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Desacatos

On-line version ISSN 2448-5144Print version ISSN 1607-050X

Desacatos  n.9 Ciudad de México  2002

 

Saberes y razones

 

Sexo inorgánico en el ciberespacio: relaciones entre ciencia y pornografía

 

Inorganic Sex in Cyberspace: Relationship between Science and Pornography

 

Miquel Ángel Ruiz Torres

 

CIESAS, miquelart@terra.com.mx

 

Resumen

Este artículo trata la relación que existe entre la ciencia y la pornografía, y cómo en el centro de esta relación subyace una transformación de nuestro concepto del cuerpo orgánico que ha generado nuevas expresiones del deseo erótico y nuevos caminos iconográficos para la representación sexual. Una constante predomina en esta transición: el cuerpo está siendo (re)construido por la ciencia y las ancestrales mitologías que han vinculado la reproducción y la vida erótica están experimentando un proceso irreversible de reinvención.

 

Abstract

This article addresses the relationship between science and pornography, and how underlying the center of this relationship there is a transformation of our conception of the organic body, which has generated new expressions of erotic desire and new iconographic means for sexual representation. A constant feature dominating this transition is: the body is (re)constructed by science, and the ancestral myths linking reproduction to erotic life are undergoing an irreversible process of reinvention.

 

Este escrito trata acerca de la relación entre la ciencia1 y la pornografía, y de cómo en el centro de esta relación subyace una transformación de nuestro concepto del cuerpo orgánico que ha generado nuevas expresiones del deseo erótico, y nuevos caminos iconográficos para la representación sexual. Una constante predomina en esta transición: el cuerpo está siendo (re)construido por la ciencia y las ancestrales mitologías que han vinculado la reproducción y la vida erótica están experimentando un proceso irreversible de reinvención.

Pero, ¿por qué hablar de la ciencia? ¿Es que la pornografía no existió antes del revolucionario proceso a través del cual el conocimiento humano pasó a legitimarse más con el método científico que con la revelación cristiana? Ciertamente, no con el nombre de "pornografía", un término que, aunque posee una antigua etimología griega, no aparece en su acepción moderna hasta mediados del siglo XIX, reivindicado inicialmente por los médicos higienistas y posteriormente por los moralistas y legisladores.

Evidentemente, es antigua y muy variada la iconografía y la plástica de los gestos o actos sexuales, desde las fellatios de las copas griegas del siglo V a.C. hasta los tríos de las esculturas del siglo XIII del templo de Surya en Konarak, India. No obstante —teniendo en cuenta la reconocida imposibilidad para definir con algún criterio riguroso qué es pornografía— con esta palabra, y para efectos de este ensayo, me estoy refiriendo a aquel concepto más cinematográfico que Linda Williams (1999) acota como las "representaciones visuales de cuerpos en movimiento involucrados en actos sexuales explícitos con una intención principal de excitar a los espectadores", incidiendo en su distinción de los escritos pornográficos "por el elemento de perfomance contenido en el término acto sexual" (Williams, 1999: 30). Pero además, añado el que estas representaciones visuales se han hecho accesibles a la mayoría de la población gracias a las modernas tecnologías de la comunicación (básicamente imprenta, fotografía, película y video) (Gubern, 1989,1999; Yehya, 2001a) y que, asimismo, han sido objeto constante de prohibición, censura o regulación en las sociedades occidentales (Kendrick, 1996). Pero sobre todo, la moderna pornografía se distingue por haber sido la compañera de viaje de la utopía científico-tecnológica de las sociedades industriales y secularizadas (Kauffman, 2000; Yehya, 2001a) —aquella que ha conducido al sujeto de la modernidad hacia la fragmentación del conocimiento, hacia dentro y hacia fuera del individuo.

Sex shop, Ámsterdam, 2001 / Ricardo Ramírez Arriola

No obstante, la necesidad de vincular la pornografía con la ciencia no debe hacernos creer que cualquier cosa puede estar relacionada, como comenta Bernard Arcand con cierta ironía: "es toda la historia social la que subyace en nuestro tema y nada de lo que pasó le es totalmente ajeno. Pero al mismo tiempo, siempre hay que desconfiar de las correlaciones, pues la pornografía evidentemente se desarrolló al margen, paralelamente a otras transformaciones sociales que no entablan con ella una relación de causalidad" (Arcand, 1993: 133). Por lo menos, aquí intentaré rastrear los vínculos que la pornografía contemporánea ha tenido con los procesos que desde el siglo XIX han configurado a la modernidad racionalista y científica del mundo occidental.

La pornografía no solamente habla de la sociedad en donde aparece, sino que es constitutiva de la misma, indaga en los imaginarios y fantasías que la han recorrido y que le son subyacentes logramos alcanzar una posición privilegiada para leer en este "espejo de la modernidad". En ella se reproducen los postulados (inconscientes) de la cultura, y en ella la sociedad compromete sus presupuestos dados por evidentes alrededor de la construcción cultural del placer. No obstante, este "reflejo en el espejo" no se traduce como una mera influencia del progreso científico sobre el imaginario pornográfico, sino que se advierte en el hecho de que la pornografía funciona como un caleidoscopio de la manera en que nuestra sexualidad se ha construido en el mismo proceso en que se ha desarrollado la utopía tecnológica como desafío irreversible al antiguo mito del conocimiento prohibido.

Con el resquebrajamiento de la cosmovisión cristiana entre los siglos XVII y XIX, la modernidad estalla en una pluralidad de sistemas explicativos de la naturaleza humana. Así, diversas antropologías científicas2 —desde el evolucionismo darwiniano, el materialismo marxista, el inconsciente psicoanalítico o la criminología lombrosiana, hasta la conciencia colectiva durkheimiana— desarrolladas como ciencias de hechos u "ontologías regionales" (en lenguaje husserliano), han fragmentado la unidad del hombre teleológico de la fe —que se explica por sus fines. Pero es más, las diversas ciencias sociales y psicológicas, enraizadas en el nuevo telos liberador de la racionalidad, han hecho del cuerpo humano una topografía de las tensiones políticas y las utopías sociales que nos han convulsionado desde hace dos siglos. Pero una corriente latente ha hecho de este cuerpo el blanco de la utopía científico-racionalista mediante la promesa del triunfo sobre la muerte y de la violación del secreto de la vida.

Como tan oscuramente lo anunciaron Horkheimer y Adorno (1987) en tiempos en que el holocausto judío había terminado de deslegitimar el proyecto ilustrado, los antiguos mitos cristianos han sido reemplazados por el nuevo mito de la razón, en el que un rasgo por encima de todos identifica la modernidad: el progreso científico, el movimiento permanente hacia un grado superior del conocimiento, donde la ruptura de los límites ha llegado a ser un bien por sí mismo, una praxis atelis autojustificada en su propio devenir —o aquello que los filósofos de la escuela de Francfort denunciaron como la "racionalidad instrumental". El antiguo mito del conocimiento prohibido, síntoma y consecuencia del mal en la cosmovisión cristiana, ha sido socavado por la creencia en la bondad de la ilimitada curiosidad humana que conduce a la idílica utopía tecnológica: "el mal, cuando se asocia a la búsqueda se convierte en bien" (Shattuck, 1998: 130). La plenexia, la negación de todo límite aun a costa de la destrucción y el aniquilamiento, ha inscrito el exceso en el proyecto mismo de la utopía tecnológica: toda ciencia es, por definición, transgresora en un nuevo sentido, no en el de la ruptura regulada de la ley para confirmar las fronteras sociales del orden simbólico, sino en el de la ruptura extrema, aquella que no tiene retorno y que se legitima en el estar más allá de la línea de la transgresión reversible.

Una radical tendencia hacia lo extremo comparten la ciencia y la moderna pornografía: exigiendo la prueba empírico-visual y el registro exhaustivo de los data ambas se obsesionan con todas las permutaciones posibles con el fin de encontrar la verdad en lo que hasta entonces había permanecido oculto. Pero mientras la ciencia hace de sus revelaciones motivaciones para proseguir la búsqueda sin fin, la pornografía, a menudo, cuando desvela el secreto (representando lo que la sexología ya había diagnosticado) y ofrece todas las posiciones posibles, todas las combinaciones de partenaires o todas las "perversiones" imaginables, no es sino para descubrir que más allá del deseo no hay ninguna verdad. La ciencia promete un paraíso tecnológico donde, interviniendo en la mediación entre el ser humano y el utensilio instrumental, llega a fundirlos en un cyborg inorgánico donde el lastre de la carne es superado. La pornografía, por su parte, promete un paraíso sexual donde las obligaciones sociales que comporta la sexualidad (reproducción, filiación, enamoramiento, compromiso) son absueltas por el potencial del placer para redimir. Mi propósito es develar cómo la utopía cyborg y la pornografía contemporánea están involucradas en un mismo momento cultural, que a falta de mejores conceptos llamaré, junto con Katherine Hayles (1999), la era "posthumana".

No obstante, la pornografía constituye la única forma de exploración extrema del conocimiento que no es ciegamente validada por la ideología del progreso. La acumulación de conocimientos hasta el infinito que se desprende del proyecto de la modernidad, por la cual, como ya adelantó Susan Sontag en La imaginación pornográfica (1967), tanto la tecnología como el arte cuentan con el aval e incluso la exigencia para dedicarse a la "exploración de los extremos" (Arcand, 1993: 171), se convierte, en el terreno de la sexualidad, en una acumulación peligrosa. Así, mientras otras clases de conocimiento están disponibles para las masas en la sociedad de lo extremo, la pornografía, aunque masivamente accesible en la red global, simboliza el conocimiento peligroso por excelencia, no solamente para el orden social, sino para el propio poseedor del mismo. Sin embargo, más allá de los interminables debates sobre los efectos perniciosos de las "imágenes obscenas" en la sociedad (Cardín, 1978; Arcand, 1993; Kendrick, 1996; Williams, 1998; Kauffman, 2000), y a pesar de la plausibilidad social de la ciencia para ser la vanguardia y el modelo a seguir por toda la humanidad, ciencia y pornografía comparten el ser conocimientos que casi nunca se dejan en plena libertad de movimientos; o que su uso no implique, por lo menos desde lo que la sociedad imagina como el mal, un fuerte potencial destructivo —desde las teorías evolucionistas hasta el proyecto del genoma humano; desde la comisión Meese hasta los softwares-filtros para limitar el acceso de los niños a la pornografía.3

El vínculo tan estrecho entre ciencia y pornografía se hace patente en el caso de la tecnología. No solamente hay que constatar que las prácticas sexuales han estado mediatizadas por la tecnología mediante el uso de dispositivos —tales como los cinturones de castidad, los vibradores, los diafragmas y condones— que han llegado a usarse como "herramienta moralista" y han pasado a formar parte de la parafernalia de ciertas fantasías sexuales como el fetichismo y el sadomasoquismo (Yehya, 2001 a). O que la tecnología se ha usado desde hace miles de años para transformar el cuerpo con el fin de embellecerlo (tatuajes, maquillaje, piercing) o para la transexualidad. Lo más importante es recordar que, desde la revolución industrial, el deseo sexual ha sido aliciente para la invención y el desarrollo de nuevas tecnologías de vanguardia, tales como los quimicofármacos, la cirugía plástica, o para el caso de la pornografía, las nuevas técnicas de reproducción de la imagen como el video, el CD-ROM o la Internet (Arcand, 1993; Yehya, 2001 a).

Así pues, tenemos varias direcciones en que el deseo sexual y la ciencia han estado caminando juntos en la modernidad: a) en cómo la tecnología ha mediado en la transformación del cuerpo para fines de atracción sexual; b) en cómo la tecnología ha poblado los imaginarios eróticos; c) y en cómo el deseo sexual (y la pornografía) han animado el desarrollo tecnológico. Además, los instrumentos tecnológicos que permiten tanto a la ciencia como a la pornografía su peculiar "mirada" inquisitiva las hacen compartir aquella obsesión que caracteriza nuestra época: el voyeurismo.

Estas páginas no están destinadas a hacer una historia de la pornografía. Voy a centrarme, en cambio, en la moderna pornografía de la segunda mitad del siglo XX y en su iconografía y performance. No obstante, con el propósito de reconstruir los elementos que han hecho compañeros de viaje a ciencia y pornografía, propongo un recorrido por algunas obras de la literatura y la ciencia que aparecieron desde finales del siglo XVIII, pero no por considerarlas expresiones capitales o "hitos" de una época, sino por ser momentos que hablan de "síntomas" culturales de la modernidad —y que nos hacen comprender mejor nuestra época posthumana. Para tal fin he seleccionado cinco obras: 1) Los 120 días de Sodoma, del Marqués de Sade, escrita alrededor de 1785 en La Bastilla y considerada perdida hasta 1900; 2) Frankenstein o el moderno Prometeo, terminada en su primera versión por una jovencísima Mary Shelley, en 1818; 3) Psychopathia Sexualis, de Richard von Krafft-Ebing, elaborada en 1886 como un primer compendio de las "perversiones" sexuales; 4) la novela Crash, de J. G. Ballard, escrita en 1973 y brillantemente llevada al cine por David Cronenberg en 1996; y por último, 5) el Proyecto del Genoma Humano (PGH), una iniciativa del Congreso de Estados Unidos para la investigación científica aprobada en 1989.

Sin título / Aaron Diskin

Sin duda, el tratado del neurólogo alemán sí fue un hito en la sistematización de la conducta sexual humana, así como el PGH lo ha sido para la evolución de la ingeniería genética y el control de los procesos reproductivos. Pero, visto desde nuestra perspectiva, una gran ironía recorre a la Psycopathia Sexualis: si ha habido una "psicopatología sexual" para la modernidad que hizo posible esta obra, ésta ha sido el voyeurismo, que no es otra cosa que lo que han compartido desde sus inicios la moderna pornografía y la ciencia —y que ya predijo Sade con su teatro de las posturas extremas (sexuales y morales). Así, esta obsesión por observar cada detalle del mundo (natural, físico, social, sexual, animal) en su autenticidad real y por llegar al registro extremo y al récord de la experiencia es lo que hace que las observaciones del telescopio Hubble, la secuencia de los laboratorios Human Genome Sciences, los reportajes fotográficos del National Geographic, la cámara íntima de Real World o el Big Brother, los deportes extremos del Discovery Travel & Adventure; los documentales del interior de un hormiguero del Discovery Channel; los espacios de emergencias médicas del Discovery Health, o Jackass, el programa televisivo que parodia la mirada de la modernidad sin darse cuenta, cuyos héroes bucean en estiércol de elefante; esta obsesión es lo que hace, digo, que tengan más en común con la pornografía que con los supuestos precursores históricos de cada área del conocimiento (aunque todavía no exista un canal Discovery Porno).

Sex shop, Ámsterdam, 2001 / Ricardo Ramírez Arriola

Pero, ¿cómo se observa la utopía tecnológica desde el estricto campo de las producciones pornográficas? Desde que la sexología sistematizó un saber científico sobre la respuesta sexual humana, son numerosas las películas pornográficas que se han dejado llevar por esta recurrencia donde la frigidez, la impotencia, el odio y hasta la guerra son erradicados mediante terapias que hacen a los hombres incombustibles y a las mujeres siempre disponibles en una continua y armoniosa orgía redentora —dejando aparte, de momento, los implícitos míticos que subyacen en estas concepciones genéricas. O también aquellas que utilizan los ambientes de consulta médica o de sala de emergencias para recrear fantasías de sexo aséptico y medicalizado donde los órganos pueden funcionar como nunca ayudados por prótesis o limpiados por enemas. Pero no quiero dejar de citar lo que a mi juicio es el mejor ejemplo de hacia dónde nos conduce la utopía pornocientífica.

Presentada en formato de video, Trial Sexual —una producción norteamericana de 2000 ambientada en un Los Angeles preapocalíptico— concentra algunas de las más importantes fantasías sexuales contemporáneas que reflejan la caída del cuerpo orgánico y sus signos a la categoría de abominación en la era tecnológica. Aquí, el género pornográfico es el vehículo de una utopía negativa donde unas mujeres-policía hiperempoderadas, armadas hasta los dientes y con aire cyborgiano, detentan el control y la censura de las prácticas sexuales. En este mundo aterrador, las mujeres (que son las únicas policías, médicos, jueces y jurados) castigan los orgasmos (con eyaculación) de los hombres con la pena de muerte. En la primera escena, dos de estas policías invaden la casa de un hombre soltero para verificar que no hay sexo en su interior. Pero de repente, en un estilo inquisitorial de crear las pruebas que están buscando, mantienen relaciones lésbicas entre ellas bajo la atónita mirada del infeliz. Después de unirse al grupo y de realizar felaciones y coitos con ellas, el hombre eyacula y como resultado ellas lo arrestan por "delito de orgasmo". En una escena posterior, el protagonista aparece en una especie de corredor de la muerte de una cárcel-psiquiátrico donde espera juicio. Mientras deambula por oníricos pasillos, dos jóvenes caracterizadas de niñas terribles y que hacen de sus juegos lésbico-infantiles la tentación de la muerte, lo animan a unirse, pero él se mantiene humillado en un rincón mientras observa. En el juicio final, que se celebra en una escenografía entre espectáculo televisivo y ejecución pública, el protagonista y otro hombre condenado copulan simultáneamente con dos mujeres-niñas en sendas camas experimentales, para dictaminar quién es culpable mediante la prueba del orgasmo. A la vista de los jueces y del jurado, el primero que se deje llevar por la eyaculación será el ejecutado.

Como vemos, el orgasmo y la eyaculación son las pruebas (masculinas) de culpabilidad en un mundo donde el erotismo abomina de cualquier signo de la reproducción y del cuerpo orgánico —razón por la cual las mujeres que aparecen o son cyborgs lésbicos o jóvenes pedomiméticas cuyos signos corporales adultos-orgánicos han sido rebajados o suprimidos (vello púbico rasurado, pechos planos). Ésta es, sin duda, la pornografía del futuro. Pero, ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

 

1. EL HOMBRE SOBERANO DE SADE ANUNCIA EL SUJETO DE LA MODERNIDAD

El Marqués de Sade, tomando un viejo consejo libertino, recomendaba en sus escritos el arte de la "apatía" o de guardar las fuerzas. Consistía esto en la práctica de evitar experimentar ningún gozo durante periodos prolongados de tiempo para lograr que el placer desatado posteriormente fuera lo más intenso posible.

Esta regulación de la energía libidinal en una economía de los placeres se alejaba tanto de la concepción de una naturaleza que supuestamente nos ordena buscar nuestros deseos inmediatamente, como de la de una ley mediante la cual la sociedad los intenta regular o prohibir inmediatamente creando un orden simbólico. La regulación libertina respondía, en cambio, a la calculada dosificación del deseo para redoblar el goce en cada experiencia, algo que sólo una naciente autonomía radical del individuo en el contexto de la ambición ilustrada podía concebir. Y aquí está, precisamente, el fundamento del moderno sujeto secularizado que Sade intuyó: renegado de la ley divina, el individuo es, sobre todo —en confluencia con la naciente sociedad del derecho civil— un ser soberano de sí mismo, una entidad autónoma en búsqueda de su realización radical mediante experiencias cada vez más extremas.

La peculiar transgresión sadiana, basada en la exacerbación del materialismo libertino, extraía sus energías no solamente del ataque a las virtudes tradicionales que se tambaleaban a finales del siglo XVIII (tales como la caridad) como parte del movimiento general iconoclástico ilustrado; sino también de la ridiculización de aquellas virtudes que han fundamentado los pilares de la modernidad y que fueron el fruto de la ilustración triunfante: la voluntad general y la sociedad benevolente (Seoane, 1998: 105). Sade, de hecho, pertenece a una corriente de ilustración heterodoxa que anteponía a cualquier bien común los beneficios de conceder al individuo una autonomía ilimitada.

No obstante, los peculiares mundos cerrados que Sade describe en sus orgías de poder están tan alejados de la regulación social mediante la ley —o del carácter sagrado de la transgresión— que el placer supremo que el individuo soberano alcanza contiene la larva de su propia eliminación —algo que no suena tan alejado a nuestro pensamiento contemporáneo cuando reflexionamos sobre el hedonismo posthumano y la creciente soledad del individuo. Siendo que destruye al otro de tal manera que imposibilita la vida social, la autonomía exacerbada del individuo lo acaba "asfixiando" (Seoane, 1998: 111).

Sin embargo, estos mundos cerrados de comunidades libertinas nunca están abandonados a un desenfreno irracional. Nada mejor para ilustrar este punto que recordar el "programa de infamias" que constituye una de las principales obras de Sade: Las 120 jornadas de Sodoma. Aquí, los sucesivos eventos que se llevan a cabo en el aislado y remoto castillo de Durcet, en la Selva Negra, van aumentando la calidad de la crueldad que aplican los libertinos, como también sucede en otras de sus obras. Pero el grado de sistematización de esta escalada criminal es digno de un laboratorio de experimentación científica: durante cuatro meses establecidos como grados, los cuatro maduros libertinos, junto con las ancianas narradoras, los serrallos de muchachas y muchachos y los "jodedores" (seleccionados todos ellos mediante "exámenes"), y ateniéndose a un estricto reglamento, van pasando de las pasiones simples, a las dobles, a las criminales y, por fin, a las homicidas, donde eliminan a la mayor parte de los participantes, muchos de ellos niños. Al aplicar sus torturas, los procedimientos siempre están calculados para lograr que el dolor se dosifique con racionalidad en una escenificación in crescendo donde los libertinos eyaculan como resortes exactamente en los breves momentos en que se lleva a cabo la culminación de la atrocidad. Sade racionaliza el mal mediante el crimen programático —algo que nos resulta muy familiar a los que hemos sido espectadores del siglo XX un "científico" calendario de actividades mediante el cual se expresa el mal radical4 (la injusticia, la muerte, la impiedad, la crueldad) en la naciente subjetividad moderna.

Pero en este punto nos preguntamos, de acuerdo con Bernard Sichére (1995): ¿por qué para Sade el único acto realmente soberano es aquel por el que se realiza el mal? Porque hace depender la noción de mal de la superación de los límites del propio yo como voluntad de dominio aniquiladora: "la capacidad de imponer su propia voluntad en la carne de un ser sometido concede al mal su apariencia soberana" (Sichére, 1995: 170). Sade sólo parece concebir la violación de los límites como modo de relacionarse con los otros, algo que subyace también en el concepto de erotismo de Georges Bataille (1997).

El mal radical, esa maldad trascendental de la naturaleza más allá de toda subjetividad y de todo deseo individual (Sichére, 1995: 169), es trasladado de la ubicación externa al individuo que tenía en la cosmovisión cristiana al centro de la subjetividad moderna. Ciertamente, ha habido una metamorfosis del espíritu maligno desde la Edad Media, ya que a partir de la época clásica "es en el interior de la esfera de la subjetividad donde se desarrollará la interrogación sobre el mal" (ibidem, 159). No obstante, Sade, con el recurso al mal radical inventa una postura subjetiva nueva, la subjetividad compuesta por el deseo: "el heroísmo ateo sólo lo hace fiel a su deseo" (ibidem, 163). Así, a partir de la ilustración, el mal ya no se representa con los demonios medievales sino con la subjetividad "perversa" que afirma la amoralidad del deseo y que no admite ninguna alteridad. Aunque estemos a un siglo justo de la Psycopathia Sexualis, el sujeto moderno, construido por el deseo, empieza a albergar en 120 días de Sodoma todos los demonios que estallarán en las psicopatologías sistematizadas por la scientia sexualis.

Es por la secularización de la transgresión por lo que las historias en Sade no evolucionan en el tiempo: las orgías libertinas inauguran el tiempo de la repetición. Entonces, ya que el deseo ateo no puede ser explicado por la demonología del tiempo cristiano, cuya escatología otorga un telos al hombre, la modernidad proclama la "inmanencia radical del deseo ilimitado" (ibidem, 169). La pornografía sadiana inaugura el tiempo inmanente sin trascendencia propio de la subjetividad moderna, donde cada momento lo contiene todo gracias a que el deseo se justifica a sí mismo, de nuevo concebido como praxis atelis: el "paseo" repetitivo del hombre soberano por sus gozosos infiernos particulares.

Pero con el reinado del deseo, el sujeto de la modernidad —identificado con la mente racional que ejerce la soberanía sobre los otros y sobre sí mismo— en vez de ser un cuerpo, empieza a poseer un cuerpo. Es así como se inaugura también la época del control político del cuerpo (con las instituciones disciplinarias), y en la que, a su vez, el cuerpo pasa a ser un regulador político del yo (con las disciplinas interiores): "el cuerpo es comprendido como un objeto para controlar y dirigir más que como una parte intrínseca del yo" (Hayles, 1999: 5). Por consiguiente, de la misma manera que el infierno está en uno mismo, la verdad también se encuentra en algún lugar de nuestro interior, sólo que hay que aprender a encontrarla.

Con la crisis simbólica del cristianismo y por consiguiente, de la trascendencia del mal, el deseo inmanente precipita una nueva mitología del mal. Ahora, una cosa llamada "ciencia" es la que se somete a merced del deseo sin ley —por lo que la transformación del cuerpo y la modificación de la naturaleza humana no serán sino los corolarios de este naciente mito de la racionalidad instrumental. Por consiguiente, la filosofía de Sade es un síntoma de la incipiente modernidad. Pocos años más tarde, las aspiraciones de la soberanía del sujeto moderno se iban a concretar con el desarrollo irrefrenable de esta nueva ciencia. Así, de la misma manera que los libertinos sadianos aplicaban la crueldad gratuita sobre el otro para demostrar que el ejercicio del mal es el máximo gesto de soberanía, la ciencia moderna persigue el conocimiento prohibido del Arbol del Bien y del Mal, para lograr una reinvención de la naturaleza humana que se yerga como máximo gesto de autonomía de su propia racionalidad con respecto a la naturaleza —o a la Creación.

 

2.TODA CIENCIA ES EXTREMA

A finales del siglo XVIII y principios del XIX, una serie de experimentos llevados a cabo por intrépidos médicos ingleses en los que se aplicaban corrientes eléctricas sobre cadáveres para causar la movilidad de los músculos, inspiraron a Mary W. Shelley la novela Frankenstein o el moderno Prometeo, escrita en 1818 como parte de un reto por dar a luz un cuento de miedo. Un doctor enfebrecido con la idea de crear vida después de la muerte, abandona su vida familiar para entregarse a la realización de este inalcanzable sueño de la humanidad. Juntando varias piezas de cadáveres humanos y sometiendo el producto a descargas eléctricas, logra dar vida a un ser monstruoso sin nombre al que su creador abandona, asustado de su propia hazaña sacrílega.

Dejando de lado los problemas de la identidad moral que genera esta conciencia sin alma, aquí lo principal es recordar cómo la criatura del doctor Frankenstein es la expresión literaria que simboliza los dos procesos capitales de la modernidad: a) el robo del "fuego" como conocimiento prohibido por parte de ese científico prometéico que desvela los secretos de la vida para suplantar la naturaleza; y b) la fragmentación del cuerpo del sujeto moderno, que empieza a reconocerse inicialmente como la realización del autómata cartesiano pero que termina dos siglos después con la disolución-reducción del cuerpo en información.

En primer lugar, engañar a la muerte creando la vida, gesto extremo de la soberanía del hombre que desafía la figura divina en su propio terreno o a la madre naturaleza al violar su secreto, es un movimiento fundacional del tipo de transgresión al que se consagrará la ciencia en los próximos años. Esto es, la del conocimiento sin retorno, la de la búsqueda de la verdad última mediante la experimentación extrema, la insaciable ansia de lo inalcanzable. Mary Shelley —algo que quizás sólo podría haber hecho una mujer frente a la ambición de la masculinidad racionalista— intuyó y denunció el futuro sueño de la ingeniería genética: develar el código de la vida y crearla, para someter el proceso reproductivo al control de la ciencia. Una vez que la vida deja de guardar ningún secreto, la reproducción deja también de ser un sagrado misterio para empezar a concebirse como otro de los mapas cuyas imágenes hay que develar. Al desacralizar el misterio de la vida, cada vez más la reproducción y la sexualidad pasan a ser esferas separadas —hasta llegar a un ciberporno donde el erotismo acaba renunciando a los signos de lo orgánico.

Por otro lado, el monstruo que reconstruye el doctor Frankenstein —además de ser un cartesiano hombre-máquina, aunque dominado por una mente nacida in vacuo en el propio laboratorio— permite concebir el cuerpo como una entidad autónoma cuyas piezas se pueden separar y volver a juntar. Esta noción está en el fundamento de un sujeto moderno que se piensa a sí mismo como la suma de unas partes que se poseen unas a otras mediante relaciones jerárquicas en la que los órganos y los miembros pasan a ser metonimias de funciones sociales y políticas. Es decir, los fragmentos del cuerpo empiezan a adquirir autonomía conceptual por sí mismos, de tal manera que para la época de la consolidación de la ciencia estos fragmentos serán remitidos a epistemologías y disciplinas científicas diferentes.

No obstante, hay que recordar que la división conceptual del cuerpo no es algo necesariamente nuevo. Pero, si bien en diferentes culturas tradicionales el cuerpo ha sido separado conceptualmente en segmentos que responden a diferentes funciones rituales y simbólicas (Ardener, 1987), en estas culturas las partes del cuerpo adquieren significación con respecto a una sola cosmovisión. En cambio, la característica peculiar de la modernidad es la división del cuerpo en fragmentos que responden a ordenamientos de significado diferentes, y a veces, incompatibles. A partir de ahora, distintos sistemas de significado explican la naturaleza humana mediante la vivisección del cuerpo (no solamente en partes sino en planos) en referencia a múltiples discursos de verdad identificados como disciplinas científicas —el cuerpo medicalizado, el disciplinado, o el de las perversiones.

Una tendencia común recorre esta poliantropología. Esto es, la separación moderna de la experiencia sexual del resto de la experiencia humana, con lo que se inicia la construcción de un discurso o saber acerca del sujeto que emana de su sexo, y en el que es posible encontrar alguna verdad profunda (Foucault, 1992). Así, las conductas sexuales adquieren la autonomía de una actividad que puede ser objetivamente distinguida del resto de la vida (Arcand, 1993: 151). Hablar de sexo, describirlo y prescribirlo, sin hacer referencia a los órdenes donde antes adquiría significado (religión, familia, comunidad, moral, legalidad), lo convierten en un mundo imaginable en sí.

Es bastante evidente la relación que la pornografía guarda con este proceso de construcción de la sexualidad contemporánea: como una culminación del movimiento en el que el sujeto de la modernidad escinde su cuerpo y dota sus fragmentos conceptuales de significados agregados y capaces de construir la identidad. El filme porno Le sexe qui parle,* de Frédéric Lansac (1975), con la vagina parlanchina de Pénélope Lamour, sería un cómico exponente del protagonismo que de manera no tan inocente asumen nuestros órganos sexuales, como metonimias de la sexualidad, en la definición de nuestra identidad. La escritura cinematográfica del género pornográfico se apoya en estrategias que realzan el carácter fragmentario y separado de la experiencia sexual con respecto a la totalidad de la experiencia subjetiva. Así, mediante la fragmentación del plano y de la secuencia, la metonimia es la principal figura del lenguaje pornográfico (Freixas y Bassa, 2000: 228) —el órgano por el cuadro-actor-sujeto-experiencia— de la misma manera que la metonimia es la principal figura de una era que ha destronado a la metáfora. Así nos lo recuerda Jean Baudrillard (1991) cuando nos habla de cómo "la metonimia (la sustitución del conjunto y los elementos simples, la conmutación general de los términos) se instala en la desilusión de la metáfora", cosa que ha generado una transexualidad que se extiende más allá del sexo (Baudrillard, 1991: 14).

Por consiguiente, esta vocación metonímica ha permitido que los órganos sexuales sean experimentados como los verdaderos participantes de la experiencia de la sexualidad. Al separar los órganos individuales de la unidad del cuerpo es lógico que se conviertan en objeto de atención exclusiva, logrando una "inversión sexual" que los escinde del "organismo viviente y funcionante" (Perniola, 1998: 46). Llegamos a percibir estos órganos como independientes, aunque dotados de una sensibilidad autónoma (Perniola, 1998: 46). Un relato del escritor catalán Quim Monzó (1992) —en el que un hombre se pone celoso de su pene porque su mujer le habla, lo mima y le procura más atención que a su persona— parodia este proceso de individuación de los genitales. Así, en la pornografía los genitales asumen todo el protagonismo: son observados "desde afuera" por los amantes, hablan acerca de ellos y se erectan, se lubrican, se entreabren, emiten fluidos, hacen ruidos. Es más, la separación que se inició con la modernidad entre el cuerpo y el poseedor del mismo, y la fragmentación de sus significados que eclosionó la ciencia, ha terminado por hacer que el propio cuerpo se experimente en nuestro tiempo como una entidad extraña. En palabras del filósofo italiano Mario Perniola (1998), esta tendencia ha llevado a lo que él llama el "sexo neutro" de un cuerpo que no pertenece a nadie: "tenemos la posibilidad de acceder a un coito entre cuerpos que no nos pertenecen verdaderamente. Experimentamos, por así decir, un coito que es casi extraño a nuestro cuerpo vivido como una entidad orgánica" (Perniola, 1998: 49).

Con el desarrollo de la episteme moderna (Foucault, 1997) el siglo XIX sistematiza, mediante la ciencia, su obstinación por las definiciones, las categorías y el establecimiento de fronteras conceptuales —vinculada al impulso dado en la revolución industrial a la especialización del trabajo productivo. Para finales del siglo, setenta años después de Frankenstein, la ciencia terminó imponiendo las categorías taxonómicas que había estado aplicando al mundo natural del zoológico y el herbolario, al mundo académico de las facultades, y al mundo cultural de la moderna antropología, para definir el que se revelaba como complejo y profundo mundo psicológico donde habitaba un "sexo que habla" dispuesto a confesar su verdad. La publicación de la Psycopathia Sexualis del neurólogo Krafft-Ebing en 1886, compendio donde por primera vez se intentan sistematizar de manera exhaustiva todas las conductas sexuales conceptualizadas como enfermedades o perversiones, inicia una medicalización de la sexualidad que obsesionará la imaginación del siglo XX y que constituye uno de los precursores más reveladores de la moderna pornografía al poblar su mundo de fantasías de perversiones, desde la zoofilia hasta la pedofilia. En definitiva, en este proceso, el alma cristiana fue paulatinamente reemplazada por el sexo, razón por la cual cada detalle del comportamiento puede ser hoy sexualizado y se ha designado un origen sexual a la mayoría de las enfermedades (Arcand, 1993: 16). Con la psicopatología, y casi al mismo tiempo, con las biopolíticas (Foucault, 1992b), la ciencia, aliada a las elites dirigentes, inició el control de los procesos reproductivos como premisa del desarrollo y el progreso. Así, mediante la regulación de las conductas sexuales el cuerpo humano ha sido optimizado para servir a la salud tanto del sujeto como de la sociedad, tendencia que ha culminado en nuestra época con la eugenesia y la ingeniería genética.

La Psycopathia está en el fundamento de dos corrientes de pensamiento capitales que durante el siglo XX teorizaron acerca del lugar de la sexualidad en el ser humano: el psicoanálisis y la sexología. Esta última —desde sus inicios en la orgasmología de Wilhem Reich que metódicamente registraba, mesuraba y optimizaba los actos sexuales como experimentos científicos— se ha instituido en la sociedad de manera tan estrecha con la pornografía que podríamos llegar a afirmar que actualmente nuestras prácticas sexuales se realizan como si fuéramos observados, indistintamente, por unos sensores conectados a nuestro cuerpo en el laboratorio del doctor Reich o por la mirada penetrante de la cámara pornográfica. Ambos registran la postura, el gesto, la idoneidad de las caricias, la calidad de la penetración, la potencia del orgasmo, y la necesaria activación de los gemidos como recompensa del goce. Así, al igual que la pornografía obliga a los actores a gemir-intepretar el placer, la sexología, con sus infinitos discursos sobre cómo debe ser el sexo óptimo, fuerza a los amantes a interpretar su placer ante el otro y ante la cámara imaginaria de la ciencia. Parafraseando a Freud, resulta inquietante reconocer que en la cama no sólo están los dos amantes, sino todo el peso de la legitimidad científica de la sexología obligando a interpretar el "sexo que habla" y que hace de los órganos sexuales, con sus espasmos, lubricaciones y orgasmos, los verdaderos actores de los encuentros sexuales.

Pero la ciencia es extrema. Una vez que se han roto los límites que la transgresión sólo supera para volver a confirmar, la ciencia ya no regresa atrás, por lo que el exceso es inherente al propio paradigma del progreso racionalista. Como si la experiencia de conocimiento que proporciona el logro científico fuera la única autenticidad que cree posible alcanzar el sujeto fragmentado de la modernidad. La ciencia positivista ha inscrito el exceso en su propia condición de existencia, ya que sólo puede justificarse al alcanzar la superación una y otra vez. Muerto el mítico tiempo cíclico en Occidente, el secularizado tiempo lineal del progreso imprime a todas las empresas humanas el sello del ascenso sin fin. Este exceso científico se podría subdividir en: a) el exceso de exhaustividad en observar el mundo físico y el psicológico; b) el exceso en la experiencia subjetiva que se lleva hasta sus extremos; c) el exceso en la proliferación de las fronteras entre las áreas del conocimiento, logrando que múltiples paradigmas expliquen los mismos fenómenos una y otra vez, hasta hacernos caer en el vértigo de la verdad.

Con su interés por la exploración exhaustiva de la verdad, la mirada pornográfica y la mirada científica convergen al otorgar plausibilidad social al "efecto cámara". Así, el voyeurismo se convierte en el único sistema social de comunicación que goza de absoluta legitimidad. En este punto, lo único que intenta la pornografía es seguir fielmente el programa autorizado de la ciencia: superarse a sí misma y ser cada vez más excesiva, multiplicando las combinaciones de lo "perverso" y extremando lo que los manuales de sexología elegantemente describen. Además, como tiene que garantizar la autenticidad de los eventos se preocupa por mostrar las pruebas que lo testifiquen: eyaculaciones en primer plano difíciles de trucar, o proezas que conducen hasta un dolor físico cuya prueba de realismo es indiscutible (Arcand, 1993: 183).

Sin embargo, a pesar de seguir el programa de lo extremo, cuando el sexo se devela en sus variantes más elementales que no lo distinguen de la fisiología animal, la pornografía parece decepcionar desmintiendo su promesa de verdad. En consecuencia, después de haber ubicado el sexo como una dimensión autónoma del sujeto, la pornografía tiene necesidad de volver a contextualizarlo para inyectarle urgentemente sentido, recurriendo a fantasías recogidas del background de la cultura general. Es como si la sexualidad no pudiera alcanzar el exceso por sí misma y necesitara renunciar a la dictadura metonímica para volver a metaforizarse: "como si la sexualidad liberada a su pureza y no sostenida por ninguna otra cosa contuviese una vocación hacia el autoaniquilamiento, a la autosupresión en el orgasmo y la muerte" (Perniola, 1998: 39).

 

3. LA TRANSGRESIÓN NUNCA ES EXTREMA

La ciencia es excesiva, la pornografía es extrema, pero ninguna de las dos, dentro de su paradigma, son transgresoras —en el sentido tradicional que la antropología otorga a la transgresión— ya que ninguna de las dos "regresa" en ningún ciclo ritual.

Georges Bataille (1997) distingue tres momentos en la historia del erotismo: a) la sexualidad o animalidad natural; b) las prohibiciones referidas al acceso al objeto del deseo, que funda el tabú y construye el simbolismo de la "feminidad"; y c) el estadio de animalidad sagrada o la transgresión, el cual, aunque vuelve a la naturaleza mediante la negación de las reglas, necesita de ellas para ser (Puleo, 1990: 367-368). Esto quiere decir que la transgresión forma con la prohibición un "conjunto que define la vida social", ya que la primera "no invalida la firmeza intangible de la prohibición" (Bataille, 1997: 69). Como consecuencia, la transgresión de lo prohibido está igualmente sujeta a regulación, hasta tal punto que en ciertos contextos rituales de inversión carnavalesca, las transgresiones llegan a ser obligatorias.

De nuevo siguiendo a Bataille, todo erotismo se basa en este esquema de la transgresión: se suprimen los límites del otro, hasta el punto de negarlo, para lograr la fusión momentánea en la unidad del sujeto y el objeto. Pero, no obstante, algo ha de sobrevivir de la diferencia entre los seres porque es el fundamento del atractivo sexual (Bataille, 1997: 135). Es decir, en el erotismo es necesario reconocer el objeto con respecto al cual cobra sentido su negación. Por consiguiente, erotismo es transgresión desde el momento que ambos, para que sean posibles, necesitan regresar a la situación primigenia en la que los límites están establecidos mediante la prohibición. Pero, ¿por qué la transgresión que puede afectar a otras esferas rituales se reconoce aquí tan especialmente en el erotismo? Porque, gracias al cristianismo que identificó la voluptuosidad y el mal, la sexualidad fue la principal ocasión de la rebelión contra lo prohibido (Puleo, 1990: 371).

Pero desde que Sade concibió a su libertino las cosas han cambiado: la soberanía extrema es la negación de lo prohibido y, por lo tanto, de la transgresión sagrada. Ahora, a partir de la autonomía radical que otorga la modernidad secularizante, capaz de eliminar las leyes de la prohibición, y no solamente de transgredirlas, cada vez más se rompe el límite del otro para no restaurar ya la diferencia que organiza el orden simbólico. Por eso el erotismo contemporáneo está tan comprometido con ese movimiento progresivo que anula cada vez más límites que se creían intocables.

Videoclip, 2001 / Ricardo Ramírez Arriola

No obstante, cuando se superan los límites del otro en la transgresión erótica, hay que recordar que esta negación-fusión con el objeto del deseo no implica a un individuo que se abstrae del significado que sus actos adquieren en la cultura. Más bien hay que subrayar que toda ruptura transgresora se concibe como tal porque incumbe a los límites que la sociedad proporciona a cada individuo para reconocer dónde está situado políticamente, o siguiendo a Mary Douglas (1991),para saber qué lugar ha de ocupar cada uno o cada cosa dentro del orden simbólico. Por lo tanto, hay que entender que se trata de los límites que toda sociedad alberga con respecto a las oposiciones estructurales que posibilitan las diferencias de género, de edad, de clase, de jerarquía, étnico-raciales, o entre individuos de sociedades distintas.

Es conocida la reflexión que hace Freud sobre este tema en La forma predominante de degradación de la vida erótica (1912), cuando afirma que los hombres necesitan un objeto sexual degradado para hallar placer: es decir, que el deseo por ese objeto depende de que ya tenga un carácter inferior, razón por la cual encuentran amantes entre las mujeres que son "éticamente inferiores" (Freud, en Miller, 1998: 186). Dejando de lado la facilidad con la que Freud obvia las razones históricas por las que los varones acomodados de Viena frecuentaban la baja prostitución a principios de siglo XX, es evidente que la ruptura de los límites sociales, usualmente entre grupos jerarquizados que ejercen el poder, contiene un fuerte potencial transgresor dada su facilidad en fijar el objeto de deseo —tesis secundada por la proliferación actual de la pornografía interracial como un subgénero. Y aquí entramos en una dimensión muy debatida en las discusiones acerca de la prostitución: el poder —aunque muchas de las conclusiones apuntan, quizás precipitadamente, a minimizar el papel de la sexualidad para reducirlo todo a una relación de poder.

No obstante, afirmar que la pornografía no es tanto una contemplación del sexo como una experiencia de poder (Arcand, 1993: 187) ayudaría a entender por qué los cuerpos que con más facilidad han sido expuestos al "efecto cámara" hayan sido los de mujeres de clases socioeconómicas inferiores o de otros orígenes étnico-raciales, como negras o asiáticas; o incluso inmaduras, como las niñas; a la vez que nos proyectaría más luz acerca de la relación que comparten la ciencia y la pornografía: mirar es controlar. Y también explicaría por qué estas mujeres de color han representado con tanta frecuencia ante la cámara la fantasía zoofílica en la pornografía extrema —como cuando México se especializó durante los años treinta en producir stag movies de bestialismo para el mercado estadounidense, como El perro masajista (1930) (Freixas y Bassa, 213).5

Es evidente que la atracción que ejerce sobre la imaginación occidental el erotismo "exótico" de etnias percibidas como "inferiores" se explica por esta facilidad de romper los límites del otro que suponen las relaciones con personas situadas en un plano de desigualdad —capaces en muchos casos de representar los papeles genéricos tradicionales, de la mujer sumisa y disponible y el hombre dominante, que están siendo derrocados por el feminismo (O'Conell Davidson y Sánchez Taylor, 1999)— ya que, no nos engañemos, los acuerdos comercializados que hacen posible los contactos son también más fáciles de llevar a cabo.

Pero hay otro sentido en el que la idea freudiana puede ser acertada. A la vez que el objeto degradado atrae sexualmente, se considera que, como veremos más adelante, el acto sexual degrada a su objeto, lo contamina. Aquí, pureza y contaminación, inocencia y promiscuidad, son dos figuras simbólicas íntimamente relacionadas y que están siempre presentes cuando de lo que se trata es de erotizar la ruptura de los límites. El ejemplo para constatar que la contaminación que invade la pureza del otro es sexualmente atractiva está en la constante atracción que ejerce la fantasía sexual de la violación, o incluso la corrupción de vírgenes o niñas. Pero la clave está en entender que la violación de la inocencia, junto con la promiscuidad contaminante, son las figuras de la transgresión que todavía conciben cierta sacralidad al cuerpo de la mujer.

Y en este punto hemos llegado a una conclusión: existe una clara correlación entre la pérdida del carácter sagrado de la mujer —sacralidad arraigada en la fertilidad y su capacidad para encerrar el misterio de la vida— y la pérdida del carácter transgresivo de la sexualidad. O lo que es lo mismo: existe una correspondencia entre la secularización de la reproducción y su separación del territorio del mito sagrado para caer en el campo de la ciencia, y la tendencia de la sexualidad y de la moderna pornografía extrema a no ser transgresoras.

 

4. LO ORGÁNICO SIEMPRE ES EXCESIVO

Ahora dejemos de focalizar por un momento el análisis en la ciencia y la pornografía y preguntémonos por qué la vida y la muerte están tan relacionadas en el erotismo —idea que no solamente ha sido propuesta por Georges Bataille— y dejemos en suspensión el concepto de "exceso" usado hasta aquí, para entenderlo ahora como aquel exceso que se relaciona con la reproducción de lo orgánico.

En toda erótica transgresión de las fronteras del otro, es necesario que queden en suspenso las normas que usualmente rigen el asco, ya que el hecho de comprometer cierto grado de "suciedad" —con los olores, la visión de los genitales, el intercambio de fluidos, el semen derramado— es lo que le otorga al acto sexual su potencial contaminante —aunque la simple superación del límite simbólicamente constituido ya es contaminante en sí mismo. Existen dos maneras de entender el asco vinculado a la sexualidad. Una sería la freudiana "formación reactiva", en la que el asco actúa como barrera que impide el acceso al objeto del deseo inconsciente y reprime la satisfacción (Miller, 1998: 166); la segunda sería el asco vinculado al exceso, donde el abuso en las actividades sexuales se da mientras el deseo es consciente y se satisface (Miller, 1998: 162). Es necesario añadir una tercera categoría de asco, que quizás incluya a las dos anteriores: aquella que ata la sexualidad con el exceso de la reproducción y con el exceso de la muerte.

De nuevo Georges Bataille (1997) fue quien nos recordó la importancia que las culturas humanas han concedido a la íntima relación que subyace entre lo que está vivo y se reproduce, lo que se muere y se pudre, y que es inherente a los ciclos vitales de la naturaleza:6

La muerte y la reproducción se oponen entre sí como la negación y la afirmación. En principio, la muerte es lo contrario de una función cuyo fin es el nacimiento; pero esta oposición es reducible. La muerte de uno es correlativa al nacimiento de otro; la muerte anuncia el nacimiento y es su condición. La vida es siempre un producto de la descomposición de la vida. Antes que nada es tributaria de la muerte, que le hace un lugar; luego, lo es de la corrupción, que sigue a la muerte y que vuelve a poner en circulación las substancias necesarias para la incesante venida al mundo de nuevos seres (Bataille, 1997: 59).

Como condición biológica de la reproducción sexuada, la continuación de la vida exige que los seres engendrados sacrifiquen su individualidad a favor de la especie —o como algunos afirman, del código genético, de la información. Pero entre lo que muere y lo que vuelve a nacer hay una fase intermedia que las hace comunes: la podredumbre. De ahí que el horror que provoca la muerte "no solamente está vinculado al aniquilamiento del ser, sino también a la podredumbre que restituye las carnes muertas a la fermentación general de la vida" (Bataille, 1997: 60). Muchas son las culturas que expresan el momento de mayor angustia ante la muerte durante el tiempo que dura la descomposición del cuerpo, antes de reducirse a huesos.

Por consiguiente, el asco y la repulsión a las materias excretadas, húmedas, tibias, babosas, pegajosas o fétidas, que simbolizan las cualidades del caldo de cultivo donde la vida fermenta, "esas materias donde bullen huevos, gérmenes y gusanos" (Bataille, 1997: 60) no solamente se debe a que todo lo vivo acabe en la muerte, sino a causa de la propia condición de la fluidez permanente de la vida que está en la base de los ciclos vitales (Miller, 1998: 157), y que atenta contra los intentos precarios e infructuosos por parte de las sociedades de construir órdenes simbólicos permanentes mediante la ley.

Pero en los seres humanos el caldo de cultivo asqueroso donde muerte y vida se alternan está concentrado en nuestra reproducción sexuada y sus órganos, por lo que el asco hacia la sexualidad al que las culturas recurrentemente dotan de significado7 es aquel que nos recuerda la debilidad del orden social frente a aquello que nos liga al ciclo permanente de la naturaleza fluida. Es por eso por lo que, justamente, la condición erótica de toda transgresión depende del asco que genera la contaminación del otro, ya que, tras romper las barreras simbólicas el sexo nos regresa por un momento a experimentar la unidad del caldo de fermentación primigenio. Y es por eso por lo que el sexo percibido como algo "sucio, brutal, hediondo, inmundo, pegajoso, baboso, exudado" es precisamente lo que resulta atractivo en el erotismo (Miller, 1998: 185). Pero, indudablemente, esta atracción de lo sucio, condición de toda transgresión, está en decadencia en la época del cybersexo. Las apelaciones a un mundo limpio y "antibiótico" empiezan a ser necesarias en la sexualidad contemporánea y a poblar el imaginario de la pornografía. Y es que, en el fondo, la pornografía no ha hecho más que seguir los pasos de la ciencia extrema al "desinfectar" el cuerpo orgánico.

Por consiguiente, toda reproducción contiene el potencial contaminante de todo lo que se multiplica excesivamente. Pero en la reproducción sexuada, en aquella que nos miramos nuestra propia capacidad de seguir la exuberancia de los ciclos vitales, el asco tiene una especial geografía de zonas corporales. Pero además, la reproducción tiene la condición paradójica de, al mismo tiempo que es necesaria para la continuidad de los grupos humanos, nos remite a la incapacidad de crear estructuras sociales fijas mientras en última instancia diluye la cultura humana, sin importar su elaboración o complejidad simbólica, a un ciclo incontrolable de multiplicación y muerte. De ahí el fuerte control social que los grupos, mediante el orden simbólico, imprimen a la sexualidad.

La vagina, el pene, y sus secreciones, ocupan un lugar privilegiado en la geografía del asco. La sangre menstrual y el semen, como sustancias muy contaminantes, están en la base del constructo simbólico donde arraiga el conocido miedo a la vagina, la antigua concepción de la vagina dentata. Los hombres desean el acceso a las vaginas de las mujeres, pero al mismo tiempo es algo que les da asco y a lo que temen. No faltan las referencias literarias e iconográficas que la describen visualmente como unas fauces abiertas con dientes y con una insaciable capacidad de absorber y engullir a los hombres ¿Dónde radica esta aparente paradoja? En el asco a la reproducción, un asco que tiene profundos orígenes culturales.

La vagina es objeto de deseo sexual para los hombres, pero cuando se hace accesible es cuando es capaz de suscitar el asco y el horror —razón por la cual el imaginario cultural alrededor de la prostitución, figura máxima de la vagina accesible, está poblado de metáforas de podredumbre, olores fétidos y visiones horrorosas. Pero la vagina disponible y accesible es amenazante porque es el lugar donde arraiga el potencial fertilizador del semen, una de las sustancias corporales más peligrosas por su capacidad de contaminar todo lo que toca —además de que su aparición está vinculada a la "muerte" orgásmica. Esta localización de la vagina como el nicho de la fecundación facilita su identificación con las metáforas que convierten todo aquello que crece exuberante y desbordado en fuente de asco (Miller, 1998: 153). Pero más allá, la falta o disminución de la repugnancia de las mujeres hacia el semen, que para los hombres resulta tan asqueroso, está expresando la relación que este asco masculino mantiene con la misoginia: "las diatribas iracundas de los moralistas contra la femineidad suelen conllevar la repugnancia hacia el semen y la capacidad de mancillar del contacto sexual masculino (del cual se culpa entonces a las mujeres por mantenerlo): ¿qué sois sino sumideros y retretes que absorben la inmundicia masculina?" (Miller, 1998: 154). Pero mientras el semen sólo contamina, su receptáculo, la vagina, destruye. Las vaginas son más peligrosas que los penes por su capacidad de absorber la suciedad del semen y contaminarse con su capacidad fertilizadora, mientras que los penes sólo corren peligro de destrucción al ser ingeridos por aquello que se contamina.

Ámsterdam, 2001 / Ricardo Ramírez Arriola

En el potencial simultáneo de contaminarse y de contaminar de la vagina yace la íntima relación que tiene la pureza con la promiscuidad en el erotismo transgresor. Y de su capacidad procreadora se deriva que el acceso a las vaginas haya sido una de las salvaguardas más caras de las sociedades y donde más recursos simbólicos se hayan invertido para mantener controlada la amenaza de exceso de la vida.

 

5. LA ABYECCIÓN ES FEMENINA

La abyección —de ab, "lejos" y jacere, "arrojar": echar lejos— es femenina porque, como afirma Julia Kristeva (1989), la madre es prelingüística. El poder de lo abyecto, de lo que está más allá del nombre, emana de la propia debilidad de las interdicciones sociales que tratan de construir un orden simbólico contra la autoridad arcaica de la madre enraizada en su poder procreador. A continuación, siguiendo de cerca el análisis que la búlgara Julia Kristeva hace de la abyección acercándose a la teoría psicoanalítica, intentaré rastrear cómo el miedo de la vagina dentata se arraiga en el horror a la reproducción.

La autoridad materna "arcaica" se basa en el poder que ejerce sobre el cuerpo, haciendo del mismo "un territorio con zonas, orificios, puntos y líneas, superficies y depresiones donde se marca y se ejerce el poder arcaico del dominio y del abandono" antes de que los signos lingüísticos instauren un orden simbólico8 —aunque al establecer una "lógica binaria" ya es tributaria del sentido (Kristeva, 1989: 97). Una vez que se instaura el poder del lenguaje —o poder fálico de la Ley— éste siempre se ve amenazado por el poder materno, por lo que el sexo femenino "se va tornando sinónimo de un mal radical que debe ser suprimido" (Kristeva, 1989: 95).

De ahí que todo ritual de purificación derive del miedo a la madre arcaica. Las sociedades le otorgan tanta importancia a la madre como pilar de la continuidad del grupo que toda repugnancia a la impureza no es sino una protección frente a su poder procreador (Kristeva, 1989: 104). Así, el asco a la contaminación reafirma los límites simbólicos necesarios para que ambos poderes, el masculino y el femenino, estén lo suficientemente separados en las instituciones sociales para garantizar que no acarree la desintegración (Kristeva, 1989: 105). Todo ritual de impureza trata de una conjura: la del retroceso hacia la relación dual prelingüística que conlleva el riesgo de que el sujeto diluya su propia identidad, construida con un gran derroche simbólico, en la madre arcaica.

Así, el lenguaje nombra, separa y ordena, distribuyendo oposiciones aquí y allá, y proporcionando a la sociedad exclusiones y organización. Mediante los rituales de impureza, así como también con la transgresión, la suciedad y la prohibición se conectan para ratificar las fronteras que permiten la vida social. Sin embargo, la exclusión simbólica no es capaz de frenar la potencia abyecta de lo femenino. La sociedad, en consecuencia, nunca deja de reconocer ese poder "solapado" de la madre, lo cual explicaría la necesidad en muchas culturas de mantener a las mujeres bajo el poder político de los hombres. Y aun así, situadas como objetos pasivos de los derechos que ejercen los hombres sobre ellas, "no por ello son menos percibidas como poderes solapados, 'intrigantes maléficas' de las que sus dominadores deben protegerse" (Kristeva, 1989: 95).

Vemos aquí perfilarse, por fin, la relación que el asco, la transgresión y los rituales de purificación guardan con la misoginia, en el sentido de lo que el miedo y la versión a lo femenino son acreedores del mantenimiento de los límites simbólicos. Ahora, la medicina moderna, con todo su discurso de desinfección, antisepsia, higiene, y en general, el control exhaustivo de los procesos corporales parecería ser la renovación del rito de polución de la ley simbólica que prohibe y excluye lo abyecto para controlar el poder de la madre. Y esto es así hasta cierto punto; porque como veremos, la ciencia moderna hace tiempo que ha desactivado el potencial transgresor del asco junto con la secularización del poder oscuro y arcaico de la madre. Ahora la misoginia se ha transformado en misogenia (mis: "odio" + gen/genus: "procrear/género") —la disolución de lo orgánico y del género en la transexualidad.

 

6. LA CIENCIA CONDUCE HACIA LA TRANSFORMACIÓN INORGÁNICA DEL CUERPO

El cuerpo está obsoleto. El cuerpo orgánico, el que supura, hiede, se enferma, engorda y se pudre, está pasado de moda. Si ha habido una fascinación que alimentó la imaginación occidental de la segunda mitad del siglo XX ha sido la de deshacerse del cuerpo. Pero esta afirmación hay que hacerla razonada y cuidadosamente, ya que la disolución del cuerpo en nuestra cultura, no significa que mañana mismo nuestros cuerpos físicos vayan a desaparecer. Se trata del nacimiento de una nueva subjetividad en la que se está abdicando de las limitaciones de la carne.

Una de las más notables paradojas de la modernidad es la de haber incrementado el conocimiento científico de la sexualidad humana y de los procesos orgánicos corporales, al mismo tiempo que se iba haciendo cada vez más extraño nuestro cuerpo, en el sentido de percibirlo como una posesión misteriosa que limita las aspiraciones del sujeto y es motivo de frustración y angustia. El sujeto de la modernidad tardía, absorbido por las imágenes y construido entre las máquinas, ha empezado a impacientarse con los inconvenientes de lo orgánico (Yehya, 180). Pero existen dos direcciones en que lo orgánico se diluye: sobre el cuerpo y en la reproducción-muerte.

En una colección de trabajos llamada Post Human, el artista norteamericano Jeffrey Deitch se preguntaba provocativamente en 1992 por la posibilidad de que el organismo humano fuera construido, esto es, "que no nazca". Incluso llega a afirmar que "la generación de nuestros hijos podría muy bien ser la última generación de 'puros' humanos" (Kauffmann, 2000: 62). Rodeado por nuevas tecnologías que prometen eliminar lo imprevisible y degenerativo de lo orgánico (el caos de la vida), el sujeto está aprendiendo que no necesariamente debe estar "sujeto" y posibilitado por un cuerpo cuya naturaleza sea inalterable.

La clave está en comprender que el sujeto a partir de ahora será más conceptual que natural, ya que podrá ser construido con información mediada por la ciencia sin necesidad de depender, al igual que los soportes virtuales, de su "corporeización".9 Aquí radica el concepto de lo posthumano: privilegiando los patrones informativos sobre las instancias materiales, la corporeización en un substrato biológico es visto más como accidente que como inevitabilidad (Hayles, 1999: 2). Por consiguiente, la corporeización caótica de la naturaleza orgánica ya no será más misterio y destino inevitable, porque con la ciencia el ser humano es reducido a procesos de información que develan siempre un patrón de datos en el origen de las conductas, pensamientos y emociones. Por lo tanto, descifrando el funcionamiento de este patrón se pueden crear componentes que sustituyan y mejoren las partes defectuosas o insatisfactorias del cuerpo y de sus caprichos (enfermar, engordar, deprimirse, arrugarse, envejecer, morir).

Entonces, debido a que patrones y códigos de máquinas y del cuerpo orgánico son análogos e intercambiables, al ser descritos por la ciencia, la corriente de información que circula entre ellos los hace asimilables. Después, la tecnología llega en un primer momento a sustituir pedazos o funciones deficientes del cuerpo, en forma de prótesis, trasplantes, químicos o implantes. Pero al mismo tiempo ha venido a llenar la insatisfacción del deseo inmanente de aquella soberanía radicalizada del sujeto de la modernidad, que el cuerpo no puede cumplir pero que se le ha prometido al sujeto posthumano en la orgía mediática. En ambos casos, el cuerpo llega a ser concebido como una "prótesis original" que puede ser extendido o reemplazado por otras prótesis, con lo que, debido a esta articulación íntima entre cuerpo y máquina, se pierden los límites entre lo biológico y lo cibernético (Hayles, 1999: 3).

Este cuerpo orgánico híbrido de artículos tecnológicos, donde la información ha conectado el cuerpo con sus extensiones protésicas, no es otro que el cyborg.10 Y el cyborg implica una información de impulsos eléctricos absolutamente descorporeizada que fluye entre la proteína y la silicona operando como una sistema único (Hayles, 1999: 2). No obstante, con el cyborg no se elimina completamente lo orgánico. La liberación de la carne viene dada por el rechazo de las funciones orgánicas vitales y ordinarias que convierten el cuerpo en una máquina que se degenera mientras funciona y que está constantemente excretando inmundicias. Pero la tecnotopía o utopía tecnológica convierte la carne del cyborg en un motivo para la exaltación de la belleza programada y diseñada, y la consecución del placer sexual. Es evidente que gran parte del desarrollo de las tecnologías cyborgianas tienen motivaciones sexuales y están destinadas a expandir las capacidades eróticas del cuerpo (Yehya, 2001 a: 174).

La transformación del cuerpo (habitualmente femenino) para embellecerlo mediante la tecnología, ha sido una constante de toda la historia: tatuajes, cicatrices, mutilaciones, castraciones, modificaciones craneanas, siempre han confirmado que no existen modas eróticas sin la intervención de la tecnología (Yehya, 2001 a: 171). Pero lo que la tecnobelleza persigue no es la modificación en sí misma sino la exaltación de una belleza programática creada con fragmentos de cuerpos, que ha sido diseñada, difundida en los medios, y que, recibiendo nuestra mirada voyeurista, está alejada de la presencia de lo orgánico en la cotidianeidad. En una edición especial de la revista Time, de otoño de 1993, aparece en su portada el rostro de una joven que había sido compuesto por un programa de imagen cibernética con porcentajes de las diversas etnias de Estados Unidos. Los artistas virtuales combinaron seis razas para crear una metamorfosis de la belleza ideal de cada una de las mismas (Kauffman, 2000: 76).

Este tipo de belleza, donde la fragmentación del cuerpo y su disolución en imágenes (información electrónica) llegan a crear un posthumano Frankenstein desincoporado, fue parodiada a mitades de los noventa por la artista francesa Orlan. Ella, mediante la cirugía estética —en un sarcástico e inteligente sabotaje a su uso autorizado— transformó su cara en un compuesto de las partes de varios iconos de belleza femenina, desde la barbilla de la Venus de Botticelli, hasta la frente de la Mona Lisa: "la mujer —denuncia Orlan— es una proyección de las fantasías masculinas recopiladas a través de los siglos en mitos, arte y religión" (Kaufman, 2000: 90), cosa que la tecnología ha aprovechado para multiplicar las permutaciones.

No obstante, la tecnobelleza tiende a una estandarización. Conducida por la química, la cirugía estética y el cuidado de la salud, la modificación corporal, arrastrada por los flujos de modas, tiende a crear patrones de belleza asimilables e intercambiables, ejemplificados en las modelos profesionales de un erotismo de cartón-piedra, o en las actrices porno de los noventa que exhiben un corte netamente estandarizado. El cuerpo del otro, que vemos representado a través de una aséptica pantalla, y que no nos alcanza a contaminar porque ignoramos su identidad tanto como sus secreciones, es el cuerpo diseñado por un programa, y admirado (ad, "hacia" + mirari, "sorprenderse") por nuestro fisgoneo voyeurista que busca siempre la sorpresa de la superación.

El aspecto sexual de la fusión entre carne y materia inorgánica ha sido brillantemente expuesto por J. G. Ballard, en Crash (1973), primera novela "pornográfica" basada en la tecnología. Aquí, la materia inorgánica que se funde con la carne no solamente implica el erotismo de lo metálico —como en la escena del filme de Cronenberg donde Catherine Ballard aprieta uno de sus senos contra el fuselaje de un avión— sino el componente cyborg de unos personajes que convierten sus prótesis en los órganos sexuales a los que se dirigen sus deseos —como en la escena final donde, después del accidente automovilístico, James hurga y lame la cicatriz de la pierna ortopédica del cuerpo destrozado de Gabrielle, como si fuera una vagina (Freixas y Bassa, 2000: 342). Además, la constante presencia del horror de la carne, con su descomposición, sus malformaciones y mutaciones, hace patente la noción de "Nueva Carne", la que solamente al ser mediatizada por la tecnología puede seguir conservando su sexualidad. La pornografía actual está repleta de ejemplos de este fetichismo de lo metálico y de lo protésico donde las extensiones corporales y los artefactos falomiméticos se convierten en los objetos del deseo.

Pero el cyborg es, por definición, transexual. Esto no se refiere a una transexualidad exclusivamente anatómica, sino en el sentido de la conmutación de los signos del sexo (Baudrillard, 1991: 26), donde masculino y femenino son intercambiables y llegan a abolir el género, en un proceso muy estrechamente vinculado con la abolición de la reproducción sexual mediante la intervención científica sobre los procesos de la vida. Éste es el destino de la futura sexualidad: por oposición al juego de la diferencia sexual necesaria para la reproducción, se llega a la indiferenciación de los polos sexuales y su disolución en un erotismo simbólicamente transexual solamente volcado a la seducción y al goce: "de la misma manera que somos potenciales mutantes biológicos, somos transexuales en potencia. Y ya no se trata de una cuestión biológica, todos somos simbólicamente transexuales" (Baudrillard, 1991: 26).

El transexual-cyborg es la vanguardia de la era inorgánica. Así como el transexual tradicional, al modificar su genitalidad, es cyborg porque transgrede las certezas corporales que definen nuestros papeles sociales; el cyborg, a su vez, es transexual porque, cargando un programa wetware11 de activación hormonal, química, protésica y estética, cambiará de sexo según la moda o el gusto, sus especiales fantasías, o según la pareja sexual que prefiera tener en ese momento. La reproducción, por supuesto, no tendrá nada que ver en ello. La cultura popular actual ya cuenta con una variedad de cyborgs transgenéricos, desde Marilyn Manson, y los personajes del manga japonés, hasta los modelos andróginos de la publicidad de Guess y Calvin Klein (Yehya, 2001a: 178). Pero una intersección especial entre el cyborg, la transexualidad, el cuerpo inorgánico y la atracción por la extrema juventud, está latente en los modelos adolescentes de género indeterminado que pueblan el mundo de la moda, la publicidad y la música: seres de corte artificial, más cercanos al androide, con rasgos estandarizados, con signos corporales orgánico-reproductivos reducidos o eliminados mediante el referente pedófilo o pedomimético.

Pero una segunda dirección en que lo orgánico está siendo abolido es en los procesos de la vida. En el caso de la reproducción sexual humana, en la actualidad ya aparece incipientemente mediatizada por la tecnología, pero terminará siendo un asunto exclusivamente de los laboratorios con señores de bata blanca. Dejando aparte, por su especificidad, el tema de la eugenesia de los años veinte y treinta del siglo pasado, una de las iniciales revoluciones en que la sexualidad empezó a alejarse de la reproducción humana fue con la invención de la píldora anticonceptiva, que fue uno de los pasos fundamentales en nuestra contemporánea percepción del sexo conceptualizado en sí mismo —además de un importante elemento de reivindicación del control de la mujer sobre su cuerpo. Pero posteriormente la tecnología se centró más en controlar el proceso de reproducción, primero como vigilante del proceso biológico de la gestación, luego con la fecundación in vitro y la inseminación artificial, y posteriormente con la clonación y el Proyecto del Genoma Humano —tecnologías que están dando sus primeros pasos.

La inseminación artificial, con la creación de bancos de semen cuyos espermas han sido "elegidos" y optimizados (eliminando bacterias y defectos genéticos), ha conducido hacia el control sobre un proceso reproductivo que dejado al azar se considera demasiado riesgoso para la obsesión científica por la predicción del mundo —además de que posibilita los embarazos de padres muertos hace años, rompiendo uno de los límites de la fecundación natural. Por su parte, la clonación —una tecnología donde se prodiga demasiado la imaginación popular— ha permitido cerrar las puertas a una de las estrategias de la naturaleza para garantizar la continuidad de las especies sexuadas: la recombinación genética. Dentro de un tiempo, podrán escogerse seres humanos con taras genéticas óptimas para ser replicados tantas veces como se quiera —aunque no su conciencia y su memoria vital, de momento.

Estas tecnologías tienen la particularidad de regresarnos a un tipo de reproducción evolutivamente anterior a la sexualidad: la reproducción por división y declinación del código de los seres inmortales (bacterias, protozoos). En nuestro mundo tecnológico, los seres electrónicos, las prótesis y los clones, que tienden a esta reproducción, inducirán al mismo proceso a los seres humanos sexuados: "todos los intentos actuales, entre ellos la investigación biológica de vanguardia, tienden hacia la elaboración de esta sustitución genética, de reproducción secuencial lineal, de clonación, de partenogénesis" (Baudrillard, 1991: 13).

Pero la separación de la reproducción y la sexualidad, hasta el punto de hacerlas irreconciliables entre ellas, está estrechamente emparentada con la lucha contra la muerte como condición orgánica. Se trata de la erradicación de la enfermedad, la contención del envejecimiento y la prolongación de la vida en los seres individuales, en detrimento de la recombinación cromosómica en nuevas generaciones. Varios métodos ya en uso establecido, como las drogas (melatonina, esteroides, vitaminas, hormonas, proteínas y antioxidantes), otros con un uso experimental (células embrionarias o progenitoras, clonación de órganos), serán completados por tecnologías de momento irrealizables, como la criogenia, la microtomía, el nanorremplazo de neuronas, la clonación de individuos con conciencia, o incluso la transmisión de la conciencia a una computadora para después ser "reseteada" en un nuevo cuerpo. Pero sí hay una investigación donde ambos procesos de la vida, reproducción y muerte, son indagados, ésta es el Proyecto del Genoma Humano (PGH), la secuenciación genética de nuestra especie.

Debido al triunfo de la ciencia como cosmovisión legitimada, se ha creado la ilusión de que, al igual que pasaba con la hibridación orgánico-cibernética del cyborg, todo a lo que se le puede extraer un código secreto puede ser clonado y, por lo tanto, preservado de la desaparición (Yehya, 2001a: 180), desde los restos arqueológicos de culturas milenarias, los dinosaurios, las culturas agonizantes, los ecosistemas, las lenguas extintas o los seres humanos. El PGH camina en esta dirección al pretender reorganizar la vida en el nivel de su programa o código, no solamente mediante la realización de un "mapa" de la organización genética, sino interpretando la secuencia al descubrir el significado de las cadenas de información y sus funciones. Desafiando el poder creador del secreto de la vida que el doctor Frankenstein ingenuamente probó imitar casi 200 años atrás, esta iniciativa científica mundial, aunque todavía muy en ciernes, está destinada a desafiar la lenta pero irreversible degeneración de lo orgánico en los seres individuales —que no en la especie.12

Videoclip, 2001 / Ricardo Ramírez Arriola

Desde los oncochips que imprimen secuencias genéticas para evitar la mutación cancerosa de ciertos genes, hasta la intervención embrionaria en seres con propensiones a la enfermedad o a la aptitud "antisocial", el PGH apunta a mejorar funciones, apariencias y resistencias individuales y sociales —entre las que cabe contar las de carácter sexual y que tengan como objetivo la realización de las fantasías y la multiplicación del goce hasta lo extremo.

Debido a la intervención científica sobre los procesos de la reproducción y de la degeneración orgánica, el sexo y la muerte se han convertido en abstracciones médicas racionalistas, referentes tremendamente conceptuales de una vida orgánica en disolución. Eso ha llevado paradójicamente a la atracción que ejerce su representación extrema en la pantalla, bien sea con la pornografía o con los filmes de acción. Sexo y muerte son tan abstractos que sus imágenes deben ser reproducidas ab infinitum e in crescendo para autentificar la experiencia como real, con el ejercicio de la mirada inquisidora sobre eventos de "extrema visibilidad". Así, de la misma manera que los actores mueren lascivamente frente a la cámara registrando todos los estertores en primer plano, los intérpretes porno follan también ante la cámara mostrando todos los espasmos y éxtasis imaginables. Sexo y muerte, ahora, sólo llegan a tener significado, como Ballard predijo en 1970, dentro de los valores y experiencias del paisaje de los medios (Kauffmann, 2000: 209).

Alejados de la materialidad de cuerpos orgánicos que excretan flujos y se pudren, la representación del sexo y de la muerte tiene que ser extrema para intentar inyectar al precio que sea su significado transgresor. Frente a la secularización del sexo y la medicalización de la muerte, a nuestra época le urge siempre la imagen extrema y el exceso para poder conservar el potencial transgresivo de los cadáveres que se pudren frente a nuestros ojos y las cópulas que hacen impregnar los cuerpos de excrecencias. Pero el intento es inútil. A cada nuevo empeño de hacer ver lo transgresivo del sexo, se corresponde un paso adelante en su inevitable secularización. Nuestra época representa los últimos vaivenes y coletazos de la carne, mediante expresiones extremas, antes de su disolución en información.

 

7. LA PORNOGRAFÍA DEVELA LA NEUTRALIZACIÓN DEFINITIVA DE LA VAGINA DENTATA

La asociación simbólica de la mujer con los ciclos temporales vitales del nacimiento y la muerte, de la que hablaba más arriba, tiene una importante expresión cultural en la figura de la araña tejedora, metáfora de un quehacer monótono y repetitivo apegado a un ciclo permanente (Puleo, 1991: 400). Como representante del poder de lo abyecto de la naturaleza o quizás de las primeras prohibiciones sociales contra la misma, la mujer-araña cristaliza el símbolo de aquel orden monótono de la reproducción impuesto por la mujer/esposa y que recuerda al individuo su finitud y sujeción a los ciclos vitales.

Una de las maneras tradicionales de los hombres de neutralizar el poder femenino percibido como la "trampa de la reproducción" fue volverse contra la mujer-araña con sus propias armas y hacer de la "sexualidad-trampa tendida por la especie y por la sociedad la vía real de la liberación" (Puleo, 1991: 405-406), a través del acto transgresivo-sagrado de la violación. Pero el incrédulo hombre soberano de la modernidad no iba a contrarrestar el peligro de la abyección femenina con el mismo artilugio. Derivado de un poder racionalista fuertemente vinculado con la masculinidad (Seidler, 2000) la ciencia moderna positivista, prepotente, orgullosa, suplantadora del poder creador de la vida, lo haría mediante una nueva forma de misoginia expresada en la secularización del componente sagrado de la mujer. Develar los secretos de la reproducción y de la sexualidad, para someterla al programa de la ciencia, equivalía a desactivar la amenaza constante de la vida. Exorcizado el erotismo sagrado —que el cristianismo dio continuidad con su identificación con el mal—, ahora, con el racionalismo de la ciencia, la transgresión dejó de tener la misma significación, y a la profanación de los tabúes de la sexualidad sólo le quedó una débil virtud (Bataille, 1997: 144).

Lo que persigue la ciencia mediante su intervención en la reproducción (hasta entonces incapaz de generar vida) es neutralizar el constante peligro potencial que supone la alianza entre el poder abyecto de lo femenino y los secretos de la vida con sus ciclos reproductivos. Asimismo, con la restricción de los peligros de contaminación que provienen del cuerpo mediante la medicalización de la sexualidad y la muerte, la ciencia (hasta entonces incapaz de evitar la enfermedad y la degeneración corporal) pretende restringir e incluso suprimir la amenaza del caos nacimiento-putrefacción que destruye-regenera la sociedad. Para eliminar de una vez por todas la fuerza generadora de vida de la mujer, la cultura científica hará de la tecnogénesis la última conquista sobre la misteriosa fecundidad que se ha resistido a su poder (masculino), dejando la representación de la mujer caricaturizada en un cyborg transexual y estéril (y por ende infantil) o en una androide "maquina-sexual" hecha a la medida de las fantasías de la (nueva) psicopatología sexual. La utopía científica acabará de clausurar la amenaza de la vagina dentata.

La fugaz alianza que en algún momento hubo entre la ciencia y las mujeres con la píldora anticonceptiva —y que podría, en caso de profundizarse y diversificarse, haber alimentado los sueños "masculicidas" del Scum Manifesto de Valerie Solanas—13 será definitivamente desactivada con el control de la ingeniería genética. La ciencia usurpará la relativa autonomía ejercida sobre la facultad reproductiva, ya que si bien ahora no se tratará de cómo evitar la concepción, si concernirá a hacer de la misma algo que atañe exclusivamente a la medicina —como ya lo fue durante muchos años la diversidad sexual. Los derechos de la mujer sobre su cuerpo pasarán del monopolio de la religión al de la ciencia, con unas breves décadas de espejismo liberador.

Al apuntalar el control sobre los procesos de sexualidad, reproducción y muerte, el cuerpo (femenino) abandona los símbolos que alimentaron el miedo a la vagina dentata y es dotado de un nuevo carácter no-opositivo y no-amenazante que hace de él un aliado en vez de un enemigo de la ciencia. Con ello, el cuerpo (femenino) es reinventado como sex-machine al dirigirse su representación iconográfica a una funcionalidad hipererotizada no transgresora, derivada del divorcio irreversible entre la sexualidad y la reproducción. El cyborg y el androide son seres mitotecnológicos que profundizan el sueño masturbador de la mujer sex-machine.

La representación de la mujer en la pornografía hace patente la lucha de la era tecnológica contra los arcaicos símbolos femeninos de la naturaleza indómita y demoniaca —que durante dos mil años el cristianismo estuvo recreando, desde Eva hasta Juana de Arco. Una constante en el intento de la pornografía por neutralizar la amenaza de la feminidad ha sido el uso de la masculinización de la mujer representada. Allí, en la pornoutopía y la pornoucronía ambos sexos son fálicos, una mujer imaginada por el hombre y para el hombre cuya sexualidad está descrita en términos comprensibles para los hombres (Arcand, 1993: 110). Esta mujer fálica recurre a la inversión simbólica para hacer que una mujer que ama el sexo, grita obscenidades, suplica lamer penes, se excita "viendo" la cópula, eyacula flujo vaginal y es sodomizada como un hombre, sea la mujer cuya abyección ha sido cancelada mediante la transexualidad. La actriz porno es siempre una protocyborg transexual y una aprendiz de androide sex-machine.

Pero junto a la inversión transexual, la inversión del rol genérico (hombres que actúan como mujeres y mujeres como hombres) es otra de las artimañas de la pornografía para cancelar la diferencia inquietante de lo simbólicamente femenino: "se tendrá entonces a hombres que desean volverse niñas maltratadas o que sueñan ser mujeres dominadoras y penetrantes con partenaires masculinos suaves y gentiles" (Arcand, 1993: 116). Las mujeres eternamente calientes de la pornografía no solamente responden a la fantasía masturbadora del hombre que sueña por obtener orgasmos sin tener que negociarlos o comprarlos —el cortejo y la prostitución, respectivamente—, sino que son aquellas mujeres cuyos signos amenazantes y contaminantes (el ofrecimiento pasivo, la dulzura engañosa, el goce descentrado y prolongado) les han sido evacuados para acercarlos tranquilizadoramente a la experiencia masculina de la sexualidad. La película Devil in Miss Jones [El diablo en la señorita Jones] de Gerard Damiano (1973), cuenta el caso de una mujer que se convierte en activa y sexualmente desenfrenada y recibe la irónica recompensa de vivir en la misma habitación que un hombre pasivo, receptivo y constantemente inapetente. Aquí tenemos, un ejemplo de inversión genérica que parodia la creencia masculina en el sacrificio que supone tener que luchar contra su deseo para evitar contaminarse del otro.

Pero, ¡qué gran sarcasmo late en todo esto! La inversión de roles genéricos y la transexualidad pornográfica hace que las mujeres activas hablen de sexo, no se avergüencen de su cuerpo, sean sexualmente agresivas hasta el punto de violar a los hombres, se permitan toda práctica sin excesivos remilgos, no tengan necesidad de vínculo sentimental y no teman al embarazo ¡curiosamente los mismos elementos que reivindica el feminismo! Pero al mismo tiempo, las mujeres en la pornografía, entendidas como sujetos con una identidad/diferencia genérica, dejan de existir, ya que se limitan a ser el doble de la sexualidad masculina y de sus fantasmas instrumentales. En este punto coincido plenamente con el sociólogo francés Gilles Lipovetsky cuando afirma: "si existe una violencia pornográfica, ésta responde más a esa forclusión de la alteridad de lo femenino, a esa indiferencia frente a la desemejanza de los sexos, que a la seudoinferiorización de las mujeres" (Lipovetsky, 1999: 37).

El simbolismo de la feminidad en la pornografía, cuyo misterio ha sido totalmente profanado por la conducta de las actrices masculinas y por el ojo penetrante de la cámara, será ahora neutralizado además mediante la apelación a una sexualidad entendida como ejercicios de récords cada vez más extremos y exenta de cualquier poder de contaminación-transgresión. La neutralización de la vagina dentata no vendrá, contrariamente a las expectativas del feminismo, por el triunfo del poder del pubis vinculado al éxito de la autoexpresión sexual de la mujer,y de la iconografía positiva de la vagina como "fuerte, limpia, bien hecha y tan completa como los tótems masculinos"(Ardener, 1987: 130), tal y como lo han venido reivindicando artistas feministas desde la década de los sesenta.14 Sino que lo hará mediante su neutralización en la era de la secularización del poder transgresor del sexo. La presencia "excesiva" del sexo anal en la pornografía actual, donde en muchas escenas ya no se pasa por el otrora necesario preámbulo del sexo vaginal, es la expresión de la desacralización de una vagina dentata cuya penetración ya no contiene casi ningún poder transgresivo —al contrario del sexo anal (junto con el doble anal o el fist-fucking anal) que contiene la amenaza del anus dentatus de la era del VIH-sida.

Ámsterdam, 2001 / Ricardo Ramírez Arriola

El tema de la femina dominatrix, donde palpita una hembra estéril masculinizada, es un motivo recurrente de la pornografía. Le parfum de Mathilde, del realizador francés Marc Dorcel (1994), enfrenta dos mitos clásicos que han poblado a la mujer sacralizada —la inocente, pura (y reproductiva) con el personaje de Eva, y la insaciable, concupiscente (y estéril) de Mathilde— para otorgar la victoria a la representación de aquélla que con hacer explícita su sexualidad basta para vencer (Freixas y Bassa, 2000: 301). Otro personaje recurrente que se mueve también en esta frecuencia es la mujer voraz comehombres, como las que aparecen en el filme New Wave Hookers,de Greg Dark (1985), que se recrea en la fantasía de las mujeres empoderadas que se sirven de los varones y de su pene (Freixas y Bassa, 2000: 277). En otro filme, Curse of the Catwoman, de John Leslie (1991), donde también se personifica el viejo estereotipo de la mujer-fiera junto con la inversión genérica, muestra un duelo entre dos hermanas felinas cuyos varones son relegados a ser jugadores pasivos burlados.

La femina dominatrix expresa los peores fantasmas de los hombres frente a unas mujeres cada vez más empoderadas en el mundo occidental. Pero al mismo tiempo es una protocyborg que mediante la conmutación de los signos de la transexualidad concede a las mujeres el poder que otorga la tecnología a cambio de su esterilidad (real o simbólica). Figuras contemporáneas como la cantante Madonna o las actrices Sigourney Weaver y Linda Hamilton, se reconstruyen a sí mismas con la tecnología y se convierten en iconos de una nueva mujer cercana al cyborg, caracterizadas por su rudeza y violencia, y el "rechazo de la feminidad tradicional que se corporeiza con la pasividad y los sentimientos de maternidad" (Yehya, 2001 a: 157-158).

Pero otra figura a la que conduce la inversión pornográfica es a la de la mujer creada expresamente para cumplir las fantasías sexuales de los hombres —eliminando de un solo plumazo el potencial contaminante de su feminidad, la carga social del cortejo y la reproducción, y una molesta otredad que hay que descubrir o aplastar. Esto es, la sex-machine o, en lenguaje mitotecnológico, la androide sexual.

La figura de la mujer autómata ha aparecido en la literatura con frecuencia. Baste con citar aquí a la temprana Coppelia, la muñeca danzante que aparece en el relato de E.T.A. Hoffmann, El hombre de la arena (1816), que aunque no fue creada con fines específicamente sexuales, encierra todos los fantasmas que se convierten en letales para Nataniel, el hombre que se enamora de ella. El horror, que precipita la tragedia, radica en su cercanía a la fantasía que la ambición del conocimiento prohibido recrea respecto a la mujer ideal. Mucho más contemporáneo, el irreverente cuento "La máquina de follar", de Charles Bukowski (incluido en Tales of Ordinary Madness, 1984), parodia el proyecto del autómata al presentar un lunático doctor que ha creado una mujer tan perfectamente adaptada al deseo masculino (servir copas, no hacer preguntas, follar sin titubear, no pedir nada a cambio) que fascina y asusta a sus invitados de tal manera hasta el punto de precipitar su destrucción. Es evidente que estos relatos, aunque separados en el tiempo, encierran los miedos que la civilización tecnológica ha ido construyendo hacia la condición monstruosa de la diseñada mujer perfecta que es reducida a su potencial sexual.

Aunque hay antecedentes históricos de cómo el cuerpo femenino ha sido modificado para satisfacer las fantasías eróticas de los hombres, el concepto androide obtiene la ventaja de la modificación total del cuerpo para el fin sexual, sin los inconvenientes que retiene el cuerpo orgánico. Pero aunque el androide real todavía es un mito de la tecnología, su referencia en la pornografía (y en la moda) viene dada por la presencia de sus signos: mujer sin rastros de su condición orgánica sujeta a degeneración (inmortal), con los indicadores corporales reproductivos reducidos o ignorados (estéril), con rasgos intercambiables y estandarizados (clónica) y abstraída de componentes narrativos que la apeguen a una historia (atemporal).

La mujer androide (simbólica), a diferencia de la cyborg empoderada, es claramente una creación al servicio del placer masculino. Una mujer con marcadores sexuales corporales únicamente diseñados para ocuparse en ser el objeto del deseo y no en la reproducción. La fascinación por destruir sus rastros de lo orgánico se enmarca en la obsesión de la tecnocultura por eliminar cualquier referente de la vagina dentata. Así es fría, aséptica y seca —cualidades opuestas a los adjetivos del asco. Pero al haber sido su sexo implantado por un técnico-modista-estilista, es también intrínsecamente transexual: su sexo puede ser cambiado independiente de la genitalidad sólo con alterar la programación y en cuestión de segundos (Yehya, 2001: 165). La condición androide también es una tendencia hacia la que los seres orgánicos avanzamos: andróginos desinfectados adaptados al deseo inmanente radical que se metamorfosea cada pocos días. Varios son los ejemplos del androide en la pornografía. En el filme porno La femme objet, de Féderic Lansac (1981), un escritor idea crear a la mujer perfecta en forma de robot sexual mudo que está siempre disponible (Freixas y Bassa, 295), figura pleonásmica de la mujer sex-machine infatigable y socialmente irrelevante.

Pero también en la modelo profesional de la moda se imprimen los signos a la vez inquietantes y fascinantes del androide: al poseer rasgos neutrales, estandarizados y substituibles, ignora lo orgánico al burlarse de la vejez y de la muerte —tras la muerte real de una de ellas, es reemplazada por otra con rasgos análogos para lograr perpetuar el patrón en los medios, en espera de que la ciencia permita la construcción del auténtico androide tecnológico inmortal.

 

8. CONCLUSIONES: EL CUERPO ORGÁNICO SERÁ DESTERRADO DE LA FUTURA PORNOGRAFÍA

Aunque suene paradójico, la futura pornografía prescindirá del cuerpo orgánico, en cuanto haya sido despojado de todo signo y símbolo del poder contaminante de la vida. A grandes rasgos, éstas son algunas de las tendencias que identifico en la futura pornografía: a) el cyborg protésico con su wetware integrado; b) la androide sex machine y la realidad virtual; c) la recreación en los instrumentos de metamorfosis corporal; d) la salud y la perfección corporal; e) la fantasía médica de asepsia antibiótica; f) la pedomímesis y la pedofilia; g) el sexo híbrido con los deportes extremos; y h) la ciencia ficción pornográfica y la cópula redentora con extraterrestres.

Como ya sabemos, el ciberporno no es ni transgresor ni excesivo, sino que es el cumplimiento de la utopía tecnológica que ha hecho abstracciones al sexo y a la muerte. La tendencia a la representación de actos sexuales en situaciones extremas ha convertido la pornografía actual en una exposición atroz de la persecución del olímpico citius, altius, fortius,15 donde con cada récord es cada vez menos el poder del sexo para transgredir. En estas condiciones, difícilmente puede tener lugar el ritual de la contaminación purificadora cuando los referentes que pueblan la abyección son abstracciones racionalizadas.

La sociedad cibernética ha elaborado un sistema simbólico donde la carne y sus metáforas son elementos prescindibles para su continuidad futura.

Frente al declive de las relaciones sociales inmediatas en una era donde el individuo interactúa más con el paisaje tecnológico que le rodea, la nueva sexualidad neutra no es ni deshumana ni inhumana, es posthumana (Perniola, 1998: 44). Determinado por su interacción con las máquinas —resumido en la palabra japonesa otaku: gente que prefiere relacionarse más con máquinas que con gente— el sujeto posthumano, en vez de definirse en términos esenciales, lo hace en términos de información (Kauffmann, 2000: 219). No obstante, como la información no es monolítica, sino diversa y cambiante, y procede de múltiples disciplinas avaladas como científicas (y de otros saberes que no lo están) también el sujeto posthumano, dando culminación a la tendencia de la fragmentación del sujeto de la modernidad, es construido con una amalgama de componentes heterogéneos cuyos límites son constantemente reconstruidos con cada innovación. Existe aquí una relación entre la obsesión por revelar códigos del conocimiento en un mundo sin "narrativas fuertes" capaces de otorgar identidad, y la dificultad del sujeto para estabilizar sus límites alrededor de una antropología coherente y unificada. La propia autonomía del sujeto de la modernidad ha sido boicoteada al llegar a su expresión radical en lo posthumano, mediante la des-integración que opera la información heterogénea e incompatible. El individuo, entonces, es movilizado por un deseo-collage compuesto de imágenes en movimiento, un deseo inmediato de tiempo inmanente y sin finalidad donde sus constantes metamorfosis restringen considerablemente la participación de un "otro significativo", cuyos límites carecen ya de importancia.

Elaborada entre una sexualidad neutra que ha roto con la potencia de la transgresión, la pornografía ha caminado en dos direcciones principales: la inyección desesperada de potencial transgresor mediante los actos grotescos del bizarre-extreme, que sigue, no obstante, la corriente de superación irreversible; y el ciberporno en la utopía tecnológica.

En el primer sentido, se trata de la caricatura grotesca de la carne. El exceso de lo orgánico, hasta el extremo de lo extravagante, se expresa en corrientes del porno como el pissing, facial, scat, black kiss, blood, old, fat, pregnant, mutilation, snuffy necro. Reforzando el acto sexual con los signos corporales más evidentes de su pasado contaminante (como los excrementos, el semen y la sangre menstrual); con la imagen literal de su potencial reproductor (como en los actos con embarazadas); con los signos de su degeneración física (como la obesidad y la vejez); con la evidencia de su fragilidad para ser destruido (como en la tortura o en el asesinato), la pornografía de la corriente bizarre-extreme intenta exacerbar una ruptura contaminante de los límites corporales, que solamente aliándose con el programa de la superación puede, cada vez con menos fuerza, inyectar capacidad transgresora —sobre todo si recurre a la violación de la asepsia obligatoria de lo tecnosexual. Se llegan a representar los atributos corporales de fertilidad y reproducción (vaginas con labios monstruosos, pechos de tamaño colosal, y los ahora de moda monstercocks) como emblemas ridículos de la próxima disolución del cuerpo orgánico, una especie de rebelión satírica de la carne en tono de mofa terminal.

Con la separación cada vez más acentuada entre la sexualidad y la reproducción, la tendencia futura tenderá a restringir e incluso cancelar el coito heterosexual como experiencia máxima de la sexualidad. Además, el orgasmo irreversible, culminación netamente excesiva de la era orgánica e imprescindible para la concepción tradicional del éxtasis sexual, será fragmentado y diluido en una metástasis orgásmica reversible. La sexualidad de la era inorgánica, alérgica a todo lo que suene a ciclo natural inevitable, difícilmente se podrá permitir la piccola morte aniquiladora del deseo, por lo que sustituirá el ciclo natural "deseo-orgasmo-relajamiento" por una cibersexualidad virtual capaz de distribuir el éxtasis en un ritmo infinito masturbatorio que será gestionado por la mirada pornográfica. Mantener la excitación sexual de manera indeterminada —superando e invirtiendo el sueño sadiano de la "apatía"— administrando el placer según un programa racionalizado, será una de los cometidos del ciberporno. Prolongar el deseo y dejarlo estático con la ayuda de la representación y la invocación, hacer la excitación más duradera, e incluso constante, aunque menos intensa, mediante una reserva infinita de experiencias excesivas y con la ayuda de las prótesis sexuales.

Con el ciberporno en la utopía tecnológica, las perversiones de la era freudiana del Krafft-Ebing están obsoletas. Una nueva Psycopathia Sexualis, como ya predijo Ballard en 1970, se está escribiendo para dar cabida a un nuevo orden de fantasías sexuales: la conjunción carne-materia inorgánica, las mediáticas violencia y muerte abstractas, la conciencia del cuerpo transformado en cyborg, son elementos tan revolucionarios que cambiarán inusitadamente el diseño y la ejecución de nuestras fantasías sexuales. Con ello también se sentencia el fin de la sexología durante el reinado del nuevo mito transexual: el deseo racionalizado a un objeto será diluido en el simulacro de lo virtual y en el exceso de la ambigüedad. Pero, ¿cuáles son las tendencias de ese ciberporno?

En primer lugar el cyborg protésico, del que ya he hablado, invadirá la futura pornografía. Como una tendencia ya identificada en los años noventa, llegarán los cuerpos de diseño con anatomías estandarizadas como si fueran clones, reconstruidos hacia la uniformidad por la cirugía plástica (senos duros, todos los labios prominentes, pieles perfectas), y que irán incorporando el componente protésico a medida que los avances permitan su fusión con lo orgánico. Pero también el androide sex-machine, aunque ausente durante décadas en su forma física, poblará los softwares de los programas de realidad virtual dedicados a cumplir cualquier fantasía sexual.

Pero a medida que el cyborg y el androide se establezcan como modelos normativos en la sociedad, las futuras grandes corporaciones del sexo inorgánico estarán interesadas en enajenar toda responsabilidad frente al "mal uso" de sus files pornográficos, softwares de realidad virtual y wetwares protésicos. De tal manera como ocurre en un relato del genial y visionario Stanislaw Lem, donde un hombre protésico lleva a juicio por negligencia a su compañía proveedora y ésta se defiende con el pretexto de que ese individuo no puede ser ya sujeto de derecho por haber sido substituido íntegramente por prótesis, incluyendo la última parte que le quedaba: medio cerebro.

Una tercera tendencia quizás se recree en los propios instrumentos y procesos de modificación corporal, pero representados como un fin en sí mismos. Con el precursor del subgénero shaving en mente, veo la posibilidad de que la transformación tecnológica del cuerpo sea erotizada al mostrar ante la cámara la colocación de prótesis o las sucesivas y progresivas metamorfosis de los cuerpos.

En cuarto lugar, los rasgos que identifiquen la salud cyborgiana de los actores y actrices serán exacerbados al mismo tiempo que se eliminen todos los rastros de las imperfecciones corporales, hasta las más insignificantes: sin pelos, sin vello, con pieles impecables que se prolongarán y metamorfosearán en ropa para cumplir su misión de wetwares, y con prótesis corporales, bien sean funcionales o estéticas, que alteren el cuerpo en la dirección de su mayor salud y perfección estética. La nueva tendencia en el porno que Andrew Blake inauguró con Night Trips (1989) y el llamado porno clip, sienta un buen precedente: elogio de las superficies exteriores, de la piel hermosa, del fetichismo del cuero y la prohibición del sexo ginecológico (Freixas y Bassa, 2000: 270).

La quinta corriente trata de todas las variaciones que se derivan de la fantasía aséptica y antibiótica de la medicina y la cirugía. Todo lo que es curado en una consulta médica, o reparado en un quirófano, o desinfectado y limpiado con una quimioterapia, podrá poblarse de metáforas del nuevo erotismo tecnológico, en línea con la desintegración del poder de lo orgánico. Desde las películas pioneras en fantasías médicas como la clandestina serie Emergence Clinic de los años cuarenta, hasta la obsesión por el potencial purificador del sacrificio médico-psiquiátrico de Michael Nin —como en Látex (1995)— esta vía contiene mucho potencial.

Una sexta ruta para golpear el poder sagrado de la mujer reproductora, y por ende de lo orgánico, lo representan las modalidades tan omnipresentes en la actualidad de la pedomímesis y la pedofilia. En el primer caso, mujeres adultas o jóvenes son caracterizadas con signos corporales, gestuales y contextuales (ropa, escenarios) para representar a niñas o adolescentes. Genitales afeitados, pechos pequeños, caderas estrechas, trenzas y todo un fetichismo de la ropa infantil, se esfuerzan por cumplir esta fantasía de sexo no reproductivo.16 En el segundo caso, niñas reales (o mediante la imagen virtual) son captadas por la cámara en actos sexuales explícitos, dentro de un mercado ilegal de producción, distribución y consumo que facilita la red de Internet. La intención común de ambas: evitar el simbolismo de la proliferación de la vida que suponen pelos, fluidos corporales y signos de madurez sexual.

La séptima modalidad habla de la confluencia entre el sexo y el deporte experimentados como límite de la experiencia. Aquí aparecerán representaciones sexuales en situaciones imposibles donde a la experimentación extrema del deporte de riesgo se le añada la sensación de abandono y pérdida de control del placer orgásmico.

La última tendencia de la pornografía del futuro trata de la ciencia-ficción pornográfica y esa especial mitología de nuestro tiempo que son los relatos de abducción y el examen-cópula con extraterrestres. En el primer caso, nuevos géneros de ciencia-ficción que explotan el elemento del paganismo tecnoerótico proliferan desde hace unos años, desde el ya "tradicional" cyberpunk, o el manga, hasta el Scifi-Porn como el del filme I.K.U de la artista Shu Lea Cheang (Chicago, 2001), donde una Genome Corporation fabrica replicantes que acaban de demoler las últimas sacralidades de lo sexual al realizarlo únicamente mediante la tecnología.

Pero los relatos de la abducción por ovnis tienen la capacidad de unir la utopía científica con el mito de la creación de la humanidad por extraterrestes, a través de la sexualidad. Así, mediante encuentros en la tercera fase entre humanos y seres de otros mundos que se comportan como dioses y que sembraron la vida en la Tierra para experimentar —como en el argumento de Qué difícil es ser Dios, de Boris y Arkadi Strugaski— se llevan a cabo relaciones sexuales transplanetarias con el fin de inocular una especie híbrida destinada a salvar a la humanidad. Esta figura, como se sabe, experimentada como vivencia real por numerosos testimonios en todo el mundo, tiene el potencial de crear un nuevo erotismo pornográfico donde la condición de hibridación con una raza superior otorgue cualidades místico-científicas de un extraordinario poder.

Pero, ¿qué representa para nosotros, sujetos de una era posthumana en ciernes, el ciberporno en la utopía tecnológica? El precursor de una cultura futura que estará basada en el hedonismo sin responsabilidad. Muertas las cosmovisiones centradas en la culpa, debilitadas las grandes narrativas, y secularizados los otrora profundos tabúes del sexo y la muerte que alguna vez fascinaron y aterrorizaron a la humanidad, la tecnocultura camina hacia el hedonismo sin culpabilidad y el placer sin responsabilidad, depositando todo compromiso en la ciencia y la medicina.

Las nuevas tecnologías que se avecinan tendrán un impacto tan profundo en la psique humana, que el desarrollo de todas las posibilidades que la mente imagine, sin el lastre de la carne orgánica, será la premisa incuestionada del avance hacia ese lugar ilocalizable —utopía— y ese tiempo no fechado —ucronía— donde la ciencia redime a la humanidad. En este camino, la precariedad de lo real (donde la muerte y reproducción de lo orgánico está siempre presente) será reducida cada vez más con el mundo virtual que permite la tecnología, por lo que se puede afirmar que la futura pornografía pasará de la representación de la fantasía sexual, a la disponibilidad total en un mundo sin el peso sagrado de la transgresión.

Por último, respondiendo a las palabras de Katherine Hayles de que su pesadilla es una cultura habitada por posthumanos que ven sus propios cuerpos como accesorios de moda más que como fundamentos del ser, diré que los sueños eróticos de esos posthumanos quizás regresen al poder fascinante y terrible de la finitud y renacimiento de la carne.

Sex shop, Ámsterdam, 2001 / Ricardo Ramírez Arriola

 

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Notas

* El sexo que habla [N. de la E.]

1 No me centro en el concepto filosófico, epistemológico o metodológico de "ciencia" como modo de conocimiento que aspira a formular leyes basadas en la observación y en la experimentación, sino que me interesa usar "ciencia" como noción surgida del momento histórico, durante el proceso de independización de las disciplinas particulares, en el que se legitimó el positivismo a principios del siglo XIX como la mejor forma de conocimiento ligado al desarrollo de la tecnología y al progreso racionalista.

2 En algunos casos, el hecho de no ser compatible con la metodología positivista de la ciencia moderna no invalida su pretensión de cientificidad, o de adscripción a una antropología secularizada.

3 Recientemente el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, ha decidido restringir el acceso público al conocimiento científico sobre producción de armas químicas y bacteriológicas para evitar que sean reproducidas por potenciales "terroristas". Para ello, se han retirado más de 6 600 documentos ya publicados y se han tomado directrices para obligar a los científicos a que no publiquen íntegros sus estudios, eliminando partes vitales de los mismos (El País, 17 de febrero de 2002).

4 La noción kantiana de "mal radical" (Radikal Böse), expuesta en la Religión dentro de los límites de la simple razón, se deriva del principio del mal, el cual, lejos de tener un sentido temporal, funciona como la máxima suprema que es fundamento subjetivo último de todas nuestras máximas malas de nuestro libre arbitrio, y que, por tanto, funda tanto la propensión al mal como la predisposición al bien (Ricoeur, 1986). La experiencia moral kantiana surge a partir de la conciencia de que debemos seguir el imperativo categórico de la razón resistiendo la fuerza de una posible transgresión.

5 Otras cintas de la época: Rin-tin-tin mexicano (1930), Rascal Rex (1930), A Hunter and his Dog (1935) (Freixas y Bassa, 213). Actualmente existe un mercado de videos de sexo entre niños mexicanos y animales que son producidos en la ciudad de México, principalmente con niños de la calle, y comercializados en Estados Unidos.

6 La doctrina del "eterno retorno", según la cual el universo nace y perece en una sucesión cíclica, está implícita en la idea de los ciclos vitales de la naturaleza que constantemente se renueva, aunque sin el carácter de cosmología que le confirió por ejemplo Friedrich Nietzsche.

7 Recordemos que el asco hacia los órganos sexuales y sus fluidos es uno de los más tardíamente adquiridos por el niño, mientras que el humor de lo sexual, contrariamente al temprano humor de la "caca", es postergado prácticamente a la pubertad.

8 Esta etapa previa al lenguaje, en la que la relación madre-hijo deja de moverse en el estereotipo de la comunicación idílica, también ocupa las preocupaciones teóricas de Melanie Klein (admirada por Kristeva): ella establece el estadio previo al lenguaje como un "estadio femenino primario", común a los dos sexos, y que permite pensar lo "arcaico" en la vida psíquica (Kristeva, 1999).

9 Traduzco embodiment por "corporeización", aunque también puede hacerse con "incorporación" e incluso "encarnación", pero no uso estas últimas porque remiten a otros significados anteriores en español. Respectivamente, desembodiment es "descorporeización", "desincorporación" y "desencarnación".

10 No obstante, cyborg es también una condición de nuestra subjetividad y no necesariamente un hídrido literal entre lo orgánico y lo inorgánico. Se hayan cometido o no intervenciones en el cuerpo, la ciencia crea las condiciones para pensar la superación de lo orgánico, implicando que incluso un biológicamente inalterado homo sapiens es posthumano (Hayles, 1999: 4).

11 Dispositivos orgánicos de procesamiento de información, como los biochips.

12 El PGH cuenta con firmes detractores tanto a nivel ético como científico. Entre estos últimos, las principales críticas aluden a su tendencia a promover explicaciones basadas en un solo factor en un orden de magnitud pequeño sin ocuparse de las unidades mayores o más complejas como célula, órgano, organismo y especie: "la molécula de ADN, inerte, incapaz de reproducirse o de producir alguna otra cosa, puede calificarse de 'fundamental' sólo desde una perspectiva limitada que da prioridad a lo diminuto y todo lo considerado como código o información (...) al concentrar atención y recursos en un aspecto del organismo, el más pequeño y más ciegamente mecánico, el PGH nos distrae de la plena o debida comprensión de nosotros mismos. Hay una palabra severa para esta clase de planteamiento: reduccionismo" (Shattuck, 259).

13 "El hecho de que los hombres hayan sido necesarios hasta ahora para la especie no significa que tengan que serlo en el futuro (...)[además],¿para qué continuar con la especie?"(Solanas,1997).

14 Importantes artistas feministas de los sesenta y setenta, pintoras en su mayoría, lucharon por la reivindicación de una iconografía que instaurara un nuevo simbolismo de la vagina para la afirmación positiva de una identidad estructural de la diferencia de la mujer. Algunas de ellas son: Lee Bontecon, Hannah Wilkes, Judy Chicago, Suzanne Santoro, Dorthy Seiberling, Juanita McNeely, Barbara Rose (Ardener, 1987: 125-130). Ya en la década de los noventa, otras artistas han saboteado el simbolismo tradicional de la vagina proponiendo nuevas metáforas para lograr la resacralización del cuerpo femenino. Así, la norteamericana Carolle Schneeman, en Vulva's School y en Cycladic Imprints, al "desenterrar fragmentos de culturas ajenas y mitológicas" trata de reintegrar la vulva, desplazada por la pornografía y la medicina, como "fuente alegórica y literal de poder erótico" (Kauffman, 2000: 83); mientras que Annie Sprinkle, en su espectáculo Public Cervix Annoucement, se inserta un espéculo vaginal e invita al público a mirar adentro, logrando "literalizar" el órgano con "el fin de eliminar la familiaridad de las connotaciones estereotipadas que lo rodean" (Kauffman, 2000: 87).

15 El más rápido, el más alto, el más fuerte.

16 La edad de las actrices (y en menor medida de los actores) será cada vez menor, hasta el punto que la pornografía legal constará de tres irónicas categorías: barely legal (18 años), las teens (19 años) y las mayores o ancianas (de 20 años o más).

 

Información sobre el autor

Miquel Ángel Ruiz Torres es licenciado en antropología social y cultural por la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona, España, y maestro en antropología social en el CIESAS. Actualmente es candidato a doctor en antropología por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Ha trabajado recientemente con la doctora Elena Azaola en el CIESAS en una investigación sobre la explotación sexual comercial de niños en México, Estados Unidos y Canadá. Actualmente cuenta con una beca de la Agencia Española de Cooperación Internacional para la escritura de su tesis de doctorado.

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