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Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.12 no.47 Toluca ene./mar. 2006

 

Tránsitos territoriales e identidad de las mujeres indígenas migrantes

 

Territorial transits and identity of indigenous migrant women

 

Elizabeth Maier

 

El Colegio de la Frontera Norte.

 

Resumen

Se analizan los impactos contradictorios que las nuevas condiciones de vida y trabajo de mujeres indígenas inmigradas a Baja California Sur han significado para la renegociación de la relación de género y la reedición de la propia identidad femenina. El tránsito desde el núcleo familiar y la absoluta dependencia femenina respecto del varón al espacio público de jornadas autónomas de trabajo salarial, su creciente representación familiar con las instituciones y programas gubernamentales, un incremento notorio en el ritmo de jefatura femenina de familia y la progresiva participación en todas las formas de toma de decisiones familiares y comunitarias conforman un proceso complejo de transformación individual que se debate entre la concientización femenina de tener el "derecho a tener derechos", por un lado, y la falta de tiempo y energía para realizar estos derechos a plenitud, por el otro. El artículo examina la influencia de las nuevas condiciones de vida y trabajo del mercado global en la relación de género y los procesos de sujetivización y ciudadanización de mujeres indígenas inmigrantes.

Palabras clave: migración, migración femenina, mujeres indígenas, género, sujetivización, ciudadanización, Baja California, México.

 

Abstract

In this article I analyze the contradictory effects that new work conditions and lifestyles shaped by migration have had on the renegotiation of gender relations and gender identity, among indigenous, women immigrants to Baja California from Mexico's poorer, southern states. Indigenous women's transit from family-centered labor, and total male dependence, to the public space of autonomous, salaried work shifts, growing family representation with governmental programs and institutions, climbing percentages of female-headed households, and progressive participation en all forms of family and community decision-making, has informed a complex process of personal transformation. On the one hand, there is a growing awareness of "the right to have rights", while on the other, the intense demands of neoliberal socioeconomic conditions leave little opportunity to fully exercise these rights. The article examines the influence of new labor conditions and lifestyles on gender relations, and processes of subjectivization and citizenship of indigenous female immigrants.

Key words: migration, feminine migration, indigenous women, gender, subjetivization; citizenship, Baja California, Mexico.

 

Introducción

El presente artículo explora dos aspectos discordantes del impacto de la actual emigración progresiva de familias indígenas, la consiguiente renegociación de la relación de género y la reformulación de contenidos identitarios de mujeres indígenas que durante las dos décadas recientes han salido de sus estados natales en el sur y centro de México para establecer residencia en las regiones agroindustriales de Baja California.1 Cada vez más se evidencia más que las condiciones estructurales neoliberales subyacentes a la oleada de inmigración indígena femenina en geografías extraterritoriales crean efectos ambivalentes en cuanto al empoderamiento social del género femenino. La creciente conciencia de muchas mujeres indígenas inmigrantes de ser sujetos a derechos se disputa con el sinfín de agobiantes tareas y responsabilidades que asedian su cotidianidad, dificultando así la asimilación plena de estos derechos a la vivencia diaria y la consiguiente edificación de una práctica ciudadana realizada.2 El exceso de trabajo —remunerado, doméstico y familiar—, las huellas físicas y tensiones emocionales de la pobreza, el peso de nuevas responsabilidades sociales —en muchos casos, incrementado por la ausencia del varón—, la demandante y compleja interlocución institucional y la consiguiente escasez de tiempo interrogan a la premisa feminista acerca de la constitución del sujeto femenino a partir del propio reconocimiento del derecho a tener derechos. Las condiciones actuales que asientan a crecientes franjas poblacionales en la geografía socioeconómica de la elemental supervivencia confirman —como Tocqueville afirmó hace tanto tiempo— que no es suficiente reconocerse como sujeto a derechos para gozar del amparo ciudadano, sino que factores de tiempo, medios y oportunidades inciden en la plena realización de un ejercicio de sujetivización, en primera instancia, y de ciudadanización social, en última.3

En el presente texto analizaré en primera instancia los factores que articulan al proceso de creciente autorreconocimiento y valoración experimentado por las indígenas inmigrantes. Enseguida examinaré las condiciones de vida y trabajo del sitio de recepción que inciden en el reacomodo de las relaciones familiares, especialmente la de género, lo que a su vez redimensiona los referentes de pertenencia e identidad, y además inserta la reproducción de la familia dentro de una nueva narrativa de pobreza. Finalmente, revisaré el significado de la tensión entre estos polos de impacto del proceso migratorio en la sujetivación y ciudadanización de las mujeres indígenas inmigrantes.

 

Marcas de la (in)migración en la renegociación del ser4

La conmoción socioeconómica y cultural implícita en el proceso de emigración y relocación residencial ha contribuido a la emergencia de nuevas representaciones de lo que es ser mujer en el imaginario colectivo de las comunidades indígenas de recepción. Muchas mujeres asumen nuevos roles económicos y sociales que reorganizan y amplían los referentes de lo que tradicionalmente perfiló lo femenino en sus lugares de origen. A su vez, aspectos identitarios femeninos tradicionales —como ser madre y esposa— suelen resignificarse debido a la creciente ausencia de los jefes de familia, quienes con frecuencia laboran por largos periodos en otros mercados laborales del circuito agroindustrial regional del noroeste mexicano o en campos de los estados fronterizos estadunidenses. En estos casos de migración masculina intermedia, el repentino ejercicio femenino de representación familiar y la cotidiana toma de decisiones de parte de las mujeres albergan renegociaciones en las acostumbradas relaciones de poder familiares. Gradualmente se empieza a mermar el sello del intenso orden patriarcal que consolidó el funcionamiento familiar en las comunidades de origen. Se perfilan sutiles procesos de disputa de espacios en donde se renegocian los criterios que rigen la relación de género al interior de la pareja, la familia y la comunidad, contribuyendo así a la paulatina democratización del espacio público y privado. Se observa una mayor paridad genérica y generacional que informa la organización y funcionamiento de la familia. Cada vez se escucha la voz de más mujeres y jóvenes que orientan las opiniones, decisiones y acciones familiares.

Mayores ofertas de educación formal para las niñas y las jóvenes, aunado a la posibilidad de alfabetización y estudio para las mujeres adultas en programas federales, más accesibles en los lugares de recepción, registran incrementos notorios en el nivel educativo de las mujeres indígenas. Esto a la vez incide en una renovada auto imagen de las mujeres, mientras que facilita el acceso a la información y contribuye al mejoramiento nutricional de la familia, la utilización de prácticas más efectivas para el cuidado de la salud, prevención de la enfermedad y el respectivo descenso del nivel de mortalidad infantil y materna, entre otros beneficios concretos. El acceso a los cursos de educación reproductiva-sexual como parte del currículo de la educación secundaria ofrece una noción más informada del cuerpo, la reproducción humana y la sexualidad, que permiten a las indígenas jóvenes asociar la voluntad individual con el tamaño de la familia y empezar a inquirirse en torno a su propia relación con la sexualidad. Asimismo, el currículo escolar que atiende los derechos humanos de mujeres, niños y niñas siembra la semilla de sujetivización y ciudadanización en el imaginario de la generaciónjoven, proporcionándoles a la vez herramientas para la defensa de dichos derechos. Sin duda, también juegan un papel en confirmar estos derechos los medios de comunicación que llevan a cabo campañas de los institutos de la mujer y otras dependencias gubernamentales en torno a la equidad de género, los derechos de las mujeres, la planificación familiar, la paternidad responsable y la inaceptabilidad ética e ilegalidad de la violencia masculina hacia las mujeres. Información que sutilmente y de manera negociada se calla en la visión del mundo de los y las receptoras.

La criminalización de algunas prácticas culturales patriarcales generalmente perjudiciales para las mujeres —como los arreglos matrimoniales con niñas o adolescentes muy jóvenes y la violencia intrafamiliar contra ellas— visibiliza nuevos recursos políticos y jurídicos accesibles a las mujeres autóctonas en los sitios de recepción.5 A su vez, modificaciones generacionales de valores y prácticas autorizan nuevas expresiones de participación económica y social que patrocinan un creciente reconocimiento del ser femenino individual y nuevos horizontes de autovaloración. Inmersas en los contextos de las sociedades receptoras, con sus pautas del tiempo, espacio, valores y expectaciones diferenciales, se interrogan algunas expresiones específicas de los regímenes rigurosamente patriarcales de las comunidades originales, donde la exclusión de las mujeres en las instancias que rigen la gobernación de la comunidad fue la norma, mientras que se anclaban los roles familiares de ellas a una vigilancia masculina estricta. A la vez, el imaginario colectivo de las comunidades étnicas de origen solía traducir su mandato patriarcal en pautas comunitarias de restringido acceso a la educación formal, habilidades bilingües, autonomía laboral y salarial para las mujeres, garantizando así la reproducción de las especificidades culturales de género a través de la inapelable dependencia femenina al varón.

Los matrimonios arreglados que imprimen el sello de la autoridad paterna en la definición del compromiso matrimonial de sus hijos e hijas —aun cuando en creciente desuso en los sitios de recepción— todavía constituyen una forma socialmente reconocida de contraer matrimonio para familias de las comunidades de origen y en los lugares de recepción. El ritmo de sustitución de dicha práctica por la selección matrimonial de parte de la propia pareja carga con un diferencial étnico que identifica a ciertos grupos como los de mayor propensión a mantener dichas costumbres. No obstante, indudablemente, la (in)migración ha provocado cambios significativos en los arreglos matrimoniales, tendiendo cada vez más a sustituir la decisión paterna por la selección individual, lo que a su vez contribuye a remodelar la personalidad psico-social femenina. Todas las mujeres entrevistadas expresaron que el matrimonio arreglado suele posicionar a las mujeres en una geografía simbólica subalterna dentro de la relación de pareja, otorgando el poder familiar simbólico y real al varón.

La inmigración también ha transformado el significado social de los hijos, influyendo en el número de niños que las parejas jóvenes desean tener y la accesibilidad a los métodos de regulación reproductiva. Incide en la paulatina aceptación masculina de la planificación familiar, la premisa demográfica de la economía familiar industrializada que advierte "la familia pequeña vive mejor". La lógica económica que rige el decreciente número de niños por mujer se fortalece entre los hombres jóvenes con los discursos emergentes que circulan en los medios masivos de comunicación sobre una masculinidad que da valor a ser padre no sólo por el estatus genérico que otorga la paternidad a los varones por representar su potencia reproductora (López, 2001), sino por la posibilidad de entablar relaciones de calidad más horizontales con los hijos. Al mismo tiempo, los ajustes registrados en los contenidos identitarios del género femenino, la oferta de nuevos recursos jurídicos y las negociaciones graduales al interior de la relación de género tienden a resaltar y revalorar las contribuciones socioculturales y económicas de las mujeres a la familia y a la comunidad.6 Esto se traduce en el creciente reconocimiento femenino de ser sujetos de derechos, lo que a su vez perfila a una ciudadanía femenina emergente,7 adentro y afuera de las fronteras étnicas de sus propias comunidades.

 

Los agobios de la globalización neoliberal

Mediando el proceso de sujetivación y ciudadanización de las mujeres están las pautas de la coyuntura económica que constata la progresiva merma del concepto de salario familiar8 de las y los indígenas asalariados, quienes requieren de múltiples ingresos —frecuentemente generados en geografías separadas y distantes— para satisfacer las necesidades elementales de reproducción familiar. Esta complementariedad salarial fija dobles y triples jornadas para las mujeres cuyos horarios se hinchan de tareas incesantes. Aun así, la participación femenina autónoma en la economía formal, su condición de sujeto salarial,9 su nueva influencia en la toma de decisiones familiares y comunitarias no siempre se asimila con facilidad por parte de los varones formados socioculturalmente para contar con parcelas de poder familiar notoriamente mayores a razón de género. Muchas de las entrevistadas indicaron que en la medida que ellas asumen nuevas tareas los hombres tienden a renunciar a sus responsabilidades familiares. A la vez que el acceso más fácil y uso más frecuente de drogas y alcohol en las localidades de recepción formula interrogantes en cuanto al vínculo entre el uso creciente de dichas sustancias y la mengua del poder patriarcal entre un porcentaje creciente de primera y —sobre todo— segunda generación de hombres y adolescentes varones inmigrantes. A la vez, el alcoholismo y la drogadicción refuerzan los cambios al interior de la familia, toda vez que impactan negativamente la capacidad masculina de mantener un empleo permanente y asumir sus obligaciones familiares, lo cual aumenta el trabajo de la mujer y los hijos. A menudo, esta situación incide en escenarios de agresión masculina hacia las mujeres, pero la violencia genérica actual se sitúa en el contexto de su criminalización en las sociedades receptoras y el creciente reconocimiento femenino de contar con mayor respaldo de las autoridades y leyes locales para enfrentar el maltrato masculino.10

 

El sentido de la inmigración masculina intermedia

Los alcances genéricos de la ausencia masculina a causa de la emigración laboral hacia los Estados Unidos u otros mercados regionales de trabajo en México también abonan una experiencia contradictoria para las mujeres, quienes mezclan nuevas experiencias de empoderamiento como sujetos de derechos y leyes, con una sobrecarga de trabajo y responsabilidades que inscribe la sensación física y emocional de agobio y agotamiento a los procesos de sujetivación. Dicha disputa en la conformación del sujeto femenino inmigrante integra un ethos sentimental11 que contrasta sentimientos de pérdida, dolor, humillación, culpa, fatiga emocional y una sensación profunda de victimización, con el autorreconocimiento progresivo de la individualidad femenina, el derecho a tener derechos, la apropiación creciente de las libertades personales y la constitución de un sujeto que cada vez más informa y forma su vida con sus propias opiniones, deseos y decisiones. Dicha condición genérica encierra la intersección de varias acepciones de exclusión social, por ser mujer, por ser indígena y por ser pobre, y ejemplifica la polarización contemporánea entre incluidos y excluidos, entre los ganadores de beneficios, oportunidades, privilegios, prosperidad, ciudadanías globales y los perdedores de posibilidades, localizaciones históricas, capacidades, bienestar y futuro. Un desgarramiento que se sitúa al exterior y al interior de los mismos individuos, en quienes se cimienta la experiencia vivida de muchas mujeres indígenas pobres, inmigradas a nuevos contextos geográficos sin la presencia constante o —en su caso, efectiva— de la pareja.

Touraine (1997) llama a las transformaciones actuales del mundo la "desmodemización" lo que define como la disociación entre la economía y las culturas, y la degradación consiguiente de uno y otro campo. La desmodernización descansa en dos movimientos: la desinstitucionalización, que apunta al debilitamiento de las normas codificadas que regían las conductas, y la desocialización, que indica la desaparición de los roles, normas y valores sociales que anteriormente organizaban el mundo vivido. Según el autor, la disfunción de ambos procesos de encauzamiento de la conducta humana resulta en que "el sistema y el actor ya no se encuentran en reciprocidad de perspectivas sino en oposición directa" (1997: 48). Los efectos positivos de esta mutación indican un desplazamiento del análisis desde el sistema, como mega relato, hacia el actor. En este escenario la noción del Sujeto toma centralidad frente a la categoría de sociedad. Este desplazamiento del centro nos obliga, dice Tourraine, a razonar de manera totalmente diferente.

De hecho, la naturaleza de la ciudadanía en las condiciones mundiales actuales provoca interrogaciones y revisiones. En estos tiempos de fragmentación productiva, migraciones masivas, comunidades trasnacionales e identidades híbridas con lealtades repartidas y contestadas, el propio concepto de ciudadanía parece —como señala Sassen (1998: 51)— haber entrado a una fase de revisión correspondiente a las transformaciones actuales de las condiciones socioeconómicas, culturales y políticas que amoldaron la acepción del término en la temprana y mediana modernidad. Rememorar la construcción de la praxis de la ciudadanía —con sus especificidades occidentales convergentes al desarrollo de las sociedades industriales y la paulatina agregación de perfiles colectivos ciudadanos según condiciones socioeconómicas concretas y la constitución de agencias colectivas y reclamaciones particulares— sugiere que la era de la globalización impugna algunas de las premisas subyacentes al mismo concepto de ciudadanía, como las de garantías básicas a la vida, la igualdad y la felicidad. En este sentido, Sassen (1998: 54) identifica al campo de los derechos económicos y sociales como la dimensión que refleja mayor desajuste, amenazando actualmente a ignorar el derecho al bienestar y a la supervivencia de grandes contingentes de personas.

En este sentido, algunos autores (Gideon, 2002: 176) cuestionan la viabilidad de las economías de libre mercado en asegurar a los derechos económicos y sociales, indicando que dicho modelo económico no garantiza el mínimo grado de universalidad en el acceso a los recursos necesarios para el bienestar socioeconómico. Si la redistribución del poder y recursos en escala nacional e internacional es —como afirma la escritora— una lejana precondición para la realización de los derechos económicos y sociales, no resulta menos inquietante su advertencia, que los derechos económicos cargan con el sesgo de género, favoreciendo exclusivamente al campo de la economía productiva en prejuicio de la economía reproductiva (Elson, Evers, citada en Gideon, 2002). Considerando que las mujeres siguen ocupándose en gran parte de las labores de la economía reproductiva tanto en las comunidades indígenas como en la gran mayoría de las culturas, una porción significativa de su trabajo permanece huérfana del amparo de los derechos económicos; aun en la actualidad, está precisamente en los intersticios entre dicha valorización disímil de las economías productivas y reproductivas donde se sigue situando la constitución de la ciudadanía femenina de segunda (Lister, 2000, citada en Gideon, 2002). La reconceptualización de lo económico como una articulación entre lo privado y público, el reconocimiento de las tareas de reproducción doméstica y cuidado familiar como íntegras a la noción de economía, tendrían —según Gideon (2002)— que anteponerse a la deconstrucción de la ciudadanía de segunda de las mujeres. No obstante, a pesar de las condiciones estructurales desfavorables para el ejercicio ciudadano de crecientes números de personas y la exclusión del trabajo reproductivo de la concepción misma de los derechos económicos, la tendencia implícita de los procesos (in)migratorios a situarse dentro de contextos de mayor urbanización, asalarización e institucionalización del ámbito público, advierte nuevos espacios en que las indígenas inmigrantes puedan empezar a reconocerse como individuos, sujetos a derechos y agentes de acción social.

De tal manera, mientras que la (in)migración parece crear las condiciones en que las mujeres autóctonas pueden paulatinamente desatarse de muchas restricciones tradicionales genéricas de sus comunidades de origen, promocionando así la renegociación de parcelas de poder y oportunidad adentro y afuera de los confines de la familia, a su vez dicho proceso de reinserción extraterritorial remite a nuevos alcances de la etnización de explotación, reeditando así la pobreza de estas familias en condiciones socioeconómicas y culturales distintas. Para dichas inmigrantes, las nuevas circunstancias entrañan la extensión, intensificación y feminización de las obligaciones laborales y sociales. Tal sentido disputado de las condiciones estructurales actuales para el empoderamiento y ciudadanización de las mujeres indígenas inmigrantes rebasa la noción feminista tradicional de la ciudadanización femenina como una "ciudadanía de segunda" (De Beauvoir, 1981; Nussbaum, 2000; Gideon, 2002), para situarse más bien en un terreno conceptual distinto, que se podría llamar ciudadanía inconclusa, donde la creciente conciencia de los derechos civiles y humanos no necesariamente garantiza su realización plena. La falta de tiempo sy energía propia de la aguda necesidad económica de sus familias, las jornadas excesivas de trabajo, sus responsabilidades múltiples y los contextos culturales hegemónicos de las comunidades receptoras intensamente discriminatorios que demanden de ellas un esfuerzo mayor para lograr el respeto de estos derechos, confluyen todos en obstaculizar un ejercicio ciudadano más agenciado.

 

Recreando las narrativas de (in)migración

Inmersa en el marco de las políticas nacionales e internacionales de la globalización neoliberal, la masificación de la (e)migración indígena contemporánea corresponde a una serie de factores que durante la última década han reconfigurado el México rural. La privatización del ejido a partir de la revisión constitucional de la reforma agraria (artículo 27 constitucional) en 1993, la desregulación de los subsidios gubernamentales para los granos básicos, la inaccesibilidad campesina a los préstamos bancarios privados y gubernamentales, la restricción radical del presupuesto social federal y el consiguiente acceso reducido al anterior tejido de servicios sociales; los precios agrícolas del mercado mundial progresivamente contraídos, la preservación de los subsidios agrícolas desleales en los países altamente industrializados y las importaciones agrícolas sobrecompetitivas resultantes, confluyen todos en fomentar el éxodo indígena de sus comunidades ancestrales.

Una temprana división sexual de (e)migración de las décadas de 1950 y 1960 y el primer lustro de los setenta forjó las rutas de la diáspora indígena actual, las cuales se anclaron originalmente en representaciones genéricas que asociaron la producción agrícola con la masculinidad y tareas vinculadas a la reproducción doméstica con lo femenino.12 Se perfiló una división sexual territorial de la emigración indígena que promovió la colocación de las mujeres en las ciudades con sus labores reproductivas domésticas asalariadas y los hombres en las áreas rurales en la producción agrícola capitalizada. La década de 1980 atestiguó un cambio mediante el flujo continuo y creciente de familias indígenas asentándose en diversos sitios de recepción en California, Estados Unidos, y Baja California, México (Kearney, 1991, 1995; Velasco, 2002). Familias que trabajaban en la producción agroindustrial a partir de una unidad de trabajo familiar inicialmente regida por pronunciados parámetros patriarcales que otorgaban al hombre la representación familiar simbólica y la responsabilidad de los arreglos e intermediaciones con la sociedad externa. Dichos arreglos comprendieron la negociación de la fuerza de trabajo de las y los integrantes de la familia, el cobro salarial de todos sus miembros y la toma de gran parte de las decisiones sobre la repartición y administración de los ingresos. Dicha forma de entablar relaciones laborales funge a la vez como un dispositivo de reproducción de la propia relación de género agudamente asimétrica. Deja a las mujeres sin voz ni voto, y sin los recursos tradicionales de las alianzas incrustados en la extensa red de parentesco de los poblados de origen. En este sentido, el papel de ellas en otra red —la migratoria— significa la gradual reconstrucción de las alianzas y tejidos familiares de apoyo.

La inmigración de familias indígenas a la región de las Californias selló progresivamente la marca de la multiculturalidad étnica sobre el paisaje fronterizo, a través de dichas redes migratorias comunitarias migraron de sus pueblos de origen a los asentamientos y mercados de trabajo donde parientes, compadres y paisanos facilitan su inserción en territorios, contextos culturales nuevos y desconocidos, además de orientar su traslado hacia otros mercados laborales al otro lado de la frontera. Velasco (1995) señala que las mujeres, a través de sus responsabilidades en la división sexual del trabajo, desempeñan un papel fundamental en la reproducción de redes migratorias y, por lo tanto, en la recreación de la cultura étnica en espacios extraterritoriales. En trabajos anteriores he señalado que dichas redes tienen un doble significado diferencial según género, implicando por una parte más trabajo para las mujeres anfitrionas que para sus parejas, dado que se registra un incremento en las tareas domésticas y en la extensión del horario dedicado a las labores reproductivas. Empero, también se anota un impacto diferencial según el género de las visitas. Los varones implican la extensión e intensificación del trabajo doméstico de ellas, mientras que las visitas femeninas —solas o en pareja— suelen reducir su carga del trabajo doméstico porque asumen la parte del trabajo reproductivo correspondiente y frecuentemente alivian las tareas propias de la anfitriona (Maier, 2003). Si bien el papel de las mujeres indígenas sustenta el funcionamiento y la reproducción de las redes migratorias, a la vez éstas encierran y recrean a la tradicional asimetría genérica, anclada a una división sexual del trabajo donde lo femenino subalterno está inscrito al ámbito privado y a las labores de la reproducción cotidiana y generacional de la familia.

Dicho flujo progresivo de (in)migrantes indígenas trasterritoriales o trasnacionales arraigó a las razones económicas de supervivencia subyacentes a la emigración en una nueva estrategia globalizada de resistencia cultural que reubica la cultura dentro de las fronteras de desplazamiento, estira la identidad sobre territorios extendidos y anexa la pertenencia a comunidades fraccionadas en múltiples direcciones.13 Después de décadas de producción campesina agonizante en México, la (e)migración permanente resulta ser la opción preferencial de supervivencia de las generaciones de jóvenes campesinos.14 En algunos poblados de la región mixteca de Oaxaca, por ejemplo, se registra un ritmo de emigración de hasta 90 por ciento de la población total, y sólo se queda la población de edades mayores (Ruiz, 2002: 55). "La mayoría de los pueblos de allá se están quedando solos", afirmó una de las entrevistadas a manera de resumir la situación de la zona de la Mixteca Baja en Oaxaca.

Contrastado con la migración indígena circular de las primeras décadas de la última mitad del siglo XX, cuyo objetivo principal se ancló en la reproducción de la economía familiar campesina, gran parte de la emigración actual de parejas y familias nucleares busca establecerse en otros espacios geográficos que ofrezcan mejores oportunidades de vida. Sobre todo se persigue el empleo, pero el acceso a la educación para los hijos, la atención médica y los servicios comunitarios también animan al abandono de sus comunidades de origen. Las mujeres consultadas señalaron la inviabilidad económica de sus poblados de origen y la consecuente profundización de la pobreza extrema como la primera causa de la emigración. No obstante, ubicaron a la aspiración de una relativa movilidad socioeconómica generacional —a través de la educación de sus hijos e hijas— en un segundo lugar de sus motivaciones, indicando así como las estrategias migratorias contemplan diversos incisos que combinan y complementan la necesidad de la supervivencia elemental con propuestas de desarrollo familiar y comunitario. "Sufrí mucho cuando estaba yo chica, pero a mis hijos no los dejo sufrir porque eduqué en un lugar más mejor; puedo ganar para que termine de estudiar (para que), come bien, viste bien", afirmó otra de las entrevistadas.

En la comunidad de destino Cañón Buenavista, Baja California,15 las labores domésticas propias y ampliadas a razón de la hospitalaria recepción a los recién llegados se entretejen para muchas mujeres con las jornadas de trabajo agrícola asalariado, el trabajo doméstico remunerado o el empleo en una de las dos fábricas maquiladoras que se instalaron hace unos años en el poblado.16 Otras mujeres yuxtaponen sus labores domésticas —propias y ampliadas a razón de la hospitalidad—, el empleo asalariado de jornalera y la producción y comercialización de artesanía de tejido o bordado, que en algunos casos puede resultar la actividad remunerada principal. Para otras mujeres, la producción artesanal es de ciclo específico, y complementa económicamente los momentos de baja demanda de mano de obra agrícola y la consiguiente disminución de los ingresos familiares. Algunas mujeres más jóvenes —tanto mixtecas como triques— se dedican al desarrollo de servicios novedosos para el mercado turístico estadunidense (en particular, para las jóvenes méxico-americanas de primera y segunda generación), trenzando el cabello y aplicando maquillaje facial a las visitantes internacionales en los centros turísticos locales, lo que es la actividad remunerada actual de menor desgaste físico y mayores ingresos para las mujeres. Complementando estas vías de ingreso, otras inmigrantes indígenas se dedican a vender productos nutricionales y de salud bajo esquemas empresariales piramidales, que proponen incorporar a las compradoras-vendedoras de productos, a la familia extensa empresarial mediante reducciones de los costos según la cantidad de nuevas clientes incorporadas. Los ingresos obtenidos suelen destinarse al consumo de los mismos productos para el uso propio o familiar, empleando así los ingresos adicionales en la satisfacción de nuevos criterios del cuidado de la salud como resultado de la apropiación de nuevos discursos sobre la salud y la nutrición que circulan en los medio de comunicación; las instituciones y programas gubernamentales dirigidos a la población de menores recursos y la propia empresa productora de dichos artículos a través de sus cursos de capacitación y materiales de promoción.

La mayoría de las entrevistadas salieron de sus pueblos por primera vez a edades muy jóvenes, muchas de ellas a los siete u ocho años, cuando iniciaron su vida laboral como jornaleras en los mercados laborales agrícolas del circuito noroeste de México. Acompañando a sus padres u otros parientes cercanos, las niñas formaron parte de la unidad familiar de trabajo y aprendieron desde pequeñas el oficio del campo industrializado. Se educaron en los requerimientos de los distintos productos, se familiarizaron con el esfuerzo diferencial exigido por cada producto y aprendieron los cuidados físicos e indumentarias necesarias para aguantar las largas y calurosas jornadas. Las condiciones de trabajo y vivienda fueron tan ásperas y humillantes que el sufrimiento se configuró como la característica emotiva primordial del ethos sentimental de las migrantes jóvenes. La tristeza, la pena, el enojo y el resentimiento acompañan sus recuerdos de la intensidad de sol a medio día, el calor de las múltiples capas de ropa que usan en los campos,17 las jornadas extendidas, el dolor de los músculos de las piernas y la espalda agachada, el hacinamiento de las galeras compartidas con familiares y desconocidas, el polvo de los caminos que llena la boca seca si no se cubre con pañuelo, y la falta de agua para beber que no fuera la de los canales de riego contaminado por pesticidas, animales muertos en descomposición y otros tipos de desechos. Condiciones existenciales y laborales inadecuadas y violatorias de las leyes de trabajo y la dignidad humana marcaron la niñez y moldearon la subjetividad adulta de estas inmigrantes indígenas en Cañón Buenavista, reconfirmando y reproduciendo su posicionamiento social como subalternos económicos, étnicos y genéricos en las sociedades de recepción y en la propia, respectivamente.

Inmersas en la resignificación de la pobreza en espacios territoriales y culturales nuevos, sin duda, esta estrategia móvil de desarrollo y resistencia cultural contiene sus propias contradicciones que inciden en la reproducción cultural de los grupos autóctonos. Se observa que la primera generación de inmigrantes suele reanimar un sentido fuerte de identificación étnica a partir de procesos de reorganización de la pertenencia y reedición de la identidad en medio de los discursos culturales del nuevo contexto y la intensa discriminación sociocultural que imperan en los sitios de recepción. Sin embargo, el contacto de las nuevas generaciones con las estructuras institucionales de las sociedades receptoras fomentan ajustes culturales, adaptaciones, fusiones y culturas híbridas (Bhabha, 1994), que diluyen la intensidad del compromiso identitario con la comunidad de origen, frecuentemente perturbando, fragmentando y aun interrumpiendo la apropiación y reproducción de los bienes simbólicos culturales.

Muchas de las jóvenes indígenas de la generación nacida en los sitios de recepción no hablan —ni les interesa aprender— el idioma original de sus padres. Ellas hablan, piensan e imaginan a partir de las referencias simbólicas del español, idioma que configura su forma de acercarse a la vida social, aprender, entablar relaciones personales, sociales y poblar el imaginario colectivo simbólico. Frecuentemente, estas jóvenes forman parejas con hombres de otro grupo étnico —también nacidos en el lugar de recepción—, con quienes se comunican en español —ya no como metalenguaje, sino como idioma asimilado, propio—, con lo cual socializan y aculturalizan a sus hijos. La mayoría de las jóvenes entrevistadas nacidas en sitios de recepción bajacalifornianos tampoco mantienen vínculos consistentes y estables con los poblados originarios de sus padres. A pesar de la comunicación directa con parientes y paisanos que llegan del poblado, los videos y fotos de los sitios de origen que con frecuencia circulan entre las y los inmigrantes, las infrecuentes visitas a la cuna cultural —ya no anuales, sino cada cuatro o cinco años, si acaso— resultan ser viajes turísticos-familiares que sirven tanto de identificación como de diferenciación. Las jóvenes —y aun la mayoría de las mujeres maduras— afirman sentirse diferentes de las paisanas del pueblo; tienen distintos modos de ser, estar, hablar, mirar a la gente, reírse, vestirse y lucirse; tienen distintas expectativas para su vida; cuentan con mayores posibilidades y opciones. En este sentido, una estudiante universitaria mixteca de California apuntó:

En el pueblo, algunas me ven como un modelo, pero otras quizás me ven como una extranjera que no tiene los mismos morales del pueblo, que ya rompí todas las reglas, que ya soy una persona de la calle, que no valgo mucho porque ya he viajada bastante, ya tengo otras ideas en la cabeza. Otras personas me admiran: (me dicen) qué bueno que estás estudiando. Estamos muy orgullosas de ti, échale ganas. Me preguntan sobre mis estudios y me dan su admiración.

La tradición —dice Giddens (2003: 38-47)— siempre ha sido una empresa flexible, en tránsito perenne hacia renovadas expresiones, ajustada a las circunstancias y los tiempos, continuamente en tensión entre la reconfirmación, revisión y reinvención. Sin duda, la inmigración desafía la tradición, reubicándola dentro de contextos desterrados y desnaturalizados que a su vez inciden en relabrar su forma y contenidos. La reubicación de la cultura faculta una revisión inevitable de la tradición, mientras que nuevas circunstancias interceden en la reformulación de prácticas y creencias que moldean percepciones inéditas de las relaciones, responsabilidades y derechos. El género es uno de las relaciones más sensible a rearreglos y ajustes. Y aún cuando las pautas tradicionales de género han sustentado los procesos de emigración/inmigración indígena, la tradición misma se sacude cuando las mujeres transitan los dominios habitualmente masculinos, como exigen los retos de la supervivencia familiar en las condiciones económicas actuales de la globalización neoliberal (Maier, 2004).

Aprender a negociar la vida diaria sin el permiso tradicionalmente requerido del varón para todas las actividades femeninas —es decir, aprender a conceder el propio permiso—, entablar relaciones sociales, laborales, comunitarias, amistosas —y aun amorosas— sin la mediación masculina, administrar el propio salario, transitar mayores distancias con mayor libertad, y gestionar, endeudarse y comprar propiedad, son algunas dimensiones del cambio que llega al corazón del tejido patriarcal tradicional en donde se subsume a las mujeres al dominio masculino. La transición que experimentan las mujeres de pasar de la dependencia total al manejo masculino del salario a ser sujetos laborales autónomos que cobran sus propios sueldos, anuncia muchos cambios efectivos en sus vidas: cambios alojados en la dimensión relacional de la vida cotidiana. La mayor seguridad económica resultado del propio control presupuestal, aun cuando extremadamente significativa para las inmigrantes, es sólo uno de los beneficios de la autonomía laboral. Muchas experiencias relacionales nuevas que fogueen a nuevas aptitudes, habilidades y maneras de percibirse están ancladas a dicha reformulación de la identidad femenina tradicional de las comunidades de origen.

Por ejemplo, el trabajo asalariado autónomo proporciona las condiciones en que las mujeres puedan seleccionar amigas fuera de los márgenes de las redes familiares. En las comunidades tradicionales el concepto de amiga no existe para las mujeres. El equivalente sentimental de amiga se localiza dentro de los parámetros del parentesco y compadrazgo, ese rol lo adoptan las hermanas, las primas, las tías, las madrinas y —sobre todo— las comadres. Esto no significa una variación en la intensidad emocional, pero sí remite a parámetros afectivo-relacionales distintos, basados en criterios diferenciales de lo compartido por adscripción, por un lado, y por afinidad de intereses, por el otro. Aunado a estos cambios relacionales asociados a las condiciones de autonomía laboral femenina, también aprenden ellas a manejar la atención y avances de otros hombres sin la mediación de sus maridos o padres. De la misma manera, se familiarizan con las relaciones de poder y las problemáticas particulares de los sitios de trabajo, estableciendo relaciones directas con el mayordomo o dueño de la empresa y —con menor frecuencia— formulando demandas vinculadas a las condiciones laborales y asociándose colectivamente en defensa de sus derechos. A pesar de que estos cambios podrían considerarse una deuda social de la época en la modernidad temprana, sus efectos en la constitución de las subjetividades también forma parte de la era globalizada. "Estamos en medio de una revolución global", dice Giddens (2003: 51), "se trata de cómo nos percibimos y cómo establecemos vínculos y conexiones con los demás".18

Aun cuando el proceso transformacional ha sido paulatino, para muchas mujeres indígenas la migración albergó la semilla del reacomodo de su relación con los(as) demás y consigo mismo, tomando forma y afianzándose en momentos claves del mega-relato migratorio indígena. En este sentido, la experiencia migratoria de las décadas de 1950 y 1960 y aun parte de la de 1970 mostró una división sexual territorial de la emigración a partir de una tendencia masculina rural-rural y otra femenina rural-urbana (Arizpe, 1975). En la mayoría de los casos, los varones se dirigieron a los mercados agrícolas donde se empleaban como jornaleros agrícolas y las mujeres se encaminaron hacia las ciudades donde se colocaron como empleadas domésticas en las casas de familias acomodadas. Aun cuando las jóvenes vivieron en la casa y bajo las reglas de familias empleadoras, enviando el grueso de sus ingresos a su familia en la comunidad de origen, nuevas libertades implícitas en la ausencia de la vigilancia rigurosa familiar y comunitaria, el impacto del espacio y anonimato urbano en la reconfiguración de nociones incipientes de individualidad, empezaron lentamente a transformar las expectativas y trasgredir los acatamientos tradicionales de género para la generación joven de mujeres. En particular, la figura del novio, la ideal del amor romántico y el deseo de un matrimonio seleccionado empezó a invadir el imaginario colectivo de las mujeres indígenas jóvenes, iniciando la gradual sustitución del modelo matrimonial tradicional de arreglo familiar y contribuyendo en unas décadas más al inicio de una renegociación paulatina de las relaciones de género que trae implícito lo que Schmukler y Di Marco (1997) llaman procesos de mayor "democratización familiar". Así, también acontece el tránsito de un paradigma sentimental basado en el respeto y la obediencia a uno que descansa en la libertad de selección, el anhelo del amor romántico (Besserer, 2000) y la emergencia de la noción del individuo femenino, siempre inserta en procesos de disputa y negociación con las redes familiares y comunitarias, con los discursos que constituyen el habitus "sexuado y sextante de las mismas mujeres" (Bordieu, 1996: 25).19

Las crecientes responsabilidades sociales de las mujeres inmigrantes como las principales interlocutoras con una multiplicidad de instituciones oficiales y privadas20 y la intensificada visibilización social y económica de las mujeres indígenas en las comunidades extraterritoriales han conducido a una paulatina re-representación de lo femenino en el imaginario colectivo de las comunidades extraterritoriales. Dicha flexibilización de los parámetros genéricos emana de una serie de factores ligados a la (in)migración pero no exclusivamente producto de ella, entre los cuales destacan los siguientes: la sujetivización laboral y salarial femenina —es decir, la búsqueda y contratación individual del trabajo y el cobro del propio salario sin la intermediación del varón; la creciente sustitución de los matrimonios arregladas por la propia selección de pareja; el incremento en la edad de contraer matrimonio; el incremento de la edad del primer embarazo y parto; mayor aceptación cultural de la planificación familiar y la consiguiente reducción del número de hijos por mujer; mayores niveles de educación formal para las mujeres de las generaciones más jóvenes; acceso a información más extensa y científica acerca de una multiplicidad de temas, y la progresiva circulación en el imaginario colectivo cultural del discurso de los derechos de las mujeres.21 Empero, es la ausencia física de la pareja de manera permanente o por largos periodos de tiempo lo que posiciona a las mujeres como virtuales jefas de una familia globalizada, disgregada, trasterritorializada y —frecuentemente— trasnacionalizada, situándoles no sólo como las responsables del pleno funcionamiento familiar, sino también como administradoras de su propia movilidad espacial y sentimental.

En las comunidades de origen, la sabiduría popular predice una vida difícil y triste para la mujer sola. Las labores duras del campo —consideran— requieren del trabajo masculino, la mujer necesita de la protección del hombre para contrarrestar la amenaza simbólica y real —en muchos casos— a su integridad de parte de otros varones. Las pocas mujeres entrevistadas que tomaron la determinación de salir solas de sus pueblos para fugarse de una situación de violencia matrimonial siempre encontraron una nueva pareja en muy poco tiempo en los campos de labor en camino o al llegar al sitio de destino. Asimismo, la mayoría de las mujeres abandonadas o separadas también suelen "rejuntarse" al poco tiempo con un hombre que legitima la organización familiar con la autoridad masculina, a la vez que contribuye a los gastos de la reproducción familiar. Los tiempos actuales de desarraigo sacuden la noción tradicional de la estabilidad vitalicia de la pareja. La migración desordena lo tradicional, sacude la certeza de las acostumbradas pautas de comportamiento, cuestiona los valores tradicionales, fragmenta a las familias, introduce nuevas prácticas y abre espacios físicos, simbólicos y sociales en donde las mujeres sinmigrantes inician nuevos comportamientos relacionales, volviéndose actoras activas en la selección de parejas románticas también fuera de los parámetros que fije la normatividad genérico tradicional.

A la vez, la migración de los maridos pone en riesgo la permanencia de la pareja porque ofrece la oportunidad de entablar otras relaciones amorosas en camino, lo cual significa que el jefe de familia reduzca su envío de dinero a la esposa. El retraso en el envío o la reducción de la cantidad del dinero que el marido envía inevitablemente remite al terreno de la suspicacia, la vulnerabilidad y la inseguridad. Para algunas de las esposas esta incertidumbre económica y emocional —que en algunos casos no deja de evocar sensaciones de abandono en el imaginario femenino— instiga a la búsqueda de una mayor presencia sentimental. En estos casos, la necesidad del apoyo masculino, de compañía, comprensión y la novedad del amor22 retan a las pautas tradicionales de conducta femenina, que están enterradas en lo profundo del tejido subjetivo como reflejos habituales —lo que Bourdieu llamó habitus— de la división sexual de la moralidad. No obstante, de nuevo estas mujeres se encuentran en un campo ambivalente, un terreno interior disputado entre la apropiación del dominio propio, por un lado, y un sentimiento de profunda culpabilidad que les produce la transgresión de las pautas morales tradicionales, por el otro.23 El tránsito identitario entre un ser socializado a depender del varón para tomar todas las decisiones e intermediar entre ellas y las instituciones sociales y culturales y —de pronto, sin ninguna preparación previa— una persona que tenga que asumir lo grueso de las responsabilidades familiares económicas, sociales y culturales, indudablemente reconfigura las geografías exteriores e interiores donde las mujeres pueden explorar una movilidad anteriormente desconocida. Arropadas con sentimientos encontrados entre la necesidad de sentirse apoyadas, el miedo de saberse transgresoras y la satisfacción de la libertad de decisión, ellas se debaten solas —y frecuentemente en silencio— en el proceso de renegociación de los nuevos márgenes del comportamiento femenino aceptable en las condiciones globales. Dicho proceso de búsqueda, autodesconocimiento, atrevimiento y habilitación del propio personaje está forjando mujeres más decididas, independientes y seguras de lo que quieren y de cómo analizar, medir y asumir la responsabilidad de sus acciones y su vida.

 

La brevedad de concluir

La inmigración incide en la transformación paulatina de la manera en que las mujeres indígenas se perciben a sí mismas: a su papel en la pareja, en la familia, en el trabajo y en la comunidad, asimismo, interviene en cómo los hombres y mujeres re-representan al género femenino en el imaginario colectivo de sus comunidades diaspóricas y también de las originarias. Empero, dicha transformación no es homogénea ni es evolutiva, sino que varía su naturaleza según factores como la intensidad de la identificación étnica, la edad de inmigración, la edad actual, la escolaridad, el ciclo de vida, la periodicidad y calidad de la presencia del varón en el hogar, la jefatura real de la familia y las oportunidades de apropiarse de los discursos circulantes sobre los derechos de las mujeres, constituyendo así una diversidad de procesos de reorganización identitaria y renegociación genérica. La tensión entre una creciente sujetivación femenina, la todavía considerable influencia del habitus genérico tradicional y las agobiantes presiones de las múltiples responsabilidades impuestas por las condiciones de la globalización neoliberal a la vida cotidiana de las inmigrantes indígenas pobres, establece una narrativa identitaria surcada por la marca de la ambivalencia y expresada a través de sentimientos contrastantes y encontrados.

Por un lado, las nuevas condiciones económicas y sociales del contexto de recepción convergen en proporcionar una mayor movilidad geográfica, social, económica, cultural y emocional en que las mujeres pueden constituirse en sujetos de su propia vida, su vida familiar y de su comunidad. Dicha sujetivación femenina descansa en la creciente certeza del derecho a tener derechos y en el acceso a la información de cómo y dónde hacer válidos dichos derechos. No obstante, la intensa jornada femenina —que advierte la recreación de la pobreza en las nuevas condiciones del entorno de recepción y resulta en la combinación de por lo menos tres ejercicios laborales,24 además de la frecuente necesidad de asumir plenamente la jefatura de la familia a raíz de la continúa migración masculina, el abandono o la separación— agobia y agota a las mujeres, dejándoles con poco tiempo y energía para convalidar plenamente sus derechos y ejercer una ciudadanía más agenciada y realizada.

Particularmente para las mujeres que asumen la jefatura real de la familia, los cambios experimentados en las distintas dimensiones de movilidad y en el ejercicio de toma de decisiones sobre la dirección de su vida, les sitúa en un terreno conductual novedoso, donde ellas pueden redefinir las fronteras de su comportamiento. Este ir y venir entre el mandato femenino tradicional y la trasgresión de las pautas del habitus genérico consuetudinario se cristaliza en la emergencia de otro campo sentimental ambivalente, enraizado en la acción íntima. Allí en lo profundo de la experiencia emocional-afectiva se debaten entre los mensajes interiorizados y ordenadores de la conducta femenina tradicional y las nuevas necesidades emocionales descubiertas a partir de los cambios asociados con la inmigración —intermediaria para los varones— y la fragmentación de la familia.25

Lo que la vivencia de estas mujeres indígenas inmigradas advierte es una tendencia hacia el empoderamiento creciente de las mujeres en espacios públicos, sin la debida corresponsabilidad masculina en el ámbito privado y, en ciertos casos, con una relativa o total renuncia de responsabilidad económica y familiar de parte del varón. Por esto parece que las condiciones objetivas de la globalización neoliberal exigen de ellas una sobrecarga de trabajo y excesivas responsabilidades familiares, de lo cual resultan transformaciones profundas pero contradictorias al interior de la subjetividad femenina que dejan a las mujeres inmersas en un vaivén emocional entre sentimientos de creciente seguridad personal, autonomía y autovaloración y una sensación invasiva de soledad y agobio.

Dicha situación cuestiona el sentido de la equidad de género, sugiriendo la necesidad de políticas públicas precisas y transversales que alivien la pesada carga de entrecruzadas jornadas de trabajo y responsabilidades familiares, que atiendan a las necesidades económicas, sociales y culturales del desarrollo familiar e individual de las familias indígenas inmigrantes. Asimismo, se visibiliza la necesidad de realizar programas para hombres y mujeres que exploren los significados sociales y culturales para ambos géneros del momento actual de la (in)migración estratégica, de las crecientes diásporas étnico-culturales, la progresiva fragmentación familiar y las transformaciones veloces en las formas y geografías de producción, las tecnologías de comunicación y el acceso a la información. Este tipo de ejercicio podría ser asumido por las organizaciones indígenas para posteriormente interceder con el Estado como interlocutoras de demandas que tomen al género como una categoría que organice y dé sentido a las reclamaciones diferenciales de una población re-territorializada que se encuentra en plena transformación identitaria.

 

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Notas

1 A primera vista, el término mujeres indígenas podría parecer demasiado ambiguo como referente sociocultural, dado que remite a la semejanza de género entre grupos étnicos distintos con lenguas, cosmovisiones, creencias y prácticas diferenciadas. No obstante, lo que uniforma su connotación son las representaciones subalternas compartidas por los pueblos autóctonos como otros culturales, marginados y empobrecidos mediante múltiples procesos —en constante adaptación y renovación— de etnización de la explotación, por un lado, y por otro, la subordinación de género que las mujeres indígenas experimentan como un otro social dentro y fuera de sus comunidades.

2 En la actualidad se interroga y se reformula la noción de ciudadanía a razón de factores vinculados a transformaciones estructurales y la emergencia de nuevos actores sociales y titularidades. Algunos de dichos factores más significativos se relacionan con la creciente desterritorialización-reterritorialización de la masiva y diversificada migración interna e internacional y la emergencia de representaciones identitarias con diversos grados de trasculturalización; la evolución y aceptación normativa universal de los derechos humanos —económicos, sociales, culturales y ambientales— y la maduración propositiva de la inconformidad feminista frente al posicionamiento de la ciudadanía en el ámbito público, lo que en el pasado ha excluido a las obligaciones y deberes del ámbito privado de la definición de ciudadanía Esto amplía, complementa y enriquece —más que invalida— el trabajo clásico de Marshall (1949), cuando afirma que hay tres tipos de derechos que —junto a las obligaciones— conforman el ejercicio ciudadano: los derechos civiles o libertades individuales, los derechos políticos y los derechos sociales. Particularmente relevante para las mujeres indígenas inmigrantes ha sido la paulatina conquista de los derechos civiles; es decir, los derechos a la libertad de persona, movimiento, opinión y decisión. Para muchas mujeres autóctonas, especialmente para las generaciones jóvenes formadas en los lugares de recepción, la inmigración a sitios globalizados — como en este caso es la región fronteriza entre Baja California, México, y California, Estados Unidos— ha propiciado como indica Sassen, la "apertura para la formación de nuevas reclamaciones y por esto la constitución de derechos y, más radicalmente, la constitución de ciudadanía" (1998:XXI) (traducción de la autora).

3 Touraine (1997: 65) afirma que la sujetivización es la "búsqueda emprendida por el individuo de las condiciones que le permitan ser actor de su propia historia". El autor apunta que el Sujeto sólo puede constituirse distanciándose de las comunidades demasiado holistas, las que se sustentan en una identidad construida a base de la noción de deberes más que de derechos, las que acentúan la pertenencia más que la libertad. De esta manera, la sujetivización puede verse como una condición previa y constituyente de la ciudadanización, lo que a su vez otorga la pertenencia a partir de deberes y derechos colectivos que cohesionen a una comunidad política específica. La práctica de la ciudadanización es un método de inclusión que otorga a actores heterogéneos los mismos derechos básicos, volviéndose un medio para obtener titularidades que amplíen las posibilidades existenciales de la gente (García, 1996: 7). En la Modernidad, dicha pertenencia ciudadana se otorgó exclusivamente al Estado-Nación, a pesar de la pertenencia en ciertos casos a grupos étnicos —territorialmente menores en cuanto a escala que el Estado-Nación— que también cuentan con sus propios códigos de derechos y deberes, y un sentido de comunidad política. Actualmente es la tensión entre lo global y lo local lo que visibiliza hoy en día la problemática de las ciudadanías locales y regionales (Soja, 2000: 197-202).

4 Los resultados de investigación analizados en el presente artículo son producto de varios años de distintas investigaciones que centraban en las experiencias de mujeres indígenas inmigrantes a las zonas agroindustriales de Baja California. Empleo una metodología variada que incluye la observación participante, la entrevista guiada, el relato biográfico y la investigación-acción basada en una propuesta de talleres de capacitación de promotoras comunitarias de salud. Más recientemente se aplicó este último método durante 2003, para un proyecto de educación para la prevención del VIH-sida en comunidades indígenas (in)migrantes, patrocinado por Inmujeres, lo que facilitó la construcción de un gran acervo de información directa sobre temas interrelacionados como: género, etnicidad, identidad, cuerpo, vulnerabilidad, sexualidad, salud reproductiva y sexual, migración, pobreza y liderazgo comunitario. Dicho acervo proviene de doce historias de vida y la transcripción de 24 sesiones de la fase de "exploración-capacitación" del mencionado proyecto. En total, el presente análisis descansa en 26 historias de vida y la transcripción de más de 50 sesiones de grupo interactivo (estilo grupo foco) que sustentaban dos proyectos de investigación.

5 De lo más sorprendente en este sentido fue el relato de una niña trique de doce años que se opuso al matrimonio arreglado que su papá le había anunciado. La niña informó al padre que se sentía muy chica para casarse y le advirtió que si insistía en el matrimonio le iba a denunciar con el Delegado, como violación de los Derechos de las Niñas. De tal manera, mientras que las niñas y jóvenes emprenden renegociaciones de las tradiciones culturales, mediadas por las pautas hegemónicas de comportamiento genérico de los sitios de recepción, se visibiliza la incidencia de la (in)migración en redefinir las fronteras culturales tradicionales.

6 La penetración de productos industrializados en las comunidades originarias a partir de las décadas de 1950 y 1960 se impactó negativamente el estatus social de las mujeres, cuya reconocida producción artesanal de telas, ropa y enseres para uso doméstico fue paulatinamente reemplazado por los bienes manufacturados. Actualmente, las implicaciones de la revaloración femenina a raíz de la (in)migración tendrían que observarse no sólo a partir de su significado de género, sino además —y muy especialmente— a partir de la interrelación entre género y la reproducción de las prácticas, creencias y la propia identidad étnica-cultural.

7 La demanda política contemporánea —y la construcción de hecho— de la autodeterminación y la autonomía de los pueblos indígenas a partir de sus propios sistemas normativos —reconociendo a la vez la normatividad del estado-nación—, y la creciente masificación de la migración autóctona, ha puesto a discusión el tema de los derechos culturales y políticos de dichos colectivos, a la vez que ha venido a interrogar a la propia interpretación universalista y liberal de la ciudadanía (Hernández, 2001: 8). En este contexto, se podría considerar la noción de ciudadanía femenina indígena que remitiría a la creciente reorganización de las parcelas de poder dentro de las comunidades étnicas, donde cada vez más las mujeres emergen como reclamantes y sujetos de derechos equitativos en la toma de decisiones y la gobernación de sus comunidades. Un ejemplo estelar de esto es la Ley Revolucionaria de las mujeres zapatistas, que exige el derecho a la plena participación organizacional y comunitaria, el derecho a un trabajo igual, el derecho de libertad de selección matrimonial y de movimiento, el derecho de decidir sobre el propio cuerpo a través de la cantidad y espaciamiento de los hijos e hijas, entre otras demandas. Aun cuando el liderazgo femenino en las comunidades y organizaciones étnicas sea todavía de menor porcentaje que los varones —de igual modo que las sociedades mestizas—, paulatinamente las mujeres indígenas asumen papeles de liderazgo que construyen a una nueva práctica de ciudadanía cultural femenina.

8 El salario familiar fue un logro decimonónico de la clase trabajadora en repuesta a las arduas y desgastantes jornadas de mujeres y niños que patrocinaron la etapa inicial de acumulación de la modernidad industrial.

9 Llamo sujeto salarial a las personas que cobran su propio salario, a diferencia del trabajo salarial del grupo familiar bajo la jefatura masculina, quien tiene dominio sobre los salarios de todos los miembros de la unidad familiar.

10 Una de las promotoras mixtecas del proyecto de investigación-acción contó —en una de las sesiones sobre el impacto de la migración en las relaciones de género— que después de años de maltrato diario de su marido (unión de un matrimonio arreglado) finalmente lo acusó con la Procuraduría de Justicia en la ciudad más cercana al sitio de recepción. El juez le ofreció al marido dos opciones, pasar unos años en la cárcel o dejar de golpearla. Ella afirma que su agencia junto a la nueva posibilidad jurídica reorganizaron la relación genérica de poder entre ella y el marido, quien nunca le "ha vuelto a levantar la mano".

11 Kemper (1990) fue pionero en observar que las emociones humanas adquiere significando dentro del contexto de las relaciones sociales. Contextos concretos de relaciones sociales patrocinan y signan particulares expresiones emocionales, articulando así a lo que he llamado el ethos sentimental.

12 Aun cuando es común en las economías campesinas emplear la fuerza de trabajo femenina en los momentos agrícolas de mayor demanda de mano de obra, como la siembra, la limpieza y la cosecha, la división sexual de la producción campesina sólo suele ocupar al trabajo femenino en las labores del campo de manera cíclica, ocasional y complementaria. En contraste, la fuerza de trabajo masculina rara vez está destinada a las tareas domésticas de la economía reproductiva, sino que más bien esta esfera tiende a preservarse como un campo exclusivamente femenino.

13 En la actualidad la diáspora indígena se despliega por todas las regiones urbanas y agroindustriales de México, extendiéndose al norte del continente desde Alaska y Canadá hasta Nueva York, Oregón, Washington, Texas, Wyoming, Arizona, Georgia, Carolina del Norte, Alabama, Illinois, Nevada, California y Florida, entre otros sitios.

14 Según la Encuesta Nacional de Juventud de 2004, dos tercios de los nueve millones de jóvenes que actualmente residen en áreas rurales contemplan la emigración como estrategia principal de desarrollo de su vida adulta (citada en Zermeño, Sergio, La Jornada, "Migración, derrota y desbandada", 09/30/04).

15 Cañón Buenavista, en el municipio de Ensenada, donde se hizo el trabajo de campo para el presente artículo, es un asentamiento humano constituido a raíz de una invasión territorial en 1988, en repuesta a las necesidades de vivienda del creciente flujo migratorio de familias mixtecas del estado de Oaxaca inmigradas en Baja California. Ocho familias mixtecas ocuparon entonces dicha extensión territorial,

cuenta con aproximadamente 6 mil habitantes, según estimaciones de las propias pobladoras. Dicha explosión demográfica del poblado atestigua el vigor de los mercados laborales agrícolas en Baja California, los que han atraído un constante flujo de (in)migrantes a partir de la década de 1970.

16 Las entrevistadas —en su mayoría, mayores de 30 años— indicaron su preferencia por el trabajo jornalero en contraste al empleo en maquiladoras. Señalaron al bajo salario, las largas horas y las jornadas de tiempo extra impuestas con amenaza de despido como características negativas de la maquila. Pero, sobre todo, apuntaron las rígidas reglas de comportamiento laboral de las fábricas que prohíben la comunicación verbal entre las obreras durante horas de trabajo como el factor más disonante con su propia cultura laboral.

17 En un interesante artículo sobre la reconfiguración simbólica del cuerpo de la inmigrante mexicana en Estados Unidos, Patricia Zavella y Xóchitl Castañeda (2004: 89), afirman que las jornaleras aforran sus cuerpos con abundantes prendas amontonadas no sólo como protección del acoso inclemente del clima, sino también del acoso sexual masculino en el espacio laboral de los campos agrícolas.

18 Traducción de la autora.

19 Bourdieu forja la categoría de habitus para referirse a lo que llama "el estado incorporado", es decir, al proceso de plena asimilación sujetiva de los discursos, símbolos y representaciones constructores de identidades, de manera que dichas pautas identitarias interiorizadas a través de múltiples procesos de socialización, observación y asimilación son apropiadas en lo profundo de las sujetividades como representaciones naturales, ahistóricas e incuestionables, produciendo un sistema integrado de categorías de percepción, pensamiento y acción (1996: 16-27).

20 Además de su trabajo remunerado, doméstico y familiar, las mujeres tienden a ser las exclusivas intermediarias familiares con las escuelas de sus hijos, las clínicas comunitarias de salud, servicios médicos y hospitales, los programas gubernamentales dirigidos a atender la pobreza extrema, las oficinas gubernamentales dedicadas la regulación de terrenos y paga de impuestos, las agencias prestamistas, las empresas oficiales y privadas de servicios comunitarios como electricidad, agua potable y teléfono, para mencionar algunas de las instituciones que intervienen en la vida cotidiana de esta población inmigrante.

21 Ariza (2000:49) indica que la introducción del género como categoría de análisis a los estudios migratorios formula un interrogante central acerca de la capacidad factorial y direccional de la migración en la transformación de las relaciones de género. En su examen de los estudios sobre el tema, la autora encuentra una densa conjugación multifactorial que —más que indicadores causales— toman significados y direcciones contigentes a experiencias específicas de mujeres concretas. La trayectoria de vida de cada mujer, el modo de inserción en la sociedad receptora, los cambios en la oferta de oportunidades, la modificación de la relación entre la familia y el contexto comunitario —lo que a su vez, incide en la reconfiguración de relaciones al interior de la familia y en las redes sociales—, son algunos factores que sacuden las identidades y la relación de género, sin necesariamente determinar la direccionalidad de las modificaciones. Empero, descansando en el trabajo de Morokvásic (1983, en Ariza, 2000: 48) y Bujis (1993, en Ariza 2000:48), la autora cuestiona si la propia presunción de cambio en cuanto a mayor equidad de género -implícita en la simple interrogación de la causalidad entre la migración y mayor equidad de género- no encierra indicios evolucionistas y etnocentristas provenientes del paradigma de la modernización que incubó a los estudios sobre migración y subyace en muchas de las corrientes de interpretación de la problemática de género. En este sentido, aun cuando una visión universalista —con tintes clasistas y etnocentristas— de género emergió de la praxis inicial de la llamada segunda ola feminista, ignorando especificidades y diversidades producidas por la intersección entre género, raza, etnicidad y/o clase, la variada práctica, reflexión y análisis acumulada en estos últimos lustros de exploración de las condiciones de las mujeres —sobre todo en América Latina a partir de la experiencia de las afrolatinas, las zapatistas y otras mujeres indígenas— promete concertar la disputa reciente entre lo homogéneo y lo heterogéneo de las identidades femeninas con base en un reconocimiento creciente de la indivisibilidad de todos los derechos humanos. Una vez cuestionados los sesgos del feminismo industrial (Maier, 1998) y afirmando las necesidades y demandas propias por feministas de otras identidades étnicas, raciales o sexuales, parece que el tiempo se propicia para la construcción de alianzas a partir de las convergencias (lo homogéneo) y en eso al respeto a las divergencias (lo heterogéneo). Para una discusión interesante sobre el tema, ver Hernández Castillo (2001).

22 Una de las entrevistadas indicó que la relación extra-marital que tenía actualmente fue la primera vez en su vida que había sentido el amor, a pesar de que había estado casado tres veces: la primera fue un matrimonio arreglado a los doce años que sólo duró cinco años antes de que el muchacho emigró y la abandonó; su segunda pareja murió joven de un infarto; el actual lleva cinco años viviendo en Estados Unidos y viene de visita unas semanas al año.

23 Otra de las entrevistadas preguntó si tener una relación amorosa con un hombre casado era "un pecado mortal".

24 Me refiero al remunerado, al doméstico y al de la nutricia de las hijas y los hijos, aunando a la cada vez más agenciada intermediación social familiar con todas las instituciones que intervienen en la vida cotidiana de la familia.

25 Con frecuencia, la esposa e hijos(as) residen en comunidades de recepción llamadas de inmigración intermedia, generalmente en la región fronteriza, mientras el marido continúa su ruta migratoria hacia otros mercados laborales con mayores oportunidades, enviando parte de sus ingresos para la reproducción familiar periódicamente. Dicha modalidad migratoria significa la separación de la pareja y la familia por largas temporadas que se extienden más ahora debido a lo costoso y peligroso que el cruce fronterizo se ha vuelto desde la implementación de Operación Guardian en 1994. Dicha política antimigratoria ha lacerado severamente la cohesión familiar de los(as) migrantes, situándoles a la vez en un campo sentimental contradictorio, que formalmente todavía se rije por pautas tradicionales, pero las condiciones reales ofrecen mayores opciones y oportunidades de relaciones romántico-sexuales.

 

Información sobre la autora

Elizabeth Maier. Socióloga. Especialidad en el área de mujeres y estudios de género: salud sexual y salud reproductiva; mujer indígena; mujer y migración; mujer y medio ambiente; construcción de la identidad de género; participación socio-política de mujeres; mujer y derechos humanos. Estudió el Doctorado en Estudios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente se desempeña como profesora e investigadora del Departamento de Estudios Culturales en El Colegio de la Frontera Norte, en Tijuana, Baja California. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Entre su producción académica se destacan los libros: De lo privado a lo público: 30 años de lucha ciudadana de las mujeres en América Latina, Elizabeth Maier y Natalie Lebon comps., México, 2006; Nicaragua: la mujer en la revolución, Ediciones de Cultura Popular, México, 1980; Las Sandinistas, Ediciones de Cultura Popular, México, 1986; ¿A poco las mujeres tenemos derechos?, Servicio Universitario Mundial, México, 1990; Género femenino, pobreza rural y cultura ecológica, ECOSUR-ediciones potrerillos, México, 1998; Las madres de los desaparecidos: ¿Un nuevo mito en América Latina?, El Colegio de la Frontera Norte, Universidad Autónoma Metropolitana, Ediciones La Jornada, México, 2001. Correo electrónico: spirit44@cox.net.

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