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Cuestiones constitucionales

versión impresa ISSN 1405-9193

Cuest. Const.  no.47 Ciudad de México jul./dic. 2022  Epub 12-Mayo-2023

https://doi.org/10.22201/iij.24484881e.2022.47.17529 

Artículos doctrinales

Desalación de agua y justicia energética. La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible

Water desalination and energy justice. The 2030 Agenda for Sustainable Development

* Doctor (PhD) por The London School of Economics and Political Science, Inglaterra. Investigador titular “C” en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores, nivel II. cenavae@unam.mx.


Resumen

Este trabajo explica la importancia de desalar agua de mar ante la escasez de agua en el mundo. Ya que los métodos para obtener agua desalada normalmente consumen energías convencionales, se plantea que dicha actividad sea con energía justa, es decir, energía asequible, eficiente, sostenible, y renovable. Lo anterior, para cumplir con las metas de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible según el objetivo 6: “Garantizar la disponibilidad y la gestión sostenible del agua y el saneamiento para todos”, y el objetivo 7: “Garantizar el acceso a una energía asequible, fiable, sostenible y moderna para todos”. Al efecto, se revisan experiencias de desalación en el mundo y contenidos del concepto de “justicia energética”. Se concluye que desalar agua a cualquier costo energético y consumir energía convencional o renovable a cualquier costo socioambiental no son alternativas sostenibles.

Palabras clave: desalación de agua; justicia energética; energía renovable; sostenibilidad; Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible

Abstract

This paper explains the importance of water desalination as an option to worldwide water scarcity. Since those methods used to obtain desalinated water normally consume conventional energies, it proposes that this activity must be realized with energy justice, i mean, energy that is affordable, efficient, sustainable, and renewable. The foregoing to observe the 2030 Agenda for Sustainable Development targets related to goal 6: “Ensure availability and sustainable management of water and sanitation for all”, as well as to goal 7: “Ensure access to affordable, reliable, sustainable, and modern energy for all”. A review is made of both the experiences of water desalination and the concept of “energy justice”. It concludes noting that desalination at any energy cost and conventional or renewable energy consumption at any socio-environmental cost are not sustainable alternatives.

Keywords: water desalination; energy justice; renewable energy; sustainability; Agenda 2030 for Sustainable Development

Sumario: I. Introducción. II. Desalación de agua y justicia energética: conceptos y vínculo. III. La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. IV. Reflexión final. V. Bibliografía.

I. Introducción

El presente artículo tiene por objeto explicar la importancia que en la actualidad reviste la desalación de agua de mar como una alternativa para enfrentar el problema de escasez de agua que padecen millones de personas en diversos países, regiones y ciudades del mundo (se calcula que 40% de la población total se encuentra en dicha situación). Debido a que los métodos que comúnmente se utilizan para desalar agua, como la ósmosis inversa y la destilación por evaporación térmica, demandan un alto consumo de energía que proviene regularmente del uso de combustibles fósiles, este trabajo plantea que dicha actividad debe realizarse con energía justa, esto es, a través de energía que sea asequible, eficiente, sostenible y, en su caso, renovable. En este sentido, y a la luz de lo que establecen las metas de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible - documento aprobado en 2015 por la Asamblea General de las Naciones Unidas-, en relación con los objetivos de garantizar tanto la disponibilidad y la gestión sostenible del agua (objetivo 6), como el acceso a una energía asequible, fiable, sostenible y moderna para todos (objetivo 7), este trabajo examina la relevancia de desalar agua de mar según la esencia de algunos de los elementos definitorios del concepto de “justicia energética” para cumplir de esta manera con las metas y objetivos plasmados en dicha agenda.

II. Desalación de agua y justicia energética: conceptos y vínculo

1. Desalación de agua

Quitar o eliminar la sal del agua de mar o del agua salobre es lo que coloquialmente se entiende por desalar o desalinizar. En nuestro idioma, el Diccionario de la Lengua Española atribuye elementos definitorios distintos a cada uno de estos dos vocablos. Así, por un lado, desalar es “quitar la sal a algo, como a la cecina, al pescado salado, etc.”, y, por el otro, desalinizar es “quitar la sal del agua del mar o de las aguas salobres, para hacerlas potables o útiles para otros fines” (RAE, 2014). En inglés, este segundo término se traduce de la voz “desalination”, según el Oxford Advanced Learner’s Dictionary (OUP, 2010).

Es importante subrayar que tanto en textos universitarios y académicos, como en documentos técnicos nacionales e internacionales, ambas palabras, “desalación” y “desalinización”, se utilizan indistintamente para referirse a la actividad de quitar la sal del agua de mar o salobre (véase de la Cruz, 2006: 12; Dévora-Isiordia et al., 2013; Soto, 2013: 7; Silva, 2019: 13). Algo similar ocurre también con los estudios (no muy abundantes, por cierto) que sobre este tema se han elaborado desde la perspectiva jurídica, aunque conviene acotar que para este caso existe cierta inclinación hacia el uso de los vocablos “desalar” o “desalación”, tal y como puede apreciarse en Giménez (2005), González (2018), Jiménez (2003), Nava (2007) y Rojas y Delpiano (2016). De cualquier modo, no hay una tendencia dogmática, como tampoco técnica o programática, en este sentido.

En el plano normativo, de igual manera, existen usos indistintos en las legislaciones de aquellos países de habla hispana que abordan este tema para su debida regulación. Por ejemplo, mientras que en España la Ley de Aguas (2001) hace referencia en su texto al término de “desalación” en relación con los bienes que integran el dominio público hidráulico del Estado (se trata de las aguas procedentes de la desalación de agua de mar);1 en México, la Ley de Aguas Nacionales (1992) alude al de “desalinización” cuando establece que serán objeto de concesión la extracción de aguas marinas interiores y del mar territorial, cuyo fin sea, precisamente, el de dicha actividad.2

Incluso, el uso arbitrario de una noción u otra también se puede manifestar dentro de un mismo ordenamiento jurídico en lo particular. Como muestra, en nuestro país, si bien la Ley de Aguas utiliza la palabra “desalinización” para los efectos ya señalados, el Reglamento de la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente en Materia de Evaluación del Impacto Ambiental (2000) hace uso del otro término, al prescribir que las obras o actividades hidráulicas relativas a las plantas desaladoras requieren previamente de una autorización de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales en materia de impacto ambiental.3

Ahora bien, es común que los conceptos que se han elaborado sobre desalación o desalinización, particularmente en el ámbito académico, compartan entre sí elementos definitorios semejantes. Entre estos, de manera singular, se encuentran aquellos que se refieren tanto a los fines para los que se realiza dicha actividad como a los métodos o procesos que utilizan las plantas desaladoras.

Por ejemplo, para Gómez, la desalación es “acción y efecto de quitar la sal del agua del mar o de las aguas salobres, para hacerlas potables o útiles para otros fines” (2009: 167). En sentido un tanto similar, Jiménez enfatiza que “la desalación consiste en un proceso industrial para el tratamiento del agua de mar, que consiste en eliminar su contenido en sal, transformándola en agua apta para usos como el abastecimiento de poblaciones, o los riegos…” (2003: 29). Por su lado, Nebel y Wright entienden por desalinización la “purificación del agua de mar por destilación o microfiltración para hacerla potable” (1999: 670). Por otra parte, Arenas define la desalinización como la “eliminación del exceso de sales presentes en suelos y aguas”, y explica en lo particular que “en las aguas salobres o aguas marinas se emplean determinados métodos (ósmosis inversa, por ejemplo) para eliminar el exceso de sales y convertirlas en aguas útiles para el riego o el consumo humano” (2000: 277). En un sentido amplio y, si se quiere, más preciso, Rojas y Delpiano han definido y descrito este concepto de la siguiente manera:

La desalinización o desalación es un proceso mediante el cual se elimina el contenido de sales del agua de mar obteniendo como producto agua dulce. Para ello existen esencialmente dos tipos de tecnologías: la ósmosis reversa y la evaporación térmica, siendo la gran barrera que estas deben superar el consumo de energía, y en ese sentido la ósmosis reversa es la que resulta más atractiva hasta ahora, ya que consume un 60% menos de energía que la evaporación térmica. (2016: 108).

A partir de estas definiciones, e independientemente de sus contenidos, es importante tomar nota de que, alrededor del tema de la desalación, giran un conjunto de factores que son de consideración primordial tanto para la instalación de una planta de este tipo como para la eventual regulación de semejante actividad.

El primero de ellos está relacionado con el bien jurídico o recurso natural que se utiliza para desalar, esto es, tanto el agua de mar que es de donde se obtiene la mayor cantidad de agua desalada a nivel mundial, como las aguas salobres. La legislación aplicable para cada una de ellas corresponde, según sea el caso, a normas sobre derecho del mar, derecho de las aguas, derecho ambiental y derecho energético, entre otras ramas jurídicas.

Las cuestiones jurídicas que deben abordarse incluyen, invariablemente, las siguientes: i) la naturaleza jurídica del bien que se extrae desde su origen y para su destino final, esto es, si el agua desalada es de naturaleza pública y/o privada; ii) la regulación jurídica respecto al otorgamiento de autorizaciones o concesiones, según sea el caso, relativas al aprovechamiento y procesamiento del agua de mar, agua desalada y procesos energéticos, respectivamente; iii) la intervención según corresponda de las autoridades competentes, como es el caso de inspectores y verificadores ambientales por los impactos del desarrollo de la actividad de desalación, incluyendo las descargas de los residuos (salmueras) respectivos (Giménez, 2005: 49-53; Hiriart, 2008: 162; Navarro, 2018: 163 y 164).

El segundo factor alude a las tecnologías o procesos que se utilizan para llevar a cabo la desalación y el consumo de energía asociado a ellos. Aquí, los dos métodos más importantes han sido, por un lado, el de ósmosis inversa, a través del uso de membranas semipermeables, y, por el otro, la destilación a través de la evaporación térmica. A nivel mundial, el que más se utiliza es el primero (ósmosis inversa), este proceso llega a contabilizar casi las tres cuartas partes de la producción total de agua desalada. Si bien ambos métodos consumen altas cantidades de energía, la desalación por ósmosis inversa, comparada con la desalación térmica, consume menor energía, requiere de menos espacio físico para su instalación y operación, y puede utilizar tanto agua de mar como agua salobre (Dévora-Isiordia et al., 2013).

Por ejemplo, mientras que el proceso por membranas para la obtención de agua desalada generalmente requiere alrededor de 3 a 5 kilowatts por hora por metro cúbico de agua desalada (en adelante, KWh/m³), el proceso de destilación requiere para esos mismos fines de 60-70 KWh/m³ en energía térmica y de 1.5-2 KWh/m³ en energía eléctrica. Pero además de esto, es de hacerse notar que gracias al desarrollo, durante las últimas dos décadas, de una mejor tecnología para desalar agua a través de ósmosis inversa se ha logrado una reducción en el consumo de energía, de ese histórico 3 a 5 KWh/m³ hacia un significativo 1.8 KWh/m³ en la producción de agua (Ahmadi et al., 2020: 13).

El tercer factor a considerar son los fines a los que está destinada el agua desalada, los cuales incluyen, principalmente, el consumo humano, el riego en el sector agrícola, y los diversos usos que se le puede dar en los sectores turístico, industrial y minero. En este rubro, no debe pasar por desapercibida la importancia socioeconómica que la desalación representa para algunos países que dependen, casi en su totalidad, de la obtención de agua por esta vía. Por ejemplo, es notable lo que ocurre en Kuwait, donde se calcula que 95% del agua proviene de la desalación, aproximadamente (Aquae Fundación, 2020a); y también lo que sucede en Arabia Saudita, donde se estima que 4 de cada 5 litros de agua que se consumen provienen de plantas desaladoras (Aquae Fundación, 2020b). Además, la dependencia de agua desalada en ciertas ciudades o regiones geográficas es igual de relevante y, de hecho, esencial para la supervivencia hídrica de sus poblaciones y el desarrollo de sus actividades económicas, turísticas y culturales, entre otras.

El cuarto factor es de tipo ambiental. Esto se encuentra asociado fundamentalmente a tres cuestiones claramente identificadas desde hace algunos años: i) los impactos ambientales por la construcción, instalación y operación de las plantas desaladoras, entre otros, por afectaciones paisajísticas en zonas costeras y por la contaminación por ruido (Jiménez, 2002: 463, 464 y 471); ii) los residuos que se generan por la desalación, en concreto, la salmuera, que es agua con alta concentración salina y cuyo vertimiento se realiza generalmente hacia el mar. En este punto, aún existe la discusión no solo sobre la magnitud de los efectos que se producen en el océano y en la vida marina, con especial énfasis en aquellos lugares cercanos a áreas naturales protegidas o bancos de coral, sino sobre factores como la rapidez con la que se disuelve o no la salmuera en el mar, si la zona en el que se realiza el vertimiento es cerrada o limitada, o si un tratamiento con dilución previa mediante agua marina evitaría algún impacto (de la Fuente et al., 2008: 11-28; Mendieta y Morales, 2021: 42; Nava, 2008: 73 y 74; Torres, 2004: 30 y 31), y iii) los efectos atmosféricos -particularmente los climáticos- vinculados al tipo de energía que se utilice para desalar: en la desalación por el método de destilación (por evaporación térmica) se consume energía asociada a la generación de gases de efecto invernadero, en el proceso de desalación por ósmosis inversa se consume energía eléctrica que es producida generalmente a través de energías convencionales o no renovables, es decir, por medio de combustibles fósiles, lo que en su conjunto se contrapone a la idea primigenia del desarrollo sostenible (Jiménez, 2003: 62-64).

De hecho, se estima que 99% del agua desalada en el mundo es obtenida a partir de energías fósiles que dañan el ambiente (Kettani y Bandelier, 2020: 2). Dicho de otra manera, sólo 1% de ese total corresponde a energías renovables, particularmente la eólica y la solar (Cruz, 2021).

Sobre esta última cuestión, debemos tener por cierto que los dos métodos antes referidos (tanto el de ósmosis inversa como el de destilación) son en la actualidad poco sostenibles desde un punto de vista ambiental. Aunque las propias plantas desaladoras no generan en sí mismas emisiones a la atmósfera, las emisiones que generan las plantas de energía asociadas a ellas se consideran como un concepto ambiental indirecto (Correa, 2008: 11). En relación con esto, Jiménez habría advertido desde hace algún tiempo lo que hoy en día seguimos experimentando en este rubro:

Por lo que se refiere a la contaminación atmosférica hay que señalar que el proceso de desalación en sí mismo, no la produce, pero dado que todas las plantas desaladoras consumen energía de una forma u otra, es la producción de esta energía la que provoca normalmente este tipo de contaminación y especialmente las plantas desaladoras ligadas a una central térmica que emplee combustibles fósiles, pues producen emisiones que contribuyen al efecto invernadero.

Así pues, desde el punto de vista que ahora nos ocupa, las investigaciones se centran de una parte, en conseguir que la desalación consuma la menor cantidad de energía, y de otro lado, en que la energía se produzca de la forma menos contaminante posible (2003: 462).

El quinto factor corresponde al costo o precio del agua desalada incluyendo, desde luego, lo relativo al tipo de energía que se consume. En este sentido, se ha sostenido que el método de ósmosis inversa es “el más eficiente, y por lo mismo este proceso provee de agua a un costo menor en comparación [con] los procesos de desalación por destilación” (Correa, 2008: 111). De hecho, este método es el más utilizado en aquellos países o regiones en donde los combustibles fósiles son escasos o más costosos y, en cambio, el de evaporación térmica se prefiere en los lugares donde la energía fósil es abundante o subsidiada (Ghaffour et al., 2014: 1155). Debe advertirse que, entre 30% y más de 50% del costo del agua producida por procesos de desalación está relacionada con la energía (Ahmadi et al., 2020: 13 y 14) y, por tanto, la energía que se utilice, bien sea eléctrica o térmica, definirá al final del día el costo de la propia desalación.

Aunque existen estimaciones financieras sobre esto, la realidad es que el cálculo del costo depende de diversos factores, por ejemplo, el que corresponde a la capacidad que tiene la planta misma para desalar, y de aquí lo difícil de realizar estudios comparados entre ellas (Kettani y Bandelier, 2020: 2).

Ante este escenario, se ha estado señalando desde hace tiempo sobre la posibilidad de transitar hacia energías más limpias o renovables, como una “opción sustentable ante la opción no sustentable de emplear energías convencionales basadas en la utilización de combustibles fósiles”, particularmente por lo oneroso que resulta un proceso que depende del petróleo, el cual está sujeto, entre otras cuestiones, a la volatilidad de precios en el ámbito internacional (Guevara y Stabridis, 2008: 2).

Esta propuesta, sin embargo, sigue representando un desafío en términos financieros, ya que todavía el costo del agua desalada proveniente de energías renovables es mayor al costo que proviene de energías obtenidas a través de combustibles fósiles, si bien las tecnologías renovables para estos fines están experimentando una rápida reducción en sus costos, y bajo ciertos escenarios, podrían ser incluso más baratas que las fuentes energéticas convencionales (Ahmadi et al., 2020: 13-15).

Por lo dicho con antelación, una cuestión que a lo largo de las últimas décadas ha adquirido mayor relevancia en la regulación y puesta en operación de las plantas desaladoras para la obtención de agua potable es la discusión sobre el tipo de energía que debería utilizarse para mejorar los costos económicos y los impactos ambientales asociados a esta actividad, lo que supone el uso de energías más eficientes y menos contaminantes, o, en su caso, renovables, esto es, energías que sean asequibles y sostenibles (Ahmadi et al., 2020; Cruz, 2021; de la Cruz, 2006; Ghaffour et al., 2014; Jiménez, 2003). Precisamente, esta discusión se inserta dentro de uno de los debates que están emergiendo en el marco de los grandes desafíos que tienen las naciones de todo el mundo frente a sus sistemas energéticos: lograr que la producción de energía sea justa.

2. Justicia energética

Utilizada por vez primera en la literatura académica hacia 2010, la expresión “justicia energética” o “energía justa” ha ido ganando terreno como concepto de análisis -aunque ciertamente todavía no como un constructo teórico- en el debate sobre los sistemas energéticos en el mundo y en la discusión sobre diversos temas relacionados con la protección ambiental (Villavicencio y Mauger, 2017: 8 y 9). Por ejemplo, se le ha vinculado con la problemática del cambio climático como parte de una nueva agenda transversal de investigación en las ciencias sociales (Jenkins et al., 2016: 175), así como un elemento de discusión indispensable para lograr políticas públicas asociadas a la descarbonización de sistemas energéticos para alcanzar la mitigación climática (Allison, 2015: 124).

También, el precepto ha empezado a encontrar acomodo dogmático en el marco de la discusión de otros conceptos, tal y como ha sucedido con el de desarrollo sostenible y con disciplinas que utilizan enfoques y perspectivas diversas en la investigación energética (Heffron y McCauley, 2017: 658 y 659).

Sobre sus orígenes y expansión, pueden precisarse que existen tres fases por las que ha atravesado dicho concepto: la primera corresponde a su uso en la práctica por organizaciones no gubernamentales; la segunda, a su utilización dentro de la academia como una mera expresión sin que hubiera sido definida como concepto, y la tercera, en la que comienza a definirse como concepto y se convierte en objeto de estudio (Heffron y McCauley, 2017: 659).

En el contexto de este breve caminar histórico, es menester preguntarse si acaso se ha conformado algún concepto de justicia energética que permita identificar con claridad sus elementos definitorios. No parece -habrá de responderse a dicha interrogante- que la mancebez de su aparición y desarrollo así lo sugieran, aunque se ha reconocido que es, ante todo, un marco conceptual que busca identificar cuándo y dónde ocurren injusticias en el ámbito energético, y cómo el derecho y la política pueden responder a ellas (Villavicencio y Mauger, 2017: 8). En efecto, apenas podría argumentarse que existen en la actualidad algunos componentes definitorios o descriptivos que apuntan a delinear lo que esta locución representa o pretende representar. En todo caso, semejante escenario es resultado de un desarrollo conceptual que ha tenido como base analítica tanto un enfoque pragmático orientado al activismo, como uno de tipo doctrinal a través de la investigación (Finley-Brook y Holloman, 2016: 2).

Así, por una parte, se registran desde las plataformas digitales algunas propuestas atractivas que al menos nos dan una idea práctica de cómo debe entenderse esta expresión, como es el caso de la plataforma MetrópoliMid. Bajo este enfoque, Patiño (2019) señala al respecto lo siguiente:

Una forma de valorar los recursos energéticos es haciéndonos responsables de su gestión. La descentralización del sistema energético, que es posible gracias al uso de fuentes alternativas, permite que los ciudadanos podamos participar de manera directa en la gestión de los recursos. Este esquema de descentralización nos permite a los ciudadanos contribuir de una manera más amplia en la toma de decisiones, lo que se conoce como democracia energética. La justicia climática, la justicia ambiental y la democracia energética forman parte de un concepto más amplio que se conoce como justicia energética.

En el marco de la justicia energética, los ciudadanos gestionamos los recursos disponibles a nivel local dentro de un proceso eficiente y en vías de descarbonización.

Por otra parte, los esfuerzos realizados desde la doctrina para darle forma a un posible concepto de “justicia energética” han logrado posicionar ciertos elementos o componentes definitorios que sirven como fundamento -aunque todavía sean muy básicos- para su comprensión y eventual inserción en marcos normativos o de política pública. Como muestra, Hernández (2015: 154) ha señalado que la justicia energética convoca a reflexionar sobre la distribución equitativa de los beneficios y costos energéticos, a la vez que aumenta la conciencia sobre la relación que tienen los diversos grupos vulnerables con la energía, incluyendo su acceso y asequibilidad.

En el análisis que realiza de este concepto, Hernández (2015: 154 y 155) enfatiza que diversos doctrinarios han elaborado definiciones que van desde aquéllas que se fundamentan en los principios básicos de los movimientos de justicia social y de justicia ambiental, si bien con ciertas variaciones respecto al papel que juegan los consumidores y los mercados, hasta aquéllas que vinculan la justicia energética con el desarrollo sostenible, particularmente en el contexto de los países menos desarrollados (creando así la locución “energía sustentable”); o aquéllas que incluso consideran a la energía dentro de esta conceptualización como una necesidad básica. Sin embargo, una visión entera de lo que es la justicia energética, según lo aclara esta autora, debe tomar en cuenta desde la producción y distribución hasta el consumo ético y la regulación gubernamental.

En este sentido, vincula el concepto de “energía justa” a cuatro derechos: i) el derecho a una producción energética sustentable y saludable; ii) el derecho a la mejor infraestructura energética disponible; iii) el derecho a una energía asequible, y iv) el derecho al servicio ininterrumpido de energía. La actualización de estos cuatro derechos requiere, a nivel macro, del desarrollo y escalabilidad de las fuentes renovables de energía.

Doctrinarios como Goldthau y Sovacool (2012: 236) se han enfocado en la importancia que tiene la parte respectiva a la demanda de energía o servicios energéticos en el sentido de que millones de personas no tienen, por un lado, acceso a la electricidad y que, por el otro, continúan utilizando fuentes energéticas altamente contaminantes para su subsistencia, por ejemplo, para cocinar o calentar sus hogares. Al centro de toda preocupación en un sistema energético global que ha sido descrito como increíblemente injusto, se localizan -según estos autores- los impactos a la salud humana (particularmente en los países y/o comunidades más pobres del planeta) y la interconexión que la inequidad energética y la pobreza guardan con problemas como la equidad de género, la justicia social y la degradación ambiental.

Además, de la mano de la justicia energética se encuentra el asunto de la transición energética con bajas emisiones de carbono, la cual está vinculada, desde luego, al tema del cambio climático. En este contexto, la idea no sólo es hacer que los sistemas energéticos actuales basados en combustibles fósiles sean más limpios, eficientes o amigables con el ambiente, sino que se logre, según enfatizan dichos autores, una transición verdadera hacia las energías renovables.

Junto a los planteamientos anteriores, una de las propuestas conceptuales mejor estructuradas que existen sobre justicia energética en la literatura de nuestros días, y que comienza a configurarse como un punto de partida analítico esencial en este tema, es la realizada por Sovacool et al. Para estos autores, la justicia energética consiste en dos principios clave: i) el prohibitive principle, el cual establece que “los sistemas energéticos deben estar diseñados y construidos de tal manera que no interfieran indebidamente con la capacidad de las personas para adquirir aquellos bienes básicos a los que justamente tienen derecho”,4 y ii) el affirmative principle, el cual determina que “si alguno de los bienes básicos a los que justamente tienen derecho las personas sólo se pueden garantizar por medio de servicios energéticos, entonces en ese caso también existe un derecho (derivado) a los servicios energéticos” (2014: 3).5 Ambos principios se basan en la noción de que la energía sirve como un prerrequisito material para muchos de los bienes básicos a los que las personas tienen derecho, y también reconocen que las externalidades asociadas con los sistemas energéticos comúnmente interfieren con el disfrute de dichos bienes, como son la seguridad y el bienestar.

En sus reflexiones, Sovacool et al. (2014: 201-203) señalan que el prohibitive principle exige, entre otras cuestiones, que los “reguladores” (debe entenderse por estos no solo los que crean las leyes y las implementan o ejecutan, sino también los que elaboran las políticas públicas) se enfoquen en los costos que resultan del sistema energético y en la manera en la que tales costos son distribuidos entre las generaciones presentes y futuras; de cualquier modo, los sistemas energéticos no deben imponerse o desarrollarse indebidamente en contra o sobre el ambiente y la salud humana. Por lo que respecta al affirmative principle, los doctrinarios enfatizan que dicho principio se enfoca en cómo los beneficios de los sistemas energéticos son distribuidos en las sociedades. Para este caso, los “reguladores” deben tomar en consideración la inequidad existente de acceso a la energía (y las consecuencias que de esto se deriva en los ámbitos económicos, sociales y políticos), y, por tanto, debe garantizarse que un sistema energético avance en los objetivos de justicia e igualdad, al tiempo de que no exacerbe, como es de advertirse, las desigualdades ya existentes.

Más allá de estas descripciones, debe tomarse por cierto el hecho de que el concepto de “justicia energética” descansa en la idea inobjetable de considerar o mirar a la energía como un derecho (Bertinat, 2016: 7), y en la medida en que éste se garantice, con otros derechos también se podrá. Así, la discusión actual sobre el sistema energético global y su transición hacia el uso de energías más limpias y renovables está vinculada a la discusión sobre la satisfacción de necesidades o bienes básicos, como es, entre otros, el agua, y ambas discusiones están, a su vez, vinculadas con el tema del desarrollo sostenible (Jenkins, Sovacool y McCualey, 2018, p. 70).

Dicho lo anterior, debe tomarse en cuenta que la energía y el agua, separadas a la vez que interrelacionadas, forman parte del nivel más alto de la agenda internacional, ya que son parte de los objetivos y metas que se han establecido en el marco de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, por lo que corresponde, respectivamente, a garantizar el acceso a una energía que sea, entre otras, asequible y sostenible (Munro et al., 2017: 635; Siciliano et al., 2018: 199), y a garantizar la disponibilidad y la gestión sostenible del agua, adoptando, entre otros, el método de desalación como una herramienta esencial para tales efectos (Jones et al., 2018: 1344; Navarro, 2018: 153).

Independientemente del vínculo existente entre la justicia energética y la desalación de agua en los términos antes expuestos, es importante destacar y puntualizar dos cuestiones que explican aún con mayor claridad la interrelación entre ambas, así como la perspectiva jurídica que deberá tenerse en cuenta a partir del marco conceptual de la energía justa.

La primera se refiere al hecho de que cualquier sistema energético debe estar diseñado normativamente para asegurar que todas las personas puedan satisfacer sus necesidades básicas (como el agua) con el claro objetivo de alcanzar niveles óptimos de salud, bienestar y calidad de vida. Su regulación deberá tener como base el concepto de “desarrollo sostenible”, el cual se estructura, en un sentido amplio, de dos principios: i) el principio de equidad intergeneracional, asociado comúnmente a la definición de “desarrollo sostenible”, que significa desarrollo que permita satisfacer las necesidades de las generaciones presentes, sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades, y ii) el principio de equidad intrageneracional, que alude sólo a las generaciones presentes según el derecho que tienen de beneficiarse de manera equitativa del aprovechamiento de los recursos naturales y del derecho a disfrutar o gozar de un ambiente sano o saludable.

Avanzar en la transición hacia un sistema energético sostenible que derive en el uso de energías renovables, demanda incluir los fundamentos de la justicia energética. Así, no sólo se trata de lograr que las energías convencionales sean más eficientes o limpias, sino la de transitar hacia economías bajas en carbono. Con esto último, debe evitarse que el establecimiento y expansión de las energías renovables genere, por un lado, efectos secundarios negativos en el ambiente, como puede ocurrir con el problema del tratamiento y disposición final de todos aquéllos paneles solares cuya utilidad y funcionamiento haya llegado a su fin, y, por el otro, los impactos socioeconómicos no deseables, como el desplazamiento de campesinos y de comunidades o pueblos indígenas por la falta de acceso a la electricidad producida, o el enriquecimiento ilícito o desmedido de inversionistas privados nacionales o extranjeros que provoca, por ende, inequidad, tal y como ha llegado a suceder no sólo con la misma energía solar, sino también con la instalación y operación de energías eólicas (Villavicencio y Mauger, 2017: 7-19).

La segunda cuestión atañe a la idea de que la energía justa exige que ésta sea accesible. Esto significa tres cosas a la vez: 1) que la energía y los servicios energéticos estén al alcance físico de todas las personas (nos referimos al suministro eléctrico); 2) que los costos de la energía y los servicios energéticos sean asequibles, es decir, que no generen un costo desmedido o gravoso de manera que no pueda ser cubierto por quienes así lo demandan o requieren, o que, en su caso, no se llegue a comprometer la satisfacción de otros bienes básicos en perjuicio del ejercicio de ciertos derechos de quienes son sus titulares o poseedores (como lo es el derecho al agua), y 3) que la energía y los servicios energéticos no sean discriminatorios o excluyentes de personas, grupos o comunidades en estado de marginación o vulnerabilidad (Hernández, 2015: 155 y 156).

De aquí que sea indispensable la existencia de un marco jurídico que desarrolle criterios de equidad social -en donde prevalezca siempre el interés público sobre el interés privado, incluso si esto signifique fortalecer la presencia y participación gubernamental- y con ello se conserven los recursos naturales y se proteja, in genere, el ambiente.

Esto no supone de manera alguna impedir la participación de los sectores social y privado de la economía, como tampoco dejar de impulsar las inversiones privadas o público-privadas en un determinado país, pero siempre habrá de tenerse en cuenta el interés público y el beneficio social en aras de incrementar o mejorar la salud, el bienestar y la calidad de vida de todas las personas que integran la sociedad en su conjunto (la rural, la urbana, la campesina, la indígena, etcétera). Aquí es donde debe prevalecer y fortalecerse un sistema energético más equitativo y menos contaminante, donde se recupere “la idea de la energía como una herramienta para satisfacer necesidades en un contexto de finitud de recursos e inequidad bajo una lógica de derechos” (Bertinat, 2016: 15).

III. La agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible

En muchos sentidos, el punto de contacto o de interrelación que guarda la obtención de agua mediante la desalación, a través de un sistema energético que incorpore los elementos definitorios de lo que es la justicia energética, se aprecia en el documento internacional sobre desarrollo sostenible más importante de la actualidad, el cual fue aprobado el 25 de septiembre de 2015 por la Asamblea General de las Naciones Unidas (AGNU), según la Resolución 70/1: “Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible”.

Este instrumento no vinculante consta de 17 objetivos y 169 metas que son “de carácter integrado e indivisible, de alcance mundial y de aplicación universal”, y surge como un “plan de acción a favor de las personas, el planeta y la prosperidad” (AGNU, 2015). De estos 17 objetivos, dos de ellos abordan de manera específica los temas de agua y energía, los cuales corresponden, respectivamente, al objetivo 6: “Garantizar la disponibilidad y la gestión sostenible del agua y el saneamiento para todos”, y al objetivo 7: “Garantizar el acceso a una energía asequible, fiable, sostenible y moderna para todos”. Por lo que atañe al 6, se incluye a la desalación como una de las diversas actividades y programas relacionados con el agua, y por lo que toca al 7, si bien no se hace mención explícita a la justicia energética, sí se contemplan en dicho objetivo algunos de los componentes definitorios más importantes que caracterizan a dicho concepto. Analicemos a continuación cada uno de ellos.

1. Agua y desalación

Son escalofriantes las estadísticas que se reportan en el seno de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre el estado que guarda el agua a nivel mundial. Como muestra, se pueden mencionar tan solo cuatro de los datos más destacables sobre esta materia en el marco de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, tal y como a continuación se describen según el objetivo 6:

  • - Se calcula que 3 de cada 10 personas carecen de acceso a servicios de agua potable seguros, es decir, más de 2,000 millones de personas carecen de acceso a servicios de agua potable que sean gestionados de manera segura.

  • - Se estima que 6 de cada 10 personas carecen de acceso a instalaciones de saneamiento seguras, es decir, alrededor de 4,500 millones de personas carecen de servicios de saneamiento que sean gestionados de manera segura.

  • - Cada día mueren alrededor de 1,000 niños debido a enfermedades diarreicas asociadas a la falta de higiene.

  • - La escasez de agua afecta a 4 de cada 10 personas en el mundo, es decir, 40% de la población mundial sufre de escasez de agua y se prevé que este porcentaje aumente en los próximos años.

En este objetivo se establecen una serie de metas que están relacionadas con el tema del agua y la desalación, según lo explicado en apartados anteriores. Las metas más relevantes sobre la cuestión del agua en este sentido son:

[Que de 2015 a 2030 se habrá de] lograr el acceso universal y equitativo al agua potable a un precio asequible para todos[;] mejorar la calidad del agua reduciendo la contaminación, eliminando el vertimiento y minimizando la emisión de productos químicos y materiales peligrosos[; asegurar] el abastecimiento de agua dulce para hacer frente a la escasez de agua y reducir considerablemente el número de personas que sufren falta de agua[;] implementar la gestión integrada de los recursos hídricos a todos los niveles, incluso mediante la cooperación transfronteriza, según proceda[, y] apoyar y fortalecer la participación de las comunidades locales en la mejora de la gestión del agua (AGNU, 2015).

Central para el presente trabajo en relación con la desalación, es la meta 6.a, la cual establece textualmente “ampliar la cooperación internacional y el apoyo prestado a los países en desarrollo para la creación de capacidad en actividades y programas relativos al agua y el saneamiento como los de captación de agua, desalinización, uso eficiente de los recursos hídricos, tratamiento de aguas residuales, reciclado y tecnologías de reutilización” (AGNU, 2015).

Ante los grandes retos que enfrenta la comunidad internacional para lograr el acceso global del agua para toda la humanidad en el marco de las metas de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, la desalación de agua representa una opción para todos aquellos países que sufren de escasez de agua o de estrés hídrico con el objeto de diversificar sus fuentes de obtención de agua (Kettani y Bandelier, 2020: 1). El agua desalada es una alternativa no convencional a otras formas de resolver la demanda de agua que puede contribuir de manera determinante no sólo a mejorar el acceso a dicho bien o necesidad básica (Ahmadi et al., 2020: 1 y 2), sino a enfrentar el conflicto de que las fuentes convencionales de agua (por ejemplo, ríos, lagos, acuíferos) no son suficientes para cumplir con lo establecido en el objetivo 6 de la Agenda 2030 -garantizar la disponibilidad y la gestión sostenible del agua para las generaciones presentes y futuras (Jones et al., 2018: 1344).

Al tenor de lo dicho con antelación, puede sostenerse que la desalación, en los hechos, ha estado contribuyendo, y de manera creciente, a enfrentar este dilema de diversas maneras. En efecto, si bien el agua desalada representa apenas poco más de 1% del agua potable a nivel mundial, se calcula que existen en la actualidad más de 150 países que ya utilizan diversas tecnologías para la desalación (Ahmadi et al., 2020: 2).

Las experiencias reales con las que se cuenta en nuestros días demuestran lo importante que es esta actividad para la obtención de agua, sobre todo si se atiende al ámbito regional. Este es el caso de la región de Medio Oriente y África del Norte, la cual totaliza en su conjunto 48% de la capacidad global instalada (casi la mitad) de la desalación en el mundo. Otras regiones, si bien con porcentajes menores, son ejemplo de la forma en la que la desalación se ha extendido en todo el planeta. Así, aunque las cifras pudieran variar según la fuente, apenas hace un par de años la región geográfica de Asia del Este y el Pacífico abarcaba el 18.4% de esa capacidad instalada; otras regiones como América del Norte contribuían con 11.9%, Europa Occidental con 9.2%, y América Latina y el Caribe con 5.7% (Jones et al., 2018: 1348 y 1349). Estos porcentajes pueden variar año con año, pero la tendencia es hacia un incremento en lo general.

Sin embargo, la importancia y contribución de la desalación de agua en el sentido de lo dicho en el párrafo anterior, y en el contexto de los objetivos de desarrollo sostenible, es mucho más visible si nos enfocamos a revisar las experiencias que ha tenido cada país y, sobre todo, si atendemos en lo particular a una determinada ciudad, una región geográfica, o incluso, a una isla o conjunto de islas dentro de la jurisdicción de una misma nación, independientemente de que cuente con mucha o poca población. En este escenario existen casos en donde las plantas desaladoras abastecen hasta en 90% (o más) de agua a un país o localidad en específico.

Como muestra, destaca el caso de Kuwait, en Medio Oriente, que, con una población de más de 4 millones de habitantes, el agua que consume proveniente de la desalación ha alcanzado desde hace algún tiempo hasta un total de 95%, aproximadamente (Hiriart, 2008: 163). Una ciudad que llama la atención el caso de Dubai, en Emiratos Árabes Unidos, que, con una población de más de 3 millones de habitantes, abastece de agua potable a partir de la desalación con más de 98% (Aquae Fundación, 2020a). Otro ejemplo en sentido similar, lo constituyen las ciudades de Antofagasta, que tiene una población de más de 300 mil habitantes, y de Mejillones, que cuenta con una población de más de 13 mil habitantes, ambas en Chile, las cuales son abastecidas con agua desalada en 90% y 100%, respectivamente. Y respecto a islas, destacan, por un lado, la de Lanzarote, con una población de más de 150,000 habitantes y, por el otro, la isla Fuenteventura, con más de 120,000 habitantes, ambas pertenecientes al archipiélago canario en España, cuyo suministro de agua potable se realiza 100% a través de agua desalada (Aimone, 2020).

En este contexto, es de tomarse en cuenta que la desalación como ahora la conocemos (a escala industrial, pero con diversas capacidades de producción en metros cúbicos por día) ha ido incrementándose de manera constante desde que comenzó a utilizarse y hasta nuestros días. Las primeras plantas desaladoras de este tipo con métodos modernos (por ósmosis inversa y destilación) empezaron a construirse poco después de mediados del siglo pasado en países como España, donde la primera planta desaladora se construyó en 1964, en la Isla de Lanzarote. En nuestro continente, la primera planta de desalación por ósmosis inversa fue para agua salobre, y se construyó en 1965, en el estado de California, en Estados Unidos; la primera para agua de mar por éste mismo método fue en Bermuda, y se construyó en 1974 (Buenaventura, 2015).

Se calcula que en la actualidad operan alrededor de 15,000 plantas desaladoras, con una producción de agua desalada de más de 95 millones de metros cúbicos por día, y se estima que en este rubro los países con la mayor producción son: Arabia Saudita (con 17%), Emiratos Árabes Unidos (con 13.4%) y Estados Unidos (con 13% del total mundial) (Aquae Fundación, 2020a).

Las plantas desaladoras más grandes del mundo se encuentran en Emiratos Árabes Unidos, Israel, Argelia y Arabia Saudita. Este último cuenta con varias plantas, pero la más grande de ellas, y que también lo es a nivel mundial, es la de Ras Al-Khair, con una producción de más de 1 millón de metros cúbicos por día (Iagua, 2020). En Emiratos Árabes Unidos, la planta más grande es la de Taweelah, con una producción de 900,000 metros cúbicos por día. Las plantas de mayor producción de agua de mar por ósmosis inversa se encuentran en Israel, con el proyecto Sorek, con una capacidad de más de 620,000 metros cúbicos por día; y en Argelia, con la planta de Magtaa, cuya capacidad es de 500,000 metros cúbicos por día (Aquae Fundación, 2020c; Cosín, 2019).

En Europa, la planta desaladora más grande se encuentra en Torrevieja, Alicante, España, con una capacidad de producción aproximada, también por ósmosis inversa, de 240,000 metros cúbicos por día (Aquae Fundación, 2020c).

En México, las primeras plantas desaladoras comenzaron a operar en la década de 1970, en particular en Baja California, la cual contó con una capacidad de producción de más de 28,000 metros cúbicos por día (Correa, 2008: 104). Aunque el número de desaladoras ha ido incrementándose con el paso del tiempo, nuestro país no ha logrado aumentar su capacidad de producción de manera significativa tal y como podría esperarse ante los crecientes problemas de disponibilidad de agua por habitante al año (agua renovable per cápita) que se padecen en todo el territorio. En efecto, los datos ampliamente conocidos y difundidos en este sentido son alarmantes, ya que en 1970 la disponibilidad natural media de agua era de 9,880 metros cúbicos por habitante por año, y para el año 2000 dicha disponibilidad bajó a 4,708 metros cúbicos por habitante por año (Conagua, 2005). El agua renovable per cápita para 2016 fue de 3,687 metros cúbicos por habitante por año, y se calcula que para el año 2030 sea de 3,279 metros cúbicos por habitante por año (Conagua, 2017).

Según explican Arreguín y López (2015), para comienzos de este siglo, en concreto en 2001, existían en México 171 plantas en donde más de 60% se encontraba en Baja California y Quintana Roo, pero sólo operaban 120 en total. En ese año se contaba con una capacidad máxima instalada de 67,487 metros cúbicos por día, aunque la operación llegó sólo a 52,455 metros cúbicos. En 2007 se contabilizaron 435 plantas desaladoras de las cuales operaban 282, se alcanzó una capacidad de producción instalada de 311,376 metros cúbicos por día a nivel nacional. Para ese entonces, destaca la instalación de una planta de gran importancia, la de Los Cabos, en Cabo San Lucas, Baja California Sur, la cual comenzó sus operaciones en 2007, con una capacidad de producción de más de 20,000 metros cúbicos por día.

Si bien la actividad de la desalación continúa en nuestro país (se calcula que 76% de las desaladoras opera a través del método de ósmosis inversa), se han dejado escapar oportunidades para instalar plantas de enorme trascendencia. Lo anterior, no precisamente por impactos sociales negativos, por factores económicos insuperables o por daños ambientales irreversibles, sino por decisiones políticas equivocadas, tal y como sucedió con la fallida experiencia a finales del siglo pasado y principios del presente, en la cual se hubiera tenido una planta desaladora, con una eventual capacidad instalada de más de 200,000 metros cúbicos por día para suministrar agua potable a la ciudad de Hermosillo, Sonora (Sánchez, 2008: 224-227).

No sorprende que la concreción y puesta en operación de plantas desaladoras hayan estado en nuestro país sujetas a vaivenes políticos, por ejemplo, el gobierno de Baja California decidió cancelar recientemente una planta desaladora en el municipio de Playas de Rosarito, que abastecería agua a esa zona y a la ciudad de Tijuana, argumentando problemas económicos. Por otro lado, la planta desaladora para abastecer agua desalada, en una primera etapa, a los municipios de Guaymas y de Empalme, en Sonora, con una capacidad de producción de poco más de 17,000 metros cúbicos por día, continúa su construcción y se espera comience a operar en julio de 2021 (más información del programa en el sitio web de Proyectos México, disponible en: https://www.proyectosmexico.gob.mx/proyecto_inversion/010-planta-desalinizadora-de-guaymas-y-empalmesonora/).

2. Energía (justa)

Como hemos señalado al comienzo de este apartado, el tema de la energía es abordado por la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible en el objetivo 7: “Garantizar el acceso a una energía asequible, fiable, sostenible y moderna para todos”. Entre los datos más llamativos para esta materia, en el marco de dicho instrumento internacional, y para los propósitos del presente artículo, se pueden mencionar los siguientes:

  • - De toda la población mundial, 13% aún no tiene acceso a servicios modernos de electricidad.

  • - Para cocinar y calentar la comida, 3,000 millones de personas dependen de la madera, el carbón, el carbón vegetal o los desechos de origen animal.

  • - La energía es el factor que contribuye principalmente al cambio climático y representa alrededor de 60% de todas las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero.

  • - En 2015, el 17.5% del consumo final de energía fue de energías renovables.

En este objetivo se establecen un determinado número de metas que están relacionadas con la justicia energética, las cuales, a su vez, empatan con cuestiones asociadas a la desalación de agua de mar, así se ha explicado en apartados anteriores. En este sentido, las metas más relevantes en el tema energético son:

[De 2015 a 2030, se habrá de] “garantizar el acceso universal a servicios energéticos asequibles, fiables y modernos[;] aumentar considerablemente la proporción de energía renovable en el conjunto de fuentes energéticas[;] duplicar la tasa mundial de mejora de la eficiencia energética[;] aumentar la cooperación internacional para facilitar el acceso a la investigación y la tecnología relativas a la energía limpia, incluidas las fuentes renovables, la eficiencia energética y las tecnologías avanzadas y menos contaminantes de combustibles fósiles, y promover la inversión en infraestructura energética y tecnologías limpias[, y por último, relevante para países como México,] ampliar la infraestructura y mejorar la tecnología para prestar servicios energéticos modernos y sostenibles para todos los países en desarrollo, en particular los países menos adelantados (AGNU, 2015).

Es muy importante precisar que el texto de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible no se refiere expresamente al concepto de “justicia energética”, como tampoco al de “energía justa” por lo que concierne a la energía y a los servicios energéticos. En tal sentido, la ausencia de una mención explícita a temas de justicia en dicho documento ha sido ya analizada y criticada por diversos especialistas en la materia (Munro et al., 2017: 735) y, de hecho, algunos doctrinarios han subrayado la relevancia de incluir las cuestiones relativas a la justicia energética para, de esa manera, lograr el cumplimiento de la meta establecida de aumentar considerablemente la proporción de energía renovable en el conjunto de fuentes energéticas (Villavicencio y Mauger, 2017: 2).

Por lo anterior, es de enorme relevancia observar que el contenido y alcance de la mayoría de las metas establecidas en el objetivo 7 de la Agenda 2030, coincidan con la esencia misma de algunos de los elementos definitorios del concepto de “justicia energética”. En efecto, es posible identificar al menos tres casos que claramente muestran que algunos enunciados en dichas metas guardan gran similitud de contenido con lo que en este artículo se ha discutido sobre la energía justa.

En primer lugar, la Agenda 2030 se refiere a que el acceso a los servicios energéticos sea accesible, cuestión que es central en el marco conceptual de la justicia energética como principio de análisis en los sistemas energéticos (Hernández, 2015: 154; Siciliano et al., 2018: 201).

En segundo lugar, ese instrumento internacional alude a una eficiencia energética, es decir, al aumento considerable de energía renovable en el conjunto de fuentes energéticas, situación vinculada a la energía justa en el marco de la discusión relativa a la transición energética baja en carbono (esto en el sentido de que los sistemas energéticos de nuestros días, basados en el uso de energías convencionales, sean más limpios o eficientes y que, al mismo tiempo, avancen hacia una transición en el uso cada vez mayor de energías renovables) (Bertinat, 2016: 9-11; Goldthau y Sovacool, 2012: 236).

En tercer lugar, dicho documento no vinculante hace mención que todo sistema energético, tanto su infraestructura como los servicios que ofrece, tenga como base el desarrollo sostenible, con particular atención a países en vías de desarrollo, lo que se traduce en lograr una transición hacia un futuro energético sostenible, incorporando las preocupaciones sobre la energía justa, incluyendo los principios de equidad intergeneracional y de equidad intrageneracional, que son parte del concepto mismo de “justicia energética” (Heffron y McCauley, 2017: 659; Villavicencio y Mauger, 2017: 10).

Ahora, retomando lo anterior, para la obtención de agua potable en el marco de la justicia energética, se advierte que existe en los hechos un contraste respecto a lo establecido en las metas de la propia Agenda 2030, en los objetivos 6 (agua) y 7 (energía), esto porque la energía que se utiliza para poner en operación las plantas desaladoras sigue siendo fundamentalmente convencional en 99% (Kettani y Bandelier, 2020: 2), y esto precisamente deriva en un aumento en la contaminación y en la emisión de gases de efecto invernadero, así como en costos económicos que pueden ser elevados para ciertos países. Esto por sí solo se traduce en un escenario energético insostenible, representando un desincentivo económico para impulsar la instalación de este tipo de plantas.

Debe quedar claro que la ausencia de una transición energética, que sea justa para desalar agua de mar, compromete el cumplimiento de metas como la de lograr el acceso universal y equitativo al agua potable a un precio asequible para todos, así como la de garantizar el abastecimiento de agua dulce para enfrentar la escasez de agua y con ello reducir el número de personas que sufren -muchas veces de manera injusta- por esta preocupante situación. Aún más, en términos de las definiciones elaboradas por Sovacool et al. (2014: 3) sobre los dos principios del concepto de “energía justa” (prohibitive y affirmative principles), puede afirmarse que, por un lado, ningún sistema energético debería interferir con la capacidad de las personas para acceder a una necesidad básica como el agua, que es, y se reconoce, como un derecho del que éstas son sus poseedoras o titulares (esto es lo que representa el prohibitive principle); y por el otro, el hecho de que el derecho de acceso al agua en el contexto de la desalación para ciertos países, regiones o islas, sólo pueda garantizarse mediante el uso de energía, entonces también existe un derecho a ésta última y a los servicios energéticos que de ésta se deriven (esto es lo que representa el affirmative principle).

Por todo lo anterior, no debe soslayarse que, si bien la energía se constituye en el prerrequisito material indispensable para la obtención de bienes o necesidades básicas, como es el caso del agua a través de la desalación, aquélla deberá ser asequible, eficiente, limpia y renovable si se pretende desarrollarla en el cumplimiento de lo que al efecto se ha establecido en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible.

Claro está que en ciertos países y bajo ciertas condiciones, el costo de producción para desalar agua con energías más limpias o renovables pudiera, eventualmente, reducirse hasta en 50% y con ello evitar la emisión de miles de toneladas de bióxido de carbono al año (Santos, 2020), pero esto no es previsible que suceda de manera extendida en un futuro inmediato. El ideal de mejorar el acceso a agua potable a partir de la desalación, utilizando energías renovables, traería consigo una reducción en el costo total de producción, y eso aún está lejos de materializarse. El cambio significativo de sustituir una desalación con energías convencionales por una con renovables, que se traduzca en un acceso global, equitativo, asequible y sostenible al agua, podría convertirse en toda una realidad sólo hasta el año 2050 (Ahmadi et al., 2020: 15).

IV. Reflexión final

Es innegable la trascendencia que la desalación de agua de mar ha ido adquiriendo a lo largo de las últimas décadas para lidiar con el problema de escasez de agua para consumo humano y otros fines en diferentes partes del mundo. Si bien es previsible el incremento en el número de plantas desaladoras y, por ende, el aumento en la producción de agua desalada hacia el futuro (situación que es enteramente necesaria y deseable), mientras no se transite hacia energías con tecnologías más limpias o hacia energías renovables, no se podrá cumplir con las metas que al respecto se han establecido en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, por lo que corresponde a sus objetivos 6 (agua) y 7 (energía).

Garantizar el acceso universal a servicios energéticos que sean asequibles, fiables y modernos, y al mismo tiempo avanzar en la producción de energía renovable en el conjunto de fuentes energéticas para desalar agua de mar, es para ciertas naciones un escenario posible, pero aún distante. Como sea, una transición energética vinculada a la desalación de agua requiere tomar en consideración algunos principios básicos del concepto de “justicia energética”, lo que significa no sólo dejar de apostar por el uso de energías convencionales, sino lograr que la misma energía sea asequible, eficiente, sostenible y renovable.

De esta manera, toda posible propuesta de solución a los dilemas aquí planteados exige un claro entendimiento de lo que significa la obtención de agua a través de los procesos de desalación con las tecnologías actuales (poco sostenibles), pero de trascendencia mayúscula para enfrentar la escasez de agua. A la par, no puede obviarse la importancia que para las próximas décadas tendrán energías renovables como la solar y la eólica para estos fines, por su idoneidad y factibilidad ambientales.

Cualquier ordenamiento jurídico enfocado a regular la desalación de agua de mar debe incorporar como objetivo central, tanto en su legislación como en el conjunto de sus políticas públicas, incentivos de todo tipo para que las plantas desaladoras mejoren sus tecnologías, y con ello hagan más eficientes sus procesos para reducir su consumo energético. Al mismo tiempo, debe impulsarse, en la normatividad respectiva, un sistema energético que sea justo.

Por todo lo dicho, hay que concluir sosteniendo que desalar agua de mar a cualquier costo energético, por un lado, y que consumir energía (sea convencional o renovable) a cualquier costo socioambiental, por el otro, no son alternativas para alcanzar el desarrollo sostenible; sin embargo, es necesario lograr, como siempre ocurre en el marco de la sostenibilidad, un equilibro entre los aspectos ecológico-ambientales, los socioculturales y los económico-financieros.

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1Esta disposición jurídica se encuentra en el artículo 2o., apartado e, ubicada dentro del título I “Del dominio público hidráulico del Estado” de la ley mencionada.

2La norma jurídica se ubica en el segundo párrafo del artículo 17, dentro del título cuarto “Derechos de explotación, uso o aprovechamiento de aguas nacionales” de la referida ley.

3Tal disposición normativa se encuentra en el artículo 5o., inciso A, fracción XII, dentro del capítulo II “De las obras o actividades que requieren autorización en materia de impacto ambiental y de las excepciones” de dicho Reglamento.

4La cita textual en inglés es: “…energy systems must be designed and constructed in such a way that they do not unduly interfere with the ability of people to acquire those basic goods to which they are justly entitled”. La traducción es mía.

5La cita en inglés establece: “…if any of the basic goods to which people are justly entitled can only be secured by means of energy services, then in that case there is also a derivative entitlement to the energy services”. La traducción es mía.

Recibido: 23 de Marzo de 2021; Aprobado: 31 de Mayo de 2021

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