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Papeles de población

versão On-line ISSN 2448-7147versão impressa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.26 no.106 Toluca Out./Dez. 2020  Epub 03-Nov-2021

https://doi.org/10.22185/24487147.2020.106.36 

Artículos

¿Migraciones transnacionales en crisis? Debates críticos desde el Cono-Sur Americano (1970-2020)

Transnational migration crisis? Critical debates from the American Southern-Cone (1970-2020)

*Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina, Argentina

**Universidad de Tarapacá, Arica, Chile

***Universidad Central de Chile, Santiago de Chile, Chile


Resumen:

El artículo discute las regularidades y contradicciones de las diversas formas de migración transnacional en, desde y hacia Latinoamérica, enfocándose, particularmente, en el Cono-Sur Americano. Para tal, reincorporamos nuestras experiencias investigadoras en Argentina, Brasil y Chile contrastándolas con la revisión del estado del arte sobre migración transnacional latinoamericana. Primero, analizaremos el periodo entre 1970 y 2001, caracterizado por las tensiones del final de la guerra fría, por la globalización y por la emergencia de una “euforia multicultural” vinculada al neoliberalismo de fin de siglo. Segundo, abordaremos los “impulsos desglobalizantes” que caracterizan la transición entre el 2001 y el 2015. Tercero, abordaremos el escenario “posglobalizante” y la “crisis migratoria” en América Latina desde 2015. Finalizamos con reflexiones analíticas sobre los usos del transnacionalismo migrante en Sudamérica.

Palabras clave: Migraciones; transnacionalismo; ciclos históricos; crisis; América del Sur

Abstract:

The article discusses the regularities and contradictions of the different forms of transnational migration in, from and to Latin America, focusing, particularly, on the Southern Cone. We reincorporated our research experiences in Argentina, Brazil, and Chile, contrasting them with a state of the art review on Latin American transnational migration. First, we will analyze the period between 1970 and 2001, characterized by the tensions of the end of the cold war, by globalization and by the emergence of a “multicultural euphoria” linked to end-of-century neoliberalism. Second, we will address the “de-globalizing impulses” that characterize the transition between 2001 and 2015. Third, we will address the “post-globalizing” scenario and the “migration crisis” in Latin America since 2015. We conclude with analytical reflections on the uses of migrant transnationalism in South America.

Keywords: Migration; transnationalism; historical cycles; crisis; South America

Introducción

Movilidades en crisis

El presente artículo fue escrito meses antes de la eclosión de la pandemia del Covid-19. Entonces, los discursos internacionales hegemónicos retrataban al fenómeno migratorio como un promotor de una “gran crisis”, apuntando una supuesta explosión del contingente de migrantes internacionales y la “invasión” del Norte Global por personas provenientes del Sur del planeta. A la vez, en los países de la periferia capitalista, esta retórica encontró mucho eco, entrecruzándose con nuevas y viejas expresiones locales del racismo y de la xenofobia. En este sentido, la noción de una crisis migratoria ha viajado encontrando arraigo en distintos parajes del planeta. No obstante, pese a la generalidad de estas ideas, imaginarios y representaciones en 2019, no hubiéramos podido suponer entonces que esta sensación de crisis de las movilidades humanas planetarias pudiera radicalizarse. O, por lo menos, que se radicalizaría a raíz de una situación sanitaria tan drástica como inusitada. Las reflexiones que presentamos en las páginas que siguen son anteriores a este nuevo proceso de crisis y no contemplan los desenlaces de las restricciones de la movilidad que hemos visto aseverarse desde marzo de 2020. Pese a ello, estos debates sostienen una importante vigencia: entregan sedimentos a partir de los cuales comprender y enmarcar social y políticamente los procesos migratorios transnacionales más actuales en América Latina y, específicamente, en el Cono Sur Americano. Estos son temas que hemos estado trabajando y que hemos tratado desde diferentes perspectivas en los últimos años (Guizardi, 2021).

Pero antes de adentrar a explicar más detenidamente los temas y el hilo conductor de este artículo, queremos explicitar qué entendemos aquí por “crisis”: una categoría fundamental para interpretar todo cuanto trataremos a continuación. Lo que denominamos aquí como situaciones de crisis son aquellos procesos sociales, económicos, políticos o simbólicos que condicionan la inestabilidad (o la ruptura) de los “marcos de sentido” (Goffman, 2006: 23), con el cuestionamiento de los referentes con los cuales los sujetos significan los procesos sociales. Según Grimson (2016) es posible diferenciar estas situaciones de crisis en tres “tipos puros”. i) Las de primer grado: en las cuales irrumpe un acontecimiento impensable e imprevisible, pero en que lo nuevo es procesado desde el marco instituido. ii) Las de segundo grado: en las cuales la irrupción afecta al marco mismo, implicando una crisis hermenéutica, una escasez de herramientas interpretativas. iii) Las de tercer grado: que abren un tiempo de transición que erosiona velozmente las comprensiones generales del mundo (Grimson, 2016: 150-151). Lo que se viene denominando como “crisis migratorias”, en diferentes regiones del planeta y con cada vez más intensidad de 2008, refiere a una pluralidad de situaciones que pueden ser enmarcadas en estas tres tipologías, presentado diferentes grados de coincidencia con estos tres “modelos”. Se trata, entonces, de un fenómeno sumamente heterogéneo, pero que viene adquiriendo una faceta transnacional. En América Latina, la intensidad, las características y la persistencia de estas crisis migratorias transnacionales tienen, como veremos a continuación, una historia propia. La retomaremos a partir de nuestras experiencias de investigación empírica sobre el fenómeno en las últimas décadas.

En clave transnacional

En 2007, Gonzálvez investigaba a las familias colombianas transnacionales en Madrid, y Guizardi a las redes de la migración afrobrasileña en esta ciudad. En aquellos años, los expertos argumentaban que la mayoría de la numerosa población latinoamericana en España sostenía relaciones comunitarias transnacionales, confirmando la variedad, notoriedad e importancia de los lazos cultivados por los migrantes con sus localidades de origen (Cavalcanti y Parella, 2006; Bettio, 2006, Paerregaard, 2006; Parella, 2007). Gonzálvez y Guizardi consideraban que esta popularidad del transnacionalismo entre investigadores fomentaba usos fetichistas de la categoría1. No obstante, en la medida en que avanzaban en sus estudios, observaron que el transnacionalismo era efectivamente un descriptor fidedigno para los procesos migratorios que etnografiaban (Gonzálvez, 2007; Rivas y Gonzálvez, 2010; Guizardi, 2017).

Mientras tanto, en Chile, Stefoni investigaba la migración intrarregional latinoamericana que, desde 1995, se incrementó en la capital, Santiago (Martínez, 2003a; Navarrete, 2007; Schiappacasse, 2008). El fenómeno catalizó la atención de investigadores y ganó notoriedad mediática, debido a los usos políticos del discurso sobre una supuesta “invasión” de los y las peruanas (Póo, 2009). En Santiago, esta migración dejó marcas transnacionales (Stefoni, 2002), trayendo a espacios centrales de la ciudad las formas de comer, vestir, descansar y cuidar propias de los lugares de origen (Stefoni, 2002, 2005). Se multiplicaron los restaurantes, negocios de alimento y locutorios peruanos. Las comunidades migrantes revitalizaron espacios públicos con sus reuniones, ventas, e incluso bailes. Se demarcaron enclaves laborales transnacionalizados por género: el masculino (en la construcción civil) (Stefoni, 2016) y el femenino (servicios domésticos y del cuidado) (Stefoni, 2009). Pese a que los estudios anglosajones aplicaran el término “transnacionalismo” a fenómenos de este tipo desde inicios de la década de 1990 (Glick-Schiller et al., 1992), su uso constituía una “novedad” para las ciencias sociales chilenas. Pocos investigadores pensaron en el fenómeno en estos términos hasta fines de la primera década del siglo XXI. Ya en 2015, la categoría “transnacionalismo” había sido asimilada en los estudios desarrollados en Chile y se había articulado una crítica sobre sus límites explicativos (Garcés, 2015; Grimson y Guizardi, 2015; Imilan, 2014).

En el mismo periodo, en Buenos Aires, Mardones empezó a investigar la migración de indígenas nacidos en Bolivia y Perú. Los estudios sobre el transnacionalismo migrante en Argentina catalizaron, desde la década de 2000, discusiones de diversos investigadores (Benencia, 2005; Magliano, 2007). La numerosa migración boliviana en la capital nacional constituyó una ocasión para cuestionar algunas teorizaciones más clásicas (Courtis et al., 2010; Sassone, 2009): se indagaba cómo las comunidades articulaban (social, cultural, política y económicamente) las localidades de origen y destino migratorios (Cerrutti et al., 2010; Gavazzo y Canevarro, 2009), moviendo, en ambas, relatos sobre la diferencia y la igualdad (Grimson, 1999). Este proceso coincidió con la emergencia de dinámicas de articulación comunitaria por parte de los migrantes aymara y quechua en Buenos Aires. Sus colectivos se apropiaron de espacios públicos con prácticas artístico-culturales y con reivindicaciones político-identitarias (Mardones, 2016). Parte de las investigaciones sobre el tema asumía que la cohesión en torno de la identidad Estado-nacional constituía el elemento aglutinante para dichas comunidades migrantes (Mardones, 2015). Las emergencias indígenas reconfiguraban estos transnacionalismos, generando especificidades étnicas no consideradas hasta entonces (Mardones y Fernández, 2017).

En 2016, cuando Guizardi empezó sus estudios de las migraciones transfronterizas en Argentina, los investigadores ya habían asumido esta autocrítica sobre la heterogeneidad identitaria de los transnacionalismos migrantes. La preocupación analítica, en aquel momento, era comprender los desenlaces de la emergencia de una “nueva” narrativa política (Canelo, 2016). El gobierno de Mauricio Macri, en sus inicios, mediatizaba una visión pesimista de la migración, reincorporando imaginarios racistas del pasado argentino (Canelo, 2018; Canelo et al., 2018) y respaldando el discurso que cuestiona el derecho a la movilidad transnacional en el Cono Sur (Domenech y Pereira, 2017). En este contexto, las ciencias sociales empezaron a analizar la vinculación entre la retórica postglobalización (Grimson, 2018) que criminaliza las migraciones y busca dar soluciones tecnológicas al control de las movilidades humanas (Grimson y Renoldi, 2019), con el ataque a los modos de vida transnacionales.

Estos ejemplos sitúan nuestro argumento central: las formas de transnacionalidad desarrolladas por comunidades migrantes latinoamericanas se distienden a varias regiones del globo, son dinámicas, presentan notables diferencias contextuales, y su transformación está vinculada a procesos políticos, sociales y económicos de escala variada. Por lo mismo, las teorías sobre el transnacionalismo migrante latinoamericano constituyen campos de discusión plurales.

Partiendo de un recorte historizador, este artículo tiene como objetivo discutir las regularidades y contradicciones de las diversas formas de migración transnacional en, desde y hacia Latinoamérica, centrándonos particularmente en Sudamérica. Para ello, reincorporaremos nuestras experiencias investigadoras en Argentina, Brasil y Chile contrastándolas con la revisión del estado del arte sobre migración trasnacional latinoamericana. Nuestro argumento está dividido en tres partes. Primero, analizaremos el periodo entre 1970 y 2001, caracterizado por las tensiones del final de la guerra fría, la globalización y la emergencia de una “euforia multicultural” vinculada al neoliberalismo de fin de siglo. Segundo, abordaremos los “impulsos des-globalizantes” que caracterizan la transición entre 2001 y 2015. Tercero, abordaremos el escenario “post-globalizante” y la “crisis migratoria” en América Latina desde 2015. Cerramos con reflexiones analíticas sobre los usos del transnacionalismo migrante en Sudamérica.

La “era de la migración” (1970-2000)

Las décadas de 1980 y de 1990 configuraron una transformación en los regímenes de control de los flujos planetarios y una reorganización geopolítica global. La caída del Muro de Berlín (1989) inicia un proceso de reconfiguración de los bloques políticos y de hegemonía de las concepciones neoliberales de la economía que dieron notoriedad a las migraciones internacionales. Se endosó, en este periodo, una lógica de reducción de los Estados-nación a su mínima expresión, incluso en lo que concierne a la regulación de los flujos (comerciales y humanos) y a la soberanía territorial y fronteriza (Grimson, 2018). Este proceso responde, en gran medida, a los efectos de las políticas de ajuste económico propiciadas por el consenso de Washington y difundidas por el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo desde la década de 1970. En la década de 1990, este escenario avanza con la revolución de los medios de comunicación y abaratamiento de los transportes, lo que potenció el reordenamiento del proceso productivo internacional, la redistribución global del mercado laboral y la creciente circulación planetaria de elementos culturales heterogéneos.

En este periodo, que solemos denominar “globalización”, la importancia adquirida por la migración en los imaginarios internacionales es indisociable de su uso estratégico como un “corazón semántico” del nuevo régimen de gobernanza de los flujos planetarios. Estos último consolidaron una direccionalidad sur-norte que reordenó la polarización este-oeste, característica de la Guerra Fría (Bauman, 2016). Particularmente entre 1990 y 2000, los migrantes fueron representados “como precursores de un nuevo mundo multicultural y postnacional, donde la fijación nacional de identidad, derechos y capacidad organizativa se había disuelto” (Joppke y Morawska, 2003: 1). Esto fomentó una expansión de las políticas de gestión de la diversidad cultural que, con limitaciones, legitimaban la heterogeneidad creciente de los países (Brubaker, 2001: 532; Kymlicka, 1995: 9).

Dos paradigmas sostuvieron dichas políticas. El multiculturalista que, ya en la década de 1980, asume la diversidad cultural como constitutiva de los países receptores de migraciones, considerando las democracias liberales como multinacionales o poliétnicas (Kymlicka, 1995: 18). La “salida multicultural”, que implicaría una combinación consensuada del marco de los derechos individuales con los derechos de las minorías (Kymlicka, 1995: 181), devino hegemónica en los países del Norte Global hasta 2001 (Brubaker, 2001: 532). El segundo es el intercultural, que nace en la década de 1990, como una respuesta crítica a las insuficiencias del multiculturalismo (Dietz y Cortéz, 2009). Propone replantear el concepto de integración, abogando que ésta debe ser multilateral, que la sociedad hegemónica debe transformarse en la medida en que dialoga con e incorpora la diversidad. Ambos modelos fueron difundidos en Latinoamérica entre 1990 y 2000, cuando la mayor parte de los países de la región eran emisores de migrantes y cuando el concepto estaba en franca retirada de las políticas públicas en el Norte Global (Brubaker, 2001; Jopkke y Morawska, 2003). En América Latina, estos conceptos fueron adoptados, no sin conflictos, en las luchas indígenas y afrodescendientes (Bello, 2004; Walsh, 2009).

Las ciencias sociales anglófonas asumieron que la humanidad había adentrado a una “era de las migraciones” (Castles y Miller, 1993). Empero, una visión atenta a las dinámicas migratorias latinoamericanas en los últimos siglos permite cuestionar esta categorización. En América Latina, identificamos otros periodos en que la migración fue más relevante en términos demográficos, sociales, culturales, políticos y económicos. Por ejemplo, en el paso del siglo XIX al XX, cuando la región recibió la mayor diáspora migratoria transcontinental desde el inicio del capitalismo mercantil (en el siglo XVI) (Moch, 1996). Entre 1814 y 1914, 64 millones de europeos aportaron a las Américas (Sutcliffe, 1998:64) huyendo de la hambruna provocada por la revolución industrial, de la persecución étnico-religiosa y política derivada de la formación de los Estados-nacionales, de las guerras y de la persecución a la resistencia obrera (McKeown, 2004).2 Si bien Estados Unidos fue el principal destino de estas migraciones, Argentina y Brasil constituyen el segundo y el tercer lugar en el ranking de receptores (Moch, 1996).

El impacto demográfico del fenómeno en ciertos países latinoamericanos fue sin paragón. Entre 1856 y 1932 aportaron a la Argentina unos 6.4 millones de migrantes. A Brasil, unos 4.4 millones entre 1821 y 1932. Uruguay recibió unos 713 mil entre 1836 y 1932; México unos 226 mil entre 1911 y 1932 y Cuba, 857 mil entre 1901 y 1932 (Margulis, 1977: 283). Diversos países latinoamericanos, y en especial sudamericanos, tuvieron en este momento porcentajes de población migrante internacional que, salvo excepciones, no volvieron a ser superados. En 1908, en Uruguay, 17 por ciento eran extranjeros (Nahum, 2007). Argentina, en 1914, presentaba 29.9 por ciento de migrantes sobre el total poblacional. Este porcentaje se cernió a 6.8 por ciento en la década de 1980, cinco por ciento en la década de 1990 y 4.8 por ciento en la actualidad (DNM, 2019). En Chile, el récord de porcentaje de población migrante internacional fue, por mucho tiempo, el índice de 1907, por sobre cuatro por ciento (Martínez, 2005: 115), y que solo fue ultrapasado en 2017, cuando se registró 4.35 por ciento de migrantes (INE, 2017). En la mayoría de estos casos, la inmigración extrarregional era el principal componente del contingente migratorio, algo que irá cambiando conforme nos acerquemos a finales del siglo XX y comienzos del XXI.

Por otro lado, Latinoamérica concentró, en la segunda mitad del siglo XX, la mayor parte de las migraciones campo-ciudad del planeta (United Nations, 2015a). El éxodo rural transformó toda la estructura territorial, demográfica, económica y urbana de los países latinoamericanos entre 1950 y 1990: la región pasó de ser predominantemente rural, con 42 por ciento de población urbana (Da Cunha, 2002: 21), a tener 80 por ciento de población citadina, consolidándose como la segunda área más urbanizada del globo actualmente.3 En Brasil, el éxodo rural desplazó 54 millones de personas entre 1950 y 1995 (Camarano y Abramovay, 1999: 3). En México, la población rural representaba 68 por ciento del total de habitantes en 1920. Al final del siglo XX, representaba menos de 25 por ciento (Carton de Grammont, 2009:17). En Perú, la población urbana pasó de 35 a 70 por ciento entre 1950 y 2000 (Da Cunha, 2002: 24). Entre 1940 y 1981 la población de Lima, capital peruana, pasó de 645 mil personas a 4.6 millones (Golte y Adams, 1990:38). Argentina tenía, en 1947, 62 por ciento de población urbana y 89.9 por ciento en 2000 (Da Cunha, 2002). Observando el impacto multidimensional de estas movilidades campo-ciudad, conviene reconocer que estas cuatro décadas también fueron una “era de migraciones” en Latinoamérica.

El fin del siglo XX constituye, efectivamente, el periodo en que la región consolidó dinámicas de expulsión de población económicamente activa hacia países del Norte Global. Esta emisión se inició en la década de 1970, con la crisis del petróleo de 1973, y se profundizó en la década de 1980 (periodo hiperinflacionario conocido en el Cono Sur como “la década perdida”) (CEPAL, 2006: 91). A ello debemos agregar el exilio de cientos de miles de latinoamericanos producto de la persecución política de las dictaduras. Asimismo, las reformas neoliberales aplicadas en diversos países provocaron el agravamiento y expansión de la situación de pobreza, el ensanchamiento de las brechas sociales, la desarticulación de los sectores industriales y la reapertura a la importación de bienes. Todo esto constituyó un gran “incentivo” a la emigración latinoamericana al Norte Global, con Estados Unidos como principal destino. Tomando en cuenta estos aspectos, consideramos más fidedigno denominar a la globalización como la “era de las emigraciones transnacionales” para Latinoamérica.

Este fenómeno está caracterizado, en toda la región, por patrones de desigualdad de género. El abandono del hogar por parte de la figura masculina se incrementó entre los sectores sociales más pobres y de clase media y las mujeres asumieron crecientemente solas las tareas productivas y reproductivas. Empero, esta ausencia masculina en estratos sociales de media y baja renta es históricamente característica de diversos países latinoamericanos (Guizardi, Gonzálvez et al., 2018: 50). Desde hace décadas, las mujeres de la región buscaron solventar esta situación a través de las migraciones: entre 1950-1990, migraron a las urbes desde el campo; a partir de 1990, comenzaron a visualizar en países vecinos o más lejanos nuevas oportunidades laborales. Entre 1990 y 2000 la feminización de las migraciones internacionales se generalizó, expresando demográficamente cómo las mujeres latinoamericanas hicieron frente a las consecuencias de las políticas neoliberales (Martínez, 2003b). Una de las características más marcadas de esta migración feminizada e internacionalizada fue, precisamente, los modos de vinculación que las migrantes construyeron entre las localidades de origen y de destino (como las estrategias transnacionales de gestión de la vida familiar y de la maternidad) (Gonzálvez, 2007; Rivas y Gonzálvez, 2010).

Estos planteamientos estructuraron el surgimiento de la perspectiva transnacional, que se convirtió en una línea preponderante de los debates internacionales sobre el tema. En términos generales, plantea que, debido a la revolución tecnológica de transportes y comunicaciones, los migrantes pasaron a establecer contacto transnacional a tiempo real entre localidades distantes (Glick-Schiller et al. (1992). Esto permitió que sujetos y colectividades constituyeran sus experiencias migratorias estableciendo relaciones de manera binacional o multinacional; tomando decisiones y medidas, constituyendo su acción, intereses y afectos entre localidades distantes (Levitt y Glick-Schiller, 2004).

El transnacionalismo migratorio actuaría, así, como una globalización “desde abajo” (Portes et al., 1999; Portes, 2003), resultando de la agencia económica, política y sociocultural de grupos o sujetos que, cotidianamente, subvierten ciertos designios del concepto euclidiano de frontera nacional. Algunos autores preconizaron trabajar los campos migratorios transnacionales enfocándose específicamente en cómo los migrantes articulan los capitales sociales (identificados como las redes migratorias) y los culturales (Massey et al., 1993; Massey et al., 1994; Portes et al., 2002). Otros plantean representar las nuevas espacialidades de las comunidades y sujetos (Besserer, 2004). Otros, aún, apuntaron los proyectos culturales de los Estados-nación (Kearney, 1995: 548) considerando que la condición transnacional de los migrantes desafía las políticas estatales y los principios de derechos de ciudadanía (Bloemradd et al., 2008). Estas reflexiones operan una presión analítica: impulsan a las ciencias sociales a revisar el concepto de sociedad y de instituciones sociales (familia, ciudadanía y Estado-nación) (Levitt y Glick-Schiller, 2004: 61).

La mayoría de estos estudios fueron desarrollados, precisamente, para explicar la experiencia de los nuevos y cada vez más numerosos colectivos latinoamericanos en las grandes ciudades de Estados Unidos.4 Así, Glick-Schiller et al. (1992) teorizan el transnacionalismo inspiradas en sus estudios sobre migrantes caribeños en Nueva York; Massey et al. (1993, 1994) abordan los colectivos mexicanos en Estados Unidos; Itzigsohn et al. (1999) los dominicanos en Providence; Portes et al. (1999; 2002) las comunidades cubanas, de República Dominicana y mexicanas. Se puede decir que el transnacionalismo surgió como un modelo explicativo de una forma específica de proceso migratorio: que partía de varios países de Latinoamérica, en muchos casos feminizada, destinada a grandes centros urbanos y caracterizada por mantener articulaciones con los lugares de origen. Pero si giramos nuestro punto de observación y captamos estas conexiones transnacionales desde América Latina, habría otros aspectos que considerar.

Primero, datos demográficos permiten expandir las características de esta migración transnacional latinoamericana. Hasta inicios de los años 1990, ella se dirigió casi exclusivamente a Estados Unidos; pero su tasa media de crecimiento anual en este país (de 3.9 por ciento entre 1990 y 2000) bajó a 2.4 por ciento en la década siguiente (CEPAL/OIT, 2017: 15). Paralelamente, las movilidades intrarregionales siguieron siendo relevantes (Argentina, Costa Rica, la República Dominicana y Venezuela fueron los receptores prioritarios), experimentando un incremento significativo (CEPAL/OIT, 2017: 15). En el año 2000, los inmigrantes representaban uno por ciento de la población latinoamericana, mientras los emigrados constituían cuatro por ciento. La región emitía diez por ciento de los migrantes del planeta (Martínez, 2003b: 21). El 75 por ciento de esta migración, 20.5 millones de personas, se encontraba a Estados Unidos, mientras 2.8 millones residían en otras áreas del globo (España, Canadá, Reino Unido y Japón) (Martínez, 2003b: 27-33). Pese a que los espacios de recepción migratorios se ampliaron y diversificaron, “Argentina, Costa Rica y Venezuela se han mantenido como destinos tradicionales dentro de la región”, mientras otros países se transformaron, combinadamente, en emisores, receptores y de tránsito (Martínez, 2009: 2). Para el final del siglo XX el transnacionalismo latinoamericano había diversificado flagrantemente sus características intra y extrarregionales.

Segundo, estas migraciones son heterogéneas en términos de redes migratorias, de la composición de capitales sociales migrantes (Massey et al., 1993). En cada país de la región, la formación de comunidades y colectivos transnacionales operó de forma particular. En el México de los años 1980, las comunidades empezaron a transnacionalizarse desde pueblos rurales que emitían mano de obra a las ciudades rurales fronterizas de Estados Unidos (Kearney, 1995; Massey et al., 1994) y, luego también, al mercado laboral precario de las metrópolis alejadas de las fronteras (Besserer, 2004). Desde 1990s en adelante, los mexicanos también migran transnacionalmente desde las grandes urbes de su país de origen (Massey et al., 2006). En los últimos treinta años, los argentinos migraron para contrarrestar las dificultades de las crisis económicas cíclicas de su país, como la del 2001 (Novick, 2007). Pero se dirigen a países de origen de sus familiares migrantes (Cacopardo et al., 2007) y también a países fronterizos con los cuales hay redes migratorias (de doble sentido) consolidadas: Bolivia, Paraguay, Uruguay y Chile. La migración brasileña a Massachusetts (Estados Unidos) fue catapultada por un pueblo del estado de Minas Gerais, “Governador Valadares”, que emitió parte importante de la migración transnacional del país, en detrimento de grandes ciudades (Fusco, 2000). Así, las dinámicas transnacionales en América Latina asumen características singulares debido a la forma como se articulan las redes migrantes entre los diversos países y muestran, asimismo, aspectos particulares en las regiones internas de cada país. Los principales corredores migratorios actuales ocurren entre países vecinos, lo que requiere considerar los contextos locales específicos para comprender estas dinámicas de movilidad (mexicanos en Estados Unidos, haitianos en República Dominicana, nicaragüenses en Costa Rica, peruanos en Chile, bolivianos en Argentina, por ejemplo). Estas especificidades nos desautorizan a hablar de migración transnacional latinoamericana en singular.

Tercero, el efecto de estos transnacionalismos fue contradictorio: consolidó prácticas alimentarias, religiosas, económicas y societarias de diferentes localidades latinoamericanas en países del Norte Global, más allá de los territorios nacionales. Esto promovió una globalización de diversos aspectos culturales de la región y su difusión hacia públicos y consumidores que antes no accedían a estos conocimientos. Los y las migrantes peruanas en el mundo reactualizan las cofradías del Señor de los Milagros (patrono del Perú) y realizan sus procesiones en Madrid (Merino, 2002), Santiago (Ducci y Rojas, 2010), Buenos Aires (Lacarrieu, 2006). Las y los migrantes mexicanos celebran al día de los muertos en diversas ciudades de Estados Unidos (Massey, 2006). Los maestros de capoeira afrobrasileña comandan sus “ruedas” en parques de diversas ciudades de Europa, Estados Unidos y Sudamérica (Guizardi, 2017). Este proceso engendra contradicciones importantes: las críticas observan su carácter utilitarista, que fomenta la difusión de las diversas prácticas y materialidades culturales como bienes de consumo, de circulación global y de una supuesta “libre elección” de identidades. En esta circulación, dichos elementos son disociados de los derechos de los sujetos que los producen: se vuelven descontextualizados, a-históricos y a-políticos. Así, el transnacionalismo migratorio tuvo un efecto eminentemente contradictorio en términos de la defensa de las identidades latinoamericanas: provocó empoderamientos y subordinaciones; esencialismos y relativismos. Sirvió a una circulación global de estas identidades a partir del mercado y a su aprisionamiento parcial en estas mismas lógicas circulatorias (que no siempre benefician a los migrantes).

Cuarto, este transnacionalismo fue influenciado por características macroestructurales del mercado de trabajo global articulado desde la intersección de discriminaciones raciales, de clase y de género. Las mujeres latinoamericanas en diversos lugares del mundo trabajan, mayormente, en los servicios del cuidado y de la reproducción social, y suelen recibir sueldos por debajo de aquellos que percibirían las trabajadoras autóctonas (Parreñas, 2001). Los hombres ocupan, generalmente, lugares subordinados en el mercado laboral de los países de recepción del Norte Global. En ambos casos, las y los migrantes son actores centrales del proceso de precarización laboral e informalización de la economía que se produce tanto en países con altos niveles de desarrollo, como en aquellos con niveles más modestos de crecimiento. Los migrantes latinoamericanos tienen su asignación y sus posibilidades en estos mercados designadas por marcadores étnico-raciales que dialogan con las mitologías racistas sobre “nosotros y los otros” de cada uno de los espacios de recepción (Pizarro, 2011; Tijoux, 2016).

Fue precisamente en la Argentina, país receptor prioritario de la migración intrarregional en Sudamérica desde los años 1970 y hasta la actualidad (IOM, 2018), donde se usó de forma abierta, y por primera vez desde el proceso de redemocratización de los países de la región, el discurso racializador de odio a los migrantes como elemento de catalización de un sentimiento de argentinidad. En los gobiernos presidenciales de Carlos Menen (1989-1999) operó el montaje de un discurso político que responsabiliza, bajo la figura del “chivo expiatorio”, la migración intrarregional (particularmente boliviana, peruana y paraguaya) de los males nacionales, justificando a partir de esta oposición de alteridades la aplicación de reformas neoliberales (Grimson, 1999). Este discurso caerá en descrédito público con el corralito de 2001, cuando la opinión pública argentina rechaza esta lógica, cobrando de la clase política nacional su responsabilización en la crisis económica que devastó al país (Mardones, 2009). Como veremos en las secciones subsecuentes, estos usos se generalizarán en el Norte Global a partir de 2001. Vale constatar que en Sudamérica tenemos, para las décadas de 1990 y de 2000, tanto un precedente de estos usos, como de su crítica.

Quinto, se aprecia la supuesta oportunidad representada por las remesas (sociales, económicas, culturales, simbólicas) enviadas por los latinoamericanos a sus países de origen (hombres y mujeres, aunque más frecuentemente estas últimas). Pero, por otro lado, este cuadro emigratorio se considera como un proceso de exportación de capital humano que merma la capacidad de innovación de los países emisores (Delgado Wise y Márquez, 2005: 13), y que se hace acompañar de la vulneración internacional de los derechos de los migrantes. Se genera, a la par, una compleja situación de dependencia de las remesas monetarias (Canales, 2013): ellas figuraron, para muchos países de la región en este periodo, como uno de los principales componentes de su producto interno bruto (Martínez, 2003b: 7).

Sexto, el periodo presenta una impronta fuertemente contradictoria en lo que concierne a la formación de procesos políticos transnacionales. El activismo de los migrantes latinoamericanos en el mundo repercute en la consecución de derechos fundamentales en los países de destino, impactando, además, en los países de origen. En el Cono Sur, es en este periodo que emerge en la agenda pública de Argentina, Ecuador, Brasil y Uruguay el ímpetu de revisar las legislaciones migratorias (lo que ocurrirá con mayor o menor éxito según cada país). Esta revisión apunta al cuestionamiento de los marcos legales vigentes que mantuvieron su carácter dictatorial -amparados en la ideología de “Seguridad Nacional” (Grimson y Renoldi, 2019:80)- incluso tras las transiciones democráticas.

El “impulso des-globalizante” (2001-2015)

Desde los atentados a las torres gemelas de Nueva York (septiembre/2001), observamos un nuevo giro en la gobernanza migratoria en el Norte Global.5 Se inaugura un ciclo de políticas del control de las movilidades humanas y de mercancías que destrona, progresivamente, las pretensiones circulatorias de la globalización. El afianzamiento de las nuevas lógicas es paulatino y no se consolida sino quince años más tarde. Destacamos cinco características centrales de este nuevo régimen político.

Primero, Estados Unidos y, luego, Europa avanzaron en la radicalización y la naturalización de la violencia política estatal y supraestatal en contra de poblaciones migratorias, transfronterizas, refugiadas y desplazadas. Esto abrió un nuevo mercado para la industria de armamentos: los controles fronterizos internacionales pasaron a emplear las tecnologías de guerra para perseguir y aprisionar migrantes (Sørensen y Gammeltoft-Hansen, 2013). Esta lógica fue trasladada al Sur Global. Segundo, el resultado del empleo de estas tecnologías y de estas lógicas de control ha sido el incremento de las mafias y del número de migrantes que fallecen cruzando fronteras. Tercero, estos cambios acompañan la emergencia de un imaginario globalizado que justifica y banaliza estas violencias haciéndolas asimilables por las poblaciones en general. Se naturalizan expresiones de miedo y odio amparados en nociones nacionalistas de comunidad (Appadurai, 2006). A través de estos imaginarios, se criminaliza a los migrantes y a la migración asociándolos simbólicamente al terrorismo (Bauman, 2016).

Cuarto, observamos la deconstrucción progresiva de los mínimos derechos que se habían concedido en diferentes países (entre 1990 y 2000) a las poblaciones migrantes, con la radicalización de un discurso que niega la posibilidad de convivencia entre sujetos o colectivos heterogéneos socioculturalmente. En las ciencias sociales, este giro es prefigurado por la obra de pensadores conservadores como Sartori (2000), para el caso europeo, y Huntington (1996), para Estados Unidos. El resurgimiento de estas mentalidades provoca la deslegitimación progresiva de las perspectivas multiculturales e interculturales sobre la relación entre diversidad y derechos en los Estados democráticos, tanto en Europa (Vertovec y Wessendorf, 2010) como en Estados Unidos (Hollinger, 2006). Se prefigura, así, un retroceso en la aplicación de las concepciones jurídicas vinculadas a los Derechos Humanos y un recrudecimiento de los marcos legislativos sobre las migraciones y fronteras.

Quinto, la criminalización de las movilidades humanas no se aplica a toda y cualquier forma de migración. Ella incide, prioritariamente, sobre aquellas poblaciones del sur que se dirigen al Norte Global. Este “cierre selectivo” toma un fuerte impulso a partir de 2008, con la crisis económica que impacta Estados Unidos y Europa. En esta crisis, vemos un protagonismo de partidos conservadores que prometen solucionar los problemas coyunturales a partir de reformas de corte neoliberal que, cuando aplicadas, agravan la inestabilidad. El manejo mediático y político adoptado por estas fuerzas responsabiliza a los migrantes internacionales por los males enfrentados. El aumento de las medidas violentas y restrictivas por parte de los Estados receptores se hace acompañar, entonces, de brotes de rechazo racista.

En términos del desarrollo de la perspectiva transnacional de las migraciones, cabe hacer una salvaguardia. Especialmente en el periodo que va desde 2000 y hasta la crisis de 2008, y debido al “cierre” de fronteras en Estados Unidos, España se consolida como destino migratorio en Europa, perfilándose como uno de los principales receptores de la migración de países como Perú, Colombia, República Dominicana, Bolivia y Argentina (Bettio, 2006; Gonzálvez, 2007; Paerregaard, 2006; Parella, 2007; Rivas y Gonzálvez 2010).6 En este periodo, diversos estudios sobre los migrantes transnacionales latinoamericanos empiezan a desarrollarse en España, y la aplicabilidad del concepto se expande para dar cuenta de los procesos vividos en Madrid, Barcelona o Valencia (principales ciudades de recepción). Esto implica una configuración europea de la lectura del transnacionalismo latinoamericano que impactará los debates desarrollados en América del Sur debido a la circulación global de estas investigaciones publicadas en castellano, sumado a la movilidad de investigadores latinoamericanos que fueron a realizar posgrados en España (Cavalcanti y Parella, 2006; Guizardi, 2017; Thayer, 2011), y por la posterior emigración de investigadores españoles a partir de la crisis de 2008.

Con todo, habría otros matices que considerar para pensar el impacto y la forma que estos cambios globales asumieron en contextos inmigratorios y emigratorios latinoamericanos. Debido a la cercanía con las fronteras de Estados Unidos, México y los países centroamericanos vivieron estos procesos de forma exponencialmente aguda: sufrieron antes y con más contundencia las presiones re-fronterizadoras e intervencionistas que caracterizan la perspectiva política estadounidense desde 2001. Pero los países del Cono Sur configuran un cuadro sumamente particular en este periodo. Ellos experimentan, entre 2008 y 2014 (salvaguardando las especificidades de cada país), un fuerte crecimiento económico y un reposicionamiento en la economía global derivados de la revalorización de los productos primarios exportados al mercado global y de las posiciones políticas asumidas por los gobiernos de la región sobre cómo capitalizar los Estados y promover la redistribución de la renta a partir del desarrollo del mercado laboral y consumidor internos (Svampa, 2013). En 2009, Brasil se sitúa como la sexta economía internacional, y lo hace a través de la vinculación comercial-industrial con los países del entorno. Mientras este modelo económico brasileño persistió, la expansión de lógicas legales circulatorias se sostuvo entre este país y Argentina, Uruguay, Paraguay; distendiéndose progresivamente hacia Bolivia, Chile, Perú, Colombia y Venezuela. Así, el modelo encontrado por estos países para buscar una inserción ventajosa en la economía flexible y circulatoria de inicios del siglo XXI fue la apuesta por una globalización regionalizada que les permitiera establecer tratados con menos distancias y desventajas que aquellos trazados con los pares del Norte Global. El discurso de intensificación de la circulación promovido por los tratados supranacionales en Sudamérica (Mercosur, UNASUR, Alianza del Pacífico) asume, en este momento, un papel crucial.7

Para este mismo periodo, los datos de las rondas censales indican que América del Sur congregaba los países con “saldos migratorios” (la proporción entre la población que emigra y la que inmigra) más bajos de América Latina (Martínez y Orrego, 2016). La apertura de las economías mercosureñas a la “globalización regionalizada” requería, entre otras cosas, de trabajadores que pudieran cruzar las fronteras e insertarse rápidamente a las nuevas demandas flexibles de los mercados laborales (Stefoni et al., 2018). Así, el incentivo a la migración a través de los acuerdos de residencia y apertura de fronteras fueron estrategias políticas que favorecen dinámicas económicas específicas.8

En este momento, varios países sudamericanos inician revisiones de sus normativas migratorias (Texidó y Gurrieri, 2012). Se consolida el debate sobre la introducción de la perspectiva de los Derechos Humanos en la regulación legal de las movilidades. Argentina y Ecuador realizaron revisiones contundentes de sus normativas (tras una década de debate, en cada caso) (Nejamkis, 2016). Su ejemplo genera impactos progresivos en los países del entorno, difundiendo (a partir de las propias comunidades migrantes y del activismo político transnacional), lógicas y semánticas de derechos que ayudarán a conformar -asimétrica y desigualmente- acciones e imaginarios políticos en toda la región. Este proceso representa una especie de “destiempo”: mientras en el Norte Global observamos un avance de la perspectiva política que criminaliza las migraciones, los países del Cono Sur viven un impulso a los transnacionalismos.

Todo esto ocurre paralelamente a cambios en los flujos migratorios desde países de América Latina y Caribe. En términos demográficos, el periodo entre 2000 y 2010 consolida un reordenamiento e reintensificación de las migraciones intrarregionales latinoamericanas, que crecieron 32 por ciento en dicha década (Martínez et al., 2014).9 Pese a lo anterior, Latinoamérica mantuvo el perfil emigratorio extrarregional (siendo Estados Unidos por lejos el principal receptor de estos flujos). En el año 2000, había cerca de 26 millones de latinoamericanos y caribeños viviendo como migrantes en otra región del mundo. En 2010, este número ya bordeaba los 30 millones (cuatro por ciento de la población total), contrastando con los 7.6 millones de extranjeros de otras regiones residentes en Latinoamérica (1.1 por ciento de la población total) (Martínez et al., 2014: 11).10

Entre 2010 y 2015, los países sudamericanos presentaron particularidades en la conformación de sus flujos migratorios. Mientras los países de Centroamérica, Caribe y también México confirman y expanden su tendencia de emitir población hacia Estados Unidos, Sudamérica presenta tendencias más marcadas de inmigración intrarregional.11 En estos cinco años, la migración entre países sudamericanos se incrementa 11 y 70 por ciento de todos los flujos en dichos países son intrarregionales (IOM, 2018: 80). Para 2015, los países con mayor proporción de migrantes en Sudamérica eran: Guyana Francesa, Surinam, Argentina, Venezuela y Chile. En términos absolutos, encabezaba el listado de países receptores Argentina (con 2’086,000 migrantes), Venezuela (1’404,400), Brasil (713,600), Chile (469,400) y Ecuador (387,500) (United Nations, 2015b: 1).12 En síntesis: para el periodo, Sudamérica consolida una tendencia marcada a un patrón intrarregional de transnacionalismo migratorio que, además, se caracteriza por la feminización (IOM, 2018: 80).

Más allá de las magnitudes demográficas, esta reorientación de las migraciones intrarregionales sudamericanas tiene efectos socioculturales y legales de gran envergadura. Ejemplo de ello es la migración haitiana. El terremoto de 2010, el brote de cólera que le siguió y dos huracanes que terminaron por devastar la infraestructura y la economía de Haití determinaron un primer giro en los flujos migratorios históricos de este país que se dirigían predominantemente hacia República Dominicana y Estados Unidos. La desesperación y el desplazamiento de miles de personas producto de la crítica situación ambiental y económica, junto con el cierre de fronteras en Estados Unidos, y las expectativas de empleo que surgían en Brasil, que invertía en complejos deportivos, llevaron a muchos haitianos a países del Cono-sur.13 La progresiva llegada de haitianos a países como Brasil y Chile tensionó imaginarios nacionales, moviendo procesos de exclusión, xenofobia, aporafobia y racismo que pronto ganaron la esfera pública, deviniendo en conflictos que, a partir de 2015, se harán cada vez más notorios.14

Aún en este periodo, la migración forzosa desde diversas zonas de Colombia a raíz de la violencia entre guerrillas, ejércitos y fuerzas paramilitares contribuye al numeroso arraigo de colombianos en los países limítrofes -Venezuela y Ecuador (IOM, 2018: 78)-, pero también a Argentina (Melella, 2014) y Chile (Stang y Stefoni, 2016). En estos últimos, esta migración también tensiona imaginarios racistas sobre una supuesta homogeneidad compositiva nacional (Tijoux, 2016), expresándose la asociación ficticia de todas las personas de esta nacionalidad al narcotráfico y un fuerte rechazo a migrantes afrodescendientes.

En territorios fronterizos -como entre Chile, Perú y Bolivia-, por otro lado, se observa una feminización de las migraciones y una intensificación de los porcentajes de la población migrante que se declara indígena (Guizardi et al., 2017; Tapia, 2015). Esto responde a nuevas estrategias de supervivencia transnacional de mujeres pobres, etnicizadas y provenientes de sectores rurales que, dado el avance de la ocupación de sus territorios ancestrales por megaproyectos económicos, encuentran en las movilidades transfronterizas una manera de hacer frente a su sobrecarga productiva y reproductiva (Tapia y Ramos, 2013).

Este es, además, un periodo proclive para las transnacionalizaciones y localizaciones identitarias. Un ejemplo serían los procesos etnogénicos protagonizados por migrantes aymara y quechua -provenientes de Chile, Perú y Bolivia- en grandes urbes como Buenos Aires y Santiago (Mardones, 2016; Mardones y Fernández, 2017). Se observa la centralidad del rol desempeñado por las performances identitarias (bailes, música, gastronomía, fiestas) en la construcción de redes sociales y del capital cultural migrante (Gavazzo y Canevaro, 2009). Estos aspectos están articulados con la formación de nuevas economías de la migración, con la organización de mercados laborales, enclaves étnicos y redes transfronterizas (Garcés, 2015; Imilan, 2014).

Las ciencias sociales producidas desde Latinoamérica vienen profundizando sobre esta intensificación transnacionalizada y averiguando las formas que las experiencias migratorias y de circulación entre países asumen en la región. Emerge, así, una revisión crítica del transnacionalismo migrante en las grandes ciudades latinoamericanas y también en los territorios fronterizos (Guizardi, 2018). Estas críticas enuncian que las experiencias y definiciones del transnacionalismo deben ser redimensionados (Grimson, 2018) y sus categorías deben ser adaptadas para dar cuenta de los escenarios, fenómenos y procesos observados por estos lares (Besserer, 2018; Feldman-Bianco, 2018; Merenson, 2018).

La “era de la crisis migratoria” (2015-2019)

En términos históricos, es por veces difícil (sino imposible) establecer el momento exacto de la transición entre modelos políticos, económicos o sociales. En los apartados anteriores, citamos la caída del muro de Berlín (1989) como estopín de la fase globalizada de los flujos migratorios, y los atentados de Nueva York (2001) como marco del inicio de su declive. Si bien este declive constituyó una pugna política internacional de varios años, a partir de 2015 esta transición desglobalizante concluyó, dando inicio a una etapa postglobalizada (Sanahuja, 2017). Además de una visible “fatiga de las instituciones democráticas” (Appadurai, 2017), notamos el agravamiento de los procesos descriptos para la etapa anterior.

La contradictoria victoria globalizada del neoliberalismo, en su rápida capacidad de destituir o fagocitar modelos alternativos, viene empujando a los países del norte y del sur hacia mecanismos cada vez más crudos de reproducción de las desigualdades. La ausencia de contra-modelos que frenen los procesos de explotación capitalistas resultó en una radicalización de las capacidades acumulativas y también de las violencias (Bauman, 2016). Esto provocó, por un lado, la generalización de una nueva modalidad de “realismo capitalista”, aglutinando formas de actuación política que destituyen las mediaciones humanizadoras de los procesos económicos (Fisher, 2009). Por otro lado, provocó también una profunda crisis, determinada por la dificultad de restauración del modelo de acumulación tras sus cada vez más intensos quiebres cíclicos y por la imposibilidad de los regímenes democráticos de conciliar estos desenlaces con los principios estructurales del Estado de Derecho.

Algunos autores interpretan el periodo como “la era de la gran regresión”, refiriéndose a la “mala-salud” presentada por los Estados Democráticos de Derecho en el mundo (Geiselberger, 2017).15 Esto ayuda a legitimar la adhesión a representantes políticos cuyos discursos se amparan en llamamientos a la emoción y a las creencias personales. Constituimos, así, una esfera pública global en la cual la credibilidad se vuelve más importante que la verdad. La elección de Trump, en Estados Unidos, y la votación del Brexit en Gran Bretaña son momentos importantes de la afirmación de estas nuevas configuraciones políticas. Ellas expresan el carácter nacionalista de estas hegemonías, y el triunfo de un discurso antiglobalización que preconiza la refronterización de los Estados-nacionales (el muro México-Estados Unidos lo ejemplifica), abogando por una (poco factible) desglobalización de las economías nacionales en pro de medidas soberanistas (Domenech y Pereira, 2017; Kretsedemas y Brotherton, 2018; Sanahuja, 2017).16

Esta nueva hegemonía se ampara en el uso estratégico de discursos de odio que se multiplican por sobre los mínimos denominadores morales y jurídicos que, con mucho esfuerzo (y con éxito variado en el globo), fueron consensuados desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). El resultado es la deslegitimación de los Derechos Humanos, su progresiva eliminación de los marcos reguladores en diversos países y la legitimación del racismo, xenofobia, aporofobia, homofobia, machismo y misoginia como como prácticas sociales y vehículos de expresión pública internacional. Observamos, así, el triunfo global del discurso que ataca la heterogeneidad sociocultural, afirmándola como amenazante para la “vida comunitaria nacional”.

Esto no significa, no obstante, que estos discursos de odio no estuvieran presentes entre la segunda mitad del siglo XX y en los quince primeros años del XXI. El miedo a la diversidad (vinculado a las utopías de homogeneidad nacional) persistió y estuvo en la génesis de gran parte de los genocidios ocurridos en la segunda mitad del siglo XX (Appadurai, 2006). Estos discursos circularon constantemente (en el Norte y Sur Globales) con relevantes impactos políticos y sociales (Appadurai, 2017). Lo que cambia a partir del 2015 es, precisamente, la legitimación de su expresión. Ahora, ellos constituyen el corazón de los procesos de formación de opinión pública y de decisión política en cada vez más lugares del mundo, habilitando internacionalmente el giro conservador y el avance de la extrema derecha sobre las democracias europeas (desde 2009) y también, sudamericanas (desde 2016). Se trata de una nueva configuración de los fascismos en el mundo.

Esta etapa, cuando leída desde la perspectiva de las movilidades humanas, puede ser designada como “la era de la crisis migratoria” y “del castigo a las movilidades fronterizas” (Kretsedemas y Brotherton, 2018). El cierre de fronteras, las intervenciones militares recientes de las grandes potencias del norte, la persecución de refugiados y migrantes con armas de guerra de alta tecnología -elementos que vimos consolidarse entre 2001 y 2015- son ahora en modos de acción política adoptados con cada vez más generalidad. Europa, región del mundo que emitió numerosos migrantes y refugiados en los últimos siglos se cierra a la entrada masiva de contingentes de ciudadanos desplazados por conflictos bélicos. El “realismo capitalista” recoge en el Mediterráneo sus “frutos” más inmediatos, registrándose en sus aguas muertes masivas de migrantes con magnitudes nunca antes vistas en la historia de la humanidad.

En América del Sur, la ventaja económica representada por el boom de las comodites retrocede a partir de 2013, con una consecuente desestabilización y enfriamiento económicos que serán usados por los sectores políticos conservadores para exprimir sus oposiciones a los gobiernos de izquierdas en la región. En el marco de estos discursos, la cuestión migrante es redimensionada, imitándose las retóricas utilizadas en el Norte Global. No obstante, la producción de este odio a la heterogeneidad en Sudamérica se apoya en las elaboraciones simbólicas y políticas racistas propias, vinculadas a la construcción de los proyectos nacionales de la región y a sus alteridades históricas (movilizando, así, imaginarios de larga duración).

En Argentina, el expresidente, Mauricio Macri, firmó en 2017 el Decreto Nacional de Urgencia (DNU) n°70, que alteraba la regulación migratoria (Ley 25.871), retirando de ella aspectos fundamentales de su enfoque en los derechos humanos.17 Simultáneamente, anunció la creación de centros de detención para migrantes (al modelo europeo), avalándose para tal en los discursos de ministros y senadores que, sin cualquier respaldo empírico, responsabilizaban públicamente los migrantes por la falta de empleos, tráfico de drogas, criminalidad y decaimiento de los servicios públicos (Canelo, 2016; 2018; Canelo et al., 2018).

En Chile, tras asumir la presidencia en 2018, Sebastián Piñera empezó una fuerte ofensiva mediática que asocia la necesidad de controlar la migración al establecimiento del orden en el país. Se multiplicaron las declaraciones “demagógicas” (sin cualquier amparo en datos empíricos) de miembros de su gobierno en contra de las poblaciones migrantes. En febrero de 2019, por ejemplo, el Ministro de Salud, Emilio Santelices, responsabilizó a los migrantes del incremento del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA) en Chile (y fue desmentido por expertos de diferentes sectores y organismos públicos). Repitiendo frases enunciadas por Trump, Piñera indicó que el control de las movilidades humanas en el país era cuestión prioritaria y que habría “que tratar las fronteras como si fueran nuestras casas” (una lectura patrimonialista y androcéntrica del Estado-nacional), mediatizando las expulsiones a migrantes bolivianos, colombianos y peruanos e implementando un plan de expulsión encubierta (actualmente en curso con los migrantes haitianos). Esta misma frase sería repetida reiteradamente por Jair Bolsonaro en las campañas presidenciales de Brasil, en 2018.

En este último país, se vienen reproduciendo y multiplicando las acciones discriminatorias hacia migrantes latinoamericanos y africanos. El gobierno de Michel Temer (2016-2018) buscó interrumpir el debate de la reforma de la ley migratoria, que buscaba solucionar uno de los principales vacíos de la constitución promulgada en este país en su transición democrática.18 La Ley fue finalmente aprobada por Temer en 2017, pero su texto fue alterado, con la eliminación de cláusulas amparadas en los Derechos Humanos. En las elecciones de 2018, el discurso del candidato de extrema derecha fue respaldado por una lógica nacionalista de rechazo a los derechos de movilidad establecidos por el Mercosur. Se difundió, entre otras cosas, mensajes de Facebook que instaban los votantes de Bolsonaro a rechazar el pasaporte mercorsureño y exigir la vuelta al “antiguo pasaporte soberano brasileño” (se retiró el logo del tratado de los pasaportes del país). Una de las primeras medidas tomadas por Bolsonaro tras asumir la presidencia, en 2019, fue anunciar que Brasil se desvinculaba del Acuerdo Migratorio de las Naciones Unidas (firmado dos meses antes por Temer). Sebastián Piñera anunció lo mismo en fines de 2018.

En Argentina, Brasil y Chile se observa que la opinión pública hace suya estos discursos, convirtiéndolos en el aval para actos de violencia. En Chile, desde fines de 2016, manifestaciones xenófobas vienen copando las redes sociales, multiplicándose los videos en que ciudadanos chilenos aparecen ofendiendo y agrediendo a migrantes. En octubre de 2018, en la Amazonia brasileña, un campamento de migrantes venezolanos (en Pacaraima) fue incendiado por residentes brasileños, obligando a más de un millar venezolanos a cruzar las fronteras devuelta a su país. El gobierno federal militarizó la cuestión, enviando contingentes de las fuerzas armadas a “ordenar las fronteras”. En 2013, en Antofagasta, norte de Chile, hubo una marcha contra los migrantes colombianos, centrada particularmente en increpar a los afrodescendientes. En 2017, también en el norte de ese país, quemaron a dos pescadores peruanos por disputas laborales. En 2018, brotes xenófobos en contra de la migración haitiana ganaron extensa e intensa divulgación en los medios de comunicación, constituyendo uno de los principales elementos de articulación de opinión pública de la presidencia de Sebastián Piñera. En el marco de acciones legales para reducir el contingente haitiano en el país, Piñera decretó un programa de “retorno humanitario” que viene repatriando sistemática y masivamente a ciudadanos de Haití. Se emplean aviones fletados por el gobierno que vuelan de Santiago a Puerto Príncipe repletos. A los y las haitianas no se le brinda cualquier apoyo económico, psicológico o jurídico. Al adherir al programa, ellos y ellas quedan impedidos de regresar a territorio chileno por nueve años.19

Todo esto viene de la mano con la agudización, entre 2016 y 2019, de procesos migratorios extremos en Sudamérica: desplazamientos provocados por la hambruna, la falencia de modelos económicos, la desigualdad de género, o la violencia de la tomada de extensos territorios por parte de carteles narcotraficantes. En el caso de Colombia, 7.2 millones de personas se encontraban desplazadas internamente en 2016 debido a la violencia militar y paramilitar. Este número significaba, entonces, el contingente de refugiados más numeroso del mundo (IOM, 2018: 82). En este mismo año, 300 mil colombianos pidieron refugio en otros países; cerca de 1.2 millones ya vivían en Venezuela y Ecuador (IOM, 2018: 82).

La situación de los colombianos en Venezuela cambiará abruptamente entre 2017 y 2019. La crisis del modelo económico extractivista, elevados índices de violencia y la inestabilidad política del país generaron las condiciones para un proceso emigratorio venezolano que constituye hoy una crisis humanitaria (Freier, 2018). En 2018, el informe de la IOM señala que del total de emigrantes venezolanos en el mundo (1’622,109, cifra aún conservadora de acuerdo con otros informes), 885,891 se encontrarían en algún país de América del sur (IOM, 2018). En Perú, el número de venezolanos se cuadruplicó entre marzo y julio de 2018: pasando de 100 mil a 350 mil personas (Freier, 2018). También en 2018, Ecuador declaró zona de emergencia debido al ingreso diario de cuatro mil personas por su frontera norte. Chile experimentó un fuerte incremento de esta migración en 2017, lo que llevó a que se transformaran en pocos años en la primera mayoría de población migrante. A esta situación hay que sumar también los registros referentes a solicitud de asilo político. Los pedidos de refugio de venezolanos en Estados Unidos aumentaron 168 por ciento entre 2015 y 2016. Entre 2016 y el primero semestre de 2017, pasaron de 27 mil para 50 mil en todo el mundo (IOM, 2018: 82).

Los países de la región respondieron de diversas maneras a esta situación. Argentina y Uruguay fueron los que mejor recibieron a los venezolanos, aplicando las salvaguardias de visa de Residencia Mercosur (pese a que Venezuela tiene su estatus suspendido en dicha instancia). Perú facilitó, desde enero de 2017, un Permiso Temporal de Permanencia. Pero los documentos otorgados son mínimos con relación a las solicitudes realizadas (35 mil de 350 mil, diez por ciento). Colombia, por su parte, comenzó a aplicar un permiso Especial de Permanencia que ofrecía residencia temporal a quienes hubiesen ingresado entre julio 2017 y febrero 2018. También generó la Carta de Movilidad Fronteriza que permitió a venezolanos entrar y viajar entre ambos países. En febrero de 2018, el gobierno detuvo ambos permisos. En Chile, Sebastián Piñera implementó, en abril de 2018, una visa democrática para los ciudadanos de dicho país. Esta debe tramitarse en alguno de los dos consulados en Venezuela. De acuerdo con información de prensa, habían postulado más de 35 mil personas entre abril y junio de 2018, y sólo se habían entregado cuatro mil (Stefoni y Silva, 2018).

Estos ejemplos permiten constatar que el marco de estímulo a la migración transnacional y transfronteriza que caracterizó la implementación de los acuerdos multilaterales en la región entre 2001 y 2015 viene batiendo en franca retirada. Los gobiernos optan por volver a limitar estas circulaciones humanas, pero sin reformar necesariamente los marcos jurídicos. Aplican, para tal, reformas procedimentales que, en la práctica, invalidan los derechos garantizados por las leyes y tratados.20 Estamos por ver el impacto que estas medidas tendrán para los migrantes laborales, aquellos que circulan en la región y que no se desplazan impulsados por procesos extremos. Lo que sí ya estamos en condiciones de observar es que la experiencia transnacional migratoria se convirtió en un blanco de discursos políticos que la criminalizan y castigan. Los estudios sobre colectivos migrantes transnacionales en Sudamérica en los próximos años tendrán el desafío de comprender las configuraciones de estas nuevas realidades.

Consideraciones finales. Situar las heterogeneidades

Los debates realizados a lo largo del texto apuntan a que las migraciones transnacionales latinoamericanas constituyen procesos heterogéneos: su configuración responde a la particularidad de los contextos internos y de las relaciones externas de los países de la región. Esto demanda algunas precauciones analíticas específicas. La primera (y más obvia) sería considerar la imposibilidad de alcanzar una visión totalizante del fenómeno (que se pudiera enunciar a modo de “gran narrativa”) (Grimson, 2018: 100). La segunda, refiere a la asunción explicita de una situacionalidad analítica particular, sensible a la transformación histórica de los procesos migratorios. Adherimos así a la máxima de De Beauvoir (2018[1958]: 161) según la cual solo la idea de situación “permite definir concretamente conjuntos humanos sin esclavizarlos en una fatalidad temporal”. Así el concepto de “situación” (y la situacionalidad) manifiesta la tensión insuperable entre las imposiciones que recaen sobre los sujetos y su capacidad de decidir sobre ellas para posicionarse, actuar, sobrevivir. Esta parcial “libertad”, “es la propia modalidad de la existencia que, bien o mal, de una forma u otra, retoma por su cuenta todo lo que viene de afuera (…). En compensación, las posibilidades concretas que se abren para las personas son desiguales; algunas solo tienen acceso a una pequeña parte de las que dispone el conjunto de la humanidad (…)” (De Beauvoir, 2018: 518). Diversos autores postmarxistas y postestructuraleistas asumen la centralidad de esta noción de “situación” en la consecución de lecturas diacrónicas de los procesos sociales, buscando con ello captar la dialéctica entre la capacidad de determinación subjetiva y las constricciones estructurales (Kapferer, 2006). Estas afirmaciones nos conducen a diversos ejes teórico-explicativos.

En primer lugar, recobramos la reflexión socio-antropológica sobre la relación entre espacio e identidad en la globalización. Pensar las migraciones transnacionales latinoamericanas implica considerar aquello que las ciencias sociales de fines del siglo XX llamaron “el giro espacial”, entendiendo con esto el carácter multisituado de la experiencia social del espacio. Dichas migraciones constituyen un fenómeno latinoamericano y de construcción activa de la “latinoamericaneidad” en el mundo sin ocurrir necesariamente en aquello que, según una visión geográfica euclidiana, llamamos “América Latina”. Simultáneamente, la multiplicación de formas y experiencias de latinoamericaneidad convive con ciertos patrones estándar de asignación de locus económico, jurídico, social y político a los y las migrantes latinoamericanos (que operan a través de discriminaciones de raza/etnia, clase y género) y que responden a la construcción histórica -a la larga duración braudeliana- que ensambla el lugar de América Latina en el sistema mundo.

En segundo lugar, estas formas de transnacionalismo no se mantuvieron estables temporalmente. Las dinámicas migratorias de cada país emisor latinoamericano sufrieron transformaciones que responden a las contingencias históricas más variadas: cambios de sistemas productivos, de acumulación o circulación económica; tensiones y acercamientos en las relaciones internacionales entre gobiernos, naciones y bloques; giros y conflictos políticos de los más variados; transformaciones culturales, simbólicas y generacionales. Una perspectiva atenta a las transformaciones históricas debe reconocer que el entendimiento y la experiencia social del transnacionalismo varió en las últimas tres décadas tanto para cada uno de los países emisores, como para cada uno de los receptores de esta migración.

Actualmente, observamos la emergencia de nuevos patrones de transnacionalismo vinculados al carácter performativo del uso de las redes sociales. La decisión sobre cómo, desde dónde, con quiénes y cuándo salir; el recorrido a ser desarrollado y las formas y puntos de llegada se hacen acompañados principalmente de las redes sociales (Facebook, WhatsApp, Twitter, Instagram). Son los propios usuarios quienes van alimentando estas redes con información “en vivo”, incidiendo con ello en los cambios y decisiones de otros migrantes. Si hay problemas en algún paso, inmediatamente muchos se informan y optan por alguna alternativa, modificando el mapa de las rutas. Con ello, hacen frente también a las políticas restrictivas, y con patrones de interactividad que no habíamos identificado antes. La hiperconectividad que desde hace poco tiempo se popularizó entre los varios países de Sudamérica, conduce una transformación en los procesos migratorios intrarregionales: altera su dinámica y la capacidad de las personas de tomar decisiones informadas. Lo interesante es que la propia participación y uso de esta información va construyendo estas oportunidades. Esto abre una nueva veta en los estudios transnacionales: ya no estamos observando comunidades que se constituyen entre “aquí y allá” simultáneamente; observamos una suerte de construcción colectiva transnacional sobre las oportunidades de migrar, formas de movimiento y mecanismos de asentamiento. Esto constituye una forma de respuesta (y de agencia) a las políticas de control fronterizo y de criminalización migratoria.

Tercero, la experiencia transnacional de los y las migrantes latinoamericanas es una realidad “encarnada” para los y las investigadoras que trabajamos estos temas. Nosotras(os) también migramos y vivimos transnacionalmente. La investigación social que desarrollamos está constituida desde relaciones transnacionalizadas (con colegas, agencias de financiamiento y mercados editoriales, por ejemplo). Así, hay una dimensión epistemológica ineludible en estas miradas transnacionales sobre la migración: ellas constituyen, y cada vez frecuentemente, un modo de vida y no solamente un campo de estudios. Esto nos devuelve a la dimensión intersubjetiva y política de estos debates. La producción de hegemonías y de lógicas de control de las fronteras y movilidades planetarias interviene tanto en la experiencia social de los migrantes latinoamericanos, cuanto en la de los investigadores sociales. El tratamiento del transnacionalismo requiere, en estos parajes del globo, una lectura situada en la interseccionalidad entre pensamiento social y posicionamiento político.

Para el caso de Sudamérica desde 2015, mostramos que son precisamente los usos políticos hegemónicos los que producen un imaginario de “crisis migratoria” en la región: el problema es no solamente la agudización de procesos migratorios extremos, sino la forma como estos son afrontados desde los Estados. El actual giro político conservador fomenta la emergencia de nuevos fascismos en la región, particularmente en lo que concierne al control fronterizo. Las tragedias humanas de cada vez más migrantes regionales se yuxtaponen al rechazo retórico a las migraciones transnacionales. Vivir cruzando fronteras devino negativo en los imaginarios internacionales y los electores sudamericanos parecen apoyar propuestas políticas que se oponen a estas modalidades de experiencia migratoria (incluso en aquellos países caracterizados por emitir población).

Incesantemente, los medios de comunicación refuerzan esta idea de que enfrentamos una “crisis migratoria”, cuando, en realidad, el simple hecho de denominarla así es parte del problema: toma el resultado del proceso como su causa. La combinación entre acumulación ultra-neoliberal, cierre de frontera, uso de tecnología de control militar y retórica xenófoba es lo que va produciendo, con cada vez más violencia, las crisis migratorias en diferentes territorios del planeta: y Sudamérica adentró a esta lógica en los últimos tres años. Desde nuestra perspectiva, el abordaje del transnacionalismo migrante en la región en estos contextos requiere de una perspectiva analítica políticamente situada.

Agradecimientos

Los autores agradecen a la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID) que financió los estudios que dan origen al presente texto a través de dos proyectos: Fondecyt 1190056, “The Boundaries of Gender Violence: Migrant Women’s Experiences in South American Border Territories” (dirigido por Menara Guizardi); y Fondecyt 1201130, “Rutas y trayectorias de migrantes venezolanos a lo largo de América del Sur” (dirigido por Carolina Stefoni).

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1 Con “uso fetichista” nos referimos a la práctica de tomar el término como válido en sí mismo, eludiendo profundizar en los procesos sociales que permiten a los sujetos o colectivos constituirse en cuanto entidades transnacionalizadas.

2 Esta migración acompaña una lógica de acumulación internacional del capital. En 1914, 40 por ciento de la inversión europea en países del sur global, Asia, África, Oceanía y América Latina, estaban aplicados en esta última región. No es casualidad que, entre 1880 y 1914, 50 por ciento de las migraciones europeas se destinaran a Latinoamérica (Ferrer, 1998: 157).

3 Detrás de Norte América, con 82 por ciento, y por sobre Europa, con 73 por ciento (United Nations, 2015a: 1-7).

4 La expansión de este debate a otras áreas del mundo ocurrirá en las décadas subsecuentes.

5 Para Domenech (2013), las lógicas de control se han venido implementado desde mucho antes, pero estuvieron acompañadas de un “rostro humano”, puesto que la gobernanza global se apoyaba en los Derechos Humanos y en salvaguardias de protección de las personas.

6 A partir de 2011, se observa una migración de retorno de sudamericanos desde los países del sur europeo (España, Portugal e Italia) (IOM, 2018: 81), lo que se enmarca en un periodo de radicalización de la normativa europea de control de los flujos migratorios, con la criminalización de la indocumentación de los migrantes, la activación de los Centros de Internamiento para Extracomunitarios. España mantiene, aún, el puesto de principal destino europeo de la migración sudamericana (IOM, 2018: 81).

7 El principal instrumento con que cuenta América del Sur para promover la movilidad de trabajadores es el acuerdo de Residencia de Mercosur se empieza a aplicar en este momento. Este instrumento permite a los nacionales de los Estados miembros plenos o “naciones amigas” obtener una residencia temporal en el país de la subregión al que emigre, independiente de la tenencia de contratos laborales. Tanto UNASUR como la Conferencia Sudamericana de Migraciones manifestaron su apoyo a este acuerdo y declararon la voluntad de avanzar en la integración regional. Empero, el acuerdo de residencia de Mercosur fue implementado en los países de la región con diferencias notables entre unos y otros (Novick, 2010). Argentina, por ejemplo, incluyó el principio de residencia en su constitución y lo sigue aplicando. Chile es el único país que no lo aplica por convenio, sino por acuerdo bilateral solo con cuatro países.

8 El ejemplo notable sucedió en 2005, cuando la Argentina decide unilateralmente radicar por criterio de nacionalidad —a través del Plan Patria Grande (Plan Nacional de Normalización Documentaria Migratoria)— a todos los ciudadanos de los países del Mercosur y Mercosur ampliado (en rigor todos los sudamericanos salvo las Guyanas). El gobierno argentino buscaba que los demás Estados replicaran la iniciativa, pero lo que sucedió fue que los países del entorno aplicaron el principio de reciprocidad específicamente con la Argentina (con tímidos beneficios regulatorios con el resto de los sudamericanos y trabas, en algunos casos, desmedidas con aquellos provenientes de fuera de Sudamérica).

9 Esta orientación interregional sostuvo su tendencia al incremento en las cuatro décadas antecedentes. En los años 1970, solo 24 por ciento de los migrantes residentes en América Latina eran provenientes de esta misma región. Este porcentaje sube para 37 por ciento en la década de 1980, 49 por ciento en los 1990, 57 por ciento en los 2000 y para 63 por ciento en 2010 (Martínez et al., 2014: 13).

10 Según Martínez et al. (2014: 14), “México representa una fracción muy relevante de la emigración regional (prácticamente 40 por ciento), con unos 12 millones de sus ciudadanos viviendo en el exterior, la abrumadora mayoría de ellos en Estados Unidos. Muy de lejos le siguen en cuantía Colombia y El Salvador, con aproximadamente 2 y 1.3 millones, respectivamente, según las cifras manejadas en este estudio. Según la OCDE (2012), el número de emigrantes del Ecuador, Bolivia, el Paraguay y el Uruguay en los países de la región compuesta por sus países miembros creció considerablemente entre 2000 y 2005, casi duplicando el tamaño de sus diásporas. Por otra parte, los principales receptores en números absolutos son Argentina, Venezuela, México y Brasil”.

11 De acuerdo con las cifras oficiales del Censo en Estados Unidos, en 2016 la población de origen hispano era de 57.6 millones de personas, 17.8 por ciento de la población total del país.

12 Los nutridos contingentes migratorios de Venezuela y Ecuador en este periodo, como veremos a continuación, se deben al desplazamiento forzoso de colombianos.

13 En 2011, Brasil implementó una visa humanitaria que reconoció las condiciones de vulnerabilidad estructural del país de origen (Feldman-Bianco et al., 2018), como causa suficiente para habilitar la regularización migratoria. En un primer momento, estableció un cupo anual de 1200 visas, pero la presión los llevó a liberar en 2012 este número (Da Silva, 2017). Perú, en 2012, comenzó a solicitar una visa consular de turismo a través de un trámite en Puerto Príncipe. Un informe elaborado en Lima por el Instituto de Estudios Peruanos (IEI) sostiene que el alto costo y las dificultades para obtener dicha visa ha hecho que sean muy pocos quienes efectivamente la hayan solicitado (Vázquez et al., 2014).

15 La democracia parece ofrecer trabas a las nuevas tendencias de explotación de corte ultra-neoliberal y las élites internacionales apoyan modelos políticos que vacían los procedimientos democráticos de su eficacia participativa (Appadurai, 2017).

16 Esta retórica es, no obstante, selectiva: asume como positivas las circulaciones de capitales y mercancías de los países del Norte Global, mientras rechaza la posibilidad de que las movilidades humanas y mercantiles desde el sur se doten de una libertad equivalente.

17 El Poder Judicial Argentino declaró inconstitucional el DNU en marzo de 2018.

18 En el proceso constituyente de 1988, las diversas fuerzas políticas involucradas optaron por no discutir la cuestión migratoria y mantener en la constitución democrática (entonces en construcción) la misma normativa adoptada en la dictadura militar.

19 Esta prohibición solo está prevista en la normativa chilena para los extranjeros que han delinquido en el país. Así, el “retorno humanitario” iguala legalmente los haitianos a los imputados penales, en una clara criminalización del contingente migratorio que más violencia racista ha sufrido en el país en los últimos años. Procesos de racialización y criminalización similares vienen siendo aplicados también hacia la migración colombiana en el norte de Chile (Stang y Stefoni, 2016).

20Todo esto se hace acompañar, en el caso específico de Brasil y Argentina, de brutales reformas económicas que destituyen el modelo de “globalización regionalizada” en favor de una reprimarización de las economías, de la centralización de los intereses del capital financiero especulativo y del ataque a los sectores productivos secundarios (con la destrucción acelerada del mercado de consumo interno y la desestructuración de los mercados de trabajo). Así, una retórica antiglobalización gana espacio, estimulando contradictoriamente la fluidez de ciertos sectores financieros, y la creación de barreras cada vez más difíciles de trasponer en lo que concierne a las economías productivas.

Recibido: 27 de Febrero de 2019; Aprobado: 20 de Mayo de 2020

Menara Lube Guizardi Es Cientista Social y posgraduada en Ciencias Humanas y Desarrollo Regional por la Universidade Federal do Espírito Santo (UFES, Brasil). Es máster en Estudios Latinoamericanos y Doctora en Antropología Social, ambos por la Universidad Autónoma de Madrid (UAM, España). Actualmente desempeña como investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de Argentina (CONICET), estando vinculada a la Escuela de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (IDAES-UNSAM, Argentina). Además, es investigadora externa de la Universidad de Tarapacá (Iquique, Chile). Sus líneas de trabajo giran en torno a las migraciones, las relaciones de género, la violencia, los cuidados, las fronteras y los procesos de interseccionalidad. Dirección electrónica: menaraguizardi@yahoo.com.br Registro ORCID: https://orcid.org/0000-0003-2670-9360

Carolina Stefoni Es socióloga de la Pontificia Universidad Católica de Chile (Santiago, Chile), magíster en estudios culturales por la Universidad de Birmingham (Inglaterra) y doctora en sociología por la Universidad Alberto Hurtado (Santiago, Chile). Se desempeña como profesora titular de la Universidad de Tarapacá (Arica, Chile). Es también Investigadora Asociada del Centro de Estudios del Conflicto y Cohesión Social, COES (Santiago, Chile), conformado por cuatro universidades chilenas. Desde hace varios años viene estudiando los procesos migratorios en Sudamérica, centrándose específicamente en el caso chileno. Sus líneas de investigación abordan no solamente las experiencias y flujos de la migración internacional, sino también la educación intercultural, las fronteras y la ciudadanía. Dirección electrónica: cstefoni@uahurtado.cl Registro ORCID: https://orcid.org/0000-0001-6949-2312

Herminia Gonzálvez Torralbo Es Licenciada en Antropología Social y Diplomada en Trabajo Social por la Universidad Miguel Hernández (Elche, España). Magister en Migración, Refugio y Relaciones Intercomunitarias, Diplomada en Mediación Social, ambos por la Universidad Autónoma de Madrid (España). Es, además, doctora en Antropología Social por la Universidad de Granada (España). Actualmente, se desempeña como académica e investigadora en el Instituto de Investigación y Posgrado de la Facultad de Derecho y Humanidades, Universidad Central de Chile (Santiago, Chile). Es, asimismo, investigadora del grupo “Otras. Perspectivas Feministas en Investigación Social” (Instituto de la Mujer-Universidad de Granada). Sus líneas de investigación son fronteras, género, cuidados, envejecimiento y migración. Dirección electrónica: herminiagonzalvez@gmail.com Registro ORCID: https://orcid.org/0000-0002-4929-2521

Pablo Mardones Charlone Es antropólogo por la Universidad de Chile. Tiene maestría en Política de Migración Internacional y es Doctor en Antropología por la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Se desempeña como investigador postdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de Argentina (CONICET). Sus temas de investigación están vinculados a la etnografía audiovisual. En las últimas décadas, ha estudiado las migraciones aymara y quechua que parten de los territorios de Bolivia, Perú y Chile hacia Buenos Aires (Argentina) y las fiestas aymara transfronterizas en las regiones del Norte Grande de Chile (en el desierto de Atacama). Es autor de varios libros y artículos sobre migración, identidad indígena y antropología visual. También es fundador y director de ALPACA, una productora cinematográfica especializada en documentales etnográficos. Dirección electrónica: mardones.pablo@gmail.com Registro ORCID: https://orcid.org/0000-0002-4490-1391

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