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 número38TORO HUERTA, Mauricio Iván del y SANTIAGO JUÁREZ, Rodrigo, La perspectiva intercultural en la protección y garantía de los derechos humanos (una aproximación desde el análisis de las controversias electorales en comunidades indígenas), México, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 2015, 234 pp.CANOSA USERA, Raúl, El control de convencionalidad, Navarra, Cizur Menor, Aranzadi Thomson Reuters, 2015, 134 pp. índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
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Cuestiones constitucionales

versión impresa ISSN 1405-9193

Cuest. Const.  no.38 Ciudad de México ene./jun. 2018

https://doi.org/10.22201/iij.24484881e.2018.38.11887 

Reseñas bibliográficas

A propósito de la Pentalogía de José Luis Soberanes Fernández. SOBERANES FERNÁNDEZ, José Luis, El pensamiento constitucional en la Independencia, pról. de María del Refugio González, México, Porrúa-UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2012, 201 pp. SOBERANES FERNÁNDEZ, José Luis, Y fuimos una Federación. Los primeros avatares constitucionales de México, 1821-1824, pról. de José Antonio Escudero, México, Porrúa, 2013, 191 pp. SOBERANES FERNÁNDEZ, José Luis, Y los conservadores tomaron el poder y cambiaron la Constitución (1836-1846), pról. de Feliciano Barrios Pintado, México, Porrúa, 2014, 235 pp. SOBERANES FERNÁNDEZ, José Luis, Una aproximación al constitucionalismo liberal mexicano, México, Porrúa, 2015, 278 pp. SOBERANES FERNÁNDEZ, José Luis, Y la Revolución se hizo Constitución, México, Porrúa, 2016, 391 pp.

Faustino Martínez Martínez1 

1 Departamento de Historia del Derecho y de las Instituciones de la Facultad de De recho, Universidad de la Ciudad de México (UCM); Instituto de Metodología e Historia de la Ciencia Jurídica, UCM; fmartine@der.ucm.es

Soberanes Fernández, José Luis. El pensamiento constitucional en la Independencia. González, María del Refugio. México: Porrúa, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2012. 201p.
Soberanes Fernández, José Luis. Y fuimos una Federación. Los primeros avatares constitucionales de México, 1821-1824. Escudero, José Antonio. México: Porrúa, 2013. 191p.
Soberanes Fernández, José Luis. Y los conservadores tomaron el poder y cambiaron la Constitución (1836-1846). Barrios Pintado, Feliciano. México: Porrúa, 2014. 235p.
Soberanes Fernández, José Luis. Una aproximación al constitucionalismo liberal mexicano. México: Porrúa, 2015. 278p.
Soberanes Fernández, José Luis. Y la Revolución se hizo Constitución. México: Porrúa, 2016. 391p.


Toda historia particular tiene su explicación y sus motivaciones personales; depende del historiador que la forja, la selecciona y la interpreta, el que la define y la realiza; el que, con su formación, acaba por insertar dicho conocimiento en las áreas de la cientificidad más plena o más pura. Toda historia es historia contemporánea, como quería B. Croce, fruto de las filias y de las fobias del constructor del discurso, de la narración en la que finalmente se condensa el saber histórico para su correcta exposición, pero es también saber científicamente fundado lo que requiere rigor y exactitud, el empleo de algunas leyes mínimas de decencia, de aptitud y de actitud. La historia del constitucionalismo mexicano no es excepción y se acaba por fundir con su autor, nuestro protagonista, como su intérprete más cualificado en esta dimensión histórica que ahora examinaremos, siquiera sea por la abundancia de desvelos, libros y artículos dedicados al tópico, definitivamente acotado y casi agotado por medio de estas cinco monografías que se presentan a examen.

La historia constitucional de México y, en general, toda historia constitucional, ha de ser elaborada por aquellos que han creado Constitución, quienes la han forjado, interpretado y practicado; quienes la han aplicado con regularidad y asiduidad; quienes han vivido bajo su espíritu y bajo su benéfico patrocinio; quienes se han educado en ella y han sido capaces de aceptar sus postulados esenciales; quienes creen en la Constitución para lo bueno y para lo malo. Y no son muchos los que pueden acreditar una experiencia y un curriculum aptos para tal desempeño. Se requiere, se demanda, cierta sensibilidad, cierto gusto en y por lo constitucional referido y eso es, en ocasiones, mucho pedir, habituados como estamos, por desgracia, a una academia que deja de lado, no se sabe si por desidia o por ignorancia, muchos de los más importantes debates contemporáneos que nos terminan por afectar. En los últimos años de su fecunda carrera universitaria, tras haber estudiado el derecho indiano, la historia del derecho mexicano a través, sobre todo, de la vida y obras del Poder Judicial, con especial detenimiento en el juicio de amparo, y tras haber brindado excelentes manuales que han contribuido a difundir la historia del derecho entre generaciones de estudiantes de la UNAM y de otras universidades de la República azteca, el profesor mexicano José Luis Soberanes Fernández ha decidido centrarse en las cuestiones atinentes a la vida constitucional de su país. Lo hace con serenidad y con amplitud, a lo grande, mediante un fresco enorme, plural, rico y lleno de matices, seguro de conseguir óptimos resultados a partir de su formación especializada que le ha llevado a manejarse con igual soltura en el campo de la historia del derecho, del derecho constitucional y del derecho procesal, tres materias próximas por cercanía de sus objetos, confluyentes en cierta medida y en las que se ha formado de modo ejemplar y manifiesto. Tres materias además indispensables para llegar a la historia constitucional. No es mal bagaje para emprender este viaje que ahora ha decidido afrontar el autor.

La tarea no es sencilla porque se trata de una vida constitucional amplia, compleja, intensa, extenuante, con muchos avances y retrocesos, con modelos claros, pero confrontados de un modo agonístico. Una vida constitucional que es reflejo de la convulsa vida política, social, cultural y económica subyacente a lo largo del siglo XIX y del siglo XX. Uno, el primero, singularizado por la inestabilidad; el otro, más próximo, por la revolución (y Constitución) de perfiles más sociales que conoce el continente americano (en Europa, Weimar haría sus veces, pero con un retraso de dos años con relación a ese primer proceso mexicano). Véase la nómina de presidentes y gobiernos que se suceden desde la lejana independencia de septiembre de 1821, los experimentos imperiales, los devaneos dictatoriales, las sangrientas luchas entre facciones políticas, los conatos abundantes de guerra civil o las guerras civiles efectivamente ejecutadas. Observar todo esto pone de relieve que al hallarnos ante un material sensible, plural y heterogéneo, es preciso integrar para alumbrar las Constituciones como textos finales donde se trata de solidificar el resultado de los enfrentamientos políticos previos. Lecturas poliédricas se exigen para completar con éxito esta actividad investigadora que tiene como punto de arranque el conflicto. Y enfrentamientos ha habido muchos en la historia mexicana, lo que se refleja en la órbita constitucional bien para la afirmación de un texto concreto, bien para su defensa, bien para su refutación, ataque y combate. No es historia lineal y no lo puede ser por la virulencia inherente al conflicto y por la vehemencia que los defensores de los proyectos pusieron en tal empeño. De ahi, la sucesión de textos constitucionales, de documentos políticos varios, de proyectos, de propuestas y procesos constituyentes, de afirmaciones y desconocimientos de la Constitución, de rupturas y recomposiciones, de diseños de variadas instituciones y dispositivos para su defensa y protección.

Sorprenderá no el número de Constituciones (realmente, cuatro que merezcan ese nombre y ese concepto: 1814, 1824, 1857 y 1917, a lo largo de nueve congresos efectivamente constituyentes), pero sí el enfoque seguido para su estudio, marca del autor, los numerosos incumplimientos y los alternativos planes que contribuyeron a derribarlas, lo que nos coloca en la senda de aquello que F. Lasalle había manifestado para definir qué era una Constitución: la suma de los factores reales de poder que hay en una determinada sociedad. Esa visión sociológica acababa por ser, al mismo tiempo, política, pues cifraba el éxito de un determinado texto constitucional y del proyecto que llevaba consigo detrás al respaldo social (y también político) que aquél pudiera tener. Con estabilidad social y con tranquilidad política, en muchas ocasiones producidas por ella misma, la Constitución, toda Constitución, está llamada a la permanencia y al triunfo. Cuando dicha estabilidad no se puede conseguir al tratarse de una sociedad todavía en formación, como sucedía con estas sociedades americanas que salían de la época colonial y que sumaban al experimento liberal el no menos complicado experimento de la independencia, el carácter estático, predominante, superior, de la Constitución como texto que acoge, serena y condensa, es casi una utopía inimaginable, un desiderátum difícil de alcanzar. No puede ordenar como sería lo deseable, no puede imponerse, porque otras fuerzas fluyen, confluyen y se superponen a aquélla. La Constitución, conforme al criterio de Lasalle, no era un simple papel; era el papel donde se escribían los deseos, los anhelos y las aspiraciones de una nación, de un pueblo. Si se hacía de espaldas a este sujeto político, no tenía virtualidad alguna, ni posibilidades de supervivencia o arraigo. Ahí aparece un elemento clave de la visión histórica e historiográfica del profesor Soberanes: la perspectiva constitucional completa, global, casi diríamos total. Constitución no es sólo texto; es el texto y la vida del texto, ambos referentes combinados e imbricados. Historia constitucional es, sobre todo, historia constituyente y los procesos constituyentes son algo más que textos constitucionales: son correlaciones de fuerzas, luchas dialécticas, ensayos, pactos, acuerdos de mínimos y de máximos, opciones, diálogos, rupturas, transiciones, conservaciones y continuidades. Proceso constituyente es lo escrito finalmente, el proceso conducente a esa escritura y sus resultados aplicativos. El origen, la consolidación, la aplicación. La tríada explicativa. Si no se integran estas visiones, no hay historia constitucional posible. Esto va a dar las claves de muchos de los perfiles que las obras del autor presentan con total claridad y nitidez para cumplir ese cometido.

Introducir al doctor José Luis Soberanes Fernández a estas alturas del siglo no es necesario porque es, sin temor a parecer exagerados, un clásico de nuestra academia. Clásico que gana con el paso del tiempo y que es referencia inexcusable para tratar los temas sobre los que han versado sus numerosas investigaciones. Difusor, divulgador y creador al mismo tiempo, su trayectoria es ejemplar por muchas razones. Como aquellos juristas del Antiguo Régimen, ha sabido combinar a la perfección labores de docencia e investigación, junto con labores políticas, jurídicas y de gestión, y en todas ellas ha rayado siempre a gran altura, con honestidad, honradez y ejemplaridad. Ha dejado huella en ambos lados del Atlántico. En sus inicios, fue alumno de la UNAM y doctorado en España bajo la dirección de V. Fairén Guillén. Completó estudios con A. Muro y A. García-Gallo, maestros indiscutibles del americanismo jurídico (y no sólo de esa materia), para después volver a México e integrarse en el célebre Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Allí desempeñó el cargo de investigador a tiempo completo, con una constante actividad puesta de relieve en su inmensa producción científica, y el de director durante casi una década, amén de desarrollar otras actividades de gestión en la Universidad central mexicana. Desde esa atalaya de responsabilidad, ha protagonizado una ingente labor de difusión (que es también defensa y declaración de principios, confesión de parte y pasión científica, todo combinado) de la historia del derecho, bien con el auspicio de congresos, encuentros, seminarios y conferencias, allende y aquende el océano Atlántico, bien con una labor de edición y reedición de trabajos relacionados con la historia jurídica, contemporáneos y más antiguos, bien con la dirección del Anuario Mexicano de Historia del Derecho, revista de indudable calidad científica por el rigor de sus colaboradores y comité de especialistas (hoy continuada por la Revista Mexicana de Historia del Derecho, con el profesor Óscar Cruz Barney al frente, pero con idénticos perfiles y niveles de calidad). Se puede decir que, al margen de su producción científica, abundante, de enorme rigor y nivel, en lo cuantitativo y en lo cualitativo, no se puede concebir la historia del derecho de México y en México sin su mecenazgo, impulso y colaboración. La lista de discípulos formados por él y enviados a universidades españolas, europeas y de otros continentes es innúmera, del mismo modo que profesores y estudiantes de todas nacionalidades han sido acogidos en México y guiados por su sabia mano, lo que demuestra una generosidad ilimitada, un manejo burocrático ejemplar y continuado, un saber que no se ha guardado para sí, que no ha sido depositado egoístamente en sus estudios, ensayos y trabajos, sino que ha procedido a transmitirlo como hacían los grandes maestros medievales, mediante tutela, dirección y encauzamiento de los alumnos que han decidido seguir de su mano la carrera docente y la carrera de investigación, y, no menos importante para todo lo anterior, con una capacidad de liderazgo y de gestión comprometida a prueba de bombas y dificultades. Presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos durante otra década con el cambio de siglo (años inciertos también para México), su retorno a la Universidad ha sido una bendición para todos y para él mismo. La serenidad de los años, la madurez, el reposo, la calma y el alejamiento de la vida pública le han permitido afrontar en estos últimos años el que sería su proyecto oculto, más resguardado y, sin embargo, más querido, algo que ansiaba desde hacía muchos años según confesión personal: la historia constitucional de México, que ahora ve la luz bajo la forma de cinco libros publicados en una secuencia temporal de apenas un lustro.

Y lo hace en una sucesión cronológica, marcada por las grandes cesuras de la historia general mexicana, que no obstaculiza una cierta unidad suministrada por el método de trabajo elegido, el esquema de exposición, en donde se van a combinar tres elementos presentes en todo instante y en cada una de las obras: una descripción histórica e ideológica de la cultura constitucional subyacente, donde se imbrican, de un lado, historia del pensamiento y, del otro, una suerte de historia política general, que tratan de ser relacionadas con total naturalidad; después, siguen los personajes y los acontecimientos, con su sustrato de ideas y conceptos; una reflexión sobre el texto constitucional concreto, tanto en su proceso de formación como en su redacción definitiva, con especial atención a los debates parlamentarios como fuente primordial y directa, para concluir con una parte destinada a glosar la vida y obra de los grandes personajes constitucionales del momento, es decir, de aquellas personas sin las cuales no es posible explicar la cultura constitucional ni la Constitución de cada periodo, una suerte de hagiografía que reivindica a ciertos protagonistas de excepción de esta singladura mexicana con un tratamiento minucioso de su vida política, pero también con sus respectivas creaciones literarias en la línea constitucional que define su inclusión en los libros aquí examinados. Historia, pensamiento, derecho constitucional e historia del derecho con aditamentos últimos de biografía (y bibliografía) política y jurídica. Ahí comparecen los pilares que aportan originalidad a estas obras. Eso sería el proceso constituyente que es, a fin de cuentas, de lo que tiene que versar toda historia constitucional. El autor lo comprende a la perfección: no es historia de textos; es historia del cómo se forjaron, de cómo se redactaron y de cómo fueron ejecutados. De su pasado, presente y futuro. De su marco teórico y de su marco práctico. Es el desarrollo en toda su potencialidad de la voz Constitución. Por eso es indispensable echar mano de todos esos instrumentos interpretativos: historia política, historia del pensamiento, derecho constitucional, historia del derecho. Materiales plurales y heterogéneos, básicos y necesarios que deben ser leídos e integrados, no obstante su disparidad inicial, su desenfoque. Aun así, se puede encontrar un fino hilo conductor, más allá de los elementos que se ponen de relieve.

¿Cómo se puede singularizar la historia constitucional mexicana? ¿Cómo ha sido esa experiencia a lo largo de casi dos siglos de existencia independiente? ¿Qué es, qué ha supuesto y significado? ¿Qué valor ha tenido la Constitución para México y para los mexicanos? A modo de preámbulo y a partir de ideas que después nuestro autor incluirá en sus obras, la historia constitucional mexicana se determina por la conjunción de varios factores sustanciales. De un lado, una gran volatilidad de sus propios textos, en unos casos, provocada por la tendencia a su negación, desconocimiento o la pura y llana violación, incluso poco tiempo después de ser aprobados o sancionados, sin que se diese pie a su asentamiento y maduración (caso de la Constitución de 1824 o la de 1857), en otros, por su irrefrenable querencia a la reforma que ha hecho que algunos de esos documentos, como la actual Constitución de 1917, hayan quedado perfectamente irreconocibles a fuerza de ser enmendados y corregidos por doquier (más de seiscientas reformas se han volcado sobre la Constitución de Querétaro hasta la fecha). Volatilidad que pone de relieve la debilidad del poder constituyente o acaso su insatisfacción endémica, más que una sublimación en lo que sería una clara reafirmación de la soberanía nacional o popular, lo que provoca una reactivación constante de su papel y atributos, un recurso continuado y potente que inutiliza el propio concepto y valor de la Constitución en su sentido moderno y que, asimismo, manifiesta la dificultad para encajar el mundo constitucional, con sus categorías, principios e ideas, en el seno del mundo político mexicano, no obstante la importancia de instituciones de allí surgidas, relevantes para el control de ese mismo poder público, como es el caso del archiconocido juicio de amparo. La Constitución ha sido un vano intento de encauzar y limitar a un poder político que, por su propia naturaleza, conformación y estilo, era incontrolable o que como tal se conducía y se manifestaba con reiteradas pruebas de esa acción. Ataques o reformas conducen lo mismo: a la labilidad del texto, incapaz de contentar o de contener a sus principales defensores o a sus más conspicuos enemigos. Es un texto imposibilitado para dominar al poder. Un texto incapaz. Porque se trata de un poder ilimitable que se conducía al margen de cualquier testimonio escrito, que fundaba Constituciones con la misma facilidad con que las devoraba. Un monstruo constitucional, pero que no actuaba con la oposición de una Constitución otra Constitución, sino la simple oposición y la idea de su revocación, de su derogación, de su alteración. Así, sin más.

De otro lado, decíamos, aparece la ausencia de una definida cultura constitucional, por la tibieza con la que son asumidos los modelos constitucionales de referencia, atrapado como ese mundo azteca entre la influencia española (castellana, sobre todo) del Antiguo Régimen, proveniente de la herencia colonial que pervive hasta bien avanzado el siglo XIX, trasunto de toda un cultura jurídica del derecho común, y la no menos relevante cultura anglosajona, a la que se vuelven los ojos siempre que se puede por evidentes relaciones de vecindad más o menos cordiales. Culturas del Antiguo y del Nuevo Régimen que no pueden ser compatibilizadas sin despertar recelos y hacer chirriar las máquinas institucionales que las sustentan. Una tibieza que es indeterminación y que, a lo mejor, es ambigüedad calculada para evitar abrazarse a uno o a otro modelo, y trazar así una senda propia, personal, singularizada, no obstante, la dificultad de mezclar esos elementos, a primera vista, tan distantes entre sí.

Pero entre ambos caracteres, hay que destacar otros dos añadidos y de una importancia capital. Por una parte, el valor otorgado a determinados textos, escritos o documentos preconstitucionales o previos a toda actividad constituyente que, sin embargo, desempeñaron un papel determinante de cara a la posterior forja constitucional y que, de alguna manera, prefiguraban la Constitución en ciernes, esa Constitución in fieri, que se elaborara. Son anticipos doctrinales, teóricos o dogmáticos, obra de particulares, que luego encuentran cumplido reflejo en los textos jurídicos posteriores, con guías y pautas al Constituyente, con su irrestricta capacidad para fijar el orden político querido, el cual suele plegarse a lo delimitado en tales documentos previos, a todos los efectos, preconstituyentes, si queremos protoconstituyentes, y, por ende, fuertemente condicionantes de la acción posterior de ese poder. Por otra parte, la continua invocación y aprobación de planes, unidos a pronunciamientos militares que tenían como finalidad el cambio, revolucionario o no, la remoción política y, por extensión, constitucional, sin diseñar esquemas oponibles a los derruidos, sin edificar estructuras estables, sino simplemente perfilados de un modo muy general a los efectos de legitimar y de justificar la mutación que se trataba de llevar a la práctica, usualmente con el empleo de las armas. Textos que explican las razones del cambio, pero que no dan pistas sobre el sentido o la dirección del cambio mismo. Se trataría de documentos contraconstitucionales, más que inconstitucionales, aunque también lo eran (si se quiere también extraconstitucionales, llamados a convertirse, en caso de éxito militar, en plenamente constitucionales), los cuales ofrecían otro modelo frente al modelo combatido, acaso derivados de esa insatisfacción constituyente endémica y generalizada aludida y de esa relatividad respecto al valor dado a la Constitución, pero muy ambiguos, genéricos y globales en cuanto a sus propuestas, expectativas y deseos, lo que hace cuestionar de una manera intensa el sistema representativo que todos los textos constitucionales incorporan: las Constituciones -y la experiencia así lo demuestra cumplidamente para el caso mexicano- no nacen de una presunta voluntad popular, de una nación formalmente constituida, de un pueblo que libremente se expresa y habla, sino que son el resultado de la interacción de fuerzas muy variadas y heterogéneas, dentro y fuera del mundo parlamentario, dentro y fuera del mundo jurídico, dentro y fuera del arco militar (éste con un protagonismo de excepción, todo hay que decirlo). Ambos elementos, sumados a los dos primeramente referidos, dan al constitucionalismo mexicano una sensación de provisionalidad, de interinidad, querida o no, sentida o apenas percibida, que se acentúa durante los primeros intentos de construcción de aquel remozado mundo jurídico y político organizados en torno a ese nuevo concepto y a ese nuevo vocablo - difíciles de rastrear, de consolidar y de asimilar, como se ha advertido- en el México del primer tercio del siglo XIX. La nación -no otro es el sujeto al que estamos aludiendo- no tarda en aparecer, pero sí en hacerse fuerte.

Hay que tener en cuenta estos condicionantes a los efectos de integrar lo que sigue, tras la reposada lectura de los cinco ensayos. Estas advertencias forman una especie de hilo de Ariadna que nos guiará y explicará el mundo constitucional mexicano en sus sucesivas etapas. El destino final es ver cómo se edificó ese Estado democrático de derecho en México, el cual, todo hay que decirlo, tardó, llevó su tiempo y lo hizo con unos costes enormes, con unos sacrificios descomunales y con una cadencia, resultado directo de una convulsa vida política interna y externa. Además, debe apuntarse que ese modelo de Estado no surge de la nada ni tampoco se realiza en plenitud en ningún momento y en ningún lugar: hablamos de un prototipo político que se forma en un determinado ambiente cultural, que tiene diversas formas de materializarse y adaptarse al medio y que nunca llega a presentarse en público con todos sus rasgos característicos y definidores en plenitud y más allá de los diseñados idealmente. Pasemos a los textos.

Soberanes Fernández, José Luis, El pensamiento constitucional en la Independencia, pról. De María del Refugio González , México, Porrúa-UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2012, 201 pp.

El primer volumen, El pensamiento constitucional en la Independencia, marca el método de análisis a seguir, la estructura que tendrán los sucesivos encuentros con las Constituciones mexicanas: se hará una repaso general de la cultura política y jurídica subyacente, de las ideas y conceptos triunfantes de cara a la explicación del posterior edificio constitucional, a lo que siguen los textos propiamente dichos (proyectos y versiones definitivas), y los autores a los que se puede considerar como los responsables más cualificados de éstos, sus manos ejecutoras o quienes, con sus reflexiones, condicionaron hasta sus últimas consecuencias los párrafos, las palabras y los artículos finalmente resultantes. Historia y política. Constitución y sus vías de construcción. Autores particulares. Mundo político, mundo constitucional y mundo de juristas u hombres públicos que eran mentes preclaras e influyentes como resultado de una perfecta imbricación entre el mundo jurídico y la labor de los jurisprudentes. Este triple esquema que revela la importancia de unir esos mundos aparentemente separados y distantes, pone sobre el tapete la necesidad de sumar disciplinas para estudiar una materia en donde una sola dirección o enfoque está condenada irremediablemente al fracaso, a lo reduccionista de sus conclusiones o a la incapacidad para aprehender lo que allí sucedió y, lo más relevante, la representación de lo sucedido. Arranca el primer volumen con un prólogo de M. del Refugio González, otra de las grandes historiadoras mexicanas del derecho, quien destaca el carácter didáctico de la serie que se inicia con el citado texto, su destino claramente volcado hacia la enseñanza y su carácter mixto al combinar elementos de derecho constitucional, historia y filosofía política, lo que reitera el autor en el "Liminar" (pp. 1 y ss.), adornado todo ello con un lenguaje claro y sencillo para que la comprensión prime por encima de la explicación. Varias perspectivas conforman el punto de partida. No es historia de textos, sino algo más. Mucho más en realidad. Se busca un resultado sencillo para glosar la singladura constitucional mexicana, lo cual parece empeño arduo que, sin embargo, comienza de forma ejemplar porque retrotrae el mundo constitucional no a los tiempos liberales que parecían poseer el concepto y el nombre de la Constitución en exclusiva, en régimen monopolístico, sino penetrando en los tiempos de la Ilustración, donde el pensamiento político absolutista da un giro copernicano y asistimos así a una notable modificación de lo público y de lo político. La Ilustración (cap. I, pp. 5 y ss.) es el punto de partida con sus notas singulares (racionalismo y, sobre todo, criticismo), aunque todo ello tamizado por el ambiente hispánico que lo condiciona hasta sus últimos caracteres. En ese siglo XVIII es cuando se habla y piensa realmente en términos constitucionales por vez primera, lo que tiene reflejo en la pléyade de autores, filósofos y pensadores que alumbran la centuria ilustrada (con Kant como momento cenital), esa centuria que se cuestionó prácticamente todo en todos los campos del saber, sin hacer excepciones de ninguna clase ni detenerse ante dogma alguno. Sin embargo, esa radicalidad europea tuvo matices en España y, por extensión, en América.

Indudablemente, México vivió una situación privilegiada a lo largo del siglo XVIII; capital del virreinato, lujo, dinero, saberes, imprentas, libros, folletos y panfletos, la vecina Norteamérica independiente y liberal, la universidad, los centros educativos, el dinamismo comercial y las reformas. Todo contribuye a crear un foco de cultura de primera magnitud, pero dentro de los cauces y estrechos márgenes de lo que fue la Ilustración en España. No se llegaron a alcanzar las cotas de racionalismo y criticismo de la Europa central; se perdieron por el camino o se anestesiaron sus tendencias más radicales y protorrevolucionarias, pero algo se hizo dentro de un orden conocido, asumido y contenido. El saber avanza en relación a anteriores centurias y lo hace por medio de métodos y caminos novedosos. Se analizan para ello tres figuras protagónicas y sus respectivas obras más señeras: F. X. Clavijero y su Historia antigua de México; F. J. Alegre y su Historia de la Compañía de Jesús en la Nueva España, así como sus Instituciones teológicas y, por fin, J. B. Díaz de Gamarra y Dávalos, autor de varias obras de filosofía críticas con lo que él denominaba la "Filosofía moderna", lo que encaja a la perfección con el ambiente hispánico en el que se incuba esta nueva mentalidad. Mención aparte supone la aparición de Miguel Hidalgo y Costilla, padre de la Independencia, quien también se incardina al movimiento ilustrado, dentro de sus aciertos y límites, con varios tratados de teología situados en la línea más convencional -esto es, escolástica- de la misma. Cuando afirmamos que estamos en presencia de una Ilustración hispánica queremos decir que, aun con algunos rasgos del fenómeno general, no dejan de ser significativas la querencia de los ilustrados hispánicos por la historia y su incuestionable catolicismo, lo que decanta y frustra muchas de las aspiraciones ilustradas más puras y destacadas. Historia y religión conforman valladares inexpugnables para el pensamiento constitucional o, dicho de otra forma, la supuesta Constitución ha de apoyarse en ambos parámetros para tener efectividad, concepción que lo aleja de la noción de soberanía nacional y de su articulación en clave constitucional (el poder constituyente). Lo que hay es un meritorio humanismo cristiano, una Ilustración que se condujo por la senda del dogma católico sin apartarse de él, lo que supuso la pervivencia en buenas dosis del más radiante y anticuado escolasticismo y, con él, la subsistencia de un ideario político, social y de libertad que se sentía más cómodo dentro de la órbita cristiana que fuera de ella. Ello explicaría todo: desde el origen del poder, su modo de ejercicio y sus fines, hasta la construcción de una idea de libertad que no se mueve en términos iusnaturalistas laicos o racionalistas, sino, a lo sumo, en el mundo católico y en clave explicativa de deberes y obligaciones, más que de derechos y facultades. Una libertad para obedecer, para acatar, para respetar el poder dado, sin cuestionarlo abiertamente, sin impugnarlo, sin alterar los marcos sobre los cuales se precipitaba ese poder político, sin resistencias. Tiempo de súbditos, todavía, que no de ciudadanos, eruditos, leídos y ejemplares pero sumisos, sin los cuales no puede eclosionar el mundo político y constitucional nuevo, ni las libertades ni, por descontado, las Constituciones en sentido moderno. Era preciso un movimiento sísmico que diera al traste con todo esto y eso se produjo en los primeros años del siglo XIX, tanto en la península como en el virreinato.

Los inicios materiales del constitucionalismo mexicano se sitúan en los conflictos surgidos alrededor de 1808 (cap. II, pp. 47 y ss.). Lo mismo puede decirse de España: cultura constitucional hay con anterioridad, pero puesta en marcha de esta potencialidad constitucional, casi constituyente en algunos lugares y tiempos, no aparece hasta la fecha citada. El origen de todo ello fue una triple crisis de soberanía, internacional y, por supuesto, constitucional (de la Constitución del Antiguo Régimen), pero su resultado no se movió en dicho terreno (la aprobación de una nueva Constitución), sino que se ubicaría en el seno del reformismo constitucional gaditano, cristalizado en 1812 y aplicado en México como resultado de su pertenencia a la Monarquía hispánica allí restaurada, remozada y resucitada. Es relevante destacar cómo la Constitución de Cádiz no se cuenta entre las Constituciones mexicanas: cuando Cádiz existe, no existe México, y cuando México existe, rotos todos los vínculos políticos con la España peninsular, es de todo punto incompatible con Cádiz, lo cual no es obstáculo para detectar influencias doctrinales hondas y profundas entre el texto gaditano y los textos que se manejan durante las primeras insurgencias, así como una vigencia casi derivada de la inercia en esas primeras fechas como nueva nación libre y emancipada. La explicación radicaría no tanto en la deriva liberal de los textos confrontados, sino que sus raíces ilustradas. En todo caso, es afirmación de partida y afirmación de principios que demuestran el carácter rompedor, rupturista, que tuvo la Independencia. Ésta dejó huellas e influencias, se movió en el terreno de las herencias, pero asimismo abrió nuevos caminos, y creó un nuevo sujeto político que estaba dispuesto a caminar en una dirección personal e intransferible, que ya no tenía nada que deber a la madre patria, y que tampoco le debía agradecimiento, reverencia u obsequio como los antiguos esclavos. México era algo nuevo y comenzaba a serlo sin ataduras ni limitaciones de ninguna clase. Por tales razones, Cádiz no puede aparecer en esta nómina y no se contempla como tal, sin perjuicio de que fuese una forma especial de Constitución y sus contenidos se plegasen a una cultura constitucional imbricada en el pasado histórico que se compartía, gustase o no. La omisión afecta por idénticos motivos a Bayona, aunque su coyuntura histórica es aún más diferente si cabe que la gaditana, lo que justifica la exclusión.

Pero volvamos a México en 1808. Descabezada la Monarquía, fracasadas las instituciones supérstites, condenado el poder francés por usurpador e ilegítimo, había que resolver la nada sencilla cuestión de la soberanía. Si se quería mantener el modelo político, constitucional y religioso (y nadie se oponía a ello, ni siquiera los más recalcitrantes reformistas y protorrepublicanos), había que proceder a su reforma, ajuste y corrección para evitar en el futuro crisis como las que se acababan de vivir. Las disputas surgieron en torno al modo de reformar la Monarquía y en determinar con exactitud cuáles eran y dónde estaban los depósitos a los que acudir para la restauración, casi de resurrección. El tema estrella es, pues, la soberanía, su correcta y concreta ubicación, sus atributos y capacidades, la forma de gestionarla en ausencia de quien era su legítimo titular. El rey era el protagonista, por acción o por omisión, en su presencia y ausencia. Quizá el elemento clave de toda confrontación constitucional, de todo debate de este signo, es la soberanía como poder superior, indiscutible, inalienable y perpetuo para la gestión de la cosa pública y las preguntas relacionadas: dónde la soberanía, en qué lugar y cómo esa soberanía es actuada, activada, puesta en pleno funcionamiento. En 1808, la abdicación de Carlos IV, la subida al trono de Fernando VII, la invasión francesa y la Guerra de la Independencia provocan una reflexión en clave constitucional en todos los territorios de la Monarquía, una reflexión en la que se pregunta por la suerte, el destino y la naturaleza de la soberanía, por su titularidad, sus vicisitudes, su más inmediato porvenir, siempre dentro del marco incuestionable de la Monarquía católica hispánica. Ni la soberanía ha desaparecido como tampoco se ha cambiado de titularidad o se ha transustanciado: simplemente, el titular no está, ha sido depuesto, ha cambiado de forma irregular e ilegítima. Pero el poder sigue ahí y hay que dar una respuesta a la urgente cuestión del mando, máxime para recuperar el estado de cosas del que se partía. La soberanía queda sin titular, pero eso no quiere decir que quede desprotegida, sin fuerzas y sin ánimos para actuar. Con las viejas concepciones escolásticas, se presume que el pueblo, el que había recibido el poder en primera instancia y lo había transmitido a los monarcas, se convierte en depósito y garante de esa soberanía en ausencia de su titular y a la espera de su retorno. Esta situación admitió dos lecturas: la convencional, historicista, y la más revolucionaria, de carácter liberal. Para los primeros, la propia Monarquía tenía instrumentos bastantes para defenderse y rehacerse, sin que operase ningún cambio o mutación. Para los segundos, sin embargo, la transformación tenía un poco más de calado y había operado un cambio en la titularidad orientado, de todos modos y para minimizar sus efectos, a la restauración de la Monarquía de modo ejemplar y rotundo, pero ya con unos perfiles nuevos de todo punto. Las juntas que surgieron por doquier fueron los lugares donde se escenificaron estas tensiones constitucionales.

Tras narrar los acontecimientos más relevantes, se contraponen esas dos visiones en el escenario mexicano: la convencional, defendida por la Audiencia y el nuevo virrey, partidarios de dejar las cosas más o menos como estaban y como habían estado en los siglos anteriores, frente a la más reformista, auspiciada por el Cabildo o Ayuntamiento de la Ciudad de México, donde descuellan Primo de Verdad, Talamantes y el alcalde del crimen, J. de Villaurrutia, visión más avanzada que daba protagonismo a las diferentes corporaciones que integraban la Monarquía compleja de las Españas, las cuales pasaban a recuperar, si no la soberanía, al menos, la capacidad para defenderla en ausencia de su titular primero, natural y originario. Son Primo de Verdad y Talamantes, cuyos textos se explican con detalle, los primeros que avanzan un constitucionalismo de cuño más intensamente reformista que el que compartían las estáticas fuerzas vivas de la Ciudad de México y del virreinato de la Nueva España. No obstante, son éstas las que finalmente triunfan y acaban por neutralizar esos efluvios de una tímida pasión reformista. Para que todo cambie es preciso que todo permanezca igual. La cosa se vuelve más compleja después, puesto que sigue la crisis, surge una Constitución y aparece y se solidifica el clima independentista en la persona de Hidalgo (cap. III, pp. 85 y ss.), personaje de excepción y artífice de los logros militares más relevantes a lo largo de 1810, aunque no el más interesante desde el punto de vista del pensamiento constitucional. Se ha visto que Hidalgo es un ilustrado bastante convencional, simple y ramplón en sus líneas teológicas, nada innovador ni siquiera moderado. Para encontrar cosas que de verdad suenen a novedad, hay que recurrir a López Rayón y sus Elementos constitucionales, un guión de futura Constitución, creados al amparo de la Suprema Junta Gubernativa de América, instalada en Zitácuaro en 1811, y también al doctor José María Cos y Pérez, de obra más dispersa, pero igualmente incardinada en una dinámica más progresista, constitucionalmente hablando, que lo que se estilaba en la Nueva España. En ambos autores están recogidos algunos elementos relevantes para la posterior vida constitucional mexicana, si bien Rayón se mueve todavía dentro de un tradicionalismo monárquico, reacio a la independencia, cosas ambas que en el caso de Cos desaparecen de todo punto. El discurso liberal ha hecho su aparición, si bien no logra desprenderse de muchas reminiscencias ancianas de esa cultura constitucional de raíces ilustradas. Esa será la constante en estos años inciertos y cambiantes. Ambos fijan el camino para la aparición del nuevo caudillo insurgente (J. M. Morelos), para un primer y auténtico Congreso Constituyente (el del Chilpancingo, con todas las reservas que se puedan hacer a esta calidad, sobre todo por la provisionalidad reconocida por el propio Congreso en su actuar) y para la aprobación del primer texto constitucional mexicano, la llamada Constitución de Apatzingán (en realidad, el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana).

Se estudian, como en partes anteriores, los hechos, los textos, los proyectos, las vicisitudes últimas, las influencias, etcétera, de una Constitución singular, provisional y efímera según sus propias palabras, a la espera de materializar la independencia ansiada, que procedía a introducir muchos elementos tomados en parte del legado gaditano, aunque no sólo, puesto que hay huellas norteamericanas, doctrinales y legales, ilustradas, utilitaristas, escolásticas, un crisol de influencias que vienen marcadas por las condiciones y las calidades de sus redactores (cap. IV, pp. 113 y ss.). Tuvo mérito hacer lo que hicieron en los dramáticos momentos que les tocaron vivir. No obstante la precariedad del Congreso, de las elecciones y las circunstancias en las que tuvieron que actuar, el resultado fue un texto completo, extenso, que quería comportarse como referencia constitucional eventual a la espera de la confirmación derivada de la independencia materializada de un modo ya definitivo (el verdadero Constituyente esperaba agazapado al temporal que aquí mostró sus logros). Otra cosa distinta fue su entrada en vigor, sumamente condicionada por la precariedad institucional que la Insurgencia podía suministrar, por una guerra en movimiento y por unas autoridades virreinales que no se limitaron a contemplar estos devaneos políticos, sino, antes bien, a replicarlos con dureza y brutalidad. Responsables directos del texto, eso sí se sabe, fueron C. M. Bustamante y su nacionalismo criollo, A. Quintana Roo y J. M. Herrera, de quienes se exponen vidas y obras, participación en el Congreso citado y en la Constitución, en definitiva, como fautores del texto, de un texto al que le cabe el honor de ser la primera Constitución mexicana, pero también el de tener abierta la línea del cuestionamiento de su vigencia, como se demostró con ocasión de su bicentenario. México se suma, pues, al mundo constitucional y a los elementos que, conforme al pensamiento de la época, lo definían: soberanía nacional, división de poderes, elecciones, derechos y libertades, de un lado, pero también se dejan sentir las huellas del pasado que se negaba a desaparecer (catolicismo, castas, esclavos, corporaciones, etcétera), sin plena ciudadanía, sin pleno escenario de libertades individuales, sin plena democracia.

Este primer volumen concluiría (cap. V, pp. 177 y ss.) con las referencias a la Independencia, una vez sofocada la Insurgencia moreliana y llegados a los tiempos del Trienio Liberal (1820-1823), que facilitó la recuperación de la Constitución de Cádiz, la vuelta a las libertades y la contemplación con nuevos ojos de la singularidad americana. Las idas y venidas de los políticos del momento, en particular Agustín de Iturbide, acabaron por romper las fidelidades existentes, dinamitar proyectos y documentar en el Plan de Iguala cuál era el destino que le esperaba al virreinato, un destino independiente; eso sí, pero incierto en cuanto a articulación constitucional, política y territorial. El paso se había dado y México era un nuevo Estado a todos efectos. Los Tratados de Córdoba lo refrendan. Quedaba ahora lo más difícil: construirlo con sólidos cimientos. Hacerlo. Edificarlo. Los problemas no habían hecho más que comenzar. La urgencia constitucional era cuestión a resolver porque los insurgentes eran conscientes de la necesidad de un texto de esos caracteres que fungiese como guía política sustentante de la arquitectura del nuevo Estado.

Süberanes Fernandez, José Luis, Y fuimos una Federación. Los primeros avatares constitucionales de México, 1821-1824, pról. De José Antonio Escudero, México, Porrúa, 2013, 191 pp.

El volumen segundo, Y fuimos una Federación. Los primeros avatares constitucionales de México, 1821-1824, con prólogo ejemplar del profesor Escudero López, continúa los tiempos en donde habíamos dejado el relato: en el cap. I, pp. 5 y ss., el Plan de Iguala cede el paso a los Tratados de Córdoba que certifican la ruptura con España, con algunos ajustes respecto al modelo primero, y contempla la aparición de la Junta Provisional Gubernativa (y además Soberana) que, desde el 22 de septiembre de 1821 asume las riendas del poder y dirige a la nueva nación independiente a la toma de sus primeras decisiones más relevantes. La cultura constitucional era la misma. Cádiz y su sombra son alargadas. Y con Cádiz, la Ilustración con su escolasticismo apenas camuflado. Emerge como figura poderosa y relevante Agustín de Iturbide, que llegará a ser emperador; mediado por la convocatoria de un constituyente de actuación decisiva, a la par que compleja, con muchos avances y retrocesos, así como condicionantes de todo signo. Se detallan diputados integrantes del Congreso y sus primeras decisiones, como la sorprendente apuesta por la forma imperial, resultado más bien de presiones extra constitucionales y de actuaciones fácticas que llevaron al Congreso a aceptar la política de hechos consumados. Inquietudes, indecisiones, la pura y sencilla fuerza bruta, acaban por decantar las decisiones del órgano soberano que no se comportó con entera y absoluta libertad. Debilidad constituyente que se traduce en una etérea aura de constitucionalidad que oculta lo frágil de lo construido, lo frágil de los poderes constituidos. El nuevo gobierno inicia su actuación y comparecen los primeros proyectos constitucionales de relieve, lo que demuestra la necesidad de articulación constitucional para la nueva realidad política (Valdés, Guridi, Couto). Todos piensan en la necesidad de la Constitución a todos los efectos, como algo que singulariza a las naciones libres, pero que también las organiza, las define, las construye. Esa soberanía debía ser documentada, pero, sobre todo, actuada sin restricciones. En un giro de tuerca, el Congreso vuelve sobre sus pasos constituyentes para revisar lo hasta entonces actuado, con el propósito de incidir y perseverar en esa dirección de afirmación constitucional. La Constitución de Cádiz aparecía en discreto segundo plano, aun como enemiga de Iturbide. Su vigencia se daba a pesar de la ruptura con España. De ahí que fuese urgente un nuevo texto: de todo esto, surge el Proyecto de Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano, que dura lo que tarde en caer el Imperio iturbidista (Plan de Veracruz, Plan de Casa Mata, con emergencia de personajes conocidos en los siguientes años: Santa Anna, Bravo, Vicente Guerrero, Guadalupe Victoria, etcétera). El Congreso recupera su pulsión constituyente y activa algunas instituciones, indispensables para que el caos y la anarquía no lo ocupasen todo. Se vuelve al punto de partida. Se vuelve a la ausencia constitucional, al convencimiento de la necesidad de ese texto como culminación de un proyecto nacional.

El segundo Congreso (1823-1824) completará su labor de verdad con una nueva Constitución, la federal, real, válida, de aplicación efectiva, tangible (cap. II, pp. 71 y ss.). Se detallan los diputados integrantes de la nueva asamblea en comparación con los de las sesiones anteriores antes de entrar en materia con el Acta Constitutiva de la Federación Mexicana, documento al que se otorga un valor constituyente y, por ende, después también constitucional, pues marca caminos claros y da respuestas con certeza tranquilizadora. Ahí están las claves de muchas de las decisiones que se adoptarán de inmediato. El análisis minucioso de la Constitución de 1824 no puede pasar por alto la combinación de elementos nuevos, liberales, como la división de los poderes, los derechos y las libertades, el sistema electoral o la soberanía nacional, entre otros caracteres, y la persistencia de instituciones de tiempos coloniales o que reconducen a esquemas anteriores, como sucede con la confesionalidad o con el Regio Patronato, con unas afirmaciones bastante tímidas de la soberanía y el silenciamiento de las cuestiones atinentes a las diferencias por razón de raza, tema no menor en un México poblado por importantísima y numerosa población indígena que la Constitución no trataba como tal, sino que despreciaba e ignoraba, jurídicamente hablando. Es la cultura constitucional del momento y no podía ser de otra forma. Cádiz era la punta de iceberg de un constitucionalismo hispánico que combinaba ambos elementos, liberales e ilustrados, de un constitucionalismo donde ocupaba un espacio capital la jurisdicción como modo de actuar del poder, de todo poder, y la responsabilidad de sus empleados. Liberalismo pragmático, abierto, reformista, ilustrado, culto, que no llega a permear del todo, con dosis de jurisdiccionalismo que tratan de ser superadas por una ley en emergencia, casi moderna, aunque son muchos años de Monarquía absolutista y de caudillismo redentor. Como gran innovación, se rompe con la estructura territorial uniforme, pero también hay que mirar hacia el pasado: las antiguas intendencias dan paso a los Estados federados que se integran para crear una nueva Federación por impulsos de algunos de los territorios más poderosos, como Jalisco.

Responsables de todo esto son los nombres con los que se concluye el volumen: su carácter conservador, tan del siglo XVIII, no impide la aparición de atisbos o destellos liberales, que no llegan a ser definitivos, revolucionarios o radicales ni mucho menos. Entre éstos aparecen fray Servando Teresa de Mier, José Miguel Guridi y Alcocer, José Miguel Ramos Arizpe y Juan de Dios Cañedo, muchos de ellos de ejemplar trayectoria constitucional, diputados en Cádiz y partícipes de las reuniones congresuales que siguieron a 1821, pero de los que no podemos predicar un liberalismo absoluto, radical, profundo, drástico y completo; homologable al de los revolucionarios franceses, sino uno alternativo, más bien práctico, contemporizador, amable y pactista, teñido de religiosidad católica, pausado, templado, fiel a los deseos de cambiar las cosas, pero sin grandes cesuras, poco a poco, y, mucho menos, con irreparables rupturas. En esos parámetros se debatían los hombres de aquel momento. Aunque fueron capaces de darse una Constitución, aunque han afirmado derechos y libertades bajo su protección, aunque diseñaron un sistema de gobierno completo y articulado, tendente al equilibrio, nada de esto sirvió porque la citada complejidad política de esos años remplazó a la Constitución y puso en su lugar el golpe de Estado, la conspiración, la lucha civil y la rebelión continuada. Presidentes y vicepresidentes se sucedían con velocidad pasmosa en apenas diez años. Unos derrocaron a los otros y éstos, a su vez, cayeron bajo conspiraciones y planes de todo tipo. Nada de lo que preveía la Constitución, incluido su diseño territorial, parecía tener arraigo suficiente para asentarse y madurar. Nada hay seguro, fijo, estable, a pesar de la Constitución. Las singularidades avanzadas en páginas anteriores comienzan a aflorar.

Soberanes Fernandez, José Luis, Y los conservadores tomaron el poder y cambiaron la Constitución (1836-1846), pról. de Feliciano Barrios Pintado, México, Porrúa, 2014, 235 pp.

Esto explica que lleguemos a la tercera parte: la reacción conservadora, Y los conservadores tomaron el poder y cambiaron la Constitución (1836 1846), prologado por el profesor Barrios Pintado. La ley del péndulo o así denominada, rige políticamente en este contexto: es operativa y lleva a explicar que, tras la primera construcción liberal o en trance de serlo, nunca excesiva como se ha indicado, ha de llegar la primera reacción conservadora como contrapunto y contención de los excesos anteriores, para lo cual es preciso una explicación detallada de las diferencias entre liberales y conservadores a la luz de la historia mexicana, algo que se advierte el "Liminar" (pp. XV-XX) y que se afronta de manera más clara en el capítulo I, donde se analizan los presupuestos del conservadurismo como ideología que aúna antigüedad y renovación liberal.

Allí podemos encontrar algunas de las notaciones que singularizan esta rama política del tronco común del liberalismo, las cuales se dirigen a dos direcciones principales: la organización territorial centralista (frente al federalismo, abierta y propiamente liberal) y la posición respecto a la cuestión religiosa y, más concretamente, a la secularización de la sociedad y la redistribución de los bienes eclesiásticos (con la desamortización como campo de batalla y piedra de toque). El funcionamiento más o menos normal de la Constitución de 1824 se comienza a quebrar en la cuarta legislatura (1833-1834), cuando el gobierno de Gómez Farías, con José María Luis Mora en la sombra como ideólogo y la anuencia de López de Santa Anna, más preocupado por sus empresas militares que por la gobernación de la República, toman una serie de decisiones políticas que conforman la llamada Prerreforma liberal, anticipo de la que vendrá a mediados de la centuria, en los mismos campos que el pensamiento liberal quería ocupar y hacer suyos para desplazar a los dogmatismos antiguos, fundamentalmente encarnados por la Iglesia católica y sus varias ramificaciones pedagógicas, económicas, de conciencia. Educación en manos del Estado, bienes de la Iglesia nacionalizados y vendidos en pública subasta, cementerios civiles, libertad de imprenta de amplios perfiles, etcétera, definen el cuerpo principal de los pensadores liberales más drásticos de la época. Pero también hacen germinar a los enemigos y la formación de un pensamiento que es su némesis. Además, provoca una posición peligrosa y enconada que no parará hasta conseguir sus objetivos demoledores. Su incidencia y constancia son tales que provocan una contrarreforma, cristalizada en la legislatura de 1835-1836, bienio de mayoría conservadora en que se revierten la mayor parte de las decisiones anteriormente tomadas. El autor se explaya con detenimiento al tratar el tema del Patronato, fundado en disposiciones papales que justificaron la presencia castellana en América, pero también su tono evangélico y salvífico, para después exponer los debates que alrededor de esa cuestión surgen cuando México se convierte en territorio independiente de la metrópoli. ¿Desaparece? ¿Muta? ¿Se invoca? ¿Con qué pretexto? ¿Cómo le afecta la independencia? ¿Se convierte en Patronato Nacional? ¿Puede la nación profesar una religión oficial? ¿Qué sucede con las demás religiones y credos? Conectado con lo anterior, se trata el tema de la secularización y de la libertad política, explicado en su génesis histórica y en su compleja evolución hasta llegar a tiempos ilustrados, pasando por las vicisitudes medievales y el constitucionalismo escolástico, todo iluminado con citas de sus más reputados representantes. Logros relevantes son construcciones como esa misma libertad política o el derecho subjetivo. El racionalismo individualista ha hecho su aparición, y con él la idea de libertad, lo que se lleva a su máxima expresión en el siglo XVIII. Aunque también surgen cesuras: es el tiempo de E. Burke, que abandera esas posiciones conservadoras en lo social y en lo político, el mayor de los pensadores del momento y por su influencia posterior, que postula un individualismo contenido frente a cierta pujanza social, un orden social dado, inmutable, jerárquico, un respeto a las sacrosantas tradiciones y una propiedad de la tierra como elemento capital para construir la representación y toda la vida política, entre otros factores. El notable esfuerzo por delimitar las ideas adquiere aquí un momento de gran elevación y altura por la calidad y la claridad de lo expuesto, tanto la visión liberal como su contrapunto conservador.

El Congreso de 1835 (cap. II, pp. 51 y ss.) procede con los cambios constitucionales que ni siquiera llevarán ese nombre, puesto que la voz "Constitución" se pierde por el camino, e irán, desde el punto de vista de los contenidos, más allá de una simple mutación constitucional, más allá de retoques o cambios secundarios. Es más que una reforma; los presupuestos son radicalmente opuestos porque las mayorías así lo muestran y el resultado final lo acredita de modo concluyente. La mutación es total. El viejo texto de 1824 se abroga y se colocan en su lugar siete Leyes Constitucionales, precedidas de una Ley de Bases para la Reorganización de la República, convertida luego en Ley de Bases para la Nueva Constitución, el 23 de septiembre del año 1835. Se puso en marcha la reacción y se procedió a afirmar el conjunto de principios que singularizaban a los conservadores, en oposición de los más extremados liberales. Desmontar el legado liberal parece ser el criterio de actuación. Pero hay más innovaciones o, mejor dicho, involuciones. Centralismo, confesionalidad, intolerancia, entre otros, amén del moderantismo político y la cultura de una legalidad que abandonaba los depósitos iusnaturalistas de antaño. Ya no había Federación, sino centralización y férrea dirección desde la capital de la vida política de la República; se incluye una lista de derechos, algo novedoso, pero con tamiz legalista hasta grandes extremos; se suprime la vicepresidencia y su negativo sistema de elección, causante, según se creía, de la inestabilidad endémica de México; se crea un órgano de defensa de la Constitución que, paradójicamente, desaparece en nombre y en esencia, en su lugar operarán las siete Leyes Constitucionales (cap. III, pp. 67 y ss.) con su mermada capacidad total de dirigir la sociedad desde el instante mismo en que pierden ese aspecto constitucional para ganarlo desde la perspectiva de la legalidad. Son más leyes que constitucionales, en definitiva. Pero el poder constituyente es -o debería ser- otra cosa. Hay una clara influencia del constitucionalismo francés de la Restauración, de ese liberalismo doctrinario que se incardina a la perfección con ese modelo. A partir de este momento del trabajo, se da cumplida cuenta de cada una de ellas, desde sus proyectos hasta sus versiones definitivas: derechos y obligaciones de los mexicanos con dependencia de la ley y no de otras consideraciones filosóficas; Supremo Poder Conservador, órgano de control constitucionalidad con la influencia capital de Sánchez de Tagle y huella francesa (el Senado conservador de los tiempos thermidorianos); Poder Legislativo; Poder Ejecutivo; Poder Judicial; división del territorio, gobierno local; y reformas constitucionales. Su vigencia fue mínima, por no decir muy escasa, pues se enfrentó a la férrea oposición de los estados, desaparecidos bajo su mandato, y a la de los liberales que no cejaron en su empeño de restituir al mundo mexicano a la vida constitucional por ellos auspiciada.

El Plan de Tacubaya, en 1841, marca el inicio del fin de este experimento moderado, que tendrá, como jalones sucesivos, un nuevo Congreso Constituyente (cap. IV, pp. 153 y ss.) de donde surgen dos proyectos de la mayoría y de la minoría, después integrados en un segundo texto conjunto, para dar paso más tarde a las Bases de Organización Política de la República Mexicana, de 1843 (cap. V, pp. 165 y ss.) que culminan el momento moderado y recuperan el tracto iniciado en 1824. Se volvía un poco a la casilla de salida. Nada se avanzó, sino que se trató de una yuxtaposición de dos modelos constitucionales que encierran, en resumidas cuentas, dos modelos de República. A la nación era a la que competía elegir el preferido, vistos los efectos de uno y de otro, vistas sus consecuencias, realizaciones y carencias. Figuras relevantes de este periodo (cap. VI, pp. 181 y ss.) fueron José María Luis Mora, el más liberal de los liberales mexicanos; Sánchez de Tagle, su homólogo desde las filas del conservadurismo y Lucas Alamán, famoso por su relevante labor como historiador, pero también por sus numerosos y diferentes cargos políticos. Es este periodo caracterizado por la pugna abierta entre las dos facciones, las que mostraron sus cartas y sus armas, con un espíritu constitucional, aunque diluido en el caso conservador, pero no exento de innovaciones. El giro de los acontecimientos dio paso a un nuevo periodo liberal que, como es de suponer, no será sencillo de articular.

Soberanes Fernandez, José Luis, Una aproximación al constitucionalismo liberal mexicano. México, Porrúa, 2015, 278 pp.

El cuarto volumen, Una aproximación al constitucionalismo liberal mexicano, se concentra en los caracteres del modelo liberal: su expresión más cumplida será la Constitución de 1857, pero en el camino de su redacción encontramos nuevos y viejos personajes. La cuestión religiosa, el eterno debate político, la masonería, tan ligada al liberalismo mexicano con sus conocidas logias (escoceses y yorkinos) y la adscripción de buena parte de los políticos a ella, de donde derivan algunos de los elementos ideológicos que caracterizarán a los liberales (deísmo, tolerancia, religión natural, etcétera). Comienza la narración con el Plan de Ayutla (cap. I, pp. 1 y ss.), en marzo de 1854; Plan que da origen a elecciones y a un Congreso Constituyente. Santa Anna es alejado del poder de una vez por todas, y su sombra deja de amenazar la vida mexicana. Se recupera una cierta capacidad de acción y de decisión, aparentemente, con el desplazamiento de los militares. Sólo en apariencia como se podrá ver. Los liberales toman las riendas del gobierno y comienzan a plasmar su programa por medio de la Ley Juárez (para la Administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Nación, del Distrito y Territorios, en 1855), el Estatuto Orgánico Provisional, centrado en la reglamentación de las cuestiones atinentes a la ciudadanía, nacionalidad y garantías individuales (mayo de 1856), y la Ley Lerdo para la Desamortización, además de la legislación sobre Registro Civil y Cementerios, ya en 1857. Sus intenciones estaban claras. La Reforma estaba en marcha. La Iglesia, que capitaneará la resistencia, no puede más que oponerse a estas medidas, hallando en los conservadores poderosos aliados. Una y otros, Iglesia y conservadores, habían sido los frenos para el avance mexicano, tanto en lo político como en lo socioeconómico. Por lo tanto, era preciso enfrentarse a ellos y reducir sus innumerables privilegios. El programa culminaría con un texto constitucional, tras el correspondiente Constituyente, desarrollado entre 1856 y 1857 (cap. II, pp. 19 y ss.), con detalles de convocatoria, diputados, reuniones, entresijos y debates. El Proyecto de Constitución, rápidamente aprobado, se convierte también con suma celeridad en la Constitución Política de la República Mexicana de 5 de febrero de 1857, cuyos apartados son glosados en los capítulos siguientes, haciendo uso de las actas congresuales: derechos del hombre (cap. III, pp. 31 y ss.), derechos fundamentales, aunque con un sustento filosófico poco claro, que enuncian la igualdad, el principio de legalidad, el derecho al trabajo, la libertad de expresión, de tránsito, industria, comercio y trabajo, la libertad de enseñanza, el derecho de petición y el de asociación, la propiedad, la prohibición de monopolios, las garantías procesales penales, las judiciales y la suspensión de ambas; la cuestión religiosa (cap. IV, pp. 65 y ss.) que rompe la unidad entre Estado e Iglesia, colocando a ambas instancias en planos diferentes y separados, con minuciosa reconstrucción de los debates parlamentarios e intervenciones de todo signo, influidos además por la Ley Iglesias, en abril de 1857, y por los decretos de Juárez a partir de 1859 y 1860 (desamortización, matrimonio civil, Registro Civil, libertad de cultos, cementerios civiles, ruptura de relaciones con la Santa Sede, nuevo calendario de festividades civiles, prohibición para las autoridades de asistir a funciones religiosas, etcétera), los que serán incorporados a la Constitución por adición de 25 de septiembre de 1873; la estructura constitucional del Estado (cap. V, pp. 127 y ss.), donde se dilucidan cuestiones como la soberanía nacional, la forma de gobierno y el territorio y, por supuesto, los poderes emergentes, con análisis pormenorizado de su funcionamiento con arreglo al articulado constitucional aprobado; y, al fin, las garantías constitucionales y los últimos preceptos (cap. VI, pp. 197 y ss.), donde hacen su aparición estelar el juicio de amparo, amén del juicio político y el desafuero y los preceptos que reafirman el valor supremo de la Constitución. Como consecuencia, su mecanismo especial de reforma, alejado del que correspondía a cualquier norma legal ordinaria.

El problema de la Constitución fueron los duros tiempos que le tocaron vivir y las dificultades para su aplicación por unos y por otros. La reacción conservadora no se hizo esperar a poco tiempo de su promulgación. El propio presidente Comonfort se enfrentó abiertamente a la Constitución, la desafió y la derrotó (cap. VII, pp. 227 y ss.): desde el golpe de Estado de 1857, que da origen a la Guerra de Reforma, se pone a la República en estado de excepción entre 1858 y 1860, hasta el segundo experimento imperial (el de Maximiliano de Habsburgo, entre 1862 y 1867), que también tuvo su correspondiente tentativa constitucional (el Estatuto Provisional del Imperio, en 1865), no hubo posibilidades reales de aplicación. La que había nacido como Constitución de consenso dejaba de serlo al poco tiempo de su alumbramiento. Había que espera a los años que siguen a 1867 para ver su regularidad aplicativa, poco tiempo después interrumpida por la llegada el poder de Porfirio Díaz, quien gobernaría dictatorialmente México hasta la Revolución de 1910, sin derogar para nada el texto constitucional del que nos hemos ocupado. Ni falta que le hacía. Su lema "Más administración y menos política" permitía sepultar la Constitución bajo un ejército de papeles, burocracia y funcionarios. De facto, quedó en suspenso. La nómina histórica se cierra con los dos protagonistas elegidos para glosar el periodo que nos ocupa, culmen del liberalismo del momento y con participación activa en el Constituyente estudiado (cap. VIII, pp. 242 y ss.): en esta ocasión son Ponciano Arriaga y Melchor Ocampo los elegidos para expresar con su vida, obras y testimonios, lo mejor, más granado y efectivo de ese pensamiento liberal que, en ninguno de los casos, puede ser calificado como jacobino, como injustamente se ha predicado de algunos de estos personajes y de algunos de estos diputados.

Cambio de tercio. Texto constitucional liberal encerrado en una dictadura militar que conoce etapas diferenciadas. Se habían logrado asentar los conceptos básicos que ilustraban ese modelo: republicanismo, federalismo, democracia, elecciones, división de poder, controles y equilibrios, derechos y libertades, cuando menos, desde el punto de vista formal. La realidad era otra. El Constitucionalismo liberal queda asentado, aunque con muchas dificultades aplicativas. Pero es insuficiente a todas luces porque la sociedad evoluciona.

Soberanes Fernandez, José Luis, Y la Revolución se hizo Constitución, México, Porrúa, 2016, 391 pp.

Llegamos así al quinto volumen, Y la Revolución se hizo Constitución: la dictadura de Díaz desarrolla a México económicamente, e implica crecimiento con la llegada de industrias foráneas, explotación de los recursos naturales por propios y extraños, el ferrocarril que lo articula a lo ancho y a lo largo, movimientos sociales, crecimiento de las ciudades, problemas de vivienda y habitabilidad, pasión por el refinamiento y los gustos europeos, momentos de ostentación y riqueza mal repartida, tiempo de teatro, óperas, palacios y grandes avenidas, entre otros muchos logros materiales, pero también lo deja extenuado desde el punto de vista político, irreconocible desde el punto de vista constitucional, y con muchas desigualdades, puesto que esos resultados descritos no alcanzan a la totalidad de la población. Se ha vivido bajo una ficción. La industrialización provocó la aparición del proletariado en México y, con él, problemas sociales, laborales y de otro signo. Por tales causas, el movimiento revolucionario mexicano no sólo tuvo un marcado componente político (el lema de Madero se reducía al sufragio efectivo y a la no reelección, argumentos exclusivamente políticos, pero seguía imbuido de una clara cosmovisión liberal, típicamente decimonónica); presentará un cariz social muy acentuado porque sociales eran los problemas a los que había que dar respuesta. El cambio, si había de llegar, tenía que serlo total porque no valían los viejos corsés constitucionales del Estado de derecho liberal, agotado por todos los lados. Se precisaba un giro y la nueva Constitución lo proporcionaría casi desde la nada (antecedentes de un cierto constitucionalismo social pueden verse en la Revolución francesa de 1848 o en la política de la Alemania de Bismarck, pero no como programa conjunto y basilar). En su apoyo vendrán varios movimientos. A comienzos de siglo, la Revolución está en marcha con la combinación de diferentes elementos conceptuales: el positivismo, cultivado desde el propio porfiriato, con Barreda, Comte y J. Sierra, que introduce una fe ciega en la ciencia como remedio para todos los males sociales y una confianza en el progreso, casi rozando el fanatismo, que supone un apartamiento paulatino (otro intento más) de toda suerte de vida espiritual y religiosa; la doctrina social de la Iglesia, desde el Rerum Novarum de León XIII, que hace una lectura de los conflictos derivados de la industrialización en clave de caridad cristiana y somete a las partes implicadas a derechos y deberes irrenunciables, recíprocos, con la búsqueda de la paz social como objetivo último; y, por fin, el laicismo militante, que es herencia, en sus perfiles más generales, de los postulados liberales del siglo XIX, pero que, en algunos casos, muta fácilmente en anarquismo (cap. I, pp. 1 y ss.).

Con estos rudimentos intelectuales y con la problemática singular que tiene que afrontar un México poco industrial, atrasado y agrícola, casi analfabeto, desigual, acomplejado, pero lleno de orgullo y con capacidad de reacción, se explican las direcciones claramente sociales que tendrá la Revolución, más marcadas en algunas facciones que en otras, y la influencia que directamente se va a plasmar en el texto constitucional. Será cambio político y cambio social: el primero trata de superar al porfiriato; el segundo hace lo propio con el siglo XIX y sus insuficiencias. Para ello, es preciso que se inicie la Revolución como movimiento que sepulta lo antiguo y hace surgir lo nuevo, que aparezcan figuras como los Madero, González, Maytorena; los Flores Magón, Zapata, Villa, Obregón, Huerta, Calles, Vasconcelos, Cabrera, V. Alessio Robles, Palavicini y compañía, políticos, militares e intelectuales de todo signo, y que se consolide la primera etapa política que lleva al poder al general V. Carranza. El Plan de Guadalupe, en 1913, marca las directrices a seguir tras la previa zozobra que se llevó por delante a presidentes y vicepresidentes de forma violenta y caótica. Tras la frustrada Convención de Aguascalientes y la sucesión de tres titulares al frente del Ejecutivo, síntoma de las oscilaciones del momento, de las dudas y de los recelos, toma las riendas el viejo general norteño con el deseo de volver a la unidad de los primeros tiempos, combatida por los revolucionarios del norte y los del centro, villistas y zapatistas, respectivamente. Carranza, en el poder desde 1914, acompaña el movimiento con importantes decisiones normativas (cap. II, pp. 51 y ss.), que, en cierta forma, anticipan la preocupación del Constituyente y son reflejo claro de la precaria situación social que se vivía en México y de la única dirección política que se podía afrontar para atajar tales enfermedades: los decretos sobre el Municipio Libre, sobre el divorcio vinculante, la reforma agraria, la suspensión de las nuevas obras sobre explotación del petróleo, la legislación obrera, entre otros rubros, que culminan en los decretos de 14 y 19 de septiembre de 1916, por los que se convoca un nuevo Congreso Constituyente. Había que plasmarlo todo en un nuevo documento constitucional. Su labor es la que se glosa en el capítulo III, con referencia a la legislación electoral, instalación, sesión inaugural y diputados presentes, para pasar después a explicar la Constitución misma en cada una de sus partes esenciales, con examen de debates, proyectos y votaciones, como se había hecho en los volúmenes anteriores. Documentalmente, es la parte más trabajada y la que con más recurrencia acude a las fuentes primarias.

Pasemos a la Constitución y a sus partes y logros. Arranca, como no podía ser de otra forma, con las garantías individuales y sociales (cap. IV, pp. 105 y ss.), auténtica novedad en la historia del constitucionalismo, puesto que nos hallamos ante la primera Constitución propiamente social, que habla de los derechos que van más allá de los civiles y de los políticos (por descontado, también asumidos y admitidos) y que requieren una intervención del Estado, activa y consciente, en aras de la protección de la igualdad material de todos los ciudadanos, a los que el liberalismo del siglo XIX había dejado abandonados a su suerte y, por ende, dado la espalda. Ya no hay Estado ausente o pasivo, sino todo lo contrario. Son varios los campos donde se hace cabal esa intervención: educación laica, garantías procesales, propiedad y monopolios, armonizados todos ellos desde una perspectiva social, cuestión religiosa (aunque luego no fueron aplicados sus artículos al respecto, provocando una guerra civil cuando se quiso hacer -con P. E. Calles y la Guerra Cristera-, arreglos con Portes Gil, desaplicación o inobservancia durante buena parte de la centuria, y final reforma, situación que se mantuvo hasta 1992), el trabajo o la previsión social, como logros más efectivos. El Estado no simplemente es órgano pasivo, sino activo, dispensador de soluciones para romper desigualdades y afrontar los acuciantes problemas sociales, urgentes e inminentes, que había que resolver. Interviene para corregir aquellas situaciones que no pueden serlo por otros medios. Menos novedad presenta la estructura estatal (cap. V, pp. 197 y ss.), con la población, la ciudadanía y los territorios en primer lugar, pero luego se ocupa de los poderes: un Congreso bicameral, un fuerte presidente, titular del Ejecutivo con amplios poderes, y un Judicial que recuerda al del siglo XIX, más los estados y los municipios. Siguen las garantías constitucionales (cap. VI, pp. 251 y ss.), donde de nuevo aparece el juicio de amparo (en una línea continua que arranca desde 1847 con el Acta de Reformas, anticipado en la Constitución estatal del Yucatán de 1841, y prosigue en la Constitución Federal de 1857), máxima instancia para la defensa de las garantías individuales y también sociales, acompañado de las controversias constitucionales, el juicio político y el desafuero a los altos funcionarios de la Federación. Los últimos títulos culminan la obra (cap. VII, pp. 263 y ss.), cierran el reparto competencial entre Federación y estados, y explican cómo se ha de reformar la Constitución. Una Comisión encargada de la corrección de estilo fue la que cerró la tramitación parlamentaria del texto, finalmente promulgado el 5 de febrero de 1917, tras haber sido protestado por los diputados constituyentes y por el propio presidente Carranza. La Revolución se había hecho Constitución. La Revolución había concluido de la forma que tenía que finalizar: poniendo por escrito su ideario, para darle fuerza, obligatoriedad, para crear una nueva realidad a partir de lo establecido en sus artículos. No se hace referencia a diputados, ideólogos y políticos implicados, sólo de pasada. Es más: el autor es crítico con la mayor parte de los diputados constituyentes por su escasa formación, algo que solamente es imputable al sistema electoral que los llevó allí, con escaso apoyo popular en numerosas ocasiones, lo que favorecía esa baja calidad en muchos de los debates. Algunos nombres sí se deben citar como Luis Cabrera o, entre los diputados, Macías, Medina, Lizardi, Machorro y Narváez, por aludir con honestidad a los más sobresalientes. Pero ese constitucionalismo social acaso hace primar las colectividades y cierra el paso a las individualidades del momento.

De la misma manera que se dice que la Revolución, toda Revolución, devora a sus héroes, la mexicana lo hizo con los suyos y también con su más sublime creación, la Constitución misma. El "Anexo" que incorpora Soberanes, en pp. 273 y ss., nos muestra todas las reformas que han operado en el texto constitucional queretano desde su promulgación: más de 600 reformas o revisiones han dejado a la Constitución irreconocible (sólo 27 de sus 136 artículos no han sufrido el más mínimo cambio a lo largo de su singladura). Acaso ese nuevo constitucionalismo que inspiraba y que decía encarnar, con sus artículos largos y llenos de divisiones internas, su profundo carácter reglamentista, su evidente primacía de lo social y de lo colectivo en el buen sentido del término para cuestiones como la propiedad privada o los recursos naturales en manos de la nación, etcétera, hicieron ver que en muchas de sus partes eran de imposible aplicación o neutralizaban de todo punto el funcionamiento regular de los poderes constituidos. Por eso, no se trata sólo de una Constitución reformada hasta la extenuación, sino que la aplicación de buena parte de sus contenidos ha ido de la mano de la negociación política (pienso ahora en los Acuerdos de Bucareli para la cuestión petrolera, en la cuestión religiosa a la que se ha aludido hace un momento, o en la problemática ejidal, aún irresuelta), y así más casos y ejemplos.

Gran trabajo el desarrollado por nuestro autor, porque ha conseguido los propósitos que se planteaba en el primero de los volúmenes: una historia constitucional que no sea simplemente historia de constituciones sucedidas y ordenadas, sino algo más. Una historia constitucional clara, sencilla, comprensible, que se pueda leer y entender de forma casi natural, pero que tiene complementos. Y ese algo más suministrado por el profesor Soberanes ha consistido en su método. Insertar los textos en el contexto político y social; vincularlos a la cultura constitucional que les servía como arranque; insertar los textos en una dinámica aplicativa que muy pocas veces lograba el máximo de efectividad. Los ejemplos son numerosos en el caso mexicano, pero todo ello no ha sido obstáculo para seguir en la senda constitucional, para confiar en la Constitución que aunque no es panacea y no da la felicidad, puede contribuir mucho más que cualquier otra norma jurídica a que nuestras enfermedades políticas y sociales, y nuestra felicidad colectiva (otra cosa es la individual), puedan materializarse, siquiera sea en una pequeña proporción. Para eso sirven las Constituciones y éstas no pueden ser concebidas, estudiadas o entendidas sin su historia, sin la perspectiva que el tiempo suministra. José Luis Soberanes lo ha entendido así y nos lo ha hecho ver de forma nítida y clarificadora, accesible y comprensible para todos. Los buenos ciudadanos no son sólo los que conocen sus derechos constitucionales, sino también lo mucho que ha costado su reconocimiento y sanción. A fin de cuentas, estos cinco libros pueden servir precisamente para eso: para formar buenos, serios y responsables ciudadanos. Ciudadanos constitucionales de verdad, que crean, apliquen y respeten la Constitución. He ahí su mayor logro.

Bibliografía

Soberanes Fernández, José Luis, El pensamiento constitucional en la Independencia, pról. de María del Refugio González, México, Porrúa-UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2012, 201 pp. [ Links ]

Soberanes Fernández, José Luis, Y fuimos una Federación. Los primeros avatares constitucionales de México, 1821-1824, pról. de José Antonio Escudero, México, Porrúa, 2013, 191 pp. [ Links ]

Soberanes Fernández, José Luis, Y los conservadores tomaron el poder y cambiaron la Constitución (1836-1846), pról. de Feliciano Barrios Pintado, México, Porrúa, 2014, 235 pp. [ Links ]

Soberanes Fernández, José Luis, Una aproximación al constitucionalismo liberal mexicano, México, Porrúa, 2015, 278 pp. [ Links ]

Soberanes Fernández, José Luis, Y la Revolución se hizo Constitución, México, Porrúa, 2016, 391 pp. [ Links ]

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