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Papeles de población

versão On-line ISSN 2448-7147versão impressa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.10 no.40 Toluca Abr./Jun. 2004

 

Homicidios en la población menor de cinco años en México, 1992-2001

 

Homicides in population under five years of age in Mexico, 1992-2001

 

Alfonso S. González Cervera y Rosario Cárdenas

 

Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco.

 

Resumen

El objetivo central de este estudio fue analizar la información disponible sobre los homicidios de niños menores de cinco años de edad en México. Se utilizaron las bases de datos de mortalidad de los diez años más recientes al momento de iniciar el estudio (1992 -2001). Los resultados indican que la tasa por homicidios en la niñez disminuyó en 38 por ciento durante el periodo analizado; aun así, la tasa de infanticidio en 2001 (3.81 por 100 mil) y la de homicidio en niños de 1 a 4 años (1.37 por 100 mil) están entre las más altas si se comparan con las de otros países occidentales, excepto Estados Unidos; invariablemente los homicidios de niños fueron más frecuentes que los de niñas (la relación niños/niñas fue 1.13 en 2001). Sobresale el hecho de que, durante todo el periodo, al menos 45 por ciento de todos los homicidios de niños de cero a cuatro años se registraron en el estado de México.

Palabras clave: homicidio, infanticidio, neonaticidio, violencia, mortalidad, México.

 

Abstract

The main goal of this study was to analyze the information available on homicides of children younger than five years of age in Mexico. Mexican databases on mortality of the last ten years, referring to the time of initiating the study, were used (1992-2001). Results indicate that the homicide rate in the childhood decreased by 38 percent during the analyzed period; even so, the infanticide rate in 2001 (3.81 per 100 000) and the homicide rate in children aged 1 to 4 years (1.37 per 100 000) are among the highest, when compared to the ones of western countries, except the United States; invariably, homicides of boys were more frequent than the ones girl (the ratio boys/ girls was 1.13 in 2001). Standing out is the fact that, throughout the period, at least 45 percent of all homicides of children of 0 to 4 years were registered in Mexico State.

Key words: homicide, infanticide, neonaticide, violence, mortality, Mexico.

 

Introducción

El homicidio de niños —sin considerar el llevado a cabo como parte de los actos de guerra y genocidio— ha sido un fenómeno constante en la historia de la humanidad. La práctica del infanticidio ha estado presente en diversas culturas desde la antigüedad hasta los tiempos modernos. Aunque el caso del infanticidio entre los antiguos griegos sea el más conocido, esta costumbre también se observa en sociedades occidentales y, aunque prohibida a partir de los siglos XII y XIII, se reconoce que persistió hasta el siglo XIX, cuando, por ejemplo, en Inglaterra se estima que 40 por ciento del total de los homicidios tenía lugar en la población infantil, cifra que ascendía a 60 por ciento en Londres (Chassaigne, 1990). En otros ámbitos culturales, el ejercicio del infanticidio pudo llegar a ser tan generalizado que algunos autores proponen que, durante los siglos XVIII y XIX, fue un factor importante en la disminución del crecimiento demográfico en Japón (Cornell, 1996).

Aunque no todos los países lo reportan en sus estadísticas de mortalidad (Johnson, 2000) o las defunciones son registradas como debidas a otras causas (Herman-Giddens et al., 1999), se considera que el homicidio de niños continúa en las sociedades actuales. Uno de los casos más estudiados es el de la India, donde por razones culturales hay una práctica del infanticidio o discriminación hacia las niñas al preferir hijos varones. Una encuesta llevada a cabo en Madrás en 1993, permite reconocer lo extenso de esta costumbre: poco más de la mitad de las madres entrevistadas declaró haber cometido infanticidio en alguna de sus hijas (Thomson, 1993); mientras en el conjunto de la región se estima que entre 7.0 y 8.0 por ciento del total de las defunciones infantiles y entre 15 y 16 por ciento de todas las femeninas son atribuibles al infanticidio de niñas (Athreya y Chunkath, 1999). Si bien la preferencia por los hijos varones es uno de los elementos culturales que subyacen bajo la experiencia del infanticidio, también hay otros elementos que, desde el punto de vista de quienes lo realizan justifican su práctica. En Ghana se observó que en algunas comunidades rurales del noreste, alrededor de 15 por ciento de las defunciones de menores de tres meses de edad eran infanticidios cometidos por la creencia en el Chichuru, una especie de demonio o fantasma de los niños (Allotey y Reidpath, 2001).

El infanticidio también ha sido reportado en países desarrollados, como Alemania (Fieguth et al., 2002; Schmidt et al., 1996), Canadá (Pollanen et al., 2002), Estados Unidos (Kaplun y Reich, 1976; Overpeck et al., 1998; Rimsza et al., 2002; Spinelli, 2001), Finlandia (Haapasalo y Petaja, 1999; Vanamo et al., 2001), Gran Bretaña (Dolan et al., 2003; Marks y Kumar, 1993; Marks y Kumar, 1996), Japón (Funayama et al., 1994; Kouno y Johnson, 1995), Suecia (Somander y Rammer, 1991; Temrin et al., 2000) y Suiza (Romain et al., 2003), al igual que en naciones en desarrollo, como Brasil (Mendlowicz, 1999) y Perú (de Meer, 1988).

El objetivo de este trabajo es presentar una revisión de los factores que se han identificado como asociados al homicidio de niños y analizar la situación del homicidio de menores de cinco años en México durante el periodo 1992-2001.

Para ello se utilizan las bases de datos sobre mortalidad producidas por el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática y la Secretaría de Salud y la información poblacional proveniente del XII Censo de Población y Vivienda y el Conteo de Población de 1995.

 

Las causas del homicidio infantil

El infanticidio se ha observado en especies de mamíferos distintas a la humana: ratones (Reisert et al., 2002), cebras y caballos (Pluhacek y Bartos, 2000), delfines (Dunn etal., 2002) y, desde luego, primates (Kappeler, 1999; Watts et al., 2002). Lo anterior ha llevado a proponer que un factor importante en los conflictos entre padres e hijos, incluyendo el homicidio de niños, guarda relación con la base genética de la especie humana (Schuiling, 2001, Temrin et al., 2000). Sin embargo, el registro de aborto o infanticidio selectivo de niñas en India, China, Taiwán, República de Corea y Pakistán, donde de acuerdo con algunos autores ha habido un "exterminio masivo de niñas" (Clifton et al., 1995) y la discriminación hacia éstas lleva a plantear que, en todo caso, esta base genética ha coevolucionado con las características culturales (Kumm y Feldman, 1997).

Lo ocurrido en 1966 en Japón ejemplifica lo anterior. La creencia señala que las mujeres nacidas en el año del Caballo del Fuego son de mala suerte, lo que se vio reflejado no sólo en un decremento en el número de nacimientos, sino también en un aumento de la tasa de mortalidad infantil femenina, sobre todo en la etapa neonatal y por causas accidentales y violentas (Kaku, 1975). Algo similar es lo reportado en las poblaciones esquimales, donde el infanticidio femenino se justifica en términos de la pérdida de tiempo que representa el amamantar a una niña, posponiendo con ello la posibilidad de tener un hijo varón, siendo éstos preferidos por su papel de proveedores en una sociedad de cazadores (Chapman, 1980). El caso más estudiado es el de India, donde al parecer la práctica es ahora tan frecuente como lo era en el siglo XIX (Kasturi, 2000). Entre 1986 y 1990 se estima que una de cada diez recién nacidas fue víctima de infanticidio (George, 1997). Aunque aspectos económicos como la dote explican el uso del infanticidio, el hecho de que el estatus de persona se obtenga a través del baño ritual que tiene lugar entre siete y diez días después del nacimiento lo hace una práctica culturalmente "aceptable" (Sridhar, 2001). Otro tipo de factores culturales está detrás del infanticidio de gemelos en Nigeria, pues se piensa que son resultado de relaciones sexuales de la madre con un espíritu maligno (Asindi et al., 1993).

Aspectos relacionados con el ejercicio de la reproducción también han sido asociados a la práctica del infanticidio. Por una parte, se ha observado que en algunos casos las mujeres no deseaban el embarazo (Altemeier et al., 1982; D'Orban, 1979), lo mantuvieron oculto (Mendlowicz et al., 1999; Saunders, 1989) o negaban la existencia de éste (Bonnet, 1993; Green y Manohar, 1990; Mitchell y Davis, 1984) y, en cualesquiera de estas situaciones, eran proclives a cometer infanticidio. En las islas Fiyi, por ejemplo, un análisis de 16 infanticidios mostró que las mujeres que los cometieron mantuvieron ocultos sus embarazos y asesinaron al recién nacido inmediatamente después del parto (Adinkrah, 2000). Situaciones similares se han observado en Tanzania (Msoka, 1990) y Brasil (Mendlowicz et al., 1999). En el caso de China, el efecto conjunto de la restricción al ejercicio de la fecundidad a través de la política de un solo hijo y la preferencia por hijos varones ha dado como resultado un aumento en el índice de masculinidad al nacimiento, mismo que ha sido atribuido al infanticidio femenino (Pearson, 1996).

 

Características de los homicidas

Los estudios llevados a cabo permiten reconocer varias características comunes entre los homicidas. Por ejemplo, la mayoría de las veces los agresores son los propios progenitores o quienes desempeñan el papel de éstos, sea como padres adoptivos, de crianza, padrastros o parejas o novios de alguno de los padres (Dolan et al., 2003; Herman-Giddens et al., 1999; Marks y Kumar, 1996; Schmidt et al., 1996; Starling et al., 1995; Vanamo et al., 2001) y casi siempre alguien a quien la víctima conoce (Collins y Nichols, 1999; Jason et al., 1983; Romain et al., 2003). La importancia de la conformación del hogar queda de manifiesto en los estudios que muestran un riesgo de morir por causas violentas, el cual es ocho veces superior en niños que viven en hogares con adultos que no son sus familiares, comparados con aquellos que residen con ambos padres biológicos, y tres veces superior cuando se trata de padres adoptivos o padrastros (Stiffman et al., 2002). Sin embargo, es probable que algunos aspectos sociales y culturales intervengan en la relación que se establece entre los niños y quienes fungen como sus padres, toda vez que el análisis de información de 1975 a 1995 en Suecia no encuentra un riesgo superior en los hogares conformados por un padre biológico y uno adoptivo o padrastro (Temrin et al., 2000).

El maltrato a los niños es una práctica que frecuentemente antecede a un homicidio. De hecho, la literatura indica que algunos homicidios son desenlaces fatales de una violencia crónica. El estudio de madres encarceladas por haber asesinado a sus hijos indica que éstos fueron resultado de un maltrato sostenido por largo tiempo, durante el cual la madre encontró forma de explicar, racionalizar y minimizar éste, tanto para sí misma como para los demás (Korbin, 1989). Se ha visto que 82 por ciento de los homicidios de infantes debidos a golpes estuvieron precedidos por una historia de maltrato hacia los niños (Fornes et al., 1995). En Finlandia, por ejemplo, se encontró que en los asesinatos o intentos de asesinato de niños menores de 12 años, 63 por ciento de las madres eran violentas (Haapasalo y Petaja, 1999), y que uno de cada dos niños muertos a golpes tenía una historia de abuso infantil (Vanamo et al., 2001).

La diversidad y perversidad de las medidas que los padres o quienes fungen como ellos adoptan en la crianza o cuidado de los niños puede ilustrarse con la identificación de la ingesta forzosa de grandes cantidades de líquido, en ocasiones más de seis litros, como una forma de castigo que deviene en muerte por edema cerebral y neumonía por aspiración (Arieff y Kronlund, 1999); la muerte de un niño de siete meses como consecuencia del uso repetido de una pistola de toques eléctricos (Turner y Jumbelic, 2003); la de un niño de seis meses de edad por quemaduras debidas a la aplicación de blanqueador concentrado (Telmon et al., 2002), o el abandono de recién nacidos, vivos o muertos, en gabinetes operados con monedas (Kouno y Johnson, 1995).

Se ha encontrado que existe una relación entre la violencia doméstica y el maltrato a los niños (D'Orban, 1979). Las madres que reportan ser víctimas de violencia doméstica señalan que golpean suficientemente fuerte a sus hijos como para dejarles alguna marca (Kerker et al., 2000). Sin embargo, la dinámica entre estas dos formas de abuso es compleja y su estudio requiere analizar los lazos que guardan entre sí los distintos actores involucrados. Se ha visto que en el caso de parejas donde el padre agrede a la madre, ambos agreden a su vez a los hijos varones pero no así a las niñas (Jouriles y Le Compte, 1991) y que la violencia hacia los hijos continúa aun después de que alguno de los padres ha fallecido como consecuencia de la violencia intrafamiliar (Kaplun y Reich, 1976). El efecto de ser víctima de violencia y a su vez maltratar a los hijos no se restringe a la relación con la pareja, sino también a la experiencia de haber padecido violencia en la propia niñez (Frías-Armenta, 2002, Lucas et al., 2002). Las madres que recordaban haber sido criadas con castigos físicos mostraron mayor potencial de maltrato a los niños (De Paul y Domenech, 2000), lo mismo aquéllas que habían sido sexualmente abusadas cuando niñas (DiLillo et al., 2000). En el ejercicio transgeneracional de la violencia se ha observado que aquellas mujeres que rompen el ciclo, es decir, que habiendo sido maltratadas no incurren en abuso contra sus propios hijos tienen un recuerdo más coherente de lo que fue su infancia, mientras que quienes tienen una memoria fragmentada del maltrato sufrido tienden a repetir éste (Egeland y Susman-Stillman, 1996).

Pareciera existir un patrón diferencial de agresión de acuerdo con el sexo del agresor. Mientras las madres tienden a asesinar a sus hijos pocas horas o días después del nacimiento, los padres son con mayor frecuencia los homicidas en el caso de niños mayores. De igual forma, las madres utilizan las manos como instrumentos para cometer el homicidio sea sofocando o ahogando a sus víctimas, en tanto que los padres golpean, con los puños o mediante puntapiés, o empleando algún arma (Lyman et al., 2003; Marks y Kumar, 1996; Saunders, 1989). Los siguientes ejemplos ilustran la brutalidad con la cual los progenitores llegan a tratar a sus hijos. Una revisión de casos de niños de entre nueve semanas y dos años y medio que mostraban laceraciones en el atrio derecho del corazón debidas a la compresión del corazón entre el esternón y la columna vertebral por un traumatismo, encontró que en tres de las niñas afectadas, el mecanismo había sido, en una, un golpe en el pecho con el puño, en otra, una pisada con fuerza y en la tercera un puntapié (Cohle et al., 1995). Asimismo, la literatura reporta los casos de niños de siete semanas (Baker et al., 2003), catorce meses y tres años de edad (Denton y Kalelkar, 2000) que fallecieron como consecuencia de un colapso cardiaco, sin posibilidad de resucitación debido a un golpe en el pecho.

El estado mental y emocional de los padres es un factor importante en la agresión hacia los niños (Bourget y Bradford, 1990; Emery, 1986). Los estudios que han evaluado el estado mental de los agresores muestran que éstos tienen, con frecuencia, una patología mental. El análisis de 47 homicidas de niños convictos mostró que sólo diez no tenían alguna patología mental (Somander y Rammer, 1991) y el de 89 mujeres procesadas por haber matado o intentado matar a sus hijos encontró que 27 por ciento estaban mentalmente enfermas (D'Orban, 1979). En el caso de las madres, la depresión (Bourget y Gagne, 2002; Kotch et al., 1999; Zuravin, 1989) y baja autoestima (Altemeier et al., 1982; Lesnik-Oberstein et al., 1995) han sido asociadas con el ejercicio de violencia contra los hijos, y en el caso de los padres o figuras paternas, la ira impulsiva (Kaplun y Reich, 1976; Marks y Kumar, 1996) y el abuso de drogas (Farooque y Ernst, 2003).

Los reportes de homicidios seguidos del suicidio del agresor también manifiestan lo relevante de los aspectos mentales en el ejercicio de la violencia hacia los hijos. Los estudios de estos casos permiten reconocer dos patrones, sea un hombre asesinando a sus hijos y a su pareja, o mujeres matando solamente a sus hijos pequeños. En Australia, por ejemplo, se encontró que seis madres asesinaron a un total de nueve hijos y a ninguna pareja, dejando a tres hijos sobrevivientes; mientras que seis padres asesinaron a trece niños y a seis esposas, dejando un hijo sobreviviente (Byard et al., 1999). La frecuencia con la cual ocurren homicidios seguidos de suicidio puede ser mayor de lo que se pensaba (Cannon et al., 1998; Malphurs y Cohen, 2002). Un estudio muestra que 19 por ciento de los homicidios de niños tuvo lugar en incidentes de homicidio-suicidio (Barraclough y Harris, 2002) y que de entre 27 madres que habían asesinado a un total de 34 hijos, 15 se suicidaron después de haber cometido el asesinato (Bourget y Gagne, 2002).

Tanto las presiones de índole económica (Marleau, et al., 1999) como el grado de apoyo (McKee y Shea, 1998) con que cuentan los padres son elementos vinculados a la comisión de un homicidio. En Hokkaido, la isla más al norte de Japón, por ejemplo, se identificaron cinco casos de neonaticidios de repetición, donde cada madre había asesinado a cuatro o más neonatos debido a factores económicos y no a desórdenes mentales (Funayama et al., 1994).

Es posible que una combinación entre aspectos emocionales y de apoyo social sea al menos parte de las razones por las cuales las madres adolescentes o solteras (Lucas et al., 2002; Mendlowicz et al., 1999; Moffitt y E-Risk Study Team, 2002) presentan un mayor riesgo, tanto de abusar como de asesinar a sus hijos. Se ha reportado que el riesgo que tiene un niño, hijo de una madre adolescente de ser asesinado es entre tres (Winpisinger et al., 1991) y diez veces superior (Overpeck et al., 1998).

El uso limitado o nulo de atención prenatal (Altemeier et al., 1982; Brenner et al., 1999; Emerick et al., 1986; Fieguth et al., 2002; Overpeck et al., 1998), la ausencia de pareja (Mendlowicz et al., 1999), así como el bajo peso del neonato (Winpisinger et al., 1991), son elementos que han sido asociados al riesgo de que se cometa abuso u homicidio; además, pueden estar indicando las carencias tanto emocionales, como económicas y de apoyo social con las cuales algunas mujeres enfrentan sus embarazos y la maternidad misma. El impacto de estos factores puede apreciarse en los resultados de investigación que señalan que el riesgo de homicidio en niños menores de ocho años hijos de madres solteras es casi cinco veces superior (Winpisinger et al., 1991).

 

Características de las víctimas

La literatura reporta un riesgo diferencial de ser víctima de homicidio, dependiendo de la edad: entre más joven se sea, mayor es la probabilidad de morir por esta causa. En Inglaterra y Gales, 21 por ciento del total de los homicidios infantiles tuvo lugar durante el primer día de vida del recién nacido y 13 por ciento entre el primer día y el mes de edad (Marks y Kumar, 1993); en Estados Unidos, 46 por ciento del total de niños asesinados tenían menos de un año de edad (Collins y Nichols, 1999), y de entre los homicidios en menores de un año, la mitad tuvieron lugar en los primeros cuatro meses de vida (Overpeck et al., 1998).

Se ha encontrado que la mayor parte de los homicidios corresponden al sexo masculino (Formes et al., 1995; Jason et al., 1983; Romain et al., 2003; Schmidt et al., 1996; Starling et al., 1995; Vanamo et al., 2001), particularmente en los primeros meses de vida (Marks y Kumar, 1993).

Aunque no es imputable al niño agredido, se ha observado que los segundos hijos, particularmente de una madre adolescente (Overpeck et al., 1998) o el hijo más pequeño, son los que mayor riesgo tienen de morir por homicidio. El análisis de 34 casos de recién nacidos de entre cero y cuatro días de nacidos asesinados o abandonados por los padres encontró que 35 por ciento de las madres tenían otros hijos (Herman-Giddens et al., 2003) y, en el caso de niños fallecidos por sumersión intencional, que éstos tendían a ser los más pequeños de familias con tres o más niños (Gillenwater et al., 1996).

 

El homicidio de niños menores de cinco años en México

Entre 1992 y 2001, el número absoluto de defunciones debidas a homicidio en la población menor de cinco años disminuyó (cuadro 1). No obstante, la distribución por grupos de edad muestra que dicha reducción ha tenido lugar en los grupos de un mes de edad y mayores, sobretodo en los de uno a once meses, no así en los recién nacidos y el primer mes de vida. En el caso del primer día de vida, las defunciones pasaron de representar 10.5 por ciento del total de los fallecimientos debidos a homicidios en los menores de cinco años en 1999 a 14 por ciento en 2001 y las correspondientes al primer mes de vida de 15.7 al 22 por ciento (cuadro 3). La evolución de las tasas de mortalidad por homicidio en los menores de un año y los niños de uno a cuatro años muestra la disminución registrada en el periodo, pasando de alrededor de seis a cuatro en el caso de los menores de un año y de 2.3 a 1.4 en los de uno a cuatro años. Sin embargo, la relación que guardan entre sí estas tasas se ha mantenido de tal forma que la comparación mediante un cociente indica que la mortalidad por homicidio en el primer año de vida es entre 2.5 y 3.8 veces superior a la registrada en la población de uno a cuatro años (cuadro 4).

A partir del número de defunciones debidas a homicidio en la población menor de cinco años pareciera que ésta no es una causa de muerte que requiera atención inmediata en este grupo de edad, sobre todo tomando en cuenta que en el país se registraron en 2001 más de 10 000 defunciones por homicidio en la población en su conjunto. Sin embargo, a este respecto es necesario considerar varios elementos que hacen que esta causa de muerte sea, mas allá del número de decesos, muy preocupante. Por una parte, para el caso concreto de la población que se analiza, prácticamente todos los homicidios son resultado de acciones intencionalmente infligidas con el propósito de dañar a la persona o consecuencia de un maltrato que tiene como desenlace el fallecimiento de la víctima.

Por otra, dada la edad del grupo que se estudia, éste se encuentra bajo el cuidado o la atención de uno o varios adultos responsables de su crianza y bienestar, quienes, la mayoría de las veces, son los autores del asesinato. La situación se torna alarmante si se toma en cuenta que aproximadamente uno de cada cincuenta homicidios registrados en el país entre 1999 y 2001 correspondió a un niño menor de cinco años, así como por el hecho de que uno de cada 500 infanticidios tiene lugar en el primer día de vida de la víctima (cuadro 5).

Al igual que lo reportado por los estudios realizados en otras poblaciones del mundo, la mayoría de los homicidios de niños menores de cinco años en México corresponden al sexo masculino. El índice de masculinidad de los homicidios en esta población durante el periodo estudiado oscila entre 1.13 en 2001 y aproximadamente 1.40 en 1992, 1999 y 2000 (cuadro 6).

Si bien la información incluida en las estadísticas vitales impide identificar las características socioeconómicas de los niños fallecidos, la pertenencia a la seguridad social permite especular a este respecto. La comparación entre las proporciones de no derechohabiencia a la seguridad social de las defunciones totales y las debidas a homicidios de niños menores de cinco años indica que, excepto en 1993, ésta siempre es mayor en el caso de los homicidios.

Dada la segmentación social que la pertenencia a los sistemas de seguridad indica, donde los trabajadores derechohabientes corresponden a clases medias, y dada la conformación socioeconómica del país, esta información puede estar indicando que la mayoría de los homicidios de niños menores de cinco años ocurren entre la población de menores recursos y que los homicidios son un problema que responde a una dinámica distinta que el conjunto de todas las causas, pues mientras que para la mortalidad total durante todo el periodo estudiado aproximadamente una de cada dos personas fallecidas carecía de acceso a la seguridad social, entre 1994 y 2001 tres de cada cuatro niños menores de cinco años asesinados carecían de este servicio (cuadro 7).

Con relación al lugar de residencia, entre 40 y 50 por ciento de los homicidios ocurren en lugares de 100 000 o más habitantes y aproximadamente una cuarta parte en localidades de menos de 5 000 habitantes. Considerando que, de acuerdo con la información del XII Censo de Población y Vivienda 2000, en las primeras residía 47.32 por ciento de la población y en las segundas 30.97 por ciento, no pareciera haber una concentración de homicidios por encima de la que le correspondería dada la población que ahí habita (cuadro 8).

Respecto a la ocurrencia de homicidios de menores de cinco años por entidad federativa, el hallazgo que más llama la atención es el hecho de que aproximadamente la mitad de éstos corresponden al estado de México. En 1992, 59.7 por ciento del total de los homicidios de niños menores de cinco años tuvieron lugar en esta entidad federativa. Para 2001, este porcentaje se había reducido a 44.5 por ciento. En ambos casos, y lo mismo a lo largo del periodo analizado, las cifras superan lo que cabría esperar de acuerdo con población de cero a cuatro años de edad que reside en el estado de México y que corresponde a 12.8 por ciento del total nacional. La brecha entre el estado de México y las siguientes entidades federativas que registran el mayor número de homicidios, Chihuahua con 6.5 por ciento del total de homicidios en menores de cinco años en 2001, y Michoacán, con 4.0 por ciento, subraya la urgencia de estudiar de manera detallada el fenómeno de la violencia hacia los niños en aquel estado. Es importante hacer notar, también, que en algunas entidades federativas frecuentemente no se reporta la ocurrencia de homicidios en niños o la cifra registrada es muy baja en alguno o varios de los años estudiados. Tal es el caso de Yucatán, Quintana Roo, Campeche y Aguascalientes.

Finalmente, los datos disponibles muestran que el hogar es el lugar donde ocurren más de la mitad de los homicidios de niños menores de cinco años. De nuevo, aunque no se cuenta con la información que permita caracterizar al agresor, es muy probable que en la mayoría de los homicidios que tuvieron lugar en el hogar, el autor haya sido la persona o alguna de las personas responsables del cuidado del niño. Aunque alrededor de una cuarta parte de los homicidios fueron reportados como sucedidos en la vía pública, ello no descarta que hayan sido los cuidadores de los niños los responsables de estos actos (cuadro 9).

 

Discusión

Con relación al nivel de la mortalidad por homicidios en México, la comparación con los resultados obtenidos en otros países permite juzgar su magnitud. En Inglaterra y Gales, Marks y Kumar (1993) encuentran que para el periodo 19821988 la tasa anual de infanticidio era de 4.5 por 100 mil. En México, en 1992, el año más cercano al periodo analizado por estos autores, la tasa observada era ostensiblemente mayor (6.01 por 100 mil). Sin embargo, tal como ha sido señalado, en el transcurso de los años analizados ha habido un descenso notorio, llegando en 2001 a 3.81 por 100 mil. De acuerdo con estos autores, en Inglaterra y Gales el riesgo que tiene un niño menor de un año de ser víctima de homicidio es cuatro veces mayor que el de niños de más edad o que el de la población general. En México, los diferenciales de riesgo por edad no siguen este patrón, pues si bien la tasa de infanticidio es más alta que la tasa de mortalidad por homicidio de los niños de uno a cuatro años, la correspondiente a la población general es aún mayor: en 2001 las tasas de mortalidad por homicidio fueron de 3.81 para la población menor de un año, 1.37 para los niños de uno a cuatro años y 10.36 para la población general.

La revisión de la información proveniente de las bases de mortalidad de la Organización Mundial de la Salud indica que Francia tenía en 1996, entre un conjunto de países industrializados, una de las tasas de infanticidio más altas (3.3 por 100 mil). Sin embargo, la estimada para México para el mismo año fue casi el doble, 6.11 por 100 mil. Las cifras correspondientes a las tasas de mortalidad por homicidios en los niños de uno a cuatro años indican que la mortalidad por esta causa en México es casi el triple de la observada en Francia: 1.96 y 0.7 por 100 mil, respectivamente.

Estados Unidos es reconocido como uno de los países con mayores tasas de mortalidad por violencia en el mundo. La comparación entre las tasas de mortalidad estadunidenses y las mexicanas muestra que, efectivamente, la mortalidad nacional está por debajo de la registrada en el vecino país. Para 1997, la tasa de infanticidio en Estados Unidos fue de 8.4 por mil y en México 5.09; las tasas correspondientes a la población de uno a cuatro años fueron 2.45 y 1.45, respectivamente.

Las estimaciones de mortalidad por homicidio para México están basadas en los datos asentados en las estadísticas vitales. Es posible que haya una mala certificación de la causa de muerte en estas defunciones, particularmente en el caso de los menores de un año, lo cual comportaría una subestimación del verdadero nivel de la mortalidad por esta violencia en el país y, por ende, un diferencial menor con respecto a Estados Unidos y mayor con relación a Francia.

La mayor mortalidad masculina es un hecho conocido que se observa a lo largo de todas las edades. Si bien sus orígenes no han sido esclarecidos, es factible pensar que, contrario a lo que se puede argüir para otras causas particularmente en el primer año de vida (Luy, 2003), en el caso del homicidio ningún factor biológico podría explicar una mayor ocurrencia entre los niños comparados con las niñas. La información disponible acerca del maltrato a niños por sexo indica que también en este rubro la afectación al sexo masculino es mayor. En 2001 se reportaron 100 casos de maltrato a niños por cada 97 en niñas (INEGI, 2004).

A pesar de que la observación del patrón de comportamiento de la mortalidad por edad indica que el riesgo de fallecer es mayor en los primeros días de vida y que éste disminuye conforme avanza la edad hasta las edades escolares, la lógica que explica este comportamiento no se aplica al caso de los homicidios, toda vez que su naturaleza no se ve afectada por factores biológicos o del ambiente físico.

En México, ser derechohabiente de alguna institución de atención a la salud generalmente está asociado al nivel social o económico de las personas o de las familias, en el sentido de que aquéllos que no tienen acceso a estos servicios se encuentran en desventaja, pues carecen de un empleo que les brinde dicha protección, con lo cual se trata de los sectores con mayor marginación en la sociedad. Aunque esto no es necesariamente cierto en todos los casos, sí puede suponerse que existe un alto grado de correspondencia. Los resultados muestran que alrededor de tres cuartas partes de los homicidios de menores de cinco años ocurrió en familias donde los padres no eran derechohabientes, por lo que es factible asumir que en nuestro país este fenómeno se presenta, como en otros países occidentales, predominantemente entre los grupos más pobres de la sociedad. Los resultados muestran también que la falta de derechohabiencia es sustancialmente mayor cuando se trata de los homicidios en la niñez comparados con las defunciones por todas las causas y en todas las edades.

Resulta notorio el hecho de que en el estado de México se registró, invariablemente, más de 40 por ciento de los homicidios de niños de todo el país, en gran desproporción con la población que ahí habita, de tal manera que para el año 2001 los homicidios registrados eran 2.5 veces más de los que podrían esperarse de acuerdo con su población de menores de cinco años. En entidades federativas como el Distrito Federal ambos porcentajes concuerdan ,y en Nuevo León, el de homicidios está por debajo de los esperado conforme al tamaño de su población.

De lo anterior puede señalarse que algo peculiar está sucediendo en el estado de México. Podrían proponerse tres posibles explicaciones a esta situación: que en esta entidad federativa las defunciones en la niñez no debidas a homicidios son registradas como ocurridas por esta causa, lo que llevaría a exagerar el número de fallecimientos por este tipo de violencia; que los homicidios de niños menores de cinco años están siendo subregistrados en todos los estados restantes del país; o bien, que en el estado de México están operando factores culturales, psicológicos, sociales o económicos aún no estudiados que explicarían la muy alta mortalidad por homicidios en este grupo de edad. Aunque la información disponible no permite distinguir con certeza cuál de estas tres propuestas sería la más factible, la revisión de los datos sobre homicidio en todas las edades en el estado de México apunta a que el nivel de la mortalidad en la niñez no es resultado de una excesiva certificación por esta causa, sino, efectivamente, un fenómeno que demanda estudios de mayor profundidad. Si consideramos que de acuerdo con el censo de población de 2000, 13.4 por ciento de la población total del país residía en el estado de México y que en ese mismo año el 19.9 por ciento de los homicidios totales en México se reportaron en esa entidad, encontramos que éstos también son excesivos respecto a lo que se esperaría. Ello llevaría a pensar que la sobremortalidad por homicidios en la niñez en el estado de México no es resultado de una inadecuada certificación por esta causa.

Si bien la información registrada no contiene información acerca de los homicidas, el que la mayoría de los casos ocurra en el hogar hace sospechar que los agresores son las personas encargadas de la crianza y cuidado de los niños. Si la ocurrencia de homicidios en México sigue el patrón encontrado en otros países, es muy posible que los responsables fueran, en la mayoría de los casos, las madres y los padres de las víctimas.

Diversos estudios muestran una relación entre el maltrato a menores y homicidio (Korbin, 1989; Lyman etal., 2003). Las bases de datos utilizadas no contienen información a este respecto. Sin embargo, empleando información proveniente de la Encuesta Nacional de Salud Reproductiva de 1998 (Ensare 98), realizada por el Instituto Mexicano del Seguro Social, se analizó la posible relación entre los antecedentes de violencia familiar y la mortalidad infantil. Para ello se estableció una comparación entre las mujeres entrevistadas que declararon que tanto ellas como sus madres, sus esposos y sus suegras habían padecido maltrato al interior de la familia y aquéllas que no tuvieron ninguno de estos antecedentes. Se contrastaron sus respectivos reportes de mortalidad infantil, encontrándose una asociación estadísticamente significativa (p < 0.05) entre ésta y los antecedentes de violencia (cuadro 10).

Si bien el análisis de la Ensare '98 no permite establecer una relación con los homicidios en la niñez, es sugerente del papel del maltrato al interior de la familia, particularmente cuando se sostiene a través de varias generaciones, en la mortalidad infantil.

Como ya se mencionó, aunque el homicidio puede ocurrir durante el primer día de vida, en ocasiones es resultado de un abuso de larga duración, lo que indiscutiblemente refleja la incapacidad de la sociedad para proteger a algunos de sus miembros más vulnerables. Las acciones que permitan a padres actuales o futuros contar con información y asesoría sobre manejo de ira y organización familiar se presentan como una alternativa para la reducción del abuso infantil y el homicidio. El análisis de 23 madres cuyos hijos padecían cólico muestra que éstas tuvieron pensamientos explícitamente agresivos en 70 por ciento de los casos y de infanticidio en 26 por ciento (Levitzky y Cooper, 2000). Encauzar la ira materna puede ser una pieza clave en la reducción de la violencia hacia los hijos, toda vez que se ha propuesto que los sentimientos de enojo de las madres son el mediador entre haber sido abusada sexualmente en la infancia y el potencial para abusar físicamente de los propios hijos (DiLillo et al., 2000) y que los sentimientos hostiles lo son en el ejercicio de abuso psicológico en contra de los niños (Lesnik-Oberstein et al., 1995).

La evaluación de un programa dirigido a padres en riesgo de presentar problemas con sus hijos debido a pobreza, limitado apoyo social, historias personales de maltrato infantil o abuso de drogas muestra resultados satisfactorios (Huebner, 2002). De igual forma, los programas de atención a adicciones, particularmente abuso en el consumo de alcohol, pueden contribuir a reducir la violencia hacia los niños y el homicidio de éstos, dado el papel que se ha encontrado en estas prácticas como inductoras tanto de negligencia como de violencia hacia los hijos (Dolan et al., 2003; Fieguth et al., 2002; Kotch et al., 1999). Estos programas, al educar o entrenar a los padres, también podrían afectar las consecuencias de su impericia en la atención de sus hijos. El uso de ciertos materiales o muebles para dormir, por ejemplo, han sido identificados como un factor de riesgo para sufrir sofocación no intencional en niños pequeños (Rimsza et al., 2002), al igual que la muerte por deshidratación debida al uso de cobertores muy pesados para arropar niños pequeños (Zhu et al., 1998). Incluso podría plantearse que algunas de las defunciones secundarias al sacudimiento violento de niños muy pequeños (Collins y Nichols, 1999; Pollanen et al., 2002) es expresión de la incapacidad de las madres de controlar el llanto de sus hijos.

Es fundamental recordar que el homicidio es la expresión más extrema de la violencia hacia los niños, pero de ninguna manera la única. Las distintas modalidades que puede tener la negligencia hacia éstos, como no alimentarlos, no asearlos o no atender sus necesidades de salud, constituyen formas de abuso que ponen en peligro la integridad física, psicológica y emocional de los niños. Se ha encontrado que hasta 30 por ciento de los casos de abuso infantil son resultado de la negligencia de los padres (Kershavarz et al., 2002).

En el caso de niños pequeños, toda defunción ocurrida de manera aparentemente espontánea debe ser analizada con detalle para diferenciar entre síndrome de la muerte súbita infantil y homicidio (Truman y Ayoub, 2002). Las muertes por asfixia o sofocación, por ejemplo, pueden ser prácticamente indistinguibles de aquellas debidas a muerte súbita, sobre todo en niños de muy corta edad (Banaschak et al., 2003), de aquí la importancia de analizar las circunstancias y la historia médica, además de realizar una autopsia detallada (Arnestad et al., 2002).

Aunque la presencia de ciertas lesiones son clara manifestación de abuso infantil (Campbell-Hewson et al., 1998; Cohle et al., 1995; Darok y Reischle, 2001) , algunas son menos obvias. En dos casos, el sangrado oral ha sido reportado como la primera manifestación física del maltrato (Stricker et al., 2002) , mientras en otro fueron las laceraciones en lengua debidas a mordidas de uno de los padres (Lee et al., 2002). Es por ello que las acciones tendentes a proteger la salud de los menores deben incluir la evaluación minuciosa de todo niño menor de un año de edad que presente una fractura, toda vez que se ha observado que este tipo de lesión es con frecuencia la primera manifestación del abuso infantil (Sinal y Stewart, 1998). Tanto el examen radiológico (Klotzbach et al., 2003; Thomsen et al., 1997) como la resonancia magnética (Hart et al., 1996) son herramientas de gran utilidad en el establecimiento de la presencia y cronicidad del abuso infantil cuyo uso debiera ampliarse dada la alta subestimación clínica del abuso infantil (Banaszkiewicz et al., 2002). El retraso en el diagnóstico de maltrato infantil no sólo profundiza las consecuencias físicas, psicológicas y emocionales de éste, sino también incrementa el riesgo de que el niño sea asesinado. El hallazgo de un total de 26 fracturas en el estudio radiológico postmortem de seis niños (McGraw et al., 2002) subraya la necesidad de utilizar todos los recursos humanos y técnicos disponibles para diagnosticar de manera lo más oportuna posible el maltrato infantil.

El entrenamiento en la identificación del abuso infantil y la sensibilización del personal médico acerca de las secuelas de éste, son elementos fundamentales de una política que tenga como objetivo reducir la prevalencia de este fenómeno y sus consecuencias para los individuos y la sociedad. Igualmente importante es el trabajo de forma coordinada entre pediatras, psicólogos, trabajadores sociales y patólogos, así como también la participación de familiares, amigos y la comunidad en el reconocimiento del maltrato infantil (Rimsza et al., 2002).

Así como el maltrato que sufren los progenitores en la infancia o con la pareja afecta el riesgo de abusar a su vez de los hijos, estos también se encuentran en riesgo, en caso de sobrevivir, de reproducir las conductas violentas que vivieron en la infancia, al tiempo que presentan secuelas físicas, sociales y emocionales producto de esta experiencia. El seguimiento de 16 niños que tuvieron lesiones de cabeza no accidentales muestra que la mayoría desarrolló microcefalia adquirida, siendo atrofia cerebral la patología más frecuente (Lo et al., 2003), lo que comporta una afectación potencial de su desarrollo. De igual forma se ha observado que los niños que sufren castigos corporales frecuentes tienen una alta reactividad al estrés y los que padecen la ausencia emocional de sus madres, sea porque ésta sufre depresión o como estrategia de control, tienen niveles de cortisol más elevados, lo que a la larga puede provocar desórdenes inmunológicos, además de problemas emocionales (Bugental et al., 2003). Por otra parte, el estudio de asesinos convictos que habían matado cuando tenían alrededor de 18 años muestra un factor frecuente que consiste en el antecedente de haber tenido unos padres violentos o poco afectuosos, particularmente en el caso de la madre (Hill-Smith et al., 2002).

La reducción de la mortalidad por homicidios en niños requiere acciones integrales que incluyan tanto el mejoramiento de las fuentes de información como la atención a aspectos que hasta ahora no han sido apreciados como críticos en este tipo de problemas. Además de los programas de entrenamiento a los padres y el personal de salud, aquellas acciones orientadas a mejorar la autoestima de las mujeres, así como el registro y seguimiento de los casos de abuso, redundarían en una disminución de la violencia en contra la población infantil.

 

Conclusiones

Si comparamos las tasas anuales y su contribución proporcional con el total de defunciones, el homicidio de niños de cero a cuatro años de edad pareciera ser un problema de salud menor en México. Pero el hecho de que en el año más reciente se hayan registrado 200 casos y que en el periodo de 1992 a 2001 se hayan reportado más de 2 500 defunciones por esta causa, lo hace un motivo de preocupación social y humana que va más allá de las cifras relativas. Resulta aún más evidente que el homicidio en la niñez es un problema de salud pública cuando consideramos que tiene ciertas características regionales, lo cual ocurre predominantemente en los hogares y que su impacto trasciende generaciones. De igual forma es posible que no todos los casos de homicidio hayan sido certificados como debidos a esta causa, con lo cual estaríamos frente a un problema de dimensiones aún mayores.

Resulta preocupante el hallazgo de que este fenómeno se esté desplazando hacia edades más tempranas, no porque ello implique un problema moral mayor o distinto de cuando sucede en otras edades, sino porque puede estar apuntando hacia un cambio importante en la actitud y el comportamiento de la población. Los resultados que muestran que la frecuencia de neonaticidios por cada 1 000 defunciones aumentó 35.7 por ciento durante el periodo estudiado subrayan lo alarmante de esta transformación.

El homicidio de niños pequeños adquiere una dimensión humana muy particular, pues además de su nada despreciable magnitud, es un acto que no puede tener ninguna justificación, con seguridad muchos casos no se detectan y la mayor parte de las veces pasa socialmente desapercibido, toda vez que no existen amigos ni compañeros de trabajo o escuela que puedan llamar la atención al respecto, ni siquiera los progenitores, pues son ellos los que, en una proporción desconocida en este estudio pero previsiblemente alta, lo cometen y lo tratan de ocultar.

 

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