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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.8 Ciudad de México  2001

 

Esquinas

 

El abandono de la arrogancia

 

Irma Amézquita

 

Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO), Guadalajara.

 

Como en un espejo que refleja los
movimientos de tu vida,
ese río contiene reflejos de mí...

Iron Maiden,
Hermanos de sangre

 

Por primera vez concebimos al planeta como una unidad de relaciones. La globalización, con sus dinámicas de migración, hibridación, flujos, roces e intersecciones, exige un nuevo ethos que la antropología, en su oficio de encuentro con los otros, puede ayudar a configurar. A través de un análisis de los relatos de viajeros y los escritos etnográficos de los primeros antropólogos hasta la primera mitad del siglo XX, la crítica Mary Louise Pratt encuentra, bajo la escritura neutra, en apariencia, ciertas observaciones de los estudiosos occidentales que evidencian las consecuencias del colonialismo. Desde luego, los antropólogos bajo análisis no se percataron, en el trabajo de campo o en la redacción etnográfica, de dichas implicaciones. Debemos a la perspectiva histórica y al contraste de los análisis textuales la luz sobre estos ángulos de reflexión.

Por ejemplo, en su libro de 1940, Los nuer, el antropólogo Evans-Pritchard hace un recuento de su viaje al África en 1930, en el que se deja traslucir su incomodidad ante las lluvias torrenciales, los errores y la negligencia de los empleados de la zona que impiden que cuente con sus provisiones y equipaje:

Llegué a Nuerlandia a principios de 1930. El clima tormentoso impidió que mi equipaje se uniera conmigo en Marsella, y debido a errores de los que yo no fui responsable, mis provisiones de comida no fueron enviadas desde Malakal y tampoco se les dijo a mis sirvientes de Zande que fueran a recibirme [...] Cuando llegué a Hoahuang, en el Bahr Chazad, los misioneros católicos fueron muy bondadosos. Esperé por nueve días, junto al río, los portadores que me habían sido prometidos; para el décimo día sólo cuatro de ellos habían llegado... En la mañana siguiente partí para el pueblo vecino de Pakur, donde mis portadores armaron el pabellón y las tiendas en el centro de una llanura sin árboles, cerca de algunos hogares, y se negaron a armarlos a la sombra, un poco más lejos. El próximo día lo consagré a erigir mi tienda e intentar persuadir a los nuer... de armar mi morada junto a la vecindad de la sombra y el agua, cosa que ellos se negaron a hacer (cit. en Pratt, 1986, pp. 39-40).

 

La aspereza del explorador-aventurero Victoriano que encarna Evans-Pritchard forma parte de una figura que se expone a todo tipo de peligros e incomodidades en nombre de lo que considera una misión nacional más elevada. Paradójicamente, escritos como los de Evans-Pritchard expresan las condiciones del trabajo de campo de la antropología (el carácter de los nativos, su hostilidad y desánimo, su clima pavoroso) como un impedimento a esta tarea y no como parte de las implicaciones del trabajo de campo en sí, sin prestar atención a las condiciones de explotación, saqueo y exterminio en las que vivían los sujetos de estudio (Pratt, op. cit.).

Contrastemos este texto con otro: en 1969, en plena carrera armamentista y con una conciencia agudizada sobre los problemas ecológicos y sociales de todo el globo, cuando las cosmovisiones modernas evidenciaban su desgaste (los "ismos" y las utopías) y se reconocía en la historia de las civilizaciones una tendencia inexorable al declive, Margaret Mead, en su libro Cultura y compromiso, se inscribe en el grupo de hombres y mujeres preocupados por la salvación planetaria, y escribe a favor de un modelo global de cooperación mutua, alejado de la "suma cero" (concepto de la teoría de juegos que expresa que, en un sistema, la ganancia de un elemento conlleva su pérdida para alguien más), favorecedor de un equilibrio generado por una "entropía negativa" en la que las concentraciones de información invierten la tendencia hacia la desorganización y el caos (Mead, 1997, p. 30). El ejercicio que permitirá al hombre semejante inversión de la entropía estaría basado en la comprensión amplia del universo y de los otros que viven en él. Mead, antropologa de profesión, escribía esto luego de treinta años de carrera y podría corresponder al estereotipo cultivado por los medios del antropólogo como amante de la naturaleza y preocupado por los nativos. Sin embargo, compárese esto con la visión escrita 29 años atrás por Evans-Pritchard, antropólogo también, y fiel exponente de una antropología más temprana. Evans-Pritchard no es un modelo del occidental colonizador y desdeñoso. Son de hecho, trabajos como el suyo sobre los nuer, y la misma labor antropológica en sus continuos encuentros con el Otro los que propiciaron el cambio de actitud que cristaliza de forma tan clara en las palabras de Mead.

Geertz opinaba que si se sabe lo que un antropólogo piensa sobre lo que es un salvaje, ya se tiene la clave de su obra, y si se sabe lo que piensa sobre sí mismo, podremos adivinar el tipo de cosas que dirá sobre la tribu que estudia (Geertz, 1997:287). Del mismo modo, al estudiar en retrospectiva el cuerpo de investigaciones de varias generaciones de antropólogos, tendremos la clave de la antropología. Nacida dentro del funcionalismo, buscaba encontrar las leyes generales del comportamiento humano a través del estudio de un Otro exótico y primitivo. La antropología ha aprendido mucho desde entonces. Ha reelaborado su pasado mítico (éste es uno de sus aprendizajes: los civilizados estudiosos europeos tampoco están libres de mitos en la construcción de su historia) y se ha percatado de que mirar al otro implica mirarse uno mismo. La postura arrogante que manifiesta de manera inconsciente un Evans-Pritchard que observa al otro con desdén y a distancia, así como el convencimiento de la superioridad y el avance frente al otro primitivo y "atrasado", han tenido que abandonarse a costa de un gran esfuerzo y no sin cierta resistencia.

Éste podría ser un resumen de un ejercicio de reelaboración histórica ejercido con autocrítica por el mismo Occidente:

Hace cinco siglos un puñado de pueblos relativamente atrasados de la Europa occidental salían de un largo letargo científico y cultural. Impulsaban vigorosamente su comercio, multiplicaban los avances científicos y los aplicaban en una serie de innovaciones tecnológicas que les permitieron ejercer muy pronto el dominio sobre otras regiones del mundo y, más tarde, sobre todo el globo. Miraron atrás y buscaron en su pasado las razones para el fenómeno de su poderío, al que pronto calificaron de "superioridad" frente a los otros pueblos. Autoproclamados herederos de la cultura grecorromana por un lado y, por otro, poseedores de la cosmovisión judeocristiana, que implica la sensación de vivir una historia lineal, fijada de antemano por leyes divinas, y marcados con la convicción de ser los "elegidos", los habitantes de estos pueblos se tomaron como medida de todas las cosas.

Pronto, el uso y la práctica dominante de la ciencia relegaron las cuestiones más visibles de las implicaciones religiosas y sociales en las acciones de estos hombres, e impusieron sus propias visiones, cuya fuerza y aparente universalidad ocultaba muchas veces su origen.

Había un orden universal que se expresaba en leyes inmutables, cognoscibles para el hombre. La ciencia se había revelado como el camino más idóneo para aprehenderlas, así que cualquier intento de un conocimiento sistematizado y válido tenía que asemejarse a las ciencias físicas, al pensamiento cartesiano que había representado un cisma respecto a la filosofía anterior. El nacimiento de las ciencias sociales está marcado por el esfuerzo consciente de ganar legitimidad al imitar al canon de la ciencia pura: la física de Newton. La faceta desconocida de Newton como alquimista que intercambiaba recetas para transformar el hierro en cobre y su ánimo monoteísta por encontrar las leyes puras tras las apariencias de la materia en el sentido platónico (González de Alba, 1998:225-238) explican mejor su concepción del espacio y el tiempo absolutos, muy útiles para sistematizar y explicar la mecánica celeste y los fenómenos dispersos de la física en su momento, pero que fueron también los supuestos asumidos y naturalizados al interior de las nacientes ciencias sociales.

La antropología, originalmente un estudio-inventario de los pueblos que desaparecerían luego de las fuerzas "modernizadoras" europeas, fue desarrollándose, y en el juego de repartición de la realidad, se apropió de la parcela "sociedades foráneas". Si la trilogía economía-política-sociología estudiaba los fenómenos al interior de los florecientes Estados-nación, la antropología se encargaría de dar cuenta sobre los pueblos "primitivos", aquellos con un Estado débil o inexistente. Cuando la biología evolucionista impuso sus concepciones y éstas fueron extrapoladas al campo social, la antropología sirvió después para elaborar retratos sobre los pueblos que representaban estadios congelados en el desarrollo de las sociedades. En esta visión, la Historia, con mayúscula, registraba la evolución de los pueblos de Europa; la antropología permitía revisar in situ cómo habían sido antes del desarrollo de la civilización. El "salvaje inocente" era la expresión viva de la propia infancia social perdida en la bruma de los tiempos prehistóricos. Estudiarlo era aprender un poco más de nosotros mismos.

Durkheim, padre de la sociología y del funcionalismo, influyó en toda una generación de funcionalistas en varias disciplinas que buscaron descubrir las leyes que rigen los sistemas sociales de valores, normas y reglas, los elementos culturales que condicionan la acción social. Pronto, estos valores, normas y reglas se convirtieron en la definición aceptada de cultura y los elementos más importantes para su explicación. Malinowsky, el padre de la antropología moderna, impuso como método único la observación participante: el trabajo de campo.

Dentro del funcionalismo, sin embargo, los antropólogos empezaron a percatarse de que los pueblos tomaban como cosa natural elementos socialmente construidos. Margaret Mead, por ejemplo, señaló que las supuestas diferencias genéricas biológicas son construidas. Los estudios etnometodológicos, que emparentan a la sociología con la antropología al estudiar fenómenos de las propias sociedades de los investigadores, daban ya el paso lógico, que era el reconsiderar elementos que dábamos por sentados como construcciones sociales. Las creencias extraordinarias de los otros nos permitían enterarnos de la "caprichosidad" de las nuestras. El estudio de otros pueblos permitía hacer un estudio crítico de la propia cultura.

La concepción de "leyes" o "estructuras" subyacentes a toda organización humana era ya insuficiente para explicarse la diversidad. Además, la creciente interdisciplinariedad entre las ciencias sociales obligó a los antropólogos a proveerse de otras fuentes. La hermenéutica, a través principalmente de Geertz, y gracias a su énfasis en el carácter simbólico de la cultura humana, proporcionó otra acepción del quehacer antropológico: ya no se aspiraba a descubrir las leyes del comportamiento humano, sino a interpretar las creencias de los otros. Los alumnos de Geertz llevaron su trabajo interpretativo a la conclusión de que las formas culturales, en tanto maneras de interpretar la realidad, son formas de conocimiento históricamente construido, con un momento y un lugar de dominio, como la misma ciencia antropológica. Las palabras y los conceptos "científicos" ocultan y naturalizan construcciones históricas.

Este fugaz recorrido sirve para situar la historia de una arrogancia, de una mirada desde las alturas de una presunta superioridad, que, a fuerza de insistir en mirar al otro, comienza a percatarse de la ridiculez de sus pretensiones. A partir de la fatuidad de querer descubrir y dominar las leyes de la urdimbre de la realidad humana, se ha asumido una actitud de humilde interpretación, que aspira a no tergiversar demasiado lo que el otro ya ha representado para sí mismo.

En este sentido, la historia de la antropología puede ser vista a través del lente del enfrentamiento con el Otro, como un doloroso tránsito de la arrogancia a la conciencia de compartir un destino común.

¿Cómo se dio ese tránsito?

Margaret Mead (1997:24) relata que cuando el antropólogo Rhoda Metraux introdujo la cinta de grabación en una tribu de Nueva Guinea, sus miembros se convirtieron en críticos expertos de su propia música. Al escuchar las cintas de sus ejecuciones, tuvieron a su alcance una nueva serie de datos que les servían para conocerse mejor. La tecnología les permitía observarse como lo habría hecho algún otro. Este desdoblamiento les dio autorreflexión y el ánimo de perfeccionarse; les confirió una nueva conciencia. El antropólogo se percata de sí mismo cuando contrasta sus estudios del Otro con su propio grupo y su propio ser. La tarea de entender una lengua, el aspecto de la cultura identificado desde hace más tiempo como un elemento desglosable de la herencia del hombre, ha sido equiparada (Mead, 1997: 61) con la tarea de entender la totalidad de una cultura. Los antropólogos comenzaron a verse a sí mismos como traductores, como intérpretes de las significaciones que otros les dan a la realidad y a sus vidas. Nos dice Geertz (1997: 20) que si uno desea comprender lo que es una ciencia, tiene que poner atención a lo que hacen los que la practican, y lo que se hace en antropología es etnografía, descripción densa, que no es otra cosa que una hermenéutica doble: interpretación de interpretaciones. Para la escuela interpretativa, la antropología no es una ciencia explicativa que a través de leyes suministre respuestas a nuestras preguntas más profundas, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones que busca "darnos acceso a respuestas dadas por otros, que guardaban otras ovejas en otros valles, y así permitirnos incluirlas en el registro consultable de lo que ha dicho el hombre" (Geertz, 1997:40).

Ocosocuautla, Chiapas; Agustín Estrada

Para Augé, la antropología está apuntalada por un trinomio: la experiencia de la pluralidad, de la alteridad y de la identidad. La reflexión sobre la alteridad precede y permite cualquier definición de identidad (Augé, 1995: 83); el lenguaje que permite pensar la alteridad es ambiguo, pues a través de la relación, de la influencia y de la implicación se puede pensar en el otro como una entidad con una tercera cualidad que sólo acepta esta doble negación: no es ni buena ni mala. El objeto de la antropología es el estudio de lo simbólico o la cuestión del sentido, y en su análisis se manifiesta el hecho de que la identificación supone el establecimiento de una relación, la noción de que las alteridades son relativas a aquello que las define (como el sexo o la edad) pero no a aquello que las trasciende (el planeta, la humanidad). El estudio de la alteridad conlleva a la conciencia de la pluralidad. El otro es constitutivo de toda identidad individual, pero cuando la lógica de la identidad predomina sobre la lógica de la alteridad, como en el odio racial, los movimientos fundamentalistas y otros movimientos de fragmentación opuestos a las tendencias globalizadoras, desemboca en la imposibilidad de concebir al otro como un otro verdadero (aquel que ni es semejante a mí, ni diferente de mí y que está relacionado conmigo) (Augé, 1995: 85-87).

Este tipo de reflexiones al interior de la antropología fueron posibles luego de exhaustivas revisiones críticas. Grossberg (1993:9) identifica en Descartes el origen de la diferencia como modeladora de la identidad. El filósofo privilegió a la conciencia como la mediación entre el individuo y la realidad, hizo a la identificación de la subjetividad dependiente de la temporalidad y, al omitir a la locura del reino de la razón, permitió que esta exclusión constituyera la posibilidad y la identidad de la razón misma. La exclusión de la filosofía moderna no se queda en el discurso, sino que se ejerce en forma espacial y material en prácticas reales.

Los cuestionamientos hacia prácticas y concepciones históricas que modelan comportamientos culturales en la actualidad no se quedan ahí sino que sacuden los cimientos de las mismas ciencias que los engendran. Para Carey (1989: 62-65), la falla de las ciencias sociales radica en que éstas no han sabido conversar con sus "sujetos", sino que les imponen significados, y esto no es un buen terreno intelectual para una democracia eficaz. La ciencia social así entendida, con su visión de sí misma como el único logro cultural verídico, no nos ha permitido el estudio de la amplia variedad de formas culturales a través de las cuales se crea la realidad. La cultura debe ser vista, primero, como un conjunto de prácticas, una forma de actividad humana, un proceso donde la realidad se crea, se mantiene y se transforma.

A estos trabajos revisionistas han contribuido el fenómeno de transdisciplinariedad dentro de las ciencias sociales, el ingreso a la discusión de investigadores provenientes de antiguos territorios colonizados y la mundialización del planeta. Los habitantes de los pueblos colonizados fueron los primeros en vivir (y padecer) el enfrentamiento con el otro. Los colonizadores, persuadidos de ser los portadores de un modelo de civilización universal, sólo vieron en la otredad una forma primitiva o atrasada de su propia identidad y su relación con el mundo no se vio modificada, aunque la antropología haya sido uno de los primeros campos en verse sacudido por su creciente conciencia de la alteridad. Pero actualmente, con la aceleración de la historia, el encogimiento espacial y el aislamiento individual, el descubrimiento del otro nos es común a todos (Augé, 1995:137-138). El otro ya no nos resulta ajeno, si bien su proximidad lo vuelve más temible. Más aún: ante la pluralidad de voces, nos percatamos que somos el otro de alguien más. En el caso de Latinoamérica, este descubrimiento no es nuevo, tenemos la ventaja de haber convivido en órdenes sociales heterogéneos fundados desde el colonialismo (Pratt, 1986:30).

Tultitlán, Estado de México; Agustín Estrada

Sin embargo, hace falta enunciar para su práctica una nueva cultura global que permita asimilar las diferencias. Ulf Hannerz propone una figura renovada del cosmopolita, pero no en su acepción de la complacencia de un individuo de la metrópoli para el que es seguro encontrar la infraestructura que imita su estatus a dondequiera que vaya, sino un cosmopolitismo más genuino que haga frente a las nuevas realidades, el cual consiste en una posición, una orientación hacia la diversidad misma, un deseo de encontrarse con el Otro, una postura intelectual y estética de apertura hacia experiencias culturales divergentes, una búsqueda gozosa de contrastes y no de uniformidad (Hannerz, 1992:84-85). La entrega a la cultura ajena de un verdadero cosmopolita implica la autonomía personal frente a la propia cultura, lo que lo vuelve inherentemente crítico. Hasta ahora, el desplazamiento entre culturas territoriales ha sido involuntario o accidental y se ha constituido en semillero de odios y rencores. El cosmopolita se diferencia del inmigrante o del asimilado cultural por la voluntad y el deseo conscientes de adaptación, y la habilidad para manejarse en distintos entornos. No es un nativo de todos los ámbitos, pero tampoco un extranjero.

El ser humano es la única especie sobre el planeta que ha hecho de la no-especialización su estrategia para la supervivencia. Hasta ahora lo ha conseguido. Pero un proyecto de "modernización" que busque una creciente homogeneidad de comportamientos, una difusión de actitudes y pareceres similares que busque borrar las pluralidades, forzaría a la humanidad a un solo camino, complejo, si se quiere, pero sin alternativas.

Otro peligro es la relativización absoluta, la ausencia de referentes. Sería un error descartar al proyecto moderno como instrumento del pensamiento ahora que comenzamos a descubrir los defectos y excesos en que incurrían sus defensores. Como señalaba Geertz, ha sido desde adentro del quehacer de las ciencias sociales que han podido observarse estos fallos: "Los modelos que los antropólogos elaboraron para justificar su paso desde las verdades locales a las visiones generales fueron en verdad los responsables de socavar toda la empresa antropológica en mayor medida que cuanto fueron capaces de urdir sus críticos..." (Geertz, 1997: 33). No debe confundirse la arrogancia de la meta progresista y exclu-yente con el método crítico, que no se elimina a sí mismo del escudriñamiento y aspira a perfeccionarse a través de generaciones de estudiosos que rebaten las concepciones anquilosadas de sus mayores, quienes buscan nuevos significados que articulen acciones para una útil visión del mundo.

Por ejemplo, Boaventura de Sousa Santos propone una nueva concepción de conocimiento, que implique una trayectoria distinta al conocimiento que aspira al control, a la regulación: "Todo conocimiento implica una trayectoria, una progresión de un punto de estado A, de-108 i signado como ignorancia, a un punto de estado B, designado como saber [...] El conocimiento-regulador trazó una trayectoria entre un estado de ignorancia llamado caos a un estado de saber llamado orden [...] El conocimiento-emancipador traza una trayectoria entre un estado de ignorancia que designo como colonialismo a un estado de saber que designo como solidaridad" (p. 78). Para conseguirlo, De Sousa Santos señala la necesidad de una segunda ruptura epistemológica. La primera permitió diferenciar a la ciencia del sentido común; la segunda deberá transformar al conocimiento científico en un nuevo sentido común, abandonar la concepción de la ciencia como un conocimiento autónomo, aislado, superior y transformarlo en un sentido compartido, nuevo, emancipador (De Sousa Santos, 2000:107).

Un día, quizá, vendrá un signo de otro planeta. Y, por un efecto de solidaridad cuyos mecanismos ha estudiado el etnólogo en pequeña escala, el conjunto del espacio terrestre se convertirá en un lugar. Ser terrestre significará algo. Mientras esperamos que esto ocurra, no es seguro que basten las amenazas que pesan sobre el entorno (Augé, 1993:122).

El tránsito no es fácil. Para Cari Sagan, "la ciencia moderna ha supuesto un viaje a lo desconocido, con una lección de humildad aguardando en cada parada. Muchos pasajeros habrían preferido quedarse en casa" (1998:23). Otros tripulantes, resentidos por décadas de desprecio y necesidad de ajustarse a parámetros que revelan ahora toda la carga subjetiva en su pretendida objetividad, echan por la borda cualquier intención de aproximación a la verdad. "Toda verdad es relativa", proclaman. Algunos quizá equiparan, aliviados, la renuncia de marcos absolutos con el abandono de cualquier tipo de rigor. Pero la modestia requiere grandes dosis de trabajo y esfuerzo constante. La indolencia y la apatía, al igual que la incomprensión y el odio, es lo menos que necesita ahora nuestro mundo, si ha de continuar.

 

Bibliografía

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