores recluidos en establecimientos del Instituto Nacional del Menor (INAME) han crecido de manera sostenida, pasando de un total de 818 en 1998 a 1 500 en 2003 (El País, Montevideo, 15 de febrero de 2004). Ello ha motivado, casi como un reflejo condicionado, un nuevo embate de los sectores sociales y políticos más conservadores que exigen la rebaja de la inimputabilidad de los menores hasta los 16 años (establecida desde hace décadas en 18 años). Pero las cifras absolutas —a veces— muestran problemas que —en realidad— no son tales. Así, un estudio reciente auspiciado por UNICEF (Silva y Cohen [coords.], 2003) ha demostrado que, en términos relativos, los delitos no se han tornado más violento ni se han "juvenilizado" (como se sostiene desde estos enfoques). En realidad, el número total de delitos ha aumentado, por lo que el aumento en números absolutos en el caso de los menores no se refleja en las cifras relativas. Lamentablemente, este tipo de debates ha contribuido muy poco en el enfrentamiento decidido —y con enfoques innovadores— de las raíces de este tipo de dinámicas, y nada indica que esto pueda cambiar.

 

De la arbitrariedad a la justicia: jóvenes y responsabilidad penal en Costa Rica

En tercer lugar, importa analizar la experiencia costarricense en materia de responsabilidad penal de adolescentes y jóvenes, en la medida en que la misma se aparta sustancialmente de las prácticas vigentes en toda la región en las últimas décadas. La misma procura funcionar en base a un modelo sustentado en la Convención Internacional de los Derechos del Niño (aplicable a todos los menores de 18 años y que los toma como sujetos de derechos, y no como simples personas en situación irregular, a las que hay que proteger) siguiendo el camino que abrió en 1990 la aprobación del Estatuto del Niño y el Adolescente de Brasil, con enfoques totalmente alternativos a los vigentes en América Latina durante el siglo XX. Este es un elemento central del tema que analizamos, en la medida en que estamos ante una de las respuestas más recurrentes en todos nuestros países, esto es, el castigo legalmente establecido para los adolescentes que contravienen las leyes del país.

El modelo de justicia de responsabilidad penal de Costa Rica —ha destacado el representante de UNICEF en ese país— tiene la virtud de haber contribuido a dirimir de una manera bastante clara un antiguo conflicto conceptual y jurídico que arrastraban las viejas doctrinas jurídicas y sociales sobre niñez y adolescencia. Nos referimos —acota— a la Doctrina de la Situación Irregular, la cual colapsó en el plano operativo y conceptual debido a la ineficacia de sus instituciones y a sus limitaciones teóricas. En el pasado, la combinación ingrata entre los conceptos de "situación irregular", "protección", "pedagogía" y "justicia", condujo a la aprobación de legislaciones y al diseño de instituciones que confundían la administración de justicia con la administración de programas sociales (González y Tiffer, 2000).

Como lo destacara Emilio García Méndez en el mismo libro:

el principio general que interesa poner en evidencia consiste en la diversidad del tratamiento jurídico con base en la faja etárea. Así, los niños no sólo son penalmente inimputables, sino que además resultan penalmente irresponsables. En el caso de comisión por un niño de actos que infrinjan las leyes penales —señala este destacado especialista— sólo podrán corresponder —eventualmente— medidas de protección. Por el contrario, los adolescentes, también penalmente inimputables resultan, sin embargo, penalmente responsables. Es decir, responden penalmente —en los exactos términos de leyes específicas— de aquellas conductas posibles de ser caracterizadas como crímenes, faltas o contravenciones (idem: 24).

Estamos, por tanto, ante una experiencia que está dando frutos muy positivos, a pesar del corto tiempo de vigencia (la Ley de Justicia Penal Juvenil fue aprobada en 1996). Las grandes ventajas de este nuevo instrumento jurídico parecen radicar en la especificación de penas acordes con la dimensión de los "delitos" cometidos, la puesta en funcionamiento de establecimientos autónomos para la reclusión de adolescentes (especialmente los que cometen delitos por primera vez), el énfasis en la recuperación (y no en el simple castigo) con que dichos establecimientos funcionan, y la promulgación de medidas alternativas a la reclusión (aún la autónoma o separada de los establecimientos carcelarios para adultos) como lo son las diversas formas de "libertad asistida" aplicadas con el apoyo de instituciones públicas y privadas especializadas. Reglas claras, en definitiva, que permiten ajustarse más y mejor a todas las partes involucradas, y que por tanto, limitan las arbitrariedades propias de los modelos vigentes en el pasado.

 

Prevención y rehabilitación de miembros de maras en Honduras

Como se sabe, el tema de las maras (pandillas juveniles) está presente en la mayor parte de los países centroamericanos. Ya lo destacamos en el caso de El Salvador, pero también existen en Guatemala, en Honduras y en Nicaragua. Sin embargo, las causas que explican los procesos en cada caso en particular son diferentes, al igual que las características esenciales del fenómeno.

El tema preocupa particularmente a los hondureños, pero no existen consensos respecto a cómo responder a dicha problemática.

Las posiciones sobre las respuestas al problema han sido polarizadas: de un lado están aquellos sectores que demandan medidas drásticas, como el encarcelamiento, mayor presencia de la policía en las calles, reducción de la edad para la imputación de responsabilidad penal, el retorno del servicio militar obligatorio; del otro lado están los sectores que demandan la plena vigencia de los derechos de la niñez y la adolescencia y verdaderas transformaciones en las prácticas autoritarias y represivas que predominan en el tratamiento del problema (Salomón, Castellanos y Flores, 1999: 116).

El fenómeno preocupa cada vez más en términos de amenaza a la seguridad ciudadana, en el marco de un manejo sensacionalista del tema por parte de los grandes medios de comunicación y de mensajes sesgados provenientes de la policía y otros organismos responsables del orden público, que muchas veces estigmatizan a todos los jóvenes pobres como sospechosos de pertenecer a las maras, hasta que demuestren lo contrario. Así, la persecución y el hostigamiento a los mismos, muchas veces excede los límites de lo necesario y amenaza la integridad y el respeto a los derechos más elementales de una parte importante de la población juvenil. Esto ha motivado la realización de denuncias, que han implicado la intervención de organismos internacionales de defensa de los derechos humanos, preocupados en gran medida por el tema.

Por todo lo dicho, el Congreso Nacional asumió a fines de 2001 la responsabilidad de analizar el tema con rigurosidad y responsabilidad, constituyendo una Comisión Interinstitucional responsable de la elaboración de un plan de prevención, rehabilitación y reinserción social de jóvenes en maras o pandillas, y de un anteproyecto de ley que legisle al respecto, con lo cual se comenzó a recorrer un proceso sumamente relevante.

La ley finalmente aprobada destaca, en la exposición de motivos, que lo que se procura es "establecer un enfoque integrador, respetuoso de la condición democrática, de las garantías constitucionales y de los derechos y prerrogativas que la ley confiere a todas las personas", reconociendo que "el manejo del problema de pandillas requiere de unidad de principios, de visión, de objetivos y de métodos de acción por parte del Estado y de las iniciativas privadas y de la sociedad civil". En el mismo sentido, se establece que el objetivo central debe ser la "prevención, rehabilitación y reinserción social en el nivel municipal", basando el enfoque en el reconocimiento del "derecho de todas las personas involucradas en pandillas a ser beneficiarios de los planes, programas y proyectos de prevención, rehabilitación y reinserción social, sin que su edad sea límite para ello" (versión mimeografiada, pp. 2-3).

El articulado de la ley incluye algunas disposiciones generales, otras más estrictamente relacionadas con aspectos institucionales, algunas más referidas a los programas y proyectos a impulsar, un capítulo específico sobre responsabilidades y derechos, y otro dedicado a los recursos que permitirían poner en práctica las propuestas formuladas. Se trata de una propuesta seria y rigurosamente diseñada que permitiría encarar correctamente este particular problema, pero su efectiva puesta en práctica está enfrentando serios problemas operativos, en la medida en que algunos de los principales actores institucionales involucrados en el tema no prestan la colaboración necesaria, y en paralelo, se han vuelto a desplegar acciones de grupos armados que matan a adolescentes pobres en circunstancias sumamente confusas y preocupantes (Valladares, 2001).

De más está decir que de mantenerse estas tendencias se corre el riesgo de que el manejo del tema se encauce por los caminos conocidos hasta el momento, y de ello no podrá esperarse nada bueno desde el punto de vista del logro de mayores niveles de seguridad ciudadana ni, claramente, desde el punto de vista de la reinserción de los jóvenes implicados en el tema. En cambio, si esta iniciativa legislativa se pusiera en práctica, podría aportar respuestas innovadoras sumamente relevantes y oportunas. Lamentablemente, las actuales condiciones sociales, económicas y políticas no permiten ser optimistas.

 

Las "escuelas abiertas" de Brasil

Por último, en esta sección importa reseñar brevemente la experiencia de las "escuelas abiertas" de Brasil, pensada como una estrategia de prevención de la violencia juvenil, y de la que participan unos 1 500 colegios, involucrando a 500 000 adolescentes y jóvenes, en los estados de Bahía, Pernambuco, Río de Janeiro, São Paulo y Mato Grosso. La idea es muy simple: abrir las escuelas básicas y medias los fines de semana para realizar actividades recreativas, lúdicas y deportivas con los adolescentes y jóvenes de las comunidades circundantes, de las que provienen los alumnos que asisten regularmente a dichos colegios, y en donde habitan —también— los muchos desertores del sistema escolar que no encuentran en la educación los elementos que respondan a sus expectativas de integración social (preparación para el ingreso al mercado de trabajo, para el ejercicio de derechos ciudadanos, etc.).

Los criterios utilizados para incluir escuelas en esta experiencia son muy simples: que exista una baja oferta de entretenimiento en la comunidad circundante (las zonas más deprimidas de los centros urbanos donde se trabaja) y altos índices de violencia en la escuela y en la comunidad. La experiencia acumulada muestra que los índices de violencia disminuyen, al tiempo que se produce un retorno importante de "desertores" a la dinámica educativa regular de los colegios en los que opera el programa. En Recife, estado de Pernambuco, por ejemplo, los índices anuales de peleas con armas de fuego entre los alumnos de las escuelas participantes cayeron de 51 a 5.1 por 100 000 jóvenes, mientras que los asaltos cayeron de 196 a 51.3, y el uso de drogas de 136 a 51 (siempre por 100 000 jóvenes). En promedio, 60% de reducción de la violencia, y aunque no puede establecerse un vínculo mecánico entre aplicación del programa y reducción de los indicadores de violencia, lo cierto es que los impactos son tan visibles como relevantes (Waiselfisz y Maciel, 2003; Abramovay [coord.], 2003; y Abramovay [coord.], 2001).

 

PERSPECTIVAS Y DESAFÍOS: ALGUNAS PROPUESTAS ESPECÍFICAS

Finalmente, conviene hacer algunas consideraciones sobre el tratamiento que estos temas deberían tener en el futuro inmediato, desde el punto de vista del diagnóstico y del mejoramiento de las respuestas que pueden brindar las políticas públicas. Para ello, conviene extraer primero algunas conclusiones preliminares del análisis realizado hasta el momento, a los efectos de enmarcar adecuadamente las propuestas relacionadas con las futuras acciones a desarrollar.

 

Algunas conclusiones preliminares: la necesidad de enfoques integrales

Por todo lo dicho, puede afirmarse con sólidos fundamentos que las estrategias de combate a la violencia deberán ser en el futuro más integrales y sistemáticas, procurando incidir en la multiplicidad de factores que explican las espirales de violencia existentes en los diferentes países de la región. Así lo destacan todos los estudios especializados, y así lo muestran también las experiencias más innovadoras y recientes (que hemos reseñado), que combinan prevención y control de un modo dinámico y sinérgico.

La adopción de programas de doble orientación, como se les ha denominado, representa grandes desafíos, ya que junto con atender a las necesidades más urgentes, deben apuntar a alcanzar soluciones sostenibles en el largo plazo que efectivamente reduzcan los niveles de violencia que afectan a la región. Pero además, representan un desafío porque en muchos casos supone restituir la confianza entre autoridades policiales y sociedad civil, como paso previo para fomentar la participación y el compromiso de la población en los planes de seguridad ciudadana; iniciar procesos de reforma judicial y penal que requieren de grandes consensos políticos y sociales; y promover un cambio cultural de largo plazo como es el paso hacia la resolución pacífica de conflictos en distintos ámbitos de la sociedad (Arriagada y Godoy, 1999: 48).

En el caso concreto de los jóvenes, todo esto supone la necesidad de contar con enfoques modernos, que los tomen en una doble perspectiva: como destinatarios de políticas (asegurando el acceso equitativo a servicios sociales de calidad) y como actores estratégicos del desarrollo (auspiciando espacios y estrategias para el fomento de la participación de los mismos a todos los niveles). Esto implica un trabajo articulado entre las diferentes instituciones públicas y privadas que operan en el dominio de la promoción juvenil, procurando complementar esfuerzos y potenciar las sinergias necesarias a todos los niveles (Rodríguez, 2003; Rodríguez, 2002a y b; CELADE-CEPAL, 2001).

El impulso a diversas formas de voluntariado juvenil, la apertura de espacios para el desarrollo de prácticas de participación ciudadana entre los jóvenes, la promoción del uso responsable de los medios masivos de comunicación como agentes privilegiados de socialización juvenil, la replicación de la experiencia de "escuelas abiertas" de Brasil en toda la región y el acercamiento de la cultura juvenil y la cultura escolar en la enseñanza media (muy distanciadas en los últimos tiempos), podrían colaborar significativamente en estas materias, fortaleciendo —en definitiva— los activos de los propios jóvenes y disminuyendo los riesgos a los que éstos se ven sometidos.

De lo que se trata —en todo caso— es de fortalecer el capital social de los jóvenes (Arriagada y Miranda [comp.], 2003; CIDPA-INJUV, 2004), que puede transformarse en un activo de gran relevancia para la promoción de sociedades más prósperas, más equitativas y más democráticas, en el marco de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) propuestos por Naciones Unidas y respaldados por todos los gobiernos de la región (PNUD, 2003).

 

Jóvenes que no estudian, no trabajan ni buscan trabajo: una prioridad

En este marco, un grupo particularmente vulnerable y expuesto a toda clase de riesgos, sobre el que no se han brindado respuestas de ningún tipo hasta el momento, es el compuesto por los jóvenes que no estudian, no trabajan ni buscan empleo, desalentados por los múltiples problemas que enfrentan a todos los niveles. Este grupo dista de ser minoritario: según la edición 2000 del Panorama social de América Latina de la CEPAL, en promedio, constituyen entre 15 y 30% del total de jóvenes, llegando entre las mujeres a casi 40% en varios países, especialmente entre las más pobres. Varios estudios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) —Diez de Medina, 2001, por ejemplo— coinciden en destacar la dimensión y la complejidad del fenómeno, dado el declive institucional de referencia (la familia, la escuela, la empresa, etc.) en términos de "continentación" en estas materias.

Desde todo punto de vista, el tema debería contar con una mayor y mejor atención, teniendo en cuenta que —por sus propias características— resulta de muy difícil acceso. En el caso de las mujeres, mayoritariamente se encuentran recluidas en sus hogares, a cargo de tareas domésticas y del cuidado de hermanos menores y adultos mayores, expuestas en gran medida a la influencia de los medios masivos de comunicación (especialmente la televisión) mientras que en el caso de los varones, se trata de jóvenes que alimentan las barras de esquina y otros agrupamientos informales, expuestos a influencias nocivas de bandas delictivas y al maltrato policial casi permanente. Por causas muy distintas, por tanto, ambos grupos se ven expuestos a situaciones de violencia sumamente graves.

Por muchas razones, entonces, todo parece indicar que, así como en las dos últimas décadas nos hemos ocupado de los denominados "niños de la calle", en los próximos veinte años deberemos hacerlo respecto a estos jóvenes que no estudian, no trabajan ni buscan empleo. Un gran desafío, sin duda, ya que es muy poco lo que conocemos al respecto, son muy escasas las vías institucionales para tener acceso a los mismos, y son muchos los prejuicios y estereotipos con que nuestras sociedades los miran y los estigmatizan. Por si fuera poco, además, no constituyen un grupo de presión desde ningún punto de vista, y en sociedades (como las latinoamericanas) que se guían centralmente por las presiones corporativas que reciben, ésta es una limitante muy difícil de encarar.

Corresponde, por tanto, a las instituciones públicas y privadas especializadas en el tema, representar (al menos informalmente) a estos jóvenes, estableciendo alianzas estratégicas que permitan impulsar respuestas pertinentes y oportunas, brindando la protección propia de las políticas de infancia, conjuntamente con las oportunidades de participación propias de las políticas de juventud y con el desarrollo de herramientas para el empoderamiento y la búsqueda de la igualdad de oportunidades, propias de las políticas dirigidas a mejorar la condición de la mujer. Un ejercicio complejo, sin duda, pero que puede aportar soluciones reales a una problemática que puede desbordar —más temprano que tarde— las posibilidades de control social con las que cuentan nuestras sociedades, y complicar mucho más el delicado panorama con el que nos enfrentamos actualmente.

Por si fuera poco, todo esto deberá concretarse de modos diversos en cada contexto particular, procurando responder de la mejor manera posible a las especificidades de cada situación nacional y local, por lo que deberemos dotarnos de estrategias que permitan concretar diagnósticos serios en cada caso, junto con el diseño riguroso de planes y programas que respondan, sin ataduras inconducentes, a dichas especificidades.

 

Fortalecimiento y modernización de las instituciones implicadas

Desde luego, este extenso y complejo conjunto de desafíos obligará a trabajar intensamente en el fortalecimiento y la modernización de la gestión de las principales instituciones implicadas en estos preocupantes procesos. Esto es válido, en particular, para la policía, para la justicia y para las instituciones de protección a la infancia, pero también lo es para los medios masivos de comunicación, las instituciones educativas, los gobiernos locales, las familias, los parlamentarios y muchas otras instituciones afines, desafiadas por igual por estas complejas y preocupantes dinámicas sociales.

En relación con la policía, parece evidente que habrá que trabajar intensamente para cambiar la mentalidad dominante que ve en cada adolescente pobre un delincuente en potencia, al que conviene vigilar y castigar a los efectos de prevenir males mayores. En este sentido, algunas encuestas conocidas últimamente demuestran que para la inmensa mayoría de los adolescentes de Buenos Aires, Montevideo y Santiago de Chile, la policía es un peligro del que hay que cuidarse y no una institución a la que se puede recurrir para obtener protección (esto debe ser igual o aún más marcado en otras ciudades). Las quejas sobre malos tratos, violación de derechos y prejuicios de toda clase en relación con los jóvenes constituyen un denominador común en las respuestas brindadas por los encuestados (UNICEF, 2001).

Respecto de la justicia, por su parte, parece claro que el principal desafío tiene que ver con sus capacidades para asegurar la vigencia de los derechos humanos y de las leyes establecidas a todos los habitantes de nuestras sociedades en general y a los adolescentes vulnerables en particular. En dicho marco, parece claro que otro desafío central —más acotado— es el relacionado con las diversas respuestas que se brindan a los adolescentes en conflicto con la ley, esfera en la cual la reclusión ha mostrado serias limitaciones y las medidas no privativas de libertad sólo han sido aplicadas en pequeña escala, mostrando mejores impactos pero sin demostrar todavía si se trata de alternativas viables a una mayor escala. Por ello, el desafío es ampliar este tipo de respuestas, y multiplicar las evaluaciones comparadas que nos permitan probar la pertinencia de las mismas, modernizando en paralelo la legislación vigente, en consonancia con la Convención Internacional de los Derechos del Niño y demás instrumentos jurídicos de las Naciones Unidas.

Las instituciones de protección a la infancia, por su parte, tienen un doble desafío, también sumamente relevante: por un lado, deberán asumir con más decisión y consecuencia (hasta en el plano de la asignación de recursos) la atención de las y los adolescentes (relativizando su tradicional atención casi exclusiva a los niños), y por otro, deberán asumir que los enfoques tradicionales, centrados en la ejecución del ciclo completo de los programas desde prácticas monopólicas, ya no tienen fundamento ni viabilidad. Estas instituciones deben abrirse a la concertación de esfuerzos con una amplia gama de organizaciones no gubernamentales y de la sociedad civil, así como a gobiernos locales y organizaciones empresariales (entre otras), impulsando programas descentralizados, concertados y participativos, más cercanos a la dinámica de la vida cotidiana de las y los adolescentes, que todavía no son adultos pero ya no son niños.

 

Concertar esfuerzos para elaborar respuestas integrales

Por todo lo dicho, sería muy conveniente desarrollar esfuerzos específicamente centrados en la construcción de espacios interdisciplinarios e interinstitucionales para operar más articuladamente de aquí en adelante. En este sentido, es mucho lo que puede hacerse con investigadores especializados y con operadores de políticas y programas específicos, pero los mayores esfuerzos habría que concentrarlos en una labor sistemática con los promotores y animadores que trabajan directamente con jóvenes, poniendo un énfasis especial en aquellos que desarrollan su trabajo de campo con pandillas juveniles y/o con grupos particularmente vulnerables (como el de los jóvenes que no estudian ni trabajan).

Desde la labor académica parece evidente la necesidad de desplegar —en el futuro inmediato— un programa de investigaciones más sistemático y abarcativo, que permita conocer en profundidad las especificidades de las muchas situaciones particulares a través de las cuales se manifiestan estos problemas en los diferentes contextos locales y nacionales, procurando al mismo tiempo el desarrollo de análisis comparados que permitan elaborar teorías interpretativas más rigurosas, que ayuden a predecir procesos y a elaborar enfoques programáticos más pertinentes y oportunos.

Si bien existen a este nivel diagnósticos nacionales de situación de carácter general, en los que se analiza el fenómeno de la violencia como un todo, también es cierto que son muy pocos los países en los que dichos análisis han incorporado claramente el tratamiento de la violencia juvenil en particular. Por ello, resulta imperioso contar con un número más extenso de estudios de caso, que nos permita tener más y mejor información para alimentar los estudios comparados a procesar en el futuro. Para ello, incluso, convendría contar con enfoques teóricos más homogéneos (pues de lo contrario la comparabilidad se podría transformar en un ejercicio sumamente complejo) y al respecto, los enfoques desarrollados por Caroline Mosser y su equipo en el BM, desde la óptica del capital social, parecen ser una buena base de sustentación (Mosser y Van Bronkhorst, 1999; Mosser y McIlwaine, 2000).

Además, parece evidente que también será necesario el desarrollo de más y mejores esfuerzos en la esfera de la evaluación específica y comparada de las respuestas estructuradas en los diferentes casos nacionales y locales. Si bien hasta el momento se conocen algunas evaluaciones que —nuevamente— analizan el impacto de las respuestas desde un punto de vista "agregado" (a la violencia como conjunto), resulta imperioso evaluar las respuestas específicamente centradas en la violencia juvenil. Para ello, sería conveniente contar con un formato común (que también habría que elaborar) a los efectos de facilitar la evaluación comparada, y en este caso, la óptica de la OPS —desde el enfoque epidemiológico— parece ser una buena base para operar.

En relación con la promoción juvenil, importa destacar, por ejemplo, que la Asociación Cristiana de Jóvenes viene trabajando estos temas en varios países de la región, y hace unos años realizó un Taller Internacional en Guatemala centrado, precisamente, en estas dinámicas. Sobre esta base se pretende trabajar más sistemáticamente en adelante, con la convicción de estar incursionando en un tema absolutamente prioritario, cuyo tratamiento va a marcar el tono con que varias políticas públicas relevantes (relacionadas con la seguridad ciudadana y con la promoción juvenil) van a operar en los próximos años. Otro tanto vienen haciendo diversas fundaciones y movimientos internacionales (como Save The Children, por ejemplo) y los Comisionados para la Defensa y la Promoción de los Derechos Humanos y/o los Defensores del Pueblo, en los diferentes países de la región, tareas que habrá que multiplicar, consolidar y articular aún más en el futuro inmediato.

Las opciones no son muchas ni mucho menos neutras, razón por la cual resulta imperioso no dejar el tema exclusivamente en manos de las instituciones especializadas. Por el contrario, es fundamental que el conjunto de la sociedad tome debida conciencia de la gravedad del fenómeno y de las trágicas consecuencias que el mismo puede traer, si no se encaran respuestas más pertinentes y oportunas. Y es imprescindible encarar el tema desde la promoción juvenil (evitando las estigmatizaciones y manipulaciones a las que estamos habituados desde las instituciones encargadas de la seguridad pública) a los efectos de diseñar respuestas preventivas que procuren la más efectiva integración de los jóvenes pandilleros o en conflicto con la ley a la sociedad a la que pertenecen.

Una adecuada articulación entre este tipo de esfuerzos promocionales y los que se realicen desde la lógica de los investigadores especializados puede permitir sentar las bases para un tratamiento más integral y pertinente del tema, que incluya todas las variables intervinientes, sin dejar ninguna de lado. De lo contrario, nuestros países seguirán prisioneros de la lógica perversa dominante hasta el momento, de la que sólo se benefician los sectores vinculados con la cultura de la violencia, vista como un negocio y/o como un instrumento de poder y que no hace más que alejarnos de la paz que todos anhelamos.

El tema —sin duda— se vincula estrechamente con las tendencias mundiales de la denominada lucha contra el terrorismo, desplegadas con más energía y decisión desde el 11 de septiembre de 2001 (Ceceña y Sader, 2002) y a las que se le contraponen los enfoques que persiguen una "mundialización humanista" (Montiel [coord.], 2003) pero el análisis de dicho vínculo desborda por completo los márgenes definidos para este trabajo. En todo caso, baste mencionar aquí que estas tendencias estructurales y de alcance mundial van a seguir condicionando, en buena medida, las dinámicas aquí analizadas, pero de ello no corresponde derivar una determinación mecánica e inmutable.

En realidad, habrá que seguir lidiando con las perversidades de este marco global, pero desde la búsqueda sistemática de respuestas pertinentes y oportunas al complejo vínculo entre juventud y violencia aquí analizado, en el marco —eso sí— de preocupaciones más extensas relacionadas con la fragilidad democrática, la fragmentación social y la persistencia de la pobreza en América Latina (Carrillo [ed.], 2001; PNUD, 2002). De lo contrario, el riesgo de perderse en "lugares comunes" (que es muy grande y, sin duda, totalmente inconducente) puede desvirtuar por completo este tipo de esfuerzos.

 

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Notas

* Texto preparado originalmente para su presentación en el Foro Nacional sobre el Sistema de Responsabilidad Penal Juvenil (Bogotá, 15 de noviembre de 2002) organizado por la Fundación Antonio Restrepo Barco y la Universidad Externado, y revisado para su publicación en la revista Desacatos, del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social.

* Se ha extendido la bibliografía para brindar la oportunidad de revisar con más detalle las múltiples especificidades con que el tema se expresa en los diferentes rincones de América Latina, y que en el texto apenas son mencionadas en el marco del análisis comparado.

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

Ernesto Rodríguez. Sociólogo y maestro en políticas públicas. Especialista en sociología de la juventud, autor de numerosos ensayos sobre el tema, ha coordinado varias evaluaciones comparadas de planes, programas y proyectos sobre juventud en países de América Latina. Fue director del Instituto Nacional de la Juventud en Uruguay y presidente de la Organización Iberoamericana de Juventud (OIJ). Actualmente se desempeña como consultor de las Naciones Unidas (CEPAL, UNESCO, OIT, UNFPA, UNICEF, PNUD), del Banco Interamericano de Desarrollo y del Banco Mundial en temas de su especialidad. Dirige el Centro Latinoamericano sobre Juventud (CELAJU) desde su creación en 1986. Para consultas y comentarios escribir a: erodrigu@adinet.com.uy

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