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Cuestiones constitucionales

versão impressa ISSN 1405-9193

Cuest. Const.  no.17 Ciudad de México Jul./Dez. 2007

 

Reseñas bibliográficas

 

Ojeda Velásquez, Jorge, Derecho constitucional penal

 

Sergio García Ramírez*

 

México, Porrúa, 2005, 2 vols., 1249 pp.

 

* Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

 

El autor de esta extensa obra, que ve su primera edición en dos volúmenes, es licenciado en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México y ha realizado estudios de especialización, maestría y doctorado en diversas instituciones mexicanas y extranjeras. Es autor de obras y artículos jurídicos que han merecido el interés de numerosos lectores. Entre aquéllas cuenta con un Derecho de ejecución de penas, que acreditó su constructiva preocupación por esta materia, insuficientemente abordada entre nosotros, y un Derecho punitivo, publicados, ambos, por la misma casa editorial que ha lanzado el libro al que dedico esta nota.

Jorge Ojeda Velásquez añade a su condición de catedrático e investigador, estudioso de las Disciplinas penales y del derecho constitucional, el hecho de conocer de primera mano los temas a los que dedica su producción bibliohemerográfica. Es, pues, un calificado teórico-práctico cuya disertación puede ser muy enriquecedora para los lectores aplicados al conocimiento de estas disciplinas. En efecto, ha sido secretario judicial y, como tal, formulador de proyectos de sentencias penales, algunas de las cuates menciona o transcribe en esta obra; juez de distrito, y de esta forma conductor de procesos penales en primera instancia; magistrado de tribunal unitario de circuito, al que han llegado, en apelación, las causas criminales, y últimamente —hasta la fecha— magistrado de tribunal colegiado de circuito, magistratura que le permite meditar de nueva cuenta sobre cuestiones penates, desde la importante perspectiva del control de la legalidad, a través del amparo directo.

Esta obra, que contiene muy abundantes referencias a la legislación y a la jurisprudencia, sea que coincida con las fórmulas de aquélla y las decisiones de ésta, sea que difiera —razonadamente—, inicia con un poema titulado "A el hombre del sur", que da testimonio de la inquietud literaria de Ojeda Velásquez y del arraigo que tiene en su estado natal, Chiapas. Estos rasgos constituyen, a mi juicio, datos favorables para el ejercicio de la judicatura, que se beneficia de la sensibilidad y la orientación social de sus titulares. Sin mengua de la objetividad y de la imparcialidad, pueden constituir el gramo que incline la balanza de la justicia como mejor convenga a la equidad, siguiendo así la enseñanza de Piero Calamandrei que ilustra con belleza su Elogio del juez con una balanza en cuyos platillos gravitan, con diverso peso, un libro y una flor.

Ojeda coloca el tema de su predilección en el marco de la ley suprema, entendida como un sistema de principios y valores a los que se sujeta el orden jurídico. No extrae, pues, el ordenamiento punitivo del ordenamiento constitucional —partes, los dos, de un solo conjunto, gobernado por el segundo—, sino lo inscribe en éste y así desarrolla su exposición. Esto imprime sentido filosófico, político, ético a una materia en la que resulta particularmente importante —mejor: indispensable— captar ese sentido de la norma que regula la existencia, porque en el ámbito penal, lo reitero, se plantea el más vivo y violento encuentro entre el poder del Estado y el derecho del ciudadano, cada uno con su propia condición: el poder público, armado con el prestigio de la defensa de la ley y la seguridad; el inculpado, desvalido por el desprestigio que le impone su condición de "enemigo social", agente de riesgo o de daño para la sociedad que aguarda el enjuiciamiento y supone el castigo.

Este enlace entre sistema constitucional y régimen penal destaca cuando el autor de la obra reseñada indica que en las normas supremas concurren dos órdenes de libertades: la que denomina libertad-soberanía y la que designa libertad-individual (p. 20). La eventual colisión entre ambos planos de la libertad, cada uno con sus propias condiciones y exigencias, pone de manifiesto la elevada jerarquía del drama penal y la enorme relevancia de las soluciones que, en aras de la justicia, no apenas de la seguridad, debe proveer el juzgador penal.

Ojeda Velásquez utiliza en su texto la expresión consagrada en la Constitución mexicana de 1917 y acogida por la mayoría de los tratadistas de la materia —especialmente el profesor Ignacio Burgoa, invocado por Ojeda—, que influyen en la sistematización de estas cuestiones. Conviene recordar que la designación "derechos humanos" o "derechos del hombre", que hoy domina en la escena internacional, fue característica de la Constitución de 1857, heredera de la tradición filosófico-política adoptada por la Carta de Aptzingán, en seguimiento de las grandes declaraciones de su siglo. En 1917 ocurrió el giro hacia garantías individuales, con unos motivos y un sentido que no pretendo examinar ahora.

Empero, el autor reconoce el significado instrumental de la garantía. Así, la define como "derecho subjetivo elevado a la categoría de ley suprema para hacer exigible al gobernante mediante instrumentos de control, a fin de restituir al agraviado en el goce de sus derechos violados por un acto de autoridad" (p. 16). Es preciso retener el deslinde entre derechos y garantías, aquéllos como materia del respeto y la protección, entrañados en la dignidad de la persona —sin ignorar, por supuesto, las diferentes posiciones que al respecto sugieren las corrientes jusnaturalista y formalista—, y las garantías como medios o instrumentos para asegurar la recuperación, la tutela, la preservación o la eficacia de los derechos.

En esta reseña me limitaré a comentar algunos de los temas que enfrenta el doctor Ojeda Velásquez en su obra. Sería imposible examinar todos, cuyo conjunto constituye una amplia revisión del procedimiento penal a la luz de la Constitución. Entre las cuestiones que el tratadista destaca figura el principio de legalidad, de tan eminente rango para el penalismo oriundo de las ideas liberales del siglo XVIII. Afirma el autor "con prudente optimismo que todo el derecho penal está impregnado de la garantía de legalidad o que ésta es una supergarantía que protege al gobernado de los actos de autoridad" (p. 26). Ahora bien, conviene reflexionar sobre este aserto —que acaso podría reconsiderarse como principio o garantía de juridicidad o normatividad— frente al imperio de la costumbre como fuente del derecho en el common law y al avance de la jurisprudencia interpretadora, pero también integradora del derecho.

El punto se examina específicamente al estudiar, en particular, la garantía de legalidad depositada en el artículo 14 constitucional (pp. 178 y ss.), donde también se discute la aplicabilidad de la analogía in bonam partem, que el autor objeta (en materia penal, sostiene, es inadmisible cualquier versión de la analogía) y se analiza el interesante problema de la remisión de un ordenamiento a otro para disponer la pena aplicable a cierta conducta ilícita. El problema reside en la inadecuación o inespecificidad del ordenamiento al que se hace reenvío, a los fines de que el juez pueda saber qué pena es la que debe aplicar. En este ejercicio de remisión, las posibilidades resultan amplias y, por lo mismo, inciertas. Recordemos que, en la especie, la reflexión jurídica proviene de la "animación política": el tema se suscitó a propósito de la declaratoria de procedencia para el enjuiciamiento penal del ex jefe de Gobierno del Distrito Federal, en 2005, al que se imputaba la comisión de cierto delito cuya pena no aparecía inmediatamente establecida —sino a través del reenvío— por la norma incriminadora que se procuraba aplicar.

También se ocupa Ojeda Velásquez de la "federalización" de delitos del orden común, merced a la estipulación contenida en la fracción XXI del artículo 73 constitucional (p. 30). El problema surge merced a la incierta connotación de los delitos federales, cuyas características se pretendió recoger en el texto mismo de la Constitución —en años pasados—, y a la federalización, como se suele decir, de ilícitos comunes sin un claro marco normativo para llevar adelante esta conversión. Evidentemente, la transferencia del orden común al orden federal afecta derechos individua les —derecho a la exacta aplicación de la ley y al enjuiciamiento ante juez natural— y reconsidera el ámbito de atribuciones de los integrantes de la Federación. ¿Pueden quedar éstas sometidas a la ley penal secundaria que "federaliza" un delito?

El autor examina el tema de los tratados internacionales (p. 35 y otras): jerarquía, aplicabilidad, resonancias en materia penal. Se trata de una cuestión de subido interés, sobre todo cuando se piensa en la creciente importancia del derecho penal internacional, del derecho internacional penal y del derecho internacional de los derechos humanos, más el derecho internacional humanitario. A este respecto, parece claro que nuestra ley constitucional no ha establecido aún los "puentes" para lograr el enlace entre el orden nacional y el internacional, más allá de dudas e interpretaciones encontradas. Difícilmente podría suponerse, en las circunstancias del presente, que basta con el mandamiento del artículo 133.

A propósito de la suspensión de garantías, un tema que durante muchos años —por fortuna— ha permanecido en receso en nuestro país, a cambio de que en otros se haya actualizado con inquietante frecuencia, el autor analiza el artículo 29 de la Constitución General de la República vis a vis el artículo 27 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de 1969, a la que México se adhirió en 1981 y que establece una Corte Interamericana sobre Derechos Humanos, cuya jurisdicción contenciosa reconocimos en 1998 (pp. 38 y ss.). En este punto alumbra también un rezago evidente de la normativa mexicana. Hay diferencia entre esos preceptos, en cuanto a los términos en que opera la suspensión y acerca de los derechos cuyo ejercicio puede quedar en suspenso (p. 50). No sobra recordar que al adherirse México a la Convención Americana asumió —en un acto de soberanía, debo subrayarlo, para salir al paso del frecuente y artificioso dilema entre soberanía y compromiso internacional— el deber de adoptar medidas para conformar su legislación interna a la regulación internacional que estaba asumiendo (artículos 1.1 y 2 del Pacto de San José).

Es interesante el examen que se hace en torno al fuero de guerra. El autor considera que el diputado constituyente Mújica, uno de los forjadores de la carta de aquellos años, consideró que el fuero militar no debería regir en tiempo de paz, sino sólo en circunstancia de guerra. No puedo acompañar al autor de la obra en esta crítica. Es posible —y así sucede en algunos países— que el orden castrense se repliegue aún más y sólo impere en condiciones de conflicto, dejando a la jurisdicción ordinaria el enjuiciamiento de los militares —por materias del orden militar, inclusive— cuando prevalece la paz. Por otra parte, el doctor Ojeda simpatiza con la tesis de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, adoptada en 1933, que remitió al tribunal común el conocimiento de delitos en los que civiles y militares figuran como coinculpados (p. 84). Esto afirma el carácter principal o primordial de la justicia ordinaria y asegura la continencia en manos del tribunal común, pero cuestiona la naturaleza funcional de la jurisdicción militar. Evidentemente, el punto es controvertible.

Cuando analiza la retroactividad favorable al inculpado, Ojeda examina la naturaleza del derecho de éste a la libertad. Plantea una interrogante, que la propia Suprema Corte ha estudiado: ¿se trata de una cuestión sustantiva o de un tema procesal? Con la jurisprudencia del más alto tribunal, el tratadista se pronuncia en el primer sentido, lo cual implica favorecer al inculpado cuando la ley anterior concedía el beneficio de la libertad, que la ley posterior no otorga.

Es pertinente señalar que en varios lugares de su obra, Ojeda Velásquez destaca la importancia de la libertad en el marco del orden penal y estudia diversos extremos que suscita el examen de ésta. No se trata, por supuesto, sólo de leer y aplicar la regulación vigente. El punto reviste mayor hondura. Dice, entre otras cosas, que "los problemas exegéticos que acarrea la salvaguarda de la libertad, deben ser encuadrados en un contexto más bien histórico que normativo, evitando así que configuraciones jurídicas pertenecientes a una época diferente condicionen las soluciones que los constituyentes de 1917 dieron a una realidad interrumpida por el naciente siglo XXI" (p. 426).

Las formalidades esenciales del procedimiento —que el autor de la obra recoge bajo el gran concepto de defensa— son "condiciones jurídicas que garantizan al gobernado una adecuada y oportuna defensa previa al acto privativo de la vida, libertad, propiedad, posesiones o derechos" (p. 158). En el examen de esta materia, se refiere al debido proceso legal en el derecho anglosajón, donde aquel concepto hunde su raíz. Agregaré que es preciso examinar las diversas acepciones del due process of law, de las que se ha ocupado la jurisprudencia de los tribunales norteamericanos y especialmente la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, sea como debido proceso "adjetivo o procesal", sea como debido proceso "sustantivo", que involucra una cuestión de constitucionalidad general de los actos legislativos.

En nuestro país, el debido proceso ha sido un concepto ajeno al texto constitucional —por supuesto, la Constitución consagra una serie amplia de prevenciones con las que se construye un proceso debido—, que acoge, como se sabe, la noción de formalidades esenciales. Empero, esta ausencia ha cesado en la medida en que la más reciente reforma al artículo 18 constitucional, referente al sistema integral de justicia para adolescentes que infringen la ley penal, dispone la observancia del "debido proceso" en estos supuestos. Consecuentemente, la legislación que provenga de esa reforma —una legislación que avanza, en forma irregular y heterogénea, que no sirve al objetivo de contar con un verdadero sistema nacional en esta materia— deberá atenerse a la noción de debido proceso y fijar los datos que éste reclama. Para ello habrá de volver la mirada tanto a la tradición procesal mexicana, que anida en la propia Constitución, como al sistema procesal comparado e incluso al derecho internacional de los derechos humanos.

Ojeda Velásquez pone énfasis en el examen de los puntos de vista de Vallarta y Rabasa a propósito de la fórmula del artículo 14 constitucional: "Nadie podrá ser privado de la vida, de la libertad o de sus propiedades, posesiones o derechos... sino conforme a las leyes expedidas con anterioridad al hecho". Tras revisar los pareceres de aquellos ilustres juristas (pp. 163 y ss.), formula una idea propia, que me permitiré transcribir:

Hoy en día, nadie duda de que tanto el primer como el segundo párrafo del artículo 14 Constitucional es aplicable a todas las materias (penal, civil, administrativa y laboral), y en nuestra particular visión, el último complemento directo de dicho párrafo que establece "y conforme a las leyes expedidas con anterioridad al hecho", no es reiterativo de la garantía de irretroactividad, sino que en correlación con el anterior período gramatical establece la garantía de ser juzgado por tribunales ordinarios (preconstituidos por ley), y conforme a leyes ordinarias (expedidas con anterioridad al hecho) en aquellos casos en que algún órgano de Estado prive al gobernado de algunos de los bienes allí señalados. So, ni Vallarta ni Rabasa tuvieron razón (p. 169).

Sigamos conforme al orden de presentación de los temas en la obra. En el examen de la denuncia anónima, invoca el artículo 16 constitucional —que no ha sido observado por quienes acogieron en la legislación ordinaria y en la práctica institucional esa forma de denuncia, reprobada por la norma constitucional mexicana—, y consecuentemente asegura que "una acción penal iniciada sobre la base de una delación anónima adolece de nulidad, ya que el Ministerio Público iniciaría una acción penal sobre la base de un acto que no tiene ningún valor probatorio" (p. 229). En mi concepto, el examen de esta materia, con sus implicaciones negativas, debe alcanzar al inicio mismo de la averiguación.

Existe debate acerca del cuerpo del delito. La reforma constitucional de 1993, que trajo consigo indudables beneficios en diversos extremos del procedimiento penal, generó un problema donde no lo había y falló en encontrar la solución que ese problema requería, no sólo desde la perspectiva conceptual, sino desde la práctica, que abarca la regulación procesal secundaria y la actualización de diversos actos procesales de gran relevancia: ejercicio de la acción —previa definición de la materia de la averiguación previa—, orden de aprehensión o de presentación o de comparecencia, auto de formal prisión o de sujeción a proceso. El debate sigue y las soluciones no llegan de manera definitiva y pacífica.

El autor considera que hubo un "gran salto penal a partir de 1993, cuando el constituyente permanente para dar una mayor seguridad jurídica al gobernado exigió que tanto en la orden de aprehensión como en el auto de formal prisión, existiesen datos que acreditaran los elementos que integran el tipo penal y la probable responsabilidad del indiciado" (p. 241). Antes de esa reforma no se exigía la comprobación del cuerpo del delito para emitir la orden de aprehensión. La reforma de 1999 al artículo 16 constitucional y los cambios consecuentes en la legislación procesal penal federal "trastocaron aquel avance jurídico, toda vez que a través de una mixtura se regresó al antiguo concepto de cuerpo del delito y de responsabilidad penal" (p. 244).

A mi modo de ver, es preciso considerar que la propia jurisprudencia y luego la ley procesal penal y orgánica de la procuración de justicia supusieron que se comprobase el cuerpo del delito como sustento de la consignación. Esto sucedió antes de 1993, y se manifestó en qué consistía el cuerpo del delito: no sólo los elementos materiales de la infracción. La reforma realizada en 1999 no correspondió al planteamiento formulado en la iniciativa autoritaria de 1997, que fue notablemente moderada —por fortuna— en la Cámara de Senadores. Conviene recordar, por ejemplo, que la reforma de 1993 y la intentada en 1997 pretendieron explícitamente "flexibilizar" el ejercicio de la acción, lo cual ciertamente no significa garantía para el ciudadano.

Esta materia se examina también al analizar el artículo 19, concerniente a la formal prisión del inculpado. En este punto procede recordar el extraño argumento recogido en la exposición de motivos de la iniciativa de 1997 en el sentido de que las reformas de 1993 sobre este punto "no correspondían <<plenamente al desarrollo del derecho penal mexicano>>" (p. 355). ¿Se quería poner el tema en la cuenta del "subdesarrollo" penal del país, argumentación absurda para construir una reforma constitucional, y se eludía la admisión lisa y llana del desacierto cometido?

A cambio de los cuestionables mandamientos en torno a los elementos del tipo penal, en los artículo 16 y 19 de la Constitución, la reforma de 1993 —que, como dije, produjo notables progresos en otros extremos— avanzó también en lo que respecta al control judicial de la detención y la retención, en forma consecuente con las mejores tendencias nacionales e internacionales, e incluso con los compromisos de México en esta materia. De ello se ocupa el autor, quien ofrece ejemplos tomados de sus propias resoluciones judiciales a propósito de este asunto (p. 267).

Coincido plenamente con Ojeda Velásquez en la apreciación que formula acerca del arraigo domiciliario. El arraigo ha sido una medida cautelar personal que permite limitar la libertad de tránsito del enjuiciado —o de otros participantes en el trámite procesal— para asegurar la buena marcha del procedimiento. Sin embargo, esta medida precautoria sufrió una ostensible desviación y se convirtió en una fórmula de detención encubierta, en abierta contradicción con la letra y la intención constitucionales a propósito de la restricción de la libertad personal.

El autor de la obra que ahora comento considera inconstitucional el arraigo "domiciliario" establecido por la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, violatorio del artículo 16 de la ley suprema (p. 275). Digamos que esa figura aberrante no constituye un verdadero "arraigo" ni es realmente "domiciliario". Sorprende que tan extravagante figura no haya sido denunciada por un amplio sector de la opinión jurídica desde el momento mismo de su instauración, habida cuenta de su inconsecuencia con el texto constitucional, y que se hayan manifestado tantas dudas y requerido tanto tiempo antes de que surgiera una fuerte corriente que advirtiese la inconstitucionalidad del arraigo creado por esa ley federal, que también dio pasos fuera de la Constitución en otros extremos.

La lucha contra la delincuencia organizada, que está generando en el mundo entero un sistema penal paralelo al ordinario, con garantías acotadas o reducidas, trajo a nuestras leyes la intercepción de comunicaciones privadas. Ésta ha existido de tiempo atrás en otras legislaciones, y conforma un medio de injerencia en la esfera privada similar al cateo tradicionalmente previsto en la ley fundamental. Acaso se pudo incorporar la intercepción al régimen del cateo, como lo entendió alguna vez una sentencia de la Sala Auxiliar de la Suprema Corte de Justicia. Sea lo que fuere, constituye una cuestión relevante en el enjuiciamiento que Ojeda Velásquez somete a estudio (p. 317). A este respecto, cabría preguntarse si las hipótesis señaladas en la Ley de Seguridad Nacional de 2005 revisten excesiva amplitud y por ello pudieran abrir la puerta a intervenciones excesivas.

Hace algunos años fue reformado el Código Federal de Procedimientos Penales para permitir la ampliación del plazo correspondiente a la emisión del auto de formal prisión, cuando esa extensión fuese requerida por el inculpado en beneficio del derecho de defensa. Era obvia la brevedad angustiosa del plazo de setenta y dos horas (artículo 19 constitucional), desde la perspectiva de la defensa. Se trataba, por lo tanto, de ampliar los derechos del inculpado y mejorar su situación en el proceso. No obstante el manifiesto carácter garantista de esa reforma dio lugar a cuestionamientos a propósito de su constitucionalidad. Para sortearlos se optó por reformar el precepto de la ley suprema, con expresiones que distan mucho de ser perfectas.

El autor de la obra analizada señala que la ampliación del plazo para la emisión de formal prisión no contravenía, por sí misma, el mandamiento constitucional, dado que la ley suprema reconoce u otorga al gobernado garantías mínimas, que pueden ser ampliadas sin que ello signifique menoscabo para el Estado de derecho (p. 325). Para fortalecer esta posición es posible citar otro ejemplo de extensión válida del texto constitucional a supuestos no previstos expresamente por éste: así, la posibilidad, establecida desde 1971 en la ley procesal penal del Distrito Federal, de que el Ministerio Público conceda al indiciado en determinados supuestos y a título de ampliación de garantías, la libertad provisional bajo caución mientras se resuelve el ejercicio de la acción penal, en su caso. La fracción I del artículo 20 constitucional sólo se re feria a la libertad caucionar dispuesta por el juzgador en beneficio de quien se hallaba sujeto a procedimiento judicial, no así a favor del indiciado ante el Ministerio Público, y en el año de la extensión mencionada no existía el texto constitucional que lleva a la averiguación previa algunas garantías del proceso.

Ojeda estudia el cambio de clasificación del delito por decisión del juzgador, bajo el rubro que dedica a la "formación de la litis y garantía de proceso indefectible". Rechaza la pertinencia de ese cambio: "Nosotros —escribe— afirmamos que con ello se viola el principio de non reformatio in peius, que en nuestro particular concepto es absoluto, pues debe comprender no sólo la prohibición de aumentar la sanción impuesta, sino también la de cambiar el título del delito". También menciona el motivo que se aduce para facilitar el cambio de clasificación por parte del juez con respecto a la determinación esgrimida por el Ministerio Público cuando ejercita la acción penal: "por motivos de política criminal al Ministerio Público se le perfecciona su consignación, a fin de que prepare la litis correctamente y no quede ninguna conducta delictuosa impune, aun cuando desde el punto de vista procesal se le supla las deficiencias técnicas" (p. 408).

El artículo 160 de la Ley de Amparo resuelve la admitibilidad del cambio de clasificación cuando sólo se trata de diverso grado del mismo delito y el Ministerio Público ha reclasificado los hechos en las conclusiones acusatorias, sin modificar éstos. El autor desestima dicha norma, porque considera que no se ajusta a la armonía que existe —y que debe reflejarse sobre la ley secundaria y la jurisprudencia— entre los artículos 19, párrafo tercero, y 14, párrafo tercero, de la Constitución (p. 420).

El extenso capítulo VI de la obra —con el que concluye el primer volumen— se dedica al artículo 20 constitucional y la garantía de seguridad jurídica penal. En este punto, Ojeda aporta una clasificación de las garantías contenidas en aquel precepto (pp. 432 y ss.). Dice que hay garantías de construcción procesal, "que se refieren a los límites temporales en que debe desenvolverse el proceso y la detención del gobernado"; garantías de estructura procesal, que dan "un soporte funcional al proceso", y garantías de arquitectura procesal, que "embellecen el proceso" (p. 433): van desde el derecho del indiciado a la información sobre sus derechos constitucionales hasta la emisión de la resolución sobre el delito cometido y sus consecuencias jurídicas.

En el estudio de las diversas garantías del artículo 20 se aborda, ante todo, la cuestión del juez natural. Aquí habría que incluir el examen de los caracteres del juez o tribunal conforme al derecho internacional de los derechos humanos adoptado por México: que sea independiente, imparcial y competente, datos que en diversa forma se hallan contemplados en la obra del distinguido jurista mexicano. En el estudio de estos temas, Ojeda adelanta una opinión desfavorable con respecto a la constitucionalidad del artículo 10 del Código Federal de Procedimientos Penales (competencia territorial de excepción). Censura en los siguientes términos, entre otros: decir que no se genera así "un nuevo juez, porque ya estaba en función cuando se cometió el delito es un evidente truco (que) mistifica el juicio escondiéndolo de la vista de su público y del juez el lugar en que se cometió el delito, ya que dicho juzgador viene excluido de su conocimiento, como así lo prohibe la fracción VI del artículo 20 constitucional" (p. 438).

Son relevantes los comentarios que hace Ojeda en lo que respecta al acceso desordenado de los medios de comunicación al tribunal y a los expedientes, en aras del derecho a la información. No impugna, por cierto, la libertad de expresión y el ejercicio del periodismo, pero recuerda los problemas que el exceso en la práctica de estas facultades pueden acarrear para la buena marcha de la justicia. No podemos desconocer que hay puntos insuficientemente resueltos —no obstante el intenso análisis al que se les ha sometido— acerca del encuentro entre dos derechos de la más alta relevancia: por un lado, el ejercicio de la libertad de información, con todo lo que ello implica, que no es necesario ponderar ahora; y por otra parte, el acceso a la justicia, que supone la posibilidad e inclusive la exigencia de que el proceso se desarrolle en condiciones de impecable objetividad y que el juicio del tribunal no se vea mellado por el influjo de factores externos al proceso mismo.

El tratadista toma partido en un debate que se ha suscitado de tiempo atrás a propósito del defensor del inculpado. Parece incuestionable que éste requiere una defensa adecuada —para emplear los términos del propio artículo 20—, y que por principio de cuentas difícilmente se podría considerar adecuada una defensa —si acaso merece tal nombre— ejercida con impericia, ignorancia, torpeza. Esto ocurre cuando el supuesto defensor carece de los más elementales conocimientos para brindar el servicio —un delicado servicio profesional— que de él se requiere, aunque posea otras cualidades que pudieran ser relevantes para el inculpado: por ejemplo, la virtud de infundirle seguridad y fortaleza de ánimo. Es así que se cuestiona al llamado "defensor de confianza" del justiciable, un participante no letrado, y se sostiene la necesidad de que la defensa recaiga en conocedores del derecho (p. 472).

Ojeda se refiere a la "garantía de inculpabilidad", que caracteriza, plásticamente, como "el color del edificio". Señala que la presunción de inculpabilidad —una fórmula, principio o aspiración que ha figurado, a título de conquista liberal eminente, de mucho tiempo atrás, en constituciones, tratados internacionales y leyes penales— posee tres significados: garantía básica del proceso penal, regla del tratamiento del imputado y regla de juicio en la sentencia (pp. 668 y 669). El indiciado, imputado o procesado —sostiene nuestro tratadista— tiene en su favor, propiamente, una presunción de inculpabilidad, no de inocencia; que se manifiesta hasta la emisión de la sentencia definitiva. "La diferenciación —escribe— puede ser frágil bajo el perfil lógico, pero desde el punto de vista procesal arroja una diferenciación gradual entre ambas": a partir de la averiguación preliminar y hasta llegar a la sentencia (p. 671).

Los tratadistas de la materia constantemente hacen notar la paradoja de que no obstante las presunciones que favorecen al inculpado, mientras no recibe sentencia de condena, se le apliquen medidas severas que restringen sustancialmente sus derechos, especialmente el derecho a la libertad. El autor considera que la presunción de inculpabilidad puede consentir la encarcelación preventiva a condición de que se trate de delito grave y se respete la garantía de audiencia en un juicio preinstructorio (p. 1090). También en este punto convendría traer a cuentas los desarrollos, muy abundantes, que con respecto a la prisión preventiva, sus paradojas, su admisibilidad y sus restricciones, aporta el derecho internacional de los derechos humanos.

Una propuesta relevante, polémica, que ofrece gran interés, formula el autor acerca de la legitimación procesal de la víctima del delito, cuya debilidad en el proceso ha caracterizado tradicionalmente al enjuiciamiento penal mexicano: sugiere que se le considere parte privada en los procesos penales. Las características que ésta tendría corresponden a las de una coadyuvancia incrementada, relevante, con abundantes derechos procesales (p. 698). Me permito plantear, en el desarrollo de la línea que abre Ojeda Velásquez: ¿por qué no avanzar hacia una verdadera parte, al menos en determinados delitos, tomando en cuenta que ya ha progresado la autocomposición, que es solución sobre el fondo, en tanto la persecución es solución sobre la forma?

Aborda Ojeda, en otros apartados de su obra, el problema de la aplicación de sanciones, que seguramente significa un tema crucial para el juzgador, punto de arribo de sus preocupaciones, pero también punto de partida para otras inquietudes de difícil solución. Detalla esta materia a propósito de las fases del iter criminis y la participación delictuosa. En el curso de estas reflexiones examina, por ejemplo, el problema de la reincidencia, cuya regulación represiva combate. En contraste, propone "volver a un derecho penal del hecho particular, de la culpabilidad, en que se condene al delincuente por el hecho cometido" (p. 767). Guarda relación con este tema el estudio de cierta jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia (contenida en la contradicción de tesis 16/2001), que sigue invocando elementos de personalidad para aplicar la pena, no obstante el giro moderno explícito que opta por instalar la pena sobre el dato de la culpabilidad (p. 769) (además, por supuesto, de la gravedad del hecho perpetrado).

En posteriores capítulos de su obra, el autor expone parámetros y finalidades de la reacción estatal frente al delito por parte de cada órgano del Estado. El Legislativo se ocupa en proveer la tutela del bien jurídico, fija la punibilidad y atiende a la prevención general. El Judicial analiza la culpabilidad individual, resuelve la punición y encauza la retribución. El Ejecutivo enfrenta la peligrosidad social del reo, ejecuta la pena y se encamina a la readaptación social. El doctor Ojeda también destaca que se está imponiendo, en la realidad, el criterio de seguridad sobre el de readaptación (p. 1036), que aparentemente no comparte. Este concepto, acogido en el artículo 18 de la ley fundamental, "constituye no ya la causa final de la pena, sino uno de los objetivos extrínsecos a la misma, por haber sido vestida de una ideología extraña a su esencia y dictada en clave exquisitamente sentimental y demagógica" (p. 1102). Mucho se podría discutir en torno a este asunto clave de la política penal, pero el análisis extendería demasiado la nota bibliográfica. Por lo que toca a la duración de la pena privativa de libertad, el criterio del autor es moderado: una pena de prisión superior a quince años "destruye al ser humano" (p. 768).

La obra contiene apreciaciones sobre el esquema del procedimiento penal imperante en México y sugiere cambios importantes. En este orden, analiza el ejercicio de la acción penal. Estima que el sistema prevaleciente antes de la reforma al artículo 21 constitucional de 1994 —sobre impugnación del no ejercicio— otorgaba discrecionalidad al Ministerio Público en esta materia. No regía, en su concepto, el principio de legalidad (p. 787). Propone, en cambio, que dicho ejercicio tenga carácter obligatorio para el Ministerio Público y que sea el juzgador, no aquél, quien resuelva si el caso va al archivo o se aloja en la reserva (p. 773). El anexo III de la obra, acerca de las garantías penales en una nueva Constitución, plantea: "La acción penal debe ser ejercida obligatoriamente por el fiscal en tratándose de delitos graves y de manera discrecional en lo concerniente a delitos leves" (p. 1243).

Otros cambios relevantes: si hay detenido, la averiguación y la preinstrucción se desarrollarán ante el juez; un juzgador diferente recibirá las pruebas del Ministerio Público y de la defensa y resolverá la situación jurídica del imputado, enviando el juicio a instrucción formal o archivando la acción; del juicio conocerá otro juez. Si no hay detenido el juez preinstructor analizará la acción y remitirá el caso al juez instructor, o bien, enviará el expediente al archivo (p. 812).

Entre las sugerencias de Ojeda Velásquez figura la encomienda del ejercicio obligatorio de la acción al Ministerio Público —como antes mencioné—, que será un órgano independiente del Ejecutivo, "quizás coordinado verticalmente a un órgano autónomo llamado Fiscalía de la Nación, cuyo titular sea llamado a responder frente al parlamento, con lo cual se reafirmaría el carácter democrático del Estado que estamos construyendo" (p. 775).

Como se ve, el autor milita en la línea prohibida desde hace tiempo —notoriamente, a raíz de la famosa polémica entre Luis Cabrera y Emilio Portes Gil— por algunos estudiosos de esta materia, con los que coincido, a fin de otorgar independencia orgánica, además de funcional —que legalmente la ha tenido—, al Ministerio Público. Esta necesidad resulta manifiesta en los últimos tiempos. En mi concepto, el Ministerio Público debiera reconstituirse como órgano constitucional autónomo, sumándose al conjunto de instituciones de esta naturaleza que han aparecido en la ley fundamental: Instituto Federal Electoral, Banco de México, Comisión Nacional (y locales) de Derechos Humanos, Instituto de Estadística, Geografía e Informática y, de años anteriores, universidades autónomas creadas por ley federal o estatal.

Ojeda considera adecuado instituir la caducidad de la acción cuando se prolonga demasiado el periodo de averiguación previa, sin que se ejercite la acción penal (p. 1066). En este punto conviene invocar las soluciones acertadas que recogieron los códigos procesales de Morelos y Tabasco, en 1996 y 1997, respectivamente. En otro orden de cosas, el autor describe el régimen de convenios de entrega de inculpados entre entidades de la Federación, que sustituyó al antiguo sistema constitucional que prevenía la existencia de una ley de extradición interna (pp. 1129 y ss.). Con respecto a este régimen convencional, me permitiré comentar que es evidente la necesidad de contar con medios expeditos para la entrega de justiciables en materia penal, cuando existe fundamento para llevar adelante el proceso penal, pero difícilmente se podría aceptar que esta materia quede sujeta a meros acuerdos entre autoridades administrativas, que suprimen garantías indispensables en el procedimiento penal.

Al referirse a las sanciones por ilícitos administrativos —contravenciones a faltas de policía y buen gobierno, como se les suele llamar—, Ojeda expresa preocupación por el hecho de que nuestra ley fundamental no reafirme, en esta materia, las garantías de reserva de ley, taxatividad e irretroactividad (p. 834). Coincido plenamente con esta crítica. Al respecto, existe incongruencia entre el régimen de faltas que prevé el artículo 21 constitucional (reglamentos autónomos) y el instituido en la misma materia por el 115, fracción II, segundo párrafo, por lo que corresponde a las entidades federativas (reglamentos heterónomos).

El tratadista estudia el límite de 36 horas que fija el artículo 21 de la Constitución como duración máxima del arresto administrativo por faltas del género examinado, lo considera aplicable a todas las hipótesis de arresto (hipótesis que no tiene soporte literal en la Constitución) y critica una tesis de la Suprema Corte de Justicia que autoriza mayor duración en esta forma de privación de libertad cuando se trata de disciplina militar, lo cual significa una excepción al principio consagrado por el propio artículo 21 (pp. 836 y 837).

El autor analiza el principio constitucional ne bis in idem desde el ángulo de las identidades (examinadas por la jurisprudencia) que deben coincidir para la observancia o inobservancia de dicho principio. A esta necesaria reflexión se podría añadir alguna otra consideración que me parece pertinente en la actualidad: la evolución del enjuiciamiento, alentada por los desarrollos del derecho internacional de los derechos humanos y el derecho penal internacional, que reprueban la impunidad en el supuesto de muy graves delitos, obliga a revisar el tema de la cosa juzgada y, consecuentemente, el principio ne bis in idem.

La valiosa obra del doctor Jorge Ojeda Velásquez, en la que los lectores encontrarán abundante y útil información, reflexiones plausibles, sugerencias constructivas con proyección teórica y práctica, contiene asimismo un amplio examen —que cubre más de cien páginas (pp. 837-977)— sobre la Corte Penal Internacional. Incluye cuadros comparativos entre los preceptos constitucionales mexicanos y el Estatuto de Roma. Hoy esta cuestión, que ya posee relevancia para el orden jurídico mexicano —pendiente de normas aplicativas del Estatuto— se encuentra regida por una defectuosa fórmula introducida forzadamente en el artículo 21, con el propósito de conciliar posiciones discrepantes: "El Ejcutivo Federal podrá, con la aprobación del Senado, reconocer la jurisdicción de la Corte Penal Internacional". Es notoria la improcedencia de este sistema de admisión casuística del vínculo con la jurisdicción penal internacional, que pudiera suscitar diferencias innecesarias entre la Corte Penal y el Estado mexicano.

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