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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.13 Ciudad de México  2003

 

Saberes y razones

 

COMENTARIO

 

Yucatán: actualidad del pasado

 

Carlos Macías Richard

 

Universidad de Quintana Roo.

 

De acuerdo con el contenido de los artículos que se presentan en la sección Saberes y Razones, el lector convendrá con nosotros en que los caracteriza una doble coincidencia. Por un lado, aunque enfocados a estudiar el pasado, los materiales incluidos guardan una gran afinidad con los temas actuales. Y, por otro, aunque su atención se centra en la realidad social y cultural de Yucatán, sus conceptos y conclusiones bien podrían servir para comprender mejor aquellos procesos sociales afines, más allá de los límites geográficos de la península.

Se trata de propuestas de interpretación que recogen los frutos de un trabajo prolongado en fuentes originales, nacionales y foráneas, elaboradas por cinco experimentados investigadores. Ellos están adscritos a diferentes instituciones y a través de sus publicaciones han contribuido a enriquecer la bibliografía relativa al periodo colonial e independiente de la península de Yucatán. Sin haber sido propósito expreso de Desacatos presentar un número monotemático, es curioso apreciar cómo los autores nos han presentado propuestas de interpretación novedosas, unidas, complementarias.

Con objeto de mostrar hasta dónde los temas históricos tratados son parte de las preocupaciones contemporáneas, permítasenos ensayar —antes de comentar cada uno de los trabajos— lo que puede definirse como resumen mínimo acerca del contenido de cada artículo.

Gabriela Solís aborda en su trabajo los problemas asociados con la flexibilidad del trabajo en la población maya, el ajuste en la tenencia de la tierra y el control de recursos entre los mayas, en un marcado contexto de estratificación social. Robert W. Patch analiza la revaloración de la causalidad cultural en la más significativa rebelión maya yucateca del siglo XIX. Arturo Güémez Pineda evalúa críticamente el impacto de las tentativas de privatización de tierras en el avance de la gran propiedad (siglo XIX). Paola Peniche Moreno estudia el proceso de migración de sectores de la población maya (ch'ibales, linajes) como vía para reproducir las formas de organización social. Pedro Bracamonte y Sosa junto a Jesús Lizama Quijano analizan el conjunto de variables que, paradójicamente, han dado continuidad a la segregación colonial y al integracionismo nacional (sobre la constante histórica de la marginación social).

Revisemos brevemente, pues, los planteamientos de cada autor.

En su artículo, Gabriela Solís se propone avanzar en una mejor comprensión acerca del grado de estratificación de la sociedad maya colonial, no sólo con base en testimonios que riñen con nociones estáticas de igualitarismo social, sino ante todo basada en diversas experiencias de investigación propia en las que emergen testimonios de dominio y sujeción en la organización corporativa de las repúblicas de indios.

Hasta ahora se había documentado la forma en que la cofradía en la sociedad maya colonial llegó a fomentar, en forma combinada, la vida religiosa y la formación de recursos económicos, en el marco corporativo que ofrecían las repúblicas de indios. Pero Solís va más allá. En su artículo nos ofrece un examen de la estratificación social, donde se analiza la red de relaciones tejidas alrededor de la tenencia de la tierra y la organización laboral de las haciendas asociadas a las cofradías indígenas. Su trabajo se apoya en la información que provee la controversia sobre remates de las haciendas de cofradías indígenas que se llevó a cabo en el último tercio del siglo XVIII.

Para reforzar la certeza de formas consolidadas de estratificación social en la sociedad maya colonial, es necesario desbrozar el camino de las explicaciones tradicionales, fundadas en la creencia del predominio casi absoluto de la propiedad comunal. Con ese propósito, Solís exhibe sus fuentes, elige algunas haciendas yucatecas representativas y las somete a discusión, para concluir cuestionando la premisa de que la sociedad maya era "colectiva", "sin derecho a posesión individual". Del mismo modo en que la complejidad del concepto de calpulli en el México antiguo escapa ya a una cerrada definición que implique la idea de "posesión comunal" de los recursos, el cuchteel yucateco —unidad político territorial en que confluían varias familias extensas— mostró rasgos inequívocos de apropiación patrimonial y privada de la tierra.

Parece haber suficientes testimonios, a juzgar por las declaraciones de indios de 1782, para atribuir a la acción simultánea de la colectividad y la dirigencia nativas la fundación de las haciendas de cofradía, mismas que pueden ser consideradas como proyectos corporativos promovidos por la dirigencia indígena para afrontar las cargas que pesaban sobre los pueblos y para el socorro en épocas de hambrunas.

Es sabido que, entre otros atributos, la cofradía de la sociedad maya colonial se legitimó en la medida que pudo estimular la vida religiosa de los pueblos indígenas. No es casual que Solís distinga a las haciendas de cofradía como fundamento de las empresas corporativas de la sociedad maya colonial, ya que representaron el escenario mayor de trabajo, de vida ritual, de cohesión social. Pero sobre todo porque ofrecen una mirada privilegiada para evaluar el proceso que interesa a la autora muy especialmente, que es "el control del uso de la tierra" o, más precisamente, la tenencia de la tierra, como expresión fiel de estratificación social.

El escaso interés que mostraron las autoridades civiles y eclesiásticas para comprender cabalmente el sistema de propiedad indígena de la tierra ha influido decisivamente, a decir de Gabriela Solís, en la propensión moderna a creer que la propiedad comunal era la modalidad predominante de tenencia de la tierra. En su propósito por encontrar una explicación satisfactoria a la complejidad del sistema de tenencia de la tierra entre los mayas, Solís se acerca a los planteamientos de Alfonso Villa Rojas (quien había empleado una tipología fundada en seis formas de tenencia), de Ralph Roys, de Robert Patch y de Mattew Restall. Pero sobre todo a un trabajo propio anterior —escrito en coautoría con Pedro Bracamonte—, el cual ofrece argumentos para recuperar la vigencia de tres formas de tenencia de la tierra en la sociedad maya colonial: las comunales, las corporativas y las privadas.

De acuerdo con una clasificación inferida de varios documentos de archivo, por tierras comunales entiende las de pueblos, las baldías y en general aquellas sin propietario, destinadas a la caza, la recolección e incluso a la subsistencia de los macehuales; por corporativas define las milpas comunales para gastos del cabildo y del cacique, así como las tierras vendidas, donadas y a préstamo de las cofradías; y por privadas entiende aquellas tierras en posesión de familias, linajes y las que "inequívocamente" tenían un carácter individual, sujetas a herencia, venta, arrendamiento y enajenación, bajo la influencia de la costumbre pero también del derecho.

Pero la forma de tenencia más arraigada entre los mayas, tanto en la vida colonial como presumiblemente en la fase previa a la conquista, es la de ch'ibales o tierra patrimonial, que en el análisis de Paola Peniche figura como la propiedad asociada a los hombres de un mismo patronímico en el interior de un pueblo. Así que resulta de gran interés apreciar cómo en las haciendas de cofradías indígenas que estudia Solís aparece combinada la posesión comunal de la tierra, la tenencia particular y la propiedad patrimonial o de los ch'ibales.

Por el lado de la organización laboral, los estudios sobre el trabajo indígena en la sociedad colonial en Yucatán han enfatizado tres modalidades: el esquema de tributación asociado a la encomienda, el esquema del trabajo corporativo derivado del repartimiento (trabajo forzoso para la producción de bienes de intercambio, en especial mantas y cera) y el servicio personal, dirigido en esencia al servicio doméstico de la población española.

En el caso de las haciendas de cofradía, Solís documenta la significativa confluencia de sistemas no sólo distintos, sino también aparentemente opuestos: trabajo colectivo, asalariado, comisionados temporales del cabildo, servidores de iglesia y luneros (aquellos que aportaban un día de trabajo a cambio del usufructo de la tierra). Vistas así, las empresas indígenas habían resultado muy flexibles en el renglón de la organización del trabajo.

Aunque estudian periodos y temas distintos, conviene apreciar los trabajos de Robert Patch y Arturo Güémez como lecturas complementarias, en la medida en que ambos anticipan hipótesis propias, así sea tangencialmente, acerca de la naturaleza y de la motivación de las rebeliones indígenas en Yucatán durante los siglos XVIII y XIX.

El análisis de la rebelión encabezada por Jacinto Uc de los Santos (convertido en Can Ek Montezuma), permite a Robert Patch profundizar la línea de reinterpretación de su libro Maya and Spaniard in Yucatán, 1648-1812 (Stanford University Press, California, 1993). Al proporcionar novedosa información alrededor del pueblo donde se originó la rebelión (Cisteil), Patch invita a revalorar —como también lo hace el trabajo de Paola Peniche— el papel de la migración constante de pueblos enteros. Así, la movilidad geográfica de la población en el Yucatán colonial, más que ser vista como una expresión del "colapso de la civilización maya", debiera ser analizada como un fenómeno del proceso continuo de colonización de nuevas tierras; es decir, más que ampararse en la idea de cierta "dispersión maya", el autor plantea la necesidad de repensar a una sociedad en movimiento, en la que la fundación de nuevos pueblos admite y estimula la recreación de las prácticas políticas, sociales y culturales.

La fuente central de Patch está constituida por los documentos del proceso jurídico seguido a los participantes en la sublevación de Jacinto Canek, en 1761. En la acumulación documental de pruebas, se pinta al pueblo de Cisteil como un ejemplo de la colonización de nuevas tierras. Entre los 258 indígenas que resultarían sentenciados en Cisteil, sólo una persona aceptó ser natural del pueblo. El resto provenía de las localidades vecinas de Tixcacaltuyú (48 personas), Tahdziu (27), Tiholop (23), Tahdzibichén y Tixméuac y otros lugares (160). El propio Jacinto Canek era oriundo de Campeche, y es curioso que haya sido el único con tal procedencia entre los habitantes de Cisteil.

A partir de las declaraciones de los prisioneros, Patch puede reconstruir convincentemente algunos antecedentes de la sublevación, así como revisar aquéllas que se han considerado sus causas significativas. A juzgar por las declaraciones, llama la atención que la mayoría de los sublevados hayan mostrado su creencia en que Jacinto Canek era el legítimo rey, y no Carlos III de España. De acuerdo con el autor, ".. .la sublevación de 1761 fue más una afirmación que un rechazo de la autoridad legal. Lo que estaba en disputa —continúa— era quién representaba la autoridad legal". De modo que no es exacto que los mayas participantes en el movimiento se hayan resistido al principio de autoridad, sino que en realidad —sugiere Patch— reclamaban tal principio para ellos mismos.

Se ha insistido en que la rápida expansión de las haciendas y el fomento de la propiedad privada a raíz de las tendencias de colonización en Yucatán durante la primera mitad del siglo XIX fue una de las causas fundamentales que dieron lugar a la guerra de castas a partir de 1847. Desde una óptica revisionista, el artículo de Güémez, apoyándose incluso en los trabajos de Patch, se esfuerza por desvincular el factor agrario (la penetración de la hacienda y la propiedad privada) de la propia guerra de castas. Pero sin duda resulta de alto interés redimensionar —como lo hace Patch— la sublevación encabezada por Jacinto Canek. Queda claro que la rebelión encabezada por Canek en 1761 no era una reacción ante la ocupación española en territorio indígena. También queda claro que dicha rebelión difícilmente pudo haber sido resultado de la explotación colonial, porque —como recuerda Patch— tales "mecanismos coloniales de explotación habían existido por siglos y probablemente no eran peores en 1761 que lo que habían sido antes".

El sustrato de la sublevación fue más de carácter cultural que económico. Al modo en que lo concebían los itzaes, los mayas de Yucatán tenían la certeza de que el tiempo no era una sucesión de episodios interminables, sino un conjunto determinado de ciclos, uno de los cuales era el representado por el régimen colonial. De que la derrota y la "asimilación" de los conquistadores españoles sería un hecho futuro, ineluctable, dan cuenta las expresiones de los protagonistas de la rebelión, quienes tradujeron el programa de Canek a ese respecto, "que las mujeres españolas serían obligadas a casarse con los indios y que él mismo tendría la primera oportunidad de elegir a su esposa". Así que alguna conclusión significativa que podría extraerse de tal expresión podría tener que ver con el concepto cíclico del tiempo y con la premisa anteriormente citada de "asimilación".

Canek tomó su nombre de los reyes itzaes, peregrinó por su provincia como un chamán, curó a los enfermos, se proclamó rey, asumió las funciones oficiales del gobierno español, consagró nuevos sacerdotes y, por todo ello, no tardó en desafiar al gobierno español. Como era de esperarse, el enfrentamiento militar resultó sumamente adverso para los rebeldes de la provincia concentrados en Cisteil: más de 550 muertos (entre los cuales cerca de 500 pertenecieron al grupo indígena); además, 115 mayas fueron sentenciados a recibir 200 azotes, seis rebeldes más a recibir también 200 azotes y ocho años de trabajo forzoso en los astilleros de La Habana y, finalmente, otros seis recibirían 100 azotes y seis años de exilio en el confín suroriental de Bacalar.

Para Patch, como para Jean Meyer al referirse al corazón de los movimientos campesinos mexicanos de los siglos XIX y XX, la rebelión de Canek debe inscribirse en la misma línea de otro gran levantamiento (la guerra de castas) en la búsqueda de procurar el control de sus propias aspiraciones y, ante todo, de su propia religión. Patch concluye que la rebelión de Canek debiera verse como un presagio. "En el siglo XX los mayas nuevamente procuran el control de su propia religión y tienen un éxito considerable en su intento. Porque al desertar del catolicismo a favor del cristianismo evangélico (que los católicos llaman 'sectas'), los conversos, que ahora se cuentan por miles, han ganado lo que se les negó en el pasado: la autonomía religiosa."

El artículo de Güémez Pineda ofrece argumentos alternativos para revisar y repensar las bases historiográficas decimonónicas y modernas que han hecho descansar en la privatización territorial la causa principal de la guerra de castas o sublevación indígena iniciada en 1847.Ya antes, en el libro Liberalismo en tierras del caminante (El Colegio de Michoacán, 1994), Güémez Pineda había presentado un análisis acerca del camino azaroso que debió recorrer la aplicación de los postulados liberales en materia agraria en una sociedad con notable presencia de comunidades indígenas, como era la yucateca de principios del siglo XIX.

Es conocida la escasa penetración de la población española en la estructura productiva colonial de la península de Yucatán, entre otras causas, debido a la ausencia de metales preciosos (no encontraron oro ni plata, y mucho menos ágata o cuarzos) y a la incompatibilidad del suelo peninsular con los cultivos asociados a la alimentación básica de los hispanos (nunca lograron aclimatar el trigo).

Celebración a la Virgen de Asunción. Músicos acompañan a los toreros a la corrida. Pueblo de Xocén / Christian Rasmussen.

Luego de la revisión de la agitada vida política de Yucatán durante la primera mitad del siglo XIX, la pregunta central de Güémez gira en torno al verdadero efecto del marco normativo defendido por los liberales que, con matices sucesivos, influyeron en la península entre 1812 y 1847, para propiciar que los grupos sociales adquirieran y trabajaran nuevas tierras. La amplia promoción de las ideas y prácticas de colonización liberales en su segunda oleada, hasta la década de 1840, se reflejó en el apogeo de la iniciativa individual para denunciar tierras baldías, como parte de un programa de colonización territorial. Se considera que cerca de 460 leguas en la península de Yucatán, equivalentes a casi 7% de la superficie total, fueron denunciadas como enajenables hasta 1847.

Siendo un proceso de cobertura nacional (experimentado de Sonora a Yucatán), numerosos autores han buscado calibrar el real impacto social que habría de causar esta activa promoción liberal en las diferentes regiones, en pro de la apertura de terrenos, del poblamiento y del estímulo al mercado agrícola. En el caso yucateco, Howard F. Cline y el propio Patch han aportado interpretaciones influyentes en esa dirección. Es conveniente apuntar que Güémez Pineda presenta en su artículo una serie de preguntas e inferencias que, desde nuestro punto de vista, apuntan en la dirección correcta para comprender las limitaciones y los efectos palpables del proyecto liberal.

¿Fueron realmente ocupadas las tierras sujetas de denuncio? El mismo Güémez Pineda responde que no. Primero, porque no todos los denuncios pudieron convertirse, andando el tiempo, en adjudicaciones; y segundo, porque aún habiendo sido adjudicadas las tierras, tal paso no garantizaba por sí mismo la ocupación.

Por extensión, la respuesta del autor —acompañada de un conjunto de información cuantitativa— implicaría cuestionar varios supuestos sobre los que se ha tratado de explicar el origen de la resistencia armada de los mayas del oriente yucateco, iniciada en 1847. También implicaría cuestionar, por ejemplo, el supuesto de que durante la década de 1840 se hubiera fomentado el avance decisivo de la gran propiedad en Yucatán y de que éste hubiera "significado la base del auge que las haciendas henequeneras comenzaron a tener durante la segunda mitad del siglo XIX". Y, finalmente, implicaría cuestionar el supuesto de que la política liberal se hubiera propuesto impulsar la industria azucarera o, bien, que el beneficio de ésta hubiera figurado como un objetivo particular de la ley de colonización. Aún más: debido a que tal impulso no representó un objetivo particular, menos podría suponerse que hubiera sido uno de sus mayores resultados. No podría tomársele, en suma, como una de las causas principales de la guerra de castas.

El artículo de Pedro Bracamonte y Jesús Lizama representa un ejercicio de análisis de largo plazo sobre los conceptos asociados a la marginación social, como son la identidad, la educación, la lengua, la vida comunitaria y la cultura. El texto está redactado en dos tiempos; uno recorre con precisión conceptual la genealogía de la marginación desde la colonización española —ligada siempre a la naturaleza étnica—; y otro, centrado en la vida contemporánea, se esmera en presentar los perfiles concretos de la pobreza y la segregación, con respaldo empírico.

La revisión del proceso en que las instituciones coloniales españolas se implantan en la vida social y cultural de los mayas resulta muy útil para comprender las condiciones que ofrecerían sustentabilidad a la estructura social, productiva y política en toda la península. Los 16 señoríos o pequeños Estados (cuchcabales) en que permanecía dividido el territorio en la fase temprana de colonización, serían reorganizados en alrededor de 240 repúblicas indígenas, en cuyas cabeceras sería adaptado el modelo castellano de organización político administrativa (el cabildo), donde los mayas pudieron mantener relativa capacidad de gestión de sus recursos territoriales (en cuanto a producción y trabajo).

Si bien es cierto que predominaron tres modalidades de aportación del trabajo indígena bajo el sistema colonial (la tributación, los servicios personales y los repartimientos), los autores de este artículo insisten —como también lo hacen Gabriela Solís y Paola Peniche— en no desestimar el régimen de tenencia de la tierra al interior de las repúblicas de indios, donde son claramente distinguibles las tierras comunales y las privadas, y dentro de éstas las que corresponden a los ch'ibales o linajes (extensamente analizados en el artículo de Peniche) y a los individuos. Es en ese tejido social donde tratan de penetrar con persistencia algunas instituciones eclesiásticas (en especial, las encabezadas por los franciscanos) para implantar espacios permanentes de reproducción cultural, basados en la educación y la religiosidad.

Es probable que uno de los elementos de mayor relevancia en el paisaje sociopolítico heredado por los mayas coloniales, de acuerdo con el artículo de Paola Peniche, hayan sido los ch'ibales. Estos linajes tenían una presencia política, representativa, vital, en cada república de indios, misma que empezó a ser diluida probablemente por el fraccionamiento de las tierras de los ch'ibales dominantes. Por ello el trabajo de Peniche, que trata de los grupos de filiación y de la movilidad poblacional en el siglo XVIII resulta muy ilustrativo: la migración a las estancias ganaderas pudo brindar la oportunidad a los segmentos de linaje para recomponer sus métodos de subsistencia, sus formas de organización.

Pero en el largo plazo, la tendencia al integracionismo de la población indígena —como la conciben Bracamonte y Lizama— mostraría al menos dos esferas diferenciadas: el plano cultural y el plano económico. En el plano cultural, la progresiva imposición de la vida ritual y religiosa, la proscripción tácita del uso de la lengua indígena en los espacios de reproducción cultural (el ideal de castellanización) y la instrucción de los menores, fueron procesos lentos que abonaron acentuadamente la tendencia integracionista. En esa misma dirección, aunque con contenidos normativos y económicos, el proceso de construcción del Estado-nación, el crecimiento de la agricultura comercial, la desaparición de los juzgados de indios, la política de enajenación de tierras baldías, la desamortización de las corporaciones civiles, llegaron a estimular el fomento de una ciudadanía inspirada en las ciudades y, por extensión, en plataformas de exclusión indígena.

Los cambios que la estructura social en Yucatán experimentó con la ruptura del orden colonial y el advenimiento del Estado-nación fueron numerosos. Pero los autores nos recuerdan que en esencia no han logrado revertir aún la política gubernamental hacia la población indígena. Y es que a lo largo de la historia de la población maya yucateca, de acuerdo con los autores, las dos políticas gubernamentales que se han aplicado, en apariencia opuestas (la segregación colonial y el integracionismo nacional), han surtido el mismo efecto: perpetúan la subordinación.

 

Información sobre el autor

Carlos Macías Richard. Sociólogo e historiador. Doctor en historia por El Colegio de México (1995). Profesor-investigador en la Universidad de Quintana Roo desde 1992. Es integrante del Sistema Nacional de Investigadores y miembro de la Academia Mexicana de Ciencias. Entre sus publicaciones destacan los libros Plutarco Elías Calles. Vida y temperamento (1995) y Nueva frontera mexicana. Milicia, burocracia y ocupación territorial en Quintana Roo (1997). Es director fundador de la Revista Mexicana del Caribe.

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