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La ventana. Revista de estudios de género

versión impresa ISSN 1405-9436

La ventana vol.6 no.51 Guadalajara ene./jun. 2020  Epub 16-Sep-2020

https://doi.org/10.32870/lv.v6i51.7059 

La teoría

ESPACIO PÚBLICO-POLÍTICO: REFERENCIAS EN CLAVE DE GÉNEROS1 Y PERFORMATIVIDAD

PUBLIC-POLITIC SPACE: REFERENCES IN TERMS OF GENDERS AND PERFORMATIVITY

José Ignacio Larreche1 

1Universidad Nacional del Sur, Argentina. Correo electrónico: joseilarreche@gmail.com


Resumen

Sobre la base de algunos preceptos de la teoría feminista orientados a la crítica de la democracia liberal, se enfatizará cómo el espacio ha sido un instrumento al servicio de la hegemonía. El ejercicio de reflexión parte de concebir al espacio como una construcción social y, por lo tanto, sexo-genérica. Se señala la dicotomía público-privado y el estatuto moral que aún reside en la experiencia del espacio y, en un esfuerzo por desmoronarlos, se exponen casos que se ciñen a la irrupción del espacio social. El propósito que subyace es, desde representantes de la filosofía política seleccionados, proponer meandros analíticos asociados al espacio, asumiendo que éste sigue siendo un repositorio de suma importancia para la subversión de sujetos subalternos en la escena contemporánea.

Palabras clave: filosofía; espacialidad; perspectiva de género

Abstract

Based on precepts fostered by feminist theory oriented to the critique of liberal democracy, these pages will emphasize how space has been an instrument for hegemony. The reflexive exercise conceived the space as a social construction, therefore, gendered and sexualized. It will remark the public-private dichotomy and the moral statute that still resides in the experience of space and, in the effort to collapse it, several cases will be presented to endorse the social space. The purpose is, taken the representatives of the philosophy thought, offers other analytical tools for the space in the contemporary scene.

Keywords: philosophy; spatiality; gender perspective

Introducción

Los tópicos vinculados a la teoría feminista han sido fructíferos en la revisión de constructos disciplinares de las ciencias sociales. La discusión, lejos de quedarse en el rol de la mujer, fue derivando hacia otros ejes a lo largo de las oleadas del feminismo. Mujer, mujeres, género y sexualidad, interseccionalidad y estudios queer pretenden ser una incompleta lista de ejemplos que tensionan la realidad social y, en la actualidad, se anudan en la perspectiva de género. Sin embargo, el poder inquisitivo de las filósofas que suscribieron a esta línea pareció ser indiferente al espacio. Pocas han sido las instancias de revalorización de la espacialidad desde esta óptica y la evocación por parte de los geógrafos tampoco fue de suficiente compromiso. El propósito que subyace es, desde ciertos representantes de la filosofía política (Mouffe, Laclau, Habermas), proponer meandros analíticos asociados al tema espacio, asumiendo que éste sigue siendo un repositorio de suma importancia para la subversión de grupos hegemonizados en la escena contemporánea y no sólo un soporte.

En la primera parte se acercará al lector al problema de la ciudadanía como resabio liberal. Este será el marco general desde donde se ajustará el sentido de la reflexión en clave de géneros. Con el concepto de performatividad incorporado, la segunda parte recuperará el sentido espacial de las observaciones. En la sección final se brindarán ejemplos concretos y esquemas que robustecerán la consistencia que encierra el nexo entre filosofía y geografía. Por último, con motivo de alguna proposición se discute sobre la importancia de la acción comunicativa que vuelve al punto inicial.

La identidad multifacética en la democracia radical de Mouffe

Para encarar la reflexión de la noción de espacio y específicamente del espacio exterior cuando es confrontado a atributos sexo-genéricos, es preciso detenerse en el comentario de la coyuntura que habilita su entidad anacrónica y de presunta neutralidad ante la jerarquía sociosexual que lo sustenta. Chantal Mouffe y Judith Butler ahondaron en torno a ideas que permiten encauzar un proyecto colectivo reactivado2. Si bien los argumentos de ambas se retroalimentan con la teoría feminista, sus líneas de pensamiento se despliegan diferencialmente: Mouffe, afincada en un feminismo agonístico y Butler desde un feminismo micropolítico, colisionarán en el alcance holístico atribuible a los principios feministas (al margen de ejercitar la militancia) y en la pertinencia que cada una le adjudica a la diferenciación sexual en sus ensayos filosóficos-propositivos.

Ambas se encargan de denunciar la fundación de la violencia simbólica que definió a la ciudadanía propia de la democracia liberal y republicana. En Feminismo, ciudadanía y política radical, Mouffe (1993) postula que el imaginario de ciudadanía resulta una categoría patriarcal; quién es ciudadano, qué hace un ciudadano y cuál es el terreno dentro del cual actúa, son hechos construidos a partir de la imagen y virtud del varón. Al margen se encuentra la ciudadanía formal de las mujeres, homologada a una irrefrenable pasión sintomática de la estructura de poder asimétrica que condena su accionar a un limbo político (Lux, 2011). Justamente allí descansa el principio de exclusión en el espacio: “el ámbito público de la ciudadanía moderna fue construido de una manera universal y racionalista que impidió el reconocimiento de la división y el antagonismo, y que relegó a lo privado toda particularidad y diferencia” (Mouffe, 1993, p. 3), el principio de universalidad fue depositado en los varones concomitantemente que el de particularidad a las mujeres. A partir de este punto, la belga desacreditará las intenciones de las feministas liberales (movimiento fundante de la primera ola del feminismo) dado que asumen el objetivo de la conquista de derechos civiles en paridad con los hombres sin advertir que el marco de ciudadanía y política perseverará en resabios patriarcales3.

Su invitación es la de forzar una escisión, un descentramiento de la identidad para su radicalización, ya que “la ciudadanía no es sólo una identidad entre otras, como en el liberalismo, ni es la identidad dominante que anula a todas las demás, como en el republicanismo cívico” (Mouffe y Moreno, 1993, p. 8). Pregona por una identidad múltiple, precaria, temporal y contradictoria que estrese los efectos totalizantes de las entidades homogéneas como la de “mujer”. Lux (2011) señala que esta empresa nos permite entender la variedad de relaciones sociales, donde los sujetos no son siempre ni racionales, ni transparentes, ni homogéneos en sus posiciones. El feminismo radical se anudó en la crítica al patriarcado para señalar que esa ideología es la que determina las relaciones de dominación en las sociedades, y por lo tanto, no se trata de incluir mujeres en un orden patriarcal, sino transformar de raíz ese orden4.

La impronta mouffiana busca reconocer el terreno de la multiplicidad de las relaciones de poder, donde un mismo individuo puede ser dominante en una relación y subordinado en otra, dando cuenta que la democracia radical versa en la diferenciación de posiciones del sujeto como agente social al tiempo que permite una pluralidad de lealtades específicas sin que se altere la libertad individual. En esta visión, la distinción público/privado no se abandona, sino que se reconstruye de una manera diferente. Siguiendo esta línea de pensamiento, se produce una desontologización de la identidad (Sabsay, 2011) que implica su contingencia a través de la incompletud, la apertura y la indeterminación de sentido, inherente al sujeto posmoderno en virtud de historizarlo y, consigo, politizarlo. No obstante, Sabsay se anima a negar la superación de esos contornos liberales del individuo y, en su lugar, habla de su reontogilización liberal que torna híbridas nociones reaccionarias: “el discurso de la diversidad concibe como un abanico de identidades discretas y claramente clasificables que se piensan como ya conformadas y constituidas por fuera o con independencia de su misma articulación política” (Sabsay, 2011, p. 38). En nombre de la diversidad se adosan políticas de reconocimiento de la pluralidad que son parte del proceso de reificación de identidades.

El trinomio baluarte de la revolución francesa cayó en una repetición correcta que maquilla un discurso que hace todo para mantener un status quo renovado. Laclau (1995) resume esta sutura como el significante vacío en alusión al progresivo vaciamiento del acervo crítico que los generó; los hombres republicanos disponían de imaginarios fuertemente sexistas y patriarcales que los llevaba a apuntalar criterios universales con criterios de parcialidad al conjunto de la población. En este sentido, libertad, igualdad y fraternidad sólo adquieren existencia (dejan de ser significantes vacíos) cuando “se les da la eficacia performativa para dotarse imaginariamente a sí mismos de una cierta referencialidad” (Sabsay, 2011, p. 96). La pervivencia de la precariedad para los mundos de la vida de sujetos subalternos nos debe instar a pensar en la regulación que los aprisiona: el imaginario de lo público que reivindica la hegemonía de una concepción del ser y aparecer en el espacio.

Sexualidad en la apuesta performativa de Butler

Como se anticipó en el apartado anterior, una herramienta útil para radicalizar la democracia, desontologizar la ciudadanía y rebasar cristalizaciones naif es el trabajo con la performatividad. En el texto Cuerpos que importan (2010), Butler aporta un complejo análisis al distanciar la construcción, la materialidad y la significación del discurso en el sexo de los cuerpos y demostrar que la razón masculina es una abstracción, una morfología ficticia creada a través de la exclusión de otros cuerpos posibles. Esta alegoría requiere que mujeres, esclavos, niños y otras figuraciones sean el cuerpo.

Ahora bien, según la autora, la significatividad de los signos opera en la aparición; aquí cobra especial importancia el plano performativo. Éste es entendido como la reiteración involuntaria de acciones siendo la restricción provocada por la norma, su condición. Desde esta perspectiva, la asunción de toda posición de sujeto y la consecuente elaboración del “yo” en el espacio social se caracteriza por una necesaria relación agonística con la norma, y en este sentido, la identidad no puede más que resolverse como un proceso incesante de identificación, nunca del todo consumado, y en el que se articulan la sujeción y la resistencia a la vez (Sabsay, 2011, p. 56).

Butler, al igual que Mouffe, desmonta la herencia del liberalismo en términos de identidad: “prescribir una identificación exclusiva a un sujeto constituido de maneras múltiples, como lo estamos todos los sujetos, es ejercer una reducción y una parálisis de algunas posiciones” (Butler, 2010, p. 174). Sin embargo, Butler propone la performatividad para desprenderse de la ontología liberal de las tecnologías del yo. Arbitrariamente, el género5 ha sido el sitio emblemático de la movilización política, a expensas de la raza, la sexualidad, la clase o el desplazamiento geopolítico6. Puntualmente en la disidencia sexual es en donde Butler condensa su crítica al género. Para ella, esta última no es más que un dispositivo importado por la matriz y economía heterosexual, puesto al servicio de los que suscriben a Freud y Lacan que han homologado la dimensión simbólica a la dimensión normativa, siendo la primera la de la heterosexualidad, relegando a un estado pasajero e imaginario a la homosexualidad, sin que dichas interpretaciones sean un meollo por los cánones del género.

Butler expone que se deben manifestar los signos de subordinación en la esfera pública, fuente de sus propias hegemonías7 (homofóbica, sexista y racista), suprimiendo o desestabilizando las identidades constituidas cultural y políticamente. Es menos importante la cantidad de posiciones del sujeto que sus territorialidades en los modos de rearticular las posibilidades de enunciación: “para recibir servicios de salud, para que la pareja sea reconocida legalmente, para movilizar y redirigir el enorme poder de reconocimiento público” (Butler, 2010, p. 171). Mouffe también adopta este camino cuando arguye que la preocupación común por los diferentes grupos que luchan por una extensión de la democracia llevará a mancomunar diferentes movimientos: las mujeres, los trabajadores desocupados, los negros, los homosexuales, los ecologistas y otros movimientos sociales nuevos mediante el principio de equivalencia democrática (Mouffe, 1993).

Gramsci ha sido quien dilucidó este aspecto con el aporte de la hegemonía ideológica y la subalternidad. Según el autor, la ideología dominante tiene que incorporar los rasgos en los cuales la mayoría explotada pueda reconocer sus auténticos anhelos y, de este modo, cualquier diferencia (etnia, género, preferencia sexual, nacionalidad) se torna un exterior constitutivo8 de la fantasía de universalidad de una ciudadanía-identidad semblante del Estado. Como sostiene Sabsay, “se absorbe la diferencia potencialmente antagónica como un caso más de la diversidad universalizada, reduciéndola a aquellos rasgos potencialmente incluibles dentro de los términos de la universalidad hegemónica” (2011, p. 97). Es interesante reparar en la cualidad de incluibles que utiliza la autora ya que refleja un recorte de lo que es objeto de la visibilización en el espacio exterior y por ende, el grado de facilitación en el ejercicio como usuario del mismo. En este sentido, “incluir no es representar” (Lux, 2011) y esto tiene profunda relación con la exclusión inclusiva de ciertos cuerpos a través de su propia negación (Sabsay, 2011). La conceptualización de cuerpos abyectos está en sintonía con un régimen de sexo-género heteronormativo, binario y patriarcal9 dotado de un sentido psicoanalítico y, a nuestro entender, geográfico:

La abyección (en latín, ab-jectio) implica literalmente la acción de arrojar fuera, desechar, excluir y, por lo tanto, supone y produce un terreno de acción desde el cual se establece la diferencia. Aquí la idea de desechar evoca la noción psicoanalítica de Verwerfung, que implica una forclusión que funda al sujeto y que, consecuentemente, establece la poca solidez de tal fundación. (Butler, 2010, p. 20)

Asimismo, la pauta de abyecto designa una condición marginal de socialización, esto es, una zona de inhabitabilidad de la vida social, un cuerpo sin lugar (McDowell, 2000) que se entrelaza con la degradación de su sentido de espacio vivido. El remate de Butler en la teorización de lo abyecto es aún más revelador porque asegura que ese exterior abyecto es reflejo del interior del sujeto, su propio repudio fundacional10. Sin duda, este rasgo estigmático obstruye la función interpelativa de la performatividad.

Las consignas del espacio público

En este apartado, nos detendremos a ampliar las circunstancias que promueven la abyección de los grupos subalternos desde un sentido espacial en general y con relación al llamado espacio público en particular, para brindar alternativas superadoras. La fenomenología de Merleau-Ponty (1945) postula que, a pesar de que la percepción del espacio es un fenómeno de estructura en la experiencia del espacio vivido, las diferencias entre un espacio espacializado y un espacio espacializante, vistas desde la posición y la situación respectivamente, aporta otro matiz. Al respecto, alentar una percepción del espacio coyuntural y no sólo estructural invita a poner en juego la dimensión performativa como medio de aspiraciones radicales.

Se ha mencionado que nuevas inclusiones aducen, paralelamente, exclusiones y que estas últimas se materializan en las fronteras simbólicas que traza el denominado espacio público, cuya función prístina era reordenar los cuerpos sociosexuados de acuerdo al imperativo estatal. Ciertamente “lo público”, con más excepciones que regularidades atestigua lo plural y

es ahí donde el discurso antiesencialista ha corrido y corre el peligro de ser instrumentalizado políticamente, de tal modo que culmine promoviendo la ingenua ilusión de un posible advenimiento de una capacidad de agencia ciega a la eficacia de las prácticas sociales para constituir al sujeto de la acción. (Sabsay, 2011, p. 40)

En Fronteras sexuales, Sabsay emplea el caso de las zonas rojas para revelar el pragmático uso de la diversidad en función de un espacio público que se opone y contrasta con las zonas grises del espacio urbano11, signadas por la ausencia de derecho. Se trata de la pureza que permea el devenir del espacio en su acceso irrestricto haciendo del mismo una barrera que refuerza la “coconstitución del espacio y la identidad” (Sabsay, 2011). En otras palabras, el espacio público se ancla en la moral y esto explica la jerarquía sociosexual acuciante en los códigos contravencionales que han dominado la territorialidad en Buenos Aires durante la dictadura, por ejemplo. Valiéndose de abstracciones de control como “moral pública”, “tranquilidad”, “buenas costumbres” o el “escándalo”, Sabsay depone que definir la cosa pública es nivelar sujetos, allanando sus prácticas. Por tanto, si una de las dimensiones más presentes del espacio público es la moralidad, éste inexorablemente constituye un repertorio coercitivo de ciertas subjetividades. Ahora bien, si lo público sigue siendo entendido como lo no privado en clave liberal, la obsolescencia del propio concepto de espacio está en cuestión.

En Filosofía y política de la espacialidad, la geógrafa Doreen Massey (2005) argumenta que para conceptualizar el espacio debemos remitirnos a tres proposiciones. En primer lugar, el espacio es producto de interrelaciones desde lo global hasta la intimidad, luego asevera que el espacio es la esfera de la multiplicidad donde conviven distintas trayectorias sociales. Por último, y con base en las dos premisas presentadas, reflexiona que el espacio es un constructo inacabado, siempre abierto y en pleno proceso de devenir. El carácter de abierto al espacio, que nos acerca la autora, debilita la figura del espacio público como espacio moral dado que en este se constata su versión decimonónica que agudiza un confinamiento asentado en la concepción occidental, androcéntica, racista y heterosexual. Asimismo, rescata una particularidad que los filósofos han delineado pero nunca enfatizado: “el espacio es, desde un principio, parte integral de la constitución de subjetividades políticas”12 (Massey, 2005, p. 107) y para ello es un pre-requisito su apertura motorizada por la interrelación y la multiplicidad.

A lo largo de su reflexión, se vislumbra que la diferencia ha estado influida por la dimensión temporal soslayando al espacio, asemejado como algo inmóvil, un mero soporte donde el lugar no decía nada por sí sólo sino en función de un tiempo que redefinía un estadio por delante (nosotros) o detrás (otredad). Sin embargo, los encuentros se dan en un espacio que no es isomorfo y que condiciona dialécticamente las interacciones, siendo el mismo espacio la fuente de esta “productividad de la incoherencia”13 (Massey, 2005) de conflictos. Nuevas historias, renovadas trayectorias, otros formatos espaciales son marcas que invitan a las introspecciones por parte de los estudios queer y feministas. La presunta desaparición de la dicotomía axiológica entre el espacio privado y público deja de anclar a los geógrafos a caracterizar espacialidades que emanan de una delimitación aérea y asocial sino que los provoca a problematizar sobre cómo el arquetipo de ciudadanía también presiona la idea de un espacio unívoco. Esta lógica de espacialización del imaginario sociosexual hegemónico y la correlativa sexualización del imaginario espacial es constante; “están presentes en otros constructos sociales como la nación y familia” (Sabsay, 2011, p. 72).

Por ello, si existe un relato monolítico que repercute en la apropiación del espacio, no podemos llamarlo espacio dado que anula la condición multifacética del mismo. En este sentido, las características de abierto, colectivo y visible del espacio público que resume Rabotnikof (2002) pueden conspirar como significantes vacíos en línea con Laclau ya que son funcionales a la efectiva homogeneidad, moralidad y racionalidad que se congregan en el pensamiento hegemónico. Como contrapartida, la performatividad disidente erosiona el espacio panóptico y lo asemeja a un espacio de publicidad en los despliegues de subjetividad, exponiendo posiciones sexuadas y políticas dignas de la democracia sexual. En efecto, las postimetrías del siglo xx, evidenciaron la labor de los movimientos feministas y LGBT en la disputa del poder, plasmados en el paisaje del espacio.

Como afirma Lux, “la noción de hegemonía muestra la intersección que se produce entre el poder, la desigualdad y el discurso, y designa los procesos que permiten que la autoridad cultural dominante se convierta en objeto de negociación y controversia” (2011, p. 140). Se vislumbra cómo las normas sociales de género que producen performativamente los sujetos generizados que pretenden normalizar son una oportunidad de resignificación que los intersticios de la norma otorgan. Queda demostrado que lo social no antecede a lo político en un sentido arendtiano y que, como en el ejemplo esgrimido, lo político construye una contrahegemonía que se traduce no sólo en resistencias heterodoxas sino en la proliferación de nuevas inquietudes que contornean la sociedad civil desde las necesidades e intereses de posiciones alternativas. Fraser (1997) denominó estos espacios como espacios contrapúblicos subalternos.

La discusión constructiva en el espacio de aparición de Habermas

En un intento por desplegar un horizonte propositivo a lo expuesto, la ética comunicativa de Habermas puede contribuir en gran medida a la creación de un “público heterogéneo” que provea mecanismos para la representación y el reconocimiento efectivos de las distintas voces de aquellos grupos que están en desventaja. Para hacer tal proyecto posible, busca una concepción de razón normativa que no pretenda ser imparcial y universal y que no invalide el deseo y afectividad para poner en jaque las portavoces del espacio público.

Haciéndose eco de la acción comunicativa, los motivos hebermasianos reparan en la instalación de espacios públicos y libres, mediados por la comunicación (consenso) y la confrontación (conflicto) donde sea loable un acuerdo intersubjetivo a pesar de una separación mayúscula entre creencias y convicciones. Para el autor sólo la racionalidad de la acción favorece la autonomía y la deliberación que coadyuva a democracias participativas. Sus teorías son parte del mundo de la vida lo que asigna relevancia al tema objeto de nuestra reflexión.

La vertiente sexo-genérica conforma un tema de la comunicación en la contemporaneidad y, en este sentido, los discursos no son otra cosa que enunciados que preparan posiciones y otorgan validez a las acciones en un campo de poder. Ahora bien, el alemán confiere el manejo hegemónico de estos temas a los medios de comunicación, que condicionan la opinión pública canalizando legitimidad sobre ciertos asuntos. Existen tres estratos de la opinión pública basados en la relectura que Ferrer (2002) hace sobre el autor:

  • Lo que se establece en un nivel cultural pre lingüístico en el intercambio de gustos y aficiones dentro de grupos informales (amigos, compañeros, vecinos, familia).

  • Lo que circula en forma de declaraciones institucionales autorizadas avaladas por un prestigio social o político.

  • Lo que es conducido por los ciudadanos que intervienen en un proceso de comunicación argumentativo vehiculado por medios participativos y externamente a través de los mass media.

En la yuxtaposición entre visibilidad de sexualidades subtalternas y el espacio público como puente, se puede distinguir un hecho que trastoca dichos elementos. Sabsay, a partir del tratamiento que las tres fuentes de diarios periodísticos más importantes del país realizaban acerca de la prostitución en la zona roja en Palermo14, estudió el rol de los medios cuando comienzan las tensiones entre vecinos y trabajadoras sexuales por su disposición en un lugar físico del barrio. En un momento inicial, éstos reprimieron fuertemente estas identificaciones con una “proyección fantasmática” (Sabsay, 2011, p. 145) coherente con la idea de cuerpos abyectos butleriana. Sin embargo, la escalada del tema como polémica mediática brindó una ocasión para desembocar en un espacio de aparición como terreno previo a la negociación ya que la diversidad se encarnó performativamente. Si bien fueron numerosas las entrevistas a las trabajadoras sexuales en el marco de sus reclamos, “la fragilidad de la ley parecería ser el sustento del que se alimenta la fuerza de la norma social” (Sabsay, 2011, p. 149)15 y otras fórmulas imaginarias fueron embistiendo una y otra vez esta asunción espacial: el vecino, el barrio y la comunidad.

La publicidad permite el mestizaje de lo social y lo político en una nomenclatura arendtiana a partir del requisito comunicativo que cobra esplendor. Si retornamos a la idea de Massey que el espacio es producto de la interacción, esto no desdibuja en ningún momento la disrupción. En este marco, “la presunta familia heterosexual nuclear, el hogar privatizado y sus alrededores, figurados como el barrio constituyen un significante político capaz de materializarse en el espacio” (Sabsay, 2011). Irrumpe un nosotros de forma dramática y es aquel que se adjudica el carácter de propietario y tutelar de esos fragmentos urbanos, asociados a la firmeza deseada que convoca la retórica del espacio público en detrimento del espacio social.

El espacio social es el del reclamo performativo de estas corporalidades, acostumbradas a su desplazamiento. En este hecho, la captura incesante de la imagen por parte de los medios inauguró no sólo una fisura en el espacio público sino que se puso en peligro “la falibilidad de la sexualidad normativa” (Sabsay, 2011, p. 155). En este sentido, es cardinal la facultad analítica de Mouffe que expresa que:

Cada situación es un encuentro entre lo privado y lo público, puesto que los deseos, decisiones y opciones son privados porque son responsabilidad de cada individuo, pero las realizaciones de tales deseos, decisiones y opciones son públicas, porque tienen que restringirse dentro de condiciones especificadas por una comprensión específica de los principios ético-políticos del régimen que provee la gramática de la conducta de los ciudadanos. (1993, p. 9)

Este es el punto desencadenante de una articulación de los oprimidos. Queda por decir que el legado de Mouffe, y su filosofía política, ha sido esbozar que las posiciones del sujeto se encuentran inexorablemente sobredeterminadas por relaciones antagónicas impredecibles pero cuando estos desencuentros se encuentran en la espacialidad de la sociedad civil, las posibilidades del accionar político no son las mismas.

A modo de cierre

La cuestión espacial ha quedado relegada frente a las contribuciones que emergieron con una mirada feminista. A pesar de reconocer el carácter transdisciplinar del género, pocos han sido los filósofos que tomaron este meandro analítico y muchos menos los geógrafos que dialogaron con esta posibilidad de resignificación de sus marcos.

Este encuadre persiguió ofrecer al lector la potencialidad que posee la imbricación del espacio partiendo de la dimensión performativa y el desmontaje de la identidad precedente. La revisión del concepto con base en Massey, las diferencias que existen entre la anacronía del espacio público y la diacronía del espacio social que siguen cubriendo la pauta hegemónica bajo fórmulas morales, sumado a casos que subrayan la correspondencia sine qua non entre ser y aparecer cuando se desemboca en episodios de disidencia, han sido algunos punteos. Si bien el puntapié ha sido la democracia radical de Mouffe, tal vez una fase más ambiciosa en el horizonte de ésta es pensarla en términos de democracias sexuales para este siglo (Fassin, 2006).

En un intento por ejercer una tarea equilibrada entre antítesis y tesis, entre los grandes marcos interpretativos y sus instancias de praxis, entre la escala general y la escala corporal, pensamos que el espacio debe convocar una preocupación central en la deliberación de premisas que atiendan esta temática.

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1 La adecuación al plural desea representar los rasgos sexo-genéricos que inviste la identidad de género y orientación sexual. A lo largo del escrito, se notará que dichas especificidades nodales se fijan parcialmente como “parecidos familiares” o “equivalentes” (Mouffe y Moreno, 1993) en su experiencia de la opresión.

2Léase Napoli (2015) Feminismo y democracia radical. Butler, Laclau, Mouffe, Žižek y un debate insuficiente.

3Citando a Patelman, Mouffe denomina esta contradicción como el “dilema Wollstonecraft”: exigir igualdad es aceptar la concepción patriarcal de ciudadanía, la cual implica que las mujeres deben parecerse a los hombres, mientras que insistir en que a los atributos, las capacidades y actividades distintivos de las mujeres se les dé expresión y sean valorados como forjadores de la ciudadanía es pedir lo imposible, puesto que tal diferencia es precisamente lo que la ciudadanía patriarcal excluye.

4Para profundizar acerca de la llamada segunda ola del feminismo, se recomienda las lecturas de Kate Millet, Shulamit Firestone y María Emma Wills.

5La autora no adhiere al concepto de género y, más aún, reconoce sus inconsistencias a lo largo de algunas de sus obras: “si el género consiste en las significaciones sociales que asume el sexo, el sexo no acumula pues significaciones sociales como propiedades aditivas, sino que más bien queda reemplazado por las significaciones sociales que acepta el sexo queda desplazado y emerge el género, no como un término de una relación continuada de oposición al sexo, sino como un término que absorbe y desplaza al “sexo” […], desde un punto de vista materialista, constituiría una completa desustanciación (Butler, 2010, p. 23).

6Es dable agregar que “si el feminismo se define por estar comprometido con una seria deconstrucción y/o crítica de la normativa genérica, éste no podría (o no debería) obviar como un objetivo propio y definitorio la lucha en contra de las exclusiones que esta normativa supone también para otros sectores codificados socialmente como ‘minorías sexuales’” (Sabsay, 2011, p. 56).

7El género está íntimamente ligado con la categoría de hegemonía, pues toda hegemonía utiliza las diferencias sexuales para asignar poder (Lux, 2011).

8Butler discute este concepto con Mouffe y Laclau. De acuerdo a Napoli (2015), para Butler no hay un exterior constitutivo en las identidades, sino que es la iterabilidad que las identidades requieren lo que las hace inestables y, por lo tanto, rearticulables. Dicha iterabilidad consiste en la performatividad vertebrada por el campo histórico.

9Como resultado de las lecturas enfocadas en Rubin y Foucault, Vespucci et al. (2015) elaboran dicha propuesta conceptual.

10Comúnmente asociamos dicho repudio interiorizado como represión, sentimiento de culpa y autopercepción estigmática. Todas estas son características que anteceden el coming out o salida del clóset, típicamente vivenciada por estos sujetos.

11Geógrafos, sociólogos y antropólogos de la ciudad han dedicado numerosas publicaciones a comprender la segregación cualitativa que estructura las fronteras de la ciudad, entendidas como fronteras espaciales pero también simbólicas. George Simmel ha sido uno de los pioneros en estas aproximaciones.

12“Muchas veces no pensamos el espacio, utilizamos el término tanto en el discurso cotidiano como en el académico, sin tener plena conciencia de su sentido” (Massey, 2005).

13Con dicho aporte teórico, Massey perfila claramente que comparte las convicciones antiesencialistas del sujeto que defienden las autoras mencionadas en el segmento inicial del trabajo (Mouffe, Butler, Sabsay).

14Véase el cap. 5: “El periodismo y la regulación del espacio público” (Sabsay, 2011).

15Es mérito de Foucault analizar esta distinción entre norma (y la normalización) y ley en obras como Vigilar y Castigar (1975) y Los anormales (2000).

Recibido: 18 de Julio de 2018; Aprobado: 13 de Noviembre de 2018

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