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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.10 Ciudad de México  2002

 

Legados

 

Crítica de la razón distópica. Homenaje a la imaginación utópica de Martin Diskin y Guillermo Bonfil Batalla

 

Stefano Varese

 

Profesor-investigador en el Departament of Native American Studies, Universidad de California, Davies.

 

Tejedor de sueños

enséñame a tejer los míos

cómo puedo descifrar la noche,

cómo puedo comprender el día.

Apolonio Bartolo Ronquillo, poeta mazateco

 

Los homenajes in memoriam empiezan a preocuparme. De la misma manera que me ensombrece cada vez más revisar mi libreta de direcciones y encontrar los nombres de amigos y colegas que se han ausentado. Antiguos pensamientos místicos vuelven a reaflorar y me impiden actuar con la debida racionalidad y tirar, borrar, deshacerme de nombres, direcciones y anotaciones al margen de los amigos idos. Creo que fue el filósofo español José Ortega y Gasset quien habló de la soledad generacional, pero entendida seguramente en el clásico sentido naturalista de una cronología vital que se va agotando al ritmo establecido por milenarias y arcanas leyes genéticas. En el caso de Martin Diskin, como en el de Guillermo Bonfil Batalla, las leyes de la pérdida progresiva y constante de energía fueron alteradas bruscamente por azares tanto o más misteriosos que las reglas de la decadencia celular. Y de improviso, en el giro de unos instantes uno, y de unos meses otro, ambos se fueron y con ellos las maravillas de la imaginación utópica arrastrando al pensamiento antropológico en la aventura de tramar sociedades mejores, mundos más humanos, humanos más dignos.

Martin Diskin y Guillermo Bonfil Batalla pertenecen a una generación de antropólogos disidentes que ingresaron en la década de los sesenta al ejercicio de su disciplina en los momentos más agudos de la confrontación entre la desinterpretación y malversación de la utopía socialista y la culminación de la distopia del capitalismo finisecular del segundo milenio. Por ello quiero dedicar estas reflexiones a la memoria del amigo Martin Diskin, porque en él se simbolizan de manera unívoca los mejores aportes teóricos y prácticos de un activismo antropológico comprometido con la imaginación utópica.

Tengo un argumento central que quiero manifestar de entrada. A partir del Manifiesto comunista y de la siguiente construcción del marxismo como disciplina para la teoría y la práctica social, la larga tradición utópica (mesiánico-escatológica) del mundo mediterráneo-europeo que se había aletargado desde el Renacimiento y casi muerto con el racionalismo iluminista, vuelve a reaparecer con un papel central en el imaginario social. El ideal de un mundo mejor, o un mundo al revés en la percepción más popular, de un mundo que puede ser recompuesto, reorganizado para mejorarlas condiciones de cada miembro de la humanidad, es ahora no solamente una idea catalizadora de la esperanza popular, sino parte consustancial de las ciencias sociales y del quehacer humanístico progresista. Las ciencias y el humanismo liberal se empecinan en interpretar el mundo (y aceptarlo), las ciencias y el humanismo post-Marx aspiran a conocerlo para cambiarlo y mejorarlo. El proyecto socialista se propone una teoría del conocimiento y una ciencia que operan sobre el supuesto implícito de que el mundo tiene que ser cambiado y de que el intelectual (natural u orgánico) tiene un papel activo en esta empresa, un papel que va más allá de la observación y teorización objetiva del fenómeno. El cogito ergo sum cartesiano empieza a ser complementado y corroído por un nuevo dictum: "actúo, por lo tanto existo". La praxis como ejercicio comprobatorio del conocimiento, medida de veracidad y accionar sobre el mundo, comienza a expandir su primacía. Éste es el parteaguas axiológico, epistemológico y finalmente ético que da raíz al activismo antropológico como forma de vida profesional que florece y reflorece cada vez que situaciones de injusticia y oprobio, opresión y explotación se hacen intolerables y escandalosas.

Es en el campo de la antropología latinoamericanista donde esta fractura entre dos sistemas científico-humanísticos y axiológicos y la propuesta de un socialismo científico se manifiesta con más intensidad a partir de la pos-guerra. Tal vez porque Latinoamérica no tenía que pasar por la fase inicial del nacionalismo poscolonial como el resto del Tercer Mundo, ya que los menesteres de construcción del Estado-nación habían ocurrido hace más de 150 años, esta región vio surgir a una antropología que en su mayoría se comprometió con el cambio revolucionario y con la crítica radical del Estado de formación decimonónica. Desde los iniciadores peruanos José Carlos Mariátegui, seguramente no un antropólogo pero sí un profundo analista cultural y social, los andinos Luis E. Valcárcel, Hildebrando Castro Pozo, o el boliviano Fausto Reynaga, hasta los mexicanos posrevolucionarios como Manuel Gamio y Vicente Lombardo Toledano, la teoría y práctica antropológica de Latinoamérica se vio fundada sobre la premisa moral y el régimen epistemológico de que ésta era la ciencia del pueblo, al servicio de las causas populares y para una arquitectura de la nueva utopía social. Obviamente la antropología liberal (o burguesa como convino en llamársela a lo largo y ancho de Latinoamérica) tuvo su espacio de crecimiento y expansión, pero por el propio peso preponderante de los ideales políticos progresistas, su rol se ejerció siempre más en los claustros restringidos y en los espacios disciplinarios aparentemente más apolíticos de la arqueología, la lingüística y la antropología física.

Para cuando la teoría de la modernización, con Talcott Parson y Walt Rostow a la cabeza, hizo su intrusión, ya la antropología de Latinoamérica tenía desarollados los anticuerpos absorbidos por años de lecturas marxistas y las experiencias más recientes de la descolonización de África y Asia. A mediados de los sesenta, cuando mi generación (que es la misma que la de Martin Diskin y de Guillermo Bonfil Batalla) entraba al ruedo de la práctica antropológica, nuestras lecturas de cabecera eran Amilcar Cabral, Jean-Paul Sartre, Franz Fanon, Albert Memmi, George Balandier, Aimé Césaire. Seguidas estas lecturas al poco tiempo por el descubrimiento de que se podía hacer una antropología (y hasta una etnografía, como en el caso de Claude Meillassoux) totalmente marxista: allí estaban los estudios de P. P. Rey, de Maurice Godelier, las antologías anti-imperialistas de Jean Jacopins, las críticas al imperialismo desde el propio interior imperial de la británica Kathleen Gough, después auto-exilada en Canadá.

Petrograbados "El Pelillal", municipio de Ramos Arizpe, Coahuila / Foto de Jan Kuijt

En este ambiente intelectual empezaban para nosotros los latinoamericanos, y para algunos de nuestros amigos latinoamericanistas del norte, las últimas tres décadas del siglo XX que hoy día nos ponen ante el umbral incierto de un tercer milenio en el que la utopía de una sociedad igualitaria, justa y moral parece no tener ya cabida. Porque éstas son también las tres décadas de derrumbes aparatosos de modelos de sociedades que se pensaban alternos y que se apropiaron indigna y totalitariamente del sueño socialista para burocratizarlo al servicio de la mediocridad policial. Éstas son también las décadas que abrieron el paso a los retornos tenebrosos de fórmulas de gestión social y cultural corporativista global que ya Georg Lucacs había tipificado hace años como un "asalto a la razón". Asaltos de tal fuerza que nos han hecho perder la capacidad de asombro crítico y nos han mutilado la imaginación. Hoy, los que por años lo arriesgaron casi todo por propugnar la justicia social, se sienten incómodos al pronunciar la palabra socialismo, se torturan en mil dudas al acudir al materialismo dialéctico, se enjuagan la boca con el léxico de los economistas neoliberales si es que en algún desliz de la atención pronunciaron el nombre de Carlos Marx.

Kikapoo / Archivo INAH, facilitado por el Instituto Estatal de Documentación de Coahuila

¿Qué es lo que ha pasado en estos treinta años? ¿Cómo explicarse que el activismo antropológico de los setenta, eminentemente político y vinculado en el norte al movimiento antiguerra y a la lucha por los derechos civiles de la minorías y en el sur a las luchas antiimperialistas y de liberación nacional, haya ingresado a un quietismo resignado, al indiferentismo, al empantanamiento relativista? ¿Cómo entender que un movimiento ideológico desmovilizador como el posmodernismo pueda hegemonizar la academia del norte y expandirse sin desafíos por las academias de una Latinoamérica donde premodernidad y modernidad son procesos coexistentes aún inconclusos, donde las formas más brutales de colonialismo interno totalmente premoderno aún dominan millones de personas? ¿Dónde están hoy día los antropólogos activistas arriesgando la cárcel o la desaparición por denunciar los abusos de los derechos humanos en El Salvador, en Nicaragua, en Perú, en Honduras, en México, en Chile, y en centenares de otros lugares grandes y pequeños de las Américas? ¿Dónde están los Martin Diskin de los noventa? Mi pregunta no es menos cierta por ser nostálgica. Y tampoco es una pregunta menos estructural por ser formulada con referencia en un estilo específico de activismo. Porque lo que es claramente observable, en especial desde el ángulo del mundo académico del norte, es que el activismo antropológico está en receso y seguramente no goza de una buena reputación en las organizaciones profesionales. Creo que la respuesta a estas preguntas hay que buscarlas en lo ocurrido en los últimos diez años en el ámbito mundial: el extravío (ojalá no sea muerte) del proyecto utópico revolucionario y la instalación mundial de la propuesta ideológica neoliberal que es fundamentalmente distópica.

En un ensayo recientemente publicado por la revista mexicana Nexos,1 Jürgen Habermas define al XX como el siglo "breve", comprendido entre la Primera Guerra Mundial (1914) y el desmoronamiento de la Unión Soviética (1989-1991). Este siglo breve, marcado por los proyectos utópicos de la revolución universal y de la democracia, se constituyó sobre el fondo de tres tendencias políticas: a) la guerra fría; b) la descolonización; c) la construcción del Estado de bienestar social de los países centrales, especialmente en Europa. A partir de 1989, sin embargo, la opinión pública percibió que había llegado a su final esta época y que el nuevo milenio se anunciaba bajo el signo de un Estado de bienestar social amenazado de estrangulamiento por el neoliberalismo implacable, de nuevas formas sutiles y globales de recolonización, de desigualdades acentuadas entre norte y sur, de viejos problemas de paz y seguridad internacional agudizados por estas mismas crecientes desigualdades económicas, de polarizaciones de clases extremas en casi todos los países del mundo, de desastres ecológicos de dimensiones globales.

La liquidación del Estado de bienestar social, continúa Habermas (y yo añadiría del Estado a secas en Latinoamérica, salvo en sus funciones represoras) tiene costos sociales altísimos. Los indicadores revelan el aumento global de la pobreza, la inseguridad social, la polarización de los ingresos, el abismo entre los que tienen trabajo, los subempleados y los desempleados. Los excluidos de la educación, del empleo, del acceso a viviendas dignas, a la salud, a los subsidios del Estado; excluidos que aumentan cada día más y se constituyen en subclases que pierden todo sentido de solidaridad con el resto de la sociedad y con el cuerpo político del país destruyéndose, de esta manera, la cultura política liberal mínima que es indispensable para la supervivencia de la misma democracia burguesa. Los neoliberales reconocen y aceptan todo tipo de desigualdades sociales pero están convencidos de la justicia inherente al mercado, a tal punto que pregonan una equivalencia absoluta entre libre mercado y democracia. Pero un libre mercado desatado sin las regulaciones de un Estado de bienestar social que produce más y más excluidos y regímenes nacionales que anteponen los objetivos económicos, en el ámbito de una economía global, a una integración igualitaria y democrática de todos los ciudadanos del país. En el marco de la globalización económica, los Estados nacionales sólo pueden mejorar su capacidad de competencia internacional si "reducen al mínimo sus costos de gestión política y social", si desmantelan todo el aparato de mediación social que construyeron durante décadas y que le permitió, entre otras cosas, constituirse como naciones con cierto grado de coherencia social y cultural.

Sucede que en la Latinoamérica, especialmente Andina, Centro y Mesoamericana, los excluidos entre los más excluidos son los pueblos indígenas. Esos millones de comuneros indígenas de centenares de etnias que fueron permanentemente oprimidos o bien que mal atendidos en ocasiones excepcionales por los regímenes de Salvador Allende en Chile, de Juan Velasco Alvarado en Perú, de Omar Torrijos en Panamá, de la Revolución sandinista en Nicaragua. En realidad la definición de excluidos propuesta por J. Habermas no les queda del todo bien a los indígenas porque presupondría una intencionalidad histórica de integración de los Estados-nación liberales que no se dio. Lo que sí ocurrió repetidamente fueron intentos de disolución étnico-territorial y de asimilación colectiva e individual de la población indígena a un mercado de trabajo fragmentado. Sabemos que con excepción de los casos de exterminios y genocidios sistemáticos, lo que resultó fue una situación de marginalidad política y fenómenos de asimilaciones temporales o estacionales a un mercado laboral de extrema explotación.

He argumentado en otras ocasiones que esta relación pendular de asimilación temporal al mercado, en condiciones de explotación, y la "desincorporación político-ciudadana", ha creado históricamente a lo largo y ancho de Latinoamérica un sector de pueblos indígenas de muy tibio nacionalismo de Estado. Y quiero especificar que en Latinoamérica el nacionalismo (y la lealtad patriótico-nacional) que las élites han demandado a los sectores populares ha sido referido siempre al Estado como encarnación de la nación y no a la nación misma y menos a la nación de naciones constituida, objetivamente, por los varios grupos étnico-nacionales del país. El resultado de este proceso de asimilación desigual y discriminatoria de los indígenas a las varias comunidades nacionales, ha sido el de generar, al interior de las colectividades indias, condiciones de alienación política frente a la nación y su Estado, así como modalidades de reproducción cultural fundadas sobre el distanciamiento de las etnias indígenas de las instituciones nacionales y su repudio de las mismas como posible mecanismo y objetivo de integración a la sociedad nacional dominante.

Es en el espacio de esta diluida lealtad al Estado-nación, de esta propensión a un desnacionalismo de Estado de los pueblos indios que se han conservado y reproducido identidades culturales colectivas que enfatizan lo peculiar, lo distintivo, lo propio, especialmente en relación con la sociedad mestiza nacional. Identidades que se sustentan sobre la noción implícita de soberanía comunal y étnico-política (tal vez en una reedificación y reinterpretación histórica de la propia condición de marginados y "desincorporados" políticamente del estado-nación).Y éste, en mi opinión, es el espacio en el que se ha guardado la memoria de la utopía, a veces como retorno cíclico al tiempo de los comienzos pre-coloniales, otras veces como la imagen Aymara de un pasado mejor que está al frente y que es posible alcanzar, otras veces más como el sueño de los mayas zapatistas que se repiensan a sí mismos como modernos ciudadanos del mundo con todos los derechos de las más avanzadas democracias del tercer milenio. Estos parecen ser hoy día los refugios de la imaginación utópica que aún no han sido invadidos por la razón de la distopía. El sueño utópico de Latinoamérica parecería haber quedado en manos indias.

La insurgencia de los mayas zapatistas puede servirnos de parámetro y metáfora de todas las otras insurgencias indígenas de Latinoamérica: de los pueblos indígenas de Ecuador, Bolivia, Chile, Perú, Brasil, Paraguay, Colombia, las Guyanas y Surinam, Panamá, Costa Rica, Honduras, Belice, El Salvador y Guatemala. Los indígenas no lo quieren todo, sólo quieren derechos civiles ampliados, una economía moral, sea ésta plural o mixta, que reconozca formas alternas, complementarias y justas de organización económica y social. Quieren una democracia política basada en una democracia económica, una autonomía política basada en una soberanía cultural, una justicia ambiental sustentada en una ecología moral. Y quieren, sobre todo, el reconocimiento universal de su derecho a ser cultural y lingüísticamente ellos mismos, sin tener que atormentarse con esquizofrenias identitarias para el beneplácito del mercado global de consumidores de chatarra cultural.

A dónde llevará este sueño utópico es difícil preverlo. Sólo sabemos que hay un camino y, como sugiere el poeta mazateco, hay que tejerlo juntos.

Tejedor de sueños

enséñame a tejer los míos...

(...) Cuántos nudos debo atar

para atar contigo

(...) Cuéntame tejedor de sueños

cómo hilar el camino

para tejer contigo.

 

Notas

* Artículo presentado en el congreso Latin American Studies Association, 98, XXI International, Chicago, 24-26 de septiembre de 1998. Session Agr 04. Experiencing Activist Scholarship: in honor of Martin Diskin.

1 "Nuestro breve siglo", en Nexos. Sociedad, Ciencia, Literatura, núm. 248, México, agosto de 1998.         [ Links ]

 

Información sobre el autor

Stefano Varese. Antropólogo peruano, actualmente es profesor-investigador en el Department of Native American Studies en la Universidad de California en Davis. Varese residió en Oaxaca desde mediados de los setenta hasta fines de los ochenta trabajando como investigador del INAH y luego encargado de la dirección de la Unidad Regional de Culturas Populares de Oaxaca. La Oklahoma University Press acaba de publicar su libro Salt of the Mountain. Campa Asháninka. History and Resistance in the Peruvian Jungle.

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