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Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.18 no.72 Toluca abr./jun. 2012

 

Desigualdades de género en el inicio de la vida laboral estable

 

Gender inequalities at the beginning of a steady labor life

 

Guadalupe Fabiola Pérez-Baleón

 

Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco

 

Este artículo fue
recibido el 24 de enero de 2011
aprobado el 3 de abril de 2012.

 

Resumen

Este artículo examina el calendario del primer trabajo estable de tres cohortes de mujeres y se compara con el de los hombres de las mismas cohortes, se presentan además los factores socio-demográficos asociados a este. La investigación señala que a pesar de los cambios históricos y socioeconómicos que el país registró, las personas continuaron accediendo a la adultez a través de las vías socialmente asignadas a su género, independientemente de su condición socioeconómica y cohorte. La incorporación masculina al mercado laboral fue casi universal, mientras que en la población femenina dicha transición no logró estandarizarse como parte de su primer trayecto de vida.

Palabras clave: primer trabajo, transiciones, cohortes, desigualdades socioeconómicas.

 

Abstract

The study focuses on examining the ages at which the first steady job took place in three cohorts of Mexican men and women (1936-1938, 1951-1953 and 1966-1968). We analyze the socio-demographic factors associated with it. The aim was to clarify how the cohort differences and the socioeconomic and gender inequalities affected the initiation of the labor life during the second part of the 20th century. The research indicates that in spite of the historical, social, economic and cultural changes the country registered, men and women continued entering adulthood following the gender roles, regardless of their socioeconomic stratum. The masculine incorporation was almost universal, while in the feminine population this transition did not become institutionalized as a part of their life.

Key words: first job, transitions, cohorts, socioeconomic inequalities.

 

Presentación

Este artículo pretende profundizar en el estudio de los cambios en el tiempo y en las desigualdades por género y por estratos socioeconómicos en el momento en que tres cohortes de hombres y mujeres obtuvieron por primera vez un trabajo extradoméstico estable. En pocas ocasiones se ha hecho un análisis estadístico que permita precisar la interrelación e influencia que estos tres ejes de diferenciación social tienen sobre la transición al primer empleo como el que aquí se presenta.

Para contextualizar la investigación se realiza un panorama histórico del trabajo en el México de los años cincuenta a finales del siglo XX, que es el tiempo en que las tres cohortes estudiadas fueron creciendo y se les encuestó. Además de una revisión de las desigualdades presentes en la incorporación de las personas al mercado de trabajo según su género, cohorte y estrato socioeconómico. Se debe precisar que si bien el estudio contempla las tres categorías de análisis, el género mostró tener un peso fundamental en esta transición, de ahí el énfasis que se le da.

En un segundo apartado se realiza, mediante tablas de vida, un análisis del calendario del primer empleo en mujeres y hombres, para luego contrastar dicho calendario en ambas poblaciones y cohortes; al final se complementa el estudio agregando la categoría del estrato socioeconómico. Luego del análisis descriptivo se presentan dos modelos de tiempo discreto que permiten precisar la articulación entre estos ejes y el inicio de la vida laboral.

El marco teórico se construyó a partir del enfoque del curso de vida y la perspectiva de género. Se considera al género como una categoría sociocultural configurada sobre la base de la sexualidad, misma que es el referente de la organización genérica de la sociedad y constituye el punto de partida de los caminos trazados con antelación para la construcción de senderos de vida que, de tan definidos, tienden a ser atribuidos a un supuesto destino o a la naturaleza (Lagarde, 1996).

Algunos de los conceptos más importantes sobre los que esta investigación giró son adultez y transiciones. La adultez se refiere a un estado de maduración en el cual el individuo ya es considerado como un ser productivo, creativo y capaz de reproducirse a sí mismo y a su sociedad, ello se logra luego de haber atravesado por distintas etapas o transiciones (Erikson, 1981). En tanto que las transiciones implican la ocurrencia de eventos cruciales en la vida de las personas que son creados y reconocidos por la sociedad. Todas las transiciones envuelven una salida de un rol determinado y una entrada a un nuevo rol o papel, con repercusiones individuales y sociales que pueden durar a lo largo de la vida (Elder et al., 2003).

Para fines de esta investigación se denominó a esta transición como "el primer trabajo estable", ya que la Encuesta Demográfica Retrospectiva (EDER) 1998, que fue la fuente de datos empleada, y que es una encuesta que recabó información en años-persona, sólo cuantificó las transiciones que habían durado al menos un año. Ello significó una limitante para medir trabajos de menor duración, como son los llamados empleos eventuales.

El universo de estudio fueron las mujeres y los hombres mexicanos urbanos pertenecientes a tres cohortes de nacimiento: 1936-1938 (denominada como cohorte antigua), 1951-1953 (intermedia) y 1966-1968 (joven). A su vez la población se ubicó en dos estratos socioeconómicos: medio y bajo.

Si bien existen grandes diferencias en la forma de realizar cada transición según el contexto rural o urbano,1 se decidió delimitar el estudio al ámbito exclusivamente urbano para poder profundizar ampliamente en la transición al primer empleo a partir de los tres ejes ya enunciados, por lo que no se incluyó a la población rural en el estudio. Aunque se sabe que incorporar variables tales como el lugar de procedencia o los procesos migratorios pueden influir los resultados que se obtengan, el interés principal fue establecer cuál de estos ejes era el que predominaba al momento de realizarse dicha transición.

 

La actividad productiva en México durante la segunda mitad del siglo XX

A mediados del siglo pasado en México regía el modelo de desarrollo basado en el mercado interno con gran crecimiento económico, el cual permitió el aumento sostenido de las percepciones salariales y de las prestaciones sociales, situación que facilitó a los hombres un ingreso anticipado al empleo, seguido de una trayectoria laboral relativamente estable, la cual culminaba con el retiro cerca de los setenta años de edad. A nivel mundial este fenómeno se le denominó "la edad de oro" del capitalismo contemporáneo, mismo que tuvo su fin con la crisis económica internacional de los años setenta (Rendón y Salas, 1996; Rendón, 2004).

Pero a diferencia de los hombres, para quienes el ingreso al mercado laboral ha sido prácticamente universal, en el caso de las mujeres mexicanas las pautas sociales y de género de esa época les asignaban como papel principal el ser amas de casa y madres.2 En este contexto, las normas culturales sancionaban negativamente el que una mujer casada trabajara fuera del hogar y contribuyera al gasto familiar, de esta manera, las oportunidades ocupacionales para ellas se encontraban muy limitadas y eran mayormente dirigidas a las mujeres solteras. Asimismo, era una práctica más o menos común que las mujeres renunciaran a su empleo una vez casadas para dedicarse al hogar (Rendón, 2004).

Sin embargo, durante la década de 1970 empezaron a afectarse ampliamente las condiciones generales del mercado laboral debido a la inestabilidad que el país experimentaba, lo cual se acentúo durante la década de 1980 con el giro que se dio hacia el modelo económico neoliberal. En esta década se presentó en México un crecimiento negativo, con escasos repuntes del producto interno bruto (PIB), además de altos niveles de inflación y un descenso en los salarios reales y en el nivel de bienestar social (García, 1988 y 1993).

A la par de lo anterior, la integración femenina a la actividad económica comenzó a ampliarse, teniendo como explicación la elevada migración rural-urbana, tanto masculina como femenina, el proceso de urbanización, los incrementos en el nivel educativo, la expansión y diversificación del sector terciario, la reestructuración de la planta industrial y la creación de empleos por parte del Estado, los cuales generaron mayores oportunidades laborales para las mujeres y fomentaron el incremento de las actividades comerciales mediante las grandes inversiones de capital (De Oliveira, 1990; De Oliveira y García, 1990 en García, 1993; Rendón y Salas, 1996).

Otros factores que contribuyeron a acrecentar la participación femenina en el mercado de trabajo fueron de tipo sociodemográfico, tales como la disminución de la fecundidad, el incremento en la edad a la unión y al primer hijo y la incidencia de las separaciones y divorcios, así como los cambios en los roles de género3 que han posibilitado un cambio social en la concepción de las actividades que la población femenina puede desempeñar dentro de la sociedad mexicana (Rendón y Salas, 1996; García, 2001; Tuirán, 2002; Ariza y De Oliveira, 2004).

Asimismo, con la crisis de 1982 un mayor número de miembros del hogar trataron de incorporarse a las actividades remuneradas a fin de superar las contingencias económicas generadas por dicha situación, incrementándose el empleo de la fuerza de trabajo femenina4 y juvenil dentro de las actividades industriales asalariadas, en trabajos precarios o en el subempleo, mismas que ya desde entonces han tendido a estar mal remuneradas o a ejercerse de manera temporal (Tuirán, 1993; García, 1993; Rendón, 2004).

Tres procesos laborales son característicos de la década de los ochenta, no sólo en México, sino en América Latina:5 la terciarización,6 el crecimiento de las actividades económicas de pequeña escala y la feminización de la fuerza de trabajo (García, 1993). De la O y Guadarrama (2006) consideran que en la emergencia de la feminización en Latinoamérica se presentaron tres coyunturas que la hicieron posible: el cambio de modelo económico durante los años ochentas y con ello también la modificación de las reglas que regulan las relaciones laborales; la entrada de las mujeres a la fuerza de trabajo a mediados de la década de 1990 en medio de una situación caracterizada por el desempleo y los bajos salarios provocados por políticas de ajuste; aunado a nuevos ajustes realizados en el segundo lustro de la década de los noventa y principios del nuevo siglo con base en la reducción de costos laborales y la subcontratación que han permitido a las empresas aumentar su competitividad y productividad.

En medio de esta situación se ha presentado una feminización de los empleos de baja productividad y del sector informal, como son los llamados trabajos por cuenta propia, las actividades de maquila, en la producción a domicilio, en cadenas de subcontratación o son parte de la ayuda familiar no remunerada. La concentración en estas actividades ha tendido a aumentar en los años de crisis (De Oliveira y Ariza, 2000b; García, 2001; Arriagada, 2001; De la O y Guadarrama, 2006).

De esta manera, en la década de 1980 se registró un cambio en la composición de la población económicamente activa (PEA) femenina al incorporarse un mayor número de mujeres de más edad, con baja escolaridad, casadas y con hijos pequeños. Asimismo, más mujeres mexicanas siguieron dentro del mercado de trabajo después de unirse o de tener sus primeros hijos, comportamiento contrario al que habían mostrado en décadas anteriores (García y De Oliveira, 1991; García, 1993).

Nuevamente en la década de los noventa volvió a presentarse otra crisis financiera, la cual, junto con el modelo neoliberal, contribuyó aún más a la precarización7 del empleo, haciéndolo más inestable. Este proceso afectó a la fuerza laboral, tanto asalariada como no asalariada, con un efecto negativo más fuerte en las mujeres, aún en aquellas que se encontraban en los sectores de baja inestabilidad laboral, ya que estas trabajaban más frecuentemente en pequeñas empresas, cumpliendo jornadas de tiempo parcial tanto en los servicios sociales como al productor (Rendón y Salas, 2000; De Oliveira et al, 2001). Dicha situación llevó al aumento del número de personas dentro de cada hogar que buscaba un ingreso económico (Rendón y Salas, 1996).

Se presentó un estancamiento del crecimiento del empleo asalariado entre la población masculina, ya que disminuyó la generación de trabajos en actividades industriales y agropecuarias, e incluso diversas empresas nacionales cerraron. Mientras que las actividades terciarias continuaron acrecentando su importancia en la generación de nuevos empleos, además de proliferar los micronegocios, el ambulantaje, los servicios personales, por cuenta propia y aquellos sin pago, siendo labores mayormente ocupadas por las mujeres (García, 1993; Rendón y Salas, 1996 y 2000).

Se alude a la globalización como factor principal de la situación de precarización, desregulación y reducción del empleo que actualmente se vive, ya que entre otras medidas, el país ha privatizado gran parte de sus empresas y servicios. Así, el empleo público ha dejado de ser una fuente primaria de creación de puestos de trabajo como alguna vez lo fuera. De esta forma y con el objetivo de adaptarse al marco más competitivo, se ha seguido la estrategia de reducir costos, sobre todo disminuyendo el nivel de empleo y los sueldos, lo cual ha sido favorecido por las reformas laborales que han flexibilizado el despido de trabajadores, afectando la calidad del empleo en los últimos años (Tokman, 1999).

En este contexto, los trabajadores se enfrentan a condiciones laborales extremadamente difíciles, debido a factores tales como el nulo crecimiento del PIB y su impacto para la pequeña, mediana y gran empresa en distintos momentos de la historia del país; el decremento del empleo en ramas fundamentales de la economía; la pérdida de prestaciones y de logros laborales; la brutal caída del salario real como estrategias para enfrentar el impacto de la crisis en las empresas; y finalmente, la selectividad del mercado de trabajo debido a la amplia oferta de mano de obra (Eternod, 1996; Rendón y Salas, 2000).

 

Desigualdades de género en la incorporación laboral

Contrario a la incorporación de los hombres a la fuerza laboral, la cual se ha dado casi a 100 por ciento en las distintas cohortes, las mujeres se han visto replegadas al ámbito doméstico y sólo han aumentado su número en las últimas décadas del siglo pasado. La segregación de las mujeres a la esfera doméstica es una forma de exclusión social, su "confinamiento doméstico" se acompaña de una menor presencia en los espacios públicos y de una disminución del poder en dichas esferas.

Ello se debe a que la división sexual del trabajo, al basarse en roles tradicionales preestablecidos, privilegia una estricta separación entre las tareas públicas y privadas, misma que limita de diversas maneras a la mujer. Por tal, se piensa que el trabajo extradoméstico es un factor, entre varios más, que puede contribuir a superar la subordinación femenina en las relaciones de poder construidas socialmente con los hombres (Salles y Tuirán, 1998; Ariza y De Oliveira, 2000a y 2000b; García y De Oliveira, 2004).

No obstante, no es la obtención de un empleo por sí mismo, sino el control de los recursos económicos, así como la importancia de las aportaciones femeninas para la sobrevivencia familiar, el tipo de trabajo, el carácter asalariado o no de la actividad, la duración de la jornada, la experiencia laboral, el compromiso y el significado que el trabajo extradoméstico adquiere para la vida de las mujeres lo que realmente puede contribuir a su mayor desarrollo personal, así como a su empoderamiento8 y libertad de movimiento y de decisión dentro y fuera de sus hogares (De Oliveira y Ariza, 2000b; García y De Oliveira, 2004).

Desafortunadamente, la situación laboral de las mujeres dista mucho de ser ideal, ya que ellas participan mayormente en actividades precarias. Además, tienden a ocupar empleos de menor prestigio social considerados como femeninos, en donde desempeñan actividades que son una extensión del trabajo doméstico o enfrentan discriminación salarial en ocupaciones masculinizadas (De Oliveira y Ariza; 2000a y 2000b; Pedrero 2004; Rendón, 2004).

Si bien en la población en general los hombres aventajan a las mujeres en escolaridad, en los mercados de trabajo se ha observado que la población femenina tiene una mayor escolaridad que su contraparte masculina. Sin embargo, las mujeres enfrentan una situación de desventaja ya que no solo se les exige mayores niveles de instrucción sin pagárseles conforme estos, sino que su salario se mantiene más bajo que de los hombres, aún en condiciones iguales de trabajo9 (Latapí, 1985; Morelos et al, 1997).

Se ha documentado que, en general, las mujeres empleadas parecen optar en mayor medida que los hombres por condiciones de trabajo que ofrezcan una mayor seguridad, tanto en términos de estabilidad como de prestaciones laborales que las benefician tanto a ellas como a sus familias, aún a costa de un menor ingreso monetario. Situación contraria a la de los hombres y jefes de hogar, quienes se exponen a la falta de estabilidad y de seguridad laboral para acceder a niveles relativamente más elevados de salario (Camarena, 2004; De Oliveira, 2006).

A su vez, se apunta la existencia de diferencias en el tipo de actividades laborales que desempeñan las mujeres según su edad y estado civil, ya que las mujeres jóvenes10 y las solteras se ubican más fácilmente en actividades asalariadas dentro de la industria y los servicios, donde los horarios tienden a ser más rígidos, en tanto que las mujeres mayores y las casadas encuentran mayores oportunidades de participar dentro de las actividades por cuenta propia (Christenson et al, 1989), ya que estas no las limitan en la edad y les permiten organizar su tiempo y compatibilizar sus obligaciones domésticas y laborales.

Aun cuando la exclusión de las mujeres del trabajo extradoméstico ha disminuido, diversas autoras señalan a la división sexual del trabajo como generadora de las inequidades de género dentro y fuera de la esfera productiva (De Oliveira y Ariza 2000a; Rendón, 2004). Debido a la gran cantidad de horas que las mujeres casadas deben dedicarle a las labores del hogar y al cuidado de los hijos, se ven en muchas ocasiones impedidas para continuar trabajando al tener que dedicarse de tiempo completo a ser amas de casa, o si ocupan la posición de hijas dentro de la familia deben ayudar en los quehaceres del hogar (Rendón, 2004; Pedrero, 2004).

Mientras que las mujeres que salen a trabajar tienen, además, que dedicarle bastantes horas al trabajo doméstico, sin que exista por ello una mayor presencia y cooperación masculina en el espacio familiar.11 Ya que cuando el varón participa en las labores del hogar lo hace más como una ayuda que como una corresponsabilidad compartida con su esposa12 (De Oliveira y Ariza 2000a; García y De Oliveira, 2004; Rendón, 2004).

Por tal, ellas enfrentan la llamada doble jornada laboral que se caracteriza por la realización del trabajo doméstico, más el cumplimiento de las obligaciones impuestas por su ocupación (De Oliveira y Ariza 2000a; García y De Oliveira, 2004). Y a pesar de que hoy en día un mayor número de mujeres realizan actividades extradomésticas, estas se siguen viendo como un mero apoyo para la economía del hogar, contribuyendo a mantener la dependencia femenina y a reforzar la existencia del patrón del trabajo reproductivo (Eguiluz y González, 1997).

Asimismo, se ha observado que si bien las ganancias económicas y subjetivas derivadas de la experiencia laboral de las mujeres son múltiples, también lo son los conflictos que introduce esta importante transformación en la división del trabajo social y familiar, tales como conflictos maritales y formas de convivencia familiar menos armónicas (García y De Oliveira, 2004).

Este acceso diferencial de hombres y mujeres al mercado laboral que se presenta desde temprana edad, en concordancia con el sexo de los integrantes jóvenes del hogar, devela uno de los mecanismos de reproducción de las inequidades de género a nivel microsocial, ya que mediante su propia organización las familias terminan alimentando comportamientos que favorecen rutas de transición a la adultez con sesgo de género, reproduciéndose la división tradicional del trabajo. Mientras que la transición hacia el primer trabajo adquiere gran trascendencia entre los hombres, acontece lo mismo con respecto a la participación en las tareas domésticas y de cuidado para las mujeres, reforzándose el modelo varón-proveedor y mujer-ama de casa (Rendón, 2004; De Oliveira y Mora, 2008).

Todo esto lleva a que las jóvenes, mayormente de estratos socioeconómicos deprimidos, se queden en el hogar asumiendo actividades domésticas, pero con responsabilidades de adultos, ya que tampoco continúan dentro del sistema educativo por más tiempo que los hombres. De esta manera enfrentan una doble desventaja al conjugarse el rezago educativo13 y el rezago activo reconocido, que es marcado por incorporarse al mercado laboral después que el hombre (Horbath, 2004; De Oliveira y Mora, 2008).

 

El ingreso al mercado de trabajo por edad y cohorte

Además de la feminización de la fuerza de trabajo, se ha presentado también un rejuvenecimiento de la misma. Este proceso no ha sido continuo, ya que desde la etapa cardenista hasta el inicio de los ochenta se presentó un incremento en la edad a la que los jóvenes mexicanos ingresaban a la vida productiva, sobre todo en las áreas urbanas, como consecuencia de la prolongación de su etapa estudiantil, del desarrollo sostenido de la economía y de la expansión del sistema educativo que tuvieron lugar en esa etapa; para luego mostrar un retroceso en dicha edad (Rendón y Salas, 1996; Camarena 2004).

Tales cambios históricos pueden apreciarse a través del estudio de las cohortes. Al respecto Mier y Terán y Rabell (2004) señalan que en las tres cohortes aquí abordadas (1936-1938, 1951-1953 y 1966-1968) el porcentaje de hombres urbanos que trabajó antes de cumplir 17 años fue muy alto. Y si bien el descenso en la proporción de los niños con experiencia laboral se registró entre la primera y la segunda generación, aún así en la tercera cohorte todavía uno de cada dos jóvenes trabajó antes de esa edad. En tanto que las mujeres urbanas de cada cohorte participaron menos en el ámbito laboral que su contraparte masculina. Además de que entre la primera y la tercera cohorte mostraron un leve descenso en la proporción de trabajadoras a la edad de 17 años, dado por un aumento en su edad media al primer trabajo.

Después de esta edad y hasta 30 años se observa que, aún cuando la inserción laboral de los hombres fue casi de 100 por ciento y que las cohortes más jóvenes permanecieron más tiempo en la escuela, no se presentó un retraso importante en la edad al momento de incorporarse al empleo, incluso la generación más joven, nacida entre 1966 y 1968, presentó las edades más cercanas entre la finalización de los estudios y la incorporación al mercado laboral. Esto puede ser explicado por que la presencia de la crisis y la restructuración económica de la década de 1980 propició que más personas se incorporaran a la fuerza de trabajo antes de dejar la escuela (Coubès y Zenteno, 2004).

Panorama contrario exhibieron las mujeres urbanas y rurales de estas generaciones, ya que la mitad de la cohorte más antigua nunca tuvo una experiencia laboral antes de 30 años de edad, hasta la segunda generación 50 por ciento de ellas llegó a tener un trabajo extradoméstico. En tanto que la cohorte más joven mostró un proceso realmente acelerado de inicio de la vida laboral, sin que por eso el total de estas mujeres llegara a incorporarse (Coubès y Zenteno, 2004).

 

Contrastes por estrato socioeconómico en el inicio de la vida productiva

Se reporta que en México el ingreso al mercado laboral es generalmente la primera transición hecha por los jóvenes de 15 a 29 años, siendo los hombres, sobre todo los del estrato bajo, quienes experimentan antes esta transición en comparación con las mujeres y con las personas de estratos medios y altos.14 De ellos, uno de cada dos casos inicia como trabajador familiar no retribuido (Rendón y Salas, 1996; Mier y Terán y Rabell, 2001; Echarri y Pérez, 2007; Polo, 1999; Horbath, 2004; De Oliveira, 2006; De Oliveira y Mora, 2008 y 2011).

Se considera que la inserción laboral anticipada responde a una estrategia de sobrevivencia de los hogares de origen de los hombres con mayores carencias con el fin de paliar sus privaciones económicas. Sin embargo, acceden a puestos con mayor precariedad laboral, que reproducen las desigualdades sociales imputables a su nivel de vida y que poco permiten el desarrollo armónico (Echarri y Pérez, 2007; De Oliveira y Mora, 2008).

En tanto que los hombres de los sectores sociales medios parecen retardar más esta transición, beneficiándose de una escolaridad más prolongada, y una vez que ingresan al mercado laboral tienen mayores posibilidades de exhibir trayectorias estables con mejores condiciones laborales y salariales (Rendón y Salas, 1996; Echarri y Pérez, 2007; Polo, 1999; Horbath, 2004; Castro y Gandini, 2006; De Oliveira, 2006; De Oliveira y Mora, 2008 y 2011).

En las mujeres se observa que son las del estrato bajo quienes inician su vida laboral anticipadamente con relación a las del estrato medio-alto, pero en los grupos de edad más avanzada, es decir entre 25 y 29 años, las mujeres tienen una mayor presencia en el mercado de trabajo (Polo, 1999; De Oliveira y Mora, 2008 y 2011). De igual manera, es posible advertir que la incorporación laboral de las jóvenes aumenta conforme su edad avanza, pero en cierto momento se detiene, presentándose antes este freno en las mujeres del sector bajo, lo cual podría relacionarse con el hecho de que entre ellas el proceso de formación de la familia acontece primero que entre aquellas del sector medio, de ahí que sean las primeras en abandonar el mercado laboral (Polo, 1999).

Al hacer las comparaciones por género y estrato socioeconómico se aprecia que las mujeres jóvenes del estrato bajo experimentan en menor medida que sus pares masculinos la incorporación al mundo laboral como primera transición. Situación contraria se observa en el medio alto, en el cual las divergencias se borran, ya que casi la mitad de los jóvenes de ambos sexos presentan como primera transición el primer trabajo. Esta falta de diferencias en cuanto a la entrada al mercado laboral se explica en parte por el aumento de la participación económica de las mujeres de estratos medios que tienen acceso a mayores niveles relativos de escolaridad y que por tal desean llevar a la práctica sus estudios (De Oliveira y Mora, 2008 y 2011).

 

Relación entre el trabajo extradoméstico y la asistencia escolar

Se considera que el trabajo infantil y juvenil es perjudicial para las personas, ya que les impone limitaciones en cuanto a su permanencia en la escuela y al logro de mayores niveles de escolaridad, además de afectar su desarrollo físico y emocional, sobre todo si se realiza de manera anticipada (Camarena, 2004), o cuando estas actividades que son peligrosas o prejudiciales para la salud del niño o implican una cantidad importante de horas en perjuicio del descanso, el estudio y las actividades lúdicas.

Sin embargo, algunos estudios documentan que el hecho de que los niños participen en labores, ya sean remuneradas o familiares sin remuneración, tales como los negocios domésticos, no inciden significativamente en su atraso escolar, siempre y cuando estos trabajen menos de 20 horas semanales (Mier y Terán y Rabell, 2001). Ya que los negocios familiares, principalmente dedicados al comercio o a los servicios profesionales y técnicos, pueden ser vistos como estrategias que ayudan a defender el estándar de vida de las familias y por tanto posibilitan el estudio de los menores (García y Pacheco, 2000).

Si bien las niñas empiezan a trabajar en menor proporción que los niños, cuando ellas laboran tienen una probabilidad mayor que los hombres de solo trabajar, en tanto que ellos tienden a combinar el estudio con el trabajo, y son muy tempranas y cercanas a la terminación de la primaria y de la secundaria sus edades de iniciación laboral (Mier y Terán y Rabell, 2001; Mier y Terán, 2007).

Aunado a lo anterior, los jóvenes que comienza a trabajar antes de dejar la escuela deben realizar un doble esfuerzo para cumplir con las obligaciones que cada ámbito demanda, lo que en muchas ocasiones los lleva a no proseguir sus estudios (Camarena, 2004; Horbath, 2004). El truncamiento de la escolaridad constituye un elemento negativo en el logro de una mejor posición dentro del mercado de trabajo, ya que se ha documentado que a pesar de que la escolaridad ha perdido su poder para asegurar el ascenso social, todavía el contar con cierto nivel de estudios ofrece una mayor garantía de obtener empleos menos precarios, tanto en términos de las condiciones de trabajo como de los niveles de remuneración (Horbath, 2004; De Oliveira, 2006).

Al parecer, en la relación entre escolaridad y trabajo se conjugan otras variables que afectan la escolaridad de los jóvenes y niños, ya que se ha documentado que cuando la madre trabaja, los hijos tienden también a hacerlo durante la adolescencia con mayor frecuencia que cuando ella no lo hace, sin que parezca afectar las probabilidades de estar inscritos en la escuela; este efecto es mayor en las hijas (Giorguli, 2006). Ello indica que, bajo ciertas circunstancias familiares, los jóvenes pueden llegar a combinar ambas actividades, en vez de vivirlas como transiciones excluyentes entre sí.

En resumen, el inicio de la vida laboral es una de las transiciones más importantes para los jóvenes mexicanos, sobre todo para los hombres, tanto en orden de aparición como en su calendario, y guarda estrecha relación con la salida de la escuela.

 

Datos y metodología

Los resultados que en los próximos apartados se presentan fueron obtenidos a partir de la Encuesta Demográfica Retrospectiva Nacional (EDER) 1998, la cual contiene una muestra representativa a nivel nacional para ambos sexos y tres cohortes: 1936-1938, 1951-1953 y 1966-1968. Al interior de cada cohorte la población fue ubicada en dos estratos socioeconómicos: medio y bajo, tomando para ello la ocupación del padre o la madre a la edad de 15 años del entrevistado.15

En la parte urbana la encuesta incluye 1 266 personas, 688 mujeres y 578 hombres distribuidos en las tres cohortes. Sin embargo, la muestra pierde 58 casos cuando se trata de ubicar el estrato socioeconómico de 36 mujeres y de 22 hombres a partir de la ocupación del padre o de la madre, ya que no se precisa esta información, por tanto, no fueron tomados en cuenta al momento de realizar las tablas de vida y los modelos estadísticos que incluyen el estrato socioeconómico, reduciéndose la muestra en este apartado a 1 208 personas.

Para establecer el calendario de la transición al primer trabajo estable se generaron algunas medidas resumen obtenidas de las tablas de vida de cada cohorte, tales como el primer decil, los cuartiles y la edad mediana. El primer decil permite observar el momento en que el primer 10 por ciento de la población comenzó la transición; así podemos considerarlas como las personas más precoces al momento de vivir un determinado evento. Ello da un panorama más completo de las transiciones, ya que, para el caso del primer trabajo, no todas las mujeres llegaron a integrarse a la fuerza laboral, por tal algunos cambios pueden ser mejor captados de esta manera.

Otras medidas son el primer y tercer cuartil (Q1 y Q3), así como la mediana (M), los cuales dan cuenta del calendario de cada una de las transiciones consideradas. El primer y tercer cuartil indican la edad16 en la que 25 y 75 por ciento de las personas ha realizado una transición dada. En tanto que la mediana se emplea para describir el tiempo que le toma a la mitad de estas efectuar una determinada transición (Tuirán, 1998 y 1999; Echarri y Pérez, 2007).

Por su parte el rango intercuartil se obtiene de la diferencia entre el primer y tercer cuartil y sirve para indicar la duración o el tiempo que le toma a una cohorte completar una transición dada. También permite ver la variabilidad interna, es decir la heterogeneidad entre los grupos o categorías y así conocer qué tan establecida se encuentra la transición estudiada (Tuirán, 1998 y 1999; Echarri y Pérez, 2007).

 

Inicio laboral de las mujeres: entre el trabajo extradoméstico y el doméstico

En este apartado se esperaba observar un ingreso al mercado laboral cada vez más temprano y en mayor proporción al interior de la población femenina, producto de los cambios históricos económicos, sociales y culturales, mismos que estarían sintetizados a través de las cohortes. Sin embargo, la prueba de Wilcoxon (Breslow) para la igualdad de funciones de supervivencia no mostró diferencias estadísticamente significativas por cohorte de mujeres, ello indica que si bien se incrementó en la última cohorte el número de mujeres que obtuvieron un empleo, esta transición no logró estandarizarse como parte de las trayectorias vitales de la población femenina de estas cohortes.17

Sin embargo, se debe considerar que la falta de diferencias estadísticamente significativas por cohorte pudieran tener su explicación en la forma en cómo la EDER captó el trabajo, el cual solo se refiere al empleo estable. En ella los trabajos esporádicos y eventuales, muchos de los cuales son realizados por mujeres, no fueron registrados, provocándose así subestimaciones en el nivel del empleo, mismos que en época de crisis económicas debieron ser especialmente importantes.

Como se observa en el Cuadro 1, en las dos cohortes más antiguas (1936-1938 y 1951- 1953) el ingreso al mercado laboral durante las primeras tres décadas de vida tan solo fue experimentado por la mitad de la población femenina urbana.18 Ello como reflejo de las pautas sociales de su época, mismas que limitaban su movilidad en espacios públicos.

 

Las mujeres de la generación más antigua comenzaron a laborar a las edades más tempranas. Sin embargo, en edades tardías su incorporación se hizo más lenta, con una edad mediana de 25 años. Situación que permite afirmar que entre el proyecto de vida de las mujeres de los años cuarenta y cincuenta no estaba el realizar trabajo extradoméstico de manera estable. Mientras que en las siguientes cohortes se pospuso la transición en las primeras edades y se rejuveneció la edad mediana (véase las curvas de supervivencia de la Gráfica 1). Igualmente se reveló la presencia del trabajo realizado durante la niñez en una de cada 10 mujeres de las tres cohortes, situación que pudo afectar su permanencia en la escuela y su desarrollo personal.

En la cohorte más joven se aprecia un aumento en la intensidad al primer trabajo estable, ya que 75 por ciento de las mujeres ingresó al menos una vez en su vida al ámbito laboral antes de 26 años. Su rango intercuartil fue de más de 10 años, ello indica la ausencia de pautas sociales que instauraran esta transición como un paso imprescindible hacia la vida como adultas entre estas mujeres.

Si bien existió una gran variedad de empleos en los cuales comenzaron su vida productiva, la mayoría se ubicó en actividades feminizadas tales como el servicio doméstico, despachadoras, dependientes de comercio y secretarias, con pocas variaciones a lo largo de las tres cohortes.

En México la ausencia de la mujer en la esfera económica está asociada a su confinamiento al ámbito doméstico, en el que desempeña los roles ligados a la división tradicional del trabajo. Asimismo, los comportamientos reproductivos tienen fuerte influencia sobre ellas al limitar fuertemente su participación laboral. Con ello en mente, se puede suponer que los datos del Cuadro 1 tan solo muestran una cara de esta transición, ya que otro grupo importante de mujeres debió quedar a cargo de las actividades domésticas para la reproducción social de los miembros de la familia.

 

Variaciones a lo largo de medio siglo en la incorporación masculina al mercado laboral

Mostrando un panorama completamente distinto al presentado por las mujeres, la transición al primer trabajo estable de los hombres de las tres cohortes estudiadas se presentó a temprana edad y relativamente pronto terminaron de incorporarse al mercado de trabajo.

Uno de los principios del enfoque del curso de vida, llamado del lapso del tiempo, señala la existencia de expectativas sociales acerca del momento en que ciertos eventos sociales, tales como la entrada al mercado laboral, deben ocurrir, presentándose en ocasiones sanciones, formales o informales, de no seguir el individuo las pautas socialmente establecidas (Marshall y Mueller, 2003). Situación que pareciera haber sucedido en esta transición con los hombres mexicanos tal como lo indica el rango intercuartil, que si bien es amplio al ubicarse cerca de los seis a los siete años, muestra que una vez comenzada la transición, los demás miembros de la cohorte debieron realizarla. Y a diferencia de la población femenina, la cohorte si resultó ser significativa en ellos, pudiendo ser atribuidas las diferencias en su calendario a los cambios en el tiempo.19

La edad mediana se ubicó en 14.6 años en la cohorte más antigua, mientras que en la más joven pasó a 17.1 años, existiendo una diferencia de 2.5 años entre cohortes extremas. Para las dos cohortes más recientes, sobre todo para la más joven, se aprecia una tendencia a postergar la entrada laboral en el primer decil, cuartil y en la mediana, no así en el tercer cuartil (véanse Cuadro 2 y Gráfica 2). Situación que pudiera deberse tanto al desarrollo de la economía que se registró entre la década de 1940 hasta 1980, como a la expansión del sistema educativo que se experimentó en esos mismos años.

Este resultado es importante de resaltar, ya que se considera que a causa de la crisis económica de la década de 1980 más miembros del hogar se vieron obligados a trabajar, aun los que comúnmente se encontraban estudiando, como los hijos varones. Sin embargo, la crisis de 1982 sucedió justo cuando los miembros de la cohorte joven tenían entre 14 y 16 años, en ese contexto se esperaría que hubieran realizado su ingreso masivo, situación que no sucedió, ya que en cambio continuó incrementándose su edad mediana al primer trabajo hasta 17 años.20

Lo anterior tiene sentido ya que en época de crisis los jóvenes son quienes experimentan las mayores tasas de desempleo abierto. Así, aunque desearan integrarse al mercado laboral tendrían pocas oportunidades de hacerlo en trabajos estables y en puestos formales de empleo, por lo que en todo caso lo harían en el subempleo, en empleos de tiempo parcial, en negocios familiares o en el ambulantaje, siendo todas ellas ocupaciones precarias y con escasas remuneraciones, pero que les permitirían combinar por un tiempo el estudio y el trabajo (Tuirán, 1993; García, 1993; Rendón, 2004).

Las actividades en que mayormente se insertaron los hombres de estas cohortes fueron como agrícolas y ganaderas, en la fabricación metalúrgica y de maquinaria, despachadores, dependientes de comercio y trabajadores de aseo en establecimientos.

En el primer decil, si bien la edad pasó de 8.8 a 11 años entre cohortes extremas, se observa la presencia de trabajo realizado durante la infancia en cada generación, situación que pudiera reflejar la carencia de oportunidades educativas y económicas para un importante grupo de la población masculina, así como un mayor riesgo de dejar la escuela una vez comenzada la vida laboral estable.21

 

El primer trabajo estable de tres cohortes: divergencias en su calendario por género

En este apartado se contrastan las edades medianas de mujeres y de hombres al primer trabajo estable. Los datos del Cuadro 3 muestran no solo que dicha transición fue realizada en momentos diferentes por cada uno, sino las distancias entre ambos producto de la división tradicional del trabajo y de los roles asignados a cada quien.

En las mujeres se observa un comienzo laboral temprano, pero solo en un porcentaje mínimo, mientras que otra proporción importante quedaría confinada a las labores del hogar. El no participar en la esfera pública puede llegar a colocar a las mujeres en una situación de desventaja relativa para acceder a diversos recursos sociales básicos que el trabajo proporciona (Salles y Tuirán, 1998; Ariza y De Oliveira, 2000a y 2000b; García y De Oliveira, 2004). Aunque por sí solo el trabajo no posibilita la superación de las desventajas de las que parte la mujer, pero sí es un elemento que puede potenciar su empoderamiento; con ello no se afirma que el camino de todas las mujeres deba pasar por su incorporación al mercado de trabajo, sino que debe ser una elección libre.

En el Cuadro 3 se observa que la edad mediana de ingreso al mercado laboral en las mujeres ha disminuido con el paso del tiempo, en tanto que entre los hombres ha aumentado. De esta manera, la brecha entre la edad mediana de ambos sexos se acortó al pasar de 10 a dos años entre cohortes extremas.

A partir de la década de 1980 las mujeres mexicanas dejaron de abandonar el mercado de trabajo para dedicarse exclusivamente a la vida familiar, en consecuencia la brecha entre los niveles de participación de hombres y mujeres comenzó a acortarse (De Oliveira et al, 2001), lo que significó que, a pesar de que existen fuertes divergencias genéricas al momento de experimentar esta transición, estas han comenzado a disminuir, trayendo consigo la posibilidad de reducir la doble desventaja, educativa y laboral, que generalmente enfrentan las mujeres en relación con los hombres.

Sin embargo, los niveles de empleo entre mujeres y hombres nunca se han igualado, tal como se observa en la Gráfica 3, que muestra una incorporación casi total de los hombres al mercado laboral antes de los 26 años, mientras que a esa misma edad las mujeres, aun la cohorte joven, presentan porcentajes importantes sin realizar dicha transición.

 

Entrelazamiento de las desigualdades de género y socioeconómicas en el inicio de la vida productiva

Con la finalidad de establecer si existen diferencias estadísticamente significativas en la forma en que las personas han accedido a la adultez a través del primer trabajo según su cohorte y estrato socioeconómico (bajo y medio), se aplicaron pruebas de Wilcoxon (Breslow) para la igualdad de funciones de supervivencia en las tres cohortes de mujeres y de hombres. Sin embargo, no se encontraron diferencias consistentes por estrato en ninguna de las distintas cohortes de hombres y de mujeres.22

Para el caso de las mujeres significa que, independientemente de su nivel socioeconómico, esta transición no ha logrado establecerse como parte indispensable de su proyecto de vida, ya que existen pautas de género y condicionamientos sociales que las conducen a lograr su adultez por otras vías tales como la maternidad y el matrimonio. Sin embargo, sí se han presentado incrementos sustanciales en el porcentaje de ingreso a la vida laboral.

Mientras que en los hombres, tanto del estrato bajo como del medio, el trabajo es parte importante de su identidad masculina, por tanto, esta transición no puede ser pospuesta o no realizada, así que ingresan al mercado laboral muy jóvenes, siguiendo un reloj social que marca los tiempos para hacerlo.

A pesar de que no se lograron establecer diferencias estadísticamente significativas por estrato socioeconómico, las desigualdades por género continuaron muy presentes al interior de cada nivel (véase la última columna del Cuadro 4 y la Gráfica 4). Con base en la edad mediana se observa que en cada cohorte y estrato fueron los varones, sobre todo del estrato bajo, quienes comenzaron a trabajar antes que las mujeres. Ello es particularmente marcado en la cohorte antigua, donde se registraron los calendarios al primer trabajo más extremos entre hombres y mujeres, y entre estratos.

A pesar de que en términos de edad mediana las mujeres del estrato bajo de cada cohorte salieron de la escuela antes que los hombres de su mismo medio,23 debieron pasar muchos años para que una de cada dos reportara un trabajo estable, situación que indica que las mujeres de este nivel, en su mayoría no realizaban trabajo extradoméstico, sino que quedaban confinadas al hogar.

En tanto que en el estrato medio la diferencia por género en las edades medianas al primer trabajo fue menos marcada en cada cohorte e incluso fue disminuyendo. Debido en parte al aumento de los niveles relativos de escolaridad que la población femenina experimentó en los últimos años del siglo pasado.

Las diferencias por género afectaron mayormente a las mujeres del nivel bajo de cada cohorte al impedirles llegar al mercado laboral a edades más cercanas a las presentadas tanto por las mujeres del nivel medio, como por los hombres del estrato bajo. Dicha segregación hacia el trabajo doméstico, sumada a su edad de término escolar más temprana en comparación con los otros subgrupos, habría afectado sus posibilidades de aspirar a un mejor nivel de vida a través del trabajo asalariado; además de que estos factores que se conjugarían para la realización anticipada de las transiciones en el ámbito familiar como único camino para obtener reconocimiento como adultas dentro de la sociedad.

En contraparte, en todas las cohortes fueron los hombres del estrato bajo quienes primero comenzaron a trabajar, enfrentando también la desigualdad educativa y laboral, ya que dejaron precozmente el sistema escolar y fueron los primeros en integrarse al mercado laboral con escaso capital humano, esto les impidió superar las condiciones adversas de las cuales partieron.

 

Factores sociodemográficos asociados a la transición del primer trabajo estable

Para complementar la información sobre el panorama del inicio de la vida laboral en la segunda mitad del siglo XX, se presenta el análisis de los factores sociales y demográficos asociados a esta transición, para el cual se ajustaron dos modelos de historia de eventos de tiempo discreto, uno para hombres y otro para mujeres, ya que está ampliamente comprobado que existe un patrón diferencial por género en el inicio de la vida laboral.

Las variables que se incluyeron fueron el estrato socioeconómico y la cohorte, además de la edad y la edad al cuadrado, y, dada la estrecha relación que guarda la educación con el trabajo, se agregó el nivel de escolaridad alcanzado al momento de comenzar a laborar y la asistencia a un plantel educativo, esta última variable se rezago un año antes para evitar problemas de endogeneidad.

Los modelos de tiempo discreto estiman la razón de momios (RM) del riesgo de comenzar a trabajar. Permiten saber en qué medida y dirección afecta cada variable dicha transición. La transformación exponencial de los coeficientes facilita su interpretación, así, un número mayor a uno indica que la relación entre la variable independiente y la dependiente es positiva, es decir, incrementa el riesgo de ocurrencia de la variable dependiente; en tanto que un coeficiente menor a uno revela que la relación es negativa y el riesgo disminuye según este lo indique (véase Allison, 1984).

En las mujeres se comprueba que la edad es un factor que incide positivamente en el ingreso a la vida laboral, sin embargo, el que la variable de edad al cuadrado sea significativa muestra que la relación no es lineal, es decir, pese a que a mayor edad las mujeres tienen más probabilidades de trabajar, existe un momento en que esta tendencia se desacelera y se estaciona; debido a que a partir de ciertas edades ellas comienzan sus transiciones en el ámbito familiar, disminuyendo así sus posibilidades de ingresar por primera vez al mercado de trabajo.

En las tablas de vida de las mujeres se había observado que no existían diferencias estadísticamente significativas por cohorte, situación que se verificó en el modelo. De igual manera, y tal como ya se había observado en la parte descriptiva de este capítulo, las diferencias socioeconómicas tampoco fueron significativas, por lo que la obtención del primer trabajo estable no se vio influida por el nivel de vida de las mujeres.24 Esto significa que a lo largo del tiempo, a pesar de las desigualdades socioeconómicas a las que las diferentes cohortes de mujeres se han enfrentado, no se ha presentado una estandarización del ingreso al mercado laboral como parte de sus transiciones a la vida adulta.

En cambio la escolaridad juega un papel determinante en el ingreso al primer trabajo, ya que contar con estudios de secundaria, pero sobre todo de bachillerato o más, incrementó el riesgo de las mujeres de comenzar a trabajar en comparación con aquellas sin escolaridad, que es la categoría de referencia (REF). Ello pone de manifiesto la importancia que la credencialización tiene dentro del mercado laboral al momento de solicitar empleos, aun cuando en la realidad no siempre se requieran para el trabajo que se va a desempeñar.

Caso contrario, estar estudiando fue un factor que inhibió su ingreso a la fuerza de trabajo. Así, amplios niveles de escolaridad facilitaron su incorporación a la vida productiva, pero su situación de estudiantes retrasó dicha entrada, ya que ambas transiciones requieren tiempo y dedicación, y no siempre es posible combinarlas.25

En los hombres la edad no influyó en su ingreso al mercado laboral, ya que independientemente de ella tendieron a realizar esta transición algunos en edades relativamente prematuras. Las tablas de vida indicaron la existencia de diferencias estadísticamente significativas en las cohortes de varones al momento de realizar esta transición, situación que el modelo aclaró más al establecer que fueron los hombres de la antigua quienes tuvieron una probabilidad mayor de iniciar su vida laboral en comparación con los de la cohorte intermedia, en tanto que los miembros de la más joven tuvieron riesgos similares de trabajar a los de la cohorte intermedia.

Como ya se había vislumbrado en el análisis descriptivo, el nivel socioeconómico no pareció relacionarse con el comienzo del primer empleo, es decir, los hombres de ambos estratos no vieron diferenciado su ingreso a la vida laboral al ser esta transición parte importante de su configuración como personas, marcando fuertemente su vida; además de constituirse como una forma para obtener experiencia en el ámbito público y de esta forma ser capaces de mantener a la familia que posteriormente formarán.

En cuanto a las características educativas de los hombres se observa que ser estudiantes un año antes inhibió el ingreso al primer trabajo estable, debido a que estas dos transiciones pueden ser vividas como mutuamente excluyentes entre sí. Asimismo, tener mínimo la primaria fue un elemento que influyó en el inicio de su vida laboral, aunque el mayor efecto fue para aquellos con bachillerato o más, lo cual pudiera deberse a que al contar con mejores credenciales educativas los hombres tienen un amplio rango de posibilidades de emplearse si cuentan con mejores credenciales educativas que si no completaron algún grado de escolaridad.

Al respecto cabe destacar que, tanto hombres como mujeres, vieron incrementadas sus probabilidades de ingresar a la fuerza laboral en función de una mayor escolaridad, sin embargo, tener secundaria, bachillerato o más facilitó a los hombres las posibilidades de trabajar en comparación con las mujeres (Cuadro 5).

 

Conclusiones

En el inicio de la vida laboral se puede apreciar un calendario completamente distinto por género, más tardío para las mujeres que si realizaron esta transición y más temprano para casi la totalidad de los hombres. Si bien un porcentaje importante de la población femenina no realizó trabajo extradoméstico en sus años de juventud, es factible que hayan desempeñado los roles tradicionalmente asignados al género femenino, tanto en su papel de hijas, como de esposas y madres, lo que a su vez les habría obstaculizado realizar esta transición.

Además del calendario de esta transición, también se presentaron diferencias en las actividades económicas en las cuales ambos se integraron por primera vez. En las mujeres destacó el servicio doméstico, la actividad secretarial y el comercio. En tanto que los hombres se insertaron en actividades agrícolas y ganaderas, como ayudantes en la fabricación metalúrgica y de maquinaria, despachadores y dependientes de comercio o en el aseo de establecimientos. En todos los casos se está ante empleos que requieren poca escolaridad y capacitación, no obstante son mal remunerados y poco reconocidos socialmente.

El ingreso a la vida laboral no se vio afectado por el nivel socioeconómico, ya que los hombres de ambos estratos tuvieron riesgos similares de comenzar a trabajar, lo mismo sucedió con las mujeres de los dos niveles. En el caso de la población femenina la cohorte tampoco hizo diferencia alguna al momento de incorporarse al mercado laboral, lo cual significa que, más allá de los cambios sociales, económicos e ideológicos, los mandatos de género dictaron la forma y el tiempo en cómo cada persona y grupo social debía acceder a la adultez.

Si bien no se presentaron diferencias entre las mujeres y los hombres por estrato, se observa que las desigualdades de género, al conjugarse con las socioeconómicas, agudizaron la situación de desventaja de ciertos grupos. A lo largo de las tres cohortes las mujeres del estrato bajo ingresaron al mercado laboral, a partir de la edad mediana, se incorporaron más tardíamente a la vida laboral. Mientras que su contraparte masculina, ubicada en el mismo estrato socioeconómico, inició su ingreso más tempranamente, situación que pudiera explicarse a partir de que esta población, además de contar con escasos ingresos económicos, se ajustó a las expectativas de su propia clase social, marcada por una participación en el mercado de trabajo diferenciada por género.

En contraste, los hombres del estrato medio de cada cohorte retrasaron su inicio de la vida laboral, posiblemente para alcanzar un mayor nivel educativo, ya que se sabe que casi siempre fueron ellos quienes más tardaron en salir del sistema escolar. Las mujeres del estrato medio presentaron edades medianas al primer trabajo, más cercanas a las de los hombres de su mismo medio socioeconómico.

En conclusión, los hombres y mujeres parecieron seguir la división tradicional del trabajo en su incorporación hacia la vida productiva, sobre todo en la cohorte antigua y en los sectores más empobrecidos. Además, se registró la existencia de trabajo realizado durante la infancia en todos los grupos poblacionales, lo que limitó sus posibilidades de crecimiento personal y familiar.

Este análisis se enfocó en ingreso al primer trabajo y debido a las limitaciones mismas de la encuesta no se pudo ahondar más en otras características del empleo tales como las desigualdades de género por estrato y edad en la seguridad social, sin embargo se considera importante se aborde este tema, junto con el examen de los tipos de empleo por los que las mujeres optan para acomodar sus roles domésticos, tales como el magisterio, la enfermería, la actividad secretarial o las actividades por cuenta propia. De igual manera, se considera importante realizar estudios que pongan el acento en la jefatura femenina del hogar y su conjugación con el desempeño del trabajo extradoméstico.

 

Agradecimientos

La autora agradece a la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco por la beca posdoctoral otorgada durante la elaboración de este artículo, el cual es parte de la tesis doctoral de la autora realizada en El Colegio de México. Se agradece a las doctoras Olga Rojas, Marta Mier y Terán y Orlandina de Oliveira por sus valiosos comentarios a una versión previa a este artículo, así como a dos revisores anónimos por sus útiles observaciones.

 

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Notas

1 La encuesta define a la población urbana como aquella que al momento de esta vivía en localidades de 15 000 y más habitantes y la diferencia de la rural, ubicada en localidades de menos de 15 000 habitantes (Coubès et al, 2004).

2 Dada la división del trabajo, a la mujer se le ubica dentro de la actividad doméstica, la cual implica la manutención y reproducción de la fuerza del trabajo. Se alude al concepto de trabajo doméstico para recalcar que, si bien este no es un trabajo creador de valor, al no pasar por el mercado, sí es un proceso de creación de valores de uso, es decir, un trabajo útil para concluir la transformación de los materiales que los miembros de un hogar van a consumir. Con ello se deja libre al trabajador para poder vender en el mercado su fuerza de trabajo, la cual tiene un valor de uso y un valor de cambio (De Barbieri, 1978).

El concepto de trabajo doméstico se debe a las feministas marxistas, quienes destacaron la necesidad de estudiarlo para comprender la reproducción social y así poner en evidencia el desgaste físico y mental que las mujeres diariamente invierten en la transformación de un bien o en la realización de un servicio que permite la reproducción social del individuo (Pedrero, 2004).

3 Los roles de género se encuentran basados en normas de comportamiento asociadas a lo que deben ser y hacer las personas según su sexo, las cuales son construidas a partir de un grupo o de la sociedad en conjunto.

4 Para 1982 la tasa de actividad femenina de 12 años y más fue de 25.2 por ciento, la cual aumentó paulatinamente, situándose en 32.3 por ciento para 1988 (García, 1993).

5 En toda Latinoamérica se han presentado procesos similares a los descritos aquí, con sus respectivas particularidades. Al respecto véase Arriagada (1997 y 2001); De Oliveira y Ariza (2000b); De la O y Guadarrama (2006).

6 La terciarización del empleo ha tenido parte de su origen en el crecimiento de pequeños negocios individuales o familiares ubicados dentro del comercio semifijo o ambulante, en actividades de preparación y venta de alimentos o en servicios personales como respuesta al freno en la creación de empleos formales que el país ha experimentado (Rendón y Salas, 1996). Se considera que el fenómeno de la terciarización significó la reducción de los empleos asalariados más ventajosos para la fuerza de trabajo, los de mayor calificación y de mejores condiciones laborales, afectando principalmente a las mujeres al ubicarlas en sectores más precarios, con mayor segregación ocupacional y menor igualdad de oportunidades (De Oliveira et al., 2001). Sin embargo, este tipo de actividades facilita que las personas encuentren trabajo aún en épocas de recesión, ya sea en el autoempleo, en el comercio o en la industria (De Oliveira, 1990).

7 La reducción del empleo, las políticas de fomento al micronegocio, la contracción de los salarios y la flexibilización de las relaciones laborales han facilitado el proceso de precarización del trabajo (De Oliveira, 2006).

8 El empoderamiento femenino reconoce la centralidad de las relaciones de poder y propone una alteración en su distribución en un sentido favorable para las mujeres, con una activa participación de ellas en el proceso (Ariza y De Oliveira, 2000a). Sin embargo, Mason (1995) considera que el término de empoderamiento femenino solo da cuenta de la dimensión del poder dentro del amplio abanico de posibilidades que abarca la estratificación de género. Es decir, esta dimensión se refiere en exclusiva a la libertad de la mujer de actuar como ella elija, más no da cuenta de otros aspectos de la desigualdad institucionalizada entre hombres y mujeres, por lo que sugiere un uso cuidadoso cuando se le emplee.

9 Estudios reportan que la desigualdad en los ingresos se presenta a partir del nivel de escolaridad secundaria. Se ha observado que los ingresos de la mujer tienden a distanciarse más de aquellos de los hombres con la edad. En promedio, las mujeres de 50 años con educación superior perciben 30 por ciento menos ingresos que los varones de igual escolaridad y edad (Latapí, 1985).

10 Los jóvenes pueden ser definidos como aquellos que se encuentran entre 12 y 29 años de edad.

11 Un ámbito importante dentro de los estudios sobre fuerza laboral femenina es el referente a la medición del trabajo doméstico como una contribución importante que hacen en gran medida las mujeres a las familias y a la sociedad en general. Pedrero (2004) menciona que las horas promedio dedicadas al trabajo doméstico a la semana son 44.9 para las mujeres y 11.5 horas para los hombres. Además de ello, pareciera que entre 30 y 55 años las mujeres trabajan más de 55 horas a la semana realizando trabajo doméstico, ya que en estas edades mujeres tienen un mayor número de hijos dependientes. Asimismo, las hijas tienden a invertir en las labores del hogar un promedio de 25.9 horas a la semana, mientras que sus hermanos solo invierten 9.4 horas a la semana, lo que índica que las inequidades de género se gestan y refuerzan al interior de los hogares.

12 Al respecto, se ha documentado un mayor involucramiento en los trabajos reproductivos en los varones de las generaciones más jóvenes, sobre todo de los estratos de ingreso medio y alto, situación que es más clara cuando sus esposas combinan el trabajo doméstico y el extradoméstico (Rendón, 2004).

13 Se considera al rezago educativo como la condición de atraso en la que se encuentran las personas que no tienen el nivel educativo que se considera "básico", en un momento dado (Muñoz y Suárez, 1994).

14 Sin embargo, Mier y Terán y Rabell (2001) consideran que si los jóvenes se incluyen a los quehaceres domésticos realizados en el propio hogar, cuando estos son declarados como ocupación principal, las niñas mujeres quienes empiezan a trabajar con mayor frecuencia que los varones, convirtiendo el trabajo doméstico una de las variables que mayor influencia negativa tiene sobre el desempeño escolar de estas.

15 Para ello se retomó la clasificación de ocupaciones en cinco categorías propuesta por Pacheco (2005): profesionistas y directivos, no manual semicalificado, no manual, manual y manual no calificado. Se consideró que esta variable podría ser un proxy que reflejara el nivel socioeconómico que las personas tuvieron durante sus primeros años de vida y poder así ubicarlas justo cuando las transiciones que aquí se analizan comenzaron a presentarse. Las tres primeras categorías contribuyeron a ubicar tanto a los individuos como a sus familias dentro del estrato medio, en tanto que las dos últimas permitieron situar a los del estrato bajo. Se eligió trabajar solo con dos estratos, ya que, por el tipo de ocupación parental predominante a lo largo del siglo pasado, la gran mayoría de las personas fueron ubicadas en el nivel bajo, quedando pocos casos en el medio, y por tal ya no era posible desagregarlo a su vez en medio y alto.

16 La edad, como una construcción social, contribuye a diferenciar el curso de vida y es importante desde la perspectiva de las sociedades, los grupos y los individuos. En la mayoría de las sociedades occidentales, el curso de vida está, al menos parcialmente, diferenciado por la edad, con roles sociales y actividades asignados con base en la edad o en un periodo de la vida (Settersten, 2003).

17 El estadístico X2 de la prueba de Wilcoxon (Breslow) para la igualdad de funciones de supervivencia por cohortes de mujeres es de (1) = 5.01 con Pr > X2 = 0.0819.

18 Se debe tener en consideración la presencia de la selectividad inherente a la cohorte más antigua, producto de su edad y del tiempo transcurrido desde su juventud hasta el momento de ser captadas en la encuesta, por lo que solamente se cuenta con la información de personas que lograron sobrevivir a eventos tales como la migración y la mortalidad.

19 La prueba de Wilcoxon (Breslow) para la igualdad de funciones de supervivencia muestra diferencias estadísticamente significativas por cohorte de hombres. El estadístico X2 es de (1) = 21.71 con Pr > X2 = 0.000.

20 Véase también Mier y Terán y Rabell (2004).

21 Tal como se ha documentado en Pérez-Baleón (2012).

22 El estadístico X2 de la prueba Wilcoxon (Breslow) para la igualdad de funciones de supervivencia para la cohorte antigua de mujeres es de (1) = 0.05 con Pr > X2 = 0.8293. Para la intermedia de (1) = 0.08 con Pr > X2= 0.7801 y para la joven de (1) = 0.26 con Pr > X2 = 0.6091. En la cohorte antigua de los hombres es de (1) = 2.91 con Pr > X2= 0.0881. Para la intermedia de (1) = 1.1 con Pr > X2 = 0.2932. Y para la joven de (1) = 2.87 con Pr > X2 = 0.0905.

23 Para estas mismas cohortes y estratos se realizó el análisis de la salida de la escuela. El estudio revela que fueron las mujeres de los estratos bajos de cada cohorte quienes primero dejaron la escuela, sucediendo esto a edades tempranas, les siguieron los varones del estrato bajo. Mientras que los grupos más favorecidos en cuanto a su permanencia dentro del sistema fueron los hombres y las mujeres del estrato medio. Dichas diferencias son estadísticamente significativas (Pérez-Baleón, 2012).

24 Se consideró que la escolaridad podría estar actuando como una variable intermedia del estrato socioeconómico, mismo que estaría aglutinando a las personas con mejores estándares de vida en los niveles más altos de la escolaridad, por lo que se probó un modelo sin los niveles educativos a fin de observar los coeficientes del estrato. Sin embargo, los resultados, tanto para mujeres como para hombres, siguieron indicando que el nivel socioeconómico no hizo diferencia alguna en esta transición.

25 Lo cual coincide con lo encontrado por Christenson et al, 1989; Horbath, 2004; De Oliveira, 2006.

 

Información sobre la autora:

Guadalupe Fabiola Pérez Baleón. Licenciada en Trabajo Social por la Universidad Nacional Autónoma de México. Maestra en Demografía y doctora en Estudios de Población por El Colegio de México. Realizó una estancia doctoral en la Universidad de Brown en el Population Studies and Training Center como asistente de investigación visitante. Actualmente se encuentra realizando un posdoctorado en la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco, Departamento de Política y Cultura, área de investigación: mujer, identidad y poder. Entre sus publicaciones se encuentran: Mujeres mexicanas transitando hacia la adultez. Un acercamiento a través de la Encuesta Nacional de Salud Reproductiva 2003, 2011 y Análisis por cohorte, género y estrato socioeconómico de la salida de la escuela, 2012. Dirección electrónica: ggfabiola@hotmail.com

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