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Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.7 no.30 Toluca oct./dic. 2001

 

La megaciudad en el siglo XXI. De la modernidad inconclusa a la crisis del espacio público

 

Emilio Duhau

 

Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco.

 

Resumen

Este artículo aborda la cuestión del espacio público en las grandes metrópolis latinoamericanas como expresión de la crisis del orden urbano moderno. Al respecto, el autor sostiene que en dichas metrópolis esta crisis, por una parte, combina los límites enfrentados por el modelo social, económico, político y urbano de integración de la población prevaleciente hasta comienzos de los años setenta (modernidad inconclusa), y los efectos sociales y urbanos de la economía política de la llamada globalización. Pero además muestra, tal como ha sido señalado recientemente por la antropóloga brasileña Teresa Caldeira, una disyunción entre los procesos de democratización política y la producción de "ciudades amuralladas". Esto último es explotado en el artículo, tomando como referente fundamental la ciudad de México, en cuanto proceso consistente en el reforzamiento material y simbólico de las desigualdades sociales y la organización planificada de la segregación urbana, como formas perversas de gestión del colapso del orden cívico y reglamentario urbano.

 

Abstract

This paper addresses the issue of public space in great Latin American metropolis, as a specific form of the crisis of modern urban arder. To this regard, the author states that in those metropolis this crisis, on one hand, combines the limits faced by the social, economic, political and urban model of population integration prevailing until the seventies of the XX century (unfinished modernity), with the social an urban effects of the political-economy of our rather peripherical globalization. But, on the other hand, it shows, as the Brazilian anthropologist Teresa Cal de ira has recently pointed out, a disjunction between a process of political democratization and the building of walled cities. This latter, is explored in the paper, taking as main concern the case of Mexico city, as a process consisting in a material and simbolic strengthening of social unequalities and the planified organization of urban segregation, as perverse ways of confronting the colapse of the civic and statutory urban order.

 

Metrópolis y modernidad

Los principales estudios clásicos sobre el fenómeno urbano coinciden en definir a la ciudad como la forma espacial asociada por excelencia al ámbito público, ya que se vincula históricamente con el surgimiento y desarrollo de la ci vitas y de la res publica, en cuanto formas institucionalizadas que hacen posible la convivencia, el intercambio, el encuentro y el diálogo entre sujetos e intereses diversos (Sjoberg, 1060; Weber, 1982 y Mumford, 1961).1

La metrópolis, como consumación de la vida urbana y de la modernidad, se afirma, en particular desde la segunda mitad del siglo XIX, como forma urbana y realidad social cosmopolita, frente a las formas urbanas del pasado y a la sociedad preindustrial. Producto simultáneo del desarrollo industrial capitalista, la acelerada urbanización de la población, el desarrollo de nuevas tecnologías de transporte y la concentración de servicios y actividades de gestión, es percibida desde su emergencia como concentración urbana en una escala virtualmente sin precedentes, tanto como expresión por excelencia del progreso, como realidad problemática, escenario y ocasión de los más diversos males. Sea porque el progreso debía ser expresado en ella de modo tangible y en lo posible monumental y porque debía darse respuesta a las necesidades de la vida moderna, sea porque los males de la metrópoli debían ser enfrentados a través de formas urbanas alternativas, el urbanismo produciría diversas propuestas.

De este modo, la renovación haussmaniana de París, el ensanche de Barcelona, la ciudad jardín británica, la ciudad de los rascacielos (Nueva York y Chicago), entre otros modelos, funcionaron entre la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX, como otros tantos paradigmas que podemos observar todavía cristalizados en prácticamente todas las metrópolis occidentales, incluidas las mega ciudades latinoamericanas (Hall, 1996).

En términos de las prácticas urbanas, este urbanismo de la primera modernidad metropolitana se caracterizó por conformar el espacio de lo que hoy retrospectivamente se nos presenta como ideal de la modernidad urbana: domesticación de la calle; clara separación entre el espacio privado y el espacio público; uso intenso de este último, como espacio de libre acceso, de uso simultáneamente recreativo, de circulación y de acceso directo a las ofertas de consumo y en donde coexisten de modo normalizado los extraños y la diversidad de funciones, incluida la habitacional. en los mismos espacios urbanos y, en general, se desenvuelve una activa vida pública. Pública en un doble sentido, en tanto conjunto de prácticas desarrolladas en espacios abiertos a todos y a través de las cuales se accede a la novedad y se participa e informa de los acontecimientos y manifestaciones de interés general. Todo esto, hecho posible tanto por medio de la institucionalización de reglas cívicas y de urbanidad que establecieron el uso y las conductas apropiadas en el espacio público, como por medio de dispositivos físicos: aceras amplias y seguras para el uso peatonal, parques y plazas: paseos y avenidas; disposición espacial del comercio y los servicios, en particular los destinados al encuentro y la sociabilidad, destinada a facilitar un intercambio y acceso fluido entre la calle y los locales cerrados de uso público.2

En las grandes ciudades latinoamericanas, esta primera modernidad metropolitana se expresó invariablemente, aunque con distintos ritmos y momentos, en la realización de grandes proyectos urbanos, consistentes en la ampliación planead de la traza colonial original, y también de su transformación, el trazo de avenidas y paseos, la implantación de monumentos y espacios monumentales destinados a representar y escenificar tanto el progreso de naciones que se querían modernas, como los hitos principales de la historia independiente y, también, como en el caso de México, la reivindicación y recuperación oficiales de las raíces indígenas. Mencionemos sólo algunas expresiones conspicuas de esta voluntad modernizadora y cosmopolita. En México el Paseo de la Reforma, sus glorietas y monumentos, la Avenida Juárez, la Alameda Central y los nuevas "colonias" residenciales destinadas a las clases acomodadas que abandonaban el viejo centro colonial (Tenorio, 2000). En Buenos Aires el trazo de las diagonales Norte y Sur, la avenida Nueve de Julio, la Avenida de Mayo, Palermo Chico como asiento de la oligarquía y el Barrio Norte como nuevo espacio residencial. En San Pablo, la Avenida Paulista, Higienópolis, espacio residencial inspirado en la ciudad jardín, y el parque Ibirapuera.

Pero si esta modernidad urbana se inspiró en todos los casos en modelos europeos y produjo el espacio público que hoy podríamos denominar clásico, debió entre los años treinta y cincuenta del siglo pasado, coexistir é incorporar de alguna forma, procesos y realidades generados por una industrialización que a diferencia del europeo, sólo de modo parcial y fragmentado convergió con el desarrollo del Estado Benefactor (Duhau, 1995). Así, en las metrópolis latinoamericanas, convertidas en principales centros industriales de sus respectivos países, la inmigración masiva, la presencia explosiva de la industria y el rápido desarrollo de una clase obrera industrial, se manifestaron en diversas formas de hábitat urbano muy distantes del modelo de la metrópoli moderno imaginado por las élites. Entre otros, suburbios populares carentes de atributos y dispositivos básicos de la metrópoli moderna, formas de hábitat-refugio como las favelas, las villas miseria y las ciudades perdidas y, más adelante la sustitución de éstas por medio de la difusión de un urbanismo popular que combinado con las implantaciones industriales y con el encuentro con cascos urbanos preexistentes pero ajenos a la metrópoli, daría lugar a procesos de conurbación y de urbanización extensivas.

De este modo, la realidad que hoy enfrentan las mega ciudades latinoamericanas es la convergencia de una modernización inconclusa, en el sentido de que integró, hasta cierto punto, con apoyo en la industrialización sustitutiva, a las nuevas masas urbanas en el mercado urbano de trabajo, pero de modo muy limitado en términos de la ciudadanía política y social (Duhau y Giróla, 1990), con los impactos de procesos de globalización que parecen potenciar en términos de las prácticas y procesos urbanos, las contradicciones y ausencias que heredó de la primera. Es en este contexto que pretendo situar la cuestión de la transformación de las prácticas urbanas y la crisis del espacio público en la mega ciudad contemporánea.

 

La crisis del espacio público

La problematización de los espacios públicos en el mundo occidental se remonta a los años sesenta del siglo XX y aparece asociada a la observación de síntomas que parecen poner en cuestión las características y valores atribuidos a la ciudad moderna: diferenciación social sin exclusión; coexistencia de funciones diversas: aceptación y disfrute de lo extraño, lo nuevo y lo sorprendente: publicidad que se refiere al espacio público como, por definición, un lugar abierto y accesible a cualquiera y donde cada uno arriesga y acepta encontrarse con quienes son diferentes (Simmel. 1977; Young. 1990: 238-11 y Caldeira, 2000: 301).

Entre los años sesenta y setenta, diversos autores comenzaron a abordar desde diferentes ángulos la cuestión de lo público en las sociedades modernas, inaugurando un debate que se mantiene vigente, pero que, al menos en lo que respecta al espacio público, había sido en gran medida ignorado hasta hace poco tanto en México como en general en América Latina. Entre ellas, es necesario mencionar cuando menos la obra de Jane Jacobs (1961), Vida y muerte de las grandes ciudades, que constituye un manifiesto enormemente persuasivo en contra del urbanismo funcionalista, entonces la corriente dominante en esta disciplina, así como un análisis brillante de los factores y características que explican la vitalidad de la vida urbana y de los espacios públicos. El libro de Richard Sennet (1977). El declive del hombre público, que aborda el problema de cómo una cierta concepción de los valores atribuidos a la vida privada en el mundo occidental, implican el progresivo declive y vaciamiento de la vida pública y por consiguiente amenazan la supervivencia de los valores y prácticas propios de la ciudad cosmopolita.

El debate iniciado por estos y otros autores está asociado a lo que en el marco de la crisis de los años setenta, puede ser considerado como el rechazo al urbanismo funcionalista y al modernismo de LeCorbusier, que habían inspirado en las décadas previas, entre otras cosas, la producción de las nuevas periferias obreras en Europa y el proyecto de Lúcio Costa para la nueva capital de Brasil (Brasilia) en los años cincuenta (Hall, 1996: cap. 7). Así, la reflexión sobre el espacio público iniciado en los años sesenta del siglo XX, aparece en Europa como reacción a los efectos percibidos de decisiones, proyectos y procesos urbanos (y macro sociales) previos o en gestación en esos años (urbanismo funcionalista, dispersión urbana, grandes y problemáticos conjuntos de vivienda de interés social, rápida difusión del uso del automóvil, de un lado, crisis de la industrialización fordista y del Estado benefactor, del otro).

En los años ochenta, en los países desarrollados, en el marco de la reestructuración industrial por una parte, y la puesta en cuestión del Estado Benefactor, por otra, se produce una redefinición de la cuestión urbana. En Europa la brusca interrupción del crecimiento demográfico de las ciudades y la desindustrialización —o más bien la crisis de los espacios industriales en los que se había basado el consumo de masas—, así como las políticas de descentralización como componente de la gestión de la crisis del Estado Benefactor centralizado, harían visibles o arrojarían nueva luz sobre algunas cuestiones que se convertirían en problemas centrales de investigación y de política pública.

Las periferias populares conformadas por grandes conjuntos de interés social en Francia, de vivienda pública en Gran Bretaña, comenzaron a ser observados como espacios problema, tanto por mostrar el relativo fracaso del Estado Benefactor que no habría producido allí ciudades sino espacios monofuncionales y segregados de "la" ciudad, como porque se advertía que habían evolucionado como ámbitos de concentración de la nueva problemática social. Una problemática en la que convergían altas tasas de desempleo y la difícil integración de los trabajadores inmigrados cuyo arribo había sido promovido durante los "gloriosos treinta". Por otro lado, el principal problema de las ciudades dejó de ser visto corno el de la "reproducción de la fuerza de trabajo" por medio del Estado Benefactor expresado de modo tangible en las ciudades, para pasar a ser definido como el de la implantación de nuevas actividades económicas y de una integración social que el estatuto salarial ya no parecía garantizar. El municipio y las ciudades comienzan a ser percibidos ahora como actores políticos que, munidos de nuevas competencias, estarán a cargo de la gestión local de la crisis. Tanto a nivel de las políticas públicas como de la investigación urbana y el urbanismo, se convierten en cuestiones prioritarias: la descentralización, el desempeño de los gobiernos locales, el mejoramiento barrial, los proyectos urbanos que sustituyen a la planeación en gran escala, la proyección de la imagen urbana, el rescate, los programas de mejoramiento o la privatización (en el caso de Gran Bretaña), o de plano la demolición de los grandes conjuntos más problemáticos, como en el caso del conjunto estadounidense de Pritt Igoe, antes celebrado por importantes revistas de arquitectura y después modificado radicalmente y finalmente demolido (Amendola, 1997).

Es en este contexto que emerge con fuerza en Europa la cuestión de los espacios públicos y el rescate de los valores de la ciudad moderna. En España el proyecto Barcelona 92, asociado a los Juegos Olímpicos que se realizarían en ese año, al papel del gobierno autónomo catalán y a un protagónico gobierno de la ciudad, se convirtió en un paradigma, hoy todavía vigente y amplia y eficazmente difundido, de rescate de los espacios públicos y de la imagen urbana, asociado a un fuerte énfasis en el papel integrador de la ciudad y de la democracia local. Pero si Barcelona es el caso más conocido y mejor difundido, no es el único ni tampoco el primero.

En Estados Unidos, la reestructuración industrial, el aumento de las tasas de desempleo y la concentración del ingreso transformaron rápidamente el escenario de las grandes zonas metropolitanas. Pero aquí la respuesta tanto a nivel de las políticas públicas como de la investigación, fue muy diferente. Un primer término porque el desarrollo del Estado Benefactor nunca convergió con el modelo europeo continental ni alcanzó su grado de penetración en la reproducción social. En segundo término porque la cuestión de la descentralización no se planteó en la medida que se trataba de una estructura gubernamental ya ampliamente descentralizada.

Las políticas públicas se articularon en Estados Unidos en torno al discurso neo-conservador de la era Reagan. En ese contexto, el problema no consistía en afrontar los nuevos problemas a través de políticas sociales y urbanas impulsadas por el sector público, sino en facilitar la reestructuración económica a través de la flexibilización del mercado de trabajo, la inversión privada en nuevas tecnologías apalancada sobre la maquinaria militar y la reestructuración económica y la renovación física de las ciudades a través de coaliciones o "máquinas" orientadas al crecimiento. El éxito de los gobiernos locales se mediría en función de su capacidad para promover tales coaliciones. Esto se tradujo en la proliferación de proyectos urbanos orientados a impulsar el mercado inmobiliario a través de la generación de espacios e infraestructuras destinados a albergar las actividades que hegemonizaron las nuevas centralidades en los años ochenta: servicios financieros, jurídicos, contables, consultoría, software y tecnologías de la información y la comunicación; así como a proporcionar la oferta de espacios residenciales y recreativos destinados a los profesionales y ejecutivos generosamente retribuidos por esta "nueva economía" (Squires, 1993; Logan, 1993 y Smith, 1993).

La expresión urbana de este proceso fue la renovación de espacios tradicionales, convertidos en áreas "temáticas" (por ejemplo: waterfronts y áreas portuarias en decadencia) destinadas al turismo y al consumo conspicuo y sofisticado de la nuevas clases profesionales, la gentrification de áreas residenciales que habían conservado ciertos atractivos debido a su imagen urbana, pero que se encontraban en situación de relativa decadencia, y la producción de nuevos centros comerciales y temáticos en una escala inédita (Harvey. 1989).

La contrapartida de todo ello: por una parte la presencia ostensible de un grupo creciente de excluidos, identificados como desclasados (underclass), producto simultáneo de la pérdida de empleos en la industria tradicional, el abandono por parte de los aparatos públicos de asistencia y bienestar social (originado en el desfinanciamiento de estos aparatos) de las áreas centrales de vivienda popular y la "liberación" de enfermos mentales por los hospitales públicos, debido al recorte de los fondos destinados a los mismos. Homeless, bag-ladies, dealers y peddlers, proliferan entonces como la otra cara del paisaje urbano de las metrópolis estadounidenses. Y por otra parte una amplificación sin precedentes del tema del "miedo" como un ingrediente fundamental y constitutivo de la experiencia urbana actual, amplificado en forma exponencial por los medios de comunicación y generador de políticas de la seguridad urbana que desde su formulación (el programa "tolerancia cero" implementada por Rudolph Giuliani en Nueva York) tienden a "limpiar" los espacios públicos hasta del menor signo de "desviación" (Wacquant, 1999), en un panorama socioespacial que algunos denominan simplemente "ciudad blindada" (Amendola, 1997).

En el ámbito de la investigación urbana se desarrolla cl estudio de la nueva geografía económica derivada de estos procesos, la reestructuración urbana, la nueva cuestión social y las políticas urbanas, así como a finales de la década de los ochenta los intentos por proporcionar explicaciones de conjunto de la evolución observada en términos primero del debate sobre la posmodemidad (Harvey, 1989, Lash, 1997) y luego a partir del concepto de globalización (Sassen. 1991 y 1998 y Lash y Urry, 1994). La cuestión del espacio público, su decadencia o incluso su fin, asociada a las nuevas formas urbanas y las nuevas formas de consumo, segregación espacial, exclusión y control de las nuevas "clases peligrosas", es entonces objeto de análisis que muestran escenarios urbanos caracterizados por el enclaustramiento de los sectores medios y altos, la erección de barreras físicas o electrónicas y la proliferación de los mecanismos y cuerpos de vigilancia y control centrados sobre las minorías étnicas y los desclasados (Davis, 1992).

Los años noventa son, a nivel internacional, años en los cuales la lógica y el discurso de la liberalización económica, los procesos de globalización y el papel de la nuevas tecnologías y, en particular, las tecnologías de la información y comunicación, se imponen ampliamente. Son también años en los que los procesos de reestructuración económica de los años setenta y ochenta se traducirán en el mundo desarrollado en una etapa de crecimiento económico sostenido que coexiste con una rápida reestructuración del mercado de trabajo —iniciada en la década precedente— y la definición de una nueva cuestión social, caracterizada por altas tasas de desempleo, la precarización de una porción significativa de los puestos de trabajo y dramáticos cambios en la estructura social definidos por la presencia de "perdedores" y "ganadores" (Castel, 1995; Bolstanski, 1999 y Thurow, 1996).

A nivel de las ciencias sociales, estas grandes transformaciones detonadas en los años setenta, pero que comienzan a hacerse plenamente evidentes en la segunda mitad de los años ochenta, son tematizadas y teorizadas a través de algunos conceptos y debates que ocupan hoy un lugar central: radicalización de la modernidad, sociedad del riesgo, globalización. sociedad de la información. En estas teorizaciones y debates, algunos autores cuyas obras han sido ampliamente difundidas y reconocidas a nivel internacional, colocan la dimensión espacial de estos procesos —la relación entre globalización y localización, entre espacios de flujos y espacios de lugares, entre localización y deslocalización, el futuro de las ciudades y el nuevo papel de las grandes metrópolis—. como cuestiones centrales para entender las grandes transformaciones sociales en curso (Beck, 1986; Beck, 1997 y Castells, 1994 y 1998; Harvey, 1989, Borja, 1997 y Sassen 1991, 1998). A partir de estos desarrollos teóricos emergen con claridad un conjunto de procesos que parecen poner en duda las jerarquías urbanas y las relaciones entre territorios, tal como venían siendo concebidas hasta los años setenta y, desde luego, la relación entre el espacio urbano y sus habitantes y entre el espacio privado y el espacio público en las nuevas formas de habitar, trabajar, transitar, consumir y recrearse.

Con sus especificidades, las ciudades latinoamericanas también estaban experimentando estos procesos. Pero la conciencia y la percepción de los cambios globales en curso aparecería retardada por diversas razones, pero destacadamente porque sería en los años ochenta que los países latinoamericanos comenzarían a emerger de los regímenes político autoritarios y dictaduras militares entonces predominantes en la región y experimentarían de modo brutal los límites del modelo de desarrollo dominante hasta los años setenta.

En América Latina, los años ochenta son los años de la gestión de la crisis. Las grandes ciudades experimentan con fuerza la penuria de recursos fiscales y el proceso de reestructuración industrial. Habiendo sido espacios relativamente privilegiados hasta los años setenta en tanto concentraban ampliamente la inversión pública y privada, dejan de ser durante los ochenta polos de atracción migratoria y ámbitos concentradores de la inversión productiva. Las nuevas inversiones en la industria manufacturera, en la medida que las hay, tienden a desconcentrarse durante la década, porque ya no responden al modelo de sustitución de importaciones. Las inversiones derivadas de la ''nueva economía", que posteriormente se presentarán fundamentalmente bajo la forma de grandes proyectos inmobiliarios y la reestructuración del comercio y de los servicios, sólo se insinúan tímidamente, dado que su auge está asociado con la globalización. Esta última entendida como apertura de la economía, desregulnción financiera, liberación del mercado cambiario, privatización de empresas públicas y asociación (o venta) de empresas nacionales con empresas transnacionales, políticas todas aplicadas sobre todo a partir de los años noventa.

El escenario urbano se presenta en este contexto marcado por el impacto de la crisis del modelo de desarrollo hacia adentro, y por consiguiente de la base industrial de las grandes metrópolis. Por un lado se produce una interrupción del crecimiento económico y el aumento del desempleo o la sustitución del empleo formal por el empleo informal. Por otro, la crisis de las finanzas públicas y la ausencia de inversión privada se traducen en la ausencia de proyectos urbanos a gran escala y el deterioro en los niveles de mantenimiento de las infraestructuras, el equipamiento y el mobiliario urbanos.

En el caso específico de la ciudad de México, se pueden observar diversos síntomas asociados con estos procesos: la conversión del problema de la seguridad es un tema central de la agenda pública, la proliferación del llamado comercio ambulante y de todo tipo de actividades económicas informales en la vía pública en una escala sin precedentes en las décadas anteriores; el crecimiento acelerado del área urbanizada como mecanismo para hacer frente, a través de procesos de urbanización irregular, a las necesidades masivas de vivienda; el despoblamiento acelerado de la ciudad central (las cuatro delegaciones —distritos— centrales); y la decadencia de áreas comerciales y equipamientos recreativos y culturales tradicionales.

En América Latina los años noventa se caracterizan porque estas transformaciones se traducen en cambios ostensibles en la organización y las formas de producción y gestión del espacio urbano: proliferación de grandes proyectos inmobiliarios conducidos por el capital privado; auge de la producción de espacios públicos cerrados y privadamente controlados, estratificados de acuerdo con los sectores sociales a los que están destinados; renovación de espacios urbanos en decadencia o en desuso destinados a convertirse en referentes simbólicos y turísticos; creciente difusión de urbanizaciones cerradas y del cierre y control de acceso de áreas urbanas previamente abiertas, así como de complejos urbanos multifuncionales aislados del espacio urbano tradicional; abandono de espacios públicos tradicionales por parte de las clases media y alta y colonización de los mismos por los sectores populares (Caldeira, 2000: cap. 7; Gamboa de Buen, 1994; Fidel. 1998 y Rolnik, et al., 1990).

Por su parte, la investigación urbana en México ha venido incorporando las teorías y debates ¡nternacionales y los cambios apuntados en la organización del espacio urbano, por distintas vías.

La primera consiste en el análisis de la reorganización del territorio y los espacios destinados a la producción y el papel jugado en dicha reorganización por las nuevas formas de la división internacional del trabajo y las nuevas tecnologías de la información (Rosales Ortega, 2000).

La segunda, emprendida sobre lodo desde la antropología cultural, combina la cuestión del multiculturalismo y la fragmentación de las prácticas urbanas en las grandes metrópolis, la globalización del consumo y el papel de los medios electrónicos en la construcción de identidades y en la participación de los habitantes en la vida pública.

La tercera se aboca al estudio de las trasformaciones en los usos y significados de los espacios públicos, a través, por una parte, del estudio de las prácticas sociales propias de los nuevos espacios comerciales (Ramírez, 1998 y Cornejo 2000); y, por la otra, abordando el estudio de las características y el significado social de las urbanizaciones cerradas (Giglia, 1998 y 2001). Esta segunda cuestión será objeto de un seminario internacional en la ciudad de Guadalajara en julio de 2002: "Latinoamérica: países abiertos, ciudades cerradas".

Por mi parte, en los siguientes apartados intentare aportar algunos elementos para la interpretación de estos procesos en términos de las formas de producción de la ciudad y de la expresión espacial de la estructura social y las prácticas urbanas.

 

La ciudad de México: las dos caras de la realidad metropolitana

La ciudad de México, en cuanto conglomerado metropolitano, a pesar del inventario de lugares comunes que es posible invocar en cuanto a los males que la aquejan (congestión vial, deficiencia de los servicios públicos, contaminación ambiental, déficit de vivienda, pobreza, proliferación del comercio en la vía pública, inseguridad, etc.), vista desde otra perspectiva, y tal como acertadamente lo ha señalado Gilbert, comparte con otras mega ciudades latinoamericanas el hecho de exhibir logros notables en cuanto a haber enfrentado "extremadamente bien" las presiones generadas por el rápido crecimiento de la población (Gilbert. 1995:1).

Y en efecto, la zona metropolitana de la ciudad de México (ZMCM) está conformada por el Distrito Federal subdividido en 16 delegaciones políticas, y un número no oficialmente definido de municipios conurbados del Estado de México, pero que si consideramos en el tejido urbano continuo ascienden a 28, y una población censal de aproximadamente 18 millones de habitantes en 2000. Pero a pesar de sus dimensiones y de las fuertes tasas de crecimiento demográfico que experimentó hasta los años setenta, ha sido capaz de proporcionar vivienda y servicios públicos básicos, transporte público, servicios educativos y de salud, a una escala y con niveles de cobertura que se comparan favorablemente no sólo con el conjunto del país, sino con las restantes 24 ciudades y zonas metropolitanas más importantes. Por ejemplo, en 1970, 77.5 de las viviendas contaban con agua potable suministrada mediante red pública, pero en 1995 esta proporción ascendió a 95.7 por ciento: en tanto que los porcentajes correspondientes a disponibilidad de drenaje para esos mismos años fueron, respectivamente 42.7 y 92.6 por ciento. Si consideramos además que durante ese mismo periodo su población pasó de poco más de 9 millones de habitantes a más de 16 millones y medio y que el stock habitacional se multiplicó 2.5 veces, pasando de 1 562 610 viviendas a 3 775 756, estamos sin duda frente a logros notables.3

El inventario de logros podría continuar mencionando cuestiones como los niveles de cobertura educativa y el aumento notable en el grado promedio de escolaridad de la población, el desarrollo de la red del metro, cuya primera línea, inaugurada en 1969, contaba con 16 estaciones, se: extendía sobre 12.6 km y transportaba 240 000 pasajeros, la cual actualmente cuenta con 11 líneas, 167 estaciones, 191.5 km de longitud y transporta diariamente más de 4 200 000 pasajeros. Pero todavía es más notable es el hecho de que la indudable existencia de una amplia población en situación de pobreza no haya llevado a la conformación de áreas estigmatizadas, al menos no en una escala significativa. En este sentido, la urbanización popular periférica, como alternativa al tugurio central, ha jugado un papel semejante al desempeñado por el proceso de suburbanización masiva en Londres durante las primeras décadas del siglo XX (Hall, 1996: 9). Igualmente, la vivienda de interés social, también con una presencia significativa que ha implicado la implantación de grandes conjuntos habitacionales que forman parte de la expansión periférica, tampoco ha dado lugar al tipo de percepción que, como en el caso, por ejemplo, de Francia, ha tendido a convertir a las banlieus en espacios estigmatizados (Bourdieu, 1993 y Champagne, 1993. 1993a).

Y, sin embargo, es necesario preguntarse qué tipo de ciudad es la que se ha producido durante las últimas décadas, la cual cuantitativamente en términos de número de viviendas y del área urbanizada supera ampliamente a la existente para 1960. Esquemáticamente, se puede afirmar que, hasta fines de los años ochenta, la expansión física de la metrópoli se realizó a través de cuatro modalidades fundamentales. Las tres primeras forman parte de lo que podríamos denominar la ciudad planeada, y en términos de la superficie urbanizada dan cuenta de un área menor a la correspondiente a la "ciudad no planeada" o urbanización irregular. Estas modalidades reguladas o planeadas estuvieron en general orientadas por una perspectiva funcionalista, basada en técnicas de zonificación combinadas, en el caso de algunos grandes proyectos, con el modelo de las ciudades satélite.

Una de estas modalidades corresponde a la urbanización por incorporación de suelo a través de fraccionamientos destinados al uso habitacional. El modelo específico subyacente en este caso es el de los suburbia norteamericanos: un número variable, pero generalmente importante de lotes destinados a viviendas unifamiliares con sus correspondientes vialidades a los que se agrega, en nuestro caso y, en el mejor de los casos, un área destinada a edificios de departamentos combinados con un área o centro comercial, y organizados a partir de una o más vialidades primarias de acceso que operan como un circuito distribuidora las distintas porciones del fraccionamiento. Bajo esta modalidad, además de los fraccionamientos realizados en el Distrito Federal, se urbanizaron en 13 municipios conurbados del Estado de México, entre 1958 y 1987, aproximadamente 16 000 hectáreas, que comprenden, de acuerdo con los planes originales, más de 500 000 viviendas (Schteingart, 1989: cuadro 9, p. 113). Una variante de esta modalidad es la correspondiente a conjuntos habitacionales de interés social. Se trata en este caso de unidades claramente diferenciadas y recortadas del tejido urbano adyacente, concebidas para uso puramente habitacional, aun cuando en los casos de las más grandes suelen incluir pequeñas áreas comerciales y equipamientos como escuelas. Sólo el Instituto Nacional del Fondo de la Vivienda para los Trabajadores financió, bajo esta modalidad, para el conjunto de la ZMCM, entre 1973 (año en que este Instituto comenzó a operar) y 1992, 228 806 viviendas (García y Puebla, 1998: cuadro 12, p. 78), pero nuestro cálculo es que para el 2000, cerca de 15 por ciento de la población metropolitana se alojaba en este tipo de vivienda, es decir, 2 800 000 personas y 670 000 viviendas.4

La segunda modalidad corresponde a la creación de espacios productivos a través de la implantación de parques industriales. Buena parte de la industria asentada en la zona metropolitana, sobre todo la gran industria fordista, se localiza en estos parques, básicamente al norte y norponiente de la aglomeración, en las delegaciones Azcapotzalco y Gustavo A. Madero, y en los municipios de Naucalpan, Tlalnepantla, Ecatepec y Cuatitlán Izcalli. Al mismo tiempo, la población censal de estas seis unidades político-administrativas, fue para 2000, de algo más de 5 300 000 habitantes.

La tercera modalidad planeada durante la etapa de referencia (hasta los años ochenta), que en parte incluye las dos primeras, es la de las ciudades satélite. La primera en el tiempo, llamada precisamente "Ciudad Satélite'', y localizada en el municipio de Naucalpan, que colinda con el norponiente del Distrito Federal, Ciudad Satélite fue concebida en los años cincuenta como una gran suburbia residencial destinada a las nuevas clases medias. La segunda, situada más al norte, y conectada por el mismo eje, y constituida como municipio de Cuatitlán Izcalli, fue desarrollada en los años setenta a partir de un complejo industrial preexistente, y pensada al igual que la anterior como un mecanismo de descentralización de la industria, vivienda y población. Esto durante un periodo en el que se partía de la premisa de que el modelo de industrialización sustitutiva continuaría indefinidamente hacia delante, al mismo tiempo que seguía siendo una preocupación central la concentración industrial en las tres grandes zonas metropolitanas del país (López Saavedra et al., 1984).

La modalidad no planeada, por su parte, corresponde a la llamada urbanización popular, resultado de un complejo proceso de urbanización irregular, en algunos casos en gran escala, sobre todo en el oriente de la metrópoli, y en otros en una escala menor, pero incluso más enmarañada. Se trata de un proceso que, aunque algunos casos y, sobre todo en los momentos iniciales, implicó actos de "invasión", en lo fundamental se ha asentado en el desarrollo de un mercado irregular de suelo para vivienda popular. Una idea de su magnitud nos la proporciona el hecho de que para 1990 pudimos estimar que cerca de 60 por ciento de la población metropolitana y 55 por ciento del área urbanizada correspondía a zonas que si bien en muchos casos en la actualidad se encuentran plenamente consolidadas y resultan, salvo para el experto, difícilmente distinguibles de las áreas cuyo desarrollo fue regulado, fueron desarrolladas irregularmente.5

Al observar el resultado general de la convergencia de estas distintas modalidades, lo que podemos advertir es que se trata de respuestas a un proceso de metropolización basado en el desarrollo industrial, que implicaron la adopción hasta cierto punto planeada, pero de modo fragmentado, de diferentes modelos de tejido urbano y la incorporación de un modelo, la urbanización popular, impuesto por la lógica de la renta del suelo, las necesidades habitacionales de los mayoritarios sectores populares, y la lógica populista del Estado (Duhau, 1998: cap. 4). Así. si bien diversos componentes del tejido metropolitano fueron planeados, la estructura de conjunto no lo fue. El desarrollo de las infraestructuras o bien respondió a las necesidades derivadas de cada proyecto en particular, o bien fue realizado como respuesta a posteriori a la dinámica seguida por la expansión metropolitana y los procesos de conurbación. El resultado, una enorme metrópoli articulada por unas pocas grandes vialidades que al mismo tiempo operan como tramo urbano de los ejes carreteros que conectan a la metrópoli con la región centro y con el resto del país; y en términos de movilidad cotidiana por varios millones de automóviles particulares y algo así como 200 000 microbuses, autobuses y taxis y el sistema de transporte colectivo (metro).

De acuerdo con la encuesta de origen y destino realizada en 1994, en la ZMCM se efectuaban diariamente más de 20 millones y medio de viajes diariamente, de los cuales aproximadamente una cuarta parte se efectuaba en tres millones de automóviles particulares y el restante, 75 por ciento, en unidades de transporte público, correspondiendo, a pesar de la importante red del metro existente, más de la mitad a vehículos de baja capacidad (microbuses y combis)(DDF, 1994: 53).

En conjunto, el resultado observable es un tejido urbano denso en promedio, sumamente intrincado y desigual, dentro del cual las áreas que cuentan con los atributos propios de una gran ciudad, es decir, aquellas con un tránsito local intenso, diversidad de actividades, múltiples ofertas recreativas y culturales, áreas adecuadas para el tránsito peatonal, en buena parte de los casos, en particular el centro histórico y las áreas correspondientes a los principales nodos de transporte, han experimentado un serio deterioro de su imagen urbana y su espacio público ha sido colonizado por modalidades del comercio y la oferta de servicios en la vía pública, que no sólo han adquirido un carácter masivo, sino que son realizadas en condiciones tales que llevan a un fuerte deterioro del espacio público y tienden a hacer incompatible el desarrollo de otras actividades.

Por otro lado, cuando observamos estas formas de producción de la ciudad en términos de la distribución y condiciones habitacionales de la población, lo que encontramos es un resultado de conjunto, probablemente matizado, pero no modificado en cuanto a su dirección fundamental, por las nuevas formas de producción del espacio urbano cuyo auge se advierte a partir sobre todo de los años noventa. Este resultado muestra dos tendencias claramente definidas: el predominio creciente de la vivienda independiente6 en propiedad en todos los niveles sociales y la relocalización permanente de la población desde áreas más centrales a áreas menos centrales, periféricas o no en sentido estricto.

En lo que respecta al predominio de la vivienda independiente, de acuerdo con datos censales correspondientes al año 2000, parad conjunto de la ZMCM, ésta constituye, con 2 787 458 unidades, 66.4 por ciento, es decir las dos terceras partes de las 4 194 622 viviendas particulares existentes. Y, aunque los censos anteriores no registraron este dato, resulta muy claro que la expansión del área urbanizada, que no sólo se ha derivado del crecimiento de la población sino también de su relocalización intrametropolitana, ha sido al mismo tiempo el factor inductor de este predominio creciente. Porque, y esto nos remite a la segunda tendencia apuntada, por una parte la ciudad central (las cuatro delegaciones centrales) perdió entre 1970 y 2000, 41.8 por ciento de su población, al pasar de poco más de 2 900 000 habitantes en el primer año a poco más de 1 688 000 en el último. Por otra, porque con la excepción de algunas jurisdicciones cuya urbanización ha respondido en buena medida a la implantación más o menos planeada de conjuntos habitacionales de interés social, en gran parte conformados por edificios de departamentos, todas las demás cuya urbanización se inició en los años cincuenta o posteriormente, tanto si se trata de delegaciones del Distrito Federal como de municipios conurbados, muestran proporciones de viviendas independientes significativamente superiores al promedio señalado.

Esto desde luego puede ser objeto de una lectura positiva, en el sentido de que estaría reflejando una tendencia universal a la suburbanización, facilitada por el desarrollo de la movilidad y la descentralización no sólo de la vivienda sino también del empleo, a través de la cual se realiza la aspiración cada vez más generalizada a la vivienda independiente. Pero, si en general es probable que estemos frente a un espejismo, no cabe duda que en el caso de la ciudad de México no hay casi nada, o muy poco de eso. No es posible abundar aquí al respecto, pero un ejemplo servirá para ilustrar la cuestión.

Consideremos el caso del municipio de Nezahualcóyotl, situado a unos pocos kilómetros al oriente del Centro Histórico. Con una población censal de 1 224 924 habitantes en 2000, este municipio es, demográficamente hablando, la cuarta jurisdicción político-administrativa de la zona metropolitana. Se trata de una población semejante a la que en Europa corresponde a una "gran" ciudad. Sin embargo, no encontraremos casi nada en este municipio, nacido en los años sesenta como ciudad popular dormitorio, que nos haga recordar no digamos una "gran" ciudad europea, sino algunas capitales y ciudades de provincia mexicanas que, con una población considerablemente menor, cuentan en la actualidad con una oferta comercial y de servicios mucho más diversificada, así como con una imagen urbana, áreas recreativas, patrimonio arquitectónico y ofertas culturales enormemente superiores. Pero tampoco encontraremos nada semejante a los suburbia norteamericanos (centros comerciales, grandes áreas verdes, viviendas rodeadas por jardines, etc). En su lugar, encontramos una urbanización sumamente densa, en donde el coeficiente de construcción de los terrenos es notablemente alto, las áreas verdes son prácticamente inexistentes, una muy alta proporción de la población económicamente activa se desplaza para trabajar al Distrito Federal y, cuando cuenta con el tiempo y los recursos para realizar actividades recreativas, no encontrará casi nada en el propio municipio.

La paradoja reside en que mientras que gran parte de la ciudad producida después de los años cincuenta, ha tendido a replicar, desde luego con diferencias en las que no me puedo detener aquí en su variante popular, el modelo de Nezahualcóyotl, y en su variante de clase media el del fraccionamiento planeado para segregar totalmente la función habitacional de las restantes funciones urbanas, la ciudad central que reúne todavía lo más destacado del patrimonio arquitectónico, cultural y urbano con que cuenta la metrópoli, ha venido perdiendo consistentemente población, un proceso que además parece estar haciéndose extensivo a otras cuatro delegaciones de la capital, las que colindan con las cuatro centrales al norte, al oriente y al sur.7

Podríamos invocar para explicarlo el impacto de procesos "globales". Pero esta invocación no resiste una mínima aproximación comparativa. Otras mega ciudades, tanto en América Latina como en Europa, e incluso Estados Unidos, han venido experimentando, bajo condiciones diferentes, pero con algunos efectos muy semejantes, los impactos de la llamada globalización, sin que ello haya significado la pérdida de población en la ciudad central. Para citar sólo casos latinoamericanos: Buenos Aires (la capital Federal), sigue teniendo los aproximadamente 3 millones de habitantes con los que cuenta desde hace décadas (Pirez, 1994: cuadro 4. p. 26); y San Pablo sigue teniendo una amplia porción central, habitada sobre todo por las clases medias, que sólo hacia fines de los años ochenta ha manifestado cierta reducción de población (Caldeira, 2000:228-233).

Lo anterior no significa que en Buenos Aires y San Pablo no se adviertan síntomas semejantes a los que es posible observar en México, ya que también en estas ciudades se puede advertir durante los últimos artos el auge de las áreas residenciales cerradas, la rápida difusión de centros comerciales y recreativos planeados por el capital inmobiliario con una lógica (tansnacional y que tienden a producir burbujas que operan como dispositivos de segregación; la instalación de la cuestión de la seguridad y el discurso de la inseguridad y el miedo como inductores del repliegue de las clases media y alta sobre espacios asumidos como "seguros*’, entre otros. Es decir, aunque en grados diferentes, y probablemente con efectos menos ostensibles en Buenos Aires que en San Pablo, también en estas ciudades se pueden percibir cambios en las prácticas urbanas asociados a procesos de reestructuración social, a nuevos modelos residenciales y nuevas formas de segregación urbana y al rápido aumento de la movilidad individual y de sus formas por medio del automóvil entre las clases medias y a cambios en las modalidades y los espacios de consumo y de recreación que tienden a redefinir la relación con el espacio público.

En todo caso parece importante explorar en qué medida este rasgo relativamente específico de la ciudad de México está asociado a la forma aguda en que en esta mega ciudad se manifiesta actualmente a la crisis del espacio público. La observación de los componentes fundamentales de esta crisis seguramente puede ayudar a entender mejor las tendencias en curso y a repensar en qué medida sigue siendo todavía la ciudad concebida como realidad abierta y como espacio público una alternativa a la ciudad amurallada de la que nos habla Teresa Caldeira, refiriéndose al caso de San Pablo, pero con el mismo propósito que anima estas páginas, de comprender tendencias observables en muchas otras ciudades (Caldeira, 2000).

 

El orden reglamentario urbano y la crisis del espacio público

Manteniéndonos en un plano comparativo, es evidente que lo que podemos denominar como crisis del espacio público aparece asociado, en todas partes, a nuevos problemas de integración social que se manifiestan de formas más agudas en las grandes ciudades y, en particular, en las mega ciudades. Pero es más o menos obvio que estos problemas no han alcanzado en todas partes las mismas dimensiones, pues se despliegan en contextos sociales y urbanos que presentan evoluciones muy dispares.

Por ejemplo, una parte de la periferia parisina ha adquirido las características de espacios de exclusión, y de acuerdo con las estadísticas disponibles. París parece estar experimentando un ¡ncremento considerable de acciones delictivas (The Economist, 11, 17 de agosto de 2001) pero, con la excepción del fracasado modelo de los "grandes conjuntos" de vivienda social, continúa siendo en lo fundamental una ciudad "abierta", en la cual la suburbanización de las clases medias no constituye una forma de escapar de los "males" de la ciudad central, sino de las dificultades, en particular para las familias nucleares completas, de sufragar los costos monetarios de residir en ella. En contraste, Los Angeles, metrópolis del siglo XX y referente original del concepto de "megalópolis", desde el comienzo evolucionó como aglomeración policéntrica, impulsada por la utopia antiurbana de la ciudad fuera de la ciudad y del automóvil y la autopista como manifestación de las libertades americanas (Malí. 1996: cap. 9). Como contrapartida, en los años noventa se convirtió en paradigma de la ciudad segregada y de las murallas físicas y electrónicas (Davis, 1992, 1992a).

México, comparada con sus pares de América Latina, Buenos Aires y San Pablo, como hemos visto, presenta en forma relativamente temprana, un proceso de suburbanización que comprende, al igual que Buenos Aires, pero a diferencia de San Pablo, tanto a los sectores populares como a las clases medias, pero que a diferencia de lo ocurrido en las mega ciudades sudamericanas está acompañado de la tendencia al abandono de la ciudad central por parte de las últimas por medio de un modelo que ha intentado ser una réplica del modelo de los suburbia norteamericanos.

Es muy probable que este proceso en parte tenga sus orígenes en el desarrollo de un imaginario urbano, o más bien suburbano, que dio sustento al recurso a los espacios residenciales socialmente homogéneos y monofuncionales como dispositivo de construcción física de las distancias sociales en un contexto urbano marcado durante varias décadas por migraciones masivas constituidas por una población mayoritariamente pobre proveniente del interior del país. En todo caso, este imaginario suburbano parece haber tenido profundas consecuencias respecto de las formas de organización espacial y de gestión tanto de los espacios residenciales como de los espacios públicos. Cabe subrayar a este respecto que los espacios residenciales cerrados que en Buenos Aires y San Pablo se presentan como novedad en los años noventa (Caldeini. 2000: cap. 6 y Fidel, 1998), reconocen en México antecedentes considerablemente anteriores, ya que desde al menos los años setenta comenzaron a producirse "fraccionamientos" y conjuntos habitacionales de acceso controlado y desde mucho antes apareció, sobre todo en áreas más o menos centrales, lo que podríamos considerar su réplica en pequeña escala, las llamadas originalmente "privadas" y actualmente "condominios horizontales". Es decir, conjuntos de viviendas independientes que comparten un mismo acceso privado y que dependiendo de su tamaño y nivel económico cuentan también con ciertos equipamientos poseídos en copropiedad (condominio) como áreas recreativas, canchas de tenis, piscina, salón para fiestas, etc. Este modelo alcanza su apogeo en artos recientes, ya que prácticamente todas las nuevas viviendas destinadas a las clases medias ofrecidas actualmente por la promoción inmobiliaria, incluidas las correspondentes a los nuevos "conjuntos urbanos" que han venido a sustituir a los fraccionamientos, son desarrolladas bajo esta modalidad o, en su defecto, constituyen departamentos en condominio horizontal, que cuando el nivel económico del proyecto lo permite, buscan interiorizar los espacios recreativos y diversos servicios personales. Igualmente, el proceso de renovación que se insinúa en algunas áreas centrales de la ciudad se apoya en gran medida en este modelo, a través de la utilización de los predios en los que existían residencias de gran tamaño para la implantación de pequeños condominios horizontales.

¿Cuál es la importancia de todo esto respecto de la cuestión abordada? Que es posible sostener que se trata de dispositivos que al mismo tiempo que constituyen una respuesta a lo que podemos considerar una profunda crisis del orden reglamentario y cívico urbano, contribuyen a que la misma sea enfrentada a través de la balcanización o feudalización de la gestión urbana. Veamos por qué.

Lo que denomino como orden reglamentario urbano, es aquella parte de las normas jurídicas, y por siguiente del armazón del Estado de derecho, en gran medida correspondiente a la jurisdicción administrativa y judicial local, orientada a regular no sólo la organización del espacio urbano, cuestión que cae normalmente en la esfera de la llamada "planeación urbana", sino las características y el uso de los inmuebles privados, de los locales y equipamientos de uso público y los espacios públicos. Es decir, abarca, en una lista sin duda incompleta, aspectos tan variados como los reglamentos de tránsito, la regulación del transporte público, las características de las aceras, el uso, el equipamiento, el cuidado y vigilancia de los parques, plazas y paseos, el mobiliario urbano, la altura de las edificaciones y las características de sus fachadas, las obligaciones de los particulares respecto la limpieza y cuidado de las aceras situadas frente a los inmuebles que habitan o que utilizan para diferentes fines, las actividades comerciales y de servicio que se desarrollan en la vía pública y el dónde, cómo y cuándo tales actividades podrán ser llevadas a cabo, las características de los anuncios publicitarios y comerciales que se ven desde el exterior o que están situados en vías públicas; los horarios de funcionamiento, las características, los requisitos y localización de los locales públicos destinados al consumo de alimentos y bebidas, la música, el baile, los espectáculos.

En este sentido, los usos y significados actuales de los espacios públicos en la ciudad de México, no pueden ser entendidos sin tener en cuenta lo que podríamos denominar crisis de la relación ciudadana con la cosa pública, y por consiguiente con los espacios públicos. De este modo, por una parte se observa el despliegue de un sendo comunitarismo defensivo (y a veces muy agresivo) que en las áreas de clase media se expresa a través de reivindicaciones en tomo a la defensa del entorno urbano inmediato, buscando la protección del valor de la propiedad, el control de las extemalidades urbanas y la exclusividad de los espacios residenciales en tanto que dispositivo de distinción, a través de instrumentos como los planes de usos del suelo, y de lo que podríamos denominar como creciente "condominización de la ciudad". Pero por otra, este recurso a dispositivos jurídico-urbanísticos, implica la paradoja de la apelación a instrumentos públicos como un medio para garantizar el valor de la propiedad y la calidad y seguridad de la vida privada, en un contexto de incertidumbre y de prescindencia generalizada respecto de la vigencia efectiva de las normas que regulan la organización del espacio urbano y los usos legítimos del espacio público, más allá del entorno urbano inmediato del lugar donde cada uno habita. Entorno que, como acabamos de ver, puede reducirse —y parece tender a reducirse— progresivamente a la escala "condominiar o a la pretensión manifestada y, muchas veces realizada, de convertir en una suerte de condominio espacios residenciales que no lo son.

En estas tendencias convergen diferentes procesos y circunstancias: una estructura social sumamente polarizada; modos específicos de percibir y enfrentar la cuestión de la inseguridad; actitudes depredadoras respecto de los espacios y los bienes públicos; ignorancia generalizada, aplicación limitada y serías omisiones y deficiencia de regulaciones urbanas básicas relativas a la circulación, los usos permitidos de las vialidades y aceras, la publicidad en la vía pública, los derechos y obligaciones respecto de los espacios públicos contiguos a la vivienda, entre otros. Así, prácticamente hacia cualquiera de las dimensiones del orden reglamentario urbano que dirijamos nuestra mirada, encontraremos, por una parte, que las regulaciones presentan notables vacíos, u operan como letra muerta al haber sido ampliamente desbordadas por la generalización de prácticas que las ignoran. Y, por otra, que el espacio público es objeto de una gran diversidad de prácticas que lo deterioran, de las más diversas modalidades de apropiación para fines particulares y de diversas formas de privatización tanto por grupos de interés organizados como por colectivos vecinales.

Es imposible detenerse aquí en las múltiples manifestaciones de este fenómeno, pero lo que debe remarcarse es que tiene profundos impactos en la calidad del medio urbano y que sus manifestaciones más conspicuas contribuyen fuertemente a convertir el espacio público en un medio hostil, a través de una lógica sostenida en lo que Carlos Niño ha denominado una "anomia boba" (Niño. 1992); es decir, una situación donde la ignorancia y ausencia de respeto y aplicación de las normas, en este casos las correspondientes a lo que he llamado el orden reglamentario urbano, determinan que todos los habitantes de la ciudad resultemos igualmente perdedores.

Esta situación presenta algunas manifestaciones particularmente conspicuas por la importancia y masividad de las actividades con las que están relacionadas. Es el caso del servicio concesionado de transporte público, cuyos microbuses y choferes han sido definidos con razón como uno de los "imaginarios malignos" de la ciudad (Mandoki, 1998), pero también del individualismo exacerbado, prepotente e invasivo exhibido por gran parte de los automovilistas de clase media,8 el control absoluto ejercido sobre ciertas áreas de la metrópoli, por el comercio en la vía pública; la explotación sin freno de ciertas externalidades urbanas por parte de restaurantes, bares, locales nocturnos y anunciadores de todo tipo; y las manifestaciones generalizadas del encapsulamiento residencial de las clases medias.

Cuando observamos desde una perspectiva de conjunto lo que resulta como imagen general del modo en que diferentes clases sociales se relacionan con la ciudad y con el espacio público, es lo siguiente.

La movilidad consumo, y en general la reproducción de las mayorías populares, ha sido objeto de soluciones, en gran medida de bajo costo, que tienen efectos muy definidos en la estructura y los usos del espacio urbano. La movilidad cotidiana de estas mayorías (75 por ciento de los viajes intrametropolitanos son realizados en transporte público) se resuelve a través de dos medios fundamentales. En primer término, un sistema de bajo costo (directo pero no social) de microbuses, que proporciona un servicio de transporte de gran flexibilidad y tarifas reducidas, pero de baja calidad e inseguro. Sólo en el Distrito Federal circulan 28 000 de estos microbuses, los cuales saturan las principales vialidades y no cumplen con reglas elementales como realizar las paradas en lugares preestablecidos. En segundo término, el metro, un sistema moderno, de buena calidad y de elevado costo, a través del cual se subsidia la movilidad de los sectores populares, diseñado sobre todo para facilitar la realización de trayectos largos, pero que al estar diseñado con distancias relativamente largas entre estaciones y baja conectividad entre las distintas líneas, salvo en el centro de la ciudad, desestimula su empleo para recorrer trayectos cortos, lo que ha contribuido a la proliferación del transporte de superficie, inclusive en los mismos recorridos de las líneas del metro.

A su vez, el sistema de microbuses está vinculado, al proporcionar la movilidad a escala metropolitana, al desarrollo no planeado de extensas áreas habitacionales populares. Estas áreas, al mismo tiempo que son una solución a las necesidades habitacionales populares, han limitado enormemente los intentos de organización espacial de la metrópoli, al generar áreas urbanas que vinculadas funcionalmente a la ciudad central, y a otras áreas urbanas concentradoras de actividades económicas, presentan una deficiente conectividad interna, así como fuertes limitaciones en cuanto a su conectividad con el resto de la ciudad.

Por otro lado, el desplazamiento urbano de las multitudes populares y sus reducidos niveles de ingreso, se articulan con una, solución a los problemas de empleo, consistente en el uso intensivo y generalizado del espacio público como espacio para el desarrollo del comercio y los servicios populares, así como de una gran variedad de servicios informales dirigidos a las clases medias y relacionados en gran medida con el uso del automóvil (lavacoches, acomodadores, cuidadores, venta de artículos en los semáforos). Así, a escala metropolitana, aproximadamente uno de cada cinco trabajadores tiene como lugar de trabajo el espacio público.

Esta presencia y uso intensivo de la ciudad y su espacio público por parte de los sectores populares, se vincula a su vez con las formas en que ha evolucionado la inserción en la ciudad de los espacios residenciales ocupados por las clases medias y la clase alta, asi como con el uso y la relación que dichas clases tienen con la ciudad y en particular con los espacios públicos.

Como ya hemos mencionado, los espacios residenciales destinados a estas clases son crecientemente organizados o reorganizados como enclaves orientados hacia la homogeneidad social y hacen uso de diversos dispositivos de clausura respecto del espacio urbano circundante: fraccionamientos de acceso controlado, condominios de viviendas independientes cerrados hacia el exterior, áreas residenciales originalmente abiertas que incorporan dispositivos de cierre y control (barreras, rejas, casetas de vigilancia), procediendo de este modo a la privatización no sólo de las calles, sino incluso en muchos casos de equipamientos públicos, parques por ejemplo, que se encuentran dentro del área cuyo acceso ahora es controlado.

Al mismo tiempo estas clases abandonan crecientemente el uso peatonal de la ciudad y los espacios públicos "clásicos" (parques, plazas, calles comerciales), desarrollando sus actividades extradomésticas en espacios especializados en los cuales tienden a concentrar sus actividades de consumo y de recreación y en los que reencuentran la homogeneidad social de su espacio residencial y creen obtener una seguridad que perciben que la calle y los espacios públicos tradicionales no les ofrecen. Su vinculación con estos cobra entonces un carácter puntual, por ejemplo: acceder en automóvil hasta la puerta de un restaurante situado sobre una avenida, donde el vehículo será recibido por un servicio de valet parking.

Por supuesto, en la ciudad de México siguen existiendo espacios típicos de la ciudad moderna, en los cuales convergen múltiples usos, actividades) y grupos sociales.9 Dichos espacios, situados fundamentalmente en la ciudad central, corresponden a lo que originalmente fueron los espacios residenciales de clase media y alta, a través de los cuales la ciudad se expandió desde principios de siglo hasta aproximadamente los artos cuarenta. O que, como el centro de Coyoacán, al sur de la capital, fue originalmente un núcleo urbano que no formaba parte de la ciudad. Estos espacios típicamente modernos en el sentido señalado, pudieron evolucionar de este modo porque no fueron constreñidos por las regulaciones que bloquean la transformación de áreas residenciales producidas posteriormente, las cuales fueron ya concebidas como espacios puramente residenciales, al estilo de los suburbia norteamericanos, aun cuando en la actualidad ya muchos de ellos no poseen una localización periférica.

Tiende de este modo a defilnirse una determinada organización socioespacial de los espacios residenciales de la mega-ciudad y una polarización de las prácticas relacionadas con su uso. Esta polarización expresa la organización de una coexistencia de los sectores populares con las clases medios y alta que implica que los primeros y sus prácticas tiendan a ser dominantes, con algunas excepciones importantes, en la calle y los espacios públicos tradicionales, y los segundos se desentiendan de ellos en la medida que de acuerdo con sus prácticas sólo operan como lugares de tránsito en automóvil entre enclaves y locales de usos especializados y socialmente homogéneos.

Así, las clases medias y la clase alta tienden a replegarse sobre sus espacios residenciales y sobre espacios públicos bajo control privado socialmente segregados, adoptando una actitud indiferente respecto del espacio público "clásico", salvo en lo que se relaciona con sus necesidades de desplazamiento. Tanto este repliegue como esta actitud indiferente tienen vastas consecuencias, porque implican que la ciudad en cuanto tal es asumida como una realidad ajena y en cierto modo irredimible, y con ello sus apuestas fundamentales respecto de ella quedan reducidas al control del ámbito donde se localiza su vivienda, respecto del cual de lo que parece tratarse para ellas es de limitar su carácter de espacio público.

Las clases populares, por su parte, usan intensivamente el espacio público tradicional, colonizándolo a través de sus prácticas económicas, de movilidad, de consumo y de recreación. Imponen sobre ellos su propia estética, marcada por la ausencia de una cultura cívica que permita asumir lo público como propio y al mismo tiempo de todos, y por consiguiente como algo que debe ser respetado y cuidado. Esta actitud tiene su contrapartida en el individualismo anómico de las clases medias,10 expresado en la actitud de primero yo, mi comodidad, mi libertad de movimiento y mi propiedad, las que se traducen en un conjunto de prácticas que resultan igualmente depredadoras y en formas de uso y apropiación del espacio público indiferentes al bien común.

 

Conclusiones

Junto con los procesos ya referidos que estarán operando como factores inductores de los cambios observables en las prácticas urbanas, la antropología cultural ha enfatizado el papel de los medios de comunicación electrónica y las nuevas tecnologías de la información, y la imposibilidad física para el habitante de las mega ciudades de contar con referentes comunes y de participar en la esfera pública, sino a través de estos medios, en el repliegue sobre la esfera doméstica de una amplia proporción de los citadinos (García Canclini, 1997, 1995). Sin embargo, creo que existen buenas razones para sostener que estos efectos de anclaje en la esfera doméstica observables sobre todo en las clases populares y en una parte de las clases medias, y de extensión de la esfera privada en la esfera pública, a través del automóvil-cápsula, la privatización de los espacios residenciales y la recreación de los espacios públicos como lugares "rigurosamente vigilados", no son el producto directo de los diversos procesos y tendencias invocados (polarización social, cambios en la movilidad y en las formas de consumo, papel de los medios electrónicos, etc.). Y no lo son porque están mediados por el tipo de respuestas que a través de las formas de producción del espacio urbano V de gestión de la ciudad, y en general, del orden urbano, se están dando a las nuevas circunstancias y de una crisis del orden reglamentario urbano cuyos orígenes son anteriores a tales circunstancias.

Es cierto que el espacio público ya no desempeña el papel que tenía hasta mediados del siglo pasado y que por consiguiente no se trata simplemente de lamentar los cambios, sino de entender que los nuevos espacios públicos desempeñan funciones en muchos casos semejantes a las desempeñadas por los espacios públicos clásicos y que, al igual que éstos, también guardan una estrecha relación con formas específicas de consumo. Por lo demás, podemos estar de acuerdo con García Canclini en que el "consumo sirve para pensar''.11

Es cierto también que los medios electrónicos han suplantado en buena medida el papel de los espacios públicos como ámbito de participación en la esfera pública. Pero es también igualmente cierto que allí donde la organización espacial de las actividades urbanas, la vivienda y los dispositivos físico-espaciales que ofrece la ciudad, lo hacen posible, una parte significativa de la vida cotidiana, de la recreación y el disfrute de bienes culturales y de la sociabilidad siguen teniendo lugar en espacios públicos. Incluso en una ciudad como México, donde las costumbres y las distancias sociales tienden a valorizar el espacio privado como espacio de sociabilidad, se advierte no sólo una intensa y socialmente diversa apropiación, sino también un notorio "apetito" de espacio público. Pero en ello ocurre precisamente en los pocos lugares donde la convergencia, en cierta medida fortuita, de una traza y una imagen urbanas propicias, la coexistencia de diferentes actividades y ofertas recreativas, culturales y comerciales y de públicos diversos y por lo mismo, la experiencia de sentirse seguro en el seno de la multitud, lo hacen posible. Hasta cierto punto, paradójicamente, estos escasos lugares —en el sentido fuerte del término— en la medida que tienden a concentrar prácticas urbanas que, en un contexto urbano diferente estarían distribuidos en un gran número de lugares, parecen tender, por saturación, a ser víctimas de su propio éxito.

Sin duda en un conglomerado urbano de 18 millones de habitantes si bien, tal como parecen mostrarlo algunas investigaciones recientes, no dejan de existir lugares y símbolos que operan hasta cierto punto como referentes urbanos compartidos de modo generalizado (Nido, 1998), es imposible pretender que las prácticas urbanas estén estructurados por medio de una jerarquía ordenada y fácilmente legible de centralidades y referentes espaciales. Es inevitable, por consiguiente, que las experiencias urbanas de los habitantes de la metrópoli resulten múltiples y hasta cierto punto fragmentadas. ¿Pero debe esto necesariamente implicar el repliegue y la decadencia irreversible de las prácticas urbanas que se desenvuelven en el espacio público precisamente por ser espacio público? ¿La figura del citadino cosmopolita capaz de desenvolverse con soltura entre extraños y de aplicar las reglas inscritas en un saber práctico que podemos definir como el de la urbanidad y el civismo, será efectivamente una especie definitivamente en extinción? ¿Es que al ser expulsado de su "hábitat natural por el temor y el desorden, habrá de replegarse necesariamente en el espacio privado de su casa o en el privatizado de su seudo comunidad o de los espacios comerciales de uso público en los cuales "la casa se reserva el derecho de admisión"?

En todo caso no debemos engañarnos, como ya lo planteó la sociología desde comienzos del siglo pasado, la gran ciudad, y en general la ciudad moderna, es la negación histórica de la comunidad basada en el terruño, el apego a lo conocido y familiar y el rechazo del extraño. Sustituir la experiencia de la modernidad urbana por la de feudos residenciales amurallados, guetos populares abandonados a su propia suerte por el Estado, y espacios monofuncionales del capital, sin duda es una posibilidad, pero no la única ¿Pero acaso será que como parecen inducirnos a pensar sociólogos como Castells, la sociedad de la información trae consigo la construcción de una ciudadanía global y de comunidades virtuales que existen en el espacio de los flujos y pueden prescindir del espacio de los lugares, en tanto que los nuevos desheredados, los puestos a un lado por la globalización, habrán de permanecer aferrados a lugares crecientemente desvalorizados y a la pantalla brillante del televisor? (Castells, 1998: cap. VI). Creo que se trata de una visión extremadamente hiperbólica de la última modernidad. El espacio de los lugares sigue siendo tan importante como siempre, incluso para la organización de las redes electrónicas y, tanto para los ricos como para los pobres.

La respuesta a la pregunta sobre la extinción del citadino cosmopolita debería ser por consiguiente un contundente no, y lleva implícita una apuesta en sentido contrario. ¿O acaso es posible suponer que ciudades amuralladas puedan ser un medio propicio para la construcción de sociedades abiertas y plurales?

 

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Notas

1 Retomo este párrafo y algunas referencias utilizadas en el siguiente apartado del protocolo de un proyecto de investigación en cuya elaboración final participó Ángela Giglia.

2 A este respecto resulta sumamente ilustrativo el trabajo de Baldwin, 1999.

3 Los datos mencionados fueron elaborados con base en los Censos Generales de Población y Vivienda de 1970 y 2000 y el Conteo General de Población y Vivienda realizado en 1995.

4 Estimación realizada con base en las áreas geoestadísticas básicas definidos en el Censo General de Población y Vivienda de 1990.

5 Para un desarrollo pormenorizado del papel jugado por la urbanización popular en la ciudad de México, véase Duhau, 1998: capítulo 3.

6 En el Censo General de Población y Vivienda de 2000 se entiende por vivienda independiente la casa unifamiliar que posee entrada independiente, se encuentre o no localizada en un conjunto habitacional o condominio. En las áreas de clase media se trata de viviendas desarrolladas predominantemente en dos niveles; en conjuntos habitacionales generalmente de viviendas conocidas como "dúplex"; y en los barrios populares de viviendas construidas generalmente en un nivel, aunque pueden contar con dos y hasta tres niveles.

7 Las delegaciones Gustavo A. Madero, Azcapotzalco e Iztacalco, perdieron en conjunto más de 105 000 habitantes entre 1990 y 2000, y la Delegación Coyoacán, cuya población todavía aumentó entre 1990 y 1995, perdió algo más de 15 000 habitantes entre 1995 y 2000.

8 En relación con el tráfico en la ciudad de México se puede afirmar, tal como lo hace Caldeira para San Pablo, que el mismo revela que la gente usa las calles de acuerdo con su particular conveniencia y no parece estar dispuesta a sujetarse a reglas generales o a respetar los derechos de los demás. (Caldeira, 2000:316).

9 Es importante enfatizar, sin embargo, que tales espacios destacan por ser muy pocos y estar permanentemente amenazados por los estragos que produce la "anomia boba".

10 El concepto de individualismo anómico lo tomo de Girola, 2001.

11 Luego de discutir diferentes formas de abordar los significados del consumo y su papel cultural y político, este autor concluye, con base en argumentos sin duda plausibles, que "—debemos admitir que en el consumo se construye una parte de la racionalidad integrativa y comunicativa de una sociedad" (García Canclini. 1995: 45).

 

Información sobre el autor

Emilio Duhau. Doctor en Urbanismo por la Universidad Nacional Autónoma de México. Sociólogo por la Universidad de Buenos Aires. Maestro en Desarrollo Urbane por El Colegio de México. Es profesor-investigador en el Área de Sociología Urbana de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Actualmente es coordinador de la Maestría en Planeación y Políticas Metropolitanas. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores, nivel 2. Desde hace años desarrolla investigación en problemas relacionados con el gobierno, las políticas y la gestión urbanas. Sus libros más recientes: Habitat Popular y Política Urbana, Porrúa, México, 1998; editor con A. Azuela, Evictions and the Right to Housing, IDRC, Toronto, 1998; coautor de Política urbana y urbanización de la política, 1989, y de Gestión urbana y cambio institucional, 1993; coautor con Martha Schteingart de "Gobernabilidad y pobreza. El papel de los municipios y las políticas sociales", en Estudios Demográficos y Urbanos, vol. 13, núm. 2, CEDDU, El Colegio de México, mayo-agosto de 1998. Correo electrónico: erdl@hp9000a1.unam.mx

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