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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.9 Ciudad de México  2002

 

Saberes y razones

 

COMENTARIO

 

El Otro y la amenaza de transgresión

 

Roger Bartra

 

Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM.

 

Durante Los Años sesenta la antropología, la ciencia que se ocupaba sistemáticamente de estudiar a los otros —a la alteridad— encontró que su territorio y su disciplina era invadida y transgredida por extranjeros que buscaban en los textos de etnografía y mitología las claves para entender esa inquietante figura que denominaban el Otro, con mayúscula, una entidad elusiva pero omnipresente que era invocada por filósofos y psicoanalistas como una de las claves de la condición humana. La hegemonía del pensamiento estructuralista, con sus raíces en los modelos lingüísticos de Saussure, contribuyó a abrir las puertas de la antropología a estudiosos influidos por la filosofía existencial y la teoría psicoanalítica. Desde luego que Sartre y Lacan no fueron los primeros en asomarse a la etnología y a la lingüística. Mucho antes el propio Freud, lo mismo que Jung, habían explorado los territorios de la mitología y la etnografía para documentar sus interpretaciones.

Tal vez podríamos ubicar el famoso relato de Camus, El extranjero, como una pieza emblemática del puente que unía las tradiciones existencialistas y psicoanalíticas de raíz decimonónica con el auge del estructuralismo en las ciencias humanas del siglo XX. En ese relato, Camus nos revela que el yo —enfrentado a un mundo absurdo y sin sentido— es en realidad un extranjero. El ego occidental, presentado con orgullo como el centro del mundo y enfrentado a otredades bárbaras e incivilizadas, aparecía como un yo extranjero y angustiado. En cierta forma, la otredad de los existencialistas continuaba una antigua tradición judeocristiana. Bastará una cita de Hugo de Saint-Victor —gran teólogo místico parisino del siglo XII— para recordarnos los orígenes cristianos de la idea de que somos extranjeros de paso por este mundo plagado de miserias:

El hombre que encuentra que su patria es dulce, es todavía un tierno principiante; aquél para quien toda tierra es como la suya, es ya fuerte; pero es perfecto aquél para quien el mundo entero es como una tierra extranjera.

(Didascalicon)

Para la antropología cada vez era más evidente que en torno de los otros existe una especie de halo o aura especial que va más allá de la definición de identidades tribales, étnicas, nacionales o personales: un halo que señala a aquellos seres ajenos, extranjeros y bárbaros, que se hallan fuera del círculo propio del ego, sea entendido como un enjambre colectivo o una partícula individual. Ese halo peculiar había sido abordado como expresión del inconsciente reprimido, como arquetipo del inconsciente colectivo, como herida psíquica ante el espejo, como expresión de la incongruencia fundamental del mundo, como figura en el teatro cotidiano del absurdo, etcétera.

El antropólogo era acuciado por la necesidad de descodificar y comprender ese nuevo Otro (con mayúscula) que iba creciendo en su propio territorio. Era empujado a estudiar la estructura oculta tras el aura de la alteridad transgresora e invitado a entenderla como una manifestación, una imagen o una figura del inconsciente, que en las diferentes interpretaciones era visto como una versión moderna del antiguo pneuma, como una "arquitectura espiritual" o una "gramática generativa" innata inscrita en la psique. Me gustaría ofrecer un marco general para la interpretación de fenómenos de alteridad transgresora como los que se analizan en este número de Desacatos: la ciberpornografía, las tribus urbanas, los travestíes y la brujería.

Tributo a los caídos; Sarajevo, Bosnia-Herzegovina, 2000 / Ricardo Ramírez Arriola

Una primera aproximación al Otro, a este nuevo transgresor de la modernidad occidental, nos indica que se trata de un conjunto de símbolos que tienen en común la idea del alejamiento de un sujeto con respecto del mundo que lo rodea, como si sufriera la atracción de un astro lejano cuya luz lo bañase con esa aureola que nos produce la sensación de extrañeza. Podemos comprobar que ese conjunto de símbolos forma una suerte de tejido cultural, una alteridad o extranjería. Yo quiero referirme a cinco figuras o manifestaciones de este tejido simbólico, que se han consolidado durante los últimos dos siglos.

1. Una primera figura adopta la expresión de la otredad oriental, y se refiere a seres, ideas, sensaciones e imágenes teñidas de romanticismo que habitan un espacio mítico que no sólo se halla al Este, sino que además está lleno de resonancias antiguas. En el Oriente no sólo hay una sensibilidad diferente, sino que nos imaginamos que allí subsisten vasos que comunican con la sabiduría pagana antigua, conexiones que la sociedad occidental moderna habría roto hace mucho tiempo. Edward Said ha escrito un memorable libro sobre el tema (Orientalism, 1979). Nerval y Chateaubriand alentaron la imaginería orientalista europea, y después Nietzsche consolidó una influyente actitud filosófica que unió la antigüedad clásica con el Cercano Oriente, a Dionisos con Zaratustra.

2. Una segunda figura se refiere a esa cohorte de seres cuya extranjería está determinada por su cercanía a la naturaleza y especialmente al mundo animal. Son los salvajes y los primitivos, que viven una existencia tosca y bestial, carentes de los refinamientos orientales pero tan alejados de nosotros como los míticos habitantes de Catay, los sultanes de las Mil y una noches o las sensuales odaliscas turcas. Los salvajes no están sumergidos en la nebulosa fantasía del Oriente sino en las selvas peligrosas, los desiertos y las montañas distantes de la civilización. Agresivos y crueles, los salvajes adoptan a veces la forma de bárbaros que descienden en hordas destructoras desde el norte o de indígenas primitivos que invaden desde el sur. He escrito dos libros sobre este tema (El salvaje en el espejo, 1992, y El salvaje artificial, 1997). El estudio de las prácticas shamánicas y la brujería en el Chaco se orienta a develar esas inquietantes formas tradicionales "primitivas" en el seno de la modernidad. Las bandas tribales de jóvenes en las ciudades son un ejemplo de esta extraña refuncionalización de lo salvaje en el seno de lo moderno.

3. La tercera categoría encarna directamente en la otredad maligna, pero no se encuentra en el Oriente (ni en el norte o en el sur): su morada hay que buscarla hacia abajo, en las profundidades subterráneas, en el Infierno. El imperio mítico del mal no sólo se traga a los pecadores sino que por sus cavernas emana la otredad malvada de los criminales, de los locos furiosos y rabiosos, del erotismo desenfrenado. Aquí el astro que atrae a estos extranjeros es el Mal, que no viene de los turcos o mongoles, ni de los indios salvajes, sino de una entidad demoniaca que domina el inframundo. Los travestíes oaxaqueños son un buen ejemplo de esta alteridad siniestra que aflora desde un submundo de supuestas perversidades sexuales.

4. En esta geografía de la otredad nos falta por explorar otra dirección: la que nos hace volver la cara hacia arriba: del cielo nos llueven místicos extraños que pretenden estar en contacto y comunicación con los dominios celestiales: iluminados, alumbrados, ilusos, melancólicos y profetas perdidos en la noche oscura, lunáticos y saturninos. Todos ellos predican con fervor exótico las bondades de la luz verdadera. Formas blandas y aparentemente benévolas de la locura se mezclan, en esta otredad angélica, con los fanatismos y fundamentalismos más radicales de imaginarios —y a veces no tan imaginarios— ayatollahs y derviches.

5. En esta rápida exploración nos queda, al menos, otro rumbo, otra ruta hacía la lejanía: no hacia Oriente y hacia el pasado brumoso, sino hacia el Oeste y hacia el futuro. El porvenir Occidental está tan plagado de alteridades como el pretérito. Pero aquí el fulgor de la otredad proviene de supertecnologías desconocidas, de fenómenos cibernéticos hipersofisticados y de formas de robotización cuyas expresiones embrionarias tal vez se encuentran en el extremo Occidente, en unos Estados Unidos míticos en cuyos sueños y pesadillas habita el arquetipo posiblemente más radical del Otro y del Extranjero: el extraterrestre. La ciberpornografía es una de las manifestaciones más reveladoras de esta alteridad que se inscribe en un futuro utópico preñado de promesas tecnológicas.

El esbozo de una geografía de la otredad moderna nos da una idea del delicioso banquete que se ofrece a las interpretaciones psicológicas y psicoanalíticas (sean freudianas, lacanianas, junguianas o de otra clase). Los platillos del banquete están además sazonados con aspectos que ni siquiera mencioné: polivalencias elásticas que asignan a cada figura masculinidades o feminidades, deformaciones sexuales o morales y vínculos de parentesco. Pareciera que una puerta se abre e invita a la interpretación de cada símbolo, señal, imagen o figura. Quiero citar muy sintéticamente algunos ejemplos de interpretación.

En un libro fascinante, El Oriente imaginario, Thierry Hentsch ha descrito el proceso de "integración onírica" y de "retorno de lo reprimido" que se observa en la construcción europea del mundo oriental, con su sensualidad enervada, su morbilidad extrema y su despotismo grandioso pero horrendo.1

Por lo que se refiere a la figura mítica del salvaje, puedo poner el ejemplo de la interpretación de Bernheimer, basada en la idea de que el personaje representa una fuerza interior, desencadenada por el amor frustrado. Según esta interpretación, el mito del salvaje responde a una persistente necesidad psicológica, a la urgencia de dar una expresión externa simbólicamente válida a los impulsos de imprudente autoafirmación física que se esconden en cada uno de nosotros; Freud lo llamó el Id (o Es, en alemán). De acuerdo a Bernheimer, el deseo reprimido de una autoafirmación desencadenada es proyectado al exterior como la imagen del hombre que es tan libre como las bestias.2 Si esto es así, no debe extrañarnos que el hombre salvaje presente la típica sintomatología de la manía y la depresión.

Es posible también que —para seguir en la veta freudiana— el salvajismo sea el resultado de una pérdida (física o afectiva) del objeto amado, y que estemos en presencia de una introyección del objeto perdido. La auto-humillación a que se somete el hombre caído en un melancólico estado salvaje no sería más que la venganza del yo contra la amada o el amado: pero una venganza ejercida por el melancólico sobre su propio yo dividido, una de cuyas partes representa al amor perdido.3

El imperio infernal ha producido una verdadera legión de interpretaciones, desde las inquietantes afirmaciones de Freud sobre los instintos destructivos, que asoció al mítico hijo de la Noche, Tanatos, una figura alada que fuera atada por Sísifo cuando quiso llevárselo, de manera que nadie podía morir hasta que, por fin, Tanatos fue liberado y su captor entregado a la muerte.

La interpretación clásica del misticismo como fenómeno morboso se encuentra en el extraordinario libro de William James, Las variedades de la experiencia religiosa (1902), donde los viajes místicos son asociados a la depresión y a la melancolía, interpretación que abrió una larga sucesión de estudios sobre el tema. Un texto reciente, de un psiquiatra, describe la noche oscura de San Juan de la Cruz como una forma de depresión endógena propia de la personalidad obsesiva.4

Sobre los extraterrestres me gustaría solamente citar un curioso ensayo de Jung, Un mito moderno, dedicado íntegramente a interpretar el fenómeno de los platillos voladores como un símbolo del sí mismo, el arquetipo por excelencia del orden.

Desde luego, yo no quiero discutir si, tras la mitología del Otro y del Extranjero, encontramos las estructuras de un arquetipo, de los instintos de muerte, de los deseos reprimidos o del inconsciente. No soy competente en este terreno y como antropólogo estoy más bien preparado para estudiar las redes míticas que se tejen en la cultura y la sociedad. Por ello, quiero defender la idea de que estos mitos no son fundamentalmente la expresión fenotípica de una estructura oculta de índole no estrictamente cultural o extra-cultural. No creo que los mitos de la otredad sean la manifestación de algo eterno, velado y oscuro que es necesario descubrir por medio de la descodificación de mitemas culturales. Los mitos no son, en lo esencial, parte de cadenas gramaticales de una lengua utilizada por una entidad colectiva metacultural para expresarse, ni señales emitidas por una estructura biológica heredada impresa, acaso, en las redes neuronales.

El historiador Carlo Ginzburg ha enfrentado el problema en su estudio sobre las brujas y el sabbath (otra manifestación de la alteridad). Coincido con su conclusión: la vitalidad a lo largo de varios siglos de un núcleo mítico no puede ser simplemente atribuida a una tendencia del espíritu humano, como supone Lévi-Strauss en su reformulación de las ideas de Dumézil y de Freud. La interpretación freudiana supone que las experiencias culturales y psicológicas vividas por los progenitores forman parte del bagaje de sus descendientes, lo cual es una hipótesis indemostrada. Sabemos que las ideas de Freud estaban profundamente inmersas en el pensamiento lamarckiano y que veía con buenos ojos las teorías de Haeckel. Freud era un ferviente recapitulacionista —creía que cada individuo resumía el desarrollo completo de la especie— y contra los avances de la biología se mantuvo hasta el fin de su vida convencido de que sólo la herencia de caracteres adquiridos podía explicar el desarrollo biológico, tal como lo expresó en su último libro, Moisés y el monoteísmo,en 1939. Estas ideas freudianas, desarrolladas con variaciones por Ferenczi y Jung, han influido poderosamente en los estudiosos del mito, principalmente en Georges Dumézil y Lévi-Strauss. Me parece que en el fondo, cuando este último utiliza la metáfora del bricoleur, del collage, está en realidad ofreciendo una solución estructuralista —en el terreno de la mitología— a los problemas lamarckianos sobre la recapitulación y la herencia de caracteres adquiridos por nuestros ancestros. ¿Cómo explicar la continuidad milenaria de un cánon mítico? En la explicación estructuralista, los signos —que están a medio camino entre la imagen y el concepto— serían los portadores de antiguos significados y de mensajes pretransmitidos; estos signos —mitemas— formarían el puente que permitiría establecer un vínculo entre la arquitectura espiritual de la especie humana y la formación concreta de mitos; y también un vínculo entre la primigenia configuración de complejos mitológicos y su manifestación posterior en sucesivos bricolages donde la reunión azarosa de diversos elementos y su refuncionalización contingente reproduciría conjuntos estructurados.

Yo me inclino hacia otras interpretaciones, más cercanas al darwinismo que al lamarckismo, y más evolucionistas que estructuralistas. Las redes mitológicas son originalmente una respuesta sociocultural al hecho de que la humana es una especie que carece de nicho ecológico preciso, lo que ha impulsado el desarrollo de una enorme variedad de manifestaciones culturales. El resultado ha sido una permanente aunque poliforme condición de extrañeza tanto en relación con el hábitat como por lo que respecta a la diversidad de culturas. Así, extranjero sin un edén o nicho y rodeado de seres similares pero dotados de extraños comportamientos lingüísticos y culturales, el ser humano inventa mitologías para reflejar y enfrentar su condición. Se ha dicho que el tema de los mitos forma parte del estudio de las mentalidades colectivas. Pero aquí nos topamos con un problema: como ha dicho Gustav Jahoda, las colectividades no piensan, sólo los individuos lo hacen.5 Un mito tampoco piensa (aunque es inteligente): pero hace pensar a los individuos de acuerdo con lineamientos predeterminados. El mito, pues, no se piensa en los hombres sin que éstos se den cuenta, como quiere Lévi-Strauss.

Las estructuras míticas no piensan y podríamos por tanto decir que son inconscientes. ¿No tenemos aquí ante los ojos a ese inconsciente colectivo que estamos buscando, que se encuentra no dentro de nosotros, sino allí afuera; no en la mente sino en las estructuras socioculturales, como una inmensa prótesis inconsciente pero indispensable para pensar y sentir? Dejo la pregunta en el aire, como la sonrisa del gato de Cheshire, sin un cuerpo que la sustente.

 

Notas

1 Thierry Hentsch, L'orient imaginaire. La vision politique occidentale de l'Este méditerranéen, Minuit, París, 1988.

2 Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, Harvard University Press, 1952,p. 3.

3 Véase de Sigmund Freud, "Duelo y melancolía", II: 2091-2100 y "Psicología de las masas y análisis del yo", III: 2587ss.

4 Álvarez, Javier, Mística y depresión: san Juan de la Cruz, Madrid, Trotta, 1997.

5 G. Jahoda, Psychology and Anthropology. A Psychological Perspective, p. 182.

 

Información sobre el autor

Roger Bartra es doctor en sociología desde 1974 por la Universidad de la Sorbona en París. Es maestro en ciencias antropológicas por la Escuela Nacional de Antropología e Historia y la Universidad Nacional Autónoma de México, 1967. Ha sido investigador titular de tiempo completo del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México desde la década de los setenta hasta la fecha. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Ha sido profesor e investigador visitante de la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona; Paul Getty Center en Los Ángeles; Fundación Rockefeller; Hispanic and Italian Studies, Johns Hopkins University; National Humanities Center, North Carolina; Center for U.S. Mexican Studies, University of California, San Diego; Rutgers Center for Historical Analysis,Rutgers University; Tinker, Department of Rural Sociology University of Wisconsin, Madison. En 1986 obtuvo la Beca de la Fundación Guggenheim para el estudio de la cultura y el poder político en México. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: Blood, Ink, and Culture: Miseries and Splendors of the Post-Mexican Condition (Duke University Press, Durham, 2002); Cultura y melancolía. Las enfermedades del alma en la España del Siglo de Oro (Anagrama, Barcelona, 2001); La democracia ausente: el pasado de una ilusión (Oceano, México, 2000); La sangre y la tinta. Ensayos sobre la condición postmexicana (Oceano, México, 1999); El Siglo de Oro de la melancolía. Textos españoles y novohispanos sobre las enfermedades del alma (Departamento de Historia, Universidad Iberoamericana, México, 1998); The Artificial Savage. Modern Myths of the Wild Man (Michigan University Press, Ann Arbor, 1997); El salvaje artificial (Era / UNAM, México, 1997) y Las redes imaginarias del poder (1994).

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