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La ventana. Revista de estudios de género

versión impresa ISSN 1405-9436

La ventana vol.5 no.41 Guadalajara ene./jun. 2015

 

La teoría

Dilemas analíticos en torno a la categoría de “cuidado”1

María Andrea Voria* 

* UBACYT de la Universidad de Buenos Aires (Secretaría de Ciencia y Técnica) Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC). Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico: andreavoria@gmail.com


Resumen:

A partir de la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral, la división sexual del trabajo se vuelve problemática, en tanto las demandas de “cuidado” continúan siendo ineludibles para el sostenimiento de la vida. La devaluación social del “cuidado” en nuestros países -donde el Estado es subsidiario en relación al “cuidado” de la ciudadanía-, es resuelta, en el mejor de los casos, a partir de la externalización y mercantilización de los servicios de cuidado a mujeres subordinadas en términos de género, clase, etnia, etc. Así, me propongo problematizar sobre la categoría “cuidado”, para poder dar cuenta de los distintos tipos de relaciones que se establecen, en términos de explotación, transferencia y externalización. El “cuidado”, en última instancia, pone en tensión las luchas por la autonomía de las mujeres, a partir paradójicamente del reconocimiento de la vulnerabilidad humana como constitutiva del ser vital y político.

Palabras clave: división sexual del trabajo; género; cuidado; servicio; explotación

Abstract:

Since the moment women have massively entered the labor market, the sexual division of work has become problematic as the demands of “care” continue to be an unavoidable issue for life. The social devaluation regarding “care” in our countries - where the Estate is a subsidiary in terms of care towards society - is solved, in the best cases, with the externalization and mercantilism of care services for women who are subordinated for their gender, social class, ethnic background, etc. Thus, my objective is to discuss about the category of care, aiming to account for the various types of relations established in terms of exploitation, transfer and externalization. Care, as a whole, puts forward the existing tension in the struggle for women’s autonomy by paradoxically acknowledging the human vulnerability as an essential part of the vital and political being.

Keywords: sexual division of work; gender; care; service; exploitation

Introducción

Abordar el análisis de la categoría “cuidado” supone pensar el modo en que hombres y mujeres sostenemos la vida en el marco de sociedades patriarcales capitalistas, tanto en lo que se refiere a la producción económica como a las tareas de cuidado. Sin embargo, ha sido una categoría tradicionalmente descuidada (por no decir, invisibilizada, naturalizada, ocultada), en consonancia “con una visión de la familia como un solo grupo de interés y como agente de cambio” (Hartmann, 2000: 17).

Por el contrario, la categoría “cuidado” -por lo menos entendida en los términos que proponemos a continuación- es una dimensión de análisis que nos lleva a pensar la familia como lugar de conflicto y de disputa de intereses. Así, tanto los estudios de género, el pensamiento feminista, como el movimiento de mujeres han colaborado -tanto desde la acción política como desde la producción académica- en desnaturalizar el “cuidado” como un don, como un “regalo” de las mujeres hacia las personas dependientes (niños/as, enfermos/as, ancianos/as o discapacitados/as), otorgándole la categoría de “trabajo” y cuestionando la transferencia unilateral de dicho rol a las mujeres en tanto esposas, madres y amas de casa.

Tal es la envergadura de los problemas del trabajo y de la organización familiar que autoras como (Aguirre y Batthyány, 2007) consideran que dichas temáticas se encuentran en el centro de la nueva cuestión social. En este sentido, la relevancia del tema radica, por un lado, en el debate conceptual sobre la noción de “cuidado” como herramienta analítica, con sus alcances, ambigüedades y limitaciones; así como por el otro, en la demanda de políticas públicas universales de “cuidado” como derecho de ciudadanía, tras el embate que ha sufrido la región latinoamericana a fines del siglo XX a partir de la implementación de políticas de corte neoliberal y del consecuente retroceso del Estado.

En palabras de Montaño, “la llamada crisis del cuidado no es otra cosa que un síntoma de emancipación de las mujeres” (Montaño, 2010: 26). Es decir, que la incorporación masiva de las mujeres a la vida pública de nuestra sociedad -a nivel educativo, político y del mercado de trabajo- le ha impreso tal urgencia al tema, que el sostenimiento de la vida a nivel de las demandas de cuidado de nuestros hogares se ha vuelto un terreno de disputa tanto a nivel de las relaciones personales, como en términos de demandas de derechos y ciudadanía.

Para María Jesús (Izquierdo, 2008), lo que ha entrado en crisis es la división sexual del trabajo. Obtener ingresos ha dejado de ser una responsabilidad exclusiva de los hombres. Así lo demuestra la reciente historia argentina en el marco de la crisis de 2001, donde ante la urgencia de garantizar la supervivencia del grupo familiar, las mujeres se incorporan masivamente al mundo del trabajo, generando movimientos tanto a nivel subjetivo como colectivo, que han llevado a las mujeres a cuestionarse si la atención a las personas es una responsabilidad exclusiva de ellas.

Una vez que las tareas de cuidado aparecen, no ya como una responsabilidad unilateral de las mujeres, sino más bien como un terreno en disputa sobre el tiempo y las posibilidades vitales de los sujetos femeninos y masculinos, el cuidado pasa a ser una tarea devaluada al volverse un servicio crecientemente mercantilizado, desempeñado comúnmente por mujeres pobres, migrantes, etc., tornándose así “una cadena de devaluación de las actividades de atención a las personas en la que las mujeres son un instrumento” (Izquierdo, 2008: 10). Reforzado esto, a partir del carácter subsidiario que han desempeñado los estados de la región en términos de políticas públicas universales de cuidado.

Nuestra invitación consiste en abordar el estudio de la categoría “cuidado” en términos de la sostenibilidad de la vida humana de un modo relacional, en su voz activa y en su voz pasiva. Se trata tanto de cuidar (incluso cuidarse a sí misma/o), como de ser cuidada/o, en distintos grados, dimensiones y formas a lo largo del ciclo vital. Cuestionamos, así, el par autonomía/dependencia sobre el que tradicionalmente se ha sostenido el concepto de “cuidado”, para reclamar por el de interdependencia social: “las personas no somos autónomas o dependientes, sino que nos situamos en diversas posiciones en un continuo de interdependencia” (Pérez Orozco, 2006: 14).

Nos proponemos, entonces, problematizar analíticamente sobre la categoría “cuidado” de modo de poder dar cuenta de la amplitud de situaciones vitales que se despliegan para hacer frente a la “crisis de los cuidados”2, que suelen incluir relaciones de transferencia, explotación, externalización, comúnmente invisibilizadas, así como cuestionarnos hasta qué punto este nuevo entramado de relaciones sociales nos acerca a la democratización de las tareas de cuidado, o por el contrario, se basa en los mismos ejes de desigualdad social e invisibilidad de trabajos y agentes sociales que presentaba el modelo de partida (Pérez Orozco, 2006).

Escritura situada

Al comienzo de su artículo “Tess y yo: la diferencia y las desigualdades en la diferencia”, Tamar Pitch se sincera diciendo, “Mientras escribo este ensayo, mi muchacha filipina limpia la casa...” (Pitch, 2006: 205).

Trazando un paralelismo, más allá de las distancias temporales y geográficas, debo decir que, mientras escribo este artículo, Paula se encarga de cuidar a mi pequeña hija de un año y de las tareas domésticas. Tal como en su momento fue el caso de Pitch, mi situación no tiene nada de especial, en relación a otras mujeres latinoamericanas profesionales de clase media con hija/os3.

En aquel momento Pitch decía:

Hace ya bastante tiempo que la emancipación de las mujeres italianas se apoya en el trabajo doméstico y de cuidado de mujeres que provienen del sur del planeta: la casa, los niños, los viejos y los enfermos se encuentran al cuidado de cuidadoras... Ello revela, entre otras cosas, que nuestra emancipación es aún precaria, ilusoria y permanece irresuelta (Pitch, 2006: 205).

Nada muy distinto sucede hoy en Argentina y en gran parte de América Latina, donde entre los sectores más favorecidos la mercantilización del trabajo doméstico -bajo distintas modalidades- resulta ser una válvula de escape frente a la persistente brecha entre la oferta pública y la demanda emergente de servicios de cuidado (Faur, 2010) por parte de madres y padres, ciudadanas y ciudadanos que participan del mercado de trabajo o, en su defecto, buscan trabajo.

De acuerdo con las cifras ofrecidas por Eleonor Faur, la matrícula en jardines de infantes y maternales para el año 2006 alcanza los 100 mil niños/ as, lo que representa el 40% de la población de entre 0 y 5 años de la Ciudad de Buenos Aires -ciudad donde yo vivo-. Sin embargo, el 55% de esa matrícula es cubierta por la expansión de servicios privados. La cobertura estatal, por su parte, se concentra, según datos para ese mismo año, en la sala obligatoria de 5 años (39,1%), y se expande principalmente hacia las salas de 4 (32,7%), mientras menos del 8% corresponde a niños/as de entre 45 días y 2 años, lo que equivaldría a la pequeña cifra de 3600 plazas4.

Mi pequeña hija es una de las afortunadas que este año 2012 ocupa una vacante en sala de 1 año, gracias a nuestra cercanía a un jardín maternal dependiente del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y a que yo -su madre- trabajo (mejor dicho, participo activamente del mercado de trabajo).

Así, las prioridades de acceso para esta jurisdicción se basan en la proximidad domiciliaria, en la continuidad respecto al año anterior, en la presencia de hermanos/as mayores en el establecimiento, y en que la madre (más que el padre) se encuentre inserta en el mercado de trabajo.

Según este último criterio, las mujeres somos percibidas por parte de la gestión educativa como las responsables de conciliar las responsabilidades laborales y familiares (Faur, 2010), con los costos que esto supone para nuestro recorrido vital, en términos profesionales y personales. De manera indirecta, el Estado afirma así su función subsidiaria respecto a la función del cuidado de la población dependiente (Esping-Andersen, 1990), adjudicando a las mujeres la responsabilidad última sobre esta función, tanto por medio de la legislación vigente como el diseño de políticas (Pautassi, Faur y Gherardi, 2004), con las implicancias que ello acarrea sobre el ejercicio activo de nuestra ciudadanía.

Es decir,

[Es decir] si bien es indudable que tal patrón responde a una pauta cultural de las sociedades latinoamericanas, el hecho que el Estado la refuerce por medio de la legislación y las políticas, y asigne a las mujeres una doble función en el mismo acto en el cual regula las relaciones entre trabajadores/as y empleadores/as es por demás significativo (Pautassi, Faur y Gherardi, 2004: 40).

En este sentido, para Laura Pautassi se trata de:

Trascender el debate para proponer derechos integrales y no un reconocimiento del derecho al cuidado como derecho particularísimo, y por ende atribuible a las mujeres, en la convicción que sólo en la medida que se lo incluya como un derecho propio y universal (para quienes deben ser cuidados como para quienes deben o quieren cuidar) se logrará un importante avance, tanto en términos de reconocimiento de aquello hasta hoy invisibilizado, como en términos de calidad de vida ciudadana (Pautassi, 2007: 7).

Más allá de la suerte (mejor sería hablar en términos de derechos y no de fortuna), debo reconocer que con esa plaza en el jardín maternal de nuestro barrio, mi pareja y yo sólo resolvemos 3 horas de nuestro día en pleno horario laboral. De modo que no encontramos más opción que plantear una estrategia mixta de cuidado, que incluye el jardín maternal público y gratuito, junto con los servicios de cuidado brindados por Paula que completan nuestro horario laboral fuera de nuestro hogar.

Existen varias implicancias respecto a esta estrategia. Por un lado, pone en evidencia, tal cual advierte Faur, que la propuesta educativa del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires es una propuesta pedagógica, y no de cuidado, contraponiendo o valorando una opción en detrimento de la otra. Sin embargo, ¿por qué se contrapone cuidado a educación desde la gestión educativa? ¿Cómo es posible educar a nuestras/os hijas/os sin dar respuesta a sus necesidades de cuidado básicas? Vemos así que la devaluación del cuidado se expresa también a nivel de la gestión pública, en tanto que aquello que suponga dar respuesta al cuidado, afectará negativamente la calidad de la educación brindada. Me pregunto, ¿Es posible sostener esta fantasía en la cotidianidad de los hogares?

En el escenario de mi hogar, cada día nos enfrentamos al caso que Paula no pueda concurrir a su trabajo, con lo cual uno de los dos deberá renunciar a ir al suyo, mientras el otro estará habilitado a concurrir. ¿Quién se queda en casa? ¿Cómo valoramos la urgencia y, así la importancia de lo que hacemos y dejamos de hacer? ¿Cómo se pone en juego diferencialmente la culpa en términos de género?

Si la búsqueda de soluciones a estos dilemas cotidianos se circunscriben, así, al plano de la pareja -frente a un Estado netamente subsidiario en lo que respecta al cuidado de la población dependiente- terminamos generalmente en un juego de suma cero donde uno/a gana lo mismo que pierde el/la otro/a. Los juegos de suma cero, se tratan según Elster (1986), de juegos de puro conflicto, a los que le añadimos el componente de género que hace aún más explosiva la disputa, en respuesta a nivel subjetivo y relacional a que la división del trabajo, como decía Izquierdo (2008) unas líneas más arriba, ha entrado en crisis.

Por tanto, Paula resulta una válvula de escape para nuestra vida cotidiana, para nuestra relación de pareja y, ahora, para la familia en la que nos convertimos. Nosotros a cambio, cumpliendo con la ley 5 hemos blanqueado su trabajo, con los aportes correspondientes. Poco para tanto...

A esta altura el lector o la lectora se preguntará con qué sentido plasmar aquí este relato, que no se distingue de cualquier otro relato sobre la situación de parejas de jóvenes profesionales de clase media con hijos/as, y que seguramente no se equipara a la situación que enfrentan a diario las mujeres pobres jefa de hogar de nuestra región. Sin embargo:

¿Tiene sentido “callar” esas condiciones en pos de una autoría fantasmal? Nuestras escrituras están atravesadas por inquietudes profesionales, por los conflictos de las universidades de las que formamos parte, por el ritmo cotidiano, por la doble o triple jornada, por aquellos eventos de la vida (nacimientos, muertes, enfermedad) que ocurren mientras estamos escribiendo, en la escritura. Por los contextos políticos que atravesamos. Ahí se plasman. Esas condiciones también hacen al tempo de este proceso de investigación, discusión y escritura (Gutiérrez, 2011: 287).

Sosteniendo la vida en un sistema patriarcal capitalista

Considero necesario partir acerca del modo en que hombres y mujeres sostenemos la vida en un sistema patriarcal capitalista, el cual nos posiciona en una estructura de relaciones dependientes (pero no recíprocas), según una lógica de complementariedad, que se conforma bajo una doble dimensión: por un lado, la dimensión socio-económica que garantiza el sostenimiento de la vida en términos materiales a través de un sistema de inclusión/exclusión que genera relaciones de dependencia de carácter estructural; así como, por el otro, la dimensión psíquica-emocional que se constituye en el mecanismo por excelencia de orientación del deseo, en respuesta a las exigencias estructurales (Izquierdo, 2001b).

Esta doble estructuración del patriarcado hace que los procesos de transformación de las relaciones patriarcales entrañen dificultades añadidas, ya que cuestionan la raíz misma de la identidad de las personas, y no sólo el lugar que ocupan en el mundo (Izquierdo, 1998). De este modo, son estructuras que suelen reforzarse, una a la otra, con el objetivo de sostener la estabilidad del sistema, no sólo a nivel de posiciones sociales, sino de la conformación de deseos y aspiraciones (Voria, 2007).

Aclaremos que entendemos por estructura una matriz de relaciones entre posiciones, psíquicas y sociales, que crea relaciones de necesidad entre las mismas, y sólo es viable en la medida en que sean ocupadas por distintos sujetos. La posición social hombre es viable por la existencia de la posición mujer, y ambas posiciones quedan definidas por la división sexual del trabajo. De modo equivalente, la posición psíquica masculina es viable y se sostiene por la existencia de la posición psíquica femenina (Izquierdo, 2009).

Sin embargo, dichas posiciones no tienen realidad más allá de su sostenimiento a través de la performatividad de los sujetos (Butler, 1997, 1998), en el marco de una red de relaciones necesarias pero incompleta, en tanto no se fija en un conjunto estable de diferencias discursivas (Laclau y Mouffe, 2004). De modo que, al hablar de identidades de género, consideramos que toda identidad es relacional y que dichas relaciones tienen un carácter necesario, que se deriva de la regularidad de un sistema de posiciones estructurales de género (Voria, 2012), que toma la ordenación de la sexualidad como fundamento del orden social.

La performatividad de género supone que el sujeto es alguien que no puede ser sin hacer (Butler, 1997, 1998), de modo que cualquier fracaso en la formación de sujetos genéricos es un efecto de tener que formarse en el tiempo una y otra vez, abriendo un resquicio a posibles fallos o fisuras (Voria, 2011). En este sentido, Butler (1997) considera el performativo como una de las formas potentes e insidiosas en que el sujeto es llamado a devenir un ser social por medio de un conjunto de difusas y poderosas interpelaciones, y a la vez como un acto que puede devenir en un acto de insurrección, de cuestionamiento político y, en última instancia, de reformulación del sujeto mismo.

Es en la confluencia del sistema patriarcal y capitalista donde podemos pensar a nivel estructural el sostenimiento de nuestra vida material, a partir tanto de la división sexual del trabajo en el seno de la familia patriarcal, como de la división social del trabajo entre los propietarios de los medios de producción y los/as trabajadores/as. Que dichas relaciones se sustenten a través de nuestra práctica cotidiana, es lo que las vuelve tan precarias y a la vez tan consistentes (Izquierdo, 1998).

Justamente es la opresión de las mujeres en la modernidad la que muestra el nexo clave entre patriarcado y capitalismo. Las mujeres, a través de su trabajo doméstico, se convierten en piezas clave de la obtención de ganancias por parte de los capitalistas, en la medida que son ellas las encargadas de brindar los cuidados necesarios para el sostenimiento de la mano de obra trabajadora. Como señala Young, a través de este vínculo de explotación se transfiere, mediante un proceso sostenido, los resultados del trabajo de las mujeres en beneficio de los hombres. Estas relaciones se producen y reproducen a través de un proceso sistemático, pero no recíproco, en el cual las mujeres se dedican a mantener y aumentar el poder, categoría y riqueza de los hombres (Young, 2000).

Analizar la dimensión material del patriarcado supone, entonces, pensar desde una perspectiva de género no sólo el modo en que las personas producen sus vidas, sino también el tipo de relaciones sociales que establecen para producirlas; es decir, en qué consiste el trabajo, quién hace qué y para quién, cómo se recompensa el trabajo y cuál es el proceso social por el cual las personas se apropian de los resultados del trabajo, dado que esto nos permite vislumbrar las relaciones de poder y desigualdad entre los géneros, que desembocan en relaciones estructurales de explotación.

Por tanto, una lectura crítica a la noción de “cuidado” supone considerar las relaciones de explotación no sólo sobre las que se da respuesta a las necesidades vitales de las personas dependientes, sino también sobre las que se sostiene el sistema patriarcal capitalista imperante, que se niega en reconocer la vulnerabilidad constitutiva de la especie humana. En este sentido, para Young, “hacer justicia donde hay explotación requiere reorganizar las instituciones y las prácticas de toma de decisiones, modificar la división del trabajo, y tomar medidas similares para el cambio institucional, estructural y cultural” (Young, 2000: 93).

Reconsideraciones en torno al “cuidado”

En este apartado pondremos en discusión de un modo crítico una serie de consideraciones relativas al “cuidado” por parte de los estudios de género y el pensamiento feminista.

En primer lugar, propondremos una lectura crítica respecto a la consideración del trabajo doméstico como valor de uso y al trabajo remunerado como valor de cambio; en segundo lugar, al trabajo doméstico como de reproducción social y al trabajo remunerado como de producción social; y en tercer lugar, a la llamada “doble jornada de trabajo” de las mujeres.

Una consideración a problematizar es aquella que establece, incluso desde el pensamiento feminista, que el trabajo doméstico tiene valor de uso y el trabajo remunerado valor de cambio. En contraposición a esta idea, Izquierdo considera que el binomio valor de uso/valor de cambio no necesariamente coincide con el binomio trabajo doméstico/trabajo remunerado. Incluso, esta idea colabora en afianzar la concepción del trabajo doméstico como un fin en sí mismo, en el que la mujer no necesita nada de los demás y en el que, en cambio, los demás dependen de ella. De este modo, cuando los demás se refieren a ella como alguien que realiza un trabajo gratuito: “se produce la paradoja de que en la afirmación de su sometimiento se produce la afirmación de su omnipotencia, ya que se ignora que es un “ser-enrelación” al ignorarse el papel activo-productor del otro término, el marido, los hijos, o los padres viejos” (Izquierdo, 1999: 9). En consecuencia, al contrario de los análisis predominantes, para Izquierdo, el trabajo de las amas de casa no es ni remunerado ni gratuito, puesto que el ama de casa recibe los medios que hacen posible su subsistencia, aunque formalmente lo que reciba no sea a cambio de su trabajo.

Así también, la autora manifiesta su desacuerdo en la construcción teórica del binomio producción/reproducción, según el cual las mujeres llevan la carga del trabajo llamado reproductivo, mientras los hombres realizan el trabajo productivo.

Engels en el prefacio a la primera edición de El Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (2004) afirma que:

Según la teoría materialista, el factor decisivo en la historia es, en fin de cuentas, la producción y la reproducción de la vida inmediata. Pero esta producción y reproducción son de dos clases. De una parte, la producción de medios de existencia, de productos alimenticios, de ropa, de vivienda y de los instrumentos que para producir todo eso se necesitan; de otra parte, la producción del hombre mismo, la continuación de la especie. El orden social en que viven los hombres en una época o en un país dados, está condicionado por esas dos especies de producción: por el grado de desarrollo del trabajo, de una parte, y de la familia, de la otra (Engels, 2004: s/n).

En línea con el pensamiento de Engels, (Izquierdo, 1999) considera que tanto la producción como la reproducción social están presentes en ambas dimensiones de la vida: la del cuidado, y la de la provisión y defensa.

Por un lado, ¿qué mecanismos de reproducción social operan, además de en el ámbito del cuidado, en la actividad capitalista? El mecanismo fundamental de reproducción del sistema es la valorización del plustrabajo de los trabajadores por parte de los capitalistas. Incluso otros mecanismos de reproducción del patriarcado en el ámbito de la provisión, operan a través de la extensión e intensificación de la jornada laboral remunerada, así como la exigencia de disponibilidad de los trabajadores asalariados, dado que favorece y refuerza la división sexual del trabajo en la casa, volviendo incompatibles las actividades asalariadas con el trabajo doméstico (Izquierdo, 1999).

Por otro lado, ¿qué tienen de producción las tareas desempeñadas por las mujeres, según la división sexual del trabajo? Lo que las mujeres hacen no es necesariamente reproducir social o físicamente los seres humanos, porque reproducción quiere decir repetición de lo producido, y las mujeres están sujetas al cambio y también ellas mismas lo generan. Además, el hecho de atribuir la función reproductora a las amas de casa contiene una negación: implica suponer que los hombres no participan en la reproducción de la vida humana, o que las actividades que realizan los hombres no comportan reproducción física o social. En cambio, el acto de generación de la vida humana es un acto procreativo, porque no lo puede realizar una persona sola, y porque lo que se produce mediante la cooperación de dos, es un ser nuevo y diferente (Izquierdo, 1999).

La tercera cuestión a problematizar es la llamada “doble jornada de trabajo”, término que se utiliza para describir la naturaleza del trabajo que realizan las mujeres que se insertan en el mercado de empleo y continúan realizando el trabajo no remunerado en el hogar. La multiplicidad de roles que han asumido las mujeres, como perceptoras de ingreso en un empleo, como principales responsables de las tareas del hogar y del cuidado de los niños/as y las personas mayores, y como agentes activos en sus propias comunidades, las han llevado a buscar la manera de ajustarse a esta presión sobre su propio tiempo (Rodríguez Enríquez, 2007).

Sin embargo, para (Izquierdo, 1999), hablar en términos de “doble jornada” o “doble presencia” de las mujeres entre su trabajo remunerado y doméstico, colabora en alimentar el sentimiento de omnipotencia femenina, fruto de la estructura patriarcal, que las lleva a pensar que pueden estar mentalmente en todas partes. Su lectura, en cambio, considera que el narcisismo de las mujeres es, en última instancia, signo de su desigualdad social que no les permite desarrollarse plenamente en ninguno de los dos campos, a pesar que sientan que todo depende de ellas -así como ellas dependen de los demás para reafirmarse a sí mismas. Justamente, la paradoja del sentimiento de omnipotencia es el sentimiento de impotencia-.

Así, la doble participación de las mujeres en lo público y en lo privado se ha redefinido en términos de “doble presencia/ausencia” para simbolizar el estar y el no estar en ninguno de los dos ámbitos y el coste que la situación supone para ellas bajo la actual organización social sobre la que se sostiene la continuidad de la vida (Izquierdo, 1998); (Carrasco, 2001 y (Pérez Orozco, 2006). Este concepto remite:

Al conflicto estructural de lógicas; a la necesidad de que los ámbitos donde se resuelve la vida sigan siendo invisibles; a los problemas que aparecen cuando ambas lógicas se solapan en la experiencia cotidiana de las mujeres y a las mil estrategias individuales que las mujeres desarrollan para soportar la tensión en términos de gestión de tiempos, espacios, recursos... y que se basan, además, en una transferencia de trabajo de cuidados entre las propias mujeres en función de ejes de poder (Pérez Orozco, 2006: 25).

Breve itinerario acerca del ethos del cuidado

A la división sexual del trabajo según criterios capitalistas y patriarcales, se le suma un criterio ético normativo, que refuerza dicha división en términos sancionatorios; no sólo regula el contenido y la forma del trabajo, sino que también disciplina y le otorga un valor diferencial al producto del trabajo de hombres y mujeres, que los/as hace reconocibles frente al otro, regulando y restringiendo, en última instancia, caminos alternativos de vida.

Todo aquello que interfiera en la consecución de estas normas, no sólo pone en jaque la identidad de los hombres como trabajadores y de las mujeres como amas de casas, sino más aún, en el caso de ellos se pone en crisis su identidad como hombres, como padres, como jefe de familias, y en el caso de ellas como mujeres, como madres y como esposas.

La definición de ethos del cuidado propuesta por Graciela Zaldúa logra traducir estas tensiones:

El ethos de cuidado está relacionado con las costumbres, con los modos de vivir y, a su vez, con la morada como refugio. Su sentido se refiere a valorar actitudes de protección que paradojalmente se le atribuyen como responsabilidad a las mujeres en el ámbito de lo privado, y se les niega sus posibilidades de libertad y autonomía en lo público (Zaldúa; 2007: 102).

Así, el concepto de ethos del cuidado ha supuesto diversas derivas a lo largo de la teoría feminista, de la mano de autoras como Carol Gilligan (1982), Joan Tronto (1987) y Diemut Elisabet Bubeck (1995), sobre cuyos desarrollos y replanteos (Mouffe, 1993; Benhabib, 1990; Young, 1990, 2000; Izquierdo, 2003, 2003a) se entraman algunas tensiones en relación a la cuestión de la moral, la justicia y la ciudadanía.

En primer lugar, Carol Gilligan a través de su obra In a Different Voice. Psychological Theory and Women’s Development (1982), considera que las mujeres tienen un desarrollo moral propio basado en la ética del cuidado, que se distingue de la ética de la justicia, masculina y liberal. En relación a la ética del cuidado, afirma:

En este concepto, el problema moral surge de las responsabilidades que se chocan y no de una competencia entre derechos y requiere para su resolución una modalidad de pensamiento contextual y narrativa, en vez de una formal y abstracta. Este concepto de moralidad, en tanto está preocupado por la actividad del cuidado, centra el desarrollo moral alrededor de la comprensión de la responsabilidad y las relaciones, de la misma manera en que el concepto de moralidad como equidad ata el desarrollo moral al entendimiento de los derechos y las reglas (Gilligan, 1982: 19).

Así, la ética del cuidado gira en torno a conceptos morales distintos de la ética de la justicia, diferenciando la responsabilidad en torno a las relaciones de proximidad, de los derechos y las normas. A su vez, se distingue por las circunstancias concretas sobre las que se enmarca, lejos de los principios universales y abstractos. Y por último, no hace referencia a principios y normativas, sino que se trata de una actividad como es la actividad de cuidar. Según esta visión, “el respeto hacia las necesidades de los demás y la mutualidad del esfuerzo por satisfacerlas sustentan el crecimiento y el desarrollo moral” (Benhabib, 1990: 120-121) de las mujeres, en particular.

De este modo, en contra de los valores individualistas liberales que encarna la justicia, Gilligan defiende un conjunto de valores basados en la experiencia de las mujeres como mujeres; es decir, la experiencia de la maternidad y del cuidado que llevan a cabo en el ámbito privado de la familia. Así, posiciones feministas como las de Carol Gilligan, suponen pugnar por un tipo de política guiada por los valores específicos del amor, el cuidado, el reconocimiento de las necesidades y la amistad (Mouffe, 1993).

Un camino alternativo al de Gilligan es el que toma Joan Tronto (1987) para quien, si bien Gilligan asume que la ética del cuidado se relaciona con el género, no reconoce que sea una ética creada en la sociedad moderna por las condiciones de subordinación.

Así, Tronto cuestiona la pertinencia de una ética del cuidado en la que se correlacionen el cuidado y la feminidad. A pesar de que está interesada en preservar la ética del cuidado, tiene interés en hacer de la misma una ética de alcance universal en el que se encuadre la justicia, y no sólo una ética particular de las mujeres. De esta forma, dar y recibir cuidados serían componentes universales de las relaciones humanas, y no específicos de la vinculación de las mujeres con el mundo (Tronto, 1987).

El interés de las aportaciones de Tronto radica, según (Izquierdo, 2003), en que logra poner en evidencia el componente de poder subyacente a las relaciones de cuidado. Es decir, que una parte de la población descargue sus responsabilidades de cuidado sobre otra es una clara manifestación de poder de los hombres sobre las mujeres. Así, Tronto resitúa la discusión manifestando que las diferencias entre hombres y mujeres tienen que ver con una cuestión de desigualdad social.

Por su parte, Diemut Elisabet Bubeck en su obra Care, gender and justice (1995) define el cuidado de modo tal que lo convierte en la actividad social por excelencia. Se trata de un tipo de interacción que pone el acento en la precariedad y vulnerabilidad de los sujetos, y en el hecho de no ser autosuficientes. Al poner el acento en la dependencia, logra diferenciar (como veremos más adelante) los “cuidados” -necesidades que no puede satisfacer por sí sola la persona necesitada- de los “servicios” -la persona objeto de atención podría si quisiera hacerse cargo de sus propias necesidades-.

Su contribución es haber superado la contraposición entre justicia y cuidado, rescatando la importancia de los cuidados públicos. Según la autora, la justicia y el cuidado, que comúnmente se presentan como alternativas contrapuestas, están necesariamente conectadas. Por una parte, los principios de justicia juegan un papel importante en la aceptabilidad de una ética del cuidado. Por otra parte, al advertir que el cuidado no tiene lugar únicamente en la familia sino también en la esfera pública, pone en evidencia la importancia de las generalizaciones, ya que la práctica del cuidado no se puede limitar al conocimiento individualizado de las necesidades, sino que requiere principios generales, como los que provee la ciencia (Izquierdo, 2003).

Por último, Chantal (Mouffe, 1993) atendiendo a los desarrollos previos del feminismo en sus diferentes vertientes, considera que un modelo de ciudadanía radical y plural no necesita un patrón sexualmente diferenciado en el que las tareas específicas de hombres y mujeres sean valoradas con equidad, sino una concepción de ciudadanía verdaderamente diferente, en la que la diferencia sexual se convierta en algo efectivamente no pertinente. Esto implica una concepción de agente social basada en la articulación de un conjunto de posiciones de sujeto, correspondientes a la multiplicidad de las relaciones sociales en que se inscribe. Este tipo de proyecto democrático permite comprender la diversidad de maneras en que se construyen las relaciones de poder y permite revelar las múltiples formas de exclusión presentes en todas las pretensiones universalistas y esencialistas.

Sentidos en disputa sobre el cuidado: entre el amor, la responsabilidad y la frustración

La división sexual del trabajo es una característica de la organización de las actividades productivas, y es también un mecanismo de socialización. La manera de participar en el trabajo determina no sólo la posición social que se ocupa, sino también el tipo de persona que se es. Así, la división sexual del trabajo tiene efecto en la construcción de sus subjetividades de hombres y mujeres, con sesgo de género.

Dado que las actividades productivas de los hombres, según el modelo hegemónico de masculinidad, se orientan a procurar sus medios de vida y los de su familia, mantienen una relación con el trabajo principalmente instrumental, y el valor de su persona depende de la cantidad de dinero que pueden ganar. En consecuencia, la manera como expresan el amor y la responsabilidad hacia las personas que dependen de ellos es mediante los recursos que pueden aportar al hogar. Al mismo tiempo, sin embargo, se suelen encontrar desencajados ante la demanda de atención personal de su familia.

En cambio, las actividades designadas como femeninas van encaminadas a la satisfacción directa de las necesidades humanas, los bienes o servicios que producen tienen un valor que se manifiesta en el uso y se mide por la satisfacción que proporcionan. De este modo, la producción de la mujer adquiere su valor de un modo contextual o concreto, al momento en que las personas encuentran satisfacción en las tareas de cuidado recibidas, con lo cual no se establece un patrón de valorización universal, sino que más bien depende de las circunstancias, el tipo de relación, las emociones que predominan en el vínculo, etc.

Por tanto, así como nos podemos referir a una ética específica asociada al cuidado, también podemos hablar de una ética de la provisión-protección. Esta última es la que explicaría el que los hombres sean explotables y se sometan a condiciones de trabajo degradantes y empobrecedoras, poniendo en riesgo su vida, implicándose en acciones dañinas para la salud y, en último extremo, participando activamente en conflictos bélicos6.

La ética del cuidado, tal como ha sido entendida por la modernidad, supone una situación de dependencia unidireccional, que ubica en posiciones fijas a la figura de cuidadora y a la persona objeto de sus cuidados. No se concibe que todos/as en cualquier relación somos a la vez cuidadores/ as y objetos de cuidado. Pero no sólo se trata del modo en que las mujeres hacen viable la vida humana a través de un modo de cooperación social en relación a las demandas de cuidado -propias de la especie humana-, sino también el modo en que queda expuesta su subjetividad a los mandatos estructurales que direccionan sus deseos a satisfacer las necesidades ajenas. De este modo, “esta disposición comporta que el otro, además de ser objeto de preocupación, sea instrumento de realización y de confirmación de la valía de la mujer” (Izquierdo, 2003a: 2-3).

Así, la ética del cuidado ha venido a depositar en una parte de la población, específicamente en las mujeres, la responsabilidad unilateral sobre lo que tenemos de humano los sujetos: la vulnerabilidad y la dependencia mutua, que el sistema imperante ha negado históricamente sobre la base de la ficción de la autonomía y la autosuficiencia del individuo liberal moderno. Sin embargo, esta concepción de la persona no soporta la prueba de realidad:

Por libres, poderosos, autosuficientes que sean esos individuos/ciudadanos, la realidad se impone, tardamos en crecer, a lo largo de nuestras vidas padecemos enfermedades más o menos graves que demandan atenciones, si tenemos suerte llegamos a viejos o viejas, y lo hacemos cada vez con más edad. Por añadidura, algunos nacemos con limitaciones severas o nos sobrevienen en algún momento de la vida, necesitando cuidados constantes. De hecho, siempre necesitamos de los demás en algún grado. Sostener la idea contraria a toda evidencia de que somos independientes y autosuficientes, es un modo de negar que no podemos prescindir de los demás. No aceptar las deudas que se contraen a lo largo de nuestra vida, recibir sin reconocer que se ha recibido y por tanto no verse requerido a establecer vínculos de reciprocidad, permaneciendo sordos a los requerimientos de ayuda que nos puedan hacer, fantaseando que somos nuestra propia obra, rasgos que corresponde a un imaginario de autosuficiencia que no soporta las pruebas de realidad que hay en cualquier biografía. La idea del selfmade man, de ese hombre que no le debe nada a nadie puesto que se ha hecho a sí mismo es una fantasía omnipotente que forma parte de la mitología de las democracias modernas [...] es un indicio de un modo peculiar de socialización que lleva a las personas a no ser capaces de reconocer el peso de las circunstancias y de la historia, a censurar una parte de su biografía (Izquierdo, 2003a: 5-6).

Lo interesante respecto a este tema es hacer una revisión de esta normatividad hegemónica -todavía hoy en nuestra sociedad, a pesar de su continua metamorfosis- en dos sentidos: por un lado, otorgarles más allá de la dimensión ética, un carácter político, en tanto coarta el recorrido vital de los sujetos femeninos y masculinos, generando costes y beneficios diferenciales (y desiguales) para cada género. Mientras que, por el otro, su contenido ético exige ser revisado en términos de responsabilidad recíproca, y no en términos del carácter subsidiario que se le adjudica a los hombres respecto al cuidado de las personas dependientes, y a las mujeres respecto a su participación en el mercado de trabajo.

En conclusión, entendemos el proceso de producción del ser humano en términos de la producción física de su vida, de la producción de los medios que la hacen posible y, más aún, de la producción de sentido de su vida. Esta última definición del proceso de producción de hombres y mujeres que propone Izquierdo es de una relevancia tal, que nos permite pensar y analizar el trabajo como una dimensión más compleja de la vida humana, que toma en cuenta no sólo el sostenimiento material de nuestra especie, sino también aquello que le da sentido a nuestro tiempo, a nuestro esfuerzo. “El problema del cuidado es de todos y cada uno, como lo es el de la producción de bienes. Todos somos objeto de cuidados y cuidamos, todos somos productivos y consumimos o usamos nuestras producciones” (Izquierdo, 2003a: 30).

La tensión entre cuidar o servir

Frente a la masiva incorporación de las mujeres al mercado de trabajo, la democratización del cuidado en el marco de las familias se convierte en un terreno en disputa sobre el tiempo, la responsabilidad, la autonomía y, en última instancia, la identidad de los sujetos genéricos en cuestión (sus roles, deseos, culpas, formas de reconocimiento, etc.). La pregunta latente alrededor de este tema sería “en qué medida la redefinición del lugar de ellas en el afuera ha sido acompañada por una redefinición equivalente del lugar de ellos en el adentro” (Wainerman, 2007: 182). Ante la falta de respuesta, el propósito de esta sección es plantear la externalización y mercantilización del cuidado como una válvula de escape para aquellos sujetos que ocupan posiciones sociales privilegiadas, lo cual los habilita a desplazar así hacia otras personas (en especial, mujeres pobres) las tareas de cuidado, como aquellas actividades menos valoradas tanto en términos económicos como simbólicos.

Entendemos la “externalización del cuidado como la derivación por parte de determinadas instituciones o individuos de ciertas responsabilidades de atención a personas dependientes y/o a la propia persona, hacia otra institución o sujeto” (Duarte Capderrós, 2008: 127). Se trata de un fenómeno que expresa la desigualdad social, incluso entre las propias mujeres, en términos de la transferencia del trabajo de cuidado que se produce de unas a otras, en base a ejes de poder, donde sistemáticamente los ausentes de estas cadenas de cuidado son los hombres (Pérez Orozco, 2006).

Así, la tendencia a la externalización del cuidado de las personas permite afirmar que, siendo una actividad asignada a las mujeres, es al mismo tiempo una actividad desplazada a las personas subordinadas; donde, en el caso de las mujeres inmigrantes, convergen la desigualdad sexual, étnica y de clase (Izquierdo, 2008). De modo que, la mercantilización del trabajo doméstico va acompañada de un proceso de devaluación social.

La cuestión clave a considerar es si resulta suficientemente riguroso y esclarecedor utilizar el término “cuidar” como un genérico para referirse a las tareas orientadas a la atención de las necesidades de las personas, o si, por el contrario, esta definición es demasiado amplia y, por tanto, no visibiliza el abanico de acciones y relaciones desplegadas frente a las demandas de atención, cuidado y servicios.

Para resolver esta cuestión, recuperamos la propuesta conceptual de Diemut Elisabet Bubeck en Care, Gender and Justice (1995), quien plantea que en el marco de las tareas de cuidado, las mujeres se ven sometidas a relaciones de explotación; sin embargo, el cuidado no deja de ser una actividad imprescindible, que forma parte de la vida de las personas y que requiere ser garantizado socialmente.

Bubeck define el cuidado como:

La satisfacción de las necesidades de una persona por parte de otra persona donde la interacción cara a cara entre la persona cuidadora y la cuidada es un elemento crucial dentro del global de la actividad, y donde la necesidad es de tal naturaleza que no existe ninguna posibilidad de que la persona en necesidad la satisfaga por sí misma (Bubeck, 1995:129)7.

Así, la autora reserva el término cuidar para las atenciones que una persona no se puede dispensar ella misma, con la condición de que quien las facilita sea responsable de hacerlo, en el marco de una interacción cara a cara; y se refiere al resto de las actividades de atención a la persona con el término servicio. Cuidar y servir, en consecuencia, no se distinguen en función de lo que se hace; por el contrario, lo que marca la diferencia es el tipo de relaciones que se establecen en el desarrollo de la actividad.

Lo relevante del planteo de Bubeck es que ofrece un modelo de análisis de la producción doméstica donde el cuidado y el servicio son formas de relaciones y no actividades sustantivas en sí mismas. Su conceptualización constituye así una potente herramienta analítica que permite identificar las relaciones de explotación en el ámbito doméstico y la problemática sobre la responsabilidad hacia la población dependiente.

Lo que cabría problematizar de la propuesta de Bubeck es en qué términos es asignada la carga de responsabilidad. Como sabemos, la responsabilidad por el cuidado ha sido asignada unilateralmente a las mujeres (y ellas han interiorizado ese mandato y la culpa que supone su transgresión), desconociendo la vulnerabilidad propia de la especie humana y la necesidad imperiosa de establecer relaciones recíprocas de cuidado. Esta última idea exige, en cambio, definir el lazo social en términos de responsabilidad solidaria y colectiva, donde cuidar y ser cuidado/a sean roles y posiciones intercambiables democráticamente, en relación al momento vital de cada persona. En este marco, la categoría de responsabilidad, entendida en términos de unidireccionalidad, pierde preeminencia, apelando a sentidos como la mutualidad, la reciprocidad y la intercambiabilidad de roles.

Como bien sabemos a esta altura, la participación activa de las mujeres en el mercado de trabajo no ha supuesto una democratización del cuidado al interior de los hogares, ni mucho menos una mayor responsabilidad por parte de los Estados para garantizar servicios de cuidado universales y gratuitos. Frente a esta situación, la alternativa para familias de sectores medios ha sido la externalización de las tareas de cuidado a mujeres en condiciones sociales desventajosas. Sin embargo, a pesar que muchas mujeres pueden transferir parte de las tareas domésticas a través de la contratación de otras mujeres, el proceso de mercantilización del cuidado está lejos de liberar a dichas mujeres de la carga de responsabilidad sobre el cuidado y menos aún de favorecer una distribución del trabajo más igualitaria al interior de sus hogares.

Cabe preguntarnos entonces, ¿qué implicaciones tiene que lo que se hace no sea cuidar sino servir? Fundamentalmente, que quien en realidad sería “responsable” de hacerlo ahorra un tiempo que puede dedicar a otras actividades que van en su beneficio. En consecuencia, cuando una persona delega tareas que considera que no le reportan un beneficio personal está recibiendo una transferencia de tiempo que podrá dedicar a actividades en beneficio propio, retroalimentando el poder que le permite eludir sus responsabilidades asignadas normativamente. Así, dispone de un excedente de tiempo que puede dedicar a otras actividades, como el desarrollo de su carrera profesional, el crecimiento personal o el establecimiento de redes de relación que contribuyen a aumentar su poder (Izquierdo, 2008).

De este modo, el concepto de transferencia hace referencia a relaciones sociales, políticas y económicas, donde el empoderamiento de una de las partes (hombre proveedor-mujer ama de casa, mujer profesional-mujer pobre), es a costa de la carencia de la otra, generando un resultado de suma cero, en contraposición a la propuesta transformadora de Toro y Boff (2009) de plantear las relaciones de cuidado en términos ganar-ganar.

Por tanto, frente a la tensión y resistencia que genera democratizar el cuidado en el marco de las familias, la mercantilización del cuidado desplaza la cuestión transfiriendo el cuidado a otras mujeres, sobre la base de relaciones estructurales de desigualdad en términos de clase, etnia, género. Cabe preguntarnos, entonces, ¿hasta qué punto la incorporación y participación de las mujeres al mercado de trabajo ha significado una transformación estructural, si el trabajo de cuidado ha sido externalizado a otras mujeres subordinadas?

Por tanto, más allá de los beneficios reportados por la transferencia de las tareas de cuidado a través de la mercantilización de las tareas de cuidado, la organización familiar sigue estando fuertemente determinada tanto por la división sexual del trabajo como por la división de clases sociales, en tanto por un lado buena parte de los costes de producción de la vida humana se externalizan a las trabajadoras domésticas, así como por el otro las mujeres continúan siendo las responsables, de manera directa o indirecta, de la “gestión, organización y cuidado de la vida” (Carrasco, 2001: s/n) de sus hogares.

En conclusión, el proceso de incorporación de las mujeres al mundo laboral ha puesto de manifiesto que lo que las mujeres hacen históricamente no sólo es cuidar de las personas dependientes, sino también desempeñarse como servidoras al servicio de los hombres, en el marco de relaciones de explotación, en los términos señalados por Iris Young. La explotación, entendida como la transferencia del producto del trabajo hacia los hombres adultos, se mantiene, por vías diferentes, como una constante, convirtiendo el cuidado en servicio, en el sentido que apunta Bubeck.

Comentario final

Para finalizar este artículo, retomaremos la pregunta planteada por Laura Pautassi, “¿qué autonomía se puede reclamar en la medida que existan personas que hay que cuidar?” (2007: 36), tan sólo como disparador para futuras indagaciones sobre el tema.

Si bien mi intención no es hacer un recorrido en esta instancia en torno al concepto de autonomía, propongo retomar esta noción con el sólo fin de pensarla en relación al cuidado, incorporando la noción de precariedad humana (Butler, 2006).

La pregunta que plantea Pautassi difícilmente encuentre respuesta desde la noción liberal de autonomía, en tanto es una visión que no deja resquicio a la vulnerabilidad humana y a la interdependencia. Se trata, en cambio, de abordar dicho concepto en términos críticos y transformadores de las relaciones sociales, dando el salto entre la dimensión moral individual de la autonomía a su dimensión política colectiva (Gutiérrez, 2011b).

En oposición a la ficción de la autonomía y autosuficiencia del individuo liberal moderno, pretendidamente universal, sobre la que se fundan las democracias modernas, la vulnerabilidad y dependencia mutua de los sujetos debe ser constitutiva del lazo social, en términos de responsabilidad recíproca y solidaria ante la precariedad que nos constituye y el peso de las circunstancias vitales e históricas que nos atraviesan.

Si hacemos una lectura tanto de los logros alcanzados como de las transformaciones todavía hoy pendientes, quizá la lucha por la autonomía de las mujeres debe ser reorientada hacia una lucha que posicione el problema del cuidado como responsabilidad de todos/as y de cada uno/a, como lo es también el de la producción de bienes, partiendo de la idea butleriana (2006) que estamos constituidas/os políticamente en virtud de la precariedad social de nuestros cuerpos, de modo que la vulnerabilidad atraviesa y configura no sólo nuestro ser vital como también político.

Así, la autonomía se delinea como proyecto (Castoriadis, 1990), en su doble dimensión personal y colectiva. Esto nos lleva a repensar, incluso, si se trata de un estado o más bien de “un movimiento sin fin (Castoriadis, 1990: 84), entendiendo la autonomización como un proceso incesante de construcción y deconstrucción junto al otro, abriendo un espacio de interrogación sin límites tanto en el orden de lo individual como de lo social.

En definitiva, el dilema al que nos enfrentamos radica en cómo incorporar a las luchas por la autonomía las demandas de cuidado que nos son impuestas por vivir en un mundo de seres que, por definición, somos física y psíquicamente vulnerables y dependientes unos/as de otros/as, más allá de los dictámenes de la división sexual del trabajo.

Reconociendo la precariedad humana como punto de partida para una redefinición crítica de la noción de autonomía, propongo orientarnos en futuros recorridos hacia un concepto de autonomía sensible al género, encarnado sobre la base material de la vulnerabilidad de nuestros cuerpos y de la dependencia mutua que ello supone en términos psíquicos como sociales -no ya en términos unilaterales sino recíprocos-, donde el cuidar o ser cuidada/o no sean posiciones estancas y desiguales, sino roles intercambiables en relación a las circunstancias vitales e históricas vividas.

De lo que se trata, en última instancia, para Carrasco es de asumir como única utopía posible “apostar a fondo por el sostenimiento de la vida humana” (2001: s/n). Así, la clave radica en que hombres y mujeres nos comprometamos en sostener la vida de un modo recíproco, fuera de los cánones patriarcales, asumiendo nuestra mutua dependencia en relación a un otro, que nos permita afirmar y reconocer nuestra humanidad.

El desafío radicaría, entonces, en construir una concepción de ciudadanía que apueste por poner “el cuidado de la vida en el centro” (Pérez Orozco, 2006: 29), sostenida sobre el reconocimiento de la interdependencia como constitutiva del entramado social y superadora de la división público-privado, que nos habilite a cuidarnos mutuamente en el marco de nuestros vínculos, así como a luchar contra la pobreza y a cuidar al planeta, nuestra morada.

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1Agradezco la lectura atenta y generosa de María Alicia Gutiérrez y Graciela Zaldúa.

2Siguiendo a Amaia Pérez Orozco, entendemos por crisis de los cuidados “el complejo proceso de desestabilización de un modelo previo de reparto de responsabilidades sobre los cuidados y la sostenibilidad de la vida, que conlleva una redistribución de las mismas y una reorganización de los trabajos de cuidado” (Pérez Orozco, 2006: 9-10).

3Haré uso en este apartado de la cursiva para hacer referencia a la situación personal y familiar por la que atravieso mientras escribo este artículo.

4A partir de 2015 en Argentina se establece la obligatoriedad de la sala de 4 años. De este modo y de acuerdo con la legislación ahora vigente, la educación inical constituye una unidad pedagógica y comprende a los/as niños/ as desde los cuarenta y cinco (45) días hasta los cinco (5) años de edad inclusive, siendo obligatorios los dos (2) últimos años.

5En Argentina fue sancionada, en marzo de 2013, la Ley 26.844 “Régimen Especial de Contrato de Trabajo para el Personal de Casas Particulares”, la cual incorpora nuevos derechos para el personal de casas particulares, igualándolo los/as demás trabajadores/as en relación de dependencia.

6Aclaremos que nos desplazamos en un terreno analítico, y no descriptivo de las subjetividades individuales, donde pueden convivir rasgos propios de la feminidad y la masculinidad. Ahora bien, si podemos hablar de sexismo “es porque tendencialmente, en las mujeres predomina un cierto tipo de rasgos y se espera de ellas que los tengan, mientras que en los hombres son otros los rasgos que prevalecen y se espera de ellos que les caractericen” (Izquierdo, 2003a: 3).

7Traducción propia

Recibido: 28 de Marzo de 2013; Aprobado: 18 de Marzo de 2015

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