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Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.8 no.31 Toluca ene./mar. 2002

 

Transición demográfica, trayectorias de vida y desigualdad social en México: lecciones y opciones

 

Rodolfo Tuirán

 

Secretaría de Desarrollo Social.

 

Resumen

En este trabajo se exploran algunos importantes vínculos entre la transición demográfica y las transformaciones en el curso de vida de las personas. Se sostiene que el avance de la transición demográfica —bajo condiciones de transición temprana, transición plena y transición avanzada de la fecundidad— ha conducido, en interacción con otros muchos procesos, a profundos cambios en el contenido, organización y estructura del curso de vida de las mujeres mexicanas, así como a la multiplicación de eventos, dependencias y relaciones individuales y sociales asociados a la vida familiar. El artículo busca mostrar que dichas transformaciones han tenido lugar en todos los grupos sociales del país, aunque con cierto rezago entre quienes viven en situación de pobreza en México; también examina algunas transformaciones en las trayectorias educativa, laboral y del retiro de hombres y mujeres, las cuales interactúan de maneras complejas y variadas con la mortalidad, la nupcialidad y la fecundidad.

 

Abstract

This work explores some important links between the process of demographic transition and the transformations in the life course. It holds that the advance of the demographic transition —under early transition, full transition and advanced fertility transition conditions— has led, in interaction with other processes, to changes in the content, organization, and structure of the life course of mexican women. It argues that the advance of the demographic transition has multiplied the events, dependencies and social and individual relationships associated with family life. The article attempts to show that such changes have taken place among all the social groups in Mexico, although those who live in poverty lag behind. The article also examines some changes in the educational, work, and retirement trajectories of mexican men and women, which interact in complex and varied forms with mortality, nuptiality and fertility.

 

Introducción

México experimenta, en el umbral del nuevo milenio, un proceso de cambio que implica transiciones múltiples en los planos económico, político, social, urbano, demográfico y epidemiológico. En la economía tiene lugar un intenso proceso de reestructuración y modernización y está cambiando rápidamente la importancia relativa de los diferentes sectores en la generación del Producto Interno Bruto. En el plano político se advierte un proceso de renovación del pacto federal y de los sistemas electoral y de partidos, al tiempo que ocurren profundas reformas institucionales dirigidas a perfeccionar nuestra democracia. En la esfera social es cada vez más notoria y amplia la participación ciudadana, lo que se refleja en el robustecimiento de formas y opciones diversas de organización que ponen de manifiesto la creciente complejidad de una sociedad con mayor capacidad para formular y sostener sus demandas. También ocurre una profunda y rápida transformación hacia una sociedad cada vez más urbana. Finalmente, la trayectoria seguida por las transiciones demográfica y epidemiológica sugiere que el crecimiento de la población continuará moderándose en el futuro, con una estructura "más entrada en años" y un perfil de morbi-mortalidad dominado por las enfermedades crónico-degenerativas. No hay duda que el futuro de México dependerá, en buena medida, del derrotero seguido por estas transiciones cruciales.

La transición demográfica es un proceso por el que atraviesan o han atravesado casi todos los países del mundo y alude al tránsito de un régimen caracterizado por niveles de mortalidad y fecundidad elevados y sin control hacia otro de niveles bajos y controlados.

Este proceso ha desempeñado un papel crucial en el conjunto de transformaciones económicas, sociales e institucionales experimentadas por el país en las últimas décadas. Entre otras influencias, la transición demográfica ha conducido, en interacción con otros, a la conformación de una nueva estructura y de patrones emergentes del curso de vida individual, y en consecuencia, a la multiplicación de eventos, acontecimientos, dependencias y relaciones individuales y sociales en diferentes dominios institucionales y esferas de actividad.

La bibliografía sociodemográfica demuestra que una esperanza de vida reducida da lugar a pautas inestables y menos ordenadas en las trayectorias de vida de los individuos. En contraste, los aumentos en los niveles de supervivencia han provocado que la muerte sea un fenómeno cada vez menos frecuente si se produce antes de la vejez, contribuyendo a extender y arraigar el pensamiento de largo plazo en la conciencia moderna y a favorecer la planeación de los eventos del curso de vida.1

Además de que una mortalidad cada vez más reducida amplía el potencial de interacción familiar, también aumenta el número de años que las personas —en sus trayectorias de vida— pueden desempeñar ciertos papeles familiares y sociales, alterando los fundamentos demográficos en los que se sustentan esos roles, así como su contenido, su significado social y la influencia que ejercen en la vida de las personas. Asimismo, una vida más prolongada y la cada vez mayor duración en el desempeño de ciertos papeles familiares o sociales contribuyen a estimular en las personas el deseo de ordenar sus vidas en formas nuevas y variadas, a dar ímpetu en la sociedad a arreglos dirigidos a acortar o alargar el desempeño de esos roles, o bien a hacer variar la secuencia de los mismos. De igual forma, la cada vez mayor esperanza de vida puede llevar a las personas a adoptar en forma simultánea múltiples roles, abriendo por esta vía nuevas oportunidades y nuevos desafíos en los ámbitos social, comunitario, laboral, familiar e individual.

Asimismo, el cambio en la fecundidad y en las pautas reproductivas también contribuye —a través de muy variados mecanismos— a transformar el curso de vida en los ámbitos familiar y social. El recurso a la planificación familiar se ha expresado en un menor número de hijos, en intervalos más espaciados entre nacimientos y en una duración más limitada del intervalo dedicado a la procreación. La reducción del tamaño de la descendencia ha contribuido a modificar la carga de trabajo atribuible a las responsabilidades domésticas y a reducir el tiempo que los padres (en particular las madres) dedican a la crianza y al cuidado de los hijos, lo que crea las condiciones para que ellos y ellas se propongan otras metas en sus vidas vinculadas con su desarrollo personal. Con una mayor capacidad para controlar su vida reproductiva y para propiciar relaciones más equitativas con sus cónyuges, las mujeres unidas de las generaciones más jóvenes están participando hoy en día en números crecientes en la esfera extradoméstica, a diferencia de las generaciones más antiguas.

La combinación de tasas de mortalidad y fecundidad en descenso también han tenido profundas ramificaciones y consecuencias en términos genealógicos. Así, mientras el potencial de interacción con el parentesco vertical —es decir, con la generación de los hijos y los nietos o bien con la generación de los padres y de los abuelos— se ha ampliado considerablemente, el de tipo horizontal se ha estrechado porque las generaciones actuales de hijos tienen un menor número de hermanos y primos que los de las generaciones de los padres.

Este documento intenta mostrar de qué manera las transformaciones demográficas influyen en la estructura y organización del curso de vida familiar de las mujeres mexicanas bajo condiciones de transición temprana, transición plena y transición avanzada de la fecundidad. Algunas de las preguntas que orientan este trabajo son las siguientes:

1. ¿Cómo se expresan los cambios en la nupcialidad, la fecundidad y la mortalidad en los procesos de formación, expansión y disolución familiar de las mujeres mexicanas?

2. ¿Cómo se pueden apreciar los efectos de la transición demográfica sobre el curso de vida y la dinámica familiar de las mujeres mexicanas?

3. ¿Cuáles serían las consecuencias para el curso de vida de las mujeres si las condiciones de mortalidad, fecundidad y nupcialidad prevalecientes en periodos determinados persistieran a lo largo de sus vidas?

4. ¿Cómo se diferencian las trayectorias de vida familiar de las mujeres pobres y las no pobres?¿cuántos años, en promedio, viven cada una de estos grupos en la condición de soltera, casada, divorciada, separada o viuda? ¿por cuánto tiempo viven en la condición de hijas o de madres? ¿cuántos años desempeñan simultáneamente esos papeles o roles familiares? ¿cuánto tiempo viven como hijas de padres en edades avanzadas? ¿cuántos años de sus vidas dedican como madres de hijos en edades dependientes?

Asimismo, en este trabajo se exploran brevemente algunas transformaciones en las trayectorias educativa, laboral y del retiro de hombres y mujeres, las cuales interactúan de maneras complejas y variadas con los cambiantes patrones de mortalidad, nupcialidad y fecundidad. En la sección final se formulan finalmente algunas opciones de política en este campo.

 

Aspectos metodológicos

Para intentar dar respuesta a éstas y otras interrogantes similares, que son de interés analítico y tienen relevancia para la formulación de un amplio grupo de políticas públicas, el presente documento descansa principalmente: a) en la utilización de una estrategia metodológica propuesta por Peter Uhlenberg para estimar la distribución de las mujeres pertenecientes a una cohorte o grupo de cohortes según diversas trayectorias posibles de vida familiar en la edad adulta; y b) en un modelo de simulación desarrollado por Zeng Yi (1991) que permite, entre otros aspectos, identificar y valorar las consecuencias que tienen las condiciones demográficas vigentes en un periodo determinado sobre el curso de vida de las mujeres.

La aplicación del modelo de simulación de Zeng Yi para el caso mexicano se basa en el enfoque de cohortes ficticias, utilizándose los periodos 1970-1974 y 1990-1994, así como las previsiones correspondientes a 2005, para representar condiciones de transición temprana, transición plena y transición avanzada de la fecundidad.2 Con el propósito de simplificar el análisis comparativo, en este documento sólo se presentan los resultados de uno de los cuatro escenarios prospectivos formulados, el cual supone pautas de nupcialidad tardía y fecundidad joven.3 Los parámetros demográficos para alimentar el modelo de Zeng Yi se presentan con detalle en otro trabajo (Tuirán, 1997).

Además de la comparación en los patrones del curso de vida que resultan de las condiciones demográficas prevalecientes en 1970-1974 y 1990-1994 y de las proyectados para 2005, en este trabajo contrastamos dos grupos adicionales:

1. Mujeres de entre 15 y 49 años de edad residentes en los seis estados de más alta marginación, quienes en el periodo 1990-1994 se encontraban viviendo en hogares con ingresos per cápita ubicados en los dos primeros quintiles de la distribución (mujeres pobres).

2. Mujeres de esas mismas edades residentes en esos mismos estados y quienes en el periodo indicado se encontraban viviendo en hogares con ingresos per cápita ubicados en los tres quintiles superiores de la distribución (mujeres no pobres).

Los resultados que derivan del ejercicio permiten llamar la atención acerca de los contrastes en la estructura y organización del curso de vida familiar de estos dos grupos de mujeres, los cuales se encuentran en etapas disímiles del proceso de transición demográfica.4

 

La transición demográfica en México

La población de México experimentó mutaciones inéditas durante el siglo XX. Primero atravesó por ciclos de despegue y de intenso crecimiento poblacional y, más recientemente, de marcada desaceleración del mismo. Entre 1930 y 1950 casi se duplicó el tamaño de la población; requirió de sólo veinte años más para duplicarse nuevamente; y volvió a multiplicar por dos su tamaño inicial entre 1970 y 2000. En esta secuencia de ciclos, México ingresó al nuevo milenio con aproximadamente 100 millones de habitantes, lo que colocó al país en la décimo primera posición entre las naciones más pobladas del orbe.

El inicio de esta profunda metamorfosis fue impulsada, a partir de la década de los treinta, por un importante descenso de la mortalidad, el cual fue posible, entre otros factores, gracias al mejoramiento de las condiciones de vida y a los avances logrados en el terreno de la educación, la salud, la alimentación, la infraestructura sanitaria y la transferencia y aplicación intensiva de tecnología médica y de control ambiental. Como consecuencia, la esperanza de vida de la población mexicana, que en 1930 era de apenas 36 años, se incrementó a casi 50 años en 1950, a 62 años en 1970 y a poco más de 75 años en la actualidad, con marcadas diferencias entre hombres y mujeres (gráfica 1).

Frente a la disminución casi secular de la mortalidad, la reducción de la fecundidad es mucho más reciente y de gradiente más acentuado. Este proceso se inició a mediados de la década de los sesenta, poco después de alcanzar su nivel máximo histórico de 7.3 hijos promedio por mujer. Siguiendo la experiencia de otros países, la caída de la fecundidad ocurrió primero entre las mujeres de los estratos más prósperos y educados y entre las residentes de las principales ciudades del país. Sin embargo, no fue sino a partir de 1974, a raíz del cambio en la política de población, cuando las prácticas de planificación familiar empezaron a difundirse y generalizarse, dando lugar a una genuina y silenciosa revolución demográfica. Así, la fecundidad registró un promedio de 5 hijos por mujer en 1978; cayó a 4 hijos en 1985 y en la actualidad es de 2.4 hijos (gráfica 2).

En la explicación del descenso de la natalidad se ha puesto de relieve el papel desempeñado por el desarrollo económico, la urbanización y la industrialización, así como por el cambio cultural. Estas fuerzas de carácter macroestructural tienden a operar a través de muy diversos mecanismos, los cuales provocan profundas transformaciones en las pautas de procreación.5

La evolución seguida por la mortalidad y la fecundidad provocó inicialmente una aceleración gradual de la tasa de crecimiento natural de la población, que pasó de 1.7 por ciento en 1930 a 2.7 por ciento en 1950 y a 3.5 por ciento en 1965. A partir de este último año, como consecuencia de la caída inicial de la fecundidad y de niveles de mortalidad en continuo descenso, la dinámica demográfica empezó a desacelerarse gradualmente, registrando una tasa de 3.3 por ciento en 1970, de 2.6 por ciento en 1985 y de 1.7 por ciento en 2000. Así, después de un largo proceso de transformación demográfica, la población mexicana ingresó al nuevo milenio con una tasa de crecimiento natural semejante a la observada 70 años atrás, aunque con un tamaño seis veces mayor.

Las tendencias seguidas por la mortalidad y la fecundidad han determinado no sólo el ritmo de crecimiento de la población, sino también marcados cambios en su composición por edad. Por un lado, la disminución de la mortalidad origina un progresivo aumento de la supervivencia, reflejada en la pirámide de población por un número cada vez mayor de personas que llegan con vida hasta las edades adultas y avanzadas. Por el otro, la disminución de la fecundidad se traduce en un estrechamiento de la base de la pirámide, puesto que, a medida que la transición se profundiza, el número de nacimientos es cada vez menor. Ambos procesos conducen a un gradual envejecimiento de la población, caracterizado por una menor proporción de niños, adolescentes y jóvenes, así como un paulatino aumento del peso relativo de las personas en edades adultas y avanzadas.

Cambios en la intensidad y el calendario de la fecundidad

El descenso de la fecundidad en México fue impulsado por las mujeres de varias cohortes que iniciaron sus intervalos de nacimiento —sobre todo las de paridades elevadas— a mediados y finales de los años sesenta, como consecuencia principalmente de la adopción de prácticas de limitación de los nacimientos.

La transición de la unión al primer hijo (primer intervalo) se ha mantenido estable en todos los años considerados: aproximadamente 95 por ciento de las mujeres tiene su primer hijo en los cinco años iniciales del matrimonio. En el caso de la transición del primero al segundo hijo, se observa que la proporción de mujeres que cierra el intervalo (en los siguientes sesenta meses) va de 92 por ciento entre las mujeres que lo iniciaron en 1957 y de 74 por ciento entre quienes lo comenzaron en 1989. Variaciones más notorias se encuentran entre las cohortes de mujeres que completaron la transición del segundo al tercer hijo en los siguientes cinco años de iniciado el intervalo (de 91 por ciento en 1960 a 59 por ciento en 1989). El mayor cambio en la intensidad se registró en el cuarto intervalo, disminuyendo de 89 por ciento de las mujeres que lo iniciaron en 1960 a 52 por ciento entre quienes lo comenzaron en 1989 (gráfica 3).

Consideradas en conjunto, estas tendencias permiten señalar que el rápido descenso de la fecundidad en México es resultado de una compleja combinación de tendencias diferenciadas por paridad. En términos generales, puede decirse que la transición de la fecundidad ha implicado reducciones significativas en la intensidad del segundo intervalo en adelante, especialmente entre las mujeres que iniciaron su fecundidad a mediados de los años sesenta. Aun cuando estas reducciones involucraron inicialmente a mujeres de paridades elevadas, fueron seguidas pocos años después por mujeres de las paridades reducidas.

Además del rápido descenso en la proporción de mujeres con paridades elevadas, el calendario de la fecundidad registró algunos cambios significativos, con excepción del primer intervalo. Utilizando la mediana como indicador del tiempo que les lleva a las integrantes de las cohortes transitar de un evento al siguiente, es posible advertir que la duración del matrimonio al nacimiento del primer hijo ha permanecido prácticamente constante desde los años cincuenta entre las distintas cohortes matrimoniales (aproximadamente 13 meses). En los intervalos siguientes se observa un incremento de la duración de cada intervalo a partir de la década de los setenta. Los incrementos del calendario fueron de mayor magnitud en las paridades bajas. Así, por ejemplo, la mediana del segundo intervalo aumentó de 21.0 a 27.0 meses de principios de los años setentas a fines de los ochentas, mientras que para intervalos subsecuentes el aumento fue algo menor (gráfica 4).

 

Transición demográfica y desigualdad social

Estas cifras resumen algunas de las más importantes transformaciones demográficas experimentadas por el país. Sin embargo, conviene recordar que este proceso no se produce de manera homogénea entre los diversos grupos del país. De hecho, las desigualdades e insuficiencias de nuestro desarrollo se expresan en una transición demográfica hasta cierto punto "polarizada", donde las entidades más desarrolladas y los segmentos sociales acomodados y prósperos ya han alcanzado las etapas más avanzadas de este proceso, mientras que se ve retardado en las regiones y grupos sociales y étnicos que experimentan los mayores grados de marginación y pobreza. La velocidad con la cual seguirá su curso la transición demográfica en los próximos años dependerá en buena medida del derrotero que sigan los grupos que se encuentran en la situación más desfavorable.

La esperanza de vida al nacimiento en las entidades con mayor rezago (Chiapas, Oaxaca y Guerrero) es de 73 años, mientras que en los estados más prósperos (Baja California, Distrito Federal y Nuevo León) asciende a 77 años. Estas diferencias también se reflejan en los niveles de mortalidad infantil: en el primer conjunto de entidades asciende a 32 fallecimientos muertes infantiles por cada 1,000 nacidos vivos, mientras que en el segundo conjunto está por debajo de 20 por mil. Cabe hacer notar que el nivel actual de la mortalidad infantil en los estados más rezagados corresponde a la media nacional registrada en el primer quinquenio de los noventa, en tanto que el de las entidades más avanzadas es semejante al previsto para el quinquenio 2005-2010.

En la fecundidad también persisten marcadas diferencias según grupos y regiones del país. La fecundidad en Baja California Sur, el Distrito Federal y Nuevo León es equivalente o menor al reemplazo intergeneracional (2.1 hijos por mujer), mientras que en Chiapas, Puebla y Guerrero se sitúa aproximadamente en 3.0 hijos, que es un nivel semejante a la media nacional registrada hace menos de una década. Asimismo, todavía se aprecian —de acuerdo con los resultados del censo de población de 2000—unos cuantos municipios (19), principalmente rurales, donde el tamaño de la descendencia es similar a los niveles observados en el país en los años setenta (5 hijos o más); cerca de 271 municipios con niveles de fecundidad semejantes a los registrados en el primer quinquenio de los ochenta (entre 4 y menos de 5 hijos); y 893 municipios con niveles de fecundidad equivalentes a los que prevalecían en el país en el segundo lustro de los ochenta y el primero de los noventa (entre 3 y menos de 4 hijos).

Estos datos confirman la existencia de regímenes demográficos contrastantes. Las regiones y los grupos privilegiados se encuentran actualmente en una fase avanzada de la transición: exhiben niveles relativamente bajos de mortalidad, presentan una edad más tardía al momento tanto de contraer matrimonio como de dar a luz al primer hijo, y han incorporado la práctica de la anticoncepción con fines de espaciamiento y limitación de sus nacimientos (gráficas 5, 6 y 7). Asimismo, la etapa de expansión familiar —que se inicia con el nacimiento del primer hijo y termina con el nacimiento del último hijo— suele ser de corta duración en las parejas pertenecientes a estos grupos.

En contraste, la pobreza y la marginación suelen ir acompañadas de una mortalidad relativamente temprana y una elevada morbilidad, altas tasas de fecundidad, una edad temprana al momento de contraer matrimonio y de tener el primer hijo, así como de la débil difusión de las prácticas de limitación y espaciamiento de los nacimientos (gráficas 5, 6 y 7), a la par que se caracterizan por presentar la etapa de expansión familiar de más larga duración.

Entre los grupos que viven en situación de pobreza y pobreza extrema no sólo se ve retardado el proceso de transición demográfica, sino que su rápido crecimiento natural se entrelaza en una circularidad perversa con la situación de privación que padecen. Así, este patrón da lugar a la conformación de un círculo vicioso que tiende a perpetuar contrastes, rezagos y un esquema de desarrollo profundamente desigual.6

Transición demográfica y trayectorias de vida familiar

En este trabajo se examinan algunos de los rasgos de continuidad y cambio del curso de vida familiar y no familiar de las mujeres mexicanas y en ocasiones se contrastan las pautas seguidas por las mujeres pobres y no pobres en un contexto de cambiantes condiciones demográficas. En el presente análisis se intenta poner de manifiesto que las transiciones del curso de vida ofrecen un locus ideal para examinar la interacción de los diferentes procesos que gobiernan el devenir de individuos y familias. Asimismo, se sostiene que las vidas de las personas son influidas no sólo por el número y contenido de los papeles o roles que desempeñan, sino también por el calendario, la duración y la secuencia en los mismos.

La familia ejerce una poderosa influencia en la estructura del curso de vida femenino. Eventos como el matrimonio y el nacimiento del primer hijo, así como de los hijos subsecuentes, tienen un impacto considerable en las vidas de las mujeres. Como señalan Goldani y Pullum (1989:129), varios eventos cruciales del curso de vida femenino resultan de la intersección de sus vidas con las de otros miembros en el ámbito familiar. Con fines ilustrativos se describen a continuación algunos cambios relevantes en el curso de vida de las mujeres mexicanas que derivan de la evolución de la mortalidad, la nupcialidad y la fecundidad y se examinan brevemente algunas de sus múltiples consecuencias y ramificaciones sociales, familiares e individuales.

Uhlenberg (1974) ofrece una estrategia metodológica para estimar la distribución de las mujeres pertenecientes a una cohorte o grupo de cohortes de acuerdo a las varias trayectorias posibles del curso de vida familiar entre los 15 y los 50 años de edad. El autor citado se pregunta si existe una trayectoria familiar socialmente prescrita en esta fase del curso de vida y, en caso afirmativo, si su prevalencia ha cambiado durante el último siglo. Para responder a esta interrogante identifica las pautas observadas en varias cohortes de mujeres en los Estados Unidos. Siguiendo a Uhlenberg, autores como Young (1982), Goldani (1989) y Tuirán (1997) han utilizado una estrategia similar para estudiar las pautas de varias generaciones de mujeres de Australia, Brasil y México, respectivamente. El empleo de la tipología propuesta por Uhlenberg permite explorar los cambios observados en el curso de vida familiar e identificar algunos de sus determinantes principales.

Las mujeres que integran cada una de las generaciones pueden ser localizadas en una y sólo una de las trayectorias siguientes:

1. Muerte Temprana. Las mujeres mueren tempranamente entre los 15 y los 50 años de edad.

2. Solteras. Las mujeres alcanzan con vida la edad de 50 años y permanecen solteras.

3. Casadas sin Hijos(as). Las mujeres se casan, llegan con vida a la edad de 50 años y no tienen hijos(as).

4. Viudas. El matrimonio termina con la muerte del cónyuge antes de que la mujer alcance los 50 años de edad.

5. Divorciadas o separadas. El matrimonio termina en divorcio o separación antes de que la mujer cumpla 50 años de edad.

6. Matrimonio con hijos. Las mujeres se casan, logran tener hijos(as) y alcanzan la edad de 50 años viviendo en unión.

La información disponible permite identificar los cambios más significativos en la distribución de las mujeres pertenecientes a grupos sucesivos de generaciones de acuerdo con las distintas trayectorias de vida. Es posible advertir que un número cada vez mayor de mujeres logró eludir la muerte entre los 15 y los 50 años de edad. Así, mientras que aproximadamente 415 mujeres por cada mil pertenecientes al grupo de generaciones nacidas en el periodo 1861-1881 fallecieron en ese tramo de edad, en la generación 1940-1944 murieron 95 por cada mil (gráfica 8).

De esta manera, el descenso de la mortalidad dio lugar a que un número creciente de mujeres llegara con vida a los 50 años de edad y lograran seguir otras trayectorias. Así, el número de mujeres casadas con hijos a esa edad se incrementó significativamente: de 501 por cada mil en la generación 1861-1881 a 761 entre las nacidas en el periodo 1940-1944. En contraste, el número de mujeres viudas de esas mismas generaciones disminuyó de manera notable: de 239 a 69 mujeres por cada mil supervivientes a la edad de 50 años entre esas mismas generaciones (gráfica 9).

Otras trayectorias seguidas por las mujeres de generaciones sucesivas ("solteras", "casadas sin hijos" y "divorciadas o separadas") también registraron cambios importantes. El número de mujeres solteras descendió de 109 (en el grupo de generaciones que comprende el periodo 1861-1881) a cerca de 72 por mil mujeres sobrevivientes a la edad de 50 años (en el grupo de generaciones correspondiente a 1940-1944), en tanto que el número de mujeres casadas sin hijos se redujo de 130 a 50 por mil a la misma edad entre las generaciones citadas. En contraste, la información disponible permite advertir un continuo aumento en la proporción de mujeres pertenecientes a generaciones sucesivas que experimentan una ruptura marital voluntaria: de 21 a 48 mujeres por cada mil sobrevivientes a la edad de 50 años (gráfica 9).

Las condiciones cambiantes de la mortalidad

De los datos anteriores se puede derivar el papel sobresaliente que ha desempeñado el descenso de la mortalidad durante el siglo XX en la conformación de los cambios en los patrones del curso de vida de las mujeres mexicanas. Dicha disminución ha aumentado significativamente la probabilidad de que un recién nacido sobreviva hasta la vejez. Una mortalidad más baja significa que más mujeres sobreviven hasta la etapa adulta y también implica un mayor potencial para que pasen más años de sus vidas desempeñando diversos papeles familiares. Mientras más personas logran sobrevivir hasta edades avanzadas, el sistema de derechos, responsabilidades y obligaciones familiares tenderá a reestructurarse debido a la considerable ampliación del "tiempo familiar" que trae consigo la coexistencia por lapsos más extensos de tres, cuatro y aún hasta cinco generaciones. Al respecto, Watkins et al. (1987:346) mantienen que "una vida más larga altera los fundamentos demográficos de los roles familiares", ya que las personas pueden permanecer por más tiempo en los estados de hijo, padre y cónyuge o en la combinación de estos estados si así lo desean.

Con el propósito de indagar el significado que tiene para una cohorte hipotética de mujeres la continuación de las tasas de mortalidad prevalecientes en un momento específico, a continuación (gráfica 10) se presenta el número de sobrevivientes a cada edad bajo las condiciones demográficas vigentes en 1970–1974 y 1990-1994, así como las previstas para 2005:

1. En 1970-1974, cerca de 899, 789 y 639 mujeres por cada mil de una cohorte hipotética llegaba con vida a las edades 15, 50 y 65 años, respectivamente.

2. Bajo las condiciones de mortalidad existentes en 1990-1994, el número de supervivientes se incrementó a 959, 909 y 798 por mil en las edades indicadas.

3. Se prevé que en 2005 el número de sobrevivientes se elevaría a 976, 946 y 858 por cada mil, respectivamente.

Es decir, entre los dos primeros escenarios se observan diferencias de 60 mujeres por cada mil a los quince años de edad, de 120 a los 50 años y de 159 a los 65 años de edad.

Si se contrasta a las mujeres de una cohorte hipotética pertenecientes a hogares pobres y no pobres en 1990-1994, se advierte que en el primer caso 923, 816 y 656 mujeres por cada mil llegaban con vida a las edades indicadas, mientras que en el segundo alcanzaba un total de 946, 886 y 764 mujeres por cada mil, respectivamente. Es decir, diferencias de 23, 70 y 108 mujeres a cada edad (gráfica 11).

El notable aumento en la probabilidad de sobrevivir hasta la vejez, si bien con diferencias significativas por grupo social, tiene implicaciones importantes para la estructura de las relaciones y roles familiares. De hecho, el descenso de la mortalidad da lugar a un aumento sin precedentes en el número potencial de años que los individuos sobreviven en distintas condiciones o estatus. ¿Pero cuánto de este potencial ha sido efectivamente aprovechado? Como señalan Watkins et al. (1987:346) "si el único cambio fuese la mortalidad, la respuesta sería sencilla: mayores duraciones en todos los estados. Sin embargo, las reducciones en la mortalidad han estado acompañados de cambios en la fecundidad y la nupcialidad".

Para explorar este tipo de interrogante se utilizan en adelante dos tipos de medidas: a) el número o proporción de sobrevivientes de una cohorte en un estado o condición familiar s a la edad x (donde s puede ser una combinación de estados familiares) bajo condiciones de transición temprana, transición plena y transición avanzada; y b) el número esperado de años a la edad x que se dedicarán a una condición familiar particular. Estas medidas ofrecen una base empírica preliminar para construir lo que Watkins et al. (1987) denominan el "esqueleto esencial" de la historia de la familia, su evolución de largo plazo y sus fundamentos demográficos.

Soltería, matrimonio y disolución conyugal

La interacción de las pautas de mortalidad, nupcialidad y fecundidad y sus cambios en el tiempo han contribuido a configurar las trayectorias seguidas por los integrantes de diversas generaciones de hombres y mujeres. Debido a que los patrones por edad de cada uno de los eventos relevantes del curso de vida familiar (por ejemplo, matrimonio, divorcio y viudez) han experimentado cambios muy significativos durante las últimas décadas, las personas que pertenecen a las generaciones más recientes reflejan historias de vida familiar relativamente distintas a las experimentadas por las integrantes de las generaciones más antiguas.

La distribución porcentual por condición marital a edades seleccionadas de las mujeres que integran las cohortes hipotéticas seleccionadas muestran que:

1. El matrimonio o la unión consensual sigue siendo una práctica casi universal, aunque en las últimas décadas se incrementó significativamente la proporción de mujeres que permanecen solteras a los 50 años de edad. En 1970-1974 sólo 3 por ciento de las mujeres se encontraba soltera al llegar a esa edad; se elevó a 6 por ciento en 1990-1994; y se prevé que para el año 2005 la cifra podría aumentar a cerca de 7 por ciento (gráfica 12). A su vez, las diferencias entre las mujeres pobres y no pobres son bastante marcadas (gráfica 13). Así, mientras que las mujeres en situación de pobreza presentaban en 1990-1994 un patrón semejante al observado en el país a principios de los setenta (2.6 por ciento de las mujeres permanecían solteras al llegar a los 50 años de edad), las mujeres no pobres registraban en ese mismo periodo un porcentaje superior a la media nacional (cerca de 7 por ciento).

2. El matrimonio temprano todavía es la norma, aunque es posible que en el curso de los próximos años empiecen a ser cada vez más visibles los efectos de una gradual postergación de la edad al matrimonio sobre la distribución por estado marital. De acuerdo con las tasas prevalecientes en 1970-1974 y 1990-1994, entre 61 y 64 por ciento de las mujeres mexicanas permanecía soltera a la edad de 20 años. En contraste, la proporción resultante bajo las condiciones demográficas previstas para el año 2005 asciende a 74 por ciento (gráfica 14). Asimismo, conviene apuntar que las diferencias observadas entre pobres y no pobres todavía son poco significativas: 63 por ciento en el primer caso y 65 por ciento en el segundo, aunque las diferencias tienden a ampliarse en las edades siguientes (gráfica 15).

3. La proporción de viudas ha tendido a disminuir conforme declina la mortalidad. Los integrantes de las cohortes que han alcanzado las edades avanzadas en años recientes experimentan tasas de mortalidad más bajas que las cohortes más antiguas. En un contexto de baja mortalidad, así como de tasas todavía reducidas de divorcio, separación y segundas nupcias, una proporción decreciente de cada cohorte logra arribar a edades avanzadas sin experimentar la muerte del cónyuge, mientras que una porcentaje creciente permanece casada. Los datos disponibles muestran que las proporciones resultantes bajo las condiciones demográficas prevalecientes en 1970-1974 son más altas en todas las edades que las correspondientes tanto a las de 1990-1994, como a las previstas para 2005. Así, por ejemplo, en el primer caso, casi 13 por ciento de las mujeres a la edad de 50 años sería viuda, mientras que en el segundo y tercer caso la cifra se reduce a 7 y 5 por ciento, respectivamente. Las diferencias entre pobres y no pobres son muy significativas a partir de esa edad: 12.8 y 7.0 por ciento a la edad de 50 años, respectivamente; 35.4 y 24.3 por ciento a la edad de 65 años; y 58.9 y 47.4 por ciento a la edad de 75 años.

4. La proporción de mujeres separadas y divorciadas sólo se incrementó ligeramente entre las últimas décadas, lo que sugiere que la estabilidad marital es un importante rasgo del sistema matrimonial en México. El porcentaje de separadas y divorciadas tiende a incrementarse de los 20 a los 50 años de edad en las cohortes examinadas. De acuerdo con las tasas observadas en 1970-1974, 8 por ciento de las mujeres se encontraba separada o divorciada a la edad de 50 años, mientras que bajo las condiciones prevalecientes en 1990-1994 y las previstas para 2005 la cifra se incrementa a 9 por ciento. Asimismo, en este rubro no se advierten diferencias significativas entre las mujeres pobres y no pobres.

El conocimiento del número de años que las mujeres viven en promedio en la condición de soltera, en la de casada o unida, en la de divorciada o separada, y en la de viuda, es relevante porque permite evaluar las consecuencias en las trayectorias de vida que derivan de cambios en las pautas de nupcialidad y mortalidad (gráficas 16 y 17). Esta evidencia sugiere la necesidad de diseñar y poner en marcha un conjunto de respuestas institucionales dirigidas a atender las necesidades de las mujeres durante tramos específicos de su curso de vida. Al respecto, es posible advertir lo siguiente:

1. En 1970-1974, la esperanza de vida de la población femenina a los 15 años de edad ascendía a casi 57 años. De este total, las mujeres permanecían solteras aproximadamente 8.7 años en promedio (15 por ciento), 34.1 años en la condición de unida o casada (60 por ciento), 10.3 años en la de viuda (18 por ciento) y 3.4 años en la de divorciada o separada (6 por ciento).

2. En contraste, en el periodo 1990-1994 la esperanza de vida femenina a la edad de 15 años se elevó a 63 años, de los cuales 11 años corresponden a la condición de soltera (17 por ciento), 38 años a la de casada (60 por ciento), 10.2 a la de viuda (16 por ciento) y 3.7 a la de divorciada (6 por ciento, respectivamente).

La comparación entre estos dos contextos indica que las mujeres a la edad de 15 años aumentaron su esperanza de vida en 6.6 años. Esta adición se reflejó en un aumento de casi 4 años en la condición de casada, de 2.3 años en la de soltera y de poco menos de medio año en la de divorciada o separada, así como en una ligera disminución del tiempo vivido en la condición de viuda.

Se prevé que en el año 2005 la esperanza de vida adulta de la población femenina ascenderá a 66 años. Esta cifra podría ser desagregada de la siguiente forma: 13.1 años en la condición de soltera (20 por ciento), 39 años en la de unida o casada (59 por ciento), 10.1 años en la de viuda (15 por ciento) y 3.8 años en la de divorciada (6 por ciento), lo que implicaría 2.1 años adicionales en la condición de soltera y uno más en la de casada, así como pequeños cambios en la de viuda y en la de divorciada o separada con respecto a los niveles observados en 1990-1994.

Cabe hacer notar que la brecha en la esperanza de vida que separa a las mujeres pobres y no pobres es muy significativa (de más de 5 años). En ambos casos, sin embargo, las mujeres dedicaban aproximadamente la misma proporción (aproximadamente 60 por ciento) de su esperanza de vida a los 15 años de edad a la condición de casada (gráfica 18).

Como se puede advertir, a pesar del considerable alargamiento en la esperanza de vida, la importancia de la vida en matrimonio no parece haber disminuido —en términos proporcionales— en el curso de vida de las mexicanas en general y de las mujeres pobres y no pobres en particular, como ha ocurrido en otros contextos. Ello no está reñido con el hecho de que aumente el tiempo vivido en la condición de soltera y divorciada y disminuya el periodo de viudez. Como se sabe, estos cambios en la estructura del curso de vida se ven reflejados en los arreglos residenciales, sobre todo en la proporción creciente de hogares unipersonales, monoparentales y, en general, los encabezados por mujeres.7

Las transformaciones en las pautas reproductivas

El descenso de la fecundidad también ha tenido importantes consecuencias en el curso de vida de las mujeres mexicanas. La difusión inicial de los métodos de regulación de la fecundidad permitió reducir el tamaño de la descendencia. Como ya se señaló en páginas anteriores, esta práctica comenzó a efectuarse entre las mujeres con paridades de orden elevado y gradualmente se extendió entre las de paridades intermedias. De esta manera, el cambio en las pautas reproductivas se expresó sobre todo en una disminución de la proporción de mujeres con paridades elevadas y en un aumento significativo del peso relativo de aquellas con paridades reducidas.

De acuerdo con la información disponible (gráfica 19):

1. Con los niveles de fecundidad imperantes en el periodo 1970-1974, 44.5 por ciento de las mujeres unidas a la edad de 50 años tenía 5 o más hijos nacidos vivos y cerca de 21.2 por ciento alcanzó una descendencia final de entre 1 y 2 hijos.

2. En 1990-1994, la proporción de mujeres de alta paridad se redujo a 11.3 por ciento y la de paridades reducidas aumentó a 39.6 por ciento.

3. Se prevé que hacia el año 2005, la proporción representada por las primeras descienda a menos de uno por ciento y la de las segundas se incremente a 67.6 por ciento.

Este proceso también es evidente entre las mujeres pobres y no pobres, aunque se advierte claramente que las primeras están a la zaga en el proceso de transición demográfica (gráfica 20). Así, por ejemplo, se estima que la proporción de mujeres pobres a la edad de 50 años con paridad elevada (con cinco hijos o más) ascendía en 1990-1994 a cerca de 20 por ciento, mientras que entre las mujeres no pobres era de aproximadamente 9 por ciento. En contraste, la proporción de mujeres con 1 o 2 hijos a esa misma edad era de 34 por ciento en el primer grupo y de 44 por ciento en el segundo.

Las modificaciones observadas en el comportamiento reproductivo no sólo han implicado un menor número de hijos, sino también pautas cambiantes en la edad al nacimiento del primer hijo, en los intervalos entre nacimientos y en la duración del proceso de procreación (es decir, el intervalo transcurrido entre el nacimiento del primero y el último hijos), hechos que tienen consecuencias importantes tanto para la dinámica de la formación y expansión familiar, como para las trayectorias de vida de los diferentes miembros de la familia.

El efecto combinado de la declinación de la mortalidad, los niveles más bajos de fecundidad y las pautas reproductivas cambiantes también se reflejan en el tiempo de vida en común de madres e hijos, así como en el número de años que las mujeres alguna vez unidas dedican en la vida adulta a la crianza y el cuidado de su descendencia. La caída de la mortalidad incrementa el número de años con hijos supervivientes, mientras que el descenso de la fecundidad y el cambio en las pautas reproductivas tienden a contrarrestar parte de ese potencial.

La información disponible sugiere que, como saldo de estas transformaciones, las mujeres mexicanas dedican cada vez un mayor número de años a vivir en la condición de madre. De hecho, en 1970-1974, las mujeres de 15 años de edad tenían una esperanza de vida en esa condición de 42.5 años con hijos sobrevivientes de cualquier edad, mientras que en 1990-1994 este mismo parámetro ascendía a cerca de 47.8 años. Se prevé que para el año 2005 este indicador podría elevarse hasta cerca de 50.2 años (gráfica 21).

Cabe hacer notar que, como consecuencia del descenso de la fecundidad, una proporción cada vez menor de la esperanza de vida en la condición de madre es vivida por las mujeres con un número relativamente elevado de hijos. Así, en el primer periodo (1970-1974), cerca de 55 por ciento de la esperanza de vida de las mujeres en esa condición transcurría con más de tres hijos supervivientes, mientras que en el segundo (1990-1994) se redujo a 20 por ciento y en el escenario previsto para 2005 a cerca de 3 por ciento. Es decir, el número de años que las mujeres esperan vivir en la condición de madres se ha venido ampliando de manera considerable en las últimas décadas, aunque ese tiempo de vida en común lo disfrutan con un número cada vez más reducido de hijos supervivientes.

Asimismo, el descenso de la mortalidad, la fecundidad y el cambio gradual en las pautas reproductivas no sólo ha significado que se reduzca el tiempo que las mujeres permanecen como madres de al menos un hijo sobreviviente menor de 5 años, sino que también ha disminuido el número de años que dedican en promedio a la crianza y al cuidado simultáneo de dos o más hijos sobrevivientes de esas edades (gráfica 21):

1. En 1970-1974, las mujeres invertían cerca de 10 años de su vida a criar y cuidar a niños menores de cinco años, aproximadamente 31 por ciento de ese tiempo lo dedicaban al cuidado simultáneo de dos hijos de esas edades.

2. En contraste, bajo las condiciones demográficas imperantes en 1990-1994, la esperanza de vida en esa condición se redujo a 8.2 años y la proporción de ese tiempo dedicada al cuidado simultáneo de dos o más hijos de esa edad disminuyó a 20 por ciento.

3. Se prevé que esos mismos indicadores seguirán descendiendo en los próximos años hasta alcanzar en 2005 casi 6.6 años de esperanza de vida en esa condición y sólo 12 por ciento de ese tiempo dedicado al cuidado simultáneo de dos o más hijos de la edad indicada.

En contraste, se estima que la esperanza de vida adulta de las mujeres dedicada a la crianza y el cuidado de los hijos menores de 18 años no sufrió mayores transformaciones entre 1970-1974 y 1990-1994 (de 22.5 a 22 años), aunque sí lo hizo la proporción del tiempo de sus vidas invertido a cuidar dos o más hijos de esas edades (de 67 a 54 por ciento). Se prevé que hacia el año 2005 las madres dedicarán en promedio cerca de 20.3 años de sus vidas a vivir en esa condición y aproximadamente de 43 por ciento de ese lapso a la crianza y al cuidado simultáneo de dos o más hijos de esas edades (gráfica 21).

Cabe hacer notar que las mujeres pobres, bajo las condiciones demográficas vigentes en 1990-1994, no sólo invertían más años de sus vidas a cargo de hijos menores de 18 años que las mujeres no pobres (22.5 y 21 años, respectivamente), sino que también dedicaban una mayor proporción de ese tiempo al cuidado simultáneo de dos o más hijos menores de esa edad.

Supervivencia en común de padres e hijos

Como se ha podido advertir, la disminución de la mortalidad registrada a lo largo del siglo XX ha permitido incrementar de manera significativa la proporción de hombres y mujeres que llegan con vida a la edad de contraer matrimonio y fundar una familia; aumentar considerablemente el número de años que los matrimonios se mantienen unidos sin ser disueltos por la muerte de uno de los cónyuges; y disminuir la probabilidad de que los padres experimenten la muerte temprana de sus hijos. Asimismo, la reducción de la mortalidad ha convertido en un acontecimiento usual la supervivencia de padres y abuelos durante la niñez y la adolescencia temprana de los hijos y nietos.

Durante el curso de la transición demográfica en México, la probabilidad de que las mujeres alguna vez unidas tengan al menos un hijo superviviente que les brinde protección y apoyo en la tercera edad ha tendido a aumentar de manera significativamente. Se estima que en el periodo 1970-1974, 84 por ciento de las mujeres sobrevivientes a los 65 años de edad que tuvieron un hijo a lo largo de su vida reproductiva tendrían la oportunidad de verlo con vida a esa edad. Esta proporción se elevó a 93 por ciento en 1990-1994 y se prevé que en el año 2005 alcanzará 96 por ciento. Esto significa que con las condiciones de mortalidad prevalecientes en la actualidad, la supervivencia en común de madres e hijos ha tendido a ampliarse considerablemente, incluso cuando las madres ya han alcanzado edades avanzadas.

Desde otra perspectiva, la evidencia disponible también indica que la proporción de mujeres con al menos uno de los padres supervivientes ha crecido de manera significativa, especialmente en las edades avanzadas. Se estima que bajo las condiciones demográficas vigentes en 1970-1974, aproximadamente de 76 por ciento de las mujeres de 35 años de edad tenían a su madre con vida. La cifra se elevó a 86 por ciento en 1990-1994 y se prevé que podría aumentar a 90 por ciento en 2005 (gráfica 22). En esencia, el descenso de la mortalidad ha significado que los hijos y nietos convivan por más tiempo con padres y abuelos.

Una fracción importante de la esperanza de vida adulta de las mujeres (es decir, a partir de los 15 años de edad) tenderá a traslaparse de manera creciente con la de sus respectivas madres. Se estima que a medida que la transición demográfica continúe avanzando, el tiempo de vida en común de madres e hijas durante su vida adulta también seguirá aumentando, pasando de 29.4 años en 1970-1974 a 36 años en 1990-1994, mientras que en el año 2005 podría alcanzar aproximadamente de 39 años. A su vez, la esperanza de vida de las mujeres a los 15 años de edad con ambos padres sobrevivientes (de cualquier edad) aumentó de 19.3 a 25.1 años entre 1970-1974 y 1990-1994 y se prevé que lo seguirá haciendo hasta alcanzar 29 años en 2005 (gráfica 23).

Entre las mujeres pobres y no pobres se advierten contrastes marcados en este mismo renglón. Se estima que, bajo las condiciones demográficas prevalecientes en 1990-1994, el tiempo de vida en común de las mujeres pobres y el de alguno de sus padres ascendía a cerca de 32 años, mientras que entre las mujeres no pobres era de 38 años.

A medida que la esperanza de vida aumenta, las necesidades de salud de los adultos mayores tienden a cambiar, con el consecuente aumento en el número de años que los sobrevivientes padecen enfermedades o discapacidades y por lo tanto requieren de más atención, cuidado y apoyo.8 En consecuencia, la creciente longevidad de los adultos mayores se refleja en una ampliación del número de años que los hijos tienen la responsabilidad de velar por la salud y bienestar de sus padres a edades avanzadas, hecho que sin duda influye en las vidas de ambos en formas variadas y diversas. Se calcula, por ejemplo, que la esperanza de vida de las hijas con al menos un padre sobreviviente de 65 años o más se incrementó de 15.9 años en 1970-1974 a 21 años en 1990-1994 y se prevé que aumentará a 23.1 años en 2005 (gráfica 24). Estos mismos indicadores son de 18 años entre las mujeres pobres y de 24 años entre las mujeres no pobres.

Asimismo, el número de años que las hijas vivirán con ambos padres sobrevivientes de 65 años o más aumentó de 2.8 a 4.9 años entre 1970-1974 y 1990-1994, y podría ascender a 6.6 años en 2005 (gráfica 24). Cabe hacer notar que las diferencias entre las mujeres pobres y las no pobres son semejantes a las observadas en los dos primeros periodos.

Los datos presentados sugieren que los cambios demográficos intensificarán las demandas de apoyo de las personas de la tercera edad hacia sus familias. Frente a las insuficiencias de la seguridad social, una parte sustancial de la responsabilidad de proteger a los adultos mayores en situación de dependencia han recaído tradicionalmente en los hogares y en las redes familiares de apoyo. En este contexto, la creciente longevidad de los adultos mayores podría emerger cada vez más como fuente de tensión para las familias. Así, por ejemplo, conforme los integrantes de las generaciones más recientes, que son menos numerosas por el descenso de la fecundidad, se adentren en sus propios procesos de formación familiar, se verán obligados a hacer frente a la atención simultánea de los hijos y los padres y por un periodo de tiempo cada vez más prolongado. Además, tendrán un menor número de hermanos con quienes compartir las responsabilidades de su cuidado. De esta manera, los hijos enfrentarán una pesada carga: para algunos podría significar la responsabilidad de garantizar la subsistencia de menores y ancianos, mientras que para otros podría implicar hacerse cargo de sus adultos mayores durante las edades cercanas a su propio retiro.

Se estima que la esperanza de vida adulta de las mujeres con la responsabilidad de velar simultáneamente por la atención de padres de 65 años o más e hijos menores de 18 años aumentó de 8.9 años en 1970-74 a 9.9 años en 1990-1994 y probablemente se mantendrá en ese mismo nivel en el corto y mediano plazos, aunque podría aumentar en el más largo plazo a medida que se intensifique el fenómeno del envejecimiento demográfico (gráfica 25). Este hecho contribuirá a desencadenar profundos cambios en los arreglos residenciales y en las responsabilidades y obligaciones de hombres y mujeres.9

En suma, la evidencia disponible confirma que una creciente proporción de mujeres en edades adultas experimenta la supervivencia de sus padres hasta edades avanzadas. El descenso de la mortalidad significa que los padres permanecerán un mayor tiempo con hijos y nietos. Aun cuando las hijas pospongan su descendencia, muchas de ellas todavía tendrán expectativas de que sus hijos puedan crecer con la presencia de abuelos aún activos. Esta aseveración es válida tanto para las mujeres pobres como para las no pobres, a pesar de las diferencias en los patrones de mortalidad, fecundidad y nupcialidad prevalecientes.

 

El curso de vida de hombres y mujeres en ámbitos no familiares

El conjunto de reglas vigentes en la organización de la escuela, el mercado laboral y el sistema de retiro constituye uno de los principales determinantes de la estructuración del curso de vida, con una marcada organización tripartita del mismo: una fase de socialización, educación y entrenamiento como preparación para el trabajo, una fase de empleo activo y una fase de retiro. Este patrón de reglas sociales define el acceso a (y, por tanto, la participación legítima en) esos dominios institucionales; regula las transiciones entre (y dentro) de esas esferas de actividad; y transforma las transiciones del curso de vida en un proyecto integral, tanto en términos de su secuencia lógica, como en términos de los horizontes simbólicos y las perspectivas del "mundo de la vida" a partir de las cuales los individuos orientan sus vidas.

En la adolescencia y la juventud temprana se inician dos transiciones vinculadas con la esfera pública: dejar la escuela y obtener el primer trabajo. La información disponible indica que la edad a la que 50 por ciento de una cohorte abandona la escuela ha tendido a aumentar entre las generaciones más recientes, con un incremento mucho más marcado en las áreas urbanas (Aparicio et al., 1997). Dada la estrecha relación entre la salida de la escuela y el ingreso al mercado de trabajo, la edad a la que las y los jóvenes obtienen el primer trabajo suele seguir de cerca los cambios en la salida de la escuela.10

De acuerdo con las estimaciones elaboradas por el Conapo, las fases educativa, laboral y del retiro en las trayectorias de vida de las personas se han ido extendiendo gradualmente en las últimas décadas, dando lugar a la emergencia de un nuevo régimen del curso de vida, sobre todo entre las mujeres.

En el periodo 1970-1974 los hombres tenían una esperanza de vida al nacimiento de aproximadamente 60.8 años, de los cuales dedicaban cerca de 4.2 años a su formación educativa, 39.4 años a participar en la actividad económica y cerca de 2.9 años en retiro. Como se puede advertir, el ámbito laboral constituye el eje en torno al cual giran las vidas públicas de los varones. En contraste, las mujeres gozaban en ese mismo periodo de una esperanza de vida mayor (65.0 años) y dedicaban en promedio aproximadamente 4.2 años a la escuela, 10 años a las actividades laborales de carácter extradoméstico y 1.3 años a la fase de retiro.

Como se sabe, la trayectoria laboral de las mujeres a menudo se interrumpía al contraer matrimonio. Si bien algunas de ellas volvían a reinsertarse en la actividad extradoméstica cuando los hijos ya eran mayores, por lo general las mujeres dejaban de participar en el ámbito laboral, una vez que contraían matrimonio. Esta era una respuesta sumamente arraigada en los comportamientos y mentalidades de esos años.

Las crisis y los ajustes estructurales, aunado a otras importantes transformaciones sociales, contribuyeron a impulsar una creciente participación de las mujeres en la actividad económica. En un contexto de creciente deterioro de los ingresos reales, a menudo se hizo imprescindible la presencia de más de un perceptor de ingresos para que los hogares pudieran acceder a los bienes, servicios y equipamientos necesarios que les permitieran garantizar la reproducción cotidiana e intergeneracional de sus integrantes. Desde entonces, es posible advertir que un número creciente de mujeres se inserta en la actividad extradoméstica. Basta señalar que entre 1970 y 1993, esta participación se incrementó de 19 a 33 por ciento, haciendo cada vez más relevante el papel de las mujeres en el impulso de estrategias familiares dirigidas a enfrentar la contracción del ingreso. Sin embargo y de manera paralela, empezó a recaer sobre ellas el peso de la doble jornada laboral, es decir, la que tiene lugar tanto fuera como dentro del hogar.

Las tendencias enunciadas empezaron gradualmente a dejar su huella en la estructura del curso de vida de ambos sexos. En 1990-1994, la esperanza de vida de hombres y mujeres se incrementó a 70 y 75 años, respectivamente, es decir, aproximadamente 9.2 y 10 años más que los valores registrados en las dos décadas previas. Bajo estas condiciones, los varones dedicaban en promedio cerca de 7.4 años a su formación educativa, 47.1 años al vida laboral y 3.8 años a la fase de retiro. A su vez, el curso de vida de las mujeres, aunque distinto al de los hombres, transitaba hacia un régimen diferente al que prevalecía veinte años atrás: 7.4 años en la escuela, casi 20 años en el ámbito laboral extradoméstico y 2.3 años en retiro. De esta manera, sectores de mujeres que tradicionalmente no trabajaban (como las de mayor edad, las casadas o unidas con hijos menores, y las de baja escolaridad) mostraron cada vez mayor presencia en la actividad económica.

Se prevé que las tendencias enunciadas seguirán su curso en los próximos años. Para el año 2005, la esperanza de vida de los hombres podría ascender a 74.6 años y la de las mujeres a 78.9 años. De acuerdo con las proyecciones elaboradas por el Conapo, la etapa de la formación educativa podría extenderse a cerca de 9.6 años en ambos sexos; la correspondiente a la participación en la actividad laboral podría hacerlo a 47.9 años en el caso de los hombres y a 25.5 años en el de las mujeres; y la fase de retiro abarcaría 6 y 4 años, respectivamente.

 

Opciones de política

Los elementos presentados en este trabajo buscan poner de relieve algunos de los complejos vínculos entre el cambio demográfico y la estructura y organización del curso de vida de las personas. La cada vez mayor esperanza de vida y la difusión de las prácticas de regulación de la fecundidad constituyen revoluciones silenciosas que, al articularse con otros procesos económicos y sociales, están contribuyendo a dar forma a nuevas trayectorias y estilos de vida. Desafortunadamente, este conocimiento había estado ausente hasta ahora, al menos de manera explícita, en la formulación de la política de población, así como de otras políticas públicas.

Es claro, sin embargo, que las transformaciones enunciadas demandan un conjunto de intervenciones selectivas dirigidas a encarar una amplia variedad de retos y a aprovechar las oportunidades que derivan de esas transformaciones, entre los cuales es posible mencionar las siguientes:

1. La estructura del curso de vida está cambiando rápidamente y, con ello, los papeles y responsabilidades familiares y no familiares que asumen las personas en sus trayectorias de vida. En este marco, se hace necesario revisar el conjunto de intervenciones públicas (y la correspondiente asignación de recursos presupuestarios) para contar con un balance más adecuado de las mismas en las distintas etapas del curso de vida, así como para ponderar las bondades que representaría reforzarlas cuando tienen un mayor impacto social o bien cuando son mayores los riesgos y vulnerabilidades que encaran las personas y las familias.

2. La dinámica del curso de vida está condicionada en buena medida por la estructura de oportunidades que brinda el contexto histórico-social. No hay duda que las intervenciones oportunas en las etapas tempranas del curso de vida tienen efectos acumulativos favorables en la vida de los individuos y las familias y constituyen mecanismos idóneos para avanzar hacia una mayor equidad social.

Así, por ejemplo, las inversiones en la salud y la educación de niñas y niños, en las habilidades y destrezas de los padres y en el mejoramiento del contexto socioeconómico en que crecen los menores, constituyen intervenciones estratégicas dirigidas a mejorar de manera significativa las oportunidades de las personas en las etapas posteriores de sus vidas, al tiempo que desempeñan un papel relevante para contribuir a romper el círculo perverso que representa la transmisión intergeneracional de la pobreza.

Asimismo, las intervenciones dirigidas a ordenar las transiciones que marcan el paso de la adolescencia a la edad adulta (primera relación sexual, salida de la escuela, ingreso al mercado laboral, emancipación de los padres, contraer matrimonio y tener al primer hijo) pueden representar una diferencia significativa en las perspectivas y el logro social de las personas a lo largo de sus trayectorias de vida, lo que implica el diseño de medidas adecuadas dirigidas a extender la permanencia de los adolescentes y jóvenes en el sistema educativo y a facilitar un tránsito más ventajoso hacia la vida laboral, así como a promover la postergación de la unión y el nacimiento del primer hijo.

3. La estructuración del curso de vida público en tres etapas (formación y educación, participación en la actividad económica y retiro) tiende, en un contexto caracterizado por una esperanza de vida en constante aumento, a desincentivar las inversiones en capital humano a lo largo del curso de vida. Desde una perspectiva humanista y económica, se requiere, como atinadamente señala Cepal, impulsar políticas educativas y de capacitación laboral que se extiendan durante las distintas etapas del curso de vida tanto para prevenir la obsolescencia de las destrezas de las personas y procurar su adaptación a los cambios en los procesos productivos, como para incentivar el desarrollo de habilidades que permitan a las personas "aprender a aprender" constantemente.

4. Algunas de las transformaciones en la estructura del curso de vida familiar, actualmente en proceso, están teniendo como resultado una sobrecarga de responsabilidades (laborales y domésticas, de crianza y cuidado de niños y niñas, y atención de enfermos y ancianos) que recaen sobre todo en las mujeres, lo que demanda el diseño y puesta en marcha de políticas públicas dirigidas a aliviar esas presiones y a redistribuir mejor las responsabilidades entre el gobierno, la sociedad civil y las familias, así como entre hombres y mujeres. En este marco, es preciso redoblar los esfuerzos para apoyar a las personas en el desempeño de sus papeles sociales y familiares mediante una cada vez mayor cobertura de las redes de protección institucionales y de los servicios de apoyo (guarderías infantiles, centros de atención de niños y niñas en edad preescolar y asilos, entre otros), así como a través de políticas de género, sociales y laborales que contribuyan, por un lado, a la revalorización social de las tareas propias de la reproducción social en el ámbito doméstico, y por el otro, incentiven la participación del varón en las mismas.

5. La marcada discontinuidad de las trayectorias tanto educacionales como ocupacionales de las mujeres es, en buena medida, una consecuencia de las asimetrías de género que operan en los diferentes ámbitos de la sociedad, lo que exige redoblar los esfuerzos encaminados al mejoramiento de su condición social y a brindarles igualdad de oportunidades.

6. Las personas están expuestas a diferentes tipos de vulnerabilidades, propensiones y riesgos de distinto origen durante el curso de vida. Algunas de estas vulnerabilidades de origen sociodemográfico, al entrecruzarse con otro tipo de vulnerabilidades, pueden afectar la capacidades de los hogares y las personas para movilizar sus activos y prevenir riesgos. Al respecto, conviene señalar que los cambios demográficos y las transformaciones en las pautas de formación y disolución de las uniones durante el curso de vida están contribuyendo a propiciar importantes cambios en la estructura de los hogares y la formación de arreglos residenciales emergentes (por ejemplo, el crecimiento de los hogares unipersonales o monoparentales), así como a alargar el tiempo durante el cual las personas viven en la condición de divorciada(o), separada(o) o viuda(o). Cuando estos arreglos son acompañados de situaciones sociales o económicas adversas, existe el riesgo de que surjan o se acentúen cierto tipo de vulnerabilidades, dependiendo, entre otros factores, de los recursos humanos y materiales con que cuentan los hogares y de su composición sociodemográfica. En este contexto emergente, es imprescindible que las políticas públicas, incluida la de población, contribuyan a fortalecer a las familias y las personas que se encuentran en esa situación durante etapas particulares del curso de vida y a crear condiciones cada vez más propicias para que puedan desarrollar más eficazmente estrategias tanto de formación y utilización del capital humano, como de acumulación y movilización de activos, así como a proteger y apoyar a los hogares en situación de pobreza o bien aquellos que combinan varios tipos de vulnerabilidad.

En suma, los elementos aportados en este trabajo sugieren importantes vínculos entre la transición demográfica, diversas transformaciones socioeconómicas y modificaciones en la estructura y organización del curso de vida de las personas. Esta información constituye un insumo relevante para diseñar y poner en marcha un conjunto de intervenciones de política pública tanto para apoyar a las personas y las familias a hacer frente a las complejas ramificaciones que derivan de estos procesos de cambio, como para propiciar un desarrollo social más equitativo.

 

Bibliografía

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Notas

1 Desde el punto de vista individual, la edad cronológica tiende a consolidarse como un rasgo central que sirve a las personas para organizar, interpretar y dar significado a sus experiencias. En este sentido, la edad se convierte en un criterio para evaluar la relación entre el tiempo vivido y el tiempo por vivir, así como para realizar un balance entre las aspiraciones y los logros alcanzados. Desde el punto de vista social, la edad cronológica se ha convertido, a su vez, en uno de los principios más importantes de la organización social, colocando a las personas en una contexto institucional y social crecientemente diferenciado y segmentado.

2 Es decir, los datos referidos a los periodos 1970-1974 y 1990-1994 no pretenden ser aproximaciones de la experiencia de una cohorte de nacimiento. La información de carácter transversal se utiliza con fines comparativos y para explorar las eventuales consecuencias de la continuación de un conjunto de condiciones demográficas vigentes en cada uno de los periodos indicados.

3 Para formular las previsiones correspondientes al año 2005 se construyeron cuatro diferentes escenarios, cada uno de los cuales satisface las metas de fecundidad definidas por la política de población. Los supuestos en los que descansa cada uno de los escenarios son los siguientes: escenario I (nupcialidad temprana y un patrón de fecundidad joven) : la nupcialidad permanece constante de 1992 a 2005 y la fecundidad es similar en estructura, aunque no en el nivel; escenario II (nupcialidad temprana y un patrón de fecundidad envejecido): la edad media y la desviación estándar a cada paridad crece linealmente, sin modificar las tasas específicas de la primera paridad; escenario III (nupcialidad tardía y un patrón de fecundidad joven): se asume que el parámetro k del modelo de Coale y McNeil registra un incremento lineal de 0.8114 en 1992 a 1.0 en 2005, manteniendo constante tanto la proporción de mujeres que eventualmente se casan (0.932) como el parámetro a (12.492), mientras que las tasas de fecundidad tienden a declinar, aunque con una estructura similar a la observada en 1992; y escenario IV: la nupcialidad y la fecundidad adoptan un patrón envejecido.

4 El carácter transversal de la información utilizada obliga a introducir una nota de cautela. Las mujeres definidas como pobres y no pobres no necesariamente mantienen esa condición a lo largo de su trayectoria de vida. De ahí que los resultados presentados en este trabajo sólo pueden ser vistos como meramente exploratorios de la compleja relación entre transición demográfica, trayectorias de vida y condición de pobreza.

5 Entre esos mecanismos destacan: a) el creciente recurso de los individuos y las parejas al cálculo económico como patrón de orientación de sus prácticas y conductas, incluidos los comportamientos demográficos; b) el balance cambiante de los costos y beneficios asociados con la reproducción, que tiende a reducir los incentivos económicos derivados de una prole numerosa; c) la creciente exposición de la población a la cultura y autoridad médica, que crea las condiciones para legitimar prácticas de intervención conciente y planeada de los procesos biológicos; d) la difusión de modelos de familia pequeña; e) el mejoramiento de la condición social de la mujer, los cambios en la organización familiar y las transformaciones en los papeles o roles de hombres y mujeres tanto dentro de la familia como fuera de ella; f) el desarrollo de una infraestructura moderna de comunicación desde el punto de vista tanto de la integración territorial como de la expansión de la esfera de influencia de los medios de comunicación; y g) la adopción de políticas explícitas de población, que sin duda contribuyó a acelerar este proceso de cambio demográfico.

6 La condición de pobreza —al restringir el acceso de los individuos a la estructura de oportunidades y delimitar el espacio social y el entretejido de redes en las que participan— ejerce una profunda influencia en el comportamiento demográfico de los sectores marginados, retardando la transición de altos a bajos niveles de mortalidad y fecundidad.

7 Los hogares encabezados por mujeres se han incrementado rápidamente en el último cuarto de siglo, al pasar de 13.5 por ciento del total en 1976 (es decir, poco menos de uno de cada ocho hogares) a 20.6 por ciento en 2000 (más de uno de cada cinco hogares). Ello significa que en la actualidad el número de unidades domésticas encabezadas por mujeres es de 4.6 millones, cuando en 1990 ascendía a 2.8 millones. La jefatura femenina tiende a crecer con la edad de la mujer: entre los 15 y 34 años se incrementa lentamente y a partir de entonces aumenta con rapidez, alcanzando su mayor ocurrencia a los 65 años. En concordancia con este patrón, puede decirse que la jefatura femenina se asocia generalmente con la ausencia de cónyuge (por soltería viudez, separación o divorcio), lo que contraste con el hecho de que nueve de cada diez jefes varones están unidos o casados. Por esta razón, este tipo de hogar por lo general es de menor tamaño (alrededor de 3.6 miembros por hogar). Sin embargo, llama la atención que poco más de 48 por ciento de los hogares encabezados por mujeres tienen al menos un miembro menor de 15 años de edad, lo que se refleja en un índice de dependencia relativamente alto.

8 Una estimación del Consejo Nacional de Población —con base en los datos del censo de 2000 y las estadísticas de mortalidad— indica que los hombres discapacitados al llegar a la edad de 65 años vivirán en esa condición por un lapso de aproximadamente 17.8 años, mientras que las mujeres lo harán alrededor de 19 años. En contraste, los hombres que no están discapacitados al llegar a esa edad esperan vivir en promedio 1.6 años discapacitados y 16.2 años sin sufrir discapacidad alguna, en tanto que las mujeres permanecerán alrededor de 2 años discapacitadas y 17.0 sin discapacidad.

9 En la actualidad, es posible identificar la presencia de al menos un adulto mayor en cerca de 4.0 millones de hogares del país, de los cuales más de la mitad conforman arreglos extensos o compuestos.

10 En contraste, la intensidad y calendario de los eventos del curso de vida relacionados con el comienzo de la vida familiar (casarse y tener al primer hijo), apenas han cambiado. Como se ha mostrado en este trabajo, las mujeres mexicanas continúan uniéndose a edades tempranas y teniendo su primer hijo(a) poco después.

 

Información sobre el autor

Rodolfo Tuirán Gutiérrez. Economista, demógrafo y sociólogo. Doctor en Sociología por la Universidad de Texas en Austin. Recientemente se desempeñó como Secretario General del Consejo Nacional de Población (Conapo) y es Investigador Nacional (SNI). Es autor o coordinador de 10 libros y ha publicado más de 130 artículos de diversos temas de carácter sociodemográfíco en revistas y libros especializados. Ha sido profesor-investigador del Centro de Estudios Demográficos y de Desarrollo Urbano de El Colegio de México; profesor de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales; de la Universidad Autónoma de Hidalgo; de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí y de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Entre los cargos que ha desempeñado destacan el de coordinador académico del Programa de Doctorado en Ciencias Sociales con Especialidad en Estudios de Población de El Colegio de México (1991-1994) y el de Presidente de la Sociedad Mexicana de Demografía (1996-1998). En representación de México ocupó el cargo de Presidente de la Comisión de Población y Desarrollo de la Organización de las Naciones Unidas durante el periodo intersesional comprendido entre junio de 1997 y febrero de 1998; y el de Presidente del Comité Especial de Población y Desarrollo de la CEPAL (de abril de 2000 a la fecha). Miembro del Comité Técnico del Padrón Federal Electoral del IFE (1997 y 2000); integrante del Grupo México-Estados Unidos sobre migración (ITAM y Carnegie Endowment for International Peace), e integrante de la Comisión de Especialistas del IFE que estudió las modalidades del voto de los mexicanos en el extranjero. Correo electrónico: rtuiran@avantel.net

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