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La ventana. Revista de estudios de género

versión impresa ISSN 1405-9436

La ventana vol.5 no.45 Guadalajara ene./jun. 2017

 

Avances de trabajo

Cuerpos en fuga: la plasticidad de los cuerpos y la desestabilización de los géneros

Cándida Elizabeth Vivero Marín1 

1 Universidad de Guadalajara, Jalisco, México. Correo electrónico: elizabeth_vivero@hotmail.com


Resumen

Los cuerpos se transforman, se construyen, se reconstruyen. Los cuerpos son plásticos y en su plasticidad, cuestionan, desestabilizan y subvierten el género. Los cuerpos escapan, se fugan, al discurso heteronormativo. En este trabajo, se estudian dos construcciones ficcionales (una corporeizada, otra literaria) para evidenciar la plasticidad de dichos cuerpos y su cuestionamiento a los géneros. Pinina Flandes e Hipólita son las protagonistas que nos permiten pensar y repensar el género desde su movilidad en tanto cuerpos en continua construcción.

Palabras clave: cuerpos en fuga; movilidad; género; narrativización; ficcionalidad

Abstract

The bodies are transformed, they are constructed, they are reconstructed. The bodies are plastic and their plasticity, question, destabilizes and subverts gender. The bodies escape, they are in fugue from the heteronormativity speech. In this paper, two (one corporized, the other literary) fictional constructs are studied in order to demonstrate the plasticity of these bodies and their questioning of gender. Pinina Flandes and Hipólita are the players that allow us to think and rethink gender since its mobility and continuos construction.

Keywords: bodies in fugue; mobility; gender; narrativization; ficcionalilty

Cuando se habla del cuerpo, en su dimensión discursiva y social, se suele precisar la diferencia entre el cuerpo biológico y orgánico, y la corporalidad como discurso que se construye a partir de él. Así, Linda McDowell en su libro Género, identidad y lugar (2000), refiere que el discurso de la corporalidad impone a los cuerpos determinadas reglas de actuación, pero también y, de manera relevante, valores asociados a la visión androcéntrica que elimina de las representaciones cualquier cuerpo que no se ajuste a los parámetros establecidos por dichos valores. De ahí que, continúa McDowell, el cuerpo enfermo y el cuerpo gestante no son considerados como dignos de ser visibilizados, pues no cumplen a cabalidad con los rasgos androcéntricos, a saber: fuerza, vitalidad y juventud.

De igual forma, Anna Freixas (2013) sostiene que el cuerpo viejo, en particular el cuerpo viejo femenino, no es objeto de representación a nivel artístico-cultural puesto que, al no representar más la belleza, la juventud y la capacidad reproductiva (deseada en las mujeres), es un cuerpo desechable. Las mujeres ancianas, incapaces ya de gestar hijos e hijas, son excluidas de la sociedad y prácticamente arrumbadas como objetos inservibles, produciéndose la exclusión por edad o etarismo.

Por su parte, Judith Butler al referirse a los cuerpos que sí importan (2008), señala de manera particular el rechazo y la invisibilidad en todos los niveles de los cuerpos intersexuales que, al no acoplarse en términos biológicos al binarismo hembra/ macho y, en consecuencia, al binarismo de género, son sometidos a una violencia médica que los obliga a tomar una decisión quirúrgica en aras de ajustarse a la heteronorma. El deseo de ser reconocidos y aceptados, sostiene Butler, se coloca por encima de los deseos propios de los sujetos, convirtiéndose el género entonces en una violencia en sí misma en tanto que obliga a los cuerpos a someterse a dichas agresiones médicas. De ahí que, como consecuencia de dicha heteronorma, tanto el cuerpo homosexual como el intersexual son excluidos de las representaciones.

Sin embargo, en toda esta discursividad en torno a los cuerpos, siempre hay “cuerpos en fuga”, es decir, cuerpos que resisten y escapan al discurso de la corporalidad y que, por ende, irrumpen con fuerza desestabilizadora para romper las fronteras binarias del género y proponer, desde su corporeidad, otras formas de estar-en-el-mundo.

El objetivo, pues, de este trabajo es analizar, desde una mirada crítica, las propuestas de plasticidad de los cuerpos llevadas a cabo por personajes ficcionales, sean literarios (Hipólita, de la novela El beso de la liebre de la escritora mexicana Daniela Tarazona) o corporeizados (Pinina Flandes, creada por el académico y activista colombiano Yecid Calderón). En estas propuestas, se observa una intención por desestabilizar el sistema binario de género y cuestionar, en última instancia, ya sea la colonialidad del saber (en el caso de Calderón), ya sea la colonialidad del espíritu (en el caso de Tarazona).

Cuerpos en fuga: la ficcionalidad de los cuerpos plásticos

Hacia finales de los años ochenta, Teresa de Lauretis publicó un texto titulado “Tecnologías de género” (1989) en el que evidenciaba cómo, por medio de productos audiovisuales como el cine o la televisión, se construía el género y se perpetuaba. En este trabajo, de Lauretis vinculaba el poder-saber, desarrollado en su momento por Michel Foucault (1996), y demostraba la manera en la que las tecnologías del género, depositarias del poder, contribuían de continuo al mantenimiento de las dicotomías masculino/femenino.

Años más tarde, (Patricia Alvarenga Venutolo, 2010), añadía a esas tecnologías otras menos evidentes, pero igualmente perpetuadoras del binarismo de género: el peinado, el maquillaje y los accesorios. Estas otras tecnologías de género, en apariencia “menores”, vuelven a impactar en la construcción de los géneros en tanto que imponen una forma de presentar el cuerpo ante los demás y, en ese sentido, contribuyen a que la estetización de género se mantenga (cfr. Butler 2006).

Por otro lado, las industrias de la moda y de las cirugías plásticas, tan en boga en países latinoamericanos como Brasil, Venezuela y México, instalan una hegemonía en torno a los cuerpos que los obliga a ajustarse a los parámetros que ambas industrias se encargan de producir. Los cuerpos estilizados, bien torneados, de labios voluptuosos, altos, etc., son exhibidos en pasarelas, revistas y espectaculares, propiciando que los sujetos consideren necesario ajustarse a esas características en aras de conseguir el éxito, la fama, la popularidad y, en consecuencia, poder económico. Como se puede observar en el fenómeno de las mujeres denominadas “buchonas” -mujeres jóvenes que se someten a procedimientos estéticos y cirugías plásticas para atraer las miradas y los deseos de los hombres poderosos, generalmente asociados a círculos del narcotráfico-, las mujeres aceptan violentar sus cuerpos por medio de procedimientos incluso extremos con el fin de ser “deseadas”, cual objetos sexuales, por los hombres que ostentan mayor poder.

En esta reafirmación de las características sexuales secundarias de los cuerpos, asociadas sin duda a la reproducción, se reafirma igualmente el binarismo de género y la especialización de los cuerpos, recreando infinitamente el eterno femenino, por un lado, y la masculinidad hegemónica, por el otro lado. De ahí que, como apunta acertadamente (Sayak Valencia, 2010), los sujetos endriagos son el resultado y el producto de dicha masculinidad hegemónica que impone a los hombres características asociadas a la violencia, el control y el dominio, todas ellas cualidades altamente valoradas por el sistema heteropatriarcal. Las mujeres, en este contexto de violencia extrema y mortandad, se ajustan a las demandas de dicho sistema y asumen, sin cuestionamiento alguno, la hipersexualización de sus cuerpos con el fin de obtener la aprobación de los hombres poderosos y convertirse así en sus amantes, novias o esposas.

De nuevo, los cuerpos de las mujeres, como en su momento señalara (Gayle Rubin, [1975] 1996) en “Tráfico de mujeres”, son vistos como mercancías de intercambio y consumo no ya para crear o fortalecer los lazos de parentesco, sino para dotar de mayor “valor heterosexual” al hombre que logra exhibir a la mujer que se ajuste más adecuadamente a un modelo de belleza inalcanzable por irreal. En esta dinámica del cuerpo mercantilizado, nuevamente los cuerpos intersexuales y los cuerpos viejos quedan fuera, ya que su valor de cambio se encuentra demeritado, o bien por no ajustarse a la heteronorma, o bien por no representar más lo deseable al carecer de la capacidad reproductiva y de los rasgos de belleza, juventud y fortaleza, por mencionar algunos.

En este contexto de reafirmaciones genéricas y sexuales, los cuerpos que resisten a la hegemonía se dejan no sólo escuchar, sino sobre todo ver por medio de las representaciones ficcionales. A estos otros cuerpos que no se ajustan y, por el contrario, luchan por desestabilizar a los cuerpos hegemónicos para hacer posibles otras formas de estar-en-el-mundo, los nombro “cuerpos en fuga”.

Por “fuga”, entiendo justamente el acto de escaparse, es decir, de encontrar una salida o solución a una situación complicada (RAE: página virtual). En este sentido, los “cuerpos en fuga” son aquellos cuerpos que, a partir de su plasticidad por medio de la modificación quirúrgica o sólo a través de las tecnologías de género, proponen una solución distinta y, en ocasiones, opuesta a la establecida por el discurso hegemónico de la corporalidad. Su performatividad o actuación en tanto cuerpos otros, distintos, fluidos, cuestiona sin miramientos el binarismo de género al ejecutar roles distintos a los social y culturalmente establecidos para los cuerpos sexuados. De ahí que esta fluidez que les otorga no colocarse ni asumirse en lo hegemónico femenino o masculino, desestabiliza el sistema heteropatriarcal y pone sobre el escenario de la cotidianidad formas diversas de estar-en-el-mundo.

Los cuerpos en fuga son cuerpos ficcionales, puesto que no son aún posibles en el devenir cotidiano de los sujetos, ya que, por un lado, falta el reconocimiento de su existencia tanto a nivel de las representaciones como en el discurso jurídico; mientras que, por el otro lado, al ser cuerpos representados de maneras esporádicas y no continuas en los espacios de la vida diaria, son considerados meras creaciones caprichosas de sus portadores. No obstante su carácter de ficcionalidad, estos cuerpos se encargan de erigir nuevos imaginarios y nuevas posibilidades de asumirse en el mundo, sin etiquetas, sin identidades genéricas fijas y, por lo tanto, en tránsito continuo y constante de devenir; de ahí el sentido de su fluidez y la lógica de su actuación cambiante.

Los cuerpos en fuga son, por lo tanto, cuerpos igualmente plásticos ya que hacen uso de las tecnologías de género para transformar su exterioridad en un performance de alcances inmediatos a su entorno. Así, los drag queen, drag king, travestismos y otras maneras de vestir, maquillar, acicalar y presentar el cuerpo, nos hablan de plasticidades móviles y de cuerpos que no desean ajustarse más a la heteronorma. Por lo que, proyectos como los de Pinina Flandes, la creación femenina del académico y activista colombiano Yecid Calderón; o personajes contestatarios al poder suprahumano como el caso de Hipólita, protagonista de la novela El beso de la liebre (2012) de la mexicana Daniela Tarazona (nacida en 1975), son muestras de resistencias emanadas de contextos latinoamericanos que enriquecen sin duda el debate y el panorama para desajustar los géneros.

La utopía de una tecnología libre de género y la narrativización

Antes de comenzar a analizar los proyectos enunciados arriba, me gustaría señalar algunos aspectos: el primero, la idea utópica de crear cuerpos trashumamos a partir de la tecnologización de dichos cuerpos, ya que, desde mi perspectiva, es imposible hablar de una tecnología libre de género (entendida aquí la tecnología no a la manera de Lauretis, como se expuso líneas arriba, sino como los productos o bienes de utilidad derivados del conjunto de conocimiento de orden práctico y científicos, cuya finalidad es satisfacer las necesidades de la población); y, el segundo, paralelo a ese ideal de desdibujar las fronteras corporales y desestabilizar el género, surgen las propuestas de la narrativización como apuestas de ficcionalidad de los sujetos. De ahí que, en el proyecto de Pinina Flandes, veamos la expresión exteriorizada de lo femenino en el cuerpo de Yecid Calderón; dicha narrativización y ficcionalidad son imprescindibles para comprender la apuesta decolonial que Calderón lleva a cabo a través de la desidentificación de los géneros por medio de su actuación cotidiana. Mas comenzaré señalando el primer punto.

Como han apuntado algunas geógrafas feministas, entre ellas (Linda McDowell, 2000) y la argentina (María Sonderéguer, 2014), el cuerpo es el primer territorio a conquistar, es la primera geografía que nos limita, es la primera tierra en ser manipulada por la tecnología. Sonderéguer afirma que: “el cuerpo femenino es una tierra de guerra, es el trofeo que obtienen los hombres en sus batallas” (2014), y, en ese sentido, el cuerpo femenino es una construcción que responde no sólo a una construcción médica, sino también discursiva. El cuerpo femenino es, entonces, concebido como una máquina que puede ser manipulada, transformada o reconstruida de acuerdo con los deseos heteropatriarcales.

En ese contexto, el cuerpo femenino responde a un punto de vista hegemónico, heteronormativo y androcéntrico. Como Judith Butler afirma (2006), el cuerpo importa porque en él se performa toda la normativa de género. La estetización del género, como señala, es performada por un sujeto en aras de encajar en los parámetros estéticos deseables para los cuerpos. En otras palabras, mujeres y hombres asumen que sus cuerpos deben inscribirse en los parámetros de belleza preestablecidos de acuerdo con el género, así como adecuar su vestimenta a dichos parámetros. Esto tiene que ver con la manera en la que mujeres y hombres hacen sus cuerpos atractivos tanto en estructura como en comportamiento. Como lo señalé anteriormente en “Cancelación de la feminidad”, más allá de la mera estetización, subyace una simetría y estética de género (Vivero Marín, 2014). Este concepto involucra que no sólo existe una pretendida armonización impuesta a los cuerpos nacidos bajo las categorías Mujer u Hombre -incluyendo a los sujetos intersexuales- sino también una actuación de los roles de género, una adecuación de los comportamientos al género y un sometimiento de los deseos, todo lo cual se encuentra regulado ciertamente por la normativa de género. En ese sentido, el término que acuño, “estética de género”, difiere del de Butler, “estetización de género”, en tanto que no sólo me refiero a la demanda de ajustar los cuerpos a los parámetros sociales establecidos, sino también a la disciplina de los afectos en aras de “construir” un balance armónico acorde con el género. La “estética de género”, en ese sentido, no propone una ruptura de los parámetros de equilibrio y armonía presupuestos en la “belleza” que de ellos se genera; tampoco alude a una subversión de los valores androcéntricos, heteronormados y heteropatriarcales como lo apunta la estética feminista, sino al ajuste armónico de la interioridad subjetiva por medio de la simetría genérica. Así pues, llamo “simetría genérica” justamente a la pretendida armonización impuesta a los cuerpos nacidos bajo las categorías hombre o mujer, y aun a aquellos sujetos intersexuales a quienes se les obliga en determinado momento de sus vidas a definirse como una u otro, y la actuación de los roles, la adecuación de las conductas y el encauzamiento de los deseos de acuerdo con la normativa de género. En ese sentido, el término que acuño se refiere no sólo a la exigencia de ajustar el cuerpo a los parámetros socialmente establecidos, sino también a la disciplina de los afectos para “construir” un todo “equilibrado” de acuerdo con el género asignado.

La estetización y la estética de género, por lo tanto, obligan a los cuerpos, particularmente al femenino, a ajustarse a ciertos aspectos de belleza, tales como los promueve la cirugía plástica. Construido y reconstruido, el cuerpo femenino, bajo esta impronta, es visto y tratado como un objeto que debe ser relocalizado continuamente.

Debido a ello, las mujeres, las no-mujeres, los hombres, los no-hombres, lxs trans, lxs sujetos queer y lxs intersexuales, performan el género de tal manera que sean nombrados o no como femeninos. Es decir, toda la actuación tiene que ver con el hecho de desear ser percibido e identificado ya sea como “femeninos” o “no femeninos”, de acuerdo con el estándar masculino hegemónico. Así, los sujetos deben seguir tanto la hexis corporal, como la nombra Pierre Bourdieu (Bourdieu en McDowell, 2000), como cierta corporalidad si desean que sus vidas sean consideradas viables (Butler, 2006).

¿Cómo podemos entonces, desconstruir la hegemonía de género? Es más, ¿podemos desconstruirla? Para (Rosi Braidotti, 2009), (Donna Haraway, 1995) y otras feministas como (Sayak Valencia, 2010), lo posthumano y transhumano proponen una postidentidad, la cual permitiría desconstruir el género. Esto significa que la tecnologización del cuerpo y la corporeización de la tecnología son vistas como vías de transformación donde la figura cyborg es central.

Modificado el cuerpo y manipulado por la tecnología, los sujetos pueden ir más allá de los límites de su condición corporal y, en consecuencia, pueden desarrollar formas distintas de estar en el mundo, u otros mundos. Sin embargo, la pregunta sigue permaneciendo: ¿es posible hablar de una tecnología libre de género (a gender-free technology)?

Retomemos aquí la propuesta de (Haraway, 1995): el conocimiento es situado. Partiendo de esta premisa, en tanto que como sujetos que tenemos cuerpo mediante el cual percibimos el mundo e incorporamos las experiencias de acuerdo con nuestros aspectos sociales e individuales diferenciados, el conocimiento que adquirimos y, sobre todo, la manera en la que lo procesamos, da paso a una epistemología específica. De tal suerte que ni la ciencia y el conocimiento científico, que de ella deriva, están exentos de género.

Hay varios ejemplos que comprueban la sentencia anterior: en Guadalajara, México, los investigadores de CUCEI están construyendo un robot femenino, cuyo propósito es atender a otros: niños, ancianos y enfermos (La Gaceta, 4). Por su parte, el CINVESTAV, el Centro de Investigación del IPN en Guadalajara, ha construido otro modelo robótico femenino cuyo propósito, una vez más, tiene que ver con el servicio y atención a los ancianos, los enfermos y con la realización de las tareas domésticas (2011). Por ello, podemos afirmar que ni la transformación, la reconstrucción o el reacomodo del cuerpo femenino garantizan la desconstrucción del género porque la tecnología está generizada.

Por otro lado, y en respuesta paralela a esta tecnologización del cuerpo, encontramos la propuesta de la narrativización donde el sentido de ficcionalidad y la primacía del lenguaje son puntos centrales de la discusión. De ahí que, la narrativización, y las narrativas derivadas de ella, son retomadas en su capacidad esencial para aprehender el mundo: la narrativización. En efecto, uno de los papeles destacados de las narrativas es la facultad de conocer el mundo por medio del acto de narrar. Al ser capaces de construir relatos con una secuencia determinada, en la que los hechos son presentados a través de personajes ficcionalizados (reales o literarios), se permite a los sujetos dar coherencia al mundo que los rodea y disminuir su angustia ante lo desconocido ya que es capaz de externalizar sus miedos mediante la proyección: “El cuento [en este caso, la narración] nos transmite la idea, desde su principio y, a través del desarrollo de su argumento, hasta el final, de que lo que se nos dice no son hechos tangibles ni lugares y personas reales” (Bettelheim, 1988: 88). Cuando se narrativiza el mundo, se le dota de un sentido aprehensible que puede ser integrado por el sujeto (ya sea a través de cuentos, novelas, pero también otros productos narrativos como los relatos o incluso las series de televisión) para ordenar el mundo interior y para volver más asequible la realidad que rodea a los sujetos:

Cuando escucha un cuento, el [sujeto] recoge ideas sobre cómo poner orden en el caos de su vida interior. El relato sugiere no sólo el aislamiento y la separación, por parejas de contrarios, de los aspectos dispares y confusos de la experiencia [...], sino también su proyección en distintos personajes (Bettleheim, 1988: 106).

De esta manera, la narrativización juega un papel fundamental en el desarrollo psíquico y epistemológico de los sujetos, pues por medio de ella les da una coherencia lógica a los acontecimientos que se presentan en el día a día, volviéndole más manejable y comprensible sus propios temores:

El cuento embarca al [sujeto] en un viaje hacia un mundo maravilloso, para después, al final, devolverlo a la realidad de la manera más reconfortante. Le enseña lo que el [sujeto] necesita saber en su nivel de desarrollo: el permitir que la propia fantasía se apropie de él no es perjudicial, puesto que no se queda encerrado en ella de modo permanente (Bettelheim, 1988: 90).

Al acercar a los sujetos a esos otros mundos interiores posibles, se lleva a cabo la externalización de una serie de proyecciones y de deseos, trayendo como consecuencia, en primer término, la aceptación de las experiencias internas y, en segundo término, la consideración de que estas experiencias pueden ser no sólo posibles, sino sobre todo reales y, por lo tanto, vivibles.

Narrar la vida (propia o ajena), narrar la vida de otros y, en fin, narrar el cuerpo y el mundo interno y externo, es llevar a cabo un proyecto de aprehensión del mundo y crear, de manera real, posibilidades de existencia que sí son posibles más allá de la página, pues, finalmente, todo es lenguaje, incluyéndonos.

Así, frente a la propuesta por la tecnologización del cuerpo en su sentido más radical por manipulación extrema de la corporeidad, se presenta la alternativa de narrativización y ficcionalidad del yo por medio de las tecnologías del género. Si bien, en todo caso, ya sea de manera radical o no se transforma el cuerpo y se le dota de plasticidad, en la segunda propuesta es el lenguaje, en todas sus dimensiones, quien finalmente construye, reconstruye y reconfigura los cuerpos. Por ello, la propuesta de Pinina Flandes resulta reveladora, como a continuación señalo.

Pinina Flandes e Hipólita: la oposición al discurso hegemónico desde cuerpos feminizados

Cuando en 2015, Yecid Calderón fue invitado a participar como ponente en el XVII Encuentro Internacional de Género, convocado por el Centro de Estudios de Género en el marco de las actividades de Fil Académica llevadas a cabo durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, las expectativas en torno a su peformance eran muchas. Y es que Yecid, en algunos escenarios académicos y no académicos, da a conocer a Pinina Flandes, nombre con el que ha bautizado a esa parte femenina que asume su cuerpo para mostrarse al mundo. No es Pinina, de ninguna manera, un alter ego de Yecid, tampoco es un desdoblamiento de su feminidad; más bien, Pinina es una otra que habita el cuerpo de Yecid y lo transforma cuando desea pasearse por el mundo. En términos de narrativización, Pinina es una ficcionalización de lo femenino de Calderón, expresada abiertamente por medio de una performance.

Por algunas circunstancias, quizá inconscientes, quizá meramente circunstanciales, Yecid no logró traer al Encuentro a Pinina, aunque sí lo hizo posteriormente en una plática académica que sostuvo en la Universidad Pedagógica Nacional, unidad Guadalajara. Desplegada en su majestuosidad, Pinina pudo ser en ese otro escenario académico y logró dialogar de manera muy distendida y provocadora con los/las participantes de ese encuentro.

A partir de ahí, y de manera muy especial, he seguido los pasos de Pinina y de Yecid a través de Facebook. Lo que ambos muestran por esa ventana virtual, y los posts reflexivos que en ocasiones cuelgan en su muro, han llamado mi atención por varios motivos: uno, por la flexibilidad que tiene Pinina de salir al mundo en circunstancias diversas tanto en Colombia, su país de origen, como en otras latitudes como en México, sin que a Yecid le cause conflicto alguno alternar con Pinina su estar-en-el-mundo; dos, porque a través de Pinina-Yecid se concretan posibilidades de actuación que no se ajustan al binarismo de género, ya que Pinina-Yecid, tal como sucede con Conchita Wurtz, se asumen rostro masculinizado (exhibiendo una barba exuberante con su respectivo bigote) con accesorios feminizados (turbantes, aretes, bolsos, tacones), en un cuerpo relativamente andrógino (sin musculatura ostensible o curvas remarcadas); tres, porque en el cuerpo de PininaYecid se pone en marcha un programa transfeminista descolonial que ejecuta la reivindicación de la multiplicidad, más allá del género mismo, por lo que intenta desembarcar la “colonialidad del ser” (por colonialidad del ser Valencia entiende la sugestión al binarismo de género impuesto por la epistemología eurocéntrica a los sujetos amerindios que fueron conquistados; cfr. 2015) al evidenciar que éste, el género, es justo una construcción epistémica eurocéntrica que obstaculiza la expresión de otras posibilidades de existir; cuatro, el discurso de Yecid, en ocasiones muy ligado a la voz de Pinina, de asumirse sujeto ficcional y, en consecuencia, cuerpo de ficcionalidad. Así, la reflexión vertida por Pinina y referida por Yecid en su muro nos deja ver esta asunción plena y consciente del carácter ficcional como sujeto y cuerpo:

Señoras, señores, señoraes feministas y elegebeteras clásicas de academia: lo trans no se reduce a trabajo de campo, no se reduce al tópico que ustedes han creado como si fuera un lugar para hacer etnografías. Basta de etnografiar a los sexualdiversos. Nosotres, todes, podemos provocar nuestras propias ficcionalidades. Somos centro de gravedad de nuestras propias narrativas. No creemos en la etnografía, sino en la ficcionalidad de quien nos comparte, desde su diferencia no sexual diversa, la voluntad de su encuentro en aquellas otras cosas en las que sí nos parecemos (Pinina Flandes) (Muro de Facebook de Yecid Calderón, posteado el 29 de marzo de 2016).

De este modo, la discursividad de Pinina se empata con el saber de Yecid para generar un conocimiento basado en la teoría descolonial y postgenérica, el cual abreva de voces diversas, entre ellas la de Maya Aguiluz y la propia Donna Haraway, apelando abiertamente a la plasticidad de los cuerpos no sólo como actos performativos, sino incluso en un sentido cyborg, palimpséstico y ensamblables cual si fueran piezas de lego:

Un día comprenderemos que el conocimiento sobre la diferencia no tiende puentes sobre abismos, por el contrario, salta, mediante el acto de la comprensión, sobre la fractura fundamental del “lejano prójimo”, como dice Maya Aguiluz, mi directora de tesis doctoral, en su libro que lleva este mismo título. Esa diferencia que se cuece no sólo desde las distinciones, de varios órdenes, que recaen sobre los cuerpos como marcadores de opresión (raza, clase, género, sexualidad, edad, etc.) no se salva desde el discurso homogenizante que intenta explicar en el análisis.

El método va por otro camino, se trata de otro modo del conocer, de otra tendencia menos establecida con respecto al modelo epistémico dominante de la modernidad-colonialidad-heteropatriarcal. Para mí y otros apasionados por saber qué es el tejido del que formamos parte y qué seamos nosotres mismes como “centros de gravedad narrativa”, como “nodos de ficcionalidades”, ya no definimos desde lo universal sino que apelamos al encuentro de las múltiples formas de comprendernos, palimpsestos-cuerpo, que comulgan en ciertos modos de interpretación y que se separan en ciertos otros.

Pienso algo más en relación con lo cyborg de Haraway: estamos hechos de estrellas, dice Coldplay, y sí, hechos de residuos, de múltiples partes, con posibilidades monstruosas de anclarnos con otras partes y de varias maneras. Sujetos-cuerpas palimpsestos abiertos al ensamble y a la constante re-organización de las partes de las que estamos hechos, en la contingencia de devenir lego (Muro de Yecid Calderón de Facebook, 30 de marzo de 2016).

La propuesta de Pinina Flandes y de Yecid Calderón es subversiva ya que recupera la capacidad de narrativización de los sujetos para crear y construir sus propios centros discursivos, sus propias ficcionalidades, sus propias formas de existir cotidiano para escapar, por fin, de la “colonialidad del ser”.

Por su parte, el personaje de Hipólita de la novela El beso de la liebre (2012), de la escritora mexicana Daniela Tarazona, también busca romper con los paradigmas eurocéntricos, impuestos en este caso desde lo que denomina una “colonialidad del espíritu”. Retomando las palabras de Dorotea Gómez (2015) en torno a la necesidad de hablar no sólo de las diversas sexualidades, subjetividades, corporalidades, sino también de las diversas espiritualidades, nombro “colonialidad del espíritu” a la imposición teológica judeocristiana durante el proceso de conquista y la época colonial en Latinoamérica y que se extiende, hasta nuestros días, por medio de las prácticas y rituales religiosos, los discursos emanados de las cúpulas de poder diocesano y la falta de disociación entre el poder eclesiástico y el poder político.

De esta manera, al referirme al término “colonialidad del espíritu”, pienso en una visión hegemónica religiosa que, lejos de recuperar el sentido último de la espiritualidad cristiana, se limita a reproducir imperativos religiosos que terminan estableciendo una hegemonía espiritual alejada de la libertad del ser-en-sí.

Por ello, en la novela de Tarazona, Hipólita representa justamente al sujeto en oposición continua con los designios de un Dios que, por lo demás, no se aleja mucho de la representación de los dioses griegos y romanos, pues dicho Dios tiene sus motivaciones no en la misericordia, sino en sus propios caprichos y gustos. Hipólita, quien viene al mundo en circunstancias rebeldes a la sentencia divina impuesta sobre Eva pues su nacimiento se produce sin dolor alguno y, por ende, su madre descubre el cuerpo de la pequeña a su lado sólo cuando despierta de un largo sueño, comienza su vida en medio del abandono y de la vulnerabilidad absolutas: la madre, al no tener leche con qué alimentarla y carecer de los medios para contratar a una nodriza, decide abandonarla a su suerte en el bosque.

Guillermo Thompson, un ex soldado de la Primera Guerra Mundial, descubre a Hipólita y la acoge como su hija. De esa manera, Guillermo se convierte en un hombre elegido por Dios para criar a Hipólita quien, a su vez y de acuerdo con los signos extraordinarios que suceden al nacimiento de la niña, es considerada por su madre como hija de Dios mismo. Guillermo Thompson se asume, pues, padre privilegiado y cría a Hipólita hasta que un día ella decide abandonarlo e ir a la ciudad a cumplir los designios que Dios le ha encomendado. Sin embargo, una vez que el mensajero de Dios le otorga los dones que éste le ha asignado para cumplir con su misión de administrar justicia y defender la ciudad de la guerra, Hipólita decide no obedecer a su padre divino tras la obnubilación que padece por el amor.

A partir de ahí, de ese primer instante de enamoramiento que le muestra su propia decadencia, Hipólita decide no seguir los mandatos de Dios y se suicida, ya que se resiste a sentirse vulnerable a causa del enamoramiento y a obedecer las órdenes de su padre de hacer justicia en la sociedad de los hombres (Dios es, en realidad, el padre de Hipólita). Sin embargo, Dios, que se muestra colérico ante la actuación de Hipólita, envía de nuevo al mensajero para que la resucite y, desde ese momento, se entabla una relación tensa y conflictiva entre Hipólita y Dios, ya que ella estará resuelta a cumplir su deseo de morir a costa de la voluntad de Dios. Es por ello que Hipólita una y otra vez se suicida, de las formas más variadas posibles en aras de garantizarse la no resurrección, y una y otra vez Dios envía a su mensajero para que la resucite y la obligue a cumplir su destino. Es aquí, en esta lucha entre Hipólita y Dios, donde observamos la oposición de la protagonista a ajustarse a la hegemonía de la espiritualidad cristiana, ya que no sólo resiste a cumplir el mandato de establecer la justicia y la paz, sino que, además, el amor (centro del mensaje de Cristo) lejos de permitirle trascender sus propios deseos, la condena a la debilidad de la bondad, de la cual se esfuerza en huir.

Hipólita al suicidarse comete, asimismo, un acto contra Dios imperdonable, pues, de acuerdo con la cosmovisión católico-griega, nadie más que Dios puede quitar la vida a los seres humanos. Por ello, al ser Hipólita hija de Dios y cometer suicidio, lo que lleva a cabo es un parricidio, pues mata en ella la esencia divina del padre. Esta rebeldía de Hipólita es considerada por Dios como una afrenta a su orgullo y es por esa razón por la que decide resucitarla tantas veces como sea necesario, pues quiere hacer entender a Hipólita que sólo él, en tanto Dios, tiene la potestad sobre su vida y sobre su cuerpo, el cual por cierto es reconstruido por el mensajero:

En aquella batalla no hubo un solo sobreviviente. Hipólita también murió, decapitada por un soldado de alto rango.

Después, la cabeza de Hipólita rodó por sí misma, buscó su cuerpo; su corazón se exprimió hasta quedar seco y se llenó de vuelta con aquella sangre única. Hipólita se puso de pie. El único daño que podría contar de aquella batalla es que su cabeza habrá sido en algún momento más veloz que el corazón o que el cuerpo, y se había colocado desalineada sobre el cuello. En la tarde, tras un baño que le recompuso la piel opacada por la muerte, Hipólita observó su nuevo defecto, ahora parecía que su barbilla procuraba el lado derecho de todas cosas que veía (Tarazona, 2012: 127).

El cuerpo de Hipólita sufre, es verdad, en una suerte de castigo ante su implacable rebeldía, pero su decadencia o su deformidad no la llevan nunca a morir por completo, pese a que incluso imagina y ejecuta formas espectaculares de morir para impedir así que su cuerpo pueda ser recompuesto. Sin embargo, Dios, omnipotente, dota al mensajero de todo lo necesario para resucitar el cuerpo de Hipólita. De ahí que la plasticidad del cuerpo de la protagonista no habla nuevamente de un cuerpo reconstruible de acuerdo con los designios del patriarcado y, aun cuando Hipólita resista con todas sus fuerzas a ajustarse a ese imperativo, no logra desarticularse lo suficiente para no ser rearmada y puesta, incesantemente, al servicio de los otros. Hipólita es, pues, un cuerpo en fuga que se opone a los roles de género tradicionales de sumisión y obediencia a la ley del padre, performando otras maneras que la llevan a morir por lapsos breves de tiempos que resultan para ella placenteros, pues le permiten experimentar el descanso de haber escapado al discurso patriarcal: “No había en ella el agradecimiento de la víctima, sino lo opuesto, se trataba de la despedida, del abandono de lo que había sido, y en ello Hipólita saboreaba el descanso” (Tarazona, 2012: 126).

De esta forma, la protagonista se opone a la colonialidad del ser y del espíritu hasta que, finalmente, Dios se cansa de su rebeldía, para él inexplicable, y le permite morir. Si bien es cierto que la autorización proviene de nuevo de un deseo divino y de su voluntad de dejarla ir del mundo de los vivos, también es verdad que, al final, Hipólita logra su objetivo y su tenacidad la lleva a realizar el viaje a ultratumba que, significativamente, se asemeja mucho más al lugar de descanso griego que al paraíso cristiano:

  • Dios dijo desde lo alto, implacable:

  • -No has podido adaptarte a la sociedad de los hombres. No has servido a la justicia por estar perdida dentro de ti misma (Tarazona, 2012: 227).

  • La recibieron dos muertos y cada uno la tomó de una mano para internarla en aquel campo donde el sol no dejaba de brillar. En el Más Allá no existía la noche.

  • El que la llevaba de la mano derecha le besó la frente y le habló:

  • -Te esperábamos, eres bienvenida.

  • La mujer que sostenía su mano izquierda le pidió que no tuviera miedo.

  • -Estás en un sitio donde es imposible lamentarse. No hay aquí ninguna de las penas existentes en la tierra de los hombres, ni las del sitio donde naciste. Estás en ninguna parte, Hipólita Thompson.

  • Cuando terminó de hablar, estornudó y el rostro se le despegó de la cabeza, como si fuera una máscara (Tarazona, 2012: 234).

Como se observa, Dios desiste de que Hipólita cumpla su misión y acepta que no se ha adaptado a la sociedad de los hombres, lo cual confirman las voces de los muertos que le refieren que ahí, en el Más Allá, no existen las penas como en la tierra de los hombres, por lo que debe interpretarse ese término, hombres, como varones heterosexuales que performan el género de acuerdo con la heteronorma. Por ello, resulta altamente simbólico el hecho de que la mujer que le habla a Hipólita, pierda su rostro para quedar sólo como una entidad sin rasgos definitorios, lo cual terminará sucediendo con la misma Hipólita que pierde, al final, su cuerpo. Hipólita Thompson logra así fugarse por completo.

Conclusión

Los cuerpos en fuga, en espacios de resistencia al discurso hegemónico de la corporalidad, se convierten en armas políticas al ubicarse como ficcionalidades que, como tal, se construyen, reconstruyen, transforman y reconfiguran. Su plasticidad es viable por las tecnologías del género y por su conciencia como sujetos armables que pueden moverse en libertad de acuerdo con su proyecto de desestabilización genérica.

De esta forma, los proyectos descoloniales como el de Pinina Flandes o de representación literaria como Hipólita, nos hablan de narrativas distintas donde la colonialidad del ser y la colonialidad del espíritu son evidenciadas para someterlas a reescritura desde las realidades latinoamericanas. Así, al generar otras formas de existir cotidiano para los cuerpos que se oponen a la hegemonía de los discursos heteropatriarcales y al binarismo de género, se rompen los límites, las fronteras y los bordes para comenzar a construir nuevas alternativas diversas y múltiples.

Los cuerpos móviles, flexibles, fluidos, plásticos, son, por todo ello, resignificados y colocados visiblemente en los distintos escenarios por donde transcurre la vida para imaginarnos sujetos otros, distintos, pero, sobre todo, libres.

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Recibido: 05 de Abril de 2016; Aprobado: 08 de Julio de 2016

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