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Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.25 no.99 Toluca ene./mar. 2019  Epub 25-Mayo-2020

https://doi.org/10.22185/24487147.2019.99.04 

Artículos

Progresa-Oportunidades-Prospera: avatares, alcances y resultados de un programa paradigmático contra la pobreza

Progresa-Oportunidades-Prospera: transformations, reaches and results of a paradigmatic program against poverty

Gerardo Manuel Ordóñez-Barba* 
http://orcid.org/0000-0003-3498-5808

Aída Lilia Silva-Hernández** 
http://orcid.org/0000-0002-7979-7192

* El Colegio de la Frontera Norte, México

** Universidad Autónoma de Baja California, México


Resumen:

Hace dos décadas que el gobierno federal mexicano puso en marcha uno de los primeros programas latinoamericanos que empleó las transferencias monetarias condicionadas como su principal instrumento para la superación de la pobreza extrema. Este programa, que originalmente se conoció con el acrónimo de Progresa, ha sido uno de los más evaluados en el país y en su mayoría las valoraciones coinciden en que ha tenido efectos positivos en los indicadores básicos sobre los que pretende incidir en los ámbitos de la educación, la salud y la alimentación. No obstante, otros estudios han dudado de su efectividad para lograr objetivos superiores, como lo sería su contribución a la ruptura del ciclo intergeneracional de la pobreza. Haciendo uso de fuentes documentales y estadísticas relevantes, en este trabajo realizamos un balance del programa en tres dimensiones de análisis: en la primera se revisan los cambios que, desde su diseño, justificaron su transformación a Oportunidades y posteriormente a Prospera; en la segunda se describen sus progresos en términos de cobertura y presupuestos, y se valoran sus principales resultados; y finalmente se discute su pertinencia y limitaciones en el marco de los esfuerzos históricos en el combate a la pobreza en México.

Palabras clave: Política social; pobreza; focalización; transferencias condicionadas; eficacia

Abstract:

Two decades ago, the Mexican Federal Government launched one of the first Latin American programs to use Conditional Cash Transfers as its main instrument for overcoming extreme poverty. This program, initially known by the acronym “Progresa,” has been one of the most frequently studied in the country, and most evaluations agree on its positive effects on the indicators in the primary areas it seeks to influence: education, health and nutrition. However, other studies have doubted its effectiveness in achieving higher objectives, such as its contribution to breaking the intergenerational cycle of poverty. Using documentary and statistical sources, in this work we assesses the program along three analytical dimensions: the first one examines the changes underlying the original program’s transformation into “Oportunidades” and later into “Prospera”; the second describes the program’s progress in terms of scope and budgets and evaluates its main results; and the third discusses the program’s importance and limitations within the framework of historical efforts to fight poverty in Mexico.

Keywords: Social policy; poverty; targeting; conditional transfers; effectiveness

Introducción

Han pasado ya veinte años desde la creación del Programa de Educación, Salud y Alimentación Progresa y quince desde su transformación en el Programa de Desarrollo Humano Oportunidades. Las evaluaciones que se han difundido proporcionan información para dimensionar sus efectos y entre sus principales logros se menciona una serie de significativas mejoras en la inscripción, permanencia y desempeño escolar de los niños, niñas y jóvenes beneficiarios, así como en mejores condiciones de salud, nutrición y alimentación de los más de 6.4 millones de hogares que hoy día son atendidos en el país. No obstante, otros estudios revelan que el incremento en los niveles de educación, incluso entre los que terminan el bachillerato, no se ha traducido en oportunidades de empleo de mayor calidad y mejor remunerados. Adicionalmente, a partir de 2007 se viene observando un incremento importante en la proporción y en el número de personas en pobreza.

Estos últimos resultados han puesto en duda la eficacia del programa en cuanto a su capacidad para contribuir a la ruptura del ciclo intergeneracional de la pobreza o para sacar “de manera permanente” a la población de su pobreza extrema. Quizá por ello en 2015 el programa es sometido nuevamente a una reestructuración y adquiere el nombre de Prospera Programa de Inclusión Social, con lo cual se pretende convertirlo en un instrumento que contribuya “al cumplimiento de los derechos sociales”.

En este contexto, con el presente trabajo nos proponemos revisar los cambios que, desde su diseño, han supuesto las sucesivas transformaciones de este paradigmático programa, así como dimensionar sus alcances en términos de cobertura y presupuestos, y valorar los principales resultados logrados en sus dos décadas de existencia. La intención última es discutir la pertinencia y limitaciones del programa considerando su posición histórica en el marco de las iniciativas instrumentadas en los últimos 30 años en el combate a la pobreza en México. Antes de proceder al desarrollo de estos objetivos, en el apartado siguiente se revisan brevemente los argumentos teóricos que dan sustento al tipo de intervenciones públicas basadas en las transferencias monetarias condicionadas. Asimismo, tratándose de un modelo flexible, se sintetizan sus variaciones en América Latina y las peculiaridades que distinguen en este escenario al programa mexicano.

Fundamentos de los programas de transferencias monetarias condicionadas (TMC) y sus variaciones latinoamericanas

De acuerdo con Valencia (2014), las transferencias monetarias condicionadas

son intervenciones programáticas gubernamentales focalizadas que pretenden impedir la reproducción intergeneracional de la pobreza mediante la inversión en capital humano de los hogares pobres; sus componentes básicos son las entregas periódicas de dinero a los hogares y los condicionamientos puestos a ellos por los gobiernos para mantenerlas” (Barba y Valencia, 2016: 11).

Se trata de una propuesta de una complejidad operativa excepcional, ya que requiere la participación de los distintos órdenes de gobierno y atravesar dimensiones micro y macro, al considerar por ejemplo desde las actitudes que los padres pudieran tener respecto a la educación de sus hijos y destacando el núcleo familiar como campo indispensable para la administración del recurso, hasta la evaluación del presupuesto disponible para el programa calculado en función del PIB nacional y la apreciación misma de la pobreza como un asunto predominantemente estructural, vinculada con el acceso al mercado de trabajo. En términos conceptuales, las TMC se sustentan en la teoría del capital humano y en el enfoque de capacidades, asumiendo que los individuos en condiciones de pobreza son susceptibles de invertir recursos y tiempo para mejorar su educación y su salud, en tanto el Estado intervenga con apoyos monetarios y con infraestructura en servicios de manera corresponsable.

Dentro de la variedad de programas de combate a la pobreza, los basados en las TMC se distinguen, por un lado, del modelo asistencialista y subsidiario que caracterizó la política pública latinoamericana en gran parte del siglo XX, apareciendo a finales de los años noventa como un parteaguas en el diseño de políticas públicas; por otro, diferenciándose de las transferencias monetarias no-condicionadas que defienden la protección social como derecho básico exento de requisitos que la limiten (Fernández de Castro, 2018: 3).1 Aún en sus especificidades, las TMC se conciben como parte de un amplio sistema de protección social, entendiéndose como programas complementarios y no sustitutos, susceptibles de resultar compatibles con otras medidas de combate a la pobreza (Fiszbein, Schady et al., 2009: 27).

La condicionalidad es pues, su principal característica y sobre la cual se establece el grueso de los principios fundamentales que sustentan el modelo, advirtiéndose como un mecanismo incentivador, regulador y verificador del recurso otorgado. A la condicionalidad se adhieren las características de la focalización, la periodicidad, las áreas de incidencia y la naturaleza del recurso. En conjunto, la idea central de las transferencias condicionadas es que, invirtiendo en el capital humano de los miembros más jóvenes de los hogares pobres, es decir, en las y los niños, adolescentes y jóvenes, será posible ampliar sus capacidades educativas y de atención a la salud, lo que eventualmente podría traducirse en mayores posibilidades para la inserción laboral y en mejores ingresos para la subsistencia, rompiendo con ello el ciclo intergeneracional de pobreza.

En esa lógica, las TMC se sustentan en la teoría del capital humano, entendido este como “un tipo de inversión en medidas que influyen en el ingreso real a futuro de las personas mediante la adjudicación de recursos” (Becker, 1962: 9). La definición implica la preexistencia de un razonamiento: que el hecho de prepararse escolarmente y de atender su salud y alimentación sea percibido por las personas en condiciones de pobreza como una inversión y no como un gasto, asumiendo que la retribución no será inmediata, sino que vendrá cuando se abran oportunidades en el mercado laboral hasta entonces inaccesibles, una vez que se han preparado mejor escolar y físicamente. Como se observa, el factor temporal es trascendental en el planteamiento de este enfoque y en el tipo de intervenciones públicas que se derivan, pues se requiere de una vigencia amplia (mientras haya hijos menores de edad en los hogares de familias beneficiarias o mientras las familias sean consideradas pobres o muy pobres), y con expectativas de resultados en el largo plazo (romper con la pobreza intergeneracional). “Esto genera la necesidad de intervenciones balanceadas que ayuden a los pobres inmediatamente, pero que también ayuden a crear las condiciones para que salgan de esa situación” (Levy, 1991: 73).

Lo que hacen las transferencias monetarias para intentar marcar una dirección constante en el tiempo es subir el valor que los pobres otorgan a la salud y a la educación para que tiendan a incrementar su atención en estos rubros en respuesta a ese valor más alto (Fernández de Castro, 2018: 5), ya que las personas “invertirán sólo si la tasa de rendimiento esperada fuese mayor que la suma de la tasa de interés sobre los activos sin riesgo y las primas de liquidez y riesgo asociadas a la inversión” (Becker, 1962: 41).

En las sociedades latinoamericanas lo anterior puede llegar a significar un considerable cambio en las actitudes y comportamientos relacionados con mecanismos que pretenden mitigar los efectos de la pobreza, como el trabajo infantil en zonas rurales, sobre todo de los varones, y con la idea de que las niñas dejen la escuela en niveles básicos para dedicarse a labores del hogar. De acuerdo con el diseño de las TMC, esos comportamientos han sido posibles porque “existe una falla en el mercado derivada de una información incompleta que se traduce en la toma de decisiones privadas igualmente fallidas, causando que los individuos o los hogares no inviertan lo suficiente en capital humano” (Fernández de Castro, 2018: 5). Se trata de “información incompleta” respecto a la manera que conviene distribuir tiempos y recursos para obtener un beneficio económico. Al promover una información óptima del costo-beneficio ganado en capital humano, la política pública basada en TMC busca revertir aquellas inercias y fortalecer la incorporación de los pobres al mercado laboral.

El componente informativo es clave en el soporte de estos programas, ya que requiere beneficiarios enterados y participativos, de ahí que en su diseño y en concordancia con la teoría del capital humano, los individuos sean considerados como “racionales e informados” (Becker, 1962: 41), entendiendo que se trata de “agentes económicos (que) asumen explícita y extensivamente una conducta maximizadora con el objeto de lograr más utilidad o una función de bienestar mayor” (Dallorso, 2013: 122). Este razonamiento tiene tanto implicaciones económicas como motivaciones personales, por lo que los programas de TMC encuentran en el enfoque de capacidades otra parte de sus fundamentos.

Para Amartya Sen, el individuo logra ejecutar en la vida un conjunto de “funcionamientos” o funciones interrelacionadas que constituyen sus formas de ser y de hacer. Las personas tienen la libertad de elegir tales combinaciones de funcionamientos (Sen, 1992: 39 y 40) y “en la medida que los funcionamientos son constitutivos de bienestar, las capacidades representan, por tanto, la libertad de las personas para lograr bienestar” (Sen, 1992: 49). Se reconoce así un poder de elección, decisión y de actuación del individuo. De acuerdo con este autor, “el proceso de desarrollo económico puede verse como un proceso de expansión de las capacidades de la gente” (Sen, 1985: 144), en virtud de que “la mejora de las capacidades humanas también tiende a ir acompañada de un aumento de las productividades y del poder para obtener ingresos” (Sen, 2000: 119 y 120).

El objetivo de las TMC de evitar la reproducción intergeneracional de la pobreza invirtiendo en el capital humano, se sustenta así en proponer un concepto de bienestar que le sea común a los hogares pobres y al Estado. Esto es: empatar la percepción de que atender el capital humano como inversión a mediano y largo plazo representa una estrategia efectiva para acceder a un lugar en el mercado por arriba de las líneas de pobreza.

La propuesta contiene una justificación económica y una justificación política, ambas orientadas a responder por qué y cómo se precisa la intervención del Estado para combatir la pobreza en un país. Tal respuesta depende de los paradigmas de bienestar en los que se base la política social. En el caso de las TMC en América Latina, Barba (2016) sostiene, siguiendo a Esping-Andersen (1990), que existe una confluencia de distintos regímenes de bienestar -residual, conservador y universalista- al sustentarse las diversas políticas públicas latinoamericanas en mayor o menor medida en el mercado, la familia y el Estado. El paradigma residual suele asociarse con la escuela de la economía del bienestar situándolo en el ámbito del mercado; el paradigma conservador se vincula con el corporativismo y con un discurso del bienestar ubicado en los ámbitos familiar y de las reciprocidades entre grupos ocupacionales; el universalista se asocia con la escuela de la administración del bienestar y el discurso social-demócrata que atribuye al Estado la responsabilidad central (p.35). El peso con el que corra cada componente se encuentra en función de los procesos históricos de cada nación, de sus prácticas e intereses sociales y de sus tipos de instituciones vigentes (p. 36).2 Las proporciones dadas generan matices de regímenes de bienestar que encuentran como constante teórica el enfoque de capital humano, permitiendo una justificación económica y política de las TMC centrada en la perspectiva del Estado como socio de su población en pobreza, corresponsable de trabajar a la par a favor de su bienestar y de reducir su vulnerabilidad. De esta manera se desliga de la perspectiva asistencialista y acredita la condicionalidad sobre el otorgamiento del recurso monetario como una forma de “redistribución políticamente viable (…) ligada al ‘buen comportamiento’ de los ‘pobres que la merezcan’” (Fiszbein, Schady et al., 2009: 9 y 11). Redistribución que, junto con el crédito, representan los mecanismos para financiar los programas de TMC, evitando así la necesidad de nuevos impuestos y posibles distorsiones en el mercado (Paes-Sousa, Regalia y Stampini, 2013: 22 y 23).

Precisamente, ubicar a la población beneficiaria remite a argumentos conceptuales de las TMC relacionados con la focalización y el principio de universalidad de las políticas sociales. La focalización se refiere a que las TMC, para ser funcionales en su gestión, evaluables y económicamente posibles, fueron diseñadas para atender a una población en específico: a las personas en condiciones de pobreza y en pobreza extrema. Tal segmentación estaría aparentemente contraviniendo el principio de universalidad, el cual pugna por “garantizar a todos los miembros de la sociedad determinadas protecciones o beneficios en forma de derechos, con la calidad y en la cantidad que se consideran necesarios para una participación plena en la sociedad”, con lo que se esperaría que todos los habitantes de un país tuvieran acceso al máximo bienestar posible en un momento determinado (CEPAL, 2016: 124). Sin embargo -y a esto remite el calificativo de aparente-, los mismos fundamentos de la universalidad reconocen la selectividad “como el instrumento o conjunto de instrumentos que permiten orientar la acción, particularmente la asignación de subsidios, para que la población carente de recursos económicos pueda acceder a los servicios y garantías sociales. De ese modo, la focalización tiene por objeto hacer más eficaz la universalización de las políticas sociales” (CEPAL, 2016: 124). Se entiende, por tanto, que la focalización es una estrategia en el camino a universalizar el derecho al bienestar una vez que atiende a los más necesitados, buscando acotar, eventualmente, las brechas de desigualdad. Valga hacer un paréntesis aquí relacionado con que, si bien la universalidad forma parte de los fundamentos de las TMC, queda pendiente cuestionar de qué tipo de política se trata en la práctica: qué tanto responden a un enfoque de derechos sociales o a conveniencias del mercado, por ejemplo, y cómo juegan las externalidades y la condicionalidad en ese sentido.

Otro elemento importante del entramado teórico del capital humano y clave en la focalización y en la condicionalidad es la familia, ya que esta influye “en el conocimiento, habilidades, valores y hábitos de sus niños”, con una estrecha relación entre padres e hijos en cuestión de “ingresos, educación y empleos” (Becker, 1992: 89). Como campo de formación de la infancia, la familia es la vía de entrada al capital humano sobre el que pretenden incidir las TMC, y a la vez, de la cual requiere acciones precisas para lograr sus objetivos. En la literatura sobre este tipo de transferencias se utiliza el término de familia para aludir a la población objetivo sin presentar una discusión conceptual.3 Se habla en general de “familias beneficiarias” que cumplen con los requisitos de ser pobres o extremadamente pobres, y de tener al menos un hijo menor de edad. Incluso se maneja indistintamente el término de hogar (“hogares pobres”) para aludir al ámbito familiar. En todo caso, al hablar de capital humano se entiende que la familia cohabita en un hogar y por lo tanto maneja un presupuesto compartido y una estrategia para sus ingresos y su administración, y que esa familia observa un parentesco consanguíneo entre al menos un hijo menor de edad con al menos un progenitor. Se requiere, en consecuencia, una estructura de familia nuclear o monoparental para participar en los programas de TMC. Los temas relacionados con la familia que sí se discuten en el modelo de transferencias monetarias por considerarlos variables que afectan su funcionamiento, son el tamaño de los hogares rurales y urbanos, el papel ponderado de las madres para la administración de las transferencias y para el cumplimiento de las corresponsabilidades, la desigualdad intrafamiliar por sexo y edad, actitudes de los padres hacia la salud y la educación de los hijos y el tipo de jefatura (Levy, 1991; Villatoro, 2005; Paes-Sousa, Regalia y Stampini, 2013; Dallorso, 2013; Fernández de Castro, 2018). Sería conveniente detenerse a revisar a la familia como parte del marco teórico-conceptual del capital humano en relación con las TMC para incorporar el dinamismo y las variaciones actuales de esta institución, de tal manera que el procedimiento de focalización considere las diversas configuraciones familiares que existen hoy en día en América Latina en las que no necesariamente están presentes los progenitores en los hogares pobres (los casos de abuelos como tutores ante eventos de migración de los padres, por ejemplo).

Finalmente, el planteamiento de las TMC que completa el círculo para llegar a su objetivo último de romper el ciclo de pobreza intergeneracional es la consideración del empleo como herramienta esencial para acceder a mejores ingresos. Los programas se enfocan en la salud y en la alimentación, en la medida que “los extremadamente pobres deben primero mejorar su estado alimenticio y de salud para ser capaces de aprovechar completamente las oportunidades” (Levy, 1991: 51), así como la educación y la capacitación representan las inversiones más importantes en capital humano (Becker, 1992: 85) en calidad de insumo que se incorpora a los recursos individuales:

El nivel de capital humano acumulado es el que determina el monto de las remuneraciones individuales, puesto que la teoría postula una relación entre inversión en capital humano, productividad y salarios, de tal forma que los ingresos relativos reflejan la aportación de cada trabajador al producto social; es decir, el salario refleja correctamente la capacidad productiva del trabajo. Entonces, la estructura salarial de una economía refleja los capitales humanos individuales (Dallorso, 2013: 120).

En lo empírico el mecanismo adolece de altibajos que atraviesan las dimensiones mencionadas en la cita, sobre todo considerando el amplio periodo de vigencia que demanda la intervención. Es aquí donde se sitúan diversas críticas al modelo, en el sentido del impacto que pudieran tener las transferencias monetarias sobre las dinámicas laborales de los padres y de los hijos, la oferta de empleo real disponible y el cuestionamiento de la relación educación-empleo como medio de movilidad social de las familias pobres.

Los programas de TMC latinoamericanos iniciaron en Brasil en 1995 en tres ciudades (Campinas, Riberão Preto y Distrito Federal), y dos años después en México a nivel nacional con Progresa, implementándose paulatinamente en otros países del Cono Sur y de Centroamérica (CEPAL, 2016: 72). En 2013 habían llegado a operar en 19 países, sumando 125 millones de beneficiarios. En ese año Brasil destacó como puntero en cobertura con 57.7 millones, lo que representaba 29 por ciento de la población cubierta, seguido por México con 32.3 millones y 27 por ciento de cobertura (Barba, 2016: 31 y 32).

El entramado teórico basado en capital humano y capacidades figura como sustento de estos programas, si bien presentan variaciones en función del paradigma de bienestar ponderado por cada país, de sus objetivos particulares, de sus procesos históricos de implementación y de la extensión que les permitan sus respectivas rentas y externalidades (Barrientos 2012; Barba, 2016; CEPAL, 2016).

Dentro del espectro de coincidencias y diferencias entre los programas de TMC en América Latina, Barba (2016) identifica cuatro modelos: el denominado “de inversión en capital humano” en el que se inscribe Progresa-Oportunidades de México, Red Solidaria de El Salvador y el programa Bolsa Familia de Brasil, caracterizados por ese tipo de inversión y por una visión residual de la política social, que si bien pretende abarcar el mayor número de personas en condiciones de pobreza no llega al universalismo debido a que la calidad de los servicios es menor a los ofrecidos en el sistema de seguridad social. En el modelo “de construcción de ciudadanía” se encuentran Asignaciones Familiares no Contributivas de Uruguay, Asignaciones Universales por Hijo de Argentina y el programa brasileño Beneficio de Prestación Continua, que buscan garantizar los derechos sociales de las familias pobres, reducir sus condiciones de vulnerabilidad e invertir en el capital humano de los jóvenes. El modelo “de reducción de la vulnerabilidad” se muestra en Chile Solidario y en el programa Asignación Universales por Hijo de Argentina, enfocándose en grupos de población de sectores medios o medios bajos especialmente vulnerables en la medida que enfrentan situaciones de incertidumbre y empobrecimiento; parte también de una perspectiva residual y de inversión en capital humano. El cuarto y último modelo es el “de activación laboral” ejemplificado por los programas argentinos Jefes y Jefas de Hogar y Familias por la Inclusión Social, concentrándose en desempleo y subempleo, y promoviendo el capital humano como estrategia (Barba, 2016: 52-54).

En esa gama se perciben como resultados de los programas de TMC en América Latina un aumento en la asistencia escolar en Brasil, Colombia, Jamaica, Paraguay, República Dominicana y México, registrándose asimismo bajas en los porcentajes de reprobación y abandono escolar, a la vez de un incremento en la conclusión de la secundaria (CEPAL, 2016: 76). Los efectos en la nutrición y en la salud se perciben variados, confirmándose efectos positivos en los indicadores de nutrición de niños en edad preescolar en México, Colombia, Brasil y Ecuador (CEPAL, 2016: 77). En el conjunto de programas de TMC se advierte que su impacto es significativo en la población más pobre (Barba, 2016: 52).

En cuanto a las críticas, una de los cuestionamientos generales es el de poder definir “en qué medida los aspectos residuales y contractuales de la asistencia social menoscabaron los avances hacia formas universales de protección social” (Barrientos, 2012: 74). Al respecto, se advierte que los programas fluctúan entre formas residuales y enfoques universalistas, tanto en la teoría como en la práctica, ya que “las TMC tienden a respetar el funcionamiento del mercado y por ello actúan por el lado de la demanda, a través de transferencias monetarias para los más pobres” (Barba, 2016: 49). También se cuestionan algunas premisas de su diseño:

Su sobreestimación de las capacidades de atención de los sistemas de protección social regionales y de la calidad de los servicios de salud y educación disponibles para los beneficiarios, su renuencia a tomar en consideración en el diseño y evaluación de las TMC el contexto laboral que prevalece en América Latina, particularmente la insuficiente generación de oportunidades de empleo remunerado formal y la precariedad de los empleos disponibles (Barba, 2016: 29).

Asimismo, al tratarse de ingresos monetarios los efectos de los programas latinoamericanos pueden ser limitados, si bien eficaces para disminuir la brecha de pobreza, pero insuficientes para superarla (Villatoro, 2005: 89). Otro punto de debate es la condicionalidad misma, porque podría estarse contraponiendo de cierta manera al ideal del enfoque de derechos (CEPAL, 2016: 70), y se critica la tendencia a reproducir el familiarismo y la desigualdad de género en el ámbito del cuidado (Barba y Valencia, 2011: 204), entendiendo por familiarismo “el rol de las madres para garantizar la efectividad de las inversiones públicas” (Barba y Valencia, 2016: 11).

En ese escenario latinoamericano, el Progresa-Oportunidades-Prospera de México se distingue principalmente por dos características de distinta naturaleza: la atención explícita en la búsqueda por resarcir la desigualdad de género y la preocupación por sistematizar y transparentar sus mecanismos de evaluación. Respecto a la primera, más socio-cultural que económica, Paes-Sousa, Regalia y Stampini (2013) explican que los resultados del enfoque de género se muestran en el incremento de los años de escolarización de las niñas y en el potencial del programa para transformar el papel tradicional de las mujeres (p. 75), si bien quedan importantes problemáticas pendientes a superar en este aspecto, como la calidad heterogénea de los servicios de salud y el examen de la relación entre empoderamiento de las mujeres y violencia doméstica, ya que se ha observado que el empoderamiento en algunos casos protege de este tipo de violencia y en otros la incrementa (pp. 75 y 80). Asimismo, está presente lo que se mencionaba anteriormente como “familiarismo”: el papel de las mujeres como beneficiarias-instrumentales de los objetivos del programa, en la medida que “no tienen derecho a las transferencias en tanto sujetos del derecho a protección social (…) sino por ser madres de sus hijos”, obviando la responsabilidad paterna y reproduciendo con ello los estereotipos de roles de género (p. 80).

La segunda característica se pondera como uno de los grandes aciertos del programa de TMC mexicano en relación con otros programas de América Latina. Su sistema de evaluación a través de indicadores clave se ha actualizado constantemente en cuanto a recopilación de datos y acceso público a la información, permitiendo el desarrollo de estudios (Fiszbein, Schady et al., 2009: 6), contribuyendo a la credibilidad no sólo del programa sino de este tipo de políticas públicas (Paes-Sousa, Regalia y Stampini, 2013: 45), y derivando en que la apreciación del programa muestre en general, que “marca cambios significativos en la provisión de servicios sociales en México” (Villatoro, 2005: 96).

De Progresa a Oportunidades y a Prospera: 1997-2017

Como se recordará, durante el primer año del gobierno de Ernesto Zedillo (1995-2000) tuvo lugar, a raíz de la crisis económica que detonó a finales de 1994, un fuerte ajuste a las finanzas públicas que se tradujo en una disminución del gasto social en alrededor de 15 por ciento. Este recorte presupuestal tuvo entre sus primeras víctimas al Programa Nacional de Solidaridad o Pronasol, que había sido la iniciativa emblemática de la administración anterior. Si bien en los siguientes años hubo una recuperación del financiamiento para el desarrollo social, la mayor parte de estos recursos sirvieron para restituir los fondos que perdió el IMSS con la puesta en marcha de las reformas liberales al sistema de pensiones en 1997. Esta debilidad financiera obligó al nuevo gobierno a posponer la implementación de iniciativas propias que cubrieran el hueco dejado por el Pronasol. Por ello, fue hasta 1997 cuando se crea la Coordinación Nacional del Programa de Educación, Salud y Alimentación (Presidencia de la República, 1997), que sería el preámbulo para la puesta en marcha del Progresa hacia finales de ese mismo año. En esta etapa inicial la misión de este programa fue atender a la población rural en situación de pobreza extrema que había sido identificada mediante un sofisticado método de focalización,4 y teniendo como objetivo central apoyar a las familias con el fin de potenciar las capacidades de sus miembros y ampliar sus oportunidades para alcanzar mejores niveles de bienestar, para lo cual se propone emprender acciones en materia de educación, salud y alimentación (Sedesol, 1999).

En lo que respecta al componente educativo se contempló el otorgamiento de becas y apoyos para la adquisición de útiles para alentar la asistencia escolar de niños y niñas que estén cursando entre el tercer año de primaria y el tercero de secundaria. En lo que se refiere a la salud se incorporó la provisión de un paquete básico de servicios (que incluía 13 tipos) y la dotación de un suplemento nutricional a todas las mujeres embarazadas o en lactancia y a todos los niños menores de dos años para prevenir y atender la desnutrición, así como la impartición de talleres de capacitación en salud preventiva, nutrición e higiene. Por último, en lo relativo al componente alimentario se decidió otorgar un apoyo monetario para complementar los ingresos familiares y que, al igual que las becas escolares, sería entregado a las madres de familia como una forma de garantizar que el gasto de estos recursos se oriente hacia la compra de alimentos y que éstos lleguen a los miembros más vulnerables. De acuerdo con el planteamiento original, ninguna familia podía permanecer en el programa por más de tres años, aunque se contempló la opción de solicitar la reincorporación mediante un nuevo proceso de certificación.

Con esta estrategia se pretendía evitar o minimizar al máximo algunos errores del pasado, como lo fueron la dispersión de objetivos, las desviaciones en la selección de la población objetivo, la descoordinación intergubernamental y la cíclica discontinuidad a la que fueron sometidos los anteriores programas (como Coplamar o Pronasol), pero también se buscaba maximizar los beneficios (o efectos) siguiendo un esquema de complementariedades en función de los apoyos ofrecidos, y un conjunto de corresponsabilidades que debían cumplir las familias para mantenerse en el programa.5 También, a diferencia de las iniciativas anteriores que necesitaban de un complejo sistema de gestión interinstitucional para operar, en la instrumentación del Progresa se requería en mayor medida del trabajo coordinado de sólo tres dependencias federales: la Secretaría de Educación Pública en lo relacionado con el componente educativo, y la Secretaría de Salud y el IMSS-Solidaridad en lo que corresponde al componente de salud y nutrición. En tanto que las becas educativas y los apoyos monetarios para la alimentación serían otorgados directamente por la coordinación nacional del programa.

Durante los dos gobiernos siguientes se introdujeron transformaciones importantes a las reglas de operación del programa en tres direcciones principales: i) cambio de nombre y ampliación de su población objetivo al ámbito urbano; ii) inclusión de nuevos apoyos económicos para las familias beneficiarias, y iii) redefinición de su objetivo central. La primera de estas modificaciones sucedió en 2002, cuando se decidió renombrar al Progresa por Programa de Desarrollo Humano Oportunidades, lo cual implicó, entre otras cosas, la incorporación como beneficiarias potenciales a las familias urbanas en pobreza extrema, preferentemente aquellas residentes en ciudades medias que no forman parte de las zonas metropolitanas (Sedesol, 2002). Otros cambios relacionados con la delimitación de la población objetivo ocurrieron en 2007 y 2012: la primera fue para ajustar la metodología de identificación de beneficiarios a los nuevos criterios de medición multidimensional de Coneval (Sedesol, 2007), aunque fue hasta 2011 cuando comenzó a usarse como principal indicador discriminante la línea de bienestar mínimo, que de acuerdo con su definición equivale al valor de la canasta alimentaria por persona al mes (Sedesol, 2010); mediante la segunda modificación se incorpora el concepto de “cobertura total” para designar a localidades en las que todas las familias “son elegibles para incorporarse al Programa, independientemente de su ingreso mensual per cápita estimado” (Sedesol, 2012). Este criterio se aplicó para identificar a localidades menores a 50 habitantes, clasificadas como de alto o muy alto grado de rezago social o, en caso de no contar con información a ese nivel, se encuentren ubicadas en municipios con esas características (Sedesol, 2013).

Por su parte, la introducción de nuevas ayudas monetarias se fue dando de manera gradual entre 2001 y 2012, de acuerdo con la siguiente cronología:

  • 2001: se amplían las becas educativas hasta el nivel medio superior (Sedesol, 2001).

  • 2003: a fin de alentar la asistencia y continuidad escolar de la población juvenil, se agrega un cuarto componente denominado “Jóvenes con Oportunidades”, mediante el cual se propone dotar a los becarios de un estímulo económico al momento de finalizar la educación media superior; estos recursos (que en 2003 alcanzaban un máximo posible de tres mil pesos, alrededor de 300 dólares) podrían ser utilizados por los beneficiarios, complementariamente con apoyos de otros programas sociales, para continuar sus estudios en la educación superior, abrir un negocio, comprar una casa o mejorar la que ya tienen, afiliarse al Seguro Popular o al Seguro de Salud para la Familia del IMSS, o simplemente podrían mantenerlo como un ahorro. En este último caso el dinero les sería entregado hasta dos años después de haber concluido el bachillerato (Sedesol, 2003).

  • 2006: se añade un quinto componente, llamado “para Adultos Mayores”, con el cual se ofrece un apoyo monetario mensual a las y los adultos de 70 años y más integrantes de las familias beneficiarias (Sedesol, 2006).6

  • 2008: se agrega el Componente Energético, mediante el cual se comienza a otorgar un subsidio mensual para amortiguar los gastos realizados en el consumo de fuentes de energía (luz, gas, carbón, leña, combustible, velas, entre otros) (Sedesol, 2007).

  • 2009: se adiciona el “Apoyo Alimentario Vivir Mejor”, con el propósito explícito de compensar el efecto del alza internacional de los precios de los alimentos (Sedesol, 2008).

  • 2010: se añade el “Apoyo Infantil Vivir Mejor”, destinado a ofrecer a las familias con hijos de 0 a 9 años un apoyo económico por cada menor en este rango de edad (Sedesol, 2009).

  • 2012: por último, se instituye el otorgamiento de becas para niños y niñas de primero y segundo de primaria que residan en localidades menores a 2,500 habitantes, así como para jóvenes inscritos en los programas de formación laboral que ofrecen los Centros de Atención Múltiple (CAM) (Sedesol, 2011).

Como puede desprenderse, la mayor parte de estas ayudas fueron concebidas para completar el ciclo de apoyos para las familias beneficiarias con hijos menores de 22 años de edad y, en algunos casos, para paliar los efectos de la inestabilidad económica que se produjo con la crisis financiera internacional originada en 2007, la cual provocó importantes aumentos en los precios de los alimentos e hidrocarburos. Como puede apreciarse en la Tabla 1, con todos estos cambios una familia podía recibir en 2014, sin contar los recursos otorgados a los adultos mayores y las ayudas para útiles escolares, un monto máximo de 1,710 pesos mensuales si sólo tenía hijos en la educación básica y de 2,765 pesos si alguno de ellos estudiaba la educación media superior. Estas cantidades representan un aumento en términos reales de 25.1 y 102.3 por ciento, respectivamente, a las que se podían acceder 15 años atrás, es decir, en 1999.

Tabla 1: Componentes y apoyos instrumentados por Progresa-Oportunidades-Prospera, 1997-2017 

Componentes y apoyos Año de
inicio
Tipo de apoyo Monto de los apoyos monetarios
1999 2014 2017
Componente de Salud
Paquete básico de servicios de salud 1997 Servicios 13 servicios 27 intervenciones
Prevención y atención de la desnutrición 1997 Vigilancia nutricional X X X
Suplemento alimenticio 1997 Suplemento X X X
Capacitación para el autocuidado de la salud 1997 Talleres e información X X X
Adultos Mayores 2006 Monetario mensual 345.0 370.0
Componente Alimentario (1)
Apoyo Alimentario 1997 Monetario mensual 115.0 315.0 335.0
Apoyo Energético* 2008 Monetario mensual
Apoyo Alimentario Complementario 2009 Monetario mensual 130.0 140.0
Apoyo Infantil 2010 Monetario mensual 115.0 120.0
Apoyo Alimentario Sin Hambre 2016 Monetario mensual 88.0
Apoyo Especial de Transición 2016 Monetario mensual 475.0
Componente Educativo
Útiles escolares
- Primaria 1997 Monetario anual 135.00 330.0 350.0
- Secundaria 1997 Monetario anual 170.00 410.0 440.0
- Educación Media Superior (EMS) 2001 Monetario anual 415.0 440.0
- CAM Laboral 2012 Monetario anual 415.0 440.0
Becas educativas (2)
- Primero de primaria** 2012 Monetario mensual 165.0 175.0
- Segundo de primaria** 2012 Monetario mensual 165.0 175.0
- Tercero de primaria 1997 Monetario mensual 75.0 165.0 175.0
- Cuarto de primaria 1997 Monetario mensual 90.0 195.0 205.0
- Quinto de primaria 1997 Monetario mensual 115.0 250.0 265.0
- Sexto de primaria 1997 Monetario mensual 150.0 330.0 350.0
H M H M H M
- Primero de secundaria 1997 Monetario mensual 220.0 235.0 480.0 510.0 515.0 540.0
- Segundo de secundaria 1997 Monetario mensual 235.0 260.0 510.0 565.0 540.0 600.0
- Tercero de secundaria 1997 Monetario mensual 245.0 285.0 535.0 620.0 570.0 660.0
- Primero de educación media superior 2001 Monetario mensual 810.0 930.0 865.0 990.0
- Segundo de educación media superior 2001 Monetario mensual 870.0 995.0 925.0 1,055.0
- Tercero de educación media superior 2001 Monetario mensual 925.0 1,055.0 980.0 1,120.0
- CAM Laboral Primero*** 2012 Monetario mensual 810.0 930.0 865.0 990.0
- CAM Laboral Segundo*** 2012 Monetario mensual 870.0 995.0 925.0 1,055.0
- CAM Laboral Tercero*** 2012 Monetario mensual 925.0 1,055.0 980.0 1,120.0
- Jóvenes con Oportunidades 2003 Monetario al concluir la EMS 4,599.0 4,890.0
- Educación superior 2017 Monetario mensual 750.0
- Ayuda de transporte en educación sup. 2017 Monetario mensual 200.0
Monto familiar máximo mensual con becarios en educación básica (1 + 2)**** Nominal 695.00 1,710.0 1,825.0
A precios de 2010 1,177.6 1,473.4 1,438.3
Monto familiar máximo mensual con becarios en EMS (1 + 2)**** Nominal 695.00 2,765.0 2,945.0
A precios de 2010 1,177.6 2,382.4 2,321.0

Notas: * A partir de 2012 el apoyo energético se integra al alimentario. ** Sólo en localidades menores a 2,500 habitantes. *** Para alumnos inscritos en los programas de formación laboral que ofrecen los Centros de Atención Múltiple (CAM). **** Los montos máximos no incluyen el apoyo de adultos mayores ni los apoyos de educación superior. Los valores a precios de 2010 fueron deflactados con el INPC.

Fuentes: Sedesol, 1999 a 2016.

Lo anterior puso en evidencia que a pesar de haberse agregado diversos apoyos monetarios entre 2001 y 2012, tanto en el componente alimentario como en el educativo, el mayor aumento en este tipo de ayudas se dio mediante la inclusión de las becas a los estudiantes de bachillerato. Como puede apreciarse en la Tabla 1, los incrementos a los apoyos alimentarios y a las becas para primaria y secundaria redundaron en un incremento mínimo para las familias beneficiarias con hijos menores de 18 años inscritos en la educación básica. En lo que se refiere al Componente de Salud, en 2013 se sustituyeron los 13 servicios que se ofrecían desde la creación del programa por 27 intervenciones incluidas en el Catálogo Universal de Servicios de Salud (CAUSES) (Sedesol, 2013). Aunque estas nuevas intervenciones desagregaban algunas ya consideradas en los 13 servicios originales, de acuerdo con la Auditoría Superior de la Federación (ASF) ofrecían algunas mejoras en el acceso a acciones preventivas generales o a exámenes médicos completos. “No obstante, la selección de las 27 intervenciones que se consideraron para atender a la población beneficiaria de PROSPERA (de las 285 que integraban el CAUSES) no se sustentaron en un diagnóstico para definir que fueran las adecuadas para dicha población” (Auditoría Superior de la Federación, 2016: 288).

Otra transformación importante en su etapa como Oportunidades sucedió en 2009, cuando se modificó el objetivo general del programa, que pasa de “apoyar a las familias que viven en condición de pobreza extrema, con el fin de incrementar las capacidades de sus miembros y ampliar sus alternativas para alcanzar mejores niveles de bienestar, a través del mejoramiento de opciones en educación, salud y alimentación”, a “contribuir a la ruptura del ciclo intergeneracional de la pobreza extrema favoreciendo el desarrollo de las capacidades de educación, salud y nutrición de las familias beneficiarias”. Esta reformulación supuso la transición hacia un enfoque en el que los adultos de las familias dejan de importar como sujetos de cambio, centrando las mayores expectativas en la superación de la pobreza en sus miembros más jóvenes. Como veremos en el apartado siguiente, este cambio pudo deberse al aumento en el número de pobres registrado a raíz de la crisis económica iniciada en 2007, que ponía en entredicho la eficacia del programa para resolver los problemas de la pobreza en el corto plazo.

La acentuación de la tendencia al incremento en el volumen y la proporción de personas en pobreza que se observó entre 2006 y 2014, también pudo haber influido en la reestructuración del programa que tuvo lugar en 2015. Explícitamente se menciona en las consideraciones del decreto creación de la Coordinación Nacional de Prospera:

que no obstante los resultados positivos…, la experiencia ha probado que la sola ampliación de capacidades básicas en los individuos y familias en pobreza no es suficiente para reducir su condición de vulnerabilidad…, (y) que, para tener una mayor incidencia en la reducción de la pobreza, el Programa debe brindar opciones que fomenten la productividad de las familias para que sean capaces de generar ingresos por su propia cuenta y disminuyan su dependencia de las transferencias monetarias, además de facilitar la ampliación de sus trayectorias educativas y su ingreso al mercado laboral formal con el objeto de fomentar su independencia económica (Presidencia de la República, 2014).

Derivado de lo anterior, a partir de 2015 el programa amplía su estrategia de intervención “al ámbito del fomento a la inclusión productiva y laboral, así como la generación de ingreso, la inclusión financiera y el acceso efectivo a los derechos sociales”, con lo cual se asume como propósito general del programa el “contribuir a fortalecer el cumplimiento efectivo de los derechos sociales que potencien las capacidades de las personas en situación de pobreza a través de acciones que amplían el desarrollo de sus capacidades en alimentación, salud y educación y el acceso a otras dimensiones de bienestar para coadyuvar a la ruptura del ciclo intergeneracional de la pobreza” (Sedesol, 2014). Vale la pena precisar que en la ROP para el ejercicio fiscal de 2016 (Sedesol, 2015) se eliminó del objetivo general del programa su contribución a la ruptura del ciclo de la pobreza, ya que pudieron haber considerado que este fin no era compatible con el enfoque de derechos que se introdujo un año antes.

Las nuevas modalidades de intervención se organizaron en cuatro líneas de acción denominadas de inclusión productiva, laboral, financiera y social, que en conjunto integran el nuevo Componente de Vinculación. En cada caso se establecieron compromisos específicos pero, como lo señala la Auditoría Superior de la Federación, no se determinó un presupuesto para estos propósitos (Auditoría Superior de la Federación, 2016: 174) e invariablemente la responsabilidad del programa se circunscribió a fomentar el acceso de los integrantes de los hogares beneficiarios a otros programas o servicios ya existentes, tanto de instituciones públicas, privadas y de la sociedad civil como de organismos nacionales e internacionales, como son los de fomento productivo y generación de ingreso; de capacitación y empleo; de educación financiera, ahorro, seguro de vida y créditos; o que faciliten el acceso a los derechos sociales de las personas.

Con relación a los tres componentes con los que ya contaba el programa sólo se introdujeron diversas adiciones en 2016 y dos más en 2017 a los apoyos monetarios que se venían otorgando hasta 2015. En 2016 se agregan dos nuevos esquemas de apoyos denominados Sin Corresponsabilidad y Sin Corresponsabilidad-Sin Hambre, destinados a familias que residen en localidades en las que no se cuenta con infraestructura educativa y de salud, y que por lo tanto no pueden cumplir con el esquema de corresponsabilidades establecido. En el primer caso las familias sólo podrán recibir los apoyos Alimentario, Alimentario Complementario e Infantil vigentes, es decir, un máximo de 595 pesos mensuales; en el segundo se agrega a estos apoyos el Alimentario Sin Hambre, que otorga un monto mensual de 88 pesos adicionales para que las familias puedan adquirir productos alimenticios de las tiendas DICONSA o leche LICONSA. Por último, en 2017 se incluyeron apoyos mensuales a estudiantes de educación superior miembros de familias beneficiarios del programa: una beca por 750 pesos y ayuda de transporte por 200 pesos (por 10 meses durante cada año).

Como puede desprenderse, en su versión Prospera el programa adquiere como compromisos adicionales otorgar apoyos a estudiantes de educación superior y, muy especialmente pero sin un presupuesto que lo soporte, promover el acceso de sus beneficiarios a programas y servicios complementarios, que les ofrezcan la posibilidad de desarrollar proyectos productivos, capacitarse y/o encontrar un empleo, incorporarse al uso de servicios financieros o, de manera muy genérica, que les permitan acceder a sus derechos sociales. Desde el punto de vista de los montos máximos de los apoyos monetarios a las familias con beneficiarios en educación básica o en la media superior, la inclusión de los nuevos apoyos no modifica en nada el esquema anterior y aunque aumentaron los montos en 2015 en alrededor de 4.4 por ciento en términos reales, al no incrementarse en los dos años siguientes la depreciación acumulada en 2017 es de -2.5 por ciento en promedio respecto de lo que podían recibir en 2014.

Alcances y resultados del Progresa-Oportunidades-Prospera

Como puede apreciarse en la Tabla 2, la cobertura del programa mostró desde su creación en 1997 un crecimiento vertiginoso, que se extendió hasta el 2004 cuando alcanzó la cota de los cinco millones de familias. A partir de 2005 la cifra de atención tiende a estabilizarse hasta el 2010, cuando nuevamente observa un incremento significativo con la incorporación de alrededor de 600 mil familias más de las que había en 2009. A partir de ese año la inclusión de nuevos beneficiarios registra una tasa de crecimiento muy baja hasta el 2016, cuando la cobertura crece casi diez por ciento respecto a 2015 debido a que se fusionan los beneficiarios (y presupuestos) que venían siendo apoyados hasta entonces por el Programa de Apoyo Alimentario (PAL). Desde el punto de vista urbano, la serie de la cobertura muestra que fue precisamente en 2002, año en el que se transforma en Oportunidades, cuando comienza a despegar su importancia, llegando con la inclusión del PAL en 2016 a alrededor de 27 por ciento respecto del total de familias beneficiarias.

Tabla 2 Cobertura y presupuestos ejercidos de Progresa-Oportunidades-Prospera, 1997-2017 

Año Familias atendidas
(miles)
Tasas de
crecimiento de
la atención
total
Porcentaje de
familias
urbanas
Presupuesto ejercido
(millones de pesos)
Porcentaje
del gasto
federal
programable
Monto mensual
otorgado por familia
Totales Urbanas Nominal Constante (2010=100) Nominal Constante (2010=100)
1997 300.7       465.8 1051.5 0.09
1998 1595.6   430.6   3398.6 6468.2 0.57
1999 2306.3   44.5   6890.1 11675.0 0.97
2000 2476.4 5.0 7.4 0.2 9586.9 14908.9 1.12 259.0 402.8
2001 3237.7 113.8 30.7 3.5 12393.0 18459.8 1.32 300.9 448.2
2002 4240.0 533.1 31.0 12.6 17003.8 23961.9 1.58 336.0 473.5
2003 4240.0 482.0 0.0 11.4 22331.1 30265.6 1.80 365.7 495.6
2004 5000.0 677.3 17.9 13.5 25651.7 33050.5 1.93 388.5 500.6
2005 5000.0 697.8 0.0 14.0 29964.2 37361.7 2.03 417.7 520.8
2006 5000.0 684.0 0.0 13.7 33525.7 40174.0 2.01 480.4 575.6
2007 5000.0 710.4 0.0 14.2 36769.2 42464.5 1.92 529.1 611.0
2008 5049.2 759.5 1.0 15.0 41706.5 45214.9 1.87 614.6 666.3
2009 5209.4 859.7 3.2 16.5 46698.9 48880.5 1.90 696.0 728.5
2010 5819.0 1250.4 11.7 21.5 57348.9 57497.2 2.17 726.7 728.6
2011 5827.3 1204.5 0.1 20.7 59119.2 57091.9 2.05 777.3 750.6
2012 5845.1 1207.8 0.3 20.7 66566.7 62069.2 2.13 830.2 774.1
2013 5922.2 1327.9 1.3 22.4 64415.9 57768.0 1.93 864.8 775.6
2014 6129.1 1407.8 3.5 23.0 68547.1 59062.3 1.90 886.8 764.1
2015 6168.9 1179.3 0.6 19.1 72417.0 61094.9 1.88 898.2 757.7
2016* 6757.3 1816.9 9.5 26.9 82780.9 67568.0 1.98 905.8 739.3
2017 6422.6 1727.0 -5.0 26.9 79569.9 62709.8 2.24 896.9 706.9

Notas: * En 2016 Prospera fusionó al Programa de Apoyo Alimentario, por lo que a partir de este año opera bajo dos modalidades de apoyos: con corresponsabilidad (que es consistente con la información reportada de 2000 a 2015), y la vertiente sin corresponsabilidad que comprende a las familias apoyadas por el Programa de Apoyo Alimentario hasta 2015. A partir de este año el número de familias beneficiarias y los datos del presupuesto consideran ambas modalidades.

Fuentes: elaboración propia con información de: 1997 a 1999: Zedillo, 2000: 289; y de 2000 a 2017: Peña, 2017: 129.

Comparativamente con los programas que lo antecedieron, Progresa-Oportunidades-Prospera es sin duda la iniciativa de mayor alcance en términos de cobertura social. En la actualidad atiende a más de 6.4 millones de familias, en cuyos hogares residen alrededor de 26.6 millones de personas. Estas cifras equivalen a una cobertura que rebasó en 2016 en más de 24 por ciento a las personas que viven con un ingreso inferior a la línea de bienestar mínimo (que son la población objetivo del programa) y representan casi 50 por ciento de todas las personas en pobreza de acuerdo con las últimas estimaciones de Coneval (2017). Las cifras anteriores, sobre todo las primeras, denotan que el programa ha incurrido en graves errores de focalización, al incluir a familias que están por encima del umbral de pobreza establecido. De acuerdo con algunas estimaciones, en 2014, 59 por ciento de los hogares en pobreza extrema no eran beneficiarios del programa y de los que sí lo eran 52 por ciento no eran pobres extremos, de los cuales casi 39 por ciento (es decir, 20 por ciento de todos los hogares beneficiarios) ni siquiera era pobre (Damián, 2017).

Otro elemento a destacar es que el notable aumento en la cobertura del programa no ha requerido de mayores recursos a los asignados en el pasado a otras iniciativas de lucha contra la pobreza, aun considerando que su presupuesto ha crecido desde el año 2000 de manera significativa, tanto en volúmenes de gasto como en el promedio ejercido por cada familia atendida. Por ejemplo, el otrora emblemático Programa Nacional de Solidaridad o Pronasol, en su momento de mayor alcance (1993) recibió recursos que representaban 2.6 por ciento del gasto federal programable (Ordóñez, 2017: 105); en el caso de Prospera esta proporción en ningún momento ha sido superior a 2.3 por ciento (véase Tabla 2).

Por otra parte, los estudios de evaluación generales y específicos que se han difundido proporcionan información para dimensionar la eficacia de este programa en cuanto a su contribución a la mejora de las capacidades de los beneficiarios en educación, salud y alimentación, a la ruptura del ciclo intergeneracional de la pobreza y, en última instancia, para sacar “de manera permanente” a la población de su pobreza extrema o, como más recientemente se ha establecido, para “fortalecer el cumplimiento efectivo de los derechos sociales” (Sedesol, 2016).

Entre sus principales logros se menciona una serie de mejoras en la inscripción, permanencia y desempeño escolar de los niños, niñas y jóvenes beneficiarios. En primer término, destaca el aumento entre 2005 y 2015 de beneficiarios inscritos, dentro de sus edades normativas, de casi 17 por ciento en primaria y de alrededor de 20 por ciento en educación media superior (EMS), aunque en el caso de la secundaria el incremento fue de apenas 0.9 por ciento (Auditoría Superior de la Federación, 2016: 326). En cuanto a la permanencia, medida en términos de asistencia regular a las escuelas, se reporta un cumplimiento de prácticamente 100 por ciento en 2015, tanto en educación básica como en la media superior (Auditoría Superior de la Federación, 2016: 327). También en el tránsito de un nivel educativo a otro se registran avances importantes: en el caso del paso de la primaria a la secundaria el porcentaje de beneficiarios que lo realizó aumentó de 83.9 a 91.1 por ciento y en el de la secundaria a la EMS de 56.2 a 75.4 por ciento, en ambos casos de 2007 al 2015 (Auditoría Superior de la Federación, 2016: 328). En lo que se refiere al desempeño escolar, si bien las comparaciones de los resultados de las pruebas ENLACE con los estudiantes no beneficiarios resultan desfavorables en todos los niveles para los beneficiarios del programa (Auditoría Superior de la Federación, 2016: 330-340), se ha observado desde otros ángulos que los niños y niñas beneficiarios de las áreas rurales han logrado un mejor desarrollo motor, la disminución en la edad de ingreso a la escuela, un mejor pronóstico para completar su educación básica y un incremento considerable en la aprobación de grados escolares. En el ámbito urbano destaca un incremento en las horas de estudio y una disminución en la probabilidad de trabajar de los jóvenes (Sámano, 2010: 101-103).

Desde el punto de vista de la salud sobresale que un porcentaje muy alto de las familias beneficiarias ha permanecido bajo control médico, lo que en principio permitiría fortalecer la prevención, el control y el tratamiento de las enfermedades. De acuerdo con la ASF, en 2015 el número de familias en control médico fue de 5.75 millones, lo que en términos relativos representa una proporción superior a 93 por ciento del total de familias atendidas por el programa (Auditoría Superior de la Federación, 2016: 286). Por otra parte, se han detectado mejoras importantes entre sus beneficiarios respecto de otras poblaciones atendidas por los sistemas estatales de salud, así como una efectividad mayor considerando los costos de la atención. Los indicadores que mejores resultados reportan en ambos sentidos son la mortalidad materna e infantil, tanto de menores de 5 años como de un año, así como en la detección de pacientes con diabetes mellitus (PwC, 2013). El programa también tiene efectos positivos en la calidad de la atención prenatal recibida y en un mayor número de visitas al médico o a la enfermera para recibir atención prenatal (Barber y Gertler, 2009; Sosa, Walker, Serván y Bautista, 2011).

Por último, también se han encontrado mejoras en el estado nutricional de los beneficiarios, medido por la disminución en el porcentaje de niños y niñas con desnutrición, que bajó de 25 a 8.2 por ciento entre 2000 y 2015 (Auditoría Superior de la Federación, 2016: 264), así como por la reducción en la prevalencia de talla baja (en menores de edad) y de anemia (en menores y mujeres), aunque el problema de la obesidad persiste e incluso ha tendido a agravarse (Neufeld, et al, 2012). Desde un punto de vista más amplio, el acceso a una alimentación adecuada en las familias beneficiarias parece no estar lo suficientemente atendido por el programa: como se aprecia en la Tabla 2, si bien el monto mensual promedio de los apoyos que se otorga por familia mejoró en términos reales entre 2000 y 2015, el monto nominal alcanzado en 2017 (896.9 pesos) apenas representó en diciembre de ese año 84 por ciento del valor de la canasta alimentaria requerida por una persona en el medio rural (1,066.7 pesos) y 60 por ciento en el urbano (1,491.65 pesos) (Coneval, 2018).

En lo que se refiere a la inclusión laboral, un estudio revela que el incremento en los niveles de educación y salud entre los jóvenes beneficiarios de las áreas rurales, comparativamente con la situación de jóvenes no beneficiarios o de sus propios padres, no tiene efectos importantes en el acceso a empleos de mayor calidad y mejor remunerados (Rodríguez y Freije, 2008). De acuerdo con la CEPAL (2016: 80), “evaluaciones de las trayectorias laborales de los destinatarios del primer programa de transferencias condicionadas de alcance nacional aplicado en América Latina y el Caribe -Oportunidades (antes denominado Progresa) de México- muestran que el programa ha tenido un impacto limitado y poco significativo en la movilidad ocupacional intergeneracional desde su implementación. El principal resultado fue aumentar el nivel educativo de los destinatarios, pero la falta de oportunidades productivas y laborales, en especial en áreas rurales, no ha permitido mejorar significativamente su condición social”.

Aunque en 2015 el programa elevó como uno de sus objetivos principales la inclusión laboral y productiva, el hecho de que no se hayan asignado recursos a estos propósitos hace poco probable que se vaya a modificar el escenario descrito en los anteriores estudios. De acuerdo con la ASF en ese año se vinculó con programas de capacitación y empleo apenas a 0.03 por ciento de sus beneficiarios en edad de trabajar y a 0.2 por ciento de familias beneficiarias con programa productivos de Sedesol, Secretaría de Economía, Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación, Secretaría del Trabajo y Previsión Social y de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (Auditoría Superior de la Federación, 2016: 353 y 355).

Por otra parte, no debemos perder de vista que esta clase de programas apunta al doble objetivo de reducir la pobreza actual y disminuir la pobreza en el largo plazo. El supuesto básico, y de ahí la importancia de su componente educativo, es que las transferencias monetarias disminuyen el costo de oportunidad de la escolarización, lo que se traduce en una mayor asistencia a la escuela de los menores a cargo del jefe del hogar y por esta vía incrementa el capital humano de las familias beneficiarias (Paz, 2010). En el corto plazo, los cálculos de Damián (2017) indican que las transferencias del programa a sus beneficiarios tienen un impacto en la reducción de la pobreza de apenas uno por ciento y de 2.4 por ciento en la pobreza extrema.

Romper el ciclo de pobreza mediante la acumulación de capital humano, es, evidentemente, un objetivo de largo plazo. ¿Qué tan largo? Campos-Vázquez et al. (2013) analizaron la evolución del bienestar de las familias beneficiadas para valorar el efecto del programa en la reducción de la pobreza y estimar el tiempo que debería mantener los apoyos a cada familia para sacarlas de la pobreza. Utilizando datos confidenciales proporcionados por el mismo programa, los autores encontraron que sus mejores resultados se registran en las familias más pobres, que mejoran más que las familias menos pobres. No obstante, para los objetivos a largo plazo, el programa requiere atender a las familias beneficiarias un tiempo muy superior al máximo de tres años que establecían sus primeras reglas, en tiempos de Progresa. En promedio, salir de la pobreza con ayuda del programa les tomaría a los más pobres, los ubicados al fondo de la escala social, en el percentil 10, un promedio de 25 años a las familias rurales, y 19 años a las urbanas. (Campos-Vázquez et al, 2013: 82). Este sería el tiempo promedio que tomaría a los hogares clasificados como pobres lograr que sus hijos no lo sean el día de mañana.

Habría que agregar que estas expectativas pueden verse aún más empañadas si consideramos los efectos de un entorno económico negativo como el que se ha vivido en los últimos años en el país. Las cifras del comportamiento de la pobreza a raíz de la crisis de 2007, ponen en duda la eficacia del Programa como vía para escapar de la pobreza de manera permanente. Entre 2006 y 2014 el número de pobres extremos o alimentarios, que es la población objetivo del programa, creció en casi 9.5 millones de personas, con lo cual se alcanzaron en 2014 proporciones de pobreza cercanas a las que existían 12 años atrás (véase Figura 1 y Tabla 3).

Fuentes: elaboración propia a partir de: 1950 a 1989: Székely, 2005; de 1992 a 2012: Coneval, 2013; y para 2014: Coneval, 2017.

Figura 1 Porcentajes de la población en condición de pobreza y pobreza extrema por ingresos, 1950-2014 

Tabla 3 Porcentajes y volúmenes de la población en condición de pobreza y pobreza extrema por ingresos, 1950-2014 

Año Pobreza Pobreza extrema
Porcentaje Personas Porcentaje Personas
1950 88.4 23,902,145 61.8 16,709,870
1956 83.5 26,840,834 64.3 20,669,049
1958 81.3 27,873,633 61.0 20,913,796
1963 75.2 30,449,341 45.6 18,463,962
1968 69.4 33,095,980 24.3 11,588,362
1977 63.8 39,962,886 25.0 15,659,438
1984 53.0 39,755,673 22.5 16,877,408
1989 53.5 44,765,279 22.7 18,993,866
1992 53.1 46,138,837 21.4 18,579,252
1994 52.4 47,018,805 21.2 19,008,088
1996 69.0 63,967,416 37.4 34,654,309
1998 63.7 60,671,333 33.3 31,682,407
2000 53.6 52,700,549 24.1 23,722,151
2002 50.0 50,406,024 20.0 20,139,753
2004 47.2 48,625,044 17.4 17,914,516
2005 47.0 48,895,535 18.2 18,954,241
2006 42.7 46,549,346 14.0 15,147,499
2008 47.7 53,381,457 18.6 20,789,646
2010 51.3 58,519,936 18.8 21,535,243
2012 52.3 61,350,435 19.7 23,088,910
2014* 53.2 63,817,333 20.6 24,636,773

Notas: * Las cifras de 2014 no son del todo comparables con la serie anterior, ya que se basan en las líneas de bienestar y bienestar mínimo definidas como parte de la medición multidimensional de la pobreza, y los datos anteriores se calcularon con base en las líneas de pobreza patrimonial y alimentaria que usó Coneval como medición oficial hasta 2008. Aunque la fuente de los datos de 2014 también contiene las cifras de pobreza de 2016, se decidió no incluirlas en este trabajo debido a los cambios en la metodología de recogida de información de la ENIGH 2016, que alteraron sustancialmente los registros de los ingresos de los hogares, lo que hace inviable su comparación con los datos anteriores, incluidos los de 2014.

Fuentes: elaboración propia con información de: 1950 a 1989: Székely, 2005; de 1992 a 2012: Coneval, 2013; y para 2014: Coneval, 2017.

Limitaciones y pertinencia del Progresa-Oportunidades-Prospera en la perspectiva histórica del combate a la pobreza en México

En las últimas tres décadas se han suscitado cambios importantes en el manejo de los programas gubernamentales orientados a combatir la pobreza en nuestro país. A partir de los años ochenta, en aras del buen gobierno, responsable en términos fiscales, se ha instrumentado una serie de medidas tendentes a reducir y mejorar los rendimientos sociales de los recursos invertidos. En lo que se refiere a la reducción se observa una caída importante de los presupuestos y una sensible disminución de los servicios ofrecidos por el Estado. En lo que respecta a la mejoría no hay evidencia que se hayan logrado efectos importantes en la reducción de la pobreza global.

Analizando la evolución de la pobreza en México en los últimos sesenta años (véase Figura 1), es posible concluir que los programas instrumentados en la década de los setenta, aún con todos los problemas de funcionamiento que experimentaron, contribuyeron en alguna medida a mantener o incluso acentuar la tendencia decreciente que se venía observando desde 1950; a partir de la década de los ochenta si bien hubo discontinuidad en la estrategia federal en dos etapas (1983-1988 y 1994-1996), la implementación de las nuevas iniciativas enmarcadas dentro de la política de liberalización no han demostrado contar con la capacidad suficiente para reducir los niveles de pobreza de manera sostenida, e incluso la evidencia muestra que han resultado ineficaces para evitar que los efectos de las crisis recaigan sobre poblaciones económicamente menos favorecidas.

Además de mostrar la persistencia de la pobreza en nuestro país, las mediciones históricas también revelan la vulnerabilidad de la población de menores recursos ante los efectos negativos de la inestabilidad económica (véase Tabla 3). Como consecuencia de las dos crisis que tuvieron lugar en los últimos 20 años se presentó un repunte de enorme magnitud en el volumen de personas pobres: entre 1994 y 1996 su número se elevó en casi 17 millones, y entre 2006 y 2014 en 17.3 millones, con lo cual la cantidad de pobres alcanzó una cifra superior a los 63.8 millones en 2014. En la actualidad, 53.2 por ciento de la población padece algún grado de pobreza por ingresos, lo cual representa una proporción similar a la que existía 30 años atrás (53 por ciento en 1984).

Desde otros ángulos, la distribución social y territorial de la pobreza muestra un patrón que tiende a reforzar las condiciones de desigualdad prevalecientes entre regiones y entre grupos sociales. En la escala territorial se siguen observando profundas brechas entre las entidades más urbanizadas e industrializadas del país y las que cuentan con una población mayoritariamente rural y dedicada a las actividades primarias. Entre este último subconjunto destacan los estados de Oaxaca, Guerrero y Chiapas por ser los más pobres y con la mayor proporción de habitantes rurales e indígenas. En el caso de los indígenas la intensidad con la que se presenta la pobreza no se limita a estos lugares, ya que el fenómeno aqueja a todas estas comunidades distribuidas en el territorio nacional. Entre este subconjunto poblacional la pobreza alcanza una proporción cercana a 72 por ciento (Coneval, 2017).

Ante estos resultados se podría argumentar que, sin los programas y los recursos destinados a la superación de la pobreza, las desigualdades y los efectos sociales de las crisis hubieran sido mucho más devastadores. De hecho, tras la desaparición del Pronasol en 1994 y durante el impasse de desatención que se presentó hasta la creación de Progresa en 1997, el crecimiento en el número y la proporción de pobres en el país fue espectacular. Más recientemente, en un informe de Coneval (2009: 21) se asegura que a raíz del repunte en el número de pobres entre 2006 y 2008, “sin la existencia de programas gubernamentales que apoyan a la protección social, la pobreza alimentaria sería mayor” en alrededor de 2.6 millones de personas. No obstante esta evidencia, al menos es posible establecer que los programas sociales aplicados en los últimos 30 años, entre los que destaca el Progresa-Oportunidades-Prospera, exhiben incapacidad para generar condiciones que permitan a las personas salir de manera permanente de una situación de pobreza.

Desde nuestro punto de vista, el problema central de la lucha contra la pobreza ha sido su tendencia a desvincular la problemática social de una estrategia general de desarrollo. Sabemos que este tema resulta un asunto complicado y que requiere de una investigación profunda en lo que se refiere a la identificación de mecanismos concretos que posibiliten a los individuos, familias y comunidades incorporarse de manera plena a todos los beneficios del desarrollo. Sin embargo, recurriendo a la experiencia de los países que cuentan con sistemas de bienestar avanzados es posible desprender algunas ideas generales. La historia de países como Inglaterra, Alemania y Francia demuestra que los sustanciales incrementos de la intervención pública en todos los aspectos del bienestar (empleo, ingresos y servicios sociales) han producido una mejoría significativa en las condiciones de vida de sus respectivos conjuntos sociales. En estas naciones los programas focalizados tienen la misión de integrar a los colectivos que, por cuestiones físicas, culturales o económicas, permanecen marginados del desarrollo (Brown, 1984). Es decir, actúan como un canal alternativo de acceso a un amplio sistema de bienestar que por derecho universal les pertenece a todos.

Atendiendo a estos elementos y tomando en cuenta la complejidad y amplitud con las que se manifiesta el problema de la pobreza en nuestro país, cualquier propuesta de solución tendría que apoyarse en todos y cada una de las políticas, las instituciones y los recursos (legales, financieros, humanos y técnicos) al alcance del Estado, sobre todo en aquellos espacios de actuación que pueden contribuir a modificar las estructuras que engendran o reproducen desigualdades y/o marginación. Esquemáticamente ello implicaría reorientar el rumbo de las políticas económica y social hacia un proceso de convergencia que incluya a la sociedad en su conjunto y permita, por un lado, crear las condiciones para el crecimiento, la creación de empleos, la igualdad de oportunidades y la retribución justa al esfuerzo individual y, por el otro, proporcione los medios para el desarrollo social de las capacidades (educación, salud y alimentación), para el desenvolvimiento de la vida en un entorno digno y saludable (vivienda, infraestructura urbana, etc.) y para enfrentar los riesgos y la vejez (seguridad social). Sin estas orientaciones generales la lucha contra la pobreza continuará siendo un instrumento de corto plazo confinado sólo a moderar situaciones de extrema necesidad.

No obstante, debemos reconocer que aún en el caso de emprender una ruta tendiente a robustecer el sistema de bienestar, las dimensiones de la problemática social obligan al Estado a mantener compromisos de corto, mediano y largo plazos para la atención de la población cuyos niveles de vida estén por debajo de lo mínimo aceptable. La cuestión en este momento es encontrar los vínculos y ampliar las articulaciones de los programas focalizados con todas las facetas del bienestar que, por mandato de la Constitución, debe proveer el Estado de manera universal: educación primaria y secundaria, salud preventiva y curativa, vivienda y seguridad social.

En el caso particular del actual Prospera aún está por verse si habrá de cumplir con sus objetivos centrales, que explícitamente establecen el acceso efectivo a los derechos sociales, la inclusión productiva y laboral, así como la generación de ingresos y la inclusión financiera. Aparentemente con ello se plantea una convergencia hacia un modelo de intervención que posibilite mejorar el bienestar económico y social de su enorme población beneficiaria; sin embargo, los resultados alcanzados en los últimos años, así como el negativo entorno por el que atraviesa la economía nacional, permiten suponer que enfrentará grandes dificultades aún para contener las tendencias al alza en el comportamiento de la pobreza en el país.

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1 En los casos de fuentes en inglés, la traducción es de los autores.

2 Para ahondar en el análisis de los regímenes de bienestar en América Latina se puede consultar a: Barba, 2009 y Barba, 2007.

3 Discusión que puede encontrarse desde los estudios de familia. Tómese el ejemplo de Arriagada, 2007.

4 Es “un procedimiento que tiene tres etapas: i) Acota su población objetivo a los habitantes del medio rural. ii) Dentro de este medio lo vuelve a acotar a localidades de muy alta y alta marginación que cuenten con equipamiento escolar y de atención a la salud dentro de un radio máximo de cinco kilómetros. iii) Por último, selecciona en estas localidades los hogares en pobreza extrema mediante tres pasos: una identificación inicial (mediante el levantamiento de información socioeconómica de los hogares a modo de censo) sobre la base de una línea de pobreza extrema, la cual se corrige a través de la técnica estadística de análisis discriminante y que, por último, puede ser, en principio, ajustada por la asamblea de beneficiarios del Progresa” (Boltvinik y Cortés, 2000: 31).

5 Particularmente se pedía a las familias: i) inscribir a los menores de 18 años que no hayan concluido la educación básica en las escuelas de educación primaria o secundaria, y apoyarlos para que asistan en forma regular a clases y mejoren su aprovechamiento; ii) registrarse en la unidad de salud que les corresponda y cumplir con las citas periódicas que les indique el personal de salud para seguir las acciones del Paquete Básico de Servicios de Salud; iii) asistir a las pláticas mensuales de educación para la salud, convocadas por la unidad de salud; y iv) destinar los apoyos monetarios para el mejoramiento del bienestar familiar, en especial la alimentación y aprovechamiento escolar de los hijos e hijas. El incumplimiento de alguna de las tres primeras corresponsabilidades podía causar baja temporal o permanente de la familia en el programa; la última se consideraba únicamente como un objetivo deseable.

6En este mismo año se establece, mediante un decreto específico, la creación de un fondo pensionario llamado “Mecanismo de Ahorro para el Retiro Oportunidades” (MAROP), cuyo fin era complementar el ahorro individual de los miembros de las familias beneficiarias con edades de entre 30 y 69 años, y con el propósito de contar con recursos a partir de los 70 años para adquirir una pensión vitalicia que contribuyera a mejorar su nivel de vida (Sedesol, 2006). Sin haber entrado en funcionamiento, el MAROP fue abrogado dos años después argumentando que su puesta en marcha reducía el ingreso que se podía ofrecer a las familias en el presente, a costa de obtener un ingreso en el futuro, y que en todo caso este tipo de ayudas debía operar con los medios ya existentes, es decir, con el componente para Adultos Mayores de Oportunidades y, de manera paralela, a través del Programa de Atención a Adultos Mayores de 70 años o más en Zonas Rurales (Sedesol, 2008).

Recibido: 12 de Abril de 2018; Aprobado: 18 de Febrero de 2019

Gerardo Ordóñez Barba Doctor en Ciencia Política por la Universidad Complutense de Madrid, obteniendo en 2002 el grado con Sobresaliente Cum Laude. Desde 1990 es investigador en el Departamento de Estudios de Administración Pública de El Colegio de la Frontera Norte. En 2002 obtuvo la distinción Dr. José Gómez de León por haber logrado el primer lugar en la categoría de tesis doctorales en el concurso sobre el Programa de Educación, Salud y Alimentación, organizado por la UNAM. Debido a este logro su tesis dio lugar al libro: La política social y el combate a la pobreza en México (UNAM, 2002). Sus investigaciones se ubican en dos líneas principales: Análisis y evaluación de políticas y programas sociales, y el estudio de la transformación de los gobiernos locales en el norte de México. En 2003 ingresó al Sistema Nacional de Investigadores, actualmente en el nivel III, y a partir de 2013 es miembro de la Academia Mexicana de Ciencias. Fue fundador de la Red Mexicana de Investigación en Política Social y actualmente coordina el Grupo de Trabajo sobre Pobreza y Políticas Sociales de Clacso. Dirección electrónica: ordonez@colef.mx

Aída Silva Hernández Doctora en Ciencias Sociales con especialidad en estudios regionales por El Colegio de la Frontera Norte. Candidata a Investigadora Nacional por el SNI. Su línea principal de investigación es la migración no acompañada de niñas, niños y adolescentes mexicanos y centroamericanos hacia Estados Unidos, abordando temas como estrategias de movilidad, legislación migratoria mexicana, configuraciones familiares y contextualización del flujo de la infancia migrante en México, incluyendo en sus trabajos una serie de recomendaciones para el diseño de políticas. Actualmente es profesora en la Facultad de Medicina y Psicología de la Universidad Autónoma de Baja California. ORCID: http://orcid.org/0000-0002-7979-7192 Dirección electrónica: aida.silva@uabc.edu.mx

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