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Desacatos

On-line version ISSN 2448-5144Print version ISSN 1607-050X

Desacatos  n.9 Ciudad de México  2002

 

Reseñas

 

De la microhistoria a la historia urbana

 

Esteban Sánchez Tagle

 

Carlos Herrejón, 2000 Los orígenes de Morelia: Guayangareo-Valladolid, El Colegio de Michoacán, Frente de Afirmación Hispanista, México.

 

CIESAS-Occidente.

 

El trabajo de Carlos Herrejón, Los orígenes de Morelia: Guayangareo-Valladolid, cuya vistosa reedición acaban de publicar El Colegio de Michoacán A.C. y el Frente de Afirmación Hispanista A.C., es bien conocido como un clásico de la historia regional y de la microhistoria. Y como tal será leído y vuelto a leer; discutido, examinado, controvertido y hasta impugnado. Y cuanto mejor organizado, más fehacientemente demostrado, peor para todos; nadie de entre quienes velan por el pasado de su terruño, querrá aceptar que se trate —si esto fuera posible— de la versión definitiva. A la historia matria podemos seguirla repitiendo siempre porque siempre habrá quien quiera escucharla. Justamente como ocurre con los niños y los cuentos, que no se cansan de escucharlos una y otra vez, sólo atentos a que la versión original no sea trastocada, ninguna de las escenas modificadas, ninguno de los personajes corregido.

Cuál no será la importancia de estas historias que, de no existir papeles, de no haber donde sostenerlas entonces habría —como hubo con la historia de Morelia— que inventarlos, pero de una u otra manera la ciudad, la "ciudad de cantera", no debía quedarse sin pasado, sin un pasado además glorioso donde fuera decidido por la reina misma. Y el trabajo de este libro que hoy nos ocupa, tan erudito y exacto, tan pensado y vuelto a pensar, reproduce con exactitud lo que en buena medida los hispanos entendemos por el papel del historiador: aquel que recuerda las glorias de nuestras polis, de nuestras ciudades, de nuestros orígenes.

Pero además, hay que decirlo, el trabajo de Carlos Herrejón es también un texto fundamental de nuestra historia urbana virreinal. Desafortunadamente, al acomodar el libro en tan honroso anaquel como es el de la historia urbana le hago un flaco favor. Le hago el deservicio de prácticamente condenarlo al olvido. Nadie acude a esa parte del librero. No se reconoce su importancia. La historia urbana de aquélla época, la historia urbana americana del mundo hispano por lo menos hasta este siglo, permanece como un tema interesante, sí, pero irrelevante. Un tema alguna vez de moda.

Cuando más, un tema para especialistas, útil para congresos y conferencias pero que —se piensa— poco tiene que ver con las graves problemáticas que han guiado últimamente a los historiadores; una perspectiva historiográfica que poco tiene que ver con lo sucedido en estas tierras y que por lo tanto tiene poco que aportar como perspectiva metodológica.

Con mejor suerte, nuestra historiografía general —pensemos en las más recientes publicaciones que sobre el tema ha trabajado el Colegio de México— ha terminado por reconocer, primero, la existencia del señorío indígena y luego su persistencia a lo largo de la época virreinal: como tal, como unidad política grande y compleja, y por ello como protagonista principal de los procesos de conquista y luego en los del poblamiento. Esta nueva versión de los hechos —la etapa de la Conquista concebida ahora ya sólo como el primer momento del poblamiento— destaca la importancia del descubrimiento de la existencia de los numerosos señoríos prehispánicos o altépetls. Percepción importantísima porque fue precisamente éste descubrimiento el que dio a los españoles la ventaja para realizar sus exitosas estrategias de alianza; reconocimiento del papel que jugó la rivalidad del mundo político mesoamericano en la derrota del imperio de los mexicas.

Del mismo modo, ya en la etapa virreinal, la permanencia de las comunidades políticas aborígenes es justamente la que explica la prontitud milagrosa con que fue montado el poblamiento hispano en estas tierras. En este relato novedoso de lo entonces sucedido no es que resulte menos admirable nuestra historia fundacional, pero sí es más comprensible el aterrizaje del mundo hispano: éste literalmente se trepó sobre las estructuras indígenas; superpuso las primeras instituciones hispanas como la encomienda, la parroquia y alguna vez hasta la ciudad hispana en coincidencia casi exacta con el alcance de las jurisdicciones de los dominios aborígenes. Con lo que la historia del siglo XVI, sobre todo la de su primera mitad, no es más una historia cargada hacia lo europeo como la que aprendimos; historia occidental de conquistas materiales y espirituales. Reconocida la persistencia de las grandes comunidades políticas emerge brillante la oportunidad de la historia de los indios hispánicos; la historia de sus negociaciones, de su asombrosa manera de incorporar las novedades culturales, de su tolerancia, en fin, una historia llena de la imaginación y de la dignidad de pueblos que tuvieron que vérselas con el encuentro más asombroso que ha vivido la humanidad. Una historia que apenas comienza a escribirse, y que vamos a ver surgir y prevalecer.

Es difícil imaginar una transformación historiográfica de mayor alcance; atestiguamos la justa reivindicación de una historia hasta ahora oculta, o más bien ocultada. Una historia escondida por las pretensiones de un mito patrio que inventó la destrucción del mundo indígena para justificar su rompimiento con la monarquía hispana. Criollos que se apropiaron la tragedia del mundo indígena a partir de la conquista y al magnificarla, paradójicamente, hicieron irrelevante el estudio de los indios ya en la monarquía hispana. Según tal perspectiva, nada significativo habría quedado del mundo aborigen en la etapa virreinal.

Pero con el ingrediente hispano de la mezcla no ha ocurrido lo mismo. No se avizora ningún cambio equivalente en las versiones generales de nuestra historiografía para con el tratamiento de los españoles, del mundo hispano invasor. No se ha asimilado que gracias a la milenaria tradición urbana de la península los pobladores hispanos pudieron comprender la complejidad de un mundo construido precisamente con comunidades autónomas. La existencia de la ciudad hispana en la mentalidad de los pobladores fue la otra cara de la moneda, la que se corresponde con el altépetl, la llave que permitió la coincidencia de ambos mundos.

Como se hace siempre en los largos viajes, el emigrante español cargó, entre otras muy pocas cosas, con su íntima experiencia urbana. Y su precaución primera —nos lo comprueba esta historia una y otra vez— fue plantar su semilla en estas tierras. El solo rumboso nombre de alguna estrenada ciudad, la Nueva Granada o el Nuevo León, el nombre que fuera, ya lo reubicaba en esta parte del planeta. Era el acto primero para domeñar una geografía salvaje, una realidad tan ajena que era dolorosa. Fundada la nueva ciudad, lo demás se daba por añadidura. Venía el trazado, los nuevos cargos, la definición de los "propios", de los ejidos, y daba comienzo la vida toda, una vida castiza, inmersa ya en la lógica de la institucionalidad de la corona española. La ciudad no fue una elección, tampoco el resultado de determinada migración o de la geografía o del comercio. Desde un principio vemos que es una necesidad. La obsesión de los españoles por recrear lo que era el orden fundamental del mundo dejado atrás y la mejor manera concebible de reestablecer el contacto con una remota monarquía de la que se quería, sin lugar a dudas, seguir formando parte. El verdadero inicio del mestizaje es el encuentro de estas dos entidades culturales, el altépetl y la ciudad. Tan similares que ambos, invasor e invadido, las confundieron, pensaron que eran equivalentes, casi la misma cosa. Si el indígena sedentario aportó la sabiduría de su tradición comunitaria, el español la comprendió por la sabiduría del mundo urbanizado, móvil, de la tradición hispana.

Tan asombrosos episodios nos resultan normales, familiares, porque son historias que hemos oído repetirse casi con cada fundación. Pero fuera del mundo hispano resultarían hasta absurdas las peripecias de unos inmigrantes que batallan en todos los frentes para ubicar una ciudad antes de que ésta exista, antes de que tenga casas y habitantes, antes que sea de "carne y piedras" pero que ya se la trae entre manos. Luego, también absurda por anticipada, la rivalidad de los asientos, la aparente sinrazón de los traslados. El obispo que se adelanta a construir ingente catedral para obligar al virrey a aceptar lo irremediable; el virrey o los frailes que resisten las imposiciones episcopales; los colonos que lloran la degradación impuesta por las autoridades. La ciudad indígena. La ciudad hispana. La ciudad convento. El desdoblamiento hasta la confusión del papel de las ciudades, de las autoridades fundadoras, de sus autoridades locales, de su consagración o de su desaparición.

La historia urbana tiene en estas tierras todo para ofrecernos pero todavía tenemos que demostrarlo. Y mucho avanza en esta demostración el trabajo de Carlos Herrejón. Al leerlo vemos con cuánta seguridad el proceso de fundación y consolidación de las ciudades es capaz de organizar uno a uno nuestros conocimientos históricos, de integrar nuestra perspectiva de la misma manera que organizó e integró la experiencia y el mundo todo de quienes hicieron de la ahora ciudad de Morelia el eje fundamental de la recreación del universo que se había dejado atrás.

Por último, no puedo, aunque quisiera, detenerme a reconocer y a encomiar las ventajas que esta reciente edición tiene respecto de la primera. Esta nueva edición viene acompañada de origen con una introducción de Juan Carlos Ruiz Guadalajara quien con toda solvencia hace el recuento pormenorizado de tales mejoras; aun de las más estrictas como es el formato: el recuento y la atinada y ponderada ubicación del texto dentro de la tradición de la microhistoria de la que es hijo legítimo.

Una historia fascinante, aunque insisto, no nada más para morelianos o michoacanos. Una historia sabrosa por sí sola pero que exige ahora —no al autor que ya bastante hizo— ser reconducida a alimentar nuestra experiencia más general. Será el reconocimiento de lo mucho que tiene que ofrecernos la perspectiva metodológica de la historia urbana lo que nos permitirá volver y aprovechar las copiosas, profusas vertientes de la microhistoria, servirnos de ellas para enriquecer la más caudalosa, la que debiera ser nuestra deslumbrante historiografía urbana. La historia matria, la microhistoria, es no pocas veces, por sí sola historia urbana, y cuando no, es seguramente su dato fundamental.

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