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Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.9 no.37 Toluca jul./sep. 2003

 

La familia, referentes en transición

 

Family, and its references in transition

 

Julieta Quilodrán

 

El Colegio de México.

 

Resumen

En este artículo se aborda la influencia que el proceso de transición demográfica ha ejercido sobre el ámbito de la formación de las familias. México y Japón ejemplifican la reorganización que ha venido experimentado el curso de vida de las mujeres: se ha retrasado la edad a la primera unión conyugal y abreviado el tiempo de formación de la descendencia; también se ha prolongado la etapa de escolarización de los hijos y el tiempo de convivencia con la pareja después de la jubilación.

Además, se analizan los indicadores de nupcialidad de algunos países desarrollados y de América Latina, en los cuales se observa el incremento de las uniones libres, de los divorcios y de los hijos fuera de matrimonio. La revisión efectuada sitúa a México como un país al final de su transición demográfica, donde los cambios no alcanzan todavía los niveles de los países desarrollados.

 

Abstract

This paper analyzes the influence of the demographic transition process in the formation of families. The case of Mexico and Japan illustrate the changes in the life path of women: older ages at first marriage, less offspring with higher schooling, and a longer expected time to share with their partner after retirement. The analysis of nuptiality indicators for some developed countries and Latin America shows an increment in conceptual unions, divorces and out of marriage offspring. Mexico can be described as a country at the end of its demographic transition, where changes still do not reach the level of developed countries.

 

Cambio de régimen demográfico

Hacia mediados del siglo XVIII se inicia en Francia un proceso de transformación de las tendencias demográficas de la población que luego irán conociendo progresivamente los demás países europeos a lo largo del siglo XIX o comienzos del siglo pasado. Este proceso que se conoce como transición demográfica implica que una población caracterizada por niveles de fecundidad y mortalidad elevados pase a ser a una donde la fecundidad y la mortalidad presentan niveles bajos. El lapso transcurrido entre ambos estadios varía entre países, como también las formas o mecanismos utilizados para lograr el cambio de régimen. En la gráfica 1 podemos apreciar cuán altos eran los niveles de fecundidad y de mortalidad en Inglaterra hacia 1750 y, por lo mismo, el escaso crecimiento de la población. Sin embargo, la brecha entre ambos fenómenos se fue ampliando, especialmente durante el siglo XIX, como consecuencia del acelerado descenso de las defunciones y la menos rápida baja de nacimientos. Este mismo proceso se repite, en primer término, en todos los países occidentales que hoy conocemos como desarrollados, lo que dio lugar a altas tasas de crecimiento. A comienzos del siglo XX, estas últimas tienden nuevamente a reducirse en la medida que la natalidad también baja. De este modo vuelven a converger la natalidad y la mortalidad, sólo que ahora en niveles bajos. Puede considerarse que a mediados del siglo XX Inglaterra y Gales (Vallin, 1994) habían completado su cambio de régimen demográfico. Los países en desarrollo, en cambio, se incorporan al movimiento de descenso de sus tasas de mortalidad durante la década de 1930, y de las de fecundidad, aún más tarde: a partir de 1960. La transición demográfica se desarrolla de manera más rápida en estos últimos que en los países desarrollados, por lo que la mayoría de aquéllos se encontraba concluyendo su transición demográfica a fines de la década de 1990.

Como dijimos anteriormente, las modalidades adoptadas por el proceso de transición demográfica no fueron siempre las mismas. Podría decirse que una vez que se alejaron las grandes epidemias comenzó lentamente el descenso de la mortalidad en Europa. Por su parte, la regulación de la fecundidad se habría iniciado mediante de la postergación de los matrimonios, mecanismo que fue muy efectivo sobre todo antes de la Revolución Industrial, y a partir de esa época, los salarios abrieron la posibilidad de acumular en forma relativamente rápida el capital necesario para establecerse de manera independiente de los padres, como era lo habitual en la época. Al mecanismo regulador que representaba el matrimonio se añadió posteriormente la emigración hacia América y, en Francia, el control de los nacimientos dentro del matrimonio. El coito interrumpido, utilizado masivamente, habría tenido un efecto importante sobre la disminución de la fecundidad en este país.

Para situar los niveles de mortalidad y fecundidad que imperaban en México al inicio de su transición demográfica acudimos nuevamente al caso de Inglaterra y Gales. Al comparar las series (gráfica 2) constatamos que las tasas brutas de natalidad de México rondaban 50 por mil en 1930, mientras en Inglaterra y Gales no superaban 20 por mil. Con todo y la gran disminución registrada por la fecundidad mexicana en los últimos 30 años del siglo, la brecha entre los niveles de estos dos países persiste, incluso a fines de la década de 1990 (alrededor de 20 por mil). En cambio, México alcanza los niveles de mortalidad de Inglaterra y Gales (10 por mil) desde comienzos de la década de 1970 y, favorecido por una estructura de población joven, sigue reduciéndolos hasta fines de siglo (5 por mil en 2000).

En cuanto a la evolución de las tendencias durante el periodo de 1930 a 1990, en la gráfica 2 se observa un leve y breve repunte de las tasas de natalidad en Inglaterra y Gales después de la Segunda Guerra Mundial. Este fenómeno, conocido como baby boom, se dio en muchos de los países que habían participado en el conflicto armado. En México, en cambio, la natalidad se mantuvo a niveles muy altos hasta avanzada la década de 1970, cuando comienza a "derrumbarse". En efecto, la fecundidad no deja de disminuir entre 1970 y 2000; pero aun con el acelerado ritmo al que desciende a finales del siglo pasado, el nivel de la natalidad de México continúa siendo superior al de Inglaterra y Gales en 1930. Esto se explica por la inercia o potencial demográfico acumulado por la población mexicana durante los años de alto crecimiento poblacional.

Podría decirse que la transición europea estuvo marcada por perturbaciones provocadas por las sobremortalidades que se daban de tiempo en tiempo a causa de las pestes y otros flagelos que la asolaban y las recuperaciones de la natalidad que sucedían a estos fenómenos. México, en cambio, experimenta una transición sin sobresaltos, típica de un país que la realiza a la sombra de los avances de la tecnología médica y anticonceptiva. Las transiciones de sus tasas de mortalidad y de natalidad son rápidas y sostenidas pero se dan con un desfase de casi 40 años. Cuando la mortalidad estaba alcanzando los niveles de un país desarrollado como Inglaterra y Gales a fines de la década de 1960, recién comenzaba a descender la natalidad.

Esto significa que si la natalidad requiriera de los mismos 40 años que la mortalidad para llegar a los valores que tenían las tasas de natalidad de Inglaterra y Gales a fines de la década de 1990 -10 por mil- la transición se completaría hacia 2010. Luego entonces, México debería estar próximo a finalizar la transición demográfica.1

Sin embargo, las proyecciones del Consejo Nacional de Población (CONAPO, 2001: 13) establecen que esto ocurrirá en 2050, cuando las tasas de natalidad y mortalidad lleguen a 10 por mil (CONAPO, 2002: 70). La realidad es que el término de la transición va a estar determinado básicamente por la velocidad con la cual siga descendiendo la fecundidad. De adoptar México el patrón que se observa a nivel mundial, el promedio de hijos por mujer podría descender rápidamente por debajo del nivel paradigmático de 2.1 hijos por mujer, o sea, no asegurar dentro de pocos años el reemplazo de su población. Este escenario, que hubiera parecido remoto hace pocos años, se torna probable si se tiene en cuenta que todas las entidades federativas del país presentan en la actualidad tasas globales de fecundidad de entre dos y tres hijos, a excepción del Distrito Federal, donde es todavía menor: 1.79 hijos por mujer (CONAPO, 2003: 13). El descenso de la fecundidad por debajo del nivel de reemplazo se ha extendido enormemente, pues abarca tanto a países desarrollados como en desarrollo, a tal punto que ha obligado a la División de Población de las Naciones Unidas a fijar en 1.85 hijos por mujer el nuevo umbral para hacer sus proyecciones de población. 2

Conforme a la experiencia europea, se esperaba que los países en desarrollo iniciaran la transición de su fecundidad con una postergación de la edad del primer matrimonio, pues el hecho de que las mujeres ingresaran más tarde a una unión conyugal tenía, en aquellos años, un doble efecto: alejarlas de las relaciones sexuales y, por lo mismo, de tener hijos. El efecto regulador de esta variable intermedia de la fecundidad opera, por lo tanto, cuando la población está todavía bajo un régimen de fecundidad natural y cuando los hijos que nacen lo hacen dentro de uniones conyugales estables. Sin embargo, el retraso de la nupcialidad no se dio ni en México ni en el resto de América Latina (Quilodrán, 1984 y 1991, y Rosero Bixby, 1996, entre otros autores). Tal vez el efecto modernizador que debía acarrear el incremento de los niveles de educación no fue suficiente para que las mujeres se casaran más tarde, pero también pudo suceder que los anticonceptivos llegaron demasiado rápido, interfiriendo con los cambios que se estaban gestando. En efecto, el intervalo que medió entre la llegada de las primeras cohortes de mujeres con cierta escolaridad a la edad de casarse (finales de la década de 1950 en México) y el momento en que se populariza el uso del método del ritmo y el acceso a los métodos anticonceptivos modernos (década de 1960), no fue superior a 10 años. Un lapso demasiado breve para conseguir cambios en las actitudes y en los comportamientos en relación con un fenómeno tan codificado socialmente como el matrimonio. Otro motivo que también debió contribuir a que no se produjera el esperado cambio en la nupcialidad pudo ser la libertad para elegir al cónyuge. A diferencia de los países asiáticos o del norte de África, donde sí se dio la postergación de la edad a la primera unión, en los nuestros, la elección del cónyuge constituye, desde hace mucho, un asunto de carácter personal. Aunque las familias opinen sobre el asunto, la decisión recae en la pareja. En las culturas asiáticas y del Magreb, en cambio, el matrimonio de los hijos era hasta hace unos 30 años una decisión familiar, producto de una autoridad patriarcal mucho más rígida que en la cultura latinoamericana.

Como ya se dijo antes, la natalidad ha venido disminuyendo como resultado del descenso de la fecundidad que se inició a mediados de la década de 1960 en muchos países de América Latina, entre ellos México. Grupos pioneros de mujeres comenzaron regulando la dimensión de su descendencia y años después manifestaron su espíritu innovador, postergando su edad al casarse (Juárez y Quilodrán, 1990: 33). Para cumplir el primero de estos propósitos, las mujeres, con la colaboración de sus parejas, recurrieron al uso de métodos tradicionales y de barrera. Estos métodos, aunque poco eficientes si se les compara con los modernos, incluida la esterilización, ayudaron a las mujeres a cumplir con sus deseos de tener menos hijos.3 De este modo, cuando aparecen los métodos anticonceptivos de tipo hormonal en los años sesenta, la demanda ya está creada, al menos entre estos grupos de pioneras que pertenecen a las clases sociales acomodadas a la vez que más educadas. Sin embargo, la masificación de la anticoncepción no se habría dado tan rápidamente como sucedió (en aproximadamente veinte años) sin la intervención decidida de las instituciones gubernamentales y de los organismos internacionales. Hoy día quedan pocos países del mundo en desarrollo donde las mujeres no hayan accedido en forma generalizada al uso de los anticonceptivos y, por ende, al descenso de sus niveles de fecundidad.

De acuerdo con las tendencias descritas, México se encontraba a fines del siglo recién concluido en una etapa bastante avanzada de su transición demográfica. En 2003 lo está todavía más, con una tasa de natalidad de 19.3 por mil; de 4.5 por mil de mortalidad, y de 2.4 por ciento de crecimiento natural; junto con una tasa global de fecundidad estimada en 2.21 hijos por mujer, así como con una proporción cercana a 70 por ciento de mujeres unidas en edad fértil usando anticonceptivos (CONAPO, 2003: 13; 2001: 42). Estos niveles se aproximan a los de un país como Irlanda, cuya transición demográfica se considera concluida (TBN de 15 por mil, TBM de 8 por mil y 2.0 hijos en promedio por mujer); a Túnez, en el norte de África (TBN de 17 por mil, TBM de 6 por mil y 2.1 hijos en promedio), o a Brasil (TBN de 20 por mil, TBM de 7 por mil y 2.2 hijos en promedio), en América Latina (Pison, 2003).

El ritmo al cual se ha venido desacelerando el crecimiento poblacional, como consecuencia de la baja de fecundidad, ha acarreado numerosas ventajas tanto a nivel macrosocial como de las familias, pero será también a este mismo ritmo que se manifestarán en un futuro no muy lejano sus inconvenientes. La modificación demográfica más patente se manifiesta en las estructuras por edades de las poblaciones. La inercia demográfica -también conocida como potencial demográfico- derivada de la evolución en el mediano y largo plazo de la mortalidad y de la fecundidad impone ciertas rigideces. Sin embargo, un manejo adecuado de éstas puede traducirse en beneficios; por ejemplo, aprovechar la abundancia de población en edades de trabajar (bono demográfico).4 Otros cambios, aunque de naturaleza distinta, pueden ser las preferencias electorales de una población envejecida, cuya orientación mayoritaria podría quedar determinada por su tendencia a conservar privilegios mediante la elección de representantes de edades avanzadas como las de ese sector poblacional, con lo cual se desalentaría la alternancia política en el gobierno, o bien, las modificaciones de las relaciones intergeneracionales cuando abundan familias con tres y cuatro generaciones sobrevivientes (abuelos, hijos, nietos, bisnietos).

La evolución que hemos venido describiendo significa que la población mundial pasó en dos siglos de un sistema demográfico dominado por altas tasas de mortalidad y fecundidad a uno donde la regla son bajas tasas de mortalidad y de fecundidad, las cuales, además, están alcanzando niveles inferiores a los necesarios para reemplazar a la población que perece, creando así una situación social inesperada. Expresado de una manera muy gráfica, se puede decir "que se pasó de un régimen consumidor de vidas, porque nacían muchos pero también morían muchos, a otro ahorrador de vidas, en el cual nacen pocos pero mueren también pocos" (Livi Bacci, 1994: 449).

Si bien estas transformaciones son el resultado de complejas interacciones entre las distintas esferas del aparato social, los retos que plantean a las sociedades actuales son enormes, debido, entre otras cosas, a la velocidad con la cual se producen. La circulación de la información en un mundo globalizado obliga a adaptaciones rápidas que no siempre se alcanzan o simplemente, se desean. Como mencionamos anteriormente, la dinámica poblacional impone cierta rigidez a las relaciones sociales por medio, principalmente, de las estructuras de edad que de ella resultan. En este juego se combinan diferentes ritmos e intensidades de cambio en cada una de las variables que intervienen, las cuales dependen a su vez de transformaciones sociales. Ahora, para que estas transformaciones ocurran, las "representaciones colectivas deben ser lo suficientemente favorables al cambio para procurarse los medios para llevarlos a la práctica" (Roussel,1992: 143). Es en esta interacción constante entre estructuras y procesos que se sitúa uno de los cambios más importantes de la postransición demográfica: la reconfiguración familiar.

A fines del siglo XX, el horizonte de vida de las personas no era de ningún modo el mismo que en el pasado. El azote de las grandes epidemias y demás catástrofes que diezmaban las poblaciones se ha alejado y hoy en día es posible, hasta cierto punto, planificar, tener dominio sobre eventos tales como el número de hijos que se desea tener y el momento de hacerlo (Roussel, 1989: 42). En suma, ya no se requiere que las poblaciones se reproduzcan intensamente para poder reemplazarse. Esta circunstancia abre paso a nuevas modalidades de convivencia donde la familia numerosa no es un requisito para la sobrevivencia del grupo o de la especie. De hecho, la disminución de la fecundidad está configurando familias de menor tamaño, cuya constitución ocupa una proporción mucho menor del tiempo de vida de cada uno de los cónyuges como consecuencia, justamente, del incremento de las esperanzas de vida de cada uno de ellos (gráfica 3).

A este respecto, en la gráfica 3 tenemos un ejemplo muy ilustrativo de las transformaciones ocurridas durante el siglo XX. Se trata de los cambios observados en Japón entre 1920 y 1992, y en México, entre 1930 y 2000, en relación con las edades en que se producen las principales transiciones vitales de la mujer. En ambos casos media un lapso de 70 años entre los valores presentados. Lo primero y más importante que se observa en el gráfico es que las mujeres de Japón viven en promedio 22 años más a fines del siglo XX que a comienzos de éste (1920). Otros cambios observados en este mismo país se refieren a la postergación de la edad en que se contrae el primer matrimonio - cuatro años más- y correlativamente, la del nacimiento del primer hijo. Éste nace a los 27.5 años en lugar de a los 23.6 años, vale decir exactamente cuatro años después, ya que no se registra una modificación del intervalo protogenésico entre 1920 y 1992.

Por otra parte, el descenso de la fecundidad redundó en que ahora las mujeres japonesas ocupan en tener a sus hijos sólo la cuarta parte del tiempo que empleaban en el pasado, pero tardan, en cambio, varios años más en criarlos (cinco años más, en promedio). Otros cambios importantes en la vida de la mujer japonesa radican en el tiempo que el primer hijo tarda en casarse (nueve años más), lapso que está ligado a la prolongación de los estudios. Además, el periodo de convivencia con el esposo después de la jubilación de éste casi se triplica (17 años, en lugar 5.5). Por último, tenemos que el tiempo que la mujer permanece viuda se duplicó entre comienzos y fines de siglo.

Los dos intervalos que aumentaron de manera significativa en Japón fueron los relativos a:

1. El tiempo transcurrido entre el nacimiento del último hijo y el momento en que éste termina sus estudios.

2. El lapso que media entre la jubilación y el deceso del esposo, cuya esperanza de vida es menor que la de la mujer.

La mayor escolaridad de los hijos prolonga la estadía de éstos en el hogar y la dependencia de sus padres. Si la costumbre imperante es la de una cohabitación de los hijos con los padres durante toda su escolaridad, tener menos hijos ha significado solamente una reducción de 3.3 años de carga doméstica para la mujer. Antes, la mujer dedicaba más tiempo a tener hijos pero menos a su formación escolar, de modo que lo que se produce es una cierta compensación entre los valores de los intervalos entre el nacimiento del primer hijo y el final de la escolarización del último entre las generaciones (26.8 y 23.5 años). Lo que sí está otorgando a la mujer mayor esperanza de vida es un periodo más prolongado de convivencia con su esposo una vez jubilados, así como más años en condición de viuda.

Los supuestos de las estimaciones para México nos impiden establecer una comparación estricta con Japón: los cálculos efectuados sobre México se basan, entre otras cosas, en la esperanza de vida de las mujeres a partir de la edad promedio de su primera unión. De no haber adoptado este supuesto, se habría caído en el absurdo de que las mujeres nacidas en 1930 hubieran terminado de tener a sus hijos después de morir, ya que la esperanza de vida al nacer era, en esa época, de solamente 37.5 años. En realidad, lo que buscamos para 1930 son órdenes de magnitud de los intervalos entre los diversos eventos contemplados. No puede ser de otra manera desde el momento en que los indicadores utilizados no siempre recubren los mismos conjuntos de personas, ni las mismas cohortes, ni estrictamente los mismos años. Se trata de aproximaciones, no de precisiones, sobre el curso de vida de las mujeres en dos momentos bastante alejados en el tiempo. Esto nos debe permitir observar las grandes transformaciones que ese curso de vida ha experimentado en la década de 1970.

Sin embargo, con todo y las restricciones que comportan los indicadores que tomamos en cuenta, constatamos que la edad a la primera unión se hizo más tardía,5 que el intervalo protogenésico disminuyó de 1.5 años (Quilodrán, 1984) a 1.1 año (CONAPO, 2002: 31) y que el tiempo que las mujeres dedicaban en la década de 1930 a la formación de su descendencia -intervalo entre el nacimiento del primer y último hijo- pasó de 16.8 años en promedio (Quilodrán, 1984)6 a menos de cinco años en 2000 (4.5 años). Además, el primogénito se casó en promedio 6.3 años más tarde en este último año que en 1930. En cuanto al tiempo que la mujer convivía con su esposo como jubilado puede considerarse que en 1930 era nulo al no existir en aquella época esta prestación y al hecho que desconocemos a qué edad los hijos se hacían cargo de sus padres. En la actualidad, una parte de la población de México goza de una jubilación, la cual en promedio se otorga a los de 62.5 años de edad. Esto significa que la mujer conviviría con su esposo en esta condición -jubilado- aproximadamente 14 años en promedio (13.6 exactamente), y luego permanecería viuda un promedio de 5.5 años; vale decir: en 2000, el periodo de viudez de la mujer es cuatro veces más prolongado que en 1930, cuando escasamente llegaba a 1.6 años en promedio.

En suma, lo que se observa es que las primeras transiciones se han postergado -primera unión, primer hijo-, pero la formación de la descendencia está ocupando un intervalo muy breve en la vida de las mujeres japonesas y mexicanas (2.9 años y 4.5 años, respectivamente). Por otra parte, el fin de la escolaridad del último hijo, la unión conyugal del primer hijo y el nacimiento del primer nieto ocurren en un intervalo de 6.9 años, entre los 40.9 años y 47.8 años de edad de la mujer, en promedio. En realidad, las transiciones se agrupan entre los 20 y los 30 años, y luego, entre los 40 y los 50 años. Para el año 2000, la pareja se forma y los hijos nacen en un lapso relativamente corto (5.6 años) y se es abuelo antes de los 50 años, con lo cual la mujer puede llegar a vivir hasta que el primer nieto cumple los 34 años, y el hombre, hasta que ese descendiente cumpla los 28.

Todo lo anterior indica que el cambio de régimen demográfico tiene implicaciones individuales y familiares, las cuales repercuten, a su vez, en toda la sociedad. Como ejemplo, porque las lecturas de esta gráfica pueden ser muchas, tenemos que el hecho de que los padres vivan más tiempo está asociado a la posibilidad de que los hijos efectúen estudios más prolongados y a que las generaciones sucesivas se traslapen durante más tiempo, con lo cual nietos y abuelos pueden convivir durante más años. De este modo, la acumulación tanto de capital social como cultural se torna más rápida y los beneficios a nivel personal y de la sociedad en su conjunto, también. Otro ejemplo es que el retraso de la edad de ingreso a la primera unión, conjuntamente con la aparición de los anticonceptivos, ha influido sobre el incremento de la vida sexual fuera de unión. Esta mayor permisividad estaría a su vez acarreando una elevación de la propensión a las concepciones prenupciales, e incluso a los nacimientos fuera del matrimonio.

Las interrelaciones entre las transformaciones de la vida social que revelan las comparaciones recién establecidas forman parte del proceso, más amplio, conocido con el nombre de "segunda transición demográfica", de acuerdo con el término acuñado por Van de Kaa (1987).

 

La segunda transición demográfica

La segunda transición, a diferencia de la transición demográfica clásica (TD), se caracteriza sobre todo por cambios en los comportamientos de los individuos a nivel, básicamente, de la formación y de la estabilidad familiar. De cualquier forma, ambas transiciones están permeadas por la intervención de los cambios tecnológicos, socioeconómicos y culturales que se influyen entre sí e imprimen diferencias a los procesos que se generan en los distintos espacios sociales y geográficos. En el caso de la TD, los cambios se relacionaron principalmente con el desarrollo de la prevención y curación de las enfermedades, así como con el manejo voluntario de la fecundidad. De ese modo, la consecuencia directa del descenso de la mortalidad fue el incremento acelerado de los volúmenes de población; luego surgió la posibilidad de regular la fecundidad por medio de los anticonceptivos. En la segunda transición demográfica, en cambio, adquieren relevancia los factores psicosociales, es decir, aquéllos que influyen sobre los valores, actitudes y comportamientos de los individuos. Una de las primeras manifestaciones de cambios registrados en el área de la formación familiar fue el cuestionamiento de la institución matrimonial. Esta institución ha constituido durante siglos una de las variables estructurantes más importante de la vida social en el mundo occidental. Al reemplazo del matrimonio por uniones libres o consensuales provocado por el rechazo al matrimonio han venido a sumarse otras opciones, como el celibato permanente o simplemente más prolongado, la unión conyugal sin hijos y la paternidad/maternidad fuera de uniones estables.

Junto con el abandono del matrimonio se ha ido extendiendo la disminución del control social sobre la práctica de la sexualidad fuera de las uniones, lo mismo que sobre la estabilidad de la pareja conyugal. La disolución de las uniones por separación y divorcio es menos reprobable que hace un cuarto de siglo tanto en el ámbito social como familiar. Progresivamente se está sustituyendo el modelo de regulación institucional estricto, representado por el matrimonio, por uno donde cada persona, llegada la edad de formar una pareja, desea hacerlo a su manera, manejando su propia historia, de modo que la legitimidad del vínculo entre los cónyuges emane solamente del consentimiento recíproco. Esta nueva situación supone, y también refuerza, la existencia de posiciones más simétricas dentro de las parejas, así como la de roles más igualitarios entre el hombre y la mujer, a la vez que hace que las interrelaciones entre ellos estén basadas fundamentalmente en la negociación (Roussel, 1992).

En pocas palabras, cada vez se asientan más los valores relativos a la realización personal y la acentuación de las necesidades existenciales. Este proceso de valorización del individuo por sobre los requerimientos de sus grupos de referencia se ha desarrollado lentamente: comienza a manifestarse en el siglo XVIII con el surgimiento de la Revolución Industrial, el Siglo de las Luces, la Revolución Francesa y la promulgación de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, entre otros acontecimientos (Lesthaeghe, 1995a: 133). Asimismo, esta segunda transición se caracteriza por el hecho de que las transiciones vitales se llevan a cabo en forma más gradual. Cada vez más, el matrimonio va precedido de una cohabitación; la llegada del hijo en un intervalo decidido por los padres excede al que fijan las condiciones de fertilidad de la mujer; al trabajo estable se accede luego de desempeñar una serie de ocupaciones más bien inestables; el hogar paterno se abandona de manera paulatina, jalonado de episodios de salidas y regresos. Estas mismas razones provocan que las transiciones se ritualicen menos y que los eventos que las caracterizaban y las hacían fácilmente identificables en el tiempo tiendan a borrarse o, al menos, a hacerse menos precisos en cuanto a su calendarización. Dicho de otra manera, hoy día es más difícil que hace veinticinco años atribuir fechas a cada evento de la vida de los individuos.

Como ya se anticipó, todos los aspectos que acabamos de señalar como característicos de la segunda transición demográfica giran en torno a la familia -su formación y su dinámica- de aquí el auge que están conociendo los estudios en torno a este tema, sobre todo en aquellos países que hace ya algún tiempo finalizaron su primera transición demográfica. Sin embargo, dada la velocidad con la cual se está desenvolviendo esta última en los países en desarrollo, junto con la difusión que han alcanzado los arreglos conyugales en boga en los países desarrollados, no es de extrañar que ya se estén adoptando en nuestros países rasgos asociados con la segunda transición demográfica. Así, tenemos que la esperanza de vida de hombres y mujeres se ha prolongado muchos años, lo cual permite la coexistencia de varias generaciones; la fecundidad ha disminuido y con ello el tamaño de las familias; las disoluciones voluntarias de las uniones han aumentado -proporciones de divorciados y separados- y las de viudos han decrecido con la baja de la mortalidad; finalmente, las disoluciones en aumento han dado paso al incremento de las nuevas nupcias, sobre todo en un contexto de mayor sobrevivencia. Por otra parte, la condición de la mujer ha mejorado sustancialmente con el incremento de sus niveles de escolaridad, circunstancia en la cual tiene mayores oportunidades de acceso a la vida ocupacional. Ahora, y tal como la historia lo ha mostrado muchas veces, los indicadores pueden presentar niveles semejantes entre países pero tener distintos significados, como también ser muy diferentes al interior de un mismo país o región.

En sus trabajos sobre la noción de segunda transición demográfica, Ron Lesthaeghe (1995b: 17) señala que los hechos que mejor caracterizan este proceso son:

1. El rápido debilitamiento del control social ejercido por las instituciones, el cual es correlativo al incremento de la autonomía de la moral individual.

2. La mayor aceptación social de la sexualidad fuera del matrimonio.

3. La acentuación de las aspiraciones individuales dentro de la pareja.

4. El desarrollo de patrones de intercambio más simétricos al interior de las uniones.

5. El descubrimiento de costos de oportunidad resultantes de la autonomía económica de la mujer.

6. La fusión de lo doméstico y de las carreras de los cónyuges en las transacciones del hogar.

7. La disponibilidad de contraceptivos eficientes, que ayudan a la mujer en el control de su reproducción.

Según el propio Lesthaeghe -quien ha continuado desarrollando este concepto junto con Van de Kaa, desde que fue formulado por éste último en 1987-, la teoría de la segunda transición demográfica estaría estrechamente asociada con la "revolución silenciosa" postulada por Inglehart (1977), por medio de las variables ideacionales. Lo central de esta argumentación se encontraría en la articulación entre la autonomía individual y el derecho de los individuos a elegir. En palabras de Lesthaeghe (1995a) "la era del control ejercitado por las doctrinas religiosas y políticas sobre las vidas de los individuos, que comenzó en Occidente con la Reforma y la Contra Reforma y que duró hasta la segunda parte del siglo XX, habría terminado". Este mismo autor considera, por lo demás, que la "revolución silenciosa" recién aludida, no puede presentarse separada de los cambios demográficos y que su inclusión en la interpretación de las transformaciones recientes de la familia ampliaría el alcance de las teorías económicas que existen al respecto (Becker, 1981, y Easterlin, 1976: 413). Esto, independientemente de si ellas están basadas en las aspiraciones de consumo, la estructura de oportunidades de los hombres, la autonomía femenina o el incremento de los costos de oportunidad de las mujeres. Todas estas afirmaciones se inscriben dentro de aquellas que Lesthaeghe viene haciendo desde hace mucho en el sentido de que las teorías sociológicas y económicas son más complementarias que excluyentes (Lesthaeghe, 1995b).

En resumen, podría decirse que hoy en día la vida de los individuos estaría guiada más bien por la realización personal y el incremento de las necesidades existenciales. Lo cual implica que el funcionamiento de la sociedad dependa en gran medida de las elecciones que cada persona realiza y de las satisfacciones que busca. Aun cuando estos presupuestos sean una de las formas de visualizar el devenir social y, en especial, el de la familia, hay que reconocer que ésta última ha conocido en los países occidentales desarrollados transformaciones de una envergadura no prevista en los años sesenta. Estos cambios, que atañen básicamente a la formación de las parejas (nupcialidad) y su reproducción, se consumaron en un lapso muy corto: del final de la Segunda Guerra Mundial a la fecha. Como ya lo mencionamos con anterioridad, la velocidad cada vez mayor de circulación global de la información explica no solamente la rapidez con la cual se difundieron estos nuevos comportamientos en los países desarrollados, sino también aquella con la cual podrán difundirse en los países en desarrollo. Esto no debe interpretarse, sin embargo, en el sentido de una post transición o segunda transición demográfica con características homogéneas en todo el mundo, sobre todo cuando los cambios esperados involucran, en mayor medida que en el caso de la transición demográfica clásica, aspectos psicosociales y culturales relacionados con la familia y los valores sociales predominantes.

Si se está o no en la segunda transición demográfica -y, de haber ingresado, qué tanto se ha avanzado en ella- es uno de los temas más controvertidos de los estudios de población en los países próximos a concluir su transición demográfica clásica. De cualquier forma, independientemente de estas consideraciones comienzan a ocurrir nuevos hechos en el ámbito de la formación familiar en nuestros países. Por ello resulta indispensable hacer un seguimiento adecuado y continuo de los indicadores que mejor la caractericen, de manera que sea posible evidenciar e interpretar los cambios que está experimentando la familia, así como las modalidades que va adoptando.

 

El matrimonio católico y sus principales transformaciones

El matrimonio civil es una institución cuya legalidad emana del orden público desde fines del siglo XVIII en Francia -y del XIX, en el resto de países occidentales-, sin embargo, sus fundamentos están muy ligados a los del matrimonio católico. Por esta razón, abordamos a continuación los postulados del matrimonio eclesiástico, intentando entender mejor el origen y la naturaleza de los cuestionamientos que se realizan a esta institución cuya impronta subsiste a pesar de los embates que está experimentando.

La Iglesia católica ha postulado tradicionalmente que:

1. Debe darse el libre consentimiento de los cónyuges en la celebración del matrimonio.

2. La sexualidad debe ejercerse solamente dentro del matrimonio, como lo señala el documento de la iglesia Sexualidad humana: verdad y significado. Orientaciones educativas en familia (Singer, 1978: 23, y López, 1992: 297).

3. En la práctica de la sexualidad conyugal debe existir siempre una apertura a la procreación (López, 1992, y Pío XI, 1995).

4. El débito conyugal es obligatorio.

5. La pareja debe ser monógama.

6. El vínculo matrimonial es indisoluble (Documentos, 1983: canon 1141).

7. No existe prohibición de permanecer soltero.

8. El matrimonio es un sacramento como lo establece el Catecismo de la Iglesia Católica (Documentos, 1993: 2360).

9. Existe un ritual asociado a la celebración del matrimonio.

Si repasamos estos preceptos, tenemos que casi ninguno de ellos se cumple ni se ha cumplido estrictamente desde su promulgación: que incluso varios ya han experimentado cambios desde hace mucho. Este sería el caso, por ejemplo, del débito conyugal, cuya exigencia se fue suavizando a medida de que la vida de los hijos y de la propia madre comenzó a ser valorada a partir del siglo XVIII. Por su parte, el tema relacionado con el libre consentimiento nos conduce a la elección del cónyuge cuyos cánones han sido más o menos estrictos según las épocas. La influencia de los padres es especialmente cierta tratándose de matrimonios que constituyen, de hecho, verdaderas alianzas con fines de mantener poderes económicos, políticos o la reproducción de ciertos grupos étnicos o religiosos. Otro postulado interesante que plantea la doctrina de la Iglesia Católica es la opción que otorga al individuo de permanecer soltero, precepto que está ausente en otras culturas y religiones. La Iglesia no solamente lo aprueba sino que incluso lo alentó en muchos momentos de su historia. Esta aceptación es congruente con un régimen monogámico, ya que si el objetivo es asegurar que todas las mujeres se casen se requiere, por lo general, de un régimen matrimonial poligámico. El catolicismo tampoco acepta el repudio de las mujeres al estilo del Islam; por el contrario, establece la indisolubilidad del matrimonio.

En realidad, es tal la importancia que la Iglesia concede al matrimonio que lo convirtió en sacramento y lo rodeó de un ritual elaborado que marca claramente el tránsito entre la vida de soltero y de casado; vale decir, entre la prohibición y la autorización para mantener relaciones sexuales y procrear. Desde luego que los fines del matrimonio católico trascienden el ejercicio de la sexualidad; aquí solamente hemos destacado aquellos que guardan relación con la vida marital y reproductiva.

En suma, el modelo de matrimonio católico vigente desde el Concilio de Trento7 (1545) con todo y las modificaciones que ha experimentado desde entonces, busca asegurar una reproducción elevada dentro de un marco familiar estable. Los aspectos del modelo de matrimonio católico que están siendo cuestionados en la actualidad se refieren básicamente a la sexualidad fuera del ámbito matrimonial, al abandono del ritual o registro del inicio de la cohabitación conyugal y la indisolubilidad del vínculo establecido por la secularización de éste último. En el fondo, lo que se viene planteando desde el momento en que se puede ejercer el manejo voluntario de la reproducción, sobre todo a partir de la disponibilidad de la tecnología anticonceptiva, es, en cierta medida, la separación entre el ejercicio de la sexualidad y la reproducción. El matrimonio estaría perdiendo su capacidad como institución que regula la vida en pareja y enmarca la reproducción humana. Por su lado, el divorcio, que es una institución creada hace dos siglos, se está propagando de manera notable en momentos en que el promedio de vida de los individuos se prolonga. No obstante, estos cambios en los comportamientos de los individuaos no ocurren automáticamente, están ligados a los valores asociados a ellos como también a la historia y a las costumbres que caracterizan a toda sociedad, las cuales pueden facilitar u obstaculizar su difusión.

Antes de continuar, cabe hacer referencia a la institucionalización civil del matrimonio, que en América Latina data, en general, de la separación que se dio en el siglo XIX entre los asuntos de la Iglesia y del Estado. En el marco de esta separación se instituyó el matrimonio civil como el único con validez legal; no obstante, la celebración de matrimonios religiosos siguió permitiéndose. A pesar de la legalidad exigida, la secularización estricta del matrimonio no se produjo y la Iglesia sigue manteniendo su influencia e imponiendo la doble institucionalización de los matrimonios. En efecto, los matrimonios civiles y religiosos constituyen hasta la fecha la categoría más numerosa de matrimonios en la mayoría de los países de América Latina. Esta situación está, de cualquier manera, comenzando a cambiar. En México, por ejemplo, las uniones libres se hacen cada vez más frecuentes en las edades tempranas y los matrimonios solamente civiles aumentan en todas las edades. Esto significa que el matrimonio legal sigue siendo preponderante, pero la búsqueda de la sanción religiosa está retrocediendo (Quilodrán, 2000: 25). Podría considerarse que este proceso de secularización del matrimonio se inscribe dentro de uno más amplio: el de la secularización de la sociedad, que es una de las principales características asociadas a la segunda transición demográfica, según sus autores.

 

Matrimonio versus cohabitación

En este punto hay que aclarar que en Europa y, en general, en los países desarrollados, la cohabitación de parejas es un fenómeno nuevo que ha venido a perturbar la institucionalización por siglos conformada. Ni siquiera la Revolución Francesa la interrumpió en su momento (Leridon, 1991: 7). Este no es, sin embargo, el caso de América Latina, donde los conquistadores no pudieron imponer totalmente el modelo de matrimonio católico que llegó con ellos. Con mayor o menor intensidad, las uniones informales están presentes y lo han estado desde hace siglos en muchos países de la región.

Lo anterior significa que las uniones informales de los países desarrollados y las existentes en Latinoamérica no son estrictamente comparables, difieren tanto en su temporalidad como en su propia naturaleza. En nuestra región se trata de un rasgo cultural de larga data, una situación aceptada aunque no totalmente legitimada por la sociedad, en virtud de que no cumple con lo prescrito por el modelo dominante que es el matrimonio legal, al cual se suma generalmente la sanción de la Iglesia (matrimonio católico).

En los países desarrollados, el cuestionamiento a la institución matrimonial vino a crear una serie de problemas de carácter social, legal y administrativo. El manejo de esta situación llevó rápidamente a la generación de una abundante investigación sobre el tema de la cohabitación. Los hallazgos apuntan a que esta última bien puede constituir una alternativa al matrimonio, un preludio al mismo, o una alternativa al celibato. En este mismo sentido, Villeneuve Gokalp (1990) agrega otro elemento: el tipo de cohabitación más frecuente es aquél que no implica compromiso para los integrantes de la pareja. Presenta, además, como razones para la proliferación de ésta -las uniones libres o consensuales en nuestro lenguaje- la prolongación de los estudios, las dificultades de inserción laboral de los jóvenes, la búsqueda de una autonomía por parte de las mujeres, la pérdida de eficacia de los medios de presión tradicionales (disminución del poder patriarcal) como era el temor a un nacimiento ilegítimo, la sexualidad fuera del matrimonio o la exigencia de un matrimonio de reparación en caso de embarazo de la mujer, y por último, la observancia de la indisolubilidad del matrimonio con el fin de proteger a la mujer y los niños. También se ha visto que las probabilidades de que las cohabitaciones se transformen en matrimonio varían según el tiempo transcurrido. En Australia, por ejemplo, una cohabitación de más de tres años tiene la misma probabilidad de transformarse en matrimonio que la que tiene una mujer soltera de contraer directamente uno; es decir, la legalización de uniones es frecuente allí (Bracher y Santow, 1997).

A lo anterior se añade la pérdida de influencia de la religión, y con ello, de su capacidad de continuar imponiendo sus normas en torno a la sexualidad, como ha sido la prohibición del sexo fuera del matrimonio. De aquí que a una menor práctica religiosa corresponda, en general, niveles más altos de cohabitación entre la población (Goldsheider y Kopp, 1998). No obstante, el cuestionamiento de la institución matrimonial no se corresponde necesariamente con un abandono de la vida conyugal. Generalmente, las uniones consensuales han compensado el descenso del número de matrimonios cuando éste ha ocurrido. No es, por lo tanto, la vida en pareja la que está en crisis, sino el apego a las instituciones que la regulan, léase Iglesia o Estado. Ahora, la pregunta que queda planteada es: ¿qué tanto se ha desinstitucionalizado el matrimonio? Y si es así, ¿qué significado tiene la eliminación de la ritualización civil o religiosa del matrimonio sobre la formación de la pareja y su descendencia?

Para ilustrar la situación en torno al abandono del matrimonio, presentamos en el cuadro 1 datos que revelan cómo éste ha ido declinando en Francia, Alemania, Noruega, Canadá y Estados Unidos entre 1970 y 1999. De los indicadores contenidos en este cuadro hay dos que apuntan directamente al progreso de la desinstitucionalización de la vida conyugal: la proporción de quienes contrajeron matrimonio al menos una vez antes de los 50 años de edad y la proporción de hijos nacidos fuera de matrimonio.8 En este sentido tenemos que en la década de 1970 más del 90 por ciento de hombres y mujeres contraían matrimonio en los países europeos considerados. Estas mismas proporciones eran, en este mismo momento, alrededor de 9 por ciento mas bajas en Estados Unidos y Canadá. Además de estas diferencias entre América del Norte y Europa se observa que en este último continente y mas precisamente, en los tres países comparados la proporción de mujeres casadas es ligeramente superior a la de hombres mientras en Canadá y Estados Unidos la relación es a la inversa, la intensidad del matrimonio es algo menor entre las mujeres. Ahora, la evolución entre la década de 1970 y fines de la década de 1990 es muy similar; la nupcialidad legal disminuye en todos los países salvo en de Estados Unidos país para el cual no disponemos del dato respectivo. En los países europeos la reducción es de alrededor de 40 por ciento, algo mayor entre los hombres que entre las mujeres.9 Las disminuciones registradas en Canadá son menores, 30.3 por ciento y 22.3 por ciento entre los hombres y las mujeres respectivamente pero hay que considerar que parten, como vimos antes, de niveles mas bajos en 1970 que los que presentaban los países europeos en esos momentos. Estas disminuciones se dan simultáneamente con retrasos en las edades al contraer matrimonio del orden de 4 y 5 años tanto entre los hombres como entre las mujeres.

En cuanto a los hijos nacidos fuera de matrimonio su proporción se triplican en Alemania, se multiplica por 6 en Francia y por 7 en Noruega mientras en Canadá y Estados Unidos solamente se triplican (2.7 y 3.1, respectivamente). En este caso no solamente las proporciones son mas bajas en los países de América del Norte y Alemania (21.6, 25.5 y 33.0 por ciento, respectivamente) sino también su ritmo de progresión. Noruega sobresale porque prácticamente la mitad de los niños nace fuera de matrimonio; sin embargo, Alemania, que es el país donde más disminuyeron los matrimonios, es al mismo tiempo donde menos se incrementa esta proporción. Es decir, que el hecho de que las personas se casen menos no significa necesariamente que aquellas que no lo hacen tengan los hijos fuera de matrimonio. Tampoco implica que no vivan en una relación marital de tipo informal. Estas situaciones nos ilustran también respecto a la manera en que la formación de la descendencia se va desligando de la situación matrimonial y la diversidad de arreglos conyugales que esto va configurando. Así tenemos países donde las uniones informales son reproductivas y en otros menos, países donde ni los matrimonios ni las uniones informales son muy reproductivas; y otros, donde la reproducción está circunscrita al matrimonio con o sin cohabitación previa. De cualquier forma, lo que estos datos nos indican es que a fines de la década de 1990 entre uno y cinco niños nacían fuera de una pareja casada -solamente uno en Alemania y cinco en Noruega- aunque ello no signifique que vivan en una familia monoparental, ya que muchos son criados por ambos padres en el seno de una unión informal o consensual.

La evolución del divorcio durante los últimos 30 años del siglo pasado, que nos ofrecen los datos del cuadro 1, pone de manifiesto el enorme incremento que ha experimentado este fenómeno, sobretodo en los países europeos. Los niveles en estos países hacia 1970 eran la mitad del que presentaba Canadá en esos mismos años. Sin embargo, en 1999 eran casi equivalentes a los de Canadá y Estados Unidos. Alemania, Francia y Noruega pasaron de que un matrimonio de cada siete se disolviera por divorcio en 1970 a que la ruptura alcanzara a uno de cada 2.5 matrimonios en la década de 1990. Una progresión rapidísima.

En resumen podemos decir que en los países desarrollados analizados el matrimonio es cada vez menos frecuente, se celebra a edades más tardías y se disuelve más a menudo que en el pasado. A estas características se añade el hecho de que los hijos nacen a las mismas edades promedio de las madres pero lo hacen cada vez más frecuentemente fuera de matrimonio. Por lo demás, el matrimonio no marca el inicio de la vida reproductiva, como tampoco la llegada de un hijo obliga a contraer matrimonio. Todo indica que caminamos hacia una diversidad de modelos de vida conyugal donde la secuencia matrimonio-hijos es una opción más y no la única norma social vigente. Los países no son, sin embargo, homogéneos en cuanto a este modelo general; varían con respecto a la intensidad y el calendario de cada uno de los eventos descritos, por lo cual generan una gama de combinaciones que terminan por conformar distintos patrones de nupcialidad en cada uno de ellos.

En el caso de América Latina (cuadro 2) hemos querido poner énfasis en la evolución de la unión libre durante la segunda mitad del siglo XX. Se trata del periodo para el cual disponemos de más datos y, por lo mismo, en el que mejor podemos estimar las diferencias que existen entre los países. Lo que resalta de la evolución observada es el incremento prácticamente generalizado de éste último tipo de unión entre 1960 y 1990, sobre todo en los países que detentaban inicialmente los niveles más bajos. Es probable que los aumentos de las proporciones censales aquí presentadas hayan sido provocadas, en parte por lo menos, por la inexistencia del divorcio vincular en estos países hasta fechas relativamente recientes (con excepción de Chile donde todavía no se instaura). También es muy probable que ante la imposibilidad de contraer nuevas nupcias legales muchas personas optaran por la unión libre durante todos estos años. Otra posibilidad, que no se contrapone con esta última, es la de un incremento de las uniones libres como producto de la liberalización de las costumbres en torno a la vida conyugal que ya hemos comentado, liberalización que no sería ajena a la mayor escolaridad de las mujeres y a su participación más abundante en la fuerza de trabajo. No obstante, llama la atención que, con excepción de Brasil, en todos los demás países latinoamericanos con información disponible para 2000, la proporción de mujeres en unión libre tiende a disminuir. Habría que esperar los resultados de los censos del resto de países para saber si se confirma esta tendencia.

En el caso de América Latina, sin embargo, es insuficiente comentar que la unión libre se está incrementando en casi todos los países, su presencia secular obliga a formularse algunas preguntas adicionales. ¿La aceptación o tolerancia social de que goza la unión libre tradicional facilitará el incremento de uniones libres de tipo moderno similares a las vigentes en los países desarrollados? ¿Continuará siendo la unión libre un fenómeno limitado a los jóvenes, o bien, se extenderá a todas las edades? ¿Permanecerá la tendencia a la legalización de las uniones libres?

Hasta la fecha, los trabajos realizados indican que las uniones libres conservan sus características tradicionales, que quienes recurren a ellas siguen siendo las mujeres que pertenecen a los sectores sociales más desprotegidos (Castro, 2001; Quilodrán, 2001, y Solís, 2000). En cuanto a la inestabilidad conyugal, la información existente muestra una rápida expansión de los divorcios en toda la región (CEPAL, 2002). Sin embargo, como las separaciones de matrimonio y de unión libre no están incluidas en este indicador, el panorama que nos ofrece es limitado.

Los censos nos dan una idea de cuán importante es este fenómeno, pero no nos permiten estudios muy acabados. En realidad se requeriría que las encuestas que se levantan en numerosos países sobre los temas de fecundidad y salud (DHS, por ejemplo) añadieran preguntas sobre las historias de uniones de las mujeres. De este modo no solamente podríamos avanzar en conocer las tendencias de las interrupciones voluntarias de uniones (separaciones y divorcios), sino también la progresión de las nuevas nupcias y de los nacimientos fuera de uniones (matrimonios y uniones libres).

 

Consideraciones finales

La transición demográfica que ha caracterizado la evolución de las poblaciones durante los dos últimos siglos ha provocado cambios profundos en diversas esferas de la vida social. Aquí nos hemos interesado en los aspectos de la formación de las parejas, que es una de las transformaciones en curso más importantes, las cuales involucran de manera innegable la dinámica y la estructura familiar. Entre estos cambios figura el hecho de que el matrimonio ha dejado de ser la norma en los países más desarrollados, y en aquellos donde la unión consensual ha sido tradicional, como es el caso de América Latina, se vislumbra una coexistencia entre la unión libre tradicional y la moderna, vale decir, aquella que respondería a uno de los rasgos distintivos de la segunda transición demográfica. Sin embargo, ninguna de las características que lleva aparejada la unión libre "moderna" es desconocida en nuestras sociedades. Lo que cabría esperar, al sumarse este último tipo de unión libre al tradicional, sería la generalización de las relaciones sexuales prematrimoniales, el incremento de los hijos nacidos fuera de matrimonio, así como una mayor inestabilidad conyugal10 que originaría, a su vez, un aumento de las probabilidades de contraer nuevas nupcias.

Como consecuencia de lo anterior, se abre paso a la implantación de estructuras familiares más complejas (familias reconstituidas) o más simples (familias monoparentales), según resulten de uniones sucesivas, de mantenerse al margen de la vida marital (solteros) o haberla abandonado por viudez, separación o divorcio. Se trata de nuevos modos de organizar la convivencia cotidiana, de los cuales difícilmente escaparán los países que están como los latinoamericanos, finalizando su transición demográfica. Las señales de cambio en el ámbito familiar se hacen cada día más evidentes y obligan, por lo mismo, a mantener e incluso a acrecentar el estudio de sus consecuencias sobre la vida de las parejas y la de sus hijos, tema aún más descuidado.

 Anexo

 

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Notas

1 Natalidad a niveles de 10 por mil y mortalidad alrededor de cinco por mil, que es el valor actual de esta última tasa.

2 Datos presentados en el seminario "La fecundidad en América Latina y el Caribe: ¿transición o revolución?", Santiago de Chile, junio 2003.

3 Información proveniente de entrevistas en profundidad efectuadas a mujeres consideradas pioneras del cambio reproductivo en México (Quilodrán y Juárez, investigación en proceso).

4 El incremento relativo de la población en edades productivas se traduce en un descenso de la relación de dependencia.

5 No podemos establecer el número exacto de años porque la edad promedio para 1930 responde a una estimación con base en datos de la Encuesta de Fecundidad Rural 1969-1970 y la de 2000 y a datos censales, y los valores de las estimaciones resultantes varían mucho tratándose de una fuente u otra.

6 20.2 años de edad promedio al nacimiento del primer hijo y 37 años al nacimiento del último (Quilodrán, 1983).

7 El Concilio de Trento empezó el 13 de diciembre de 1545 y se interrumpió dos veces, por lo que está cronológicamente dividido en tres periodos, en el tercer periodo (1562-1564) el Concilio definió el carácter sacramental del matrimonio el 11 de noviembre de 1563 (Olmedo, 1991).

8 No se consideró la proporción de quienes cohabitaron alguna vez por tratarse de información que no es estrictamente comparable para todos los países considerados.

9 Las variaciones oscilan en un rango que va de 42.6 por ciento en Alemania a 39.1 por ciento en Francia, entre los hombres, y 38.9 y 38.4 por ciento entre las mujeres de estos mismos países.

10 La mayor inestabilidad de las uniones libres cualquiera sea su tipo -tradicional o moderno- ha sido ampliamente documentada. Para bibliografía al respecto consultar Quilodrán (2001).

11 Se agradece la colaboración del maestro Miguel Ángel Martínez en la elaboración de este anexo.

12 Se trata de la extensión del ciclo reproductivo de las mujeres que nacieron poco antes de 1930, que comenzaron a formar su familia hacia 1945 y que en 1970 vivían en las zonas rurales de México.

13 Si a este intervalo le agregamos seis años de crianza de los hijos, sería de 23.5 años, es decir, algo superior a los 22.2 años estimados para los años 1976-1977 por el CONAPO (2001).

14 Diferencia promedio constante de alrededor de 3 años de 1930 a 1970 (Quilodrán, 2001:156).

15 El PRB 2000 da una cifra muy cercana como SMAM 22.4 años. The World Youth, 2000, www.prb.org.

16 El Consejo Nacional de Población (2001), presenta un promedio total de 7.4 años para esta misma fecha.

17 La diferencia de edades resultante de las Tablas de Nupcialidad 2000 es de 1.9 años.

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