I. Introducción
El reconocimiento de derechos es, sin lugar a dudas, el rasgo más sobresaliente de los sistemas jurídicos contemporáneos. Puede afirmarse, en este sentido, que desde mediados de siglo pasado transitamos a una cultura de derechos. Uno de los términos con los que se ha designado este fenómeno es el de "neoconstitucionalismo", que ahora bien podría ser complementado con el de "neoconvencionalismo".1 En este trabajo intentaremos defender la tesis de que los caracteres centrales de esta cultura de derechos manifiesta dos pretensiones, y que estas pretensiones implican, a su vez, una serie de presupuestos lógicos que, en terminología de Reinach, podríamos denominar, respectivamente, los a priori formales y materiales del derecho constitucional y convencional.2
La primera pretensión es la existencia de un orden axiológico y normativo independiente (que denominaremos aquí orden moral independiente [OMI]) de la propia cultura de derechos y de toda praxis humana. La segunda, directamente ligada con la primera, es que la validez de la cultura de derechos depende de su nivel de adecuación a ese orden axiológico y normativo independiente (OMI). El prespuesto lógico de estas dos pretensiones, y especialmente de la segunda, es la inteligibilidad intrínseca tanto del OMI considerado en abstracto como en su relación de adecuación a la cultura de derechos.
Las dos pretensiones aparecen o se manifiestan, al menos, en los siguientes rasgos de la cultura de derechos: a) el reconocimiento de los derechos; b) la relación de los sistemas jurídicos estatales con sistemas jurídicos supraestatales; c) las Constituciones como resultado de un entramado de principios y reglas; d) el principio de proporcionalidad; e) el principio de razonabilidad. Los tres primeros caracteres pertenecen a la estructura de los Estados neoconstitucionales; los dos últimos son aspectos de la interpretación autoritativa de los derechos y de su determinación legislativa.
Se examinará, concretamente, la conexión o imbricación entre un OMI y lo siguiente: a) el hecho de que las normas jurídicas referidas a los derechos expresan que se los "reconoce" (y no que se los instituye, crea o inventa); b) las conexiones cada vez más evidentes y profundas entre los sistemas jurídicos estatales y los sistemas jurídicos supraestatales -el neoconvencionalismo-; c) las Constituciones como resultado de un entramado de principios y reglas (no son, no pueden ser, un modelo puro de principios ni un modelo puro de reglas); d) el principio de proporcionalidad, tanto en su fundamentación como en cada uno de sus tres subprincipios; e) el principio de razonabilidad. De este modo se cubrirán varios de los caracteres o aspectos cruciales de la así llamada por Alec Stone Sweet "fórmula básica" del nuevo constitucionalismo difundido desde los años noventa del siglo pasado: "una Constitución escrita, profundamente arraigada, una declaración de derechos fundamentales, y algún modo de control de constitucionalidad judicial que permita proteger esos derechos".3
II. Las pretensiones implícitas en algunos de los rasgos de la cultura de los derechos
1. Los derechos y su reconocimiento
En un artículo de hace ya varios años, el profesor de la Universidad de Navarra, Javier Hervada, formulaba una observación que con el tiempo no ha hecho más que ganar interés.4 Hervada ponía de relieve que: a) la totalidad de las declaraciones y de los tratados referidos a derechos humanos consignan expresamente que "reconocen" los derechos allí enumerados, y b) que esta circunstancia constituye un "problema" para la filosofía del derecho.5
No le faltó razón al profesor español en ninguna de las dos afirmaciones. En primer lugar, los derechos humanos son reconocidos (esa es la expresión exacta que se recoge en los textos) por el legislador estatal o internacional y por los jueces encargados de su defensa, y es en ese hecho, en el reconocimiento, donde reside precisamente su signo de identidad, es decir, aquello que permite distinguir a los derechos humanos de esos otros derechos que sí son inventados o "puestos" (positum) por el hombre (aunque remitan, también, a instancias que no son fruto de una invención). Veamos algunos ejemplos existentes respecto de esto.
a) En la Declaración de Derechos de Virginia (1776) se dice (sect. 1): "That all men are by nature equally free and independent and have certain inherent rights, of which, when they enter into a state of society, they cannot, by any compact, deprive or divest their posterity".
b) En el "preámbulo" de la Declaración de Independencia (1776) de los Estados Unidos se habla de derechos de los que el hombre ha sido dotado por el Creador en función de los cuales se instituyen los gobiernos:
Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se vuelva destructora de estos principios, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno que base sus cimientos en dichos principios, y que organice sus poderes en forma tal que a ellos les parezca más probable que genere su seguridad y felicidad.
c) Una idea semejante, referente a unos derechos preexistentes (o "anteriores") a las leyes positivas en función de los cuales nacerían las comunidades políticas y los gobiernos, se repite en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en la que aparece la expresión droits de l'homme de la que deriva la de derechos humanos.
Para sus redactores, la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos, estos derechos son derechos naturales, inalienables y sagrados, la Asamblea Nacional los reconoce y declara (no los otorga, concede o constituye( y su conservación es la finalidad de toda comunidad política; dentro de estos derechos figura la resistencia a la opresión.6
d) Más cercanos ya en el tiempo, en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (1948) se habla repetidamente de derechos esenciales del hombre, y se afirma que "los Estados americanos han reconocido que los derechos esenciales del hombre no nacen del hecho de ser nacional de determinado Estado, sino que tienen como fundamento los atributos de la persona humana".
e) En la Declaración Universal de Derechos Humanos (ONU, 1948) se comienza señalando que "la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana"; se dice también que los derechos deben ser "protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión"; se afirma en el artículo 1o. que "todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos"; como señala Hervada, "constantemente se habla de reconocimiento, respeto y protección, nunca de otorgar o conceder. Y es obvio que se reconoce, respeta y protege por las leyes lo que preexiste a ellas..., lo que por ellas existe, se otorga y se concede". Por otra parte, "en el lenguaje de la Declaración Universal, la tiranía y la opresión son los "actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad" originados por "el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos"".7
f) En el "preámbulo" del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (1950) se habla de reconocer, aplicar, proteger, desarrollar y respetar los derechos humanos; en el artículo 1o. se dice que "las Altas Partes Contratantes reconocen a toda persona dependiente de su jurisdicción los derechos y libertades definidos en el título 1 del presente Convenio".
g) En el "preámbulo" del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Políticos (1966) se dice: "Reconociendo que estos derechos se desprenden de la dignidad inherente a la persona humana...". La frase, como señala Hervada, se encuentra literalmente reproducida en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.8
h) En el "preámbulo" de la Convención Americana de Derechos Humanos se reconoce
que los derechos esenciales del hombre no nacen del hecho de ser nacional de determinado Estado sino que tienen como fundamento los atributos de la persona humana, razón por la cual justifican una protección internacional, de naturaleza convencional coadyuvante o complementaria de la que ofrece el derecho interno.
i) Otro ejemplo (yendo más allá de los propuestos por Hervada) lo proporciona la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer;9 dice en su artículo 1o. que
A los efectos de la presente Convención, la expresión "discriminación contra la mujer" denotará toda discriminación, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga por objeto o por resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer, independientemente de su estado civil, sobre la base de la igualdad entre el hombre y la mujer, de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural y civil o en cualquier otra esfera.
j) Un último caso, entre muchos otros que podrían darse, es el de la Ley Fundamental de Bonn;10 dice en su artículo 1o. (protección de la dignidad humana, vinculación de los poderes públicos a los derechos fundamentales):
(1) La dignidad humana es intangible. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder público.
(2) El pueblo alemán, por ello, reconoce los derechos humanos inviolables e inalienables como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo.
En segundo lugar, tampoco le faltó razón a Hervada cuando sostuvo que ese rasgo común a todos los documentos sobre derechos humanos generaba (y continúa generando) un problema para la filosofía del derecho. Aunque Hervada se refería en especial al positivismo jurídico ampliamente difundido en la filosofía jurídica española al momento en el que ese artículo fue escrito, su objeción se mantiene contra cualquier teoría del derecho que haga residir la fuente última de la validez jurídica en una praxis social. Si el derecho proviene exclusivamente de una fuente social y los derechos humanos adquieren su condición de "derechos" desde una práctica social que sólo remite a ella misma, entonces no parece haber espacio para derechos pre-existentes: todo el derecho y todos los derechos serían fruto de la libérrima actividad de aquel o de aquellos a quienes se le reconoce socialmente la autoridad de hacerlo, sin más límite que el de su imaginación.
Si esta explicación acerca del origen, del sentido y de la validez de los derechos humanos fuese la única posible, se abrirían entonces dos alternativas. Por una parte, la asimilación de los derechos humanos a derechos positivos, y, por lo mismo, su pérdida de identidad dentro de la propia praxis jurídica; si los derechos humanos no fueran capaces de limitar al poder y de guiar su actuación, entonces no se distinguirían en nada del resto de los derechos, y aunque podrían tener, quizá, relevancia política, carecerían de relevancia jurídica. Por otra parte, propuesta de un discurso jurídico acerca de los derechos que renuncie a la posibilidad de fundamentarlos; los derechos descansarían, desde esta perspectiva, sobre un fundamento ficticio (lo que supondría asumir, por tanto, que los derechos no pueden fundamentarse racionalmente). Sobre este punto volveremos más adelante.
Tanto uno como otro camino tienen múltiples dificultades que no es del caso exponer ahora.11 Sí vale la pena insistir en que el lenguaje de la cultura de derechos, y particularmente el uso recurrente del verbo "reconocer", manifiesta una pretensión de referencia de las praxis jurídicas a un orden axiológico y normativo independiente (OMI), no sólo de la praxis jurídica, sino también de toda praxis humana.12
2. La proyección internacional del reconocimiento y la protección de los derechos
En los últimos sesenta años hemos asistido a una aceleración en el proceso de reconocimiento, tutela y promoción de los derechos humanos al interior de los Estados y en sede internacional,13 que ha llevado a algunos autores a hablar de un "constitucionalismo transnacional".14 Se trata, en realidad, de dos movimientos convergentes (uno desde el Estado hacia dentro de sus fronteras; el otro, desde fuera de las fronteras del Estado hacia dentro de sus fronteras) no exentos de aspectos conflictivos. ¿Qué hacer cuando surgen diferencias entre el reconocimiento, la protección y la promoción propuestos por el Estado y desde fuera del Estado? ¿Cuál de esas influencias debe primar? Las alternativas clásicas para esta disyuntiva son tres: para el monismo nacional, la primacía corresponde al derecho estatal; para el monismo internacional, en cambio, debe prevalecer el derecho internacional; para el dualismo, por último, Constitución o normas internas y tratados tienen una validez independiente.15
En el caso del sistema jurídico argentino, por poner un ejemplo, los partidarios del monismo estatal suelen citar en su favor dos textos de la propia Constitución: el artículo 27, que establece que los acuerdos internacionales deben conformarse con los principios de derecho público contenidos en la Constitución,16 y el artículo 31, que cuando se refiere a la "ley suprema de la Nación" las enumera en el siguiente orden: "esta Constitución, las leyes de la Nación que en su consecuencia se dicten por el Congreso y los tratados con las potencias extranjeras".17
Los partidarios de los otros dos puntos de vista, el monismo internacional o el dualismo, fundamentan sus posiciones en normas de derecho internacional, como, por ejemplo, la Convención de Viena sobre el Derecho de Tratados, que establece en su artículo 27 que "Una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado".18
Como señala con acierto Carlos Nino, "lo curioso de esta controversia es que las dos posiciones son completamente circulares ya que quienes defienden la prioridad de la Constitución se apoyan en la misma Constitución, y quienes defienden la prelación de las convenciones internacionales se apoyan en una convención internacional". Esto muestra, continúa diciendo este autor,
que la validez de cierto sistema jurídico no puede fundarse en reglas de ese mismo sistema jurídico sino que debe derivar de principios externos al propio sistema. Los jueces o juristas que debaten estas posiciones monistas o dualistas no pueden evadirse de recurrir a principios extrajurídicos, de índole moral en un sentido amplio, para apoyar sus posiciones.19
En tanto que el monismo pondrá el acento sobre la soberanía, el dualismo en sus dos variantes preferirá remarcar la universalidad de los derechos. Esto permite concluir que los sistemas jurídicos actuales no proporcionan respecto de este tema "un sistema cerrado de justificación de soluciones".20 Una y otra posición asumen la premisa de que o bien la soberanía estatal o bien los valores recogidos en los derechos humanos (que bien podrían sintetizarse en el valor de la justicia) son la fuente última de sentido y validez de todo orden público de conducta. ¿Pero cuál es a su vez la fuente de sentido (o inteligibilidad) y validez de uno u otro valor supremo?
En la medida en que tanto el monismo como el dualismo comienzan y acaban la cadena de justificación e interpretación en aquellos valores (soberanía/justicia), las opciones son las dos que indica Nino: o bien aquellos valores -soberanía o justicia- son intrínsecamente inteligibles -por lo que proyectan su sentido sobre toda la cadena normativa- y poseen fuerza normativa propia -por lo que fundan la validez de toda la cadena normativa-, o bien derivan su sentido y validez de otros valores y normas, que sí tienen sentido intrínseco y títulos propios para validar el resto de las normas. Hay en realidad también una tercera alternativa, que es equiparar la validez con la fuerza y, al mismo tiempo, negar la inteligibilidad de toda norma y valor, en cuyo caso la inteligibilidad y la validez o normatividad de las prácticas jurídicas serían pura ficción.
En esta disyuntiva, el realismo escandinavo puede ser objeto de muchas críticas, pero no de falta de honestidad. El realismo opta por la ficción porque descree de la existencia de normas y valores intrínsecamente inteligibles con fuerza vinculante propia. Kelsen eligió el camino intermedio de la norma hipotética fundamental, que parece situarlo mucho más cerca del realismo que lo que él estaba dispuesto a aceptar. Pues, ¿qué es una hipótesis mientras no sea validada, sino una ficción? Hart también intentó un camino intermedio con no mucha mejor suerte que Kelsen, al situar la fuente última de inteligibilidad y validez de toda norma y valor jurídico en el hecho de que los operadores jurídicos -los jueces en especial- apliquen las normas fundantes de la cadena de validez (las reglas de reconocimiento) con conciencia de obligatoriedad. Sin embargo, por mucho que introduzcamos la frase "obligatoriedad" e incluso "conciencia" en el discurso, lo cierto es que la fuente última de validez en la teoría hartiana no es ninguna normatividad intrínseca, sino el hecho crudo del uso de las normas de reconocimiento por algunos los jueces.
En síntesis, o bien monismo y dualismo asumen la evidencia de la inteligibilidad y la intrínseca normatividad de unos y otros valores y normas, o bien monismo y dualismo son tautológicamente circulares y, en la misma medida en que son circulares, son incapaces de fundar tanto la inteligibilidad como la normatividad de la cultura de los derechos.
Retornando al caso argentino como ejemplo, resulta ilustrativo caer en la cuenta de que frente a los términos algo ambiguos del mencionado artículo 31 de la Constitución, la Corte Suprema, máximo órgano del Poder Judicial, interpretó inicialmente, en 1963, que existía una relación de "igualdad jerárquica" entre tratados y leyes,21 para luego, en 1992, resolver que la primacía del derecho internacional sobre el derecho interno "integra el ordenamiento jurídico argentino".22 Este criterio sería luego consagrado de modo expreso en la última reforma constitucional, de 1994.23
Ahora bien, ¿cuál es el fundamento último de una y otra posición y, particularmente, del cambio en el tiempo de una hacia otra? Podría decirse con Hart que con el correr del tiempo viró el criterio de los jueces acerca de los fundamentos de la obligatoriedad (y normatividad) del derecho, quienes primero ligaron la praxis constitucional a la soberanía, asumiendo la intrínseca inteligibilidad y normatividad de este valor, y luego con igual convicción asumieron la intrínseca inteligibilidad y normatividad de los valores manifiestos en los derechos humanos. O podríamos argüir con Kelsen que antes y después se asumió la hipótesis -la mera hipótesis no validada ni validable- de la inteligibilidad y normatividad de unos y otros valores, y que el factor tiempo tuvo siempre la última palabra en esta puja: primó la hipótesis que con más eficacia persistió en el tiempo. O puede, en cambio, afirmarse con la sinceridad pasmosa del realismo escandinavo, que una y otra composición de la Corte impuso su convicción acerca de la inteligibilidad y obligatoriedad de unos y otros valores, que no son comprensibles ni obligatorios, al igual que la praxis en su totalidad -o, peor aún, que no impusieron deliberadamente nada, sino que eran simplemente ingenuos, por no decir intelectualmente incompetentes-.
En cualquier caso, la disyuntiva que tan lúcidamente señaló Nino sigue en pie. O bien la puja monismo y dualismo se decide por referencia a un OMI, con inteligibilidad y normatividad intrínseca, o bien una y otra posición son tautológicas, por mucho que Hart y Kelsen hayan pretendido ignorarlo.
3. Los derechos y los principios iusfundamentales
Es ya clásica la advertencia de Ronald Dworkin, a fines de la década de los sesenta, acerca de la dualidad de normas jurídicas que integra toda praxis constitucional: principios y reglas.24 Según Dworkin, la filosofía del derecho analítica contemporánea había estudiado las reglas sin tener en cuenta suficientemente la existencia y el rol desempeñado por los principios. Esa inadvertencia condicionaba fuertemente, en su opinión, la plausibilidad de la descripción del derecho propuesta por los trabajos de Herbert Hart y de sus seguidores.25
Con el correr el tiempo se profundizó el estudio de la distinción entre principios y reglas,26 y se cayó en la cuenta de su importancia, de su rol decisivo de cara a una correcta comprensión del funcionamiento del derecho.27 Se sostuvo, con razón, que todo sistema jurídico mínimamente desarrollado incorpora principios, y que en todo sistema jurídico plenamente desarrollado su presencia es fácilmente constatable.28 Las Constituciones de los Estados democráticos se encuentran, indudablemente, inundadas de principios, a los que Alexy llama "principios fundamentales del derecho natural y racional y de la moral moderna del derecho y del estado".29
¿Cómo diferenciar principios y reglas? En una apretada síntesis, se propusieron tres criterios.
El primero se relacionó con el diferente modo de obligar de unos y otras. En el caso de los principios (por ejemplo, el artículo 5o., inc. 1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos: "1. Toda persona tiene derecho a que se respete su integridad física, psíquica y moral"), el destinatario de la norma (todos los órganos del Estado y los particulares) se enfrenta a diversos caminos o alternativas, todos conducentes a cumplir con lo que la norma le indica. La norma, en rigor, no indica ningún curso de acción concreto, sino más bien un estado ideal de cosas hacia el que debe tenderse. Robert Alexy ha llamado a los principios, por eso, "mandatos de optimización".30 El destinatario de las reglas (por ejemplo, el artículo 4o., inc. 3 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos: "3. No se restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido"), en cambio, sólo puede cumplir o no cumplir con lo que la norma prescribe. No hay niveles de cumplimiento, matices ni alternativas. Se cumple o no se cumple.
El segundo criterio parte del conflicto entre principios y de la colisión entre reglas. Uno y otra: a) se resuelven empleando herramientas distintas; b) tienen consecuencias diversas. La colisión entre reglas se resuelve acudiendo a alguno de los cuatro criterios elaborados por la teoría general del derecho para estos casos: competencia, jerarquía, especialidad, temporalidad. El conflicto entre principios no puede resolverse a través de esos criterios, puesto que las normas-principios han sido dictadas por el constituyente (legislador competente), tienen la misma jerarquía, son igualmente genéricas y fueron dictadas a la vez (no hay distinción desde el punto de vista temporal). Hay que acudir, por tanto, a criterios como el de ponderar un principio y otro (ésa es la propuesta, entre otros, de Robert Alexy).31 Por otro lado, en segundo lugar, la resolución de un conflicto entre reglas conduce a que la norma derrotada sea en cierto modo expulsada del sistema jurídico. No será aplicada a este caso ni a los casos sucesivos. La resolución de una colisión entre principios tiene un efecto distinto: el principio derrotado no es expulsado del sistema. Lo que se ha decidido es algo distinto: la precedencia relativa (en esas concretas circunstancias( de un principio sobre otro. Esa relación de precedencia puede invertirse (ocurre constantemente( si cambian las circunstancias de hecho que dieron lugar al caso.
Con todo, el eje de la disputa en torno a la distinción entre principios y reglas no estuvo en estos dos criterios de distinción, sino que se generó a partir de lo siguiente: la regla de reconocimiento propuesta por Hart como criterio para identificar el derecho y distinguirlo de otros sistemas normativos es, según Dworkin, incapaz de detectar un tipo o clase de norma (los principios( cuya presencia en un sistema jurídico como el estadounidense resulta evidente (como el propio Dworkin mostraba en una amplia gama de casos que analizaba con detalle(, puesto que su pedigree u origen no era fundamentalmente una institución, sino el reconocimiento por parte de alguna institución de, empleando una expresión de Joseph Esser, la "razonabilidad intrínseca" de esas normas.32
Más allá de los derroteros en los que derivó la discusión, especialmente luego de la publicación del Postscriptum del libro más célebre de Hart,33 lo cierto es que la admisión de principios "intrínsecamente razonables" sólo tiene sentido si se refieren a (es decir, tienen por referente) un OMI cuya inteligiblidad y normatividad no dependen del legislador o del juez que aplican tales principios.34 Dicho con otras palabras: la presencia de principios con esa característica sólo puede ser explicada por remisión a realidades que se encuentran más allá de la ley positiva en la que ellos son reconocidos y de la tarea consistente en interpretarlos en el contexto de un caso concreto.
4. La justificación y los alcances del principio de proporcionalidad
El reconocimiento de los derechos humanos en las Constituciones (como derechos fundamentales o derechos constitucionales) ha ido de la mano de la extensión del llamado "control de constitucionalidad". Como es sabido, se trata de una creación de la Corte Suprema de los Estados Unidos que asigna a los jueces la función y el poder de declarar la inconstitucionalidad de todas aquellas normas dictadas por el legislador que vulneren los derechos reconocidos en la Constitución (es decir, de invalidarlas(.35 No viene al caso, en el contexto de este trabajo, dar cuenta del desarrollo que tuvo esa institución y de sus diversas variantes históricas.36 Sí vale la pena reiterar que su arraigo actual en los sistemas constitucionales es innegable,37 más allá de las críticas,38 por un lado, y de los elogios,39 por otro, que esta situación ha recibido.40
Ahora bien, ¿cómo se lleva a cabo ese control de constitucionalidad?, o dicho con otras palabras, ¿qué razonamiento despliegan los jueces para determinar que la regulación de un derecho fundamental o constitucional viola lo establecido por la Constitución? La práctica constitucional de buena parte de los países occidentales ha respondido a este interrogante con la elaboración del principio de proporcionalidad41 o principio de razonabilidad de la ley42 (cuya conexión con la idea de proporción y de igualdad, como se ha afirmado, es bastante clara-.43 En efecto, de un modo u otro, la máxima de proporcionalidad es aplicada en todas las prácticas constitucionales, continentales y del common law, y por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la Corte Internacional de Derechos Humanos y el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas.44 Es, en suma, un elemento cuya presencia es evidente en el derecho constitucional comparado.45 La razón de esta presencia estriba, en primera instancia, en lo siguiente: como ha sostenido con razón Alexy, una comprensión correcta de los principios constitucionales (reconocidos en todas las Constituciones(, que los concibe como mandatos de optimización, "conecta a los derechos constitucionales de modo necesario con el análisis de la proporcionalidad".46
Ahora bien, ¿en qué consiste, concretamente, el principio de proporcionalidad? De acuerdo con él, para que una norma que afecta derechos constitucionales pueda ser considerada respetuosa de la Constitución debe atravesar con éxito tres juicios o sub-principios: a) debe ser adecuada o idónea, es decir, capaz de causar su fin (subprincipio de adecuación);47b) debe ser necesaria o indispensable, esto es, la menos restrictiva de las igualmente eficaces (subprincipio de necesidad);48c) debe ser, por último, proporcionada stricto sensu, es decir, el resultado de una ponderación proporcionada o razonable de los beneficios y de los perjuicios que se causan con su dictado.49
Más allá de una explicación detallada de cada uno de los subprincipios, que aquí no viene al caso, lo cierto es que el principio de proporcionalidad remite a instancias valorativas que se encuentran más allá de los textos que constituyen su objeto (es decir, más allá de las normas cuya constitucionalidad se analiza y de la Constitución en la que se reconocen los derechos). Esto se percibe al menos en lo siguiente.
a) En primer lugar, la conexión entre el principio de proporcionalidad y las instancias valorativas aludidas se detecta en la justificación del principio. ¿Por qué la constitucionalidad es proporcionalidad y no más bien desproporción? Esta pregunta no se puede responder en última instancia desde la Constitución misma,50 o, dicho con otras palabras, el reconocimiento del principio de proporcionalidad por parte de una Constitución e incluso de un grupo de Constituciones (sea a través de su recepción expresa en el texto constitucional o mediante su aplicación por los jueces) no explica por qué esa Constitución o esas Constituciones deberían reconocerlo (es decir, qué razones justifican su reconocimiento más allá de una o varias Constituciones concretas(. Preguntarse por la proporcionalidad en un sentido como el que aquí se sugiere conduce necesariamente a la distinción entre principios y reglas desde la perspectiva que ofrece el tercero de los criterios de distinción propuestos más arriba, es decir, a responder, al menos inicialmente, que el principio de proporcionalidad debe su existencia al hecho de que los sistemas jurídicos son un entramado de principios y reglas. Pero ésta no puede ser la respuesta definitiva, porque cabe aún interrogarse acerca del porqué de la existencia de los principios. Es decir, acerca de cuál es la razón que justifica que todo sistema contenga principios y reglas, y no sólo reglas.51 Esto último, a su vez, conlleva la necesidad de preguntarse qué es lo que hace que un enunciado normativo sea intrínsecamente razonable, lo que si bien permite partir del plano normativo exige no quedarse en él, sino trascenderlo, porque en última instancia, razonabilidad intrínseca o extrínseca sólo puede predicarse de aquellos bienes o valores cuyo carácter de bien reside en sí y no en el hecho de que una norma se lo adjudique, esto es, de un OMI independiente de toda praxis humana.
b) En segundo lugar, el examen de cada uno de los subprincipios que componen el principio de proporcionalidad permite llegar a una conclusión parecida a la del párrafo precedente, puesto que todos ellos hacen referencia a fines (aunque desde perspectivas no enteramente coincidentes(, cuya determinación y justificación no es fruto exclusivo de un análisis de las normas.52 En el caso del subprincipio de adecuación, se busca la eficacia, es decir, la conexión entre un determinado fin y los medios que conducen a su logro. El bien que subyace al segundo subprincipio es la eficiencia, puesto que se asume como deseable que en aras de alcanzar un fin se emplee el medio eficaz que menos daño cause a otros bienes distintos de aquel que se persigue como fin de la norma; en el caso del tercer subprincipio se apunta en una primera instancia a la justificación de la medida, que reside, tal como se interpreta a la proporcionalidad stricto sensu, en la existencia de un balance entre costos y beneficios.
¿Por qué hemos de buscar el modo más eficaz y eficiente de distribuir los costos de la coordinación social sobre los derechos fundamentales? ¿Por qué no dispendiar pródigamente costos en la realización de metas comunes? ¿Por qué no optar por el camino más difícil, costoso e inepto, apuntando a un balance final entre costos y beneficios, donde pierdan los segundos? La sorpresa que genera la sola formulación de estas preguntas manifiesta que tanto el valor como la obligatoriedad de la eficacia, la eficiencia y la proporcionalidad stricto sensu como cualidades de la coordinación social, se comprenden, se "ven", son inteligibles en sí mismas. Es evidente o visible en sí mismo que la eficacia, la eficiencia y la proporcionalidad son cualidades valiosas del obrar humano social. Y es evidente o visible en sí mismo que la eficacia, eficiencia y proporcionalidad son metas exigibles, vinculantes, obligatorias, en el uso de la fuerza pública. Por ello, parafraseando a Wittgenstein, ni su valor ni su exigibilidad pueden explicarse, sino sólo mostrarse.53
c) Por último, en tercer lugar, también se percibe la conexión entre el principio de proporcionalidad e instancias valorativas extra-normativas en lo siguiente: la posibilidad de que el principio cumpla con el fin para el que fue concebido (ser "límite de los límites" que el legislador impone a los derechos humanos)54 depende de que el tercer subprincipio no sea sólo un balance entre costos y beneficios. Si fuera eso y nada más,55 entonces bastaría con dar con una finalidad lo suficientemente alta para que los perjuicios "justificados" fuesen (o pudiesen ser) violaciones de los derechos.56 Por ejemplo, alcanzaría con decir que se persigue como fin algo tan relevante como acabar con el terrorismo internacional para "justificar" (desde la perspectiva que aquí se critica( violaciones del debido proceso legal. Para evitar esto, en otro lugar hemos propuesto que a la dimensión de "justificación" de la medida se le agregue una segunda dimensión que atienda a la intangibilidad del derecho (o de los derechos) en juego,57 es decir, a su contenido, que si se pretende indisponible deberá asociarse a un referente cuya existencia no dependa de su reconocimiento normativo, ni de la pura discrecionalidad del intérprete.58 El mejor modo de progresar por este camino, cuya elucidación desborda los límites del presente estudio, será esbozado en el último punto de este trabajo.
5. La razonabilidad como exigencia de la decisión judicial
Un quinto rasgo de la dinámica de la "cultura de los derechos" en que estamos inmersos es la exigibilidad del principio de razonabilidad en el ámbito de la decisión judicial, que a su vez se despliega en dos planos: el fáctico y el normativo. Luego de que en el siglo XIX campeara a sus anchas el formalismo jurídico, es decir, una serie de teorías del derecho que pretendieron reducir todos los problemas jurídicos a través de la lógica aplicada a las normas, en el siglo XX se cayó en la cuenta de que tanto el establecimiento de los hechos de cada uno de los casos que debían resolver los jueces como la determinación de las normas aplicables a ellos exigían de su parte tomar partido entre distintas alternativas prima facie idénticas desde el punto de vista de su corrección formal.59
En efecto, aunque se espera que los operadores jurídicos identifiquen los hechos de los casos, lo cierto es que la pretendida identificación, el sustrato fáctico, tiene tanto de hallazgo como de construcción. La dimensión constructiva se despliega en una serie de elecciones: a) de los hechos jurídicamente relevantes entre un entramado casi infinito de hechos; b) de los medios de prueba conducentes; c) de los medios de prueba más convincentes. Por otro lado, jueces y abogados se enfrentan a la necesidad de: a) seleccionar las normas aplicables; b) seleccionar el o los métodos de interpretación con los que interpretarán esas normas; c) seleccionar los resultados a los que esos métodos de interpretación conducen.60
En realidad, las elecciones ínsitas en la comprensión de los hechos no están desconectadas de las elecciones ínsitas en la interpretación de las normas. Como bien apuntó Kelsen en las primeras páginas de su Reinerecthslehre, los hechos humanos no son hechos jurídicos -son puro acontecer- hasta que no son interpretados a la luz de una norma jurídica que les imprime sentido.61 De forma que la identificación de una situación fáctica como situación jurídica o como caso jurídico, ya es en sí misma el resultado de una interpretación jurídica. En Kelsen, la norma jurídica cumpliría una función similar a la que Kant atribuye a las categorías a priori del entendimiento puro: son el molde formal a través del cual se imprime o sella sentido a la conducta humana.
Por seguir el mismo ejemplo de Kelsen (y de Wittgenstein): la presencia de un grupo de personas levantando el brazo en una sala puede interpretarse de muchos modos,62 por ejemplo, como un grupo de personas saludando, o protestando, o "votando" a favor de la sanción de una norma en un Parlamento. La última interpretación sólo es plausible si existe una norma que imprima ese sentido a ese hecho, es decir, una norma que haya establecido que cuando un determinado número de personas levanta el brazo en el recinto del Parlamento y en determinadas circunstancias, entonces ese hecho significará que estará votando a favor o en contra de la sanción de una norma por el Parlamento.
En otras palabras, la lectura jurídica de los hechos presupone la existencia y la interpretación de normas que imprimen sentido jurídico a esos hechos. Por supuesto, los mismos hechos pueden ser leídos o comprendidos desde otros universos de sentido: el político, el económico, el moral, etcétera. Pero así como los mismos hechos pueden interpretarse simultáneamente desde distintas perspectivas interpretativas, así también cada perspectiva interpretativa ofrece distintas lecturas de cada hecho. El hecho de un grupo de personas levantando el brazo en el recinto parlamentario puede interpretarse como la emisión válida o inválida del voto positivo para la sanción de una norma, según cómo se interpreten las normas que rigen el procedimiento parlamentario, y según qué normas se "elijan" como perspectiva para imprimir sentido a ese hecho.63
Esas múltiples selecciones que se producen en uno y otro nivel (el fáctico y el normativo), ¿con arreglo a qué criterio o criterios se deben llevar a cabo? Mientras las teorías del derecho del siglo pasado oscilaron entre la práctica equiparación entre discrecionalidad e irracionalidad,64 por un lado, y la negación de toda discrecionalidad,65 por otro, lo cierto es que, poco a poco, la jurisprudencia constitucional comparada ha respondido esa pregunta con la elaboración del principio de razonabilidad, contracara de la arbitrariedad (proscrita de modo expreso por algunas Constituciones, por ejemplo la Constitución española en el artículo 9.3-.66
De acuerdo con este principio, cada una de las elecciones a las que se enfrenta el operador jurídico debe ser afrontada por él con "razonabilidad". Esto significa que el operador jurídico está obligado a dar razones, a justificar la adopción del camino que escogió en cada una de las encrucijadas por las que transitó. Una decisión a favor de la que no se han dado razones es irrazonable, arbitraria y, por eso mismo, violatoria del derecho al debido proceso (due process of law) o, con expresión de las Constituciones europeo-continentales, del derecho a la tutela judicial efectiva.67
Una descripción consistente del funcionamiento del principio de razonabilidad nos enfrenta, nuevamente, a preguntas cuya elucidación sólo puede hacerse conectando a las normas jurídicas con bienes o valores que se encuentran más allá de los textos. Veamos.
Como ocurría con el principio de proporcionalidad, cabe preguntarse acerca de la justificación normativa del principio de razonabilidad. ¿Por qué la razonabilidad y no más bien la no-razonabilidad o, incluso, la irrazonabilidad? ¿Cómo justificar el empleo de este principio? Esto presupone la inteligibilidad y la deseabilidad de lo razonable.68 Una y otra cosa remiten a consideraciones extra-normativas (a razones más básicas( que el operador jurídico da por sentadas cuando aplica el principio de razonabilidad.69 Una vez más, como con el principio de proporcionalidad, lo absurdo de la pregunta acerca de la conveniencia de la razonabilidad manifiesta que tanto su valor como su obligatoriedad son evidentes, y, por lo mismo, no se deducen de otras instancias valorativas o normativas. Se muestran, no se explican.
En segundo lugar, la pregunta acerca del origen de las razones que justifican el establecimiento de los hechos y la determinación del sentido de las normas tampoco puede responderse sin acudir a valoraciones que se encuentran más allá de los textos. La respuesta, en efecto, no puede provenir de las normas mismas, porque si así fuera incurriríamos en la falacia de la circularidad entre causa y consecuencia (puesto que la causa de la indeterminación son las normas), o, dicho con otras palabras, como el problema que debíamos enfrentar consistía en determinar lo que las normas no determinan, la solución no puede estar en estas últimas, sino en algo ajeno a ellas, aunque conectado.
Por otra parte, también se perciben las estrecheses de un análisis exclusivamente normativo si se cae en la cuenta de que las razones a las que nos venimos refiriendo (es decir, las razones que el intérprete utiliza tanto para determinar el sentido de las normas jurídicas como para comprender la conducta humana a partir de estas normas( son distintas de las que cabría dar si el problema no fuese práctico sino teórico. El influjo de la filosofía moderna condujo a que durante muchos años se negara la existencia de razones morales, políticas y jurídicas. Todo lo más a lo que podía aspirarse en el ámbito práctico era a acuerdos basados en consensos que a su vez se asentaban en emociones compartidas. La práctica jurisprudencial del principio de razonabilidad presupone, en cambio, la existencia de un ámbito de razonabilidad para el derecho, distinto, como se dijo, del correspondiente a la teoría. Esa diferencia se percibe, sólo por poner un ejemplo, en el hecho de que el derecho posee un campo de "desacuerdo razonable",70 cuya extensión y contenido son interrogantes a los que los operadores jurídicos se enfrentan de modo cotidiano. Las respuestas a estas preguntas cruciales (puesto que se trata, en definitiva, de preguntas acerca de cuál es el ámbito de lo jurídico) remiten al intérprete de modo constante a las conexiones del derecho con la moral y con la política71 (y plantean como problema latente el de la identidad del derecho, es decir, el de qué es lo que el derecho en definitiva aporta al razonamiento práctico(.
III. En busca de una comprensión
El recorrido seguido hasta aquí nos permitió tratar la primera hipótesis de fondo del presente trabajo: los elementos centrales de la "cultura de los derechos" en la que están inmersos los sistemas jurídicos occidentales no pueden explicarse de modo consistente sin una referencia a alguna instancia axiológica y normativa independiente tanto de las normas concretas que los componen como de toda praxis humana. En lo que sigue se profundizará en la segunda parte de esta última tesis, es decir, se expondrán las razones para fundar la aserción de que el orden moral al que refiere la cultura de derechos es independiente no sólo de esta cultura, sino de toda praxis humana. A través de esta profundización se pretende también concretar el alcance de la "independencia", sobre todo a la luz de la segunda hipótesis de este trabajo, a saber, que la cultura de derechos conecta su propia validez y obligatoriedad con el nivel de adecuación al OMI.
1. Derecho y OMI
¿En qué sentido preciso es "independiente" el orden moral con el que se relaciona la cultura de derechos? Sólo respondiendo a esta pregunta podrá entenderse qué se pretende afirmar cuando se dice, como aquí se ha hecho, que las instancias valorativas a las que remite cada uno de los elementos considerados en este trabajo implican una referencia al OMI. Pues bien, el concepto de independencia es relativo: implica distinción entre dos polos, aunque no necesariamente separación. Describir el sentido preciso de la independencia del orden moral exige, pues, determinar qué es aquello de lo cual se distingue el orden moral, en qué sentido, y con cuánta fuerza o extensión.
El dilema del regreso al infinito sólo puede sortearse si el orden moral es independiente no sólo respecto del derecho positivo, sino también de cualquier otra práctica normativa convencional, tanto desde un punto de vista epistémico como desde un punto de vista moral. A las dos primeras preguntas cabe, pues, responder: el orden moral es independiente de todo sistema normativo tanto en el orden del conocimiento como en el orden de la justificación u obligatoriedad.
En el orden epistémico, autores de tradiciones y escuelas tan distintas, como Alejandro Llano y Fernando Inciarte de un lado, o Simon Blackburn, Stephen Laurence y Eric Margolis de otro, coinciden en que el intento por explicar la inteligibilidad y comunicabilidad de los conceptos prescindiendo de conceptos primitivos o básicos que son inteligibles en sí mismos (y por ende no se construyen), acaba de forma casi insorteable en la disyuntiva de la circularidad o del regreso al infinito.72
En el sentido epistémico, la independencia implica, pues, inteligibilidad intrínseca tanto del significado -y la extensión- de los bienes o valores últimos a los que apunta el orden moral como de los tipos de conductas imperados. La inteligibilidad intrínseca implica, a su turno, que los bienes y los tipos de acción morales no son el resultado de construcciones discursivas convencionales, sino el objeto de la aprehensión intelectual de (a) la real naturaleza valiosa o apetecible de los bienes humanos, y (b) la real relación de impacto positivo entre los tipos de acción imperados y la actualización de los bienes.
En el sentido justificativo, la independencia implica que la naturaleza obligatoria o debida de las proposiciones morales que imperan realizar estas acciones se autojustifica, porque no se deriva de proposiciones morales más abstractas.73
La tradición que más ha insistido en la existencia de un OMI que imprime sentido y a la vez justifica la validez (y obligatoriedad) del derecho positivo es, sin lugar a dudas, la tradición del derecho natural. Un modo de aproximarse al tercer problema, el de la fuerza de la "independencia", es, pues, averiguar su sentido y alcance dentro de esta misma tradición.
A este respecto, Javier Hervada ha dicho que el derecho natural no debe ser entendido (aunque esto ocurra con frecuencia( como "un sistema jurídico, orden u ordenamiento jurídico que subsista separado y paralelamente al derecho positivo, que sería otro sistema jurídico".74 En efecto, el derecho natural "no es un sistema jurídico sino el núcleo básico, primario y fundamental de cada sistema de derecho u ordenamiento jurídico".75 Contra lo que en ocasiones se asume sin demasiada discusión, cuando en la tradición iusnaturalista se habla de derecho natural y de derecho positivo no se hace referencia a "dos sistemas de derecho, el ordenamiento jurídico natural y el ordenamiento jurídico positivo, sino que el sistema jurídico es único, un sistema jurídico unitario constituido por el derecho natural y el derecho positivo, o dicho con más precisión, formado por factores jurídicos naturales y factores jurídicos positivos".76
Una comprensión del iusnaturalismo como la que critica Hervada, consistente en afirmar que para esta posición existen dos sistemas jurídicos: el positivo, que estaría en los códigos, y el natural, que nadie habría visto jamás (se encontraría, aventurarían quizá algunos en tono de broma, en las sacristías de determinadas iglesias), es falsa respecto de los iusnaturalistas más relevantes,77 lo que justifica la queja de algunos de ellos.78
Si en lugar de referirnos al derecho natural nos limitamos a afirmar que la cultura de derechos se vincula con un OMI, siguiendo la propuesta de Hervada, a modo de "núcleo básico", ¿qué significa exactamente que el OMI es un "núcleo básico"?
Significa, entre otras cosas, que en cada una las normas que componen un sistema jurídico se conjugan dos fuentes de juridicidad: por una parte, la juridicidad que proviene de la relación de determinación o concreción entre la materia o contenido del derecho positivo y la materia intrínsecamente razonable del OMI; por otra, la juridicidad que proviene del hecho de que la determinación o concreción del OMI haya sido realizada por la autoridad competente con arreglo al procedimiento válido y eficaz. Esta mezcla o entrelazamiento se encuentra presente tanto en el caso de los principios, en los que a primera vista la autoridad o el operador jurídico parecen secundarios, como en el de las reglas, que parecen prima facie obra exclusiva de la decisión del operador jurídico.
A continuación se analizará cómo esto último se verifica en un caso concreto. Se podrá percibir, así, el modo en que los jueces típicamente determinan el OMI, tanto en lo que respecta a los principios como a las reglas.
Se trata del caso Saguir y Dib, resuelto por la Corte Suprema de la Argentina. Los hechos se dieron del siguiente modo: un joven de veinte años necesitaba un transplante de riñón y que la única persona histoidéntica (es decir, compatible( identificada era su hermana menor, de diecisiete años y diez meses de edad. La norma que regulaba por entonces este tipo de transplantes establecía que "Toda persona capaz, mayor de 18 años, podrá disponer de la ablación en vida de algún órgano o de material anatómico de su propio cuerpo para ser implantado en otro ser humano, en tanto el receptor fuere con respecto al dador, padre, madre, hijo o hermano consanguíneo...". Como salta a la vista, a la dadora le faltaban dos meses para cumplir la edad referida en la ley, por lo que la joven y sus padres pidieron autorización judicial para suplir ese requisito y realizar la intervención. En el caso debía examinarse, por tanto, la interpretación correcta de la regla transcripta. Junto con la regla que directamente regía el caso, fueron alegadas por los demandantes y por el Ministerio Público, como herramientas a tener en cuenta para la decisión judicial, otras normas: las que reconocen el derecho a la salud (del joven), a la integridad física (de su hermana) y a la vida (de ambos).
Los críticos de la conexión entre la cultura de derechos y un OMI (quienes critican, dicho de otro modo, la tesis de la conexión entre derecho y moral( lo hacen desde dos perspectivas: a) afirmando que los sistemas jurídicos contienen sólo reglas jurídicas y no principios; b) afirmando que los sistemas jurídicos contienen reglas y principios. Tanto para unos como para otros no hay conexión porque la existencia y el contenido de las reglas (primera perspectiva), o de las reglas y principios (segunda perspectiva) dependen exclusivamente del legislador, es decir, tanto unos como otros niegan que las reglas o las reglas y los principios remitan o se relacionen de algún modo con un OMI. El caso Saguir y Dib es un ejemplo de que la tesis de la separación entre derecho y moral es falsa en el nivel de las reglas y en el de los principios. Veamos.
Podría pensarse, a primera vista, que el operador jurídico (en particular el legislador( es omnímodo en lo que se refiere a las reglas, en el sentido de que no tiene ningún límite a la hora de crearlas ni de fijar su contenido. Lo cierto es que, consideradas todas las circunstancias, se advierte que cuando el legislador crea una regla lo hace decidiendo dentro de unos márgenes con los que él se encuentra, y frente a los que sólo le corresponde su reconocimiento y respeto. Tomando la regla transcripta (según la cual para ser donante de un órgano hay que ser capaz y mayor de dieciocho años) como ejemplo, resulta posible afirmar que el legislador podría seguramente haber establecido como "piso" una edad diferente (veintiún años, por caso, o dieciséis), pero no podría haber dispuesto la inexistencia de una edad mínima, o la obligatoriedad de los trasplantes, o la incapacidad como exigencia para su procedencia, alternativas todas ellas irrazonables porque supondrían traspasar el límite que los principios que gobiernan la relación jurídica subyacente imponen a la actuación legislativa.
Las reglas son, pues, el resultado de una decisión del legislador o del operador jurídico no entre todas las alternativas imaginables, sino sólo entre varias alternativas razonables. Dicho con otras palabras, la razonabilidad, que proviene de la finalidad dentro de la que las reglas se inscriben (por ejemplo, en el caso de las reglas de tránsito, asegurar que el tránsito sea seguro y veloz, razón por la que sería irrazonable que una regla estableciese que todas las calles de una ciudad tienen una misma dirección), impone un límite a la voluntad del operador jurídico; ese límite es, precisamente, el OMI. Sin él resultaría imposible distinguir dentro del elenco de alternativas disponibles el grupo de las alternativas razonables.
La sentencia de la Corte Suprema en Saguir y Dib pone de manifiesto, por otro lado, que los principios que utilizan los jueces a la hora de resolver los casos no siempre provienen del derecho positivo (entendido como las normas, en este caso constitucionales). Los jueces ponderaron los principios que reconocen el derecho a la salud, el derecho a la integridad física y (nada más y nada menos( el derecho a la vida; sin embargo, y esto es lo que cabe resaltar, ninguno de ellos tenía reconocimiento constitucional expreso en la Constitución argentina tal como regía cuando este caso fue resuelto.79 Los jueces, en definitiva, usaron principios no enumerados de forma expresa como si formaran parte de la Constitución. ¿Significa esto que los principios no necesitan ningún tipo de positivación para existir? ¿Podríamos concluir que en este caso los jueces usaron el OMI para colmar una laguna del derecho constitucional? Es un modo posible de mirar el caso, pero ciertamente no es el más convincente. Las veces en las que, como ocurrió aquí, los jueces hacen referencia a un OMI, lo hacen desde su autoridad de jueces constitucionales. Lo hacen, en otras palabras, desde el sistema constitucional, presuponiendo en forma explícita o implícita la referencia del sistema constitucional al OMI. Afirmando, en otras palabras, algo así como un mandato del derecho constitucional de interpretar el sistema jurídico en su totalidad a la luz del OMI.
Esta práctica muestra, en fin, la convicción típica de los jueces según la cual el derecho constitucional y el OMI no son dos órdenes paralelos, que actúan uno en subsidio del otro. Son más bien dos órdenes que casan o se funden entre sí formando un sistema único, de forma tal que, bien miradas las cosas, los jueces no se proponen "incorporar" principios "nuevos", sino explicitar o manifestar la vigencia (y validez) de principios aún no manifestados del todo.
Los principios son, pues, el resultado del reconocimiento por parte del legislador o de un operador jurídico (un abogado, un juez...) de la razonabilidad intrínseca de un determinado bien humano (la salud, la integridad física, la vida) y, fundamentalmente, de su compatiblidad o ajuste lógico con el sistema constitucional en su totalidad. No cualquier principio intrínsecamente razonable forma parte del sistema constitucional, sino únicamente aquellos que, a juicio de quien tiene autoridad para crear derecho, conforman una malla de inteligibilidad y sentido para el sistema en su totalidad. Nuevamente, como con las reglas, nos enfrentamos a una mixtura entre positividad (aportada por el juicio del legislador y del juez, según el cual un principio casa con el sistema) y razonabilidad (aportada por el bien humano básico cuyo reconocimiento es el objeto del principio).
2. Hacia las razones últimas
En definitiva, la cultura de derechos hace referencia a un OMI no sólo de la praxis jurídica, sino también de toda praxis humana en el sentido preciso de que se trata de un orden que no es instituido por el hombre. Esta referencia se manifiesta, en primer lugar, en el lenguaje típico de esta cultura ("reconocimiento", "proporcionalidad", "razonabilidad", etcétera( y, en segundo lugar, en la circularidad o regreso al infinito a que conduce todo intento de eludirla y de pretender, simultáneamente, dar cuenta de la inclusión de principios en el orden jurídico (y justificar la cadena de validez que conecta a los principios con las reglas y/o su obligatoriedad jurídica) o describir y explicar las exigencias de proporcionalidad y de razonabilidad.
La referencia de la cultura de derechos a un OMI, por otra parte, no es una referencia a un orden paralelo, sino a un orden axiológico y normativo intrínsecamente entrelazado con la cultura de derechos en un sistema único.
Llegados a este punto, las preguntas que siguen se imponen por su propia fuerza: ¿por qué razón o conjunto de razones una explicación consistente de varios de los elementos centrales de los sistemas normativos actuales requiere ir más allá de la mera normatividad o positividad? ¿Podría la cultura de derechos no hacer referencia alguna a un OMI? ¿Por qué no alcanza con la instauración normativa y/o con la eficacia (cualquiera sea la dosis que empleemos para relacionar uno y otro elemento( para dar cuenta del fenómeno jurídico tal como lo observamos en los elementos precedentemente expuestos? Por otro lado, luego de las respuestas a las preguntas anteriores, ¿qué cualidades debería tener este OMI? ¿La cultura de derechos refiere a cualquier OMI o refiere, en cambio, a un OMI con cualidades formales y/o materiales mínimas?
Sobre la necesariedad o contingencia de la referencia a un OMI, Robert Alexy ha argüido que "todo sistema jurídico mínimamente desarrollado contiene de modo necesario principios"80 (tesis de la incorporación), y que los principios en un sistema jurídico conducen a una conexión necesaria entre el derecho y alguna moral, puesto que al menos algunos de los principios que los jueces emplean para resolver los casos dudosos pertenecen a "alguna moral" (tesis de la conexión).81 En los párrafos anteriores hemos profundizado en las razones para defender la conexión entre principios y un OMI.
Asumiendo como válida esta última tesis, conviene ahora profundizar en los argumentos de Alexy a favor de lo que podríamos denominar su tercera tesis, la tesis de la corrección, según la cual la conexión entre el derecho y el OMI no es sólo con "alguna moral", sino con una moral "que se considera correcta".82
Alexy sostiene, en este sentido, que "tanto las normas aisladas y las decisiones judiciales aisladas como así también los sistemas jurídicos en tanto un todo formulan necesariamente una pretensión de corrección".83 Los sistemas normativos que no formulan una pretensión de corrección no son sistemas jurídicos. Se trataría, pues, de una pretensión que permite clasificar a algunos sistemas normativos como sistemas jurídicos, negando este último carácter a aquellos sistemas normativos que, incluso teniendo cualidades formales comunes con los sistemas jurídicos, no formulan una pretensión de corrección.
En apoyo de esta aserción, Alexy señala que los sistemas, las normas y sentencias que no formulan una pretensión de corrección hacen incurrir a sus autores en contradicciones performativas. Propone dos ejemplos ficticios: el de una Constitución que estipulase en su primer artículo que "X es una república soberana, federal e injusta", y el de una sentencia en la que se dijese que "El acusado es condenado, en virtud de una falsa interpretación del derecho vigente, a prisión perpetua". "Los dos ejemplos muestran que los participantes en un sistema jurídico formulan necesariamente una pretensión de corrección. En la medida en que esta pretensión tiene implicaciones morales, se pone de manifiesto una conexión conceptualmente necesaria entre derecho y moral".84
El argumento de la contradicción performativa implica algo que Alexy da por supuesto, pero que desde otras tradiciones se ha desarrollado de modo expreso, a saber, que todo acto jurídico, toda participación en el derecho, implica una elección. En palabras de Sergio Cotta, quien opta por actuar conforme a derecho realiza una opción más fundamental por la razón o verdad práctica como modo de interacción social, y deja de lado la violencia. Desde esta perspectiva, el argumento de Alexy podría completarse del siguiente modo: como actuar conforme a derecho es elegir lo razonable por oposición a la violencia, es pragmáticamente contradictorio usar el derecho para hacer violencia. Si el derecho es la opción por lo razonable en lugar de la violencia, todo uso del derecho orientado de forma deliberada y consciente a realizar lo irrazonable (injusto) es una contradicción performativa, o, si se quiere y en línea con Searle, un acto fallido.
Con esto, sin embargo, desde la perspectiva peculiar que adopta Alexy no queda demostrada la "tesis de la vinculación". Este autor reconoce que un positivista podría estar de acuerdo con el argumento de la corrección y mantener, sin embargo, la tesis de la separación.
Para ello dispone de dos estrategias. Puede, primero, aducir que la no satisfacción de la pretensión de corrección no implica la pérdida de la calidad jurídica. La pretensión de corrección fundamentaría (prescindiendo del caso límite del sistema normativo que no la formula de modo alguno( una conexión cualificante pero no clasificante. Por ello, si se prescinde del mencionado caso límite, la tesis de la separación no queda afectada en la medida en que apunte a una conexión clasificante. Se elige la segunda estrategia cuando se sostiene que la pretensión de corrección tiene un contenido trivial que carece de implicaciones morales y, por ello, no puede conducir a una conexión conceptualmente necesaria entre derecho y moral.85
Alexy propone rebatir una y otra objeción a través del argumento de la injusticia y del argumento de los principios, respectivamente.
Según el argumento de la injusticia, cuando una norma aislada o un sistema jurídico considerado como un todo traspasan un determinado umbral de injusticia pierden el carácter jurídico. La ley extremadamente injusta no es derecho, y el sistema normativo extremadamente injusto no es un sistema jurídico. El argumento de los principios, por su parte, se refiere no a una situación excepcional sino a la vida jurídica cotidiana. De acuerdo con Alexy, existe un camino que une la distinción entre principios y reglas con la tesis de la conexión necesaria entre derecho y moral. Esa vía cuenta con tres tesis sucesivas, cada una de las cuales complementa a la anterior, especificándola: la "tesis de la incorporación", la "tesis moral" y la "tesis de la corrección". Según la primera, como se dijo líneas más arriba, "todo sistema jurídico mínimamente desarrollado contiene necesariamente principios";86 de acuerdo con la segunda, la presencia ("la incorporación") de principios en un sistema jurídico conduce a una conexión necesaria entre el derecho y alguna moral, puesto que al menos algunos de los principios que los jueces emplean para resolver los casos dudosos pertecen a "alguna moral" (aunque no sea la moral "correcta").87 Según la tesis de la corrección, por último, la conexión entre el derecho y la moral no es sólo con "alguna moral", sino con la moral "que se considera correcta". Se trata de "una aplicación del argumento de la corrección dentro del marco del argumento de los principios".88 Alexy pone de manifiesto de modo contundente cómo los distintos argumentos que pueden esgrimirse contra las tres tesis no resisten el peso opuesto de argumentos contrarios. No entraremos aquí en este debate porque nos desviaría de nuestro objetivo central. La conclusión es que desde la perspectiva del participante de un sistema normativo, el sistema en su conjunto y cada una de sus normas se encuentran conceptualmente vinculados con un OMI, como consecuencia de los tres argumentos mencionados (el de la corrección, el de la injusticia y el de los principios).
Vale la pena, partiendo de estas ideas, avanzar un paso más. ¿Qué significa, sin embargo, la tesis de la conexión o de la vinculación desde la perspectiva precisa del Estado constitucional, en el que los derechos son una "política" que vincula "a todos los poderes públicos"? ¿Cuándo el gobierno reconoce o identifica, protege y promueve efectivamente esos derechos? ¿Cuándo lleva adelante esa "política de derechos"?89 O, dicho con otras palabras, ¿cómo llegar a un concepto, a un catálogo, a una fundamentación y a una interpretación de los derechos humanos que asegure el reconocimiento efectivo de los derechos (que evite inconsistencias(? En la exposición precedente cada uno de los problemas tratados (tomados del derecho constitucional comparado( involucró de modo directo estas preguntas. Su respuesta, tal como se intentó mostrar y sirve como conclusión global de lo ya dicho, requiere indispensablemente del recurso a instancias que van más allá de los textos normativos en los que los derechos son reconocidos. Podría pensarse, quizá, como hizo por ejemplo Norberto Bobbio, que la instancia aludida es el consenso,90 puesto que la moral con la que el derecho se conecta sería sólo una construcción social a la que se llegaría mediante acuerdos; allí se encontrarían el fundamento de los derechos humanos y el lugar en el que debería buscarse la superación de las indeterminaciones semánticas que aparecen a la hora de interpretarlos. Hay un argumento, sin embargo, que quita todo atractivo a esta alternativa: el discurso de los derechos se ha presentado históricamente como el límite de "lo acordable" o, parafraseando al Tribunal Constitucional alemán, como "límite de los límites" que el consenso (incluso el consenso democrático) puede legítimamente imponer a la autonomía de la acción humana. Es decir, si el sentido de los derechos dependiera del consenso, los derechos carecerían de sentido. La solución, entonces, hay que buscarla en otro lado.
¿Dónde? Lo expuesto hasta aquí permite aventurar que una respuesta posible pasa por advertir que todo sistema jurídico formula no una sino dos pretensiones: por un lado, la pretensión de adecuación a un OMI; por otro, una pretensión de objetividad semántica o conceptual, que imprime inteligiblidad en el derecho, y una pretensión de objetividad moral que imprime justificación a la cadena de validez y obligatoriedad (normatividad).91 Por las razones expuestas a lo largo de este trabajo, sin una y otra el discurso de los derechos se torna autorreferente y, por eso, infundado e ininteligible.92
3. Los presupuestos lógicos de las pretensiones de corrección y de objetividad
Ambas pretensiones presuponen al menos lo siguiente:
a) Que la validez, obligatoriedad y razonabilidad de un sistema jurídico no dependen enteramente de quien opera con él (legislando, adjudicando o traficando con el derecho), sino que descansan en parte en su capacidad para realizar bienes o valores humanos con los que los operadores se encuentran, y que son verdaderos "universal y necesariamente, es decir, aplicables a todos los seres humanos en todo tiempo y lugar".93 A esta afirmación se opone el relativismo, y plantea "que no puede darse ninguna verdad absoluta, universal y necesaria, sino que la verdad hay que concebirla en virtud de un conjunto de elementos condicionantes que la harían particular y mutable siempre".94
b) Que la razón es capaz de conocer esos bienes o valores, así como el valor positivo o negativo del obrar humano en función de su mayor o menor capacidad para realizar esos bienes o valores. A esta afirmación se opone el escepticismo,95 que "sostiene que la verdad existe o podría existir; pero no podremos alcanzarla, es decir, si existe o no una realidad es algo sobre lo que se ha de suspender el juicio. Algunas formas mitigadas de escepticismo sostienen que solamente podemos alcanzar la realidad como opinión probable, pero sin certeza".96
La proposición formulada requiere al menos de dos precisiones complementarias. En primer lugar, la afirmación de que es posible conocer el bien no necesariamente supone la aceptación de "hechos" a los que la razón debería acomodarse o debería reflejar. Esta es también una equivocada caracterización de la teoría del derecho natural en la que se suele incurrir.97 El conocimiento práctico difiere del especulativo precisamente en este punto:
la razón directiva de la conducta humana es una razón con fundamento en la realidad, lo que no significa que conozca sus proposiciones por estricta correspondencia con unos supuestos "hechos morales"; por lo tanto, hay en la razón práctica... una dimensión constructiva o constitutiva, pero se trata siempre de una razón no meramente constructiva, sino que formula sus proposiciones a partir de la aprehensión de las estructuras de la realidad extramental.98
En segundo lugar, por tanto, los principios jurídicos son el resultado de una formulación de la razón práctica (no son árboles, piedras o animales)
a partir de un elemento material dado por el conocimiento experiencial de las realidades humano-sociales, y de un elemento formal provisto por los primeros principios autoevidentes de la razón práctica... De este modo, la objetividad que se pretende para los principios jurídicos es más radical que la meramente transubjetiva, ya que depende de modo decisivo e inexcusable de una realidad independiente del sujeto.99
c) Lo anterior implica, a su vez, lo que podríamos denominar la "inteligibilidad intrínseca de la acción", que se despliega, al menos, en los siguientes postulados: i) el obrar humano se hace comprensible a la mirada externa a través de su ubicación en tipos o clases de acciones; ii) los tipos en parte se abstraen y en parte se construyen, en función de la relación de impacto de la conducta tipificada sobre los bienes humanos básicos; iii) la inteligibilidad intrínseca de la acción es la condición de su comunicabilidad.
d) La condición de esta comunicabilidad del lenguaje sobre la acción implica, a su vez, la primacía de la referencia sobre el significado socialmente construido. Se oponen a esta posición quienes reducen el lenguaje al uso, y la apoyan autores como Michael S. Moore, quien propone una "teoría realista de la interpretación constitucional",100 para cuya consecución una teoría semántica realista es un componente central.101
La remisión propuesta (la pretensión de objetividad semántica y moral( y cada uno de los tres presupuestos anteriores a ella poseen un innegable aire de familia con las antiguas teorías de la filosofía clásica acerca de la razón práctica y el derecho natural. Frente al relativismo, "el universalismo clásico, como el de Platón y Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás de Aquino, admite la existencia de verdades particulares y contingentes, además de las verdades universales y necesarias";102 frente al escepticismo, el cognitivismo clásico, "aunque admite la limitación del conocimiento humano y la dificultad o imposibilidad de alcanzar certeza en muchos casos, afirma la capacidad de la razón humana para alcanzar con certeza las realidades más básicas y también otras que son objeto de conocimiento científico o de reflexión racional en el ámbito teórico y en el práctico".103 Lo que se ha expuesto hasta aquí partiendo de elementos tomados del derecho constitucional comparado permite intuir, en fin, que la "tradición central de Occidente" preserva aún un atractivo difícilmente igualable a la hora de hacer frente al desafío de hallar un discurso jurídico consistente104, que dé cuenta de las relaciones del derecho con la moral y con la política, y evite su confusión con la violencia, el caos y la anarquía.