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La ventana. Revista de estudios de género

versión impresa ISSN 1405-9436

La ventana vol.7 no.58 Guadalajara jul./dic. 2023  Epub 28-Ago-2023

https://doi.org/10.32870/lv.v7i58.7742 

La teoría

Debates feministas en torno a la violencia feminicida y el derecho penal en México1

Feminist debates around feminicide violence and criminal law in Mexico

María de Lourdes Velasco Dominguez2 

2 Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias UNAM, México. Correo electrónico: lourdes.velasco.86@gmail.com.


Resumen

En México a partir de 2007 comenzó a instaurarse una política de militarización de la seguridad pública conocida como “guerra contra el narcotráfico” que incluyó el fortalecimiento del poder punitivo del estado para enfrentar los delitos vinculados al crimen organizado, así como la violencia contra las mujeres. En este marco, las muertes violentas de mujeres han ido en ascenso. Mientras que en 2014 se registraron 6 asesinatos de mujeres diariamente en todo el país, en 2018 y 2019 la cifra ascendió a 10 asesinatos diarios. Para tratar de comprender este contexto de violencia, en su vínculo con el derecho penal y las políticas punitivas, diversos grupos de académicas feministas han desarrollado investigaciones y estudios críticos. El objetivo del artículo es analizar la producción académica de cuatro expresiones feministas contemporáneas, a fin de dar cuenta de sus concepciones de sexo y género, sus marcos interpretativos de la violencia de género y del derecho penal, los factores causales a los que otorgan mayor peso y las propuestas que plantean. A través de este análisis se espera tender puentes en la discusión de los diversos feminismos y abrir nuevos puntos de debate sobre los alcances y límites del derecho penal en su abordaje de la violencia feminicida.

Palabras clave: feminismo; feminicidio; derecho penal; interseccionalidad; militarización

Abstract

As of 2007, a policy of militarization of public security known as “the war on drug trafficking” has been established in Mexico, which included strengthening the punitive power of the state to confront gender violence and crimes related to drug trafficking. In this context, the violent deaths of women have increased. While in 2014, there were 6 murders of women daily around the country, in 2018 and 2019, the figure rose to 10 murders daily. To try to understand this context of violence, and its link with criminal law and punitive policies, several groups of feminist researchers have developed innovative theories and investigations. The article aims to analyze the academic production of four contemporary feminist expressions, to account for their conceptions of sex and gender, their interpretive frameworks of gender violence and criminal law, the main causal factors to explain this violence, and their political proposals. Through this analysis, I hope to build bridges between various feminisms and to open new points of debate on the scope and limits of criminal law in its approach to femicide violence.

Keywords: feminism; femicide; criminal law; intersectionality; militarization

Tenemos que preguntarnos sobre los efectos que tiene en el imaginario social la idea de un Estado protector para garantizar el orden; una sociedad que paradójicamente delega en el Estado el poder de regular sus actitudes violentas, mientras el propio Estado recrea un mundo violento al perpetuar y profundizar las diferencias sociales y al incapacitarse para garantizar justicia a la población que ha sufrido algún tipo de violencia. (Saucedo y Huacuz, 2013, p. 212)

Introducción

Desde la década de 1990 los medios de comunicación comenzaron a hacer visible el elevado número de mujeres que eran asesinadas de manera violenta en Ciudad Juárez, la cual se ubica en la frontera norte de México. Mientras tanto, el gobierno federal mexicano hacía avanzar las políticas de corte neoliberal. Este hecho llamó la atención de la sociedad civil a nivel internacional y nacional y desde entonces comenzaron los debates al interior de los grupos feministas y de mujeres organizadas acerca de las causas, las consecuencias y la forma de abordar esta problemática.

Una de las consecuencias de esos primeros debates fue la amplia investigación encabezada por Marcela Lagarde a inicios de este siglo, la cual trató de medir y documentar la ocurrencia de muertes violentas de mujeres en todas las entidades federativas de México. Uno de sus hallazgos más importantes fue evidenciar que los asesinatos de mujeres no eran exclusivos de Ciudad Juárez, sino que en otras zonas del país se registraban también elevados índices de estas violencias (Lagarde, 2021). Esto dio pie a que en 2007 se promulgara la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV) la cual incluía una definición jurídica de feminicidio y mecanismos de política pública para su abordaje. En 2012 se incluyó al feminicidio como tipo penal a nivel federal y poco a poco fue siendo incluido en los códigos penales de las entidades federativas. Además, desde 2015 se han declarado 25 Alertas de violencia de género contra las mujeres, como una política extraordinaria para enfrentar el aumento de violencia feminicida en territorios específicos del país (Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres [CONAVIM], 2021).

A pesar de las reformas legales y las políticas implementadas en materia de violencia de género, el proyecto de modernización neoliberal que han puesto en marcha los últimos gobiernos federales desde 1988 ha implicado el fortalecimiento de la fuerza punitiva del estado para controlar a los grupos disidentes, especialmente a las mujeres activistas. En 1997, mientras el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional se movilizaba a favor de los derechos de los pueblos indígenas, un grupo paramilitar ligado a las autoridades estatales y federales asesinó y mutiló el cuerpo de 18 mujeres, 16 niñas, 4 niños y 17 hombres en la comunidad de Acteal del estado de Chiapas (Comisión Nacional de los Derechos Humanos [CNDH], 2022b). En 2006 la policía federal entró a la comunidad de Atenco en el Estado de México con la finalidad de reprimir a la organización “Pueblos en Defensa de la Tierra” que se manifestaban en contra de la construcción de un aeropuerto en su territorio. Además de las personas detenidas, un amplio número de mujeres fueron violadas y agredidas sexualmente por los policías. En 2010, Maricela Escobedo fue asesinada mientras protestaba frente al palacio de gobierno de Chihuahua demandando justicia por el feminicidio de su hija Rubí Marisol (CNDH, 2022a). Estos son sólo tres ejemplos paradigmáticos que ilustran las contradicciones entre las reformas por el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia y las prácticas mantenidas por los últimos gobiernos.

En 2007, el gobierno federal emprendió una nueva política de seguridad que implicó el uso de las fuerzas armadas (ejercito y marina) para el resguardo de la seguridad pública. Dicha política denominada “Guerra contra el narcotráfico”, coincide con un ascenso acelerado de asesinatos en diversas regiones del país. Mientras en 2014 fueron asesinadas 6 mujeres diariamente; entre 2018 y 2019 la cifra ascendió a 10 mujeres; además, entre 2012 y 2018 se calcula que 32 mujeres o niñas denunciaron diariamente ser víctimas de violación sexual (ONU Mujeres et al., 2020).

Este panorama ha propiciado que las protestas contra la violencia de género se multipliquen por todo el país, unificando a las mujeres bajo las consignas “Ni una menos” y “Vivas nos queremos”; mientras tanto, el feminismo académico nacional se ha preocupado por comprender las diversas expresiones de la violencia de género y especialmente del feminicidio desde enfoques que recuperan diversas teorías feministas.

Los principales debates en torno a la violencia feminicida abiertos por el feminismo nacional buscan responder ¿cómo entender la violencia feminicida?, ¿cómo explicar el aumento de feminicidios y homicidios en los últimos quince años?, ¿por qué las acciones estatales en torno a la violencia de género no han frenado el avance de estas violencias?, ¿el aparato punitivo del estado es una vía adecuada para contener la violencia de género y lograr justicia?, ¿qué estrategias de acción han promovido las organizaciones feministas ante esta situación y qué efectos han tenido? y ¿cómo transformar el sistema social que reproduce muertes violentas de mujeres?

Dado que las expresiones de los feminismos en el México contemporáneo son amplias y de diversos tipos, el presente artículo se propone analizar únicamente cuatro vertientes del feminismo académico. El objetivo del artículo es visibilizar los diferentes ejes de discusión abiertos por los feminismos académicos para comprender y transformar la violencia feminicida en relación con el derecho penal. Para ello se examinó una selección de artículos académicos, reportes de investigación y conferencias representativas de los cuatro feminismos seleccionados. Con respecto a cada perspectiva se analizó su concepción del sexo y el género, sus marcos interpretativos de la violencia de género, la manera en la que explican la violencia feminicida en relación con el derecho penal y las propuestas que plantea dicha violencia.

El artículo se estructura en cinco apartados, en primer lugar, se presenta la emergencia del feminicidio como problema público promovida por el feminismo liberal institucional con un énfasis punitivo; en segundo lugar, se abordan los feminismos críticos del derecho penal y de las políticas punitivas de los últimos años; en los siguientes dos apartados se analizan dos vertientes del feminismo con una interpretación interseccional, el feminismo descolonial y el transfeminismo. Finalmente, como resultado del diálogo entre las cuatro posturas, se señalan algunos puntos de convergencia, debates y desafíos académicos y políticos en torno a la construcción de una sociedad libre de violencia para todas las personas.

I. Desnaturalizar la violencia de género: feminismo liberal institucional

A partir de 1970 en Europa y Estados Unidos ha tenido lugar un empobrecimiento de las políticas de estado de bienestar aunado a un aumento de políticas de corte neoliberal. En América Latina ha ocurrido un cambio paralelo desde políticas de semi estado de bienestar (Núñez, 2019b) hacia políticas que precarizan el trabajo, reducen la garantía de derechos sociales y económicos y privilegian el libre mercado y la desregulación de la economía. A nivel mundial, estos cambios han sido acompañados por una creciente preocupación por la seguridad pública y un aumento exacerbado del poder punitivo del estado que no se corresponde con el ascenso de la delincuencia común, el narcotráfico o el terrorismo (Pitch, 2020). Algunos autores han sostenido que la implantación de un proyecto neoliberal, que favorece la acumulación capitalista a costa de la agudización de la explotación del trabajo y la privatización de bienes públicos, requiere de políticas punitivas que criminalizan y persiguen a las poblaciones excluidas de la economía para conseguir su control (Wacquant, 2010). Además, se ha sostenido que la popularidad de las medidas punitivas ha propiciado su promoción en la competencia electoral tanto por los partidos de derecha, como por los de izquierda (Sozzo, 2015).

A la par de estos procesos políticos, ocurrió un cambio en la agenda del feminismo internacional, pasando de la búsqueda de la transformación de estructuras de desigualdad y opresión social a una política de identidades a favor de su reconocimiento (Fraser, 2009). Este nuevo feminismo de corte liberal1 buscó el reconocimiento de los derechos de las mujeres y el tratamiento de la violencia contras ellas como un problema cuyas causas quedaron reducidas a las desigualdades de género y a la responsabilidad penal individual de quienes las cometen. De esta forma, a nivel global se difundió una corriente punitiva del feminismo, la cual consiguió ser institucionalizada en las normas jurídicas y en las políticas públicas de diversos estados, tal como ocurrió en México (Núñez, 2019b; Pitch, 2020).

En México, el feminismo liberal contribuyó a traducir los avances del feminismo internacional plasmados en las conferencias internacionales de la mujer y en las convenciones de derechos humanos en propuestas legislativas a nivel federal. Este feminismo ha centrado sus demandas en el reconocimiento de los derechos de las mujeres, dejando de lado otros ejes de desigualdad más allá del género. Esta postura se resume en la frase, “el feminismo, en síntesis, es la moción de que las mujeres son personas” (Lagarde et al., 2022).

Uno de sus aportes más significativos fue la aplicación del entramado conceptual internacional sobre violencia contra las mujeres al contexto nacional caracterizado por el incremento de asesinatos violentos de mujeres, especialmente en Ciudad Juárez, Chihuahua desde principios de 1990. Para comprender esta forma de violencia a la luz del marco de derechos humanos de las mujeres, Marcela Lagarde propuso el concepto de feminicidio, retomando la noción de femicide propuesta originalmente por la académica estadounidense Diana Russell (Lagarde, 2011). El feminicidio fue definido por Lagarde como una violación a los derechos humanos de las mujeres y un crimen de estado:

El feminicidio es una de las formas extremas de violencia de género, conformado por el conjunto de hechos misóginos contra las mujeres que implican la violación de sus derechos humanos, atentan contra su seguridad y ponen en riesgo su vida. Culminan en el asesinato de niñas y mujeres […]. El feminicidio ocurre porque las autoridades omisas, negligentes o coludidas con los agresores ejercen sobre las mujeres violencia institucional al obstaculizar su acceso a la justicia y con ello contribuyen a la impunidad. El feminicidio conlleva la ruptura parcial del estado de derecho, y que el Estado es incapaz de garantizar la vida de las mujeres, de respetar sus derechos humanos, de actuar con legalidad y hacerla respetar, de procurar y administrar justicia y prevenir y erradicar la violencia que lo ocasiona. El feminicidio es un crimen de Estado. (Lagarde, 2011, p. 38)

La definición del feminicidio propuesta por Lagarde fue incorporada parcialmente en la LGAMVLV y el código penal federal. Al respecto, Núñez (2019a) reconoce que el tipo penal del feminicidio presenta varias limitantes con respecto a la propuesta feminista original: 1) en principio, la tipificación de esta violencia sólo reconoce “el sexo de la víctima, posibilitando que el sujeto activo sea mujer”; 2) la responsabilidad del estado quedó reducida a sancionar la conducta individual del servidor público que obstaculice el acceso a la justicia en el caso, aunque las estadísticas muestran la persistencia de elevados índices de impunidad frente a este delito; 3) las razones de género quedaron reducidas a conductas específicas acotadas que no se corresponden con un análisis sociológico o antropológico de lo que implica un feminicidio; y 4) esta violencia se vuelve un problema de desviación de un individuo, aislándolo de las estructuras sociales e institucionales que favorecieron su conducta. En síntesis, el tipo penal de feminicidio otorga reconocimiento a los asesinatos de mujeres ocurridos por razones de género, pero “privatiza sus causas” (Núñez, 2019a, p. 209).

A pesar de sus límites, la institucionalización de algunas propuestas del feminismo liberal contribuyeron a posicionar en la agenda pública el tema de la violencia contra las mujeres y feminicida en los siguientes términos: 1) permitió desnaturalizar la violencia de género, reconociendo que puede ejercerse en distintos ámbitos, tanto en espacios públicos como en espacios privados; 2) posibilitó el reconocimiento de la violencia de género y la violencia feminicida como violaciones de los derechos humanos de las mujeres, debido a que su ocurrencia está asociada a la permisividad e impunidad mantenidas por el estado, el cual tiene la obligación de prevenir, atender, investigar, castigar y reparar la violencia contra las mujeres; 3) estableció que los estereotipos sociales de género y las relaciones de poder desiguales entre hombres y mujeres son condiciones estructurales que hacen posible los eventos de violencia contra las mujeres; 4) hizo patente que hombres y mujeres no son asesinados por las mismas causas ni de las mismas formas, puesto que, en el caso de las mujeres suelen estar presentes ciertas razones de género que hacen pertinente su tratamiento como feminicidios y no como homicidios; y 5) contribuyó a despatologizar a los hombres que cometen estos crímenes, al reconocer que no son casos aislados ni atípicos, sino que su subjetividad es el producto de una sociedad androcéntrica.

A través del concepto de feminicidio, el feminismo liberal mexicano se inserta en la tendencia internacional de exigir el reconocimiento de las identidades de género y de las violencias que se perpetran en relación con estas identidades, dejando de lado los conceptos de opresión, interseccionalidad y el ideal de redistribución de poder y recursos materiales (Fraser, 2009; Pitch, 2020).

Un problema del concepto de feminicidio, y de la postura feminista liberal que lo sostiene, es que están construidos bajo una concepción biologicista y binaria del sexo y una idea de las identidades de género que reproduce estereotipos heteronormativos. Esto se debe a que el concepto de feminicidio invisibiliza las diferencias intra género al asumir que todas las personas con sexo femenino presentan el mismo riesgo de sufrir expresiones de violencia por estar directamente asociadas a su género; mientras que todos los hombres serían potencialmente violentos, no por su biología sino por una construcción social universal que colocaría a los hombres en una posición de superioridad por sobre las mujeres en todas las sociedades (Lagarde et al., 2022). Así, por construcción social, la masculinidad se constituye por la negación, la inferiorización y violencia contra las mujeres; mientras que las mujeres están condenadas a ser víctimas.

Esta esencialización social de las identidades de género basada en la asunción del dimorfismo sexual como un hecho natural y biológico ha llevado a posiciones excluyentes de las mujeres transexuales, a quienes no se reconoce como mujeres. En esta lógica, los diccionarios de la lengua española dicen que las mujeres son personas del sexo femenino, no persona que se identifica con el sexo femenino (Lagarde et al., 2022).

Esta postura condujo a que Facio se posicionara en contra de que la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención de Belém do Pará) fuera un instrumento aplicable para deslindar la responsabilidad del estado ante el asesinato de Vicky Hernández, una mujer transexual. Esta posición conservadora limita la protección de los derechos humanos de las mujeres transexuales, además de que mina los principios de progresividad y pro persona en la aplicación de una convención de derechos humanos (Castañeda, 2017).

En consecuencia, frente a esta conceptualización de la violencia contra las mujeres es importante reconocer que:

atribuir la causa de la violencia contra las mujeres en relaciones de pareja [así como en otros ámbitos] sólo a la desigualdad de género, es un análisis simplificado, que equivale a desconocer que cada mujer pertenece además a un concreto grupo social, con una posición distinta en la estructura social. (Laurrauri, 2007, citada en Herrera, 2009, p. 21)

II. Feminismo antipunitivista

En su análisis del feminismo mexicano desde los años setentas Saucedo y Huacuz (2013) consideran que un efecto no deseado de la lucha feminista (liberal) frente a la violencia contra las mujeres es la reproducción de un discurso estereotipado de las mujeres como víctimas en oposición a los hombres como victimarios. Dichos estereotipos han conducido a que el discurso de derechos de las mujeres se equipare a las demandas conservadoras, ya que ambos han pugnado por un aumento de políticas punitivas. Así mismo, desde que la violencia sexual y doméstica se tipificaron como delitos, las autoridades no han sido capaces de prevenirlas ni sancionarlas, en cambio han tendido a revictimizar a las mujeres al culparlas de la misma violencia que sufren; por lo tanto, se han mostrado incapaces de garantizarles el acceso a la justicia estatal.

Ante este panorama, Saucedo y Huacuz (2013) sostienen que es necesario que el feminismo y otros movimientos sociales progresistas valoren estas experiencias históricas para evitar continuar apostando a que las diferentes expresiones de violencia que se han producido a partir de la “guerra contra el narcotráfico” pueden enfrentarse y solucionarse a través de un sistema de justicia penal que históricamente ha reproducido violencia institucional contra las mujeres.

Por su parte, Núñez (2019a) considera que en México desde 1991 el feminismo liberal ha impulsado reformas y leyes para desnormalizar y criminalizar la violencia contra las mujeres, abordándolo como un problema público y una violación a los derechos humanos de las mujeres. Sin embargo, siguiendo a Pitch (2003), Núñez (2019a) afirma que, dicha criminalización genera una “simplificación cognitiva del problema, [que] resulta en una reducción política, desde un asunto de política social, económica o de salud, a un asunto de justicia penal” (Núñez, 2019a, p. 205). Es decir, se individualiza la complejidad del problema de la violencia de género y se reduce a una relación de víctimas y victimarios.

Esto ocurre con el discurso sobre el feminicidio que sostiene el derecho penal, el cual opera como una tecnología de género (de Lauretis, 1989) que produce discursivamente subjetividades generizadas y jerarquizadas, tales como víctimas o “buenas víctimas” siempre mujeres y victimarios, regularmente hombres feminicidas. A su vez, la personalidad jurídica de víctimas otorgada a los familiares de las mujeres asesinadas por razones de género, es la que les permite ser reconocidos en la esfera pública como interlocutores válidos del estado, como sujetos de derechos con autonomía política; pero, al mismo tiempo, en su calidad de víctimas son sujetos débiles, dependientes de la tutela del estado (Núñez, 2019a, p. 209).

Por otra parte, la definición de feminicidio supone la responsabilidad del estado por la impunidad en que mantienen la mayoría de los casos de violencia contra las mujeres. Sin embargo, Núñez (2019) cuestiona que el fenómeno de la impunidad sea exclusivo de los delitos de violencia contra las mujeres y que la impunidad sea motivada por razones de género y misoginia, ya que este fenómeno es extensivo a todos los delitos del código penal.

En consecuencia, la autora considera que las demandas de utilización del derecho penal en casos de violencia feminicida es una trampa en la que han caido diversos sectores del feminismo, esto se debe a que “buscan irreflexivamente la protección del Estado frente a los protectores de las mujeres [los hombres] sin distinguir que nosotras seguimos sujetas siempre a uno u a otro, y que más que un irremediable victimismo deberíamos buscar el agenciamiento” (Núñez, 2018, p. 175).

En esta misma línea crítica de las politicas punitivistas y sus efectos negativos para las mujeres, Atuesta y Vela (2020) estudiaron las consecuencias negativas del uso de las fuerzas armadas mexicanas en labores de seguridad pública para la vida y los derechos humanos de las mujeres. Las autoras afirman que en México las mujeres enfrentan dos guerras: una que ocurre en sus relaciones cotidianas, en el ámbito de la familia, el trabajo, la escuela o la comunidad donde se enfrentan a distintas expresiones de discriminación, violencia y desigualdad; mientras que la guerra contra el narcotráfico representa una segunda guerra con la que las mujeres deben lidiar, ya que propicia mayores índices de asesinatos contra ellas.

Su estudio destaca que los militares y marinos suelen emplear la violencia armada fuera del marco de la ley ya que muchas de sus intervenciones no repelen agresiones violentas, sino que las inician, no son motivadas por órdenes ministeriales o judiciales ni se ejecutan en compañía de fuerzas de seguridad civil. Además, con base en un análisis cuantitativo, se comprobó que la ocurrencia de enfrentamientos armados entre militares y marinos contra presuntos integrantes de la delincuencia organizada propician el aumento de asesinatos de mujeres de manera retardada, es decir, dichos asesinatos aumentan hasta 3 meses y un año después de ocurridos los sucesos armados2. Por lo tanto la militarización de la seguridad pública ha propiciado que tanto al interior de los hogares como en la vía pública aumente el número de asesinatos contra las mujeres (Atuesta y Vela, 2020). Por lo tanto, las autoras plantean que para enfretar la violencia contra las mujeres es necesario impulsar la desmilitarización de la seguridad pública y la reducción de las politicas punitivas a fin de propiciar la pacificación del país.

Los feminismos críticos a las politicas punitivas presentados en esta sección reconocen que no es suficiente con enfocar el problema de la violencia contra las mujeres y la violencia feminicida como uno de naturaleza penal, debido a que el derecho penal tiende a individualizar los casos, busca la responsabilidad penal individual y excluye un abordaje de las causas estructurales de estas violencias. En cambio, esta corriente busca evidenciar la violencia contra las mujeres que reproducen el derecho penal y las políticas punitivas. Y aunque esta postura muestra la importancia de aplicar un enfoque interseccional en el análisis de la violencia de género y el derecho penal, sus estudios no incluyen otros ejes de desigualdad social más allá del género.

Finalmente, frente a las múltiples limitaciones de la justicia penal para abordar la violencia de género, el feminismo crítico al punitivismo ha formulado por lo menos tres propuestas: 1) generar

nuevas formas de justicia que no privilegien la responsabilidad en lo individual y que establezcan garantías efectivas que posibiliten transformaciones estructurales del actual orden de género que promueve o tolera las discriminaciones y violencias en contra de todos y todas pero que se ensaña con las mujeres pobres y racializadas. (Núñez, 2019a, p. 210)

2) Enfocar el problema de la violencia de género como uno de orden estructural en intersección con otros ejes de desigualdad social, por lo tanto, para enfrentarlo se deben considerar políticas sociales, económicas, de educación y de salud, entre otras (Núñez, 2019a). Y 3) desmilitarizar la seguridad pública y los ámbitos de la administración pública donde las fuerzas armadas han ganado protagonismo, ya que promueven mayor violencia, especialmente violencia feminicida (Atuesta y Vela, 2020).

III. Feminismo descolonial

Desde la red de feminismos descoloniales se considera que el género, entendido como el conjunto de significados y prácticas con las que se da sentido a la diferencia sexual, no es suficiente para entender las experiencias de opresión, subordinación y violencia que viven las mujeres indígenas, racializadas o precarizadas. Para ello se requiere un enfoque interseccional que reconozca el vínculo de la violencia que sufren las mujeres indígenas en relación con los sistemas de opresión social en el que han sido posicionadas como mujeres, racializadas y pobres (Millán, 2014). Por lo tanto, sostienen que no es posible despatriarcalizar la sociedad sin descolonizar cada espacio social que habitamos.

En este sentido, uno de los temas centrales que esta corriente analiza es la violencia que pone en riesgo la integridad de mujeres indígenas y rurales, en relación con la “guerra contra las drogas”. Esta última es vista como una política estatal de criminalización selectiva del mercado de las drogas que ha implicado la militarización de la seguridad pública con mayor énfasis en ciertas “geografías racializadas” (Hernández Castillo, 2019).

Para esta corriente el derecho penal y la política criminal más que ser concebidos como una herramienta para enfrentar la violencia de género, son vistos como los medios a través de los cuales se reproduce violencia de género, racializada y clasista. La violencia feminicida, no se entiende únicamente como resultado de desigualdades de género, sino que, está imbricada con una pretensión neocolonialista y capitalista de controlar los territorios racializados, despojando a los pueblos de sus recursos naturales. En esta lógica, a través de la violencia sexual y feminicida contra la mujeres indígenas y rurales, así como de su criminalización, se busca generar terror y enviar un mensaje a toda la sociedad (especialmente a los hombres y mujeres que luchan por la autodeterminación de sus pueblos) expresando que el control del territorio y la soberanía sobre el mismo corresponde a ciertos grupos del crimen organizado y a ciertos grupos políticos en el gobierno, siendo indistinguibles unos de otros, por lo cual son definidos como narcoestados (Hernández Castillo, 2019, p. 646). Así, el despojo de los territorios a los pueblos indígenas y rurales se lleva a cabo a través de la violencia sobre el cuerpo de las mujeres indígenas y rurales.

La política criminal de “guerra contra el narcotráfico” ha agudizado la intervención de las fuerzas armadas (militares y marinos) en zonas rurales e indígenas del país debido a que en los últimos años se han convertido en zonas de siembra de plantas psicotrópicas y producción de drogas; además, sus territorios y recursos naturales son objeto de disputa de múltiples empresas nacionales y trasnacionales. En lugar de proveer seguridad a las comunidades y protección a las mujeres contra la violencia, la estrategia de militarización desplegada en las geografías racializadas ha provocado mayor violencia contra las mujeres, la represión a las luchas políticas por la autodeterminación de los pueblos y el despojo de sus recursos y sus territorios.

Diversos ejemplos paradigmáticos de estos procesos han sido analizados por integrantes de esta red feminista. En enero de 2018, la activista política purépecha del pueblo de Cherán en Michoacán, Guadalupe Campanur Tapia, fue asesinada, luego de ser violada y estrangulada. Guadalupe, junto con otras mujeres encabezaba la lucha por el bosque y el territorio en contra de organizaciones criminales, así como a favor del autogobierno de su pueblo en contra de la incursión de partidos políticos. Este feminicidio se suma a las bastas agresiones sufridas por las mujeres indígenas o rurales que se desempeñan como activistas políticas, como Inés Fernández Ortega y Valentina Rosendo Cantú integrantes de la Organización del pueblo indígena Me’phaa, quienes en 2002 fueron violentadas sexualmente por integrantes del Ejército Mexicano en el estado de Guerrero. Para ellas, la violencia que sufrieron no es un hecho aislado, sino uno más que se suma a la historia de agresiones contra su pueblo por parte de las autoridades estatales en colusión con organizaciones criminales y paramilitares. Así mismo, un grupo de mujeres integrantes de la organización “Pueblos en defensa de la tierra de Atenco”, luego de llevar a cabo intensas manifestaciones públicas en contra del despojo de sus tierras para la construcción de un nuevo aeropuerto, fueron violadas por policías federales en 2006 (Hernández Castillo, 2019).

Por otra parte, la criminalización de las mujeres indígenas y rurales por delitos asociados al tráfico de drogas resulta alarmante ya que de acuerdo con Hernández (2011, citada en Hernández Castillo, 2019) ellas representan el 5% de las mujeres encarceladas en el país; sin embargo, 43% de las mujeres encarceladas por crímenes de drogas son indígenas. Estas mujeres no tenían problemas de adicciones a drogas y su participación en este mercado se encontraba vinculada a la inexistencia de un mercado laboral alterno que les permitiera sobrevivir junto con sus familias. A pesar de estos encarcelamientos, las organizaciones criminales no han dejado de intervenir y buscar controlar los pueblos rurales; por lo tanto, el encarcelamiento de las mujeres indígenas por delitos de drogas solo ha conseguido criminalizar a mujeres pobres racializadas que han sido abandonadas por el estado y la sociedad (Hernández Castillo, 2019).

A pesar del contexto adverso, las mujeres indígenas han mantenido su activismo político en la defensa de sus territorios y de la autonomía de sus pueblos al involucrarse en la construcción de instituciones propias como la policía comunitaria y el sistema de impartición de justicia de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC), o la conformación de Cherán como municipio autónomo. Estos procesos han estado marcados por la criminalización de las y los activistas y sus instituciones, por lo cual los pueblos han tenido que recurrir a estrategias legales nacionales e internacionales para lograr el reconocimiento de sus derechos.

En consecuencia, las activistas Me’phaa Inés y Valentina llevaron su caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) logrando que en 2010 la corte emitiera dos sentencias condenatorias al estado mexicano por su responsabilidad en la comisión de “violencia institucional militar”, además de reconocer diversas violaciones a los derechos de las víctimas cometidas por las fuerzas armadas y por autoridades del sistema de justicia penal (CIDH, 2010a, 2010b). Igualmente, las mujeres de Atenco que fueron victimizadas por agentes estatales en 2006 llevaron su caso ante la CIDH. En 2018 la corte condenó al estado mexicano por la violación de la integridad personal, la vida privada, la libertad personal, las garantías y protección judiciales, el derecho a no ser sometido a tortura y el derecho de reunión (CIDH, 2018).

Para las mujeres rurales e indígenas, así como para las feministas descoloniales que las acompañan, la construcción de justicia verdadera frente a la violencia feminicida y otras formas de violencia de género ha implicado dos estrategias en el plano político: 1) construir su propia justicia comunitaria en ejercicio de su derecho al autogobierno; y 2) recurrir a las instancias de justicia internacional para la protección de sus derechos frente a las violaciones cometidas por el estado mexicano. Sin embargo, la justicia indígena no es ajena a procesos de revictimización y discriminación por género, por lo que enfrenta retos importantes para lograr proteger a las mujeres que han sufrido violencia (Sierra, 2021). Por otra parte, la búsqueda de justicia ente la CIDH ha logrado la condena a las instituciones del sistema de justicia penal y un exhorto al estado mexicano para impulsar la transformación de sus políticas punitivas y de militarización de la seguridad pública. En ambas estrategias, las propias mujeres indígenas activistas y las feministas descoloniales vuelven a interpelar a las instituciones de justicia, ya sea a las propias de los pueblos indígenas, o a las autoridades del sistema de justicia penal mexicano a través del logro de las sentencias de la CIDH.

En el plano académico, el feminismo descolonial evidencia la necesidad de formular un análisis interseccional de la violencia de género situándola en su contexto específico. En el caso de la violencia que enfrentan las mujeres rurales o indígenas, esta no solo se asocia a las desigualades de género, sino a la implantación de un proyecto de modernidad neocolonial y neoliberal que emplea la violencia y la criminalización contra las mujeres y los pueblos, para lograr el despojo y control de sus territorios y sus recursos.

IV. Transfeminismo

Los estudios transfeministas recuperan la crítica de la teoría queer a las concepciones del sexo como hecho biológico presocial al cual el género le otorga significados sobre la base de un dimorfismo sexual (Butler, 2007). En cambio, en la línea del giro lingüístico, consideran que el sexo es ya una construcción generizada; es decir, no existe el dimorfismo sexual como un hecho natural y biológico que antecede a los discursos del género, más bien el sexo solo adquiere sentido a través de los discursos sociales. En sociedades modernas occidentales los discursos hegemónicos hacen pasar como natural una dicotomía sexual que justifica la existencia de roles y comportamientos jerarquizados, superiores para los hombres e inferiores para las mujeres. Estas representaciones del sexo-género que se imponen a todos los cuerpos y generan la exclusión de aquellos que no se ciñen a ellas, son fuente de violencia.

Recuperando a la tradición de estudios decoloniales, esta corriente considera que los discursos de género casi siempre suponen o están imbricados en representaciones sobre la raza o la clase, por lo cual es importante dar cuenta de las múltiples relaciones de poder, dominación y exclusión que se expresan a partir de ellos. En suma, busca comprender cómo se enlazan el colonialismo contemporáneo, el capitalismo y el patriarcado en un proyecto de modernidad necropolítica que genera exclusión, segregación y exterminio de cuerpos subalternizados o trans.

En el plano político, el transfeminismo es un movimiento que busca la ampliación del sujeto del feminismo hacia otros sujetos excluidos por el sistema social neoliberal (Valencia, 2022). Por lo tanto, aspira a la desesencialización del sujeto del feminismo y a la des-estigmatización de los cuerpos trans, para constituir como sujeto político del transfeminismo a las mujeres, junto con personas transgénero, migrantes, en precariedad económica, de comunidades originarias, con habilidades diversas o que sufren otras formas de exclusión sistémicas (Valencia, 2022).

El vínculo entre el proyecto colonial-moderno y la violencia feminicida, se ubica en la manera en que dicho proyecto representa y difunde como normales o naturales discursos e imágenes estereotípicas de las mujeres víctimas/pasivas y los hombres victimarios/activos, mientras que ubica estas relaciones de género productoras de violencia como marginadas, racionalizadas e “incivilizadas”, pertenecientes al sur global, contraponiéndolas a un norte global modernizado y civilizado. Así, los estereotipos de género se enlazan con estereotipos de clase y de raza. Siguiendo a Lugones, afirma que, tanto el género como la raza son ficciones sociales violentas que se retroalimentan mutuamente para reproducir la maquinaria feminicida en distintas geografías fronterizas (Valencia y Herrera, 2020).

De esta forma el transfeminismo coincide con los feminismos descoloniales en su apreciación de la violencia feminicida como una forma de violencia emprendida para gestionar a poblaciones racializadas a través de la masacre perpetrada por quienes ejercen el poder soberano en el sistema colonial capitalista y patriarcal (Valencia, 2022).

En esta línea, al analizar la producción fílmica latinoamericana de estereotipos de masculinidades racializadas violentas, Valencia y Herrera (2020) observan que: “la gramática de Occidente […] mantiene activa la producción del racializado como ese otro ingobernable y, por tanto, merecedor permanente de escarnio y castigo social” (Valencia y Herrera, 2020, p. 16). Los estereotipos de hombres racializados violentos, despojados del contexto capitalista, colonial y patriarcal que los ha producido, conduce a su estigmatización y a la atribución a estos de responsabilidad individual por la violencia de género, por lo tanto, se les construye como merecedores de castigo, librando al sistema social desigual de toda responsabilidad.

En su análisis de la película Backyard: El traspatio (2009), Valencia y Herrera (2020) sostienen que el proyecto de modernidad colonial capitalista, a través de procesos como la instauración del Tratado de Libre Comercio (TLC) no sólo impone nuevas reglas a la economía mundial; sino que, además, difunde un “sistema de género colonial moderno” a través del cual “el antagonismo al que se somete a ambos géneros y su confrontación y racialización beneficiará a los poderes dominantes y disuelve posibles alianzas y solidaridades entre géneros” (Valencia y Herrera, 2020, p. 17).

Así, en Ciudad Juárez tras la instalación de la maquila como trabajo precarizado y feminizado, el control a los cuerpos de las mujeres que buscan su autonomía a través de estas opciones laborales se ejerce a través de la violencia extrema del feminicidio. Siguiendo a Segato, las autoras afirman que, estos feminicidios forman parte de una “pedagogía de la crueldad” a través de la cual cofradías de hombres buscan imponer su control soberano sobre los cuerpos de las mujeres y sobre los territorios fronterizos. Sin embargo, al enmarcar la violencia feminicida como fenómeno único de poblaciones racializadas, se hace una representación de estas poblaciones como “monstruosas, sucias e ingobernables, pero también como poblaciones diseñadas para el exterminio y el menosprecio cultural desde los ojos de Occidente” (Valencia y Herrera, 2020, p. 9), y podemos agregar que este tipo de discursos justifican la criminalización y la militarización de dichos territorios racializados.

En síntesis, Valencia y Herrera (2020) muestran las consecuencias no deseadas de la representación de la violencia feminicida, a través de dos filmes latinoamericanos. Cuando dicha representación se lleva a cabo desde una pretensión que busca despertar indignación y desprecio por parte de los espectadores, pero se descuidan las representaciones de clase social y raza que se proyectan, se podrían estar reproduciendo estereotipos de género (víctima-pasiva; victimario-activo) y discursos coloniales modernos que colocan a los cuerpos racializados masculinos como despreciables, monstruosos o criminales y como últimos responsables de la violencia de género. Estas representaciones dejan de lado las condiciones del colonialismo y capitalismo estructural que propician dichas violencias y optan por criminalizar a hombres patologizados y racializados apelando a la necesidad de castigarlos y controlarlos, como respuesta al problema.

En consecuencia, las políticas transfeministas proponen superar los discursos dicotomizantes del género que construyen a las mujeres como víctimas perpetuas y a los cuerpos marginalizados y racializados como criminales. Para ello apelan a la construcción de la micropolítica de la memoria y a las políticas pos-mortem que:

Promuevan formas de representación capaces de generar una sensibilidad compartida, basada en códigos de lectura disidentes pensados y creados colectivamente, con los cuales se pueda denunciar dignamente la violencia machista y feminicida y que esta denuncia no se quede en la mera recreación, sino que desate conversaciones y convergencias para exigir justicia de forma colectiva. (Valencia y Herrera, 2020, pp. 23-24)

Un ejemplo de estas políticas pos-mortem a las que apela el transfeminismo es el acto público que llevó a cabo un grupo de trabajadoras sexuales tras el asesinato de Paola Buenrostro, una de sus compañeras transexuales. Paola ofreció sus servicios a un hombre funcionario público, quien accedió a subirla a su auto y más tarde la asesinó. Las trabajadoras sexuales compañeras de Paola capturaron al asesino y lo entregan a la policía. El asesino fue trasladado al reclusorio; sin embargo, dos días después un juez lo dejó en libertad (Valencia, 2022).

Las compañeras de Paola decidieron colocar el ataúd de su amiga en algunas de las vialidades de la Ciudad de México como forma de protesta para exigir justicia. Una de las cartulinas usadas en la protesta decía: “juez corrupto declaró libertad del asesino, ¿y los derechos de Paola? Es que para nosotras no hay leyes” (Cruz, 2016).

Valencia (2022) interpretó este acto público como una acción encaminada a generar una comunidad afectiva que apela al dolor y al duelo como forma de contacto entre múltiples sujetos expuestos a la masacre y a la exclusión por el sistema neoliberal necropolítico.

Cabe agregar que la protesta por el trans-feminicidio de Paola, además de constituir una comunidad afectiva y política, expresó una demanda de justicia dirigida a las autoridades del sistema de justicia penal. En enero de 2020 las activistas transexuales presentaron una queja ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos en contra de la Fiscalía de Justicia de la Ciudad de México y los jueces responsables de la liberación del imputado por el asesinato de Paola. Así mismo, exigieron ser recibidas por la jefa de gobierno y por la fiscal general para expresar sus demandas (Hernández, 2020).

Estas protestas vuelven a plantearnos la paradoja de los feminismos frente al derecho penal: mientras que se reconoce que las propias autoridades públicas son productoras de violencia feminicida e institucional, algunas feministas continúan apelando a ellas para exigir justicia y castigo a los perpetradores individuales de la violencia. Este sector del feminismo que continúa apelando a la justicia penal, parece guardar la esperanza de construir un sistema de justicia penal capaz de proteger a las mujeres, incluidas las mujeres transexuales.

En síntesis, el transfeminismo propone analizar los imaginarios de la violencia feminicida desde una perspectiva interseccional que considera no sólo las representaciones estereotipadas del sexo-género que reproducen, sino, además, los procesos de racialización y exclusión de los grupos precarizados que estos imaginarios generan. Además, proponen situar estos imaginarios como legitimadores de un proyecto de modernidad colonial capitalista y patriarcal necropolítico. En el plano político, reivindican la construcción de comunidades afectivas diversas, que unan no sólo a las mujeres sino a todos los sujetos subalternizados en el impulso de nuevos proyectos de modernidad y en una búsqueda de una justicia amplia, que no se restringe a la justicia penal.

Reflexiones finales

Los discursos feministas analizados en este artículo coinciden en colocar en el centro del debate la violencia contra las mujeres cisgénero y transexuales a fin de tratar de explicarlas, evaluar su relación con el derecho penal y proponer mejores alternativas para construir una vida más digna y justa para las mujeres y otros cuerpos excluidos.

Mientras que el feminismo liberal ha logrado promover la desnaturalización de la violencia contra las mujeres y especialmente la de tipo feminicida, al mismo tiempo han recreado estereotipos de género que colocan a las mujeres en el lugar de víctimas y a los hombres en el papel de victimarios. Con ello caen en la contradicción de reproducir los discursos de género que desean superar. Además, la concepción biologicista del sexo y el esencialismo social del género que proponen tiene como consecuencia la exclusión de las mujeres transexuales del reconocimiento de sus derechos humanos como mujeres.

El feminismo crítico al punitivismo estatal ha mostrado que el derecho penal y las medidas punitivas promovidas por el feminismo institucional, tales como la creación de nuevos tipos penales, el aumento de penas, la promoción de la prisión preventiva oficiosa o el uso de las fuerzas públicas para “proteger a las mujeres”, además de reproducir estereotipos de género discriminatorios para las mujeres, suponen que la violencia contra las mujeres es responsabilidad de sujetos individuales, generalmente hombres. Por lo tanto, estas medidas dejan de lado las causas estructurales, sociales e institucionales de dicha violencia. Así mismo, sus estudios han evidenciado que las intervenciones de las fuerzas armadas en enfrentamientos contra la delincuencia organizadas están correlacionadas con un aumento en los asesinatos de mujeres en México. En suma, consideran que la criminalización de la violencia feminicida ha generado mayor violencia contra las mujeres.

Por su parte, el feminismo descolonial y el transfeminismo coinciden en la necesidad de aplicar un enfoque interseccional en el análisis de las violencias feminicidas. Mientras el primero da cuenta de la manera en que la violencia contra las mujeres indígenas y rurales es empleada como violencia expresiva por parte de la delincuencia organizada y las fuerzas estatales para hacer avanzar proyectos de despojo de territorios y soberanía a los pueblos; el segundo, plantea que aquellas representaciones de la violencia feminicida que evitan criticar los contextos capitalistas y racializados donde se ejercen, corren el riesgo de reproducir estereotipos de género, pero además estereotipos racistas que colocan a los hombres racializados y pobres como monstruos, incivilizados que deben ser criminalizados y castigados. Ambos feminismos apelan a la necesidad de ampliar el sujeto político del feminismo hacia otros cuerpos subalternizados por el sistema colonial capitalista patriarcal.

En México, continúan promoviéndose políticas que fortalecen el poder punitivo del estado, especialmente el de las fuerzas armadas, en detrimento de otras políticas públicas a favor de los derechos sociales, económicos y culturales de todas las personas; mientras tanto, la violencia feminicida va en aumento, la precarización de la vida se exacerba y la criminalización de los cuerpos precarizados sigue avanzando. Por lo tanto, es necesario seguir alimentando las discusiones entre los distintos feminismos de forma que permitan no solo entender mejor estas problemáticas, sino, sobre todo, tejer alianzas y desarrollar prácticas políticas para la sustentabilidad de una vida digna para todas las mujeres y todos los cuerpos subalternizados.

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1UNAM. Programa de becas posdoctorales en la UNAM. Becaria del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIM), asesorada por la Dra. Irene Casique.

3 “El principal argumento del feminismo liberal es que las mujeres, en tanto que seres humanos, son capaces de la misma racionalidad y moralidad que los hombres y, por tanto, deben tener los mismos derechos y obligaciones que éstos. Por esta razón su crítica se orienta a revelar las maneras en que las normas jurídicas usan el sexo como criterio de distinción y a evitar todo uso discriminatorio del lenguaje jurídico. Su principal herramienta consiste en la creación de un lenguaje de los derechos adecuado a la igualdad entre sexos y sus escenarios de actuación son el proceso legislativo y el judicial”. (García Villegas, 2010, p. 123)

4“Según nuestras estimaciones de los 4,892 enfrentamientos ocurridos entre 2007 y 2018, por cada enfrentamiento adicional de la SEDENA, los asesinatos de las mujeres, a tres meses de los enfrentamientos, incrementaron en promedio en un 2.12%; en el caso de los enfrentamientos de la SEMAR, el aumento estimado de los homicidios de las mujeres fue del 12.5%. A un año de los enfrentamientos de la SEDENA, el incremento promedio de los homicidios de mujeres fue del 1.31% y de 6.7% en el caso de los enfrentamientos de la SEMAR”. (Atuesta y Vela, 2020, p. 86)

Recibido: 01 de Diciembre de 2022; Aprobado: 22 de Febrero de 2023

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