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Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.8 no.33 Toluca jul./sep. 2002

 

Jóvenes, educación y empleo en América Latina

 

Ernesto Abdala

 

Organización Internacional del Trabajo (OIT)

 

Resumen

Entre los desafíos prioritarios que se presentan ante las sociedades del continente americano se destaca la problemática de los adolescentes y los jóvenes Todas las propuestas que se plantean y las acciones que se implementan para este grupo constituyen una privilegiada inversión a futuro, dado que configuran el mayor capital para lograr una sociedad más fuerte, democrática, segura, culta y respetada en el concierto de las naciones. Al estudiar el mundo de los adolescentes y jóvenes se comprueba una gran heterogeneidad en su relación con la educación y el trabajo, La educación se vuelve discriminativa para el mercado laboral luego de doce años de educación formal, mostrando que los grupos sociales desfavorecidos presentan 40 por ciento de repetición y 50 por ciento de atraso escolar. La definición de políticas de Estado en trabajo y educación, la gestión sistematizada y rentable, la adecuación de los contenidos según la integralidad, relevancia y pertinencia, es el camino hacia la equidad ya que la razón de ser de la democracia es el reconocimiento del otro.

 

Abstract

Among the main challenges of the societies of the American continent, one that stands out are the problems of adolescents and young people. All the proposes put forward and the actions that are implemented for this group constitutes a privileged future investment, since they configure the main capital to achieve a stronger society, more democratic, safe, and more respected by other nations. While studying the world of adolescence and youth, a great heterogeneity is evidenced regarding their relation to education and work. Education turns discriminant regarding the labour market after twelve years of formal education, showing that disadvantaged social groups present 40 por ciento of students repeating a year and 50% falling behind in the normal schooling process. The definition of State policies regarding work and education, the systematic and rentable management of such policies, the adjustment of its contents according to integrity, relevance and appropriateness, is the way to equity since "the raison d'être of democracy is the recognition of the other".

 

Introducción

La problemática vinculada a la educación, la formación y la capacitación de los adolescentes y los jóvenes constituye un tema fuertemente priorizado en el mundo entero, incluidos los países desarrollados. Este alto interés radica en que ese grupo poblacional conforma, junto con los niños, el mayor capital a largo plazo que posee un país: invertir en ellos es apostar al futuro. Una sociedad así, sensibilizada y que acepta el desafío de educar, formar y capacitar a sus adolescentes y jóvenes, será una sociedad más productiva, democrática, culta, con mayor estabilidad y tolerancia con abatimiento de la violencia y la inseguridad, pasando a formar parte de los países más respetados en el concierto de las naciones.

La priorización creciente en los foros internacionales sobre la configuración de la educación, la formación y la capacitación como políticas de Estado despierta unanimidades entre expertos y políticos.

Naciones Unidas recomienda como definición práctica del grupo "juventud" a la población entre 15 y 24 años de edad. El límite inferior de 15 años obviamente no traduce la realidad de muchos de los países de la región, donde la entrada al empleo se produce mucho antes. Sin embargo, el convenio sobre edad mínima de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) de 1973 establece los 15 años como límite mínimo de admisión al empleo, por debajo del cual se considera trabajo infantil. Se pueden discriminar dos subgrupos: los entrantes al mercado laboral: 15 a 19 años y los "adultos jóvenes", de 20 a 24 años. Esta distinción no es algo menor, puesto que, como se observará más adelante, muestran comportamientos disímiles, obviamente a causa de la diferente etapa del ciclo vital con la que se encuentran ambos. El concepto de juventud es marcadamente heterogéneo y depende de las diferentes realidades nacionales. Dentro de la misma categoría de análisis, engloba al joven de 16 años que es jefe de hogar en un barrio marginal de Bogotá o Río de Janeiro y trabaja desde los 10 años, a una joven indígena de Chichicastenango (Guatemala), quien con 19 años es madre de cuatro hijos y trabaja en un mercado como artesana y a un joven de 20 años de Buenos Aires, Montevideo o la ciudad de México que nunca trabajó y asiste a una universidad. La heterogeneidad del concepto es importante para encarar el desafío. Es indispensable profundizaren el estudio de dichas características si se desea contar con cifras significativas para explicar el disímil desempeño laboral que tiene este grupo en la educación, la formación, la capacitación y la empleabilidad.

El tema del alto y persistente desempleo de los jóvenes no es privativo de América Latina: en todo el mundo (desarrollado y en desarrollo) se observan tasas de desempleo sustancialmente superiores a la de los adultos, lo que pone de manifiesto que existen factores comunes a la problemática, a la vez que algunos específicos vinculados a la variable etárea. En el caso de América Latina, la tasa de desempleo de jóvenes (de 15 a 24 años) es, en promedio, dos veces y media la general; si se acota la franja en 15 a 19 años, la tasa juvenil cuadruplica la global. Si bien esta problemática es mundial, especialmente grave, en el contexto de América Latina, muestra una disparidad más marcada entre el desempleo juvenil y el general.

El desempleo de estos grupos afecta principalmente a las mujeres, a las minorías étnicas y a los grupos con menos calificación. La baja calificación se une a la inserción precaria en empleos de baja productividad, que forman el grueso de los nuevos empleos generados en casi toda la región. Por otra parte, los cambios operados en las tasas de retorno a la educación han sido en el sentido de exigir crecientes niveles de instrucción a la fuerza laboral: los jóvenes con mayor instrucción son capaces de esperar más una oportunidad de empleo, mostrando periodos de búsqueda mayores y con mayor selección en el proceso. En Argentina, Ecuador y Uruguay es creciente el número de los desocupados con periodos de desempleo superiores a un ano, sugiriendo niveles altos de selectividad en la búsqueda. De lo anterior puede concluirse que en muchos países el desempleo ha venido golpeando a capas medias—y aun altas—de la sociedad, obviamente con un impacto menor en cuanto a su gravedad, pero suficientemente influyentes para generar ""sensaciones térmicas" adversas a las estructuras laborales emergentes. Este dato no debe enmascarar las diferentes potencialidades y posibilidades que se presentan en los miembros de 20 por ciento más pobre de los hogares, sugiriendo que se trata especialmente de un fenómeno relacionado con los problemas de pobreza y disparidad en la generación de ingresos.

El problema de todo el grupo joven no es menor si se considera que periodos largos de desempleo erosionan el capital humano con el que cuenta el joven, bloquean una inserción adecuada en una carrera profesional o técnica, menoscaban la capacidad productiva inhibiendo la independencia económica, la formación de familia y la integración cabal a la sociedad civil y la asunción de los roles como ciudadano. Es sabido que el desempleo es, a su vez, un factor negativo para los empleadores, quienes usan el antecedente laboral como factor de elección de la mano de obra. El desempleo juvenil se relaciona frecuentemente, por tanto, con fenómenos de alienación cultural, desvíos de conducta, criminalidad y otras formas de violencia.

 

Situación de los jóvenes en el marco sociodemográfico actual

Como consecuencia del fuerte endeudamiento que en la década de 1970 sufrieron las economías de América Latina y el Caribe, se asistió a finales de dicha década a la llamada "crisis de la deuda externa", que condicionó el posicionamiento de los gobiernos de la región hacia una apertura e integración paulatinas a los mercados internacionales, sustituyendo, de este modo, el desarrollo "hacia dentro". La instauración de un nuevo modelo económico incluyó la liberalización del mercado, el fuerte ajuste fiscal y la reforma del mercado laboral.

La implantación de estas medidas se llevó a cabo en el entendido de que, a largo plazo, se favorecería la productividad nacional, mediante la caída de la inflación y el aumento de la inversión privada. De acuerdo con la OIT, la región incrementó su productividad general a una reducida tasa promedio anual de 0.3 por ciento durante el periodo 1990-1998; sin embargo, durante ese periodo ciertos países elevaron notablemente su productividad a tasas promedios anuales: Argentina (2.7 por ciento), Chile (3.1 por ciento) y Uruguay (1.9 por ciento), mientras otros tuvieron decrecimientos, en algunos casos importantes (Ecuador, Paraguay, Panamá y Honduras).

Los países de la región comienzan a vivir una creciente desigualdad social reflejada en la concentración de la riqueza, la consolidación de la pobreza y el mantenimiento de altas tasas de desempleo con una precarización del mercado laboral. Estos resultados sorprenden y no parecen corresponder a los costos transitorios y necesarios del inicio de la implantación del ajuste, tal como fueron planteados en las primeras etapas de su diseño: se preveía que en el corto y el mediano plazos, se produciría una caída del empleo público por abatimiento de la inversión pública, frente a una mayor carga impositiva y mayores límites fiscales a la protección social.

En América Latina y el Caribe se destaca la heterogeneidad al comparar los países entre sí y al observar los segmentos dentro de cada país. Aparecen nuevas vulnerabilidades que, en el panorama macro, identifican la diferente precariedad de los países de la región, y al interior de cada país, la fragilidad distinta de cada sector social: junto a los pobres estructurales aparecen los nuevos pobres. De este modo, crece y se impone la vulnerabilidad de una parte destacada de los habitantes de la región —vulnerabilidad entendida como la probabilidad incrementada de perder la inserción social alcanzada, en el grado que se tuviera, o de no conocerla para los que nunca la tuvieron—. En el primer grupo se encuentran integrantes de los estratos medios bajos que se acercan a la línea de pobreza y en el segundo los pobres estructurales que ven alejarse las expectativas de recuperación.

Esta sociedad resulta más compleja, más competitiva, con decaimiento de la seguridad y la estabilidad, con extensos grupos de pobreza "dura" y marcada segregación ecológica y aislamiento en la vida ciudadana.

En cuanto al futuro, los datos sociodemográficos de América Latina y el Caribe permiten inferir que en los próximos 30 o 40 años persistirán dos características tradicionales de la región: el elevado porcentaje de menores de 24 años (hoy superior a 50 por ciento de la población) y la fuerte segmentación social con bolsones de extrema carencia (39 por ciento de los habitantes actuales de estos países están por debajo de la línea de pobreza, según la Comisión Económica para América Latina para 1998).

Los ritmos de crecimiento poblacional de América Latina han sido históricamente muy altos, aunque han venido desacelerándose. Los diferentes países reciben heterogéneas "herencias" demográficas, que, en cierto modo, condicionan las posibles variantes y propuestas del mercado de trabajo y la fuerza de trabajo juvenil. Así, el Celade ha utilizado una clasificación de países en función de la etapa de transición demográfica en la que se encuentran, que se juzga muy útil para luego entender los disímiles comportamientos en materia laboral. Estas etapas se dan en función de cómo una población transita desde tasas de fecundidad y mortalidad elevadas hacia tasas bajas. Se pueden identificar cuatro grupos de países.

Los países de transición avanzada ya han llegado a tasas de crecimiento anual de su población de uno por ciento —incluso inferiores—, mortalidad moderada o baja y un grado de urbanización alto. A este grupo pertenecen Argentina, Chile, Cuba y Uruguay.

Aquellos en plena transición, es decir, que muestran natalidad y mortalidad en descenso y tasas medias de crecimiento cercanos a dos por ciento anual, son Brasil, Colombia, Costa Rica, Ecuador, México, Panamá, Perú, República Dominicana y Venezuela.

El grupo de países en transición moderada, son aquellos que, mostrando progresos en la disminución de la mortalidad, todavía muestran altos porcentajes de población rural y tasas de crecimiento cercanas a tres por ciento anual, así como una población muy joven con natalidad elevada. Se clasifican como tales El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Paraguay.

Finalmente, Bolivia y Haití muestran transición incipiente, puesto que con tasas de crecimiento cercanas a 2.5 por ciento, muestran niveles de mortalidad y natalidad muy altos y persistentes, y una mayoría de población rural con elevados porcentajes de niños y jóvenes.

A fines de la década de 1990, América Latina contaba con 99 millones de jóvenes de entre 15 y 24 años, aunque el crecimiento de este grupo ha venido desacelerándose desde la década de 1970.

La segmentación social tradicional de la región vinculada a las dimensiones de educación, formación, capacitación y trabajo, y la persistencia en los próximos 30 o 40 años de una población marcadamente joven obliga a reflexiones profundas y amplias con involucramiento de todos los actores sociales.

 

Empleo de los adolescentes y los jóvenes

A partir de 1990, el producto y el empleo aumentaron en la región; sin embargo, la tasa de desempleo se mantuvo elevada. Esta aparente contradicción se explica, en parte, por el incremento de personas que se incorporan a la búsqueda de empleo: la necesidad de un segundo puesto de trabajo, la incorporación de las mujeres a la fuerza laboral y la presión para aportar al sustento familiar sobre los integrantes jóvenes a edades más tempranas.

En los países de la región, la debilidad de la innovación tecnológica y la escasez de recursos, sumado a las exigencias de productividad de ciertos sectores puntuales, han creado un mercado laboral difícil para todos y doblemente difícil para los jóvenes. En la región —no obstante la evolución descendente de las tasas de fecundidad— hay una alta proporción de población joven, lo que implica que cada año, cada mes, cada día salen al mercado laboral nuevos jóvenes. Al mismo tiempo, en el sistema productivo hay un significativo número de trabajadores que por diversas razones han podido permanecer activos y vigentes, y que defienden sus trabajos al máximo. También están los que han perdido sus puestos de trabajo y que buscan afanosamente ser reinsertados. Si a lo anterior sumamos la cada vez mayor participación de la mujer en el aparato productivo, es entendible que la perspectiva de obtener un trabajo para cualquier joven (especialmente si no está bien capacitado) es sombría.

Por otra parte, junto al mantenimiento de la tasa de desempleo global, se comprueba que los nuevos puestos de trabajo son de baja calidad, no incluidos en el sector moderno del empleo: de gran inestabilidad, de carácter efímero, sin protección social, correspondientes al sector informal que llegaron a 58.7 por ciento del empleo no agrícola en 1998.

El incremento del desempleo, del subempleo y de la informalidad que alcanza a todo el entramado social se hace más rígido y se refuerza en el crítico sector de los jóvenes, como se aprecia en el cuadro 1.

El tipo de inserción de los jóvenes se constriñe, en general, al sector de alta informalidad. Cuando consiguen un empleo éste es de menor salario y menor protección social; de mayor precariedad e inestabilidad. Si bien es poca la información con que se cuenta en relación con los contratos de trabajo juvenil, se puede afirmar que, en la mayoría de los casos, los jóvenes trabajan sin contrato y sin seguridad social. Son precisamente los grupos más jóvenes los que participan con mayor intensidad de estas nuevas reglas de juego laboral.

La precarización resultante cambia la naturaleza del trabajo al debilitar los nexos y compromisos entre trabajadores y empresas, factores clave para incrementar la productividad y mejorar la calidad del empleo.

Ante este cuadro social y laboral, las demandas por respuestas a los problemas se tornan crecientes. La pasividad y la esperanza de que la crisis irá disminuyendo paulatinamente por sí sola y permitirá recuperar la normalidad no parece constituir una opción ni viable ni recomendable. El trabajo, para los jóvenes, es fuente de ingresos y representa una oportunidad de inserción social y de realización siempre que se trate de trabajos de buena calidad y que favorezcan la socialización. Si el trabajo no llega o es de mala calidad, la vida se impregna de fuertes sentimientos de postergación y frustración (Tokman, 1996).

 

Segmentación social en jóvenes de la región, según educación, formación y capacitación

La educación tradicional de la región muestra un campo segmentado con un acceso diferencial en la calidad de la educación, según estrato social. El acceso a la educación se generalizó, pero con discriminación negativa hacia los sectores sociales desfavorecidos: ingreso tardío a la primaria (20 por ciento), altas tasas de repetición (40 por ciento en el primer año), de atraso escolar (50 por ciento en algún momento del ciclo) y un ingreso a la secundaria de 50 por ciento de la población en edad y condiciones para hacerlo. El impacto efectivo de los logros educativos y formativos en América Latina y el Caribe está francamente por debajo del de los países desarrollados, especialmente si se pertenece a sectores desfavorecidos. Toda esta problemática queda, además, inmersa en el fenómeno de "la devaluación de las credenciales educativas": se exigen más años de preparación para las mismas tareas. Según la Cepal, la educación formal comienza a ser discriminativa para el trabajo a partir de los 12 años de escolaridad.

Las fuertes presiones para mantener la competitividad laboral modifican las exigencias a nivel individual. Se comprende, por parte de los encargados de educación y trabajo, que los jóvenes deben poseer ciertas competencias básicas que les permitan la integración, Estas incluirían: características actitudinales, autoestima, creatividad, capacidad para identificación y resolución de problemas, responsabilidad, interés en el aprendizaje permanente, buena comunicación, eficiencia, proyectos a largo plazo, participación activa, disposición al cambio, alta responsabilidad y pensamiento creativo e interactivo con nuevos códigos de comunicación basados en la tecnología y el trabajo en equipo. Su adquisición estaría favorecida por la comprensión abarcativa de la lectoescritura, alto nivel de abstracción y anticipación con formulación de modelos lógico-analíticos y aplicación de las matemáticas a los problemas concretos.

El abandono prematuro de los sistemas de formación educativa menoscaba sus probabilidades de convertirse en un adulto polivalente funcional a las nuevas estructuras del empleo. En muchos países de la región, y dentro de los sectores más desfavorecidos, las adolescentes, y aún niñas, abandonan la educación formal para incorporarse a las tareas de la casa, incluido el cuidado de los hermanos más pequeños, o para ingresar al mercado laboral precozmente. Así vemos que en cuanto al género, y para educación, la segmentación por nivel económico es consistente: las encuestas de hogares de 13 países de América Latina permiten comparar el inicio y el final de la década de 1990, mostrando que para la asistencia femenina a la educación, la brecha es de 25 puntos entre los hogares más pobres y los hogares más ricos.

La segmentación del mercado laboral se vuelve más discriminativa y marcada en el trabajo juvenil, dado que las credenciales, las destrezas, las aptitudes, el perfil actitudinal y comportamental exigidos para el ingreso a los segmentos laborales modernizados son casi exclusivos de los jóvenes de las clases favorecidas (Tokman. 1996). Los estratos de altos ingresos se benefician de la expansión del empleo, al absorber los mejores trabajos. Poseen y disfrutan de moratoria, en el sentido de la posibilidad de aplazamiento de la consecución de la plena madurez con acumulación de años de instrucción, de búsqueda vocacional, de ensayo-error, de amplias experiencias de socialización, sin el apremio del ingreso temprano al empleo precario y de baja calidad, indispensable en los jóvenes pobres para la manutención con el consecuente abandono de la educación y la capacitación formales. Además, carencia de redes sociales, ya que 50 por ciento de los reclutamientos para el trabajo en los jóvenes se realiza gracias a redes familiares o grupales, así como la discriminación de acceso a la educación y formación de buena calidad se ve reforzada por la discriminación ecológica: viven en zonas alejadas, mal comunicadas, con servicios escasos y caros, que potencian el aislamiento. En sociedades con crecientes niveles de escolaridad de su población más joven el incremento de las tasas de participación implica que en muchos casos figuren categorías de jóvenes de lenta y difícil incorporación al empleo. Unas de ellas es el grupo de las mujeres, quienes se incorporan con pocas probabilidades de inserción laboral, y los más jóvenes, donde prevalece la inexistencia de hábitos y habilidades básicas compatibles con las normas del trabajo formal que dificultan enormemente el éxito buscado.

En relación con el trabajo de las mujeres jóvenes, se señala que las políticas de ajuste reforzaron la feminización de la pobreza: 70 por ciento de los 1 300 millones de pobres en el mundo son mujeres. Se sabe que a menor nivel educativo familiar, menor es la visión equitativa hacia la mujer, lo que refuerza la vulnerabilidad. Luego de la década de 1980, cuando la región pasó por una crisis muy profunda, se detonan los mecanismos por los cuales la mujer, quien tradicionalmente se había mantenido con baja actividad, se vuelca al mercado de trabajo. Mientras que en los hogares más pobres esto se debió principalmente a motivos de recomposición de ingresos perdidos o menoscabados, en el resto de los hogares principalmente a niveles de escolaridad y calificación crecientes alcanzados.

En muchos casos el crecimiento de la actividad femenina fue espectacular durante la década de 1980 y principios de la de 1990. Las cifras muestran que: a) la tasa de desempleo femenino es 50 por ciento mayor que la respectiva a los hombres; b) la informalidad es 12 por ciento mayor en las mujeres; c) las ocupaciones femeninas son de menor remuneración, seguridad y calificación, con una doble segmentación horizontal y vertical.

En suma, la segmentación e iniquidad imperantes en varios países de la región se visualiza crudamente en los jóvenes: el crítico sector de los jóvenes excluidos se integra por los jóvenes desempleados de baja escolaridad, los jóvenes inactivos (que no trabajan ni estudian), las mujeres pobres (fundamentalmente adolescentes), los habitantes pobres de campo y los integrantes de minorías raciales.

Así, la segmentación social vinculada a las dimensiones de educación y trabajo transforman la iniquidad en exclusión social, especialmente si a la variable edad se agregan las de género (más aún, si las mujeres tienen hijos a su cargo) y las de pertenencia al medio rural o a minorías étnicas, consolidando de este modo la reproducción transgeneracional de la pobreza, fenómeno que también se observa en los países desarrollados.

Tal como se vio en el apartado anterior, si logran acceder a un trabajo, éste es en relación con el trabajo de un adulto, de mayor precariedad, de menor calificación y de menor salario. Las barreras a la inclusión se incrementan si se pondera la fuerza de la socialización que otorga un empleo de buena calidad, del que también están alejados. Dado que conseguir trabajo es tan difícil y el que se consigue es tan malo, se crea una cultura del trabajo inestable o ausente, lo que da por resultado jóvenes inactivos. A esa parálisis contribuiría, además, la sensación vertiginosa y de cambio e incertidumbre de la sociedad posmoderna.

América Latina está pasando por estos cambios globales y ello agudiza la heterogeneidad y la iniquidad prevaleciente desde sus orígenes mismos. Los desempleados, la mano de obra que emigra del medio rural, la población indígena, los pobres urbanos sobre los que se sustenta el crecimiento poblacional, en muchos casos todavía explosivo, poco tendrían que hacer con estas nuevas reglas que se imponen. De ahí la necesidad de quebrar los nuevos círculos viciosos de largo desempleo, desactualización de las pocas habilidades, bajos ingresos y baja calificación.

Es recomendable innovar en los programas de educación, formación y capacitación en una red de educación permanente para evitar que los sectores pobres vayan transitando los diferentes puntos neurálgicos que condicionan la reproducción de la pobreza, en un proceso de identificaciones y socializaciones propias del ingreso acelerado y precoz al mercado precario e informal.

Estas desigualdades terminan golpeando a todos: al empobrecer la sociedad, la segmentación y el aislamiento consecuente de los distintos sectores sociales impiden el intercambio cultural enriquecedor y limitan la calidad de vida de la totalidad de los ciudadanos. La mayor desintegración social consolida bolsones de pobreza estructural, con discriminación étnica, de género y ecológica, llevando al incremento de la violencia urbana.

 

Reflexiones finales

La problemática vinculada al desempleo juvenil es uno de los mayores desafíos que enfrentan los países de América Latina en el marco de su desarrollo social Como ya hemos dicho, se comienza a vivir una creciente desigualdad social reflejada en la concentración de la riqueza, la consolidación de la pobreza y el mantenimiento de altas tasas de desempleo con una precarización del mercado laboral. En estos países persistirá el elevado porcentaje de menores de 24 años (actualmente representan más de 50 por ciento de la población) y la segmentación social con extrema pobreza (39 por ciento de los habitantes actuales están por debajo de la línea de pobreza). Por otra parte, se comprueba que los nuevos puestos de trabajo son de baja calidad, no incluidos en el sector moderno del empleo: de gran inestabilidad, de carácter efímero, sin protección social, correspondientes al sector informal, alcanzaron 58.7 por ciento del empleo no agrícola en 1998. El tipo de inserción de los jóvenes se limita, en general, al sector de alta informalidad. Acceden a empleos de menor salario y menor protección social; de mayor precariedad e inestabilidad. La educación tradicional de la región muestra un campo segmentado con un acceso diferencial en la calidad de la educación, según el estrato social. Toda esta problemática queda, además, inmersa en el fenómeno de "la devaluación de las credenciales educativas": se exigen más años de preparación para las mismas tareas. Los jóvenes deben poseer ciertas competencias básicas que les permitan la integración laboral. Así, la segmentación social vinculada a las dimensiones de educación y trabajo transforma la iniquidad en exclusión social, especialmente si a la variable edad se agregan las de género y las de pertenencia al medio rural o a minorías étnicas.

Ante este cuadro social y laboral, las demandas por respuestas a los problemas se tornan crecientes. Es recomendable innovar en los programas de educación, formación y capacitación para evitar la reproducción de la pobreza, como consecuencia del ingreso acelerado y precoz al mercado laboral precario e informal.

Desde finales de la década de 1980, se impulsó en la región la implantación de experiencias de capacitación laboral para jóvenes en situación de desempleo estructural o de alto riesgo social con un doble carácter de acción compensatoria para mejorar la empleabilidad de los jóvenes excluidos, y de instrumentos de creación del capital humano necesario para el desarrollo nacional. Estos programas surgen en el marco del nuevo modelo de formación y capacitación adecuados al paradigma emergente del trabajo y presentan las siguientes características comunes: acciones focalizadas sobre grupos de población específicos, orientación desde la demanda, la separación entre el financiamiento y la ejecución como funciones públicas, aparece la nueva figura de los oferentes privados, y en la necesaria articulación de lo público y lo privado se consensa que el Estado, como responsable inclusivo de todos los ciudadanos, debe mantener el peso central en el diseño general, el financiamiento, el monitoreo y la evaluación a distancia, la articulación en la capacitación docente y el material pedagógico, así como en el apoyo a la instancia local, descentralizándose la ejecución y mejorando la accesibilidad de las poblaciones vulnerables. En cuanto a la participación de la sociedad civil, se experimentan gran variedad de articulaciones público-privadas, en un nexo cada vez más estrecho de colaboración y conocimiento mutuos. El diseño planteado exige cambios sustanciales en todos los actores involucrados con renovación de las prácticas por parte de los organismos gubernamentales que, a través de los ministerios de trabajo, diseñan las políticas de empleo.

Es probable que el fortalecimiento institucional evite que en las acciones no perduren las duplicaciones y superposiciones, la dispersión de recursos humanos y materiales, la puntualidad sin acumulación de experiencia, el desvío de los esfuerzos hacia jóvenes de otros sectores debido a una mala focalización de los beneficiarios, la ausencia de gestión sistematizada, monitorizada y evaluable.

La calidad de la intervención parece depender de la integralidad, calidad, eficacia y pertinencia, valorando las expectativas y necesidades de los jóvenes.

Es recomendable delinear políticas de Estado sostenidas en el tiempo. Siendo el Estado el distribuidor obligado de oportunidades, se vuelve imperioso evitar la inestabilidad de las intervenciones sociales que se modifican en cada cambio de gobierno. Ello sin perjuicio de la creciente vinculación necesaria con los sectores demandantes de calificaciones que involucra un compromiso de toda la sociedad civil para con sus más jóvenes integrantes.

La definición de políticas de Estado integrales, sistemáticas en empleo, educación y capacitación conducen al necesario reforzamiento institucional que compromete a toda la sociedad.

Este compromiso tiene una vertiente económica dado que la implantación de acciones compensatorias aumentarían la eficiencia y la productividad, y una vertiente ética ante la inaceptabilidad de la exclusión.

Dada la rica y larga experiencia acumulada en la región, se valoriza la necesidad prioritaria de evaluar las acciones socialmente compensatorias llevadas a cabo. La evaluación ayudaría a saber si los modelos implantados son los más adecuados o si se hace necesario buscar otras alternativas para reforzar la inclusión de todos los integrantes de una sociedad democrática.

 

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