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Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.8 no.33 Toluca jul./sep. 2002

 

Migración y trabajo en la era de la globalización: el caso de la migración México-Estados Unidos en la década de 1990

 

Alejandro I. Canales

 

Universidad de Guadalajara

 

Resumen

Si bien la migración de mexicanos a Estados Unidos se inició a fines del siglo XIX, dicho fenómeno social ha transitado por diversas etapas y diferentes coyunturas económicas y políticas; por ello, el objetivo del presente trabajo es documentar las nuevas modalidades y perfiles de la migración que pueden asociarse con el actual contexto histórico y los procesos económicos y sociales en la era de la globalización.

Se pone énfasis tanto en las nuevas modalidades y en los nuevos contingentes demográficos que se han incorporado al flujo migratorio, así como en las condiciones estructurales de la emigración en México y en las nuevas formas de inestabilidad y vulnerabilidad que caracterizan al mercado laboral en Estados Unidos.

 

Abstract

Mexican migration into the United States started at the end of the XIX century. This social phenomenon has presented multiple stages and has occurred in different economic and political circumstances. This paper will document the new modalities and patterns present in the actual historic, economic and social context of migration in the era of "globalization".

Special attention is paid to the new modalities of migration and the people incorporating into the migration flow, as well as, the structural conditions of migration in Mexico and the instability and vulnerability of the United States labor market.

 

Introducción

La migración de mexicanos a Estados Unidos inició a fines del siglo XIX, cuando las precarias condiciones económicas y políticas en México derivadas de la guerra contra Estados Unidos primero, y las guerras de Reforma después, generaron un amplio contingente de población rural empobrecida que no hallaba espacios ni en las haciendas porfirianas, ni en las ciudades del centro de México. Paralelamente, en Estados Unidos el expansionismo capitalista se vio potenciado con la incorporación de los estados y territorios de la frontera del sudeste a su economía nacional, lo que propició una demanda continua de mano de obra barata (Cardoso, 1980).

Desde entonces, la migración mexicana ha transitado por diversas etapas y diferentes coyunturas económicas y políticas, en las cuales ha asumido características particulares, y representado problemáticas sociales y políticas diferentes. En la segunda mitad del siglo XX podemos identificar tres etapas diferentes en la migración de mexicanos a Estados Unidos.

1. En primer lugar, entre 1942 y 1964 la migración se desarrolló en el marco del Programa Bracero que favoreció y consolidó un flujo circular y recurrente, compuesto mayoritariamente por hombres jóvenes, provenientes de zonas rurales del occidente de México, y que se empleaban temporalmente como jornaleros agrícolas y peones de la construcción y del ferrocarril, principalmente (Driscoll, 1999).

2. Una segunda etapa inició con el fin del Programa Bracero y se extendió hasta fines de la década de 1970. En esta etapa predominó la migración indocumentada, la cual reprodujo, en parte, las características sociodemográficas y ocupacionales de los migrantes, así como la modalidad circular y recurrente de sus desplazamientos (Gástelum, 1991 y Bustamante, 1975).

3. Finalmente, desde la década de 1980 a la fecha inicia una tercera etapa que se caracteriza por la incorporación de nuevos componentes al flujo migratorio que contribuyen a modificar y a hacer más compleja tanto la dinámica y modalidades migratorias como el perfil sociodemográfico y pautas de inserción laboral de los migrantes en Estados Unidos.

En torno a los cambios y continuidades en el origen regional y perfil sociodemográfico de los migrantes en esta tercera etapa, se ha abierto un interesante debate. Por un lado, Durand y Zenteno (2001), usando diferentes fuentes de información estadística, concluyen que la migración mexicana a Estados Unidos es un claro ejemplo de una marcada continuidad a través del tiempo. En particular, señalan que ahora como en el pasado, el migrante típico es un hombre en edad activa proveniente del occidente de México, especialmente de los estados de Guanajuato, Jalisco o Michoacán. Asimismo, la expansión de las redes sociales las ha convertido en un capital social más accesible, lo que ha llevado a que los desplazamientos sean menos selectivos respecto a la educación. Por último, si bien se ha incrementado la proporción de migrantes de origen urbano, ello se debe, en general, a que la población mexicana se ha hecho también más urbana, debido al proceso de urbanización y concentración demográfica que se aceleró en la década de 1960.

Por su parte, Marcelli y Cornelius (2001) encuentran evidencia que contradice esta hipótesis de una marcada continuidad en la migración mexicana a Estados Unidos. Usando también diferentes fuentes de información estadística, estos autores concluyen que en las últimas dos décadas ha aumentado la proporción de migrantes provenientes de entidades del centro y sur del país, así como de áreas urbanas, especialmente de la ciudad de México. Asimismo, señalan que los migrantes mexicanos tienen mayores niveles de escolaridad que en el pasado, a la vez que se ha incrementado la proporción de mujeres, así como la propensión de los migrantes a establecer su residencia permanente en Estados Unidos.

Desde nuestra perspectiva, sin embargo, pensamos que la situación es más compleja que lo señalado por unos y otros autores. La migración mexicana a Estados Unidos es un fenómeno social que ha perdurado por más de 150 años. Su continuidad y persistencia en el tiempo se debe, en gran medida, a su carácter dinámico y cambiante, que le ha permitido adaptarse a las diferentes condiciones estructurales que han caracterizado las distintas etapas y ciclos de la historia política, social y económica de ambos países. En este sentido, el debate actual no debiera circunscribirse únicamente a los aspectos de continuidad y de cambio en los perfiles sociodemográficos y modalidades migratorias, sino, más bien, contextualizar estos cambios y continuidades en el marco de las transformaciones económicas y políticas que desde mediados de la década de 1980 se han implantado en México y Estados Unidos, y que han redefinido sustancialmente las relaciones entre ambos países.1

El objetivo de este trabajo es documentar las nuevas modalidades y perfiles de la migración que pueden asociarse con el actual contexto histórico y los procesos sociales y económicos en la era de la globalización. Ponemos énfasis tanto en las nuevas modalidades y en los nuevos contingentes demográficos que se han incorporado al flujo migratorio, así como en las condiciones estructurales de la emigración en México y en las nuevas formas de inestabilidad y vulnerabilidad que caracterizan al mercado laboral en Estados Unidos. La segmentación social y diferenciación étnica son aspectos característicos de la nueva economía en Estados Unidos que tienen importantes efectos sobre la migración de origen mexicana en particular y latinoamericana en general (Canales, 2002).

Para ello, hemos organizado este artículo en cuatro secciones. En la primera presentamos un recuento de las principales transformaciones estructurales en la economía mexicana en las últimas dos décadas. Esta revisión nos permite contextualizar los cambios en los patrones y perfiles de la migración mexicana, los cuales son descritos en la segunda sección. En la tercera sección revisamos las bases de la llamada Nueva Economía en Estados Unidos, con énfasis particular en los procesos de flexibilidad laboral y polarización de la estructura de actividades y ocupaciones de la fuerza de trabajo. Finalmente, en la cuarta aportamos evidencia estadística reciente sobre la inserción laboral de los migrantes mexicanos en la economía de Estados Unidos, lo que nos permitirá ilustrar el proceso de segmentación laboral y diferenciación ocupacional que caracteriza esta etapa de transición a una economía informacional.

 

Reestructuración productiva en México: nuevas condiciones para la emigración

La crisis de 1982 marcó el fin del modelo de industrialización basado en la sustitución de importaciones, cuya mayor debilidad la podemos ubicar en su incapacidad para enfrentar las nuevas reglas de la competencia oligopólica en un contexto de globalización económica. Al igual que en otros países latinoamericanos, México enfrentó esta crisis con base en una política de cambio estructural y transformación productiva, la que se sustentó en tres pilares, fundamentalmente (Lustig, 1994):

1. Por un lado, una mayor liberalización de la economía, esto es, un desplazamiento de la acción del Estado que dejó un espacio abierto para el "libre" juego de los mercados en la asignación de recursos (inversión, empleo, comercio, etcétera).

2. Por otro lado, un importante cambio en el funcionamiento del mercado de trabajo, a través de la flexibilización de las reglas de contratación, despido, empleo y salarios, y relaciones industriales.

3. Finalmente, en una política de apertura externa, impulso al proceso de sustitución de exportaciones y promoción de diversas formas de subcontratación internacional, que encuentra su mejor expresión en la industria maquiladora de exportación en la frontera norte del país.

Uno de los efectos de esta política económica fue el estímulo al crecimiento de las exportaciones manufactureras, sustentado en el auge de la industria maquiladora, así como la modernización (y en algunos casos, posterior privatización) de ciertos sectores tradicionales basados en un régimen institucional paraestatal, pero potencialmente competitivos, como los sectores de telecomunicaciones y de energía (Dussel, 1997).

No obstante, esta estrategia de liberalización económica tuvo efectos negativos en gran parte de la manufactura tradicional, la que no disponía de las condiciones de productividad para enfrentar la creciente competencia de productos importados y/o de empresas transnacionales que tendían a localizarse en México. En este sentido, gran parte del sector privado interno se vio ante la disyuntiva de o enfrentar una modernización costosa, en un contexto de crisis estructural, y además con un futuro incierto, o establecer otras estrategias para sobrevivir en un mercado cada vez más competitivo.

En algunos casos, los menos por cierto, se optó por una estrategia de modernización. Se trató preferentemente de grandes industrias vinculadas a importantes grupos económicos (algunas empresas del grupo de Monterrey, por ejemplo), que implantaron un modelo de transición de una dinámica corporativa a una basada en la productividad. En otros casos, y ante la imposibilidad de sustentar un proceso de modernización productiva, una importante proporción de pequeños y medianos productores se convirtieron en abastecedores de la industria maquiladora. Para ello, se instituyó una estrategia de reorientación (y a veces, su relocalización) desde el centro del país hacia la actividad maquiladora que predominaba en la región norte (De la O, 2002).

En la mayoría de los casos, sin embargo, la estrategia de modernización fue sustituida por una de flexibilización y desregulación laboral, cuando no, por el cierre directo de diversas plantas y privatización en el caso del sector paraestatal.2 De esta forma, el costo para mantener determinados niveles de competitividad fue transferido, en gran medida, al mercado laboral, generando una importante pérdida de empleos, reducción salarial e inestabilidad laboral (Dussel, 1997).

Esta estrategia de industrialización, Lipietz (1997) la denomina fordismo periférico, en términos de que las transformaciones actuales permitirían la convergencia hacia un paradigma tecnoeconómico que, por un lado, recoge los principios tayloristas y fordistas de la producción, pero sin la contraparte de las condiciones sociales que permitirían una regulación de las relaciones laborales, así como sin un esquema económico keynesiano que articule los ingresos de los obreros a la demanda efectiva. En este sentido, es periférico, pues se trataría de una estrategia fordista en lo productivo, pero flexible en lo laboral.3

Esta estrategia establece además, un nuevo contexto de polarización y diferenciación del aparato productivo, por una parte, en sectores deprimidos y orientados al mercado interno, y por otra, en sectores como la maquiladora, que incrementan su productividad y su participación en las exportaciones totales (Gereffi, 1993). El efecto neto es un descenso relativo de la actividad industrial, especialmente en las ciudades del centro del país. Por un lado, disminuye su participación en el empleo total de 27 por ciento en 1979, a menos de 23 por ciento en 1991. Por otro lado, sin embargo, desde principio de la década de 1980 la actividad maquiladora ha tenido un gran impulso, de tal forma que para fines de 1997 estaban operando casi 3 400 plantas, que empleaban a 850 mil trabajadores directos (Canales, 1998).

En este marco, la industria maquiladora de exportación se ha convertido en el pilar de la nueva estrategia de industrialización que ha permitido reinsertar a México en el mercado mundial, y en particular, en la economía del bloque comercial de Norteamérica. Sin duda, el auge de la industria maquiladora se sostiene entre otros factores, por las ventajas de localización que otorga la vecindad con Estados Unidos, así como por la disponibilidad de una fuerza de trabajo de bajos salarios, con baja calificación y casi sin experiencia sindical independiente.

Asimismo, si bien en la década de 1980 tendió a aparecer un nuevo tipo de planta maquiladora, que han hecho importantes inversiones en alta tecnología (Gereffi, 1993), en general aún es predominante la maquiladora tradicional, caracterizada por realizar operaciones de ensamble y subensamble, intensivas en mano de obra, y que combinan salarios mínimos con trabajo a destajo. Se trata, en síntesis, de la típica especialización en el procesamiento para las exportaciones, que, por lo mismo, tienen escaso impacto en las economías locales, más allá de la generación de empleo directo de bajos salarios.

De esta forma, entonces, las estrategias de flexibilidad y reestructuración productiva implantadas tanto desde el Estado como del sector privado, prefiguran un escenario no muy próspero para el mundo laboral, especialmente en cuanto a la estabilidad del empleo, estructura de ocupaciones y niveles salariales. Esta ofensiva flexibilizadora implica modificaciones sustanciales en los contratos laborales, sistemas de remuneraciones, cambios en la jornada de trabajo, nuevas formas de organización y estrategias gerenciales, así como aspectos que involucran al Estado y el ejercicio de la legislación laboral y de seguridad social (De la Garza, 2002).

En lo que se refiere a la estructura de las ocupaciones, se prevén nuevas modificaciones como resultado de la ampliación de formas hasta ahora atípicas de empleo, como la subcontratación, contratos por obra y servicio, trabajos a domicilio, trabajos eventuales, de tiempo parcial, y con horarios flexibles, entre otros. En cuanto a las formas y niveles de las remuneraciones, la flexibilización también se manifiesta en formas y mecanismos no tradicionales, como ajustar los salarios a los cambios en la productividad del trabajo, a su calidad y eficiencia, a la situación de la empresa y a las fluctuaciones del mercado (Canales, 2000).

Con base en este contexto de reestructuración productiva y transformaciones en las relaciones industriales y laborales, podemos entender entonces el nuevo carácter de la emigración de mexicanos hacia Estados Unidos, así como su dinámica, composición y modalidades migratorias. En efecto, si bien la actual estrategia de industrialización favorece el auge exportador de la industria manufacturera, el costo de ello es la polarización y desigualdad creciente que se genera. De hecho, la estrategia de flexibilidad externa y desregulación laboral seguida en México, ha implicado una creciente precarización del empleo, reducción de los salarios reales, polarización del empleo industrial, subempleo y empleo informal, y otros efectos negativos en la dinámica del mercado laboral (Smith, 2000).

En efecto, los niveles de ingreso salarial que ya eran bajos en 1980, decayeron aún más en los siguientes años. El salario mínimo, por ejemplo, muestra una tendencia de descenso continuo y sostenido en las últimas dos décadas, logrando alcanzar en 1998, apenas 31 por ciento del valor que tenía en 1980. Por su parte, las remuneraciones medias también experimentan un deterioro importante que ha persistido en las últimas dos décadas. Aunque en la primera mitad del decenio de 1990 tuvieron un repunte, éste no fue lo suficiente como para recuperar los niveles de comienzos de 1980. Asimismo, la crisis de diciembre de 1994 volvió a deprimir los salarios, situación que tiende a prevalecer hasta nuestros días. De esta forma, el valor actual de los salarios medios continúa siendo 25 por ciento inferior al valor que prevalecía a comienzos de la década de 1980 (gráfica 1).

Los datos anteriores son elocuentes. Las crisis de 1982 y 1994 no sólo han deprimido los niveles salariales e ingresos de los trabajadores, sino que junto a las políticas neoliberales y de ajuste estructural que le han seguido, han postrado a la fuerza de trabajo en una situación de precariedad y reducción salarial que perdura por más de dos décadas. En efecto, al analizar los cambios en la distribución de la población ocupada según sus remuneraciones, se observa una tendencia que corrobora lo anterior. Por un lado, la proporción de la población ocupada que percibía entre uno y dos salarios mínimos se ha reducido, pasando de 38.3 en 1990, a 31 en 1995, y a 30.5 por ciento en 1997; sin embargo, no se trata de un mejoramiento de sus remuneraciones, sino de una reducción sustancial en sus niveles salariales. Mientras la población ocupada que percibe más de dos salarios mínimos se ha mantenido más o menos estable, la población que percibe menos de un salario mínimo, en cambio, se ha incrementado, pasando de 27.7 en 1990, a 32.5 en 1995, y a 37.5 por ciento en 1997 (cuadro 1).

Este es un dato relevante, pues indica que prácticamente dos tercios de la fuerza de trabajo ha estado expuesta en forma continua y permanente a una situación salarial de alta precariedad, en donde el único movimiento posible ha sido hacia un descenso continuo de las remuneraciones del trabajo. Lo más grave de esta situación es que durante toda la década pasada más de un tercio de la población ocupada percibió un salario que era inferior al mínimo establecido por la ley, el cual de por sí es bastante exiguo, y en ningún caso alcanzaba para cubrir las necesidades básicas de una familia típica.

En este contexto, diversas estrategias se han implantado para enfrentar la precarización del empleo, especialmente en sectores de bajos ingresos. Al respecto, destaca la estrategia de mayor autoexplotación de la fuerza de trabajo familiar, como mecanismo para enfrentar el empobrecimiento de las familias (Cortés, 2000). En este sentido, podemos mencionar la creciente participación de la mujer en los mercados de trabajo formales e informales, especialmente en áreas urbanas y metropolitanas. Asimismo, la migración a Estados Unidos pasa a ser otra estrategia, que, además, tiende a generalizarse en zonas del país y sectores de la población que tradicionalmente se habían mantenido al margen de los flujos migratorios. Sin duda, todo ello ha implicado importantes cambios en la dinámica, composición y modalidades que asume la migración internacional desde la década de 1980.

 

Cambios en el perfil y modalidades de la migración mexicana

La implantación en México de los programas de ajuste estructural y reconversión económica, derivó en la precarización de las condiciones laborales y contractuales de la fuerza de trabajo (De la Garza, 2002). En estos nuevos contextos político y económico, las crisis de 1982 y 1994 han contribuido a redefinir las relaciones de los sindicatos con el Estado, y, en particular, a la desregulación del mercado laboral y la relación capital-trabajo. El efecto directo ha sido la precarización del empleo y la reducción generalizada de los salarios, situación que ha perdurado por casi dos décadas (Cortés, 2000).

En este contexto de iniquidad y precariedad salarial, la migración a Estados Unidos se ha convertido en una alternativa laboral no sólo atractiva, sino real y posible para cada vez más sectores de la población de diversas regiones del país. En efecto, la migración internacional, y en particular las remesas que pueden obtenerse a partir de ella, conforman una opción salarial mucho más atractiva incluso que el empleo en las nuevas zonas y ciudades de desarrollo industrial, sin mencionar que superan con mucho las limitadas opciones que se presentan en el resto del país. Como se ilustra en la gráfica 2, a partir de 1995 las remesas que envía cada migrante son más de 2.4 veces superiores al salario mínimo, a la vez que representan casi dos tercios del salario promedio en México. En otras palabras, a partir de 1995 lo que un migrante puede enviar a su familia supera lo que más dos tercios de la población ocupada en México pueden aportar al ingreso familiar. Eso sin considerar la capacidad de ahorro que el propio migrante puede tener en Estados Unidos.4

No resulta pues extraño que la migración se haya extendido a nuevos grupos sociales, los que han contribuido a modificar tanto el perfil de los migrantes como las modalidades de los desplazamientos. Al respecto, nos interesa resaltar tres tendencias recientes del proceso migratorio. Por un lado, el incremento absoluto y relativo del flujo migratorio; por otro, la incorporación de nuevos grupos demográficos al flujo migratorio, mujeres y niños, principalmente, y finalmente, la participación de nuevas regiones y de zonas urbanas que tradicionalmente se habían mantenido al margen del proceso migratorio.

En primer lugar, destaca por su magnitud el incremento constante y sostenido de los mexicanos que han establecido su residencia habitual en Estados Unidos. Hasta 1970 la migración permanente involucraba a menos de 45 mil personas anualmente. A partir de ese año, este componente del proceso migratorio inició una fase de ascenso sostenido y a ritmos crecientes, mismo que se consolida en la década de 1990. Entre 1970 y 1980, por ejemplo, el saldo neto anual ascendió a más de 110 mil individuos, cifra que se elevó a más de 220 mil en la década siguiente, y a 343 mil en la década de 1990 (cuadro 2). De esta forma, tan sólo de 1990 a 2000 se han asentado en Estados Unidos tantos mexicanos como los correspondientes a las tres décadas anteriores (1960-1990).

Por otro lado, en 1950 y 1960 los migrantes mexicanos residentes en Estados Unidos representaban menos de 2 por ciento de la población mexicana. En 1990, en cambio, esta proporción se incrementó a 5.5 y llegó a 8.1 por ciento en el 2000. Esas cifras indican el gran peso relativo que está adquiriendo este proceso de asentamiento de la población migrante de origen mexicano en Estados Unidos en los últimos lustros. De acuerdo con estimaciones recientes (cuadro 2), se calcula que más de 8 millones de mexicanos son residentes permanentes en Estados Unidos, cifra que es cuantitativamente superior a la de cualquier entidad federativa de la República Mexicana, con excepción del Distrito Federal y el estado de México.5

En segundo lugar, no se trata tan sólo de un incremento absoluto y relativo de la migración a Estados Unidos, sino también de la incorporación de nuevos contingentes a este flujo. Tal es el caso de las mujeres, quienes tradicionalmente se habían mantenido ajenas al proceso migratorio. Si bien la participación de la mujer en dicho proceso no es un fenómeno reciente y ha sido ampliamente documentado (Hondagneu-Sotelo, 1994 y Fernández-Kelly, 1991), lo nuevo en este caso es su creciente participación en la migración de tipo circular y recurrente.

En efecto, desde siempre, la mujer ha participado en la migración, pero bajo una modalidad muy específica. A diferencia del hombre, la mujer tendía a realizar desplazamientos únicos, no recurrentes, y a establecer su residencia en Estados Unidos. En no pocos casos, se trataba, además, de una migración familiar, en el marco de procesos de reunificación familiar (Woo, 2001). De esta forma, no resulta extraño que ya en 1970, prácticamente 50 por ciento de los migrantes mexicanos asentados en forma permanente en Estados Unidos fueran mujeres, proporción que se ha mantenido estable en los últimos 30 años (Canales, 2002).

Sin embargo, al considerar la composición del flujo de migrantes temporales, se observa un importante cambio en los últimos años. Hasta principios de la década de 1990, las mujeres aportaban sólo 4 por ciento del flujo migratorio circular, cifra que, no obstante, casi se quintuplica hacia fines del mismo decenio, representando casi 20 por ciento de la migración circular (gráfica 3).

Si consideramos que la migración circular está compuesta esencialmente por migrantes laborales, entonces este cambio en su composición por sexo nos indica un cambio importante en las modalidades migratorias de las mujeres. Por mucho tiempo se pensó que la migración femenina se explicaba fundamentalmente como un proceso de migración en el marco de la reunificación familiar. Hoy en día podemos afirmar que las mujeres participan también y de modo importante en la migración laboral y circular.

Por otro lado, en la última década destacan también los cambios en el origen geográfico de los migrantes. Si la migración fue durante muchas décadas un fenómeno esencialmente rural y que se restringía a determinadas zonas del país (especialmente el occidente y la región norte), actualmente se trata de un fenómeno que se ha extendido hacia diversas zonas urbanas, y a casi todas las regiones del país. En efecto, a inicios de la década de 1990 menos de un tercio de los migrantes temporales habían nacido en localidades urbanas (de más de 15 mil habitantes), a la vez que 67 por ciento era nativo de zonas rurales. A fines de la década pasada, sin embargo, esta relación se había equilibrado, de tal forma que la mitad de los migrantes laborales temporales eran originarios de zonas rurales, a la vez que la otra mitad había nacido en localidades urbanas, especialmente en aquellas ciudades de más de 100 mil habitantes, las que aportaban casi 70 por ciento de la migración de origen urbano (gráfica 4).

Destaca también la incorporación de nuevas regiones y entidades federativas al proceso migratorio. En efecto, como se ilustra en los mapas 1 y 2, el origen del flujo migratorio ha tendido a desplazarse hacia el centro y sur del país. En particular, destacan la incorporación de entidades como Oaxaca y Puebla, que hasta el decenio de 1980, tenían un aporte menor a la migración. El caso de Veracruz es especial, pues la migración a Estados Unidos en esta entidad realmente comenzó en la década de 1990.6 Finalmente, también sobresalen los casos del Distrito Federal y el estado de México, pues corresponde en gran medida a migrantes provenientes de la Zona Metropolitana de la Ciudad de México.

En síntesis, los cambios recientes en la composición y origen de la migración de mexicanos a Estados Unidos nos indican que actualmente se trata de un fenómeno de carácter nacional, en términos de que se extiende a cada vez más regiones, y que incorpora nuevos sujetos y grupos sociales, que contribuyen a modificar el perfil social, económico y demográfico de los migrantes. Asimismo, las modalidades migratorias se hacen más complejas y diversas. Ya no se trata sólo de una migración laboral circular, sino que adquiere gran importancia el asentamiento permanente de migrantes mexicanos en pueblos rurales y barrios urbanos de diversas ciudades de Estados Unidos (Alarcón, 1995).

 

Transformación productiva y migración en Estados Unidos

A partir de la década de 1970, la economía estadunidense muestra claros signos de estancamiento y crisis, que se expresan, entre otros aspectos, en una creciente pérdida de competitividad en el comercio mundial. Así, por ejemplo, si en el decenio de 1960, Estados Unidos aportó más de 17 por ciento de las exportaciones mundiales y sólo 13 por ciento de las importaciones, hacia 1990, en cambio, esta relación prácticamente se había invertido. Esta pérdida de competitividad en el comercio mundial expresa la crisis de productividad que afectó (y aún afecta) a gran parte de las empresas estadunidenses. Esta crisis es reflejo directo del agotamiento del paradigma fordista que, como eje articulador del régimen de producción, del modo de regulación de las relaciones capital-trabajo y del patrón de acumulación capitalista, predominara en el ámbito mundial desde la crisis de la década de 1930 (Lipietz, 1997).

Ante esta situación, las empresas y corporaciones estadunidenses implantaron diversas estrategias para recuperar sus niveles de competitividad en el ámbito mundial. En particular, y a diferencia de la experiencia europea, donde tendió a predominar una estrategia de flexibilización basada en importantes transformaciones tecnológicas, de gestión administrativa y de recursos humanos, en Estados Unidos se da una situación heterogénea, en donde parecen coexistir estrategias de innovación tecnológica orientadas a mejorar los niveles de productividad del trabajo (flexibilidad interna), con estrategias de desregulación de las relaciones contractuales (flexibilidad externa) (Araujo, 1996). En conjunto, estas estrategias conforman el nuevo patrón de crecimiento posindustrial, y permiten dar cuenta de las transformaciones recientes en la dinámica de los mercados de fuerza de trabajo, relaciones laborales y estructura ocupacional.

En relación con la primera estrategia, Araujo (1996) señala cuatro políticas que tienden a predominar en el contexto estadunidense. Por un lado, una política de recursos humanos, en términos de incentivos, motivaciones, premios y compensaciones, involucramiento del trabajador, y programas de capacitación y entrenamiento. Por otro, la reorganización del trabajo, con base en la formación de equipos de trabajo. La tercera se refiere a una estrategia de administración flexible, basada en la introducción de nuevos sistemas de medición y productividad, y medidas para implantar los principios de la calidad total. Finalmente, una nueva política en la configuración de las relaciones industriales, especialmente en términos de la conformación de comités paritarios empresa-trabajadores en la toma de decisiones.

Con base en encuestas representativas aplicadas a grandes empresas americanas,7 se encontró que a mediados de la década de 1980, 25 por ciento de ellas habían reestructurado sus prácticas de organización del trabajo, incorporando diversos principios posfordistas en la configuración de las relaciones industriales. Hasta esa fecha, sin embargo, menos de 10 por ciento de la fuerza de trabajo de tales firmas estaba bajo esas nuevas modalidades de organización productiva (Lawler et al., 1989). Para 1992, en cambio, más de 40 por ciento de los establecimientos entrevistados ya habían implantado círculos de calidad. Asimismo, en 37 por ciento de estos establecimientos, más de la mitad de sus trabajadores estaban involucrados en al menos una de las siguientes prácticas: equipos autodirigidos, rotación de tareas, círculos de calidad o programas de gestión de calidad total (Osterman, 1993).

Estas nuevas prácticas de organización del trabajo no sólo involucran a plantas manufactureras, sino también a empresas del sector servicios, así como del sector público, los que se han visto presionados para flexibilizar sus prácticas de gestión de recursos humanos, en un caso, para enfrentar problemas financieros derivados de la desvinculación de los altos costos laborales con los ritmos de crecimiento de la productividad, y, en otro, por la crisis fiscal y privatización de empresas del Estado.

Otros autores, sin embargo, señalan que estas prácticas son más bien marginales, en la medida que, por un lado, no parecen afectar la estructura de poder de las grandes firmas estadunidenses, a la vez que, por otro, tales estrategias de flexibilidad interna tienden a ser adoptadas de manera parcial y desconectadas entre sí (Labini, 1993). Se señala, además, que sólo en algunos casos estas estrategias logran configurar un modelo productivo propiamente como tal, como sería el caso de Xerox o de Federal Express, por ejemplo (Applebaum y Batt, 1994).

Esta parcialidad con que se aplican algunas prácticas de flexibilidad interna se manifiesta también en una mayor heterogeneidad, especialmente en términos de la coexistencia en una misma planta, incluso de distintas prácticas y principios de organización de la producción. Así, por ejemplo, Zlolniski (1994) señala que en algunas empresas del Silicon Valley, la introducción en ciertos departamentos de diversas formas de involucramiento, círculos de calidad, junto a una importante innovación tecnológica, con trabajadores de alta calificación, en empleos estables, etc., parecen coexistir otros departamentos en la misma empresa que se basan en formas de subcontratación, de tiempo parcial, bajas remuneraciones, con trabajadores migrantes, de baja calificación, etcétera.

En relación con la segunda estrategia, de flexibilidad externa, esta parece concitar un mayor consenso. Por lo pronto, es claro que los procesos de cambio en las formas de organización de la producción plantean nuevas exigencias en cuanto a la fuerza de trabajo a ser empleada. En tal sentido, lejos de ser una excepción, la segmentación y diferenciación dentro del mercado de trabajo parece constituir una práctica común en los países industrializados. En este marco se inscribe la tendencia a una expansión de empleos de baja remuneración, con menores calificaciones, alta inestabilidad, de tiempo parcial, etc., que prevalece en la economía estadunidense (Klaugsbrunn, 1996). De esta forma, la reestructuración productiva ha traído como consecuencia procesos de desindustrialización y cierre de plantas, a la vez que se instaura una relación perniciosa entre empleadores y trabajadores caracterizada por la erosión del poder de los sindicatos, la constricción de empleos y ocupaciones estables, la reducción de salarios y prestaciones sociales, etc. (Fernández-Kelly, 1991).

La pérdida de niveles de competitividad ha obligado a muchas firmas a iniciar profundos cambios productivos. Esto ha llevado a un incremento de la producción en pequeña escala, con alta diferenciación de productos, rápidos cambios en su diseño y comercialización, etc. Estas transformaciones productivas se han basado, en no pocos casos, en prácticas de subcontratación y uso de formas flexibles de organización del trabajo, que pueden ir desde altamente sofisticadas a otras muy primitivas, y que pueden encontrase en industrias muy avanzadas y modernizadas tecnológicamente, como también en las más tradicionales y con mayores rezagos tecnológicos. En este marco, esta reestructuración económica ha implicado el decline del complejo industrial predominante desde la posguerra, y provee el contexto general en el cual se ubican las nuevas tendencias en la estructura de ocupaciones y dinámica del mercado laboral.8

En este marco, tiende a generalizarse una estrategia de polarización en la estructura de las ocupaciones, especialmente, en cuanto a los niveles salariales, de calificación y capacitación, y formas de contratación (tiempo parcial, a destajo, etc.). Se trata de la configuración de un nuevo patrón de crecimiento posindustrial que permite dar cuenta de las transformaciones recientes en la dinámica de los mercados de fuerza de trabajo, relaciones laborales, y estructura ocupacional (Sassen, 1998).

En este sentido, el componente central de la nueva dinámica del proceso de trabajo en las sociedades informacionales es la tendencia a la polarización de sus estructuras social y ocupacional (Castells, 1998). En efecto, los puestos y ocupaciones en auge no son sólo los más "ricos" en información o conocimiento incorporado, sino también hay un sostenido incremento de las ocupaciones en servicios y trabajos de baja calificación. Se trata del auge cuantitativo de empleos "no-informacionales", pero que, al igual que su contraparte, forman parte de la nueva estructura social que caracteriza a la sociedad informacional (Zlolniski, 1994).

No se trata sólo de ocupaciones residuales o de remanentes de sociedades pre-informacionales, como tampoco de empleos marginados, "excluidos" de los circuitos de producción y reproducción de la sociedad informacional. Por el contrario, se trata también, y de modo fundamental, de empleos y ocupaciones "creadas" por la misma modernidad informacional (Canales, 2002). Corresponde a determinados trabajos y ocupaciones que han quedado expuestos a formas extremas de flexibilidad salarial y desregulación contractual, lo que ha implicado su desvalorización social y económica, pero que, sin embargo, constituyen piezas importantes en el proceso de reproducción de la sociedad informacional.

Se trata, en definitiva, de una polarización del mercado de trabajo, en donde junto a empleos estables, de altos ingresos, se presentan otros marcados por su carácter informal y ocasional. Sassen y Smith (1992) denominan a éste como un proceso de casualization, como una forma de enfatizar el marco de precariedad en que él se presenta. De acuerdo con estos autores, la expresión más extrema de este proceso de casualization es la reciente expansión de una economía informal en muchas de las grandes ciudades de Estados Unidos, que implica formas de trabajo temporal, part-time, ocasional y el incremento de la subcontratación.

Para el caso de la ciudad de Nueva York, por ejemplo, la economía informal está presente en un amplio rango de sectores industriales, aunque con incidencia variable. En especial, se localizan en sectores del vestido y ropa, accesorios, contratistas de construcción, calzado y bienes deportivos, muebles, componentes electrónicos, empaques y transportes, y en menor medida en otras actividades (flores y manufactura de explosivos, entre ellas). Similar diversidad de la actividad informal encuentra Fernández-Kelly (1991) para el caso del sur de California.

Aunque se presentan diversos tipos de empleos en la economía informal, la mayoría de ellos corresponden a puestos de trabajo no calificados, sin posibilidades de capacitación y que envuelven tareas repetitivas. En no pocos casos, se trata además de empleos "ocasionales" en industrias que aún se rigen por formas fordistas de organización del proceso de trabajo. En este sentido, la casualization, o si se quiere informalización, corresponde más bien a una estrategia de tales firmas para enfrentar los retos de la competencia, sin asumir los costos de la innovación tecnológica. De esta forma, la economía informal no sólo es una estrategia de sobrevivencia para las familias empobrecidas por la reestructuración productiva, sino también, y fundamentalmente, es resultado de los patrones de transformación en las economías formales y sectores de punta de la economía estadunidense (Sassen, 1998).

Ahora bien, en estos mercados casualizated, o informalizados, tiende a presentarse una importante selectividad en cuanto al origen de la fuerza de trabajo empleada. Así, por ejemplo, Fernández-Kelly (1991) encontró que tanto en los condados del sur de California como en Nueva York hay una fuerte presencia de hispanos y otras minorías étnicas en este tipo de actividad, especialmente en los sectores de manufacturas. Se trata de ocupaciones como operadores, tareas de ensamble y otras de baja calificación y bajos ingresos. Asimismo, esta autora señala que en la mayoría de los casos no hay sindicatos, se desarrollan prácticas de subcontratación y que prevalece una alta participación de mano de obra femenina.

Podemos señalar que esta estrategia de flexibilidad y desregulación laboral parece ser la base de una nueva oferta de puestos de trabajo para la población migrante, situación que por lo mismo tiene implicaciones directas sobre la dinámica de la migración y sus cambios en la última década (Zlolniski, 1994). De esta forma, podemos explicar el crecimiento de la migración, así como sus nuevas modalidades y perfiles sociodemográficos, como resultado, en parte, de estos cambios en la demanda de mano de obra en las principales ciudades estadunidenses.

 

Migrantes mexicanos y segmentación del mercado laboral en Estados Unidos

En las últimas décadas, la economía estadunidense se ha visto involucrada en un proceso de cambio estructural, marcado por la reconversión de su base productiva y tecnológica, y su reinserción en los actuales procesos de globalización. En términos del mercado de trabajo, se trata de la configuración de una nueva estructura laboral, la que se caracteriza por dos fenómenos distintos y complementarios. Por un lado, el cambio en la estructura del empleo propiamente como tal y, por otro, la polarización y segmentación del empleo en esta nueva estructura del empleo.

En cuanto a la nueva estructura del empleo, ésta se caracteriza, en lo general, en el creciente peso de los servicios profesionales (a la producción y sociales) y por el menor peso relativo de las actividades extractivas y de la transformación (Castells, 1998 y Sassen, 1998), mientras estas últimas corresponden a los sectores económicos más vinculados con la sociedad industrial, las primeras corresponden a aquellas actividades económicas que comúnmente se asocian con las actividades propias de la sociedad informacional.

Para muchos autores, estas actividades se identifican con los empleos "ganadores" con el proceso de globalización, y que por lo mismo representan el nuevo perfil de trabajador de la futura sociedad informacional. Sin embargo, cabe señalar que se trata de actividades de apoyo y que nutren otros procesos productivos, en especial, a determinadas ramas de la industria de la transformación (microelectrónica, tecnología, energética, automotriz, entre otras). En este sentido, no deja de ser sintomático el hecho de que la industria de la transformación concentre aún más de 22 por ciento del empleo total.

Ahora bien, sobre esta transformación de la estructura laboral opera un segundo proceso que da cuenta de los patrones de inserción de los migrantes mexicanos (y migrantes en general) en el mercado de trabajo estadunidense. Nos referimos al proceso de polarización y segmentación del empleo que caracteriza a esta nueva estructuración del mercado laboral. Para ilustrar este proceso nos apoyaremos en un análisis comparativo sobre el perfil laboral de los mexicanos, en relación con los de otros grupos étnicos.9

Al respecto, una primera aproximación nos indica que la estructura y composición del empleo, por sector de actividad y grupos de ocupación, es marcadamente diferente para cada grupo étnico. En el caso de la población mexicana, por ejemplo, tienden a concentrarse en actividades productivas propiamente, y no tanto en actividades terciarias, a excepción de los servicios personales (cuadro 3). De hecho, 12.2 por ciento de los mexicanos se emplean en la agricultura y otras actividades extractivas, a la vez que otro 34 por ciento se emplea en la industria de la transformación y la construcción. En el caso de los angloamericanos en cambio, tan sólo 3.1 por ciento se emplea en actividades extractivas a la vez que menos de 23 por ciento se emplea en la industria de la transformación.10

Por el contrario, tan sólo 7 por ciento de los mexicanos son contratados en el sector de servicios a la producción, a la vez que una proporción similar se emplea en servicios sociales profesionalizados. En ambos casos, la participación es muy inferior a la que presentan otros grupos étnicos, como los migrantes de origen asiático y la población angloamericana. Finalmente, podemos señalar que en el sector de comercio y distribución, la participación relativa es similar en cada grupo étnico considerado. No obstante esta cifra agregada oculta un hecho fundamental: cuál es la distinta posición que ocupan los trabajadores mexicanos respecto a los angloamericanos y asiáticos en menor medida.

Por otro lado, al considerar el peso específico de la fuerza de trabajo mexicana en cada sector de actividad, se observa una relación interesante. Por un lado, vemos que los mexicanos aportan casi 14 por ciento del total de la mano de obra empleada en actividades extractivas (agricultura principalmente). Esto indica que hay un mexicano por cada seis trabajadores no mexicanos en este sector de actividad. Esta relación es muy superior a la que prevalece en promedio en la economía estadunidense, donde los mexicanos sólo aportan 3.3 por ciento del total de la fuerza de trabajo. De esta forma, en este sector en particular, los mexicanos tienen un peso relativo que es algo más de cuatro veces mayor que el que prevalece en promedio en las demás actividades económicas.

Asimismo, los mexicanos aportan cinco por ciento tanto en las actividades industriales y de construcción como en los servicios personales. En ambos casos, la proporción de mexicanos supera con mucho la que prevalece, en promedio, en la economía de Estados Unidos. Estos datos indican que en términos muy generales, existe cierta "especialización" laboral de los mexicanos, quienes tienden a ser ampliamente preferidos en actividades extractivas, así como también, aunque en menor medida, en actividades industriales, de construcción y de servicios personales.

Con base en estas cifras, resulta interesante comprobar que la agricultura no constituye ya el principal sector de actividad hacia donde se dirigían los trabajadores mexicanos.11 Este dato es relevante, pues permite sustentar la tesis de los cambios en la dinámica laboral de la migración mexicana, misma que podemos rastrear hacia fines de la década de 1960 y comienzos de la de 1970. Asimismo, resulta revelador el hecho de que sean la industria y la construcción los sectores que concentran el mayor número de trabajadores mexicanos en Estados Unidos, pues también desmitifica el argumento de que la migración mexicana tiende a dirigirse hacia actividades de servicios de baja calificación. Por el contrario, estos datos revelan que la población mexicana tiene un importante papel en la actividad productiva propiamente, además del que también se desempeña en actividades terciarias.

Ahora bien, lo relevante de estas cifras es que muestran que los mexicanos tienden a concentrarse precisamente en aquellos sectores económicos más alejados de los cambios y beneficios asociados a la modernidad informacional. Es decir, corresponden a sectores que podemos calificar como "tradicionales" en los que predominan formas de organización productiva de tipo taylorista y fordista, rígidas internamente, pero altamente flexibles en cuanto a las condiciones contractuales, de empleo y relaciones salariales. También corresponden a actividades de bajo nivel de calificación y formación de capital humano. De hecho, en no pocos casos constituyen actividades con muy pocos requerimientos informacionales y de conocimiento para su ejecución. En este sentido, no se trata ni con mucho, de actividades de punta en la nueva economía informacional, sino, por el contrario, de empleos y ocupaciones o bien de corte "tradicional", o bien que surgen con el nuevo modelo laboral, pero ubicadas en la parte inferior de la escala laboral y social.

Estas apreciaciones se confirman al analizar la estructura del empleo según los principales grupos de ocupación, los que establecen la posición del trabajador en la estructura laboral. En el caso de los mexicanos, sólo 7.3 por ciento de ellos se emplean como ejecutivos, profesionales y otros puestos a nivel de la dirección de empresas y negocios, a la vez que sólo 13 por ciento se emplea en cargos de staff administrativo y apoyo técnico. Esta situación contrasta con otros grupos étnicos, como los angloamericanos y los migrantes asiáticos, entre quienes más de 35 por ciento se emplea en tareas de dirección, junto a más de 30 por ciento en tareas técnico-administrativas (cuadro 4).

En la parte baja del escalafón ocupacional, sin embargo, se presenta la situación opuesta. Casi 26 por ciento de los mexicanos se emplean en ocupaciones manuales no calificadas, a la vez que otro 10 por ciento en servicios no calificados. En el caso de los trabajadores de origen angloamericano y migrante asiáticos, en cambio, 10 por ciento o menos de ellos se emplean en ocupaciones manuales no calificadas y menos de nueve por ciento en servicios no calificados.

Estas cifras ilustran el diferente peso que tiene la fuerza de trabajo mexicana en cada sector ocupacional en el mercado laboral estadunidense. En efecto, mientras los mexicanos representan casi 25 por ciento de los jornaleros agrícolas en Estados Unidos, a la vez que aportan cerca de 8 por ciento de los trabajadores en ocupaciones no calificadas, prácticamente son marginales en cuanto a las ocupaciones en la parte alta del escalafón ocupacional, especialmente a nivel ejecutivo y profesional, donde aportan menos de uno por ciento del personal empleado en ese nivel ocupacional.

Esta diferenciación ocupacional ilustra de manera importante la segmentación que parece prevalecer en el mercado laboral estadunidense. Resulta evidente que aquellas ocupaciones y actividades económicas que son parte fundamental del proceso de modernización informacional tienden a ser concentradas por la población angloamericana, y en no pocos casos, también por migrantes de origen asiático. Por el contrario, la mano de obra mexicana tiende más bien a ser relegada a aquellas ocupaciones y actividades económicas que, o bien forman parte del segmento de la economía que es desplazado por las nuevas tecnologías de la información y los nuevos ejes dinámicos (importantes industrias de la transformación y agricultura, por citar las más importantes), o bien surgen junto al proceso de globalización, pero con bajos o nulos requerimientos de información y conocimientos para su ejecución (ciertas ocupaciones de servicios y trabajo manual no calificados, por ejemplo).

Esta segmentación y diferenciación ocupacional entre mexicanos y angloamericanos (y que incluye, sin duda, a otros grupos étnicos) se refuerza al comparar las ocupaciones en que los mexicanos son muy importantes con aquellas en que su participación es más bien marginal. En el primer grupo se encuentran los jornaleros agrícolas, los obreros textiles, cocineros, obreros de la construcción, servicio doméstico, operadores de máquinas, limpieza y mantenimiento, y trabajadores manuales y ayudantes. Por el contrario, la participación de los mexicanos resulta prácticamente marginal en el mercado de profesionales, técnicos, servicios de protección, ejecutivos y administrativos (cuadro 5). En todos ellos la fuerza de trabajo representa menos de uno por ciento del personal ocupado.

De los datos anteriores, sin duda destaca el importante papel de los mexicanos en las ocupaciones agrícolas: uno de cada cuatro jornaleros es migrante mexicano, lo que da una idea no sólo del peso real de la migración mexicana en determinados mercados laborales y ocupacionales en Estados Unidos, sino también su concentración en determinadas ocupaciones y actividades productivas, las que se caracterizan por estar alejadas de los beneficios de la globalización, pero no necesariamente excluidas de ella. Corresponden a ocupaciones de bajo nivel, no calificadas, inestables, desreguladas, expuestas a formas de flexibilidad extrema, con sistemas de subcontratación y otras formas de precariedad y casualization del empleo. Sin embargo, no se trata necesariamente de actividades y ocupaciones "marginales" que han quedado rezagadas por los cambios tecnológicos y que estén excluidas de los procesos de globalización económica.

Nadie podría pensar, por ejemplo, que la actividad agrícola en California esté tecnológicamente rezagada. Por el contrario, es sabido que en dicho estado se dan los mayores niveles de uso intensivo de tecnología de punta, de procesos basados en la biotecnología, y en la incorporación de diversos componentes informacionales al proceso productivo.12 Sin embargo, esta modernidad de la producción agrícola, que se manifiesta en la incorporación de la agricultura a la era de la información, tiene una importante base laboral preinformacional. No se trata de que los jornaleros mexicanos queden excluidos de la era de la información, marginados de la globalización, sino más bien, que su inserción es desde abajo, desde la precariedad e inestabilidad, desde la no-calificación, desde trabajos no-informacionales.

 

Conclusiones

Los cambios recientes en la estructura económica de México y Estados Unidos, han tenido efectos similares y complementarios en la dinámica migratoria entre ambos países. Por un lado, la política neoliberal implantada en México se ha basado en una estrategia de desregulación del mercado de trabajo, provocando una mayor precarización del empleo, reducción de las ocupaciones, informalidad, bajos salarios y otros efectos negativos. En el caso de Estados Unidos, en cambio, parece predominar una estrategia de polarización, en la que la combinación de diversas estrategias de flexibilidad ha generado una creciente diferenciación y segmentación en la estructura de los mercados de trabajo, especialmente en las grandes ciudades. Estos cambios en las condiciones económicas y estructurales de ambos países, han tenido importantes efectos en la dinámica, patrones y composición de la migración México-Estados Unidos, y han contribuido a erosionar el tradicional estereotipo del migrante mexicano.

Durante décadas, la migración de mexicanos a Estados Unidos seguía generalmente un mismo patrón: se trataba de una migración preponderantemente masculina, de jóvenes, solteros, de origen rural, en busca de trabajo en los campos agrícolas de ese país, y que en su gran mayoría regresaban a sus localidades de origen en México (Gástelum, 1991). Con base en estas características, el proceso migratorio se definía en función del marcado carácter laboral y circular de los desplazamientos (Bustamante, 1975).

A partir de la década de 1980, sin embargo, nuevas evidencias muestran un flujo migratorio mucho más heterogéneo, especialmente en cuanto a su composición y modalidad migratoria. En efecto, los migrantes provienen actualmente de una mayor diversidad de regiones y estados, se ha incrementado la participación femenina y de origen urbano, y suelen dirigirse a áreas urbanas donde se emplean en diversos trabajos de baja calificación (Fernández-Kelly, 1991 y Canales, 2000). Finalmente, un aspecto central de este cambio en el perfil de la migración lo constituye el significativo incremento de migrantes mexicanos que con o sin documentos legales han establecido su residencia habitual en Estados Unidos (Canales, 2001; Smith, 2000 y Cornelius, 1992).

Estos cambios en el perfil de los migrantes, y sus patrones de migración y empleo, están directamente relacionadas con los contextos social, económico y político actual, en especial, en términos de las políticas migratorias restrictivas aplicadas desde el inicio de la década de 1990, las cuales, además, coinciden con los tiempos de la integración económica y comercial entre ambos países.

En el primer caso, nos referimos a las diversas políticas que ha implantado el gobierno estadunidense desde el inicio de la década de 1990. En particular, destacan aquellas orientadas a un mayor y riguroso control del flujo de migrantes indocumentados por las ciudades fronterizas (construcción de bardas y fosos, sofisticado equipamiento de la border patroll reciclando gran parte del equipo militar usado en la Guerra del Golfo, aumento del presupuesto y contratación de más personal del INS para el control de la frontera, entre otras), así como aquellas otras orientadas a crear un contexto sociopolítico antiinmigrante (propuesta 187 en California y otras medidas de reducción de los beneficios y acceso a la seguridad social, educación, reunificación familiar, entre otras). En conjunto, estas políticas han contribuido a crear un contexto de mayor vulnerabilidad social y política de los migrantes, tanto en el proceso de cruce de la frontera, como de asentamiento en las comunidades de destino.13

Por su parte, los procesos de globalización —integración económica y comercial entre ambos países— han generado una nueva estructura social del empleo y las ocupaciones, que corresponde, además, con la transición de una sociedad industrial a una sociedad informacional, y que se manifiestan de un modo particular a cada lado de la frontera (Canales, 2000).

En el caso de México, por ejemplo, esta entrada a la era de la globalización se ha sustentado en un proceso de flexibilidad laboral y desregulación contractual, que han llevado al empobrecimiento de importantes sectores de la población, así como a una creciente precarización del empleo. En este marco, estos cambios estructurales definen nuevas condiciones sociales y económicas que impulsan la migración de nuevos contingentes demográficos.14

En este contexto, la migración tiende a convertirse en un fenómeno cada vez más complejo y diverso. En cuanto al origen geográfico, ya no se restringe a localidades rurales del occidente y del norte de México, sino que se ha extendido a importantes ciudades, así como a casi todas las regiones y entidades federativas del país. Por otro lado, la incorporación de nuevos grupos poblacionales (mujeres, habitantes urbanos, niños, etc.) contribuye a hacer más complejo y diverso el perfil sociodemográfico de los migrantes. Por último, las modalidades migratorias también se diversifican, destacándose no sólo la continuidad de un importante flujo circular y temporal, sino también el incremento de migrantes que tienden a asentarse en forma permanente en pueblos rurales y barrios urbanos en Estados Unidos.

En el caso de Estados Unidos, por su parte, la transición hacia una sociedad informacional ha diversificado la demanda por trabajadores de baja calificación, abriendo nuevas opciones laborales para los migrantes de origen mexicano. En particular, la nueva economía se manifiesta en una polarización en la estructura de las ocupaciones, especialmente en cuanto a los niveles salariales, de calificación y formas de regulación contractual se refiere (Sassen, 1998). Esta polarización configura la base de la actual estrategia de segmentación laboral con base en el origen étnico y condición migratoria de la fuerza de trabajo empleada.

De esta forma, entonces, podemos señalar que las estrategias de flexibilidad y desregulación laboral son la base estructural de esta nueva oferta de puestos de trabajo para la población migrante, situación que, por lo mismo, tiene implicaciones directas sobre la dinámica de la migración y sus cambios en la última década (Zlolniski, 1994). De esta forma, podemos explicar el crecimiento de la migración, así como sus nuevas modalidades y perfiles sociodemográficos, como resultado, en parte, de estos cambios en la demanda de mano de obra en las principales ciudades estadunidenses, que favorecen la inserción laboral de migrantes mexicanos e hispanos en general, pero en contextos de alta vulnerabilidad y precariedad.

 

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Notas

1 Ejemplo de ello es el Tratado de Libre Comercio (TLC), el cual ha reestructurado las relaciones económicas, políticas y migratorias entre ambos países. Para más detalles sobre el impacto del TLC sobre la migración, véase Canales, 2000.

2 Entre 1980 y 1988 la producción industrial se redujo 10 por ciento, lo que derivó en una importante pérdida de empleos como resultado del cierre de plantas que se originó a partir de la crisis de 1982 (Canales 2000).

3 Cabe señalar, sin embargo, que esta estrategia no es única, sino que también se abren espacios para estrategias de corte posfordistas propiamente dichas. En estos casos, se trata generalmente de empresas que aplican estrategias híbridas que combinan la flexibilidad externa para algunos segmentos y departamentos, con estrategias de cambio tecnológico y administración flexible en otros. Estas estrategias se asocian con algunas maquiladoras que se han asentado en México a partir de la segunda mitad de la década de 1980, y que marcan una ruptura respecto al carácter de las relaciones industriales y laborales que tradicionalmente ha prevalecido en este sector económico. Sobre este punto, véase De la O, 2002 y Gereffi, 1993.

4 Como dato de comparación, téngase en cuenta que en la industria maquiladora de exportación, las remuneraciones apenas superan los dos salarios mínimos (De la O, 2001).

5 Junto a este incremento de la migración de tipo permanente, también se ha dado un sustantivo aumento en la migración circular o temporal. De acuerdo con datos de la Enadid, en el periodo 1991–1992 hubo casi 930 mil mexicanos que emigraron temporalmente a Estados Unidos, cifra que se elevó en más de 21 por ciento para el periodo 1996-1997. Para más detalles, véase Canales, 2001.

6 En esta entidad, entre 1987 y 1992 se reportaron menos de 2.7 mil migrantes anuales, cifra que se elevó a más de 15 mil migrantes anuales en el periodo 1995-2000.

7 Se trata de una muestra representativa de las 1 000 mayores empresas listadas por la revista Fortune.

8 Se estima, por ejemplo, que el trabajo part-time creció de 22 por ciento en 1977, a más de 33 por ciento en 1986. Asimismo, sobre 80 por ciento de estos trabajadores (alrededor de 50 millones de personas) ganaban menos de 11 mil dólares anuales (Sassen y Smith, 1992).

9 La información estadística proviene de la Encuesta Continua de Población (Current Population Survey), levantada en marzo de 1998 por la oficina del censo de los Estados Unidos conjuntamente con la oficina de estadísticas laborales. En esta encuesta se registra el origen étnico y posición migratoria de los individuos, sus características sociodemográficas, y en especial, información sobre ocupación, condiciones de empleo y otras variables sociolaborales. Aunque se trata de información de corte transversal, el alto nivel de desagregación con que registra el tipo de actividad y ocupación de la población activa nos permite hacer una detallada comparación entre la inserción laboral de los mexicanos respecto a otros grupos étnicos, y de esa forma, identificar ciertos rasgos del proceso de segmentación y polarización laboral al que nos hemos referido continuamente en este trabajo.

10 Resulta interesante comprobar, además, que los migrantes de origen asiático tienden a seguir el patrón de inserción laboral de la población angloamericana, distanciándose considerablemente del que rige a los migrantes mexicanos.

11 De hecho, ya hacia fines de la década de 1970, la agricultura había sido desplazada por la industria de la transformación como principal fuente de empleos para los migrantes mexicanos. Véase Canales, 2002.

12 Tal es el caso, por ejemplo, de formas automatizadas en el sistema de riego, el uso de modernas tecnologías para prevenir los cambios climáticos, uso de equipos computacionales para regular procesos de cultivos en invernaderos y otros medios de control tecnológico de las condiciones de la naturaleza.

13 Para más detalles sobre los impactos de la actual política migratoria sobre la dinámica de la migración, véase Andreas, 1998.

14 Si bien desde siempre las relaciones laborales en México se han caracterizado por su inestabilidad y flexibilidad, hasta mediados de la década de 1980 el Estado aún ejercía un importante rol de regulación contractual y salarial en determinados sectores estratégicos (petróleo, telecomunicaciones, energía, burocracia estatal, educación, entre otros), que definía la pauta a seguir por los demás sectores y agentes económicos. Para más detalles sobre los alcances de la desregulación contractual y flexibilidad laboral en México, véase De la Garza, 2002.

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