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La ventana. Revista de estudios de género

versión impresa ISSN 1405-9436

La ventana vol.4 no.34 Guadalajara jul./dic. 2011

 

La teoría

 

Cercanas y distantes. Desafectos y dilemas de las mujeres en la periferia urbana de Guadalajara*

 

Patricia Arias

 

 

Recepción: 23 de agosto de 2011
Aceptación: 19 de octubre de 2011

 

Resumen

Este artículo describe las prácticas y argumentaciones actuales de mujeres en torno a su forma de residir en los fraccionamientos y cotos populares que han proliferado en San Gaspar, un pueblo que hoy forma parte de la periferia de Guadalajara, Jalisco. Prácticas y argumentaciones que limitan el establecimiento de relaciones sociales y redes de confianza en los lugares de residencia. En ese sentido, las maneras actuales de vivir, habitar, estimar y luchar por el mejoramiento de la calidad de vida en los espacios residenciales resultan muy diferentes a las que vivieron las familias y protagonizaron las mujeres en etapas anteriores de la urbanización de Guadalajara.

Palabras clave: Mujeres, relaciones de género, urbanización popular, periferia urbana, desplazamientos.

 

Abstract

This article describes the practices and argumentations of women around their way of living in popular residential areas that have proliferated in Tonalá, a municipality in the periphery of Guadalajara, Jalisco. Such practices and argumentations limit the establishment of social relationships and trust networks in their places of residence. In this sense, the current way of living, estimating and fighting for the improvement in the quality of life in their residential environments is very different from the ones their families experienced and how women behaved in previous stages of the urbanization of Guadalajara.

Key words: Women, gender relations, popular urbanization, urban periphery, displacement.

 

Lorena, una mujer de 38 años, vive, desde 2004, en un fraccionamiento popular del municipio de Tonalá, con su esposo y dos hijas. Su esposo trabaja como instalador de vidrios en la Zona Metropolitana de Guadalajara (ZMG) y las hijas acuden a escuelas secundaria y preparatoria de Tonalá. Casi cada mañana Lorena regresa a Santa Cecilia, la colonia de Guadalajara, donde residían antes. Allí permanece todo el día en casa de sus padres y una de sus hermanas. Ayuda en los quehaceres del hogar y ella y su hermana se dedican, además a la venta de calzado por catálogo, a la confección y venta de golosinas y, últimamente, a la venta de queso que una prima les manda "del rancho". Siempre le han "buscado el modo", dice. Para Lorena los fines de semana en Santa Cecilia son importantes porque es cuando cobra y surte pedidos de calzado. En esos días la acompaña su esposo, cuyos padres también viven en la colonia. Aprovechan para ir a misa y siempre hay alguna actividad o festividad que los entretiene y retiene en Santa Cecilia. Lorena trató de hacer negocios similares en el fraccionamiento tonalteca donde vive, pero no resultó. Hay poca gente, además de que las familias van y vienen y, en general, no hay confianza entre los vecinos, algo fundamental para pequeños negocios en los que los pagos se hacen cada semana o quincena.

La vida dividida de Lorena es similar a la de otras tantas mujeres cuyos hogares se han desplazado a los municipios de la ZMG pero cuyas relaciones, sentimientos y prácticas permanecen ancladas en las colonias populares de la ciudad, donde crecieron y a las cuales siguen regresando, valorando y añorando. La relación de Lorena, como de tantas mujeres en situaciones parecidas, con los espacios periféricos a los que han llegado a vivir, está cargada de ambigüedades y desafectos que dificultan la construcción de redes sociales vecinales que favorezcan el anclaje de los vecinos en los lugares de residencia y estimulen la búsqueda individual y colectiva de mejores condiciones de vida.

En ese sentido, se puede decir que las maneras actuales de vivir, habitar, estimar y luchar por los espacios residenciales en la ZMG resultan muy diferentes a las que vivieron las familias y protagonizaron las mujeres en las décadas 1950-1980, que fue la primera etapa del enorme crecimiento demográfico y la urbanización que experimentó Guadalajara en el siglo XX (Vázquez, 1989).

Como es sabido, la investigación urbana de las décadas 1970 y 1980 constató que las mujeres habían tenido una importante participación social y política en la larga y complicada etapa de crecimiento urbano y desarrollo de la urbanización popular en América Latina y desde luego en México (Duhau, 1991; Massolo, 1983; 1992; Monreal, 2002). El establecimiento de un tejido tupido de relaciones sociales, donde las mujeres jugaron un papel central, fue clave para la integración urbana de los inmigrantes recién llegados a la ciudad que en las colonias populares aprendieron a ser vecinos y a formar parte de la vida urbana.

La literatura sociológica y antropológica puso en evidencia la participación de las mujeres en dos ámbitos en especial: por una parte, en el proceso de integración social y la sobrevivencia económica de las colonias (Esquivel, 2000). El estudio clásico de Lomnitz (1975) en una barriada de la ciudad de México inauguró la vertiente de análisis de las redes sociales como el mecanismo clave de la sobrevivencia urbana, vertiente que fue retomada y ratificada en diferentes estudios (Alonso, 1980). Las redes sociales, tejidas y mantenidas por las mujeres generaban la confianza suficiente para acceder a recursos que les permitían a los grupos domésticos de la barriada sobrevivir a los embates permanentes del desempleo y los bajos ingresos, debido a la inserción precaria de los pobladores en los mercados de trabajo de la ciudad de México (Lomnitz, 1975). Una constatación empírica, que era también un supuesto básico, era que las mujeres permanecían e interactuaban en el espacio residencial mucho más que los hombres.

Por otra parte, se reconoció e insistió en la movilización y participación decisiva de las mujeres en la lucha por la obtención y el mejoramiento de servicios en los espacios, por lo regular muy precarios, donde los inmigrantes pobres habían llegado a habitar en las ciudades. Una de las formas de participación más estudiadas fue la lucha de las mujeres por la mejoría de los servicios que abonaban al mejoramiento de la calidad de vida en las colonias (Monreal, 2002; Moreno, 1979). Allí era donde ellas procesaban sus papeles, habilidades y luchas (Massolo, 1983). De nueva cuenta, la participación de las mujeres en las demandas y movilizaciones tenía que ver con su permanencia en el espacio residencial y su exposición cotidiana a la precariedad de la urbanización popular.

Pero en las décadas siguientes la investigación sobre el tema disminuyó y cambió. Aunque se sigue reconociendo la participación de las mujeres en el espacio y las demandas locales urbanas, se ha criticado la idea de que su movilización apareciera como una prolongación de los roles e intereses tradicionales asociados a lo femenino, es decir, como madres y esposas que resentían las precariedades de las condiciones de vida en las colonias. Su mayor permanencia en ellas tenía que ver con sus obligaciones domésticas y cotidianas, pero también eran una expresión del control ejercido por los maridos para limitar los desplazamientos de sus esposas fuera del espacio residencial (Salazar, 1995). Además, hay que decir que las luchas de las mujeres empezaron a desterritorializarse, dejaron de estar ancladas en espacios delimitados para abrirse a problemáticas sociales en torno a demandas de colectivos específicos de mujeres, también a las luchas de mujeres de sectores medios de las ciudades (Massolo, 1992; Monreal, 2002; Ramírez, 1995).

Sin embargo, el proceso de formación de asentamientos populares no se detuvo, pero sabemos poco acerca de la participación de las mujeres en las etapas siguientes de la urbanización, en especial, a partir de 1990, cuando la oferta de suelo se extendió sobre espacios que formaban parte de antiguas poblaciones, como ha sido el caso de la ZMG. Los indicios acerca de lo que piensan y cómo actúan las mujeres que se han trasladado a vivir en las colonias populares que han surgido en San Gaspar, y que comenzaron a poblarse en la década de 1990, apuntan a diferencias significativas con la situación en las colonias Santa Cecilia y San Onofre, que se formaron en las décadas 1950-1980.

La situación en esos dos grandes momentos de la urbanización popular permite preguntarnos ¿cómo construyeron y vivieron las mujeres de ayer y viven las mujeres de hoy su relación con los espacios donde les ha tocado establecerse?; ¿las mujeres que vivieron la primera etapa de la urbanización y aquellas que desde 1990 se han desplazado a la periferia mantienen las mismas razones y mecanismos de integración social y de lucha por la calidad de sus espacios de vida?; ¿siguen siendo ellas las principales constructoras de la sociabilidad en los nuevos espacios residenciales?

Para intentar contestar y contrastar ambos momentos podemos revisar, con base en las entrevistas realizadas, los procesos y mecanismos que apoyaron la integración social de los vecinos en los espacios residenciales en las décadas 1950-1980 y en los años recientes: 2005-2011.

 

La ciudad y la integración social

Uno de los hallazgos básicos de la sociología urbana, acuñada por la Escuela de Chicago, fue que la territorialidad urbana genera relaciones sociales específicas ((Janowitz, 1967). O, como decía Robert Park (1967), la ciudad está enraizada en los hábitos y costumbres de sus habitantes pero, una vez que estos surgen, tienen la capacidad de imponerse a los vecinos. En general, los inmigrantes a la ciudad, en especial, los recién llegados, estaban expuestos a condiciones de vida muy precarias, así como a la segregación social por parte de diferentes sectores y grupos sociales. En ese sentido, la sociología urbana reconoció también que la integración social de los inmigrantes a las ciudades ha estado muy relacionada con la existencia de instituciones y mecanismos dedicadas a atenderlos y auxiliarlos (Burgess, 1 926; Smith y White, 1929).

Un ejemplo: La investigación de Robert Redfield acerca de la incipiente migración mexicana a Chicago en la década de 1920 dio cuenta de la confluencia de instituciones, agencias sociales y actores que buscaban, por diferentes motivos, conocer, ayudar y de esa manera lograr la integración de los migrantes a la sociedad estadounidense (Arias y Durand, 2008). Una gran preocupación de los académicos y de las distintas agencias era la familia, principal mecanismo de integración de los individuos, que estaba siendo sometida y transformada por los embates de la vida urbana.

La integración social requería entonces de la intervención combinada de diversos actores que formaban parte de múltiples agencias públicas y privadas, donde la educación y la religión tenían una gran relevancia. En el Diario de campo de Redfield se advierte la presencia y acción de un sinfín de asociaciones caritativas y religiosas que atendían a la población necesitada, sobre todo los inmigrantes, proporcionándoles ayuda de toda índole: económica, alojamiento, actividades recreativas, servicios religiosos, educación a niños y adultos, búsqueda de trabajo, asesoría cultural, intervención con las agencias gubernamentales, clases de inglés y americanización, básicas para la integración en Estados Unidos (Arias y Durand, 2008). No obstante, Park (1967) constataba que a pesar de la proximidad geográfica en la que vivían, persistían las distancias sociales entre los diferentes grupos de inmigrantes que vivían en la ciudad.

Si no existían mecanismos e instituciones que paliaran los efectos disruptivos del mercado de trabajo, el cambio y la tensión sociales que experimentaban las ciudades podía persistir fuera de control, como había sucedido en Chicago. El modelo de intervención propuesto por la Escuela de Chicago era un esquema emanado de y para la cultura y sociedad estadounidense, pero se trataba de un modelo progresista que creía en la necesidad de intervención de otros actores sociales para mitigar y encauzar los efectos del cambio urbano.

 

Las mujeres en las colonias populares de Guadalajara, 1950-1980

Guadalajara, aunque de manera menos dramática que Chicago, desde luego, también experimentó, a mediados del siglo XX, un enorme crecimiento urbano, debido a un fuerte crecimiento natural de la población pero, en gran medida también, a un intenso proceso de inmigración, de población rural que llegó para quedarse. Ese crecimiento acelerado acarreó una primera gran expansión de la mancha urbana y la formación de una amplia franja de colonias populares que consolidaron al sector oriente de la ciudad como el espacio destinado a los sectores populares (López, 1996; Vázquez, 1989).

Guadalajara se pobló y expandió pero mantuvo una característica persistente: la segregación espacial y social entre los sectores sociales, situación que llevó a John Walton (1976) a llamarla "la ciudad dividida". La Calzada Independencia operaba como una bisagra que separaba y dividía dos modos muy distintos de valorar, pensar, vivir la ciudad (Walton, 1976); así, coexistieron dos procesos. Por una parte, la integración social de los sectores populares en un espacio definido y acotado para ellos: el sector Libertad, por otra, la segregación social por parte del resto de la ciudad. La división entre el oriente y el poniente de la ciudad era una barrera que no sólo distinguía el poblamiento por nivel de ingreso sino que definía las interacciones entre los sectores sociales que se ubicaban de uno u otro lado de la Calzada (De la Torre, 1 998). Se trataba de una barrera establecida en términos socio-económicos y la habían construido los que vivían del lado poniente de la Calzada, es decir, los sectores más favorecidos de la ciudad. Pero, como se ha constatado que sucede con los inmigrantes, es decir, con la generación que llega a un nuevo destino, los pobladores del sector Libertad no estaban conscientes de la discriminación social de que eran objeto (Portes y Rumbaut, 1991); eso vino después.

La formación de las colonias populares del sector Libertad se realizó sobre espacios que estaban muy poco habitados, es decir, donde no existían poblaciones ni pobladores con derechos y usos tradicionales del territorio (López, 1996). Los que llegaron a residir a Santa Cecilia y San Onofre eran pobladores que allí comenzaron a vivir su experiencia urbana en calidad de propietarios de lotes y casas. Muchos llegaron a las colonias gracias a la recomendación de parientes y compañeros de trabajo que ya habían comprado solares o pensaban hacerlo. Hasta la fecha, en ambas colonias las diferentes cuadras corresponden a gente originaria de algún pueblo del interior del estado de Jalisco, de Zacatecas o Michoacán, que eran los estados de origen tradicionales de la inmigración a Guadalajara.

De hecho, en San Onofre, de acuerdo con los datos del MMP, más de una tercera parte (39%) de la población encuestada en 1982 provenía de localidades rurales del interior del estado de Jalisco, de Zacatecas y de Michoacán (Massey, 1991). No sólo eso, más de las dos terceras partes (78%) de los jefes de familia habían nacido fuera de la ciudad (Massey et al., 1991). San Onofre era una colonia conformada por una población de origen predominantemente rural, formada por parejas jóvenes, católicas, herederas de tradiciones familiares autoritarias y jerárquicas. En términos laborales, predominaban los obreros de las muchas industrias que existían en la ciudad. La autoconstrucción de las casas fue un factor clave para crear y consolidar relaciones entre los vecinos, que en ese proceso establecieron relaciones de parentesco, compadrazgos y amistades perdurables (Arias, 2010; Massey et al, 1991; Robles, 2007).

En ese tiempo, las mujeres permanecían, efectivamente, buena parte de su tiempo en las colonias, tenían muchos hijos pequeños que atender.

Abundaban las parejas que tenían diez o doce hijos, pero había también una cuestión laboral. Una práctica generalizada de la industrialización tapatía de esos años era el trabajo femenino a domicilio. Las fábricas y talleres de prendas de vestir, enseres domésticos, calzado, productos de piel, diferentes tipos de alimentos, enviaban parte de los procesos productivos al trabajo manual de las mujeres en las colonias populares (Arias, 1 980; Padilla, 1980). A pesar de los bajos salarios, era una "suerte", dicen ellas, contar con esa modalidad de trabajo que les permitía obtener ingresos sin salir de sus domicilios ni desatender a sus hijos. Por las tardes las vecinas se sentaban en las puertas de las casas a cumplir con sus "tareas", platicar y cuidar hijos. Allí se tejieron no sólo redes de trabajo sino también de amistad y confianza femeninas que perduran hasta la fecha.

La densificación de las colonias hizo proliferar el comercio de pequeña escala, tanto en negocios establecidos como las ventas a domicilio, del cual también se encargaron las mujeres. Se generó y generalizó la práctica de la "tanda" como una forma de ahorro que estimulaba el consumo de todo tipo de productos, mecanismo que sigue siendo muy utilizado por las mujeres de Santa Cecilia y San Onofre. La tanda, como es sabido, se basa en el ahorro, por lo regular, semanal, de una cantidad fija y un determinado número de personas que se sortean la fecha de entrega del dinero reunido por todos los integrantes de la tanda. Ese dinero ha servido para financiar desde la compra de materiales de construcción hasta el pago de todo tipo de celebraciones en las colonias. Ha sido un mecanismo invaluable para las mujeres de generar capital para iniciar algún negocio: ventas por catálogo, la venta de alimentos o golosinas.

El involucramiento de las mujeres fue particularmente intenso en las organizaciones y actividades promovidas por la Iglesia católica, pertenencia religiosa indiscutible de los vecinos de esos años. Santa Cecilia y San Onofre, entre muchas otras colonias, nacieron con parroquia y sacerdotes asignados, que se encargaron de pautar la vida religiosa de su feligresía. A falta de áreas verdes y espacios recreacionales, los atrios y las misas se convirtieron en lugares y momentos claves de la interacción de los vecinos. Alrededor del templo detonaron el comercio, los servicios, los paseos, la recreación, las festividades. La Iglesia católica fue la primera institución que creó mecanismos que estimularon el encuentro entre los residentes: con ayuda de las vecinas se ofrecía catecismo a los niños y niñas; se creaban y organizaban las fiestas al santo o santa patrona de la colonia y las festividades de Semana Santa; se armaban los grupos de oración al Santísimo, la comunión a los enfermos, las clases de cocina y buena alimentación. La organización de las posadas con base en las cuadras, que persiste hasta la actualidad, resultó crucial para la integración de los vecinos y sus hijos. En Santa Cecilia la iglesia abrió los primeros colegios donde los niños y niñas empezaron a acudir al preescolar y la escuela primaria. Las religiosas a cargo de los colegios requerían y promovían la participación de las madres en las juntas de padres de familia.

Así las cosas, puede decirse que la organización e integración sociales en las colonias populares, que forman parte de la adaptación a la vida urbana, corrieron por parte de los vecinos que crearon mecanismos e instituciones que consolidaron sus relaciones sociales en los espacios residenciales. Para lograrlo, contaron con el auxilio de la Iglesia católica a través de las parroquias. La cuadra se convirtió en el principal espacio de interacción entre los vecinos.

A lo anterior hay que añadir la bonanza económica. La urbanización de las décadas 1950-1980 correspondió a la etapa de mayor crecimiento de la economía y el empleo industriales en Guadalajara (Arias, 1980; Doñán, 2010). El ambiente era de optimismo respecto al empleo, la colonia y la vida en la ciudad. Los colonos estaban convencidos de que con su trabajo y esfuerzo iban a modificar de manera ascendente la inserción laboral y social de sus hijos en la ciudad. Como sabemos, eso no sucedió, persistió la segregación socio-espacial de las colonias populares en relación con el resto de la ciudad, de tal manera que el sector oriente siguió siendo el depositario de los servicios urbanos.

Además, la crisis económica de la década de 1990 supuso la pérdida de actividades industriales locales, lo que llevó a la desaparición o precarización del trabajo formal, a la proliferación de las actividades y empleos informales que afectaron la situación económica y las perspectivas laborales de las familias de los sectores populares. Los diferentes miembros de los grupos domésticos, incluidas las mujeres y los jóvenes, fueron obligados a buscar ingresos, aunque fueran mal pagados, precarios, ocasionales.

Ese fue el contexto laboral en que los hijos e hijas de los fundadores de las colonias se convirtieron en adultos, en trabajadores, muchos de ellos informales, iniciadores de sus propias familias, con hijos pequeños, que ya no pudieron aspirar a una residencia, rentada o propia, en las colonias de sus padres, ni otras cercanas, en Guadalajara. Ellos fueron los que aprovecharon la expansión de la oferta residencial y los créditos y se trasladaron a vivir a otros municipios de la ZMG, en especial, a Tonalá, El Salto y Tlajomulco, que es hacia donde se ha desplazado la urbanización de bajo costo (Cabrales, 2000). Esos han sido los municipios que desde el año 2000 han registrado las mayores tasas de crecimiento demográfico de la ZMG (Arias y Núñez, 2011). El crecimiento demográfico y la expansión física de la ZMG se ha nutrido no tanto de grupos de nuevos inmigrantes procedentes del mundo rural, como sucedió en las décadas 1950-1 980, sino de los hijos y nietos de los que fundaron las colonias populares de la ciudad, pero que no pudieron establecer su vivienda en la ciudad.

Se trata de hijos y nietos muy diferentes a sus padres y abuelos. De acuerdo con la encuesta del MMP aplicada en Santa Cecilia en 2003, la proporción de nacidos en Guadalajara representaba 83.45% del total de personas nacidas en Jalisco (Arias y Woo, 2004). Eso quiere decir que la población de Santa Cecilia era, sin lugar a dudas, de origen y mayoritaria-mente urbano. Los jóvenes y niños que allí nacieron y crecieron fueron educados y estuvieron siempre expuestos a la vida en la ciudad y carecieron de un contacto estrecho y permanente con la vida, las tradiciones rurales, las actividades económicas agropecuarias de sus mayores.

 

La residencia en la periferia

A diferencia de la etapa anterior, la urbanización de la ZMG se ha topado y afectado las tierras, actividades, el patrimonio de pueblos muy antiguos, y ese ha sido el caso de Tonalá. Desde la década de 1990 los vecinos de San Gaspar, como otros pueblos del municipio, han experimentado la pérdida de tierra y actividades, en especial de la agricultura, la horticultura, las artesanías que requerían de materias primas locales. Fue en ese momento cuando se produjo el encuentro con el otro y empezó la confrontación por la apropiación, usos y significados del territorio.

La oferta de suelo detonó en Tonalá a partir de 1 985 y continúa hasta la fecha. Ese municipio ya no pudo capitalizar "los beneficios del crecimiento económico" y se convirtió en el espacio que mejor simboliza "la parte pobre de la metrópoli" (Cabrales, 2000: 78). Tonalá se ha caracterizado por el predominio de la urbanización de bajo costo y hacia allá se ha prolongado y perpetuado la vieja pero persistente segregación social de Guadalajara (Cabrales, 2000). Tonalá ha contribuido a resolver la necesidad de vivienda, pero de los sectores populares urbanos de Guadalajara. Tres modalidades de generación de vivienda han sido particularmente socorridas: la compra de lotes —muchas veces irregulares— y la construcción bajo la modalidad de autoconstrucción; la vivienda oficial vinculada con los sectores populares; y, en los últimos años, la vivienda terminada (Cabrales, 2000) en pequeños y medianos cotos de escasa calidad.

¿Quiénes llegaron a residir en esos espacios? De acuerdo con la encuesta realizada en 2005 y entrevistas realizadas en 2010-201 1, se trata de una población de origen plenamente urbano, que vivió en calidad de inquilino en varias colonias populares de Guadalajara antes de trasladarse, como propietarios, en menor medida como inquilinos, a algún lugar de Tonalá (Arias, 2010). En 2005 las colonias de San Gaspar estaban ocupadas en un 85% y, aunque llevaban más de diez años de establecidas, los servicios con los que contaban eran básicos, precarios y en algunos casos inexistentes.

Aunque los vecinos tenían muchas quejas, no había movimientos articulados de lucha por mejorar esas carencias. La población avecindada era joven, parejas jóvenes en especial. En 2005, la edad promedio era de menos de 30 años. Aunque había diferencias, el grado de escolaridad correspondía a la instrucción primaria. Eran hogares nucleares donde vivían entre tres y siete personas. La mayor parte de los colonos recién avecindados tenía parientes, compadres, amigos, en las colonias populares de Guadalajara, con los que interactuaban y a los que visitaban de manera regular. Las condiciones de vida, trabajo y educación en esos nuevos y precarios espacios han desanimado la permanencia y han dificultado la integración social de los vecinos y también las relaciones con las comunidades rurales, con los pueblos donde se han ubicado esos asentamientos. Hay dificultades objetivas, pero también subjetivas que retroalimentan esa situación, en primer lugar, el trabajo. De acuerdo con las encuestas de San Gaspar, la proporción de la población de las colonias que salía a trabajar fuera del municipio de Tonalá fluctuaba entre 30% y 78%. Los hombres se desplazaban a diferentes municipios de la ZMG en especial a Guadalajara, a trabajar como empleados, comerciantes establecidos o en tianguis, vendedores, agentes de seguridad, policías, choferes, mecánicos, obreros (zapateros, soldadores), trabajadores de la construcción (albañiles, electricistas, instaladores, peones, veladores, vidrieros) o a buscar empleo. Las mujeres se dedicaban a las tareas del hogar, sobre todo en los hogares donde había niños pequeños; pero también eran obreras de maquiladoras, comerciantes de tianguis, vendedoras a domicilio de todo tipo de productos, empleadas administrativas, empleadas domésticas en Guadalajara y Zapopan, desempleadas en busca de trabajo. Mujeres y hombres salían de manera cotidiana a trabajar o a buscar trabajo en una ZMG cada vez más amplia y dispersa.

Las mujeres eran arduas buscadoras de fuentes de ingreso en establecimientos formales o en la economía informal, lo que suponía salir del espacio residencial y del municipio. Ellas no buscaban ni tenían empleos en los pueblos ni en la cabecera municipal de Tonalá, menos aún en las actividades tradicionales del municipio, como la fabricación y venta de artesanías a las que se dedican muchas tonaltecas. Se ha intensificado el empleo de las mujeres en la venta de todo tipo de productos por catálogo, actividad que supone una gran movilidad en busca de clientes. Así las cosas, la necesidad de los hogares de obtener varios ingresos ha roto con la permanencia de las mujeres en los espacios residenciales, situación antes tan asociada a la condición femenina.

En segundo lugar, la condición de los pobladores y la dinámica de los asentamientos; entre los nuevos vecinos casi no existían parientes, amigos de alguna residencia anterior ni compañeros de trabajo. Ellos no llegaron a las colonias a través de conocidos, sino que respondieron a la oferta de suelo o casas que podían pagar en la periferia, al ofrecimiento de créditos de bajo costo.

Así, los vecinos y vecinas que no se conocían previamente y pasaban la mayor parte del tiempo fuera de los hogares se relacionaban e interactuaban poco en las colonias y cotos, aunque fueran pequeños. En 2010 la oferta de lotes en venta era escasa, pero no en todos los lotes había casas terminadas. Más bien abundaban las viviendas a medio construir abandonadas y existía una oferta creciente de casas en renta. La autoconstrucción en tiempos de crisis se había vuelto complicada y lenta. El número de cuartos por vivienda era de menos de tres. Algunos compraron lotes, pero al ver la precaria urbanización que se ha dado se habían resistido a concluir las construcciones o trasladarse a vivir allí y estaban dispuestos a venderlos a la menor oportunidad. Había dueños de lotes que los habían vendido para comprar vehículos que les ayudaran a trabajar y desplazarse por la ZMG. Ante alguna complicación familiar, las familias estaban dispuestas a regresar a las casas de sus familiares y abandonar las viviendas de manera temporal. Sin embargo, la excesiva oferta y la escasa demanda ha dificultado la venta, incluso la renta, de casas y lotes en las nuevas colonias de la ZMG.

Todas esas situaciones han generado discontinuidades en los espacios residenciales, especialmente durante el día, cuando las colonias se observan vacías. La fragmentación del espacio construido y habitado, el lento poblamiento y la ausencia cotidiana de los pobladores han inhibido el establecimiento de servicios y comercios. En las casas se observan viejos y sucesivos letreros de establecimientos comerciales y de servicios que no funcionaron: peluquerías, papelerías, agencia de viajes, tiendas de abarrotes, venta de productos naturistas, colocación de uñas, venta de comida, etc. Las mujeres se quejaban de que no habían podido mantener ninguno de los pequeños negocios que prosperaban en las colonias de sus padres en Guadalajara, de allí buena parte de la tentación y tensión para regresar de manera cotidiana a esos espacios conocidos, poblados, donde ellas sabían que podían dedicarse a alguna actividad lucrativa. No existían actividades a domicilio ni negocios a los que pudieran dedicarse las mujeres en las nuevas colonias de San Gaspar. Esa imposibilidad de conseguir ingresos abonaba al descontento que alegaban las mujeres respecto a sus colonias y, si podían, optaban por salir.

Influyen también las modalidades de consumo. Las vecinas de las colonias afirmaban que ellas preferían hacer sus compras en las abarroteras y supermercados cercanos a las colonias de sus padres en la ciudad, donde siempre había ofertas y los productos eran más baratos. De hecho, la instalación de grandes supermercados y centros comerciales era un fenómeno reciente en Tonalá. Pero no se trataba sólo de eso, las diferencias en los lugares de compra operaban, ellas mismas lo decían, como una manera de distinguirse, es decir, de marcar, destacar y jerarquizar las diferencias en sus tendencias de consumo en relación con los de San Gaspar y Tonalá, percibidos por ellas como "campesinos". Ellas, en cambio, eran de Guadalajara y consumían como la gente de la ciudad, no de los pueblos.

Las modalidades de trabajo, la precariedad de los nuevos asentamientos, pero también la preocupación e insistencia por mantenerse diferentes, han tenido dos consecuencias. Por una parte, han dificultado aún más que las mujeres se relacionaran e interactuaran con otras mujeres en las colonias donde habían llegado a residir, lo que había limitado el establecimiento de relaciones de confianza, apoyo, solidaridad para resolver problemas cotidianos y mejorar las condiciones colectivas de vida de las colonias. Eso mismo hacía que las familias reivindicaran y mantuvieran fuertes lazos sociales y afectos personales con sus familiares y amigos en los espacios tradicionales en Guadalajara. Hacia Santa Cecilia y San Onofre regresaban cada domingo los hijos y nietos que se han ido a vivir a colonias de Tonalá, El Salto, Tlajomulco. Allí acudían a misa, hacían compras, comían, desde ahí salían a pasear al centro o platicaban en las tardes con amigos y parientes para, finalmente, regresar a sus colonias de la periferia.

En tercer lugar, la educación, y aquí entra otra cuestión subjetiva. En las colonias y cotos, efectivamente, no había establecimientos escolares, entre otras cosas, porque estos existían en los pueblos. Los vecinos de las colonias aceptaban que, efectivamente, había escuelas, pero señalaban que eran de mala calidad. En verdad, terminaban por aceptar que más bien no querían que sus hijos se educaran con y como los "del pueblo", porque ellos eran "diferentes". Ellos eran y se seguían reconociendo como de "Guadalajara" y, por eso mismo, diferentes a los de los pueblos. Y eso había que mantenerlo. De hecho, había niños que asistían a escuelas de las colonias populares de Guadalajara. Sus padres los dejaban, por la mañana temprano, en casa de los abuelos, quienes se encargaban de llevarlos, recogerlos, darles de comer y cuidarlos en tanto sus padres salían de trabajar y los recogían, por las tardes, para emprender la travesía para llegar a dormir a San Gaspar. Se trataba de niños que técnicamente no vivían en la ciudad, pero que pasaban allí todo el tiempo, crecían y socializaban todavía en las viejas colonias de Guadalajara. Había jóvenes, hombres y mujeres, que habían completado algún ciclo escolar viviendo en casa de sus abuelos en la ciudad.

Con todo, una parte importante de la población de las colonias y cotos estaba en etapa estudiantil y acudía a las escuelas locales donde se relacionaba con los vecinos de los pueblos, pero esa interacción contribuía, no a una mayor integración, sino a todo lo contrario. Los jóvenes urbanos tendían a marcar y exacerbar sus diferencias con los pueblerinos. Esto no es un fenómeno exclusivo de San Gaspar. Algo similar fue en el pueblo de San Sebastián, en el vecino municipio de Tlajomulco, donde los jóvenes de las colonias habían elaborado diferentes estrategias para mantener acotadas sus relaciones con sus similares del pueblo (Correa, 2007). Los jóvenes de las nuevas colonias, que se sentían plena y orgullosamente urbanos, menospreciaban las prácticas cotidianas y festivas, los modos de vestir, de hablar, de comer de los jóvenes del pueblo al que habían llegado. Ellos insistían en marcar su distancia respecto a todo lo que les pareciera pueblerino: no se divertían en la plaza del pueblo, en ir a misa, asistir al billar, emborracharse; criticaban las fiestas y costumbres tradicionales (Correa, 2007). Los jóvenes de las colonias de San Gaspar no le reconocían ningún atributo, por ejemplo, a Tonalá, afamada por sus fiestas tradicionales, su actividad artesanal, el tianguis de los jueves y domingo; casi ni los conocían, afirmaban. Ellos preferían, sin duda, acudir a Guadalajara, de donde, insistían, ellos eran.

La interacción entre los jóvenes se ha plagado e insistido en las diferencias. Para los que llegaron de la ciudad lo mejor es estar en Guadalajara, acudir al centro, a los centros comerciales, al cine, asistir a conciertos y espectáculos. No era que lo hicieran de manera frecuente, pero les servía para marcar, subrayar las diferencias que trazaban fronteras, que inhibían las relaciones sociales, establecer amistades, formar parejas con los tonaltecas. En San Sebastián, por ejemplo, los padres les insistían a sus hijos para que no se relacionaran con las muchachas del pueblo (Correa, 2007).

Con todo, a partir de la educación o, más bien dicho, de la asistencia a las escuelas locales, podría darse algún cambio que modificara las relaciones distantes y distanciadoras entre los nuevos y viejos vecinos de San Gaspar, pero esto tiene que ver con las relaciones de género o, si se quiere, con las diferentes escenarios construidos para las y los jóvenes. En general, los padres de las colonias y cotos apoyaban que sus hijos varones se desplazaran a diferentes escuelas de la ZMG a seguir sus estudios, no así a las mujeres; por esa razón, había más mujeres que estudiaban en las escuelas de Tonalá y los demás pueblos del municipio.

Esta diferencia tenía que ver con dos argumentos de los padres. Uno, que las hijas podían seguir estudiando pero en las escuelas de Tonalá, porque de esa manera no se "exponían" a los peligros de desplazarse por la ZMG. Persistía la idea —hoy ratificada por la violencia que afecta a todos— de que la ciudad resultaba especialmente peligrosa para las mujeres y, por lo tanto, había que evitar que ellas circularan de manera independiente, coincidían padres, madres y hermano mayores. Estos últimos, que eran los que supuestamente conocían mejor la geografía urbana del peligro, eran los que más reiteraban ese argumento. El otro argumento era más tradicional todavía. Varios padres consideraban que la calidad de la educación, supuestamente inferior en Tonalá, no era tan importante en el caso de las mujeres porque, finalmente, éstas se iban a casar. En el imaginario de muchos padres seguía pesando la idea de que no valía la pena apostar por la instrucción de las mujeres en número de años ni en calidad educativa. Pero esa diferencia de género, que ha contribuido a la permanencia de las jóvenes en las escuelas locales, podría, de manera paradójica y no sin tensiones, contribuir a una mirada y a unas relaciones diferentes entre los jóvenes colonos y los vecinos de los pueblos. Un ejemplo reciente podría abonar a esa posibilidad.

 

Los quince años de Karla

Cuando Karla iba a cumplir 15 años su familia dio inicio a los preparativos.

Aunque Karla, sus dos hermanos mayores y sus padres vivían en una casa en un pequeño coto de Tonalá, la celebración sería, sin duda, en Santa Cecilia y a la usanza tradicional: mucha comida (¿birria o pozole?) y bebida para parientes, vecinos y compadres de los abuelos, tíos y padrinos de Karla que residían en esa colonia de Guadalajara. Todo iba bien hasta que Karla anunció que no quería fiesta de 15 años, menos aun como se acostumbra en la colonia, donde dijo, invitaban a puros adultos y las fiestas terminaban en borracheras y peleas. Ella quería otra cosa: una laptop para las tareas de la escuela y un celular para reemplazar al que acababan de robarle, como le ha sucedido a casi todos los jóvenes. —Ah—, y si tenía que haber fiesta, que fuera en su casa y con sus amigos de la secundaria de Tonalá. —"¿Y la comida?"— alegó su madre. Eso no era un problema para Karla porque en las fiestas de jóvenes sólo se requería música, luz y sonido, papitas y refrescos.

Para los padres fue una conmoción: la celebración ¿en Tonalá?, ¿una fiesta de 1 5 años sin los abuelos, vecinos y compadres, es decir, sin los padrinos de Karla?, ¿sin comida ni bebida? Ese escenario resultaba impensable. Hubo enojos y chantajes pero tuvieron que llegar a un arreglo. Los padres organizaron una comida en Santa Cecilia con los abuelos, los compadres y algunos vecinos a la que tuvo que asistir la festejada. Y hubo una fiesta como quería Karla: en su casa de Tonalá, bailando con sus compañeros y amigos de la secundaria. Los padres de Karla estaban muy disgustados, pero aceptaron el arreglo por dos razones: porque su hija es una excelente estudiante y porque fueron ellos los que no la dejaron que estudiara en una secundaria en Guadalajara, debido a que la travesía cotidiana a la ciudad podía ser peligrosa. Al hermano de Karla que quiso estudiar sí le habían permitido hacerlo.

 

Nota final

Ese pequeño drama sociofamiliar permite muchas lecturas. Para este trabajo selecciono una: la que permite pensar que existen diferencias significativas en las maneras en que las familias y las mujeres de sucesivas generaciones han experimentado y enfrentado el dilema de establecerse en diferentes espacios de la ZMG.

En la primera etapa de la urbanización de Guadalajara —cuando se conformaron las colonias Santa Cecilia y San Onofre (1950-1980)— no se dio el encuentro ni una confrontación entre los pobladores de las nacientes colonias. En ese tiempo no había un otro distinto con el que confrontarse en los espacios que llegaron a poblar. Todos eran y se aceptaban como similares: eran inmigrantes de origen rural, jóvenes, trabajadores, pobres, que harían su mejor esfuerzo individual y colectivo por integrarse a la vida urbana. Y hubo mecanismos e instituciones que apoyaron el arraigo y la integración social en las colonias, en especial, la Iglesia católica, la cuadra, espacio de interacción por excelencia de los vecinos de las colonias populares (Arias y Woo, 2004).

La situación ha sido muy diferente en la etapa de urbanización metropolitana. La Iglesia católica, que había logrado estimular la interacción, la participación colectiva y el compromiso de los vecinos con los espacios a los que habían llegado a vivir, ha dejado de estar presente en el poblamiento suburbano. En las colonias periféricas surgidas desde la década de 1 990 no han existido iglesias, porque, de nueva cuenta, éstas estaban bien establecidas en los pueblos. A esto habría que añadir el cambio religioso, de tal manera que la Iglesia católica ha perdido la capacidad que tuvo de convocar y aglutinar a la población sin competencia alguna (Gutiérrez, et al., 2011).

En general, los nuevos vecinos se han resistido a aceptar que, efectivamente, han tenido que desplazarse a vivir fuera de Guadalajara. Su salida la viven como un exilio que imaginan temporal. Por lo tanto, sus estrategias de vida cotidiana, ritual, festiva, han permanecido ancladas en Guadalajara. Además de las dificultades objetivas para la permanencia e integración social a los espacios a los que han llegado a residir, ellos han generado mecanismos y argumentos subjetivos que les han permitido mantenerse distintos y distantes de los vecinos cuyos espacios han llegado, en muchos casos, a invadir. Tonalá se ha convertido en una "ciudad-dormitorio" de tapatíos que se han resistido a integrarse en sus nuevos espacios y a convertirse en vecinos de sus vecinos.

No obstante la cercanía física con los vecinos de Tonalá, se ha incrementado la distancia social entre los pobladores ahora metropolitanos. Los vecinos que han llegado a las colonias de la periferia, como se mostró, son individuos de origen urbano, criados y educados en la ciudad, que han dejado de conocer y valorar "la vida del rancho", como suelen decir. Después de tres o más generaciones de vivir en la ciudad, se trata de una población urbana que no se reconoce en un pasado rural, pero no es sólo eso. Esa diferencia les sirve para establecer la distancia social y, por lo tanto, reducir las interacciones con los vecinos de los pueblos a los que han llegado a residir. Las argumentaciones y construcciones que los nuevos vecinos han elaborado acerca del otro se han convertido en barreras subjetivas muy vigorosas que inhiben las relaciones sociales con los vecinos de los pueblos, en una actitud que resulta, a fin de cuentas, discriminatoria. Se trata de una discriminación que no alude, como antes, a una diferencia socioeconómica sino a la distinción urbano-rural y que se vive al interior mismo de los sectores populares. Los pobladores urbanos, que reivindican diferencias basadas en la distinción rural-urbana, han forjado una mirada hostil, asociada a la vieja idea de la superioridad urbana, de la que ellos son portadores, hacia los vecinos de los pueblos. Estigmatizar lo rural, lo tradicional, es una manera de dificultar, de restringir las interacciones entre las comunidades, las familias, los jóvenes de ambos contextos.

Las mujeres que han llegado a vivir a las colonias y cotos no han desempeñado el papel de tejedoras de redes sociales, de fomentadoras de la sociabilidad que tanto contribuyeron a la construcción y consolidación de las colonias populares en las décadas 1 950-1 980. Ahora ellas preferían salir de los espacios residenciales, donde no habían encontrado motivos ni quehaceres que las anclaran en sus casas y colonias y, junto con sus parejas, eran portadoras y defensoras, de la mirada hostil hacia el municipio donde habían llegado a residir. Con sus prácticas cotidianas y sus actitudes hacia los otros procuraban que sus hijos mantuvieran comportamientos que inhibieran las relaciones. Pero quizá este sea, de nueva cuenta, asunto de los recién llegados y las cosas tiendan a cambiar en los siguientes años, con esa generación a la que le ha tocado, a pesar de todo, crecer en esos espacios. Se trata de niños y jóvenes que, como Karla, ya no están dispuestos a aceptar tan fácil ni dócilmente las razones y obligaciones de sus padres y abuelos, anclados en los espacios viejos y envejecidos de la ciudad. Sin embargo, como muestra el ejemplo de Karla, puede ser también una cuestión de género. Por el momento, parecería que serían las jóvenes que, por razones de desigualdad de género, han estudiado y permanecido en el municipio de Tonalá, las mejor posicionadas para construir imágenes y diseñar escenarios distintos respecto a los vecinos de ese municipio.

 

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Nota

* Este artículo se basa en tres fuentes de información. En primer lugar, en mi propio trabajo de campo en dos colonias populares del sector Libertad de Guadalajara: Santa Cecilia y San Onofre, y en el pueblo, hoy urbanizado, de San Gaspar, municipio de Tonalá, que forma parte de la Zona Metropolitana de Guadalajara (ZMG). En esas comunidades realicé entrevistas a profundidad a treinta mujeres de diferentes generaciones entre los años 2005-20 10. La información se nutre también de la información proveniente del MMP, que realizó dos encuestas en esas colonias, una en 1982 y la otra en 2003 (Arias y Woo Morales, 2004; Massey et al., 1991). Hay que aclarar que desde 1979 he realizado trabajo de campo de manera sostenida en ambas colonias, lo que me ha permitido seguir los cambios y desplazamientos que han experimentado diez familias a través de los años. Se basa además en los resultados de 60 cuestionarios aplicados en 2005 a hogares del pueblo de San Gaspar de las Flores y de las colonias Arboledas de San Gaspar, Primera sección, Arboledas de San Gaspar Segunda sección, Barranquitas-Lomas del Zalate, El Arenal, El Jazmín, La Perseverancia, Poder Popular, San José-La Noria, Tulipanes, todas, ubicadas en terrenos de ese pueblo.

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