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Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.7 no.28 Toluca abr./jun. 2001

 

Espacio urbano y segregación étnica en la ciudad de México

 

Cristina Oehmichen

 

Universidad Nacional Autónoma de México.

 

Resumen

El artículo reflexiona en torno a la manera en que la desigualdad social, que emana de las relaciones indomestizas, se expresa en el espacio físico de la ciudad de México. El espacio (habitado o apropiado) funciona como una especie de simbolización del espacio social. La forma física de la ciudad expresa situaciones de cooperación y competencia, a la vez que muestra las relaciones de los actores sociales con el entorno. En México, al igual que en otros países de Latinoamérica, la categoría indígena ha constituido históricamente una condición minusvalorada. Pertenecer a aquélla comporta una identidad negativa que resta posibilidades de vida a los individuos y los inhabilita para la plena aceptación social. Por esta razón, quienes son identificados como indígenas enfrentan situaciones de competencia desventajosa en su lucha por el empleo, la vivienda, la educación, la salud, la justicia y otros ámbitos de la vida social.

 

Abstract

This article analyses how social inequality in Indian-mestizo relations is expressed in Mexico city's physical space. Appropiated or inhabited space functions as a symbolic construction of social space. In the competition for urban space, belonging to a Indian group or community brings about specific consequences. As in other Latin American countries, "Indianess" has historically meant a condition of subordination, which supports a negative identity that limits possibilities for individuals and reduces their full acceptance in society. Indians must face unfair competition in their struggle for jobs, home, education, health, and justice. Forced into social marginality, they must interact as ethnic minorities.

 

Introducción

Este artículo tiene el propósito de reflexionar en torno a la manera en que la desigualdad social, que emana de las relaciones indomestizas, se expresa en el espacio físico de la ciudad de México. Parto de considerar que el espacio (habitado o apropiado) funciona como una especie de simbolización del espacio social.

La forma física de la ciudad expresa situaciones de cooperación y competencia, a la vez que muestra las relaciones que los actores sociales mantienen con el entorno. En la competencia por el espacio urbano, la pertenencia a determinadas categorías sociales adquiere características específicas. En México, al igual que en otros países de Latinoamérica, la categoría indígena ha constituido históricamente una condición minusvalorada. Pertenecer a aquélla comporta una identidad negativa que resta posibilidades de vida a los individuos y los inhabilita para la plena aceptación social. Por esta razón, quienes son identificados como indígenas enfrentan situaciones de competencia desventajosa en su lucha por el empleo, la vivienda, la educación, la salud, la justicia y otros ámbitos de la vida social. Tienden a ser colocados en una situación de marginalidad social, entendiendo por ello el estado de quien, en parte y bajo ciertos aspectos, está incluido en un grupo social y, en parte, y bajo otros aspectos, es ajeno al mismo. Al igual que otras colectividades culturales que interactúan en calidad de minorías étnicas, los migrantes indígenas se encuentran en una posición de marginalidad, pues, en ciertos aspectos, son reconocidos como miembros de la nación, y en otros, son considerados como extranjeros. Son reconocidos como miembros de la nación, pero carecen de derechos específicos. Son incorporados como fuerza de trabajo, aunque generalmente en ocupaciones mal pagadas y carentes de derechos laborales. Son residentes en las ciudades, pero se les conmina a que regresen a sus pueblos. Tienen derecho al libre tránsito, pero su presencia en las ciudades es motivo de conflicto. Se les considera, en fin, extraños.

En la ciudad de México no hay espacio que no exprese las jerarquías y las distinciones sociales de acuerdo con los valores de la sociedad dominante. De hecho, el espacio social se retraduce en el espacio físico, aunque de manera más o menos turbia (Bourdieu, 2000: 120-121). En el caso de la ciudad de México, la distinción indio/mestizo se expresa en el espacio físico. Entre las representaciones sociales que son expresadas por la población de la ciudad de México, existe la tendencia a identificar "lo indígena" con personas pertenecientes al medio rural, con el trabajo agrícola, o con los sectores más depauperados de la población urbana. Dichas representaciones, que tienen un origen colonial, muestran que difícilmente puede aceptarse la presencia indígena en las ciudades.

Como se sabe, la ciudad de México fue fundada en el periodo prehispánico. Sobre un islote se construyó la ciudad mexica, que pronto se convertiría en una de las más poderosas e importantes de la América precolombina. Para 1523, una vez consumada la conquista europea, fue construida la ciudad española sobre las ruinas de Mexico-Tenochtitlan. El carácter europeo que adquirió la ciudad se vio favorecido por el establecimiento de una segregación residencial que separó a las dos Repúblicas: la de Indios y la de Españoles.

La segregación étnica prohibió a los indios residir en el interior de la ciudad, por lo cual se asentaron en los barrios situados fuera de la traza de la ciudad española. Los barrios de indios congregaron la fuerza de trabajo utilizada por los españoles: la servidumbre, los mozos, los obreros de la construcción y los artesanos vivían en ellos. Alejados de la traza urbana, pero en las inmediaciones de la ciudad de México, existían diversos pueblos creados en el periodo precolonial en las riberas de los lagos de la antigua cuenca de México. Dichos pueblos aportaron una rica y variada producción agrícola a la antigua Tenochtitlan, lo que continuo durante el periodo colonial, pero ahora al gobierno virreinal, a través del pago de tributos.

La distribución socioespacial de la población en el periodo colonial marcó profundamente el desarrollo histórico de la ciudad y una serie de características relacionadas con la presencia indígena, mismas que subsisten hasta nuestros días. La dicotomía urbano/rural se incorporó como atributo para identificar a los españoles y los indios, y, posteriormente, para distinguir a los mestizos (o ladinos) de los indios. De ahí que Bonfil señalara:

Algo pocas veces reconocido explícitamente y casi siempre soslayado en los marcos conceptuales de análisis de la dicotomía rural/urbano, es el hecho de que las ciudades latinoamericanas son y han sido históricamente el asiento y el espacio del colonizador (Bonfil, 1991: 33).

 

La ciudad multicultural de hoy

Actualmente, la ciudad de México cuenta con aproximadamente 18 millones de habitantes, por lo que es considerada una de las más grandes y pobladas del mundo. Su crecimiento obedeció tanto al incremento demográfico de la población nativa como a los flujos migratorios provenientes de diversas partes del país, principalmente del centro de México.

Las migraciones del campo a la ciudad fueron motivadas por el crecimiento industrial y urbano de las décadas de 1940 a 1960. Hacia finales de los años sesenta, las migraciones hacia la ciudad de México se intensificaron debido a que la crisis agrícola, el crecimiento poblacional, la centralización de las actividades productivas y la falta de inversión en el campo dejaron en la pobreza a miles de familias. Estas condiciones se agravaron en las décadas siguientes, a la vez que se diversificaron los lugares de destino de los migrantes indígenas.

La pluralidad cultural de la ciudad de México se incrementó con la llegada de miles de migrantes indígenas provenientes de todo el país, aunque destaca la presencia de los originarios del centro y sur de México. De acuerdo con el censo de 1990, en la ciudad radicaban de forma permanente alrededor de 800 mil personas, cuyo jefe de familia o cónyuge era hablante de alguna de las 63 lenguas originarias del país (INEGI, 1993). A esta población hay que agregar las personas que son migrantes de segunda o tercera generaciones, hijos y nietos de migrantes que nacieron y se socializaron en la ciudad de México. Por lo general, estas personas ya no hablan lenguas indígenas, aunque la entienden. En diversos casos mantienen y reproducen los vínculos que los unen con la comunidad de origen de sus padres y abuelos, con quienes comparten tradiciones y símbolos comunes.

A los indígenas que son residentes permanentes en la capital del país hay que sumar un número indeterminado de migrantes temporales que llegan a trabajar por cortas temporadas, ya sea como peones en la industria de la construcción, para vender algunas mercancías o, en algunos casos, para vivir de la mendicidad y de la prostitución.

Un elevado número de indígenas que radica en la capital está integrado por trabajadoras domésticas que residen en casas de sus patrones y que los fines de semana regresan a sus pueblos o se reúnen en la ciudad con parientes y paisanos.

La población indígena tiene sus lugares de residencia en las 16 delegaciones del Distrito Federal y en los 27 municipios conurbados del Estado de México que la integran. Sin embargo, su presencia se densifica en el centro de la ciudad y en las periferias noreste y oriente de la zona metropolitana.

La dimensión de género que arrojan los datos censales llama la atención al observar que en algunas delegaciones, donde predominan colonias populares como Iztapalapa, la proporción entre hombres y mujeres fue equilibrada, al igual que en los municipios conurbados del Estado de México; sin embargo, en delegaciones que cuentan con zonas residenciales de clases media y alta, como Benito Juárez, Alvaro Obregón, Coyoacán, Miguel Hidalgo, Magdalena Contreras y Tlalpan, fue más elevado el número de mujeres. Seguramente, esto se debe a que trabajan como empleadas domésticas y residen en casa de sus patrones. Al analizar estos mismos datos por grupos de edad, tenemos que la mayor concentración de mujeres en estas delegaciones se dio en el grupo de 15 a 19 años (INEGI, 1993).

De acuerdo con el mismo censo, las lenguas indígenas mayormente habladas en la ciudad de México fueron el náhuatl, con 49 912 hablantes; el otomí, con 32 321; el mixteco, con 30 379; el zapoteco, con 25 557, y el mazahua, con 12 827; con menos de 10 mil y más de mil hablantes se registraron el mazateco, maya, purépecha, huasteco, tlapaneco y chinanteco. Aquí se incluye a hablantes de náhuatl y otomí que son parte de la antigua población de la cuenca de México y que mantienen su lengua, aunque el censo no establece esta distinción. También ha llegado a la ciudad un número importante de hablantes de triqui, chocho, tzeltal, cuicateco, amuzgo y tarahumara, este último con 151 hablantes.

No hay una manera única de ser indígena en la ciudad de México, pues las culturas e historias regionales de los migrantes son diversas. Tampoco se puede generalizar respecto a la manera en que reproducen y manifiestan sus identidades. Existen diversas formas de incorporación de los indígenas a la ciudad, así como diversas estrategias para ganarse la vida. Sus patrones de migración varían de acuerdo con la época en que llegaron a la ciudad, la oferta de empleo, la disponibilidad de vivienda, así como la especificidad de los grupos en cuanto a su cultura, situación social y escolaridad. Los indígenas conforman un mosaico diverso en lo cultural y variable en su inserción en la estructura urbana.

A través de las redes de parientes, los migrantes consiguen empleo y vivienda durante los primeros meses de su llegada a la ciudad. La continuidad de los patrones de organización y reproducción comunitaria indígena en la capital se sostienen fundamentalmente a través de los vínculos de parentesco. La relación social comunitaria se reproduce en la ciudad y se legitima al interior del endogrupo a través de los vínculos parentales. Estos vínculos constituyen un elemento definitorio de la pertenencia a la comunidad y uno de los capitales sociales más importantes con los que cuentan los indígenas para sobrevivir en un medio hostil. A través de las relaciones parentales se naturaliza el vínculo social. Este proceso de naturalización del vínculo social se integra como una creencia que obliga a los miembros de la comunidad a la lealtad y a la reciprocidad con los miembros de su grupo, con quienes comparten un origen y ancestros comunes, un pasado (real o inventado) que se ratifica a través de las tradiciones. Los migrantes indígenas han conformado comunidades extraterritoriales, es decir, comunidades que se extienden más allá de los límites de sus pueblos de origen, que radican en una o más regiones y a veces en más de un estado nacional, sin que ello signifique la pérdida de su pertenencia comunitaria. La relación parental y el matrimonio endogámico permiten la reproducción de la comunidad en contextos migratorios.

Los migrantes indígenas (al menos los de primera generación) contribuyen al sostenimiento de las comunidades rurales de las que salieron y es frecuente que tengan gran capacidad de decisión para incidir en los asuntos que atañen a sus pueblos de origen. Contribuyen a las mejoras de sus pueblos por medio de las faenas, así como al sostenimiento de los que se quedan. Muchos regresan a sus pueblos para realizar el trabajo agrícola durante las épocas de siembra y de cosecha. El resto del año trabajan como vendedores de flores, frutas, artesanías y productos industrializados, o como peones en la industria de la construcción, albañiles, empleadas domésticas, o laboran en avenidas y cruceros limpiando parabrisas. Se trata, por lo general, de empleos inestables en la economía informal, cuyos ingresos son reducidos (de 6 a 10 dólares por día de trabajo), carentes de todo tipo de seguridad social.

Los indígenas migrantes de segunda y tercera generaciones que nacieron y se socializaron en la ciudad, presentan variaciones en cuanto a su adscripción y manejo de identidad, así como de sus proyectos a futuro. La pertenencia de los jóvenes a su grupo étnico pasa por la autoaceptación de su filiación y por la consiguiente ruptura o ampliación de las fronteras étnicas del grupo para retenerle.

Pese a su origen rural y a sus permanentes vínculos con las localidades de origen, los indígenas metropolitanos se han constituido en un sujeto social diferente al rural. Conservan las líneas de continuidad con los elementos culturales que portan desde sus lugares de origen, pero, a la vez, dichos elementos son reformulados y adaptados permanentemente en la urbe. Como habitantes de la ciudad, son portadores de una serie de demandas específicas que los asemejan a otros sectores urbano-populares.

Desde esta perspectiva, lo que hace diferentes a los indígenas en relación con la mayoría mestiza es precisamente la capacidad que tienen para reproducir a su comunidad fuera del territorio ancestral o de origen, así como el hecho de contar con redes comunitarias que les permiten enfrentar con mayor eficacia los procesos de empobrecimiento que trae consigo la reforma neoliberal.

Con una identidad cuya especificidad cultural se remite al lugar de origen, los migrantes indígenas tienden a conformar frentes de lucha que apelan al pasado común y a la pertenencia étnica. A través de estos frentes buscan solucionar un conjunto de necesidades básicas, como su acceso al empleo, al comercio y a la vivienda. En diversos casos, buscan reconstruir sus espacios territoriales en la ciudad de manera que puedan reproducir los patrones de asentamiento y distribución familiar del grupo. La lucha por obtener reivindicaciones de tipo étnico no parece ser tan evidente como sucede en otras regiones del país; sin embargo, la identidad étnica está presente en la acción social para luchar por intereses comunes.

Las relaciones de los migrantes indígenas con el Estado son variables. Existen desde aquellos que han entablado una relación clientelar con los partidos políticos, instituciones gubernamentales y eclesiásticas, así como los grupos que tienen propuestas económicas rentables y/o demandas políticas independientes. Los indios en la ciudad han desarrollado ricas e imaginativas formas para sobrevivir y reproducir su identidad, la cual adquiere un carácter urbano.

 

Procesos de integración y segregación espacial

Al igual que en sus lugares de origen, en la ciudad de México los indígenas se encuentran en una condición de minoría étnica; sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en el medio rural, donde los contactos con los agentes de la categoría mestiza suelen ser menos frecuentes, la relación cara a cara entre indios y mestizos en la ciudad es un hecho de todos los días. Indígenas y mestizos entablan relaciones cotidianas al compartir y competir por el espacio físico de la ciudad. La lucha por la vivienda y el trabajo y el uso en común del transporte y de los lugares públicos los pone en contacto diario.

No obstante la creciente presencia de los indígenas en la ciudad, no ha habido una transformación sustancial del sistema de distinciones y clasificaciones sociales que tiendan a colocarlos por debajo de los mestizos. La competencia por el espacio y por las posiciones sociales puede parecer más difusa en la ciudad que en las tradicionales "regiones interculturales de refugio". Esto se debe a que en la metrópoli las fronteras físicas que separan a los indios de los mestizos no se encuentran tan claramente delimitadas. No obstante, esto no significa que no existan fronteras. El contacto cotidiano entre miembros de ambas categorías puede hacer que las confrontaciones interétnicas sean más agudas, aunque también más indefinidas.

En la capital del país las fronteras étnicas no siempre corresponden a las fronteras físicas que separan a las categorías sociales. No existen, por ejemplo, barrios o guetos que se distingan sobre bases étnicas; sin embargo, son frecuentes los vecindarios étnicos que agrupan a personas de una misma comunidad de origen y a sus descendientes. En el caso de los mazahuas, otomíes y triquis, dichos vecindarios se encuentran dispersos en el área metropolitana, aunque suelen concentrarse en las áreas más deterioradas del Centro Histórico y en las zonas periféricas más pobres de la ciudad, en virtud de que las líneas de diferenciación étnica suelen corresponderse con las de clase.

La disposición de los asentamientos indígenas está ligada al proceso de urbanización de la capital, cuya configuración expresa la competencia —pretérita y contemporánea— por espacios valorados de manera desigual. El suelo urbano se tasa en función del equipamiento y los servicios, y de su ubicación. Además, se valoriza de manera desigual en función de su reconocimiento como capital cultural al estar inscrito en la lucha simbólica por el prestigio y el status. Esta lucha propicia la expulsión de los más desprotegidos hacia las zonas menos favorecidas, lo que hace que los inmigrantes indígenas tengan sus vecindarios al lado de los mestizos pobres y de otros inmigrantes rurales.

En la capital del país los indígenas viven un segundo proceso de etnicización,1 en la medida en que se ensancha la brecha que separa la cultura y el territorio. Con la migración cambia el contexto en que indios y mestizos entablan relaciones, mas no el sistema de distinciones y clasificaciones sociales: cambia el contexto de interacción, mas no la estructura de significados atribuidos a una y otra categorías de adscripción. Las comunidades indígenas forman parte de unidades administrativas más grandes e inclusivas, articuladas con un sistema mayor, regional, nacional y mundial. Esto hace que los migrantes indígenas experimenten en las ciudades un segundo proceso de etnicización, en virtud de que estas clasificaciones sociales forman parte de condiciones históricas y sociales ligadas a la construcción cultural de la nación.

Así pues, aunque la presencia indígena en la ciudad de México haya sido una constante a lo largo de la historia, existe igualmente un continuado proceso de construcción de estereotipos que ubican a los indígenas como gente del campo, ligada a la agricultura y al peonaje. Dicha identificación tiene un importante trasfondo histórico. Desde la Colonia los indios fueron lanzados hacia los barrios que conformaban la periferia de la ciudad. La sociedad indígena urbana vivió un proceso de ruralización y de cambio en cuanto a su condición laboral, al ser identificada dentro de categorías de menor prestigio: la agricultura, el peonaje y la servidumbre, en tanto que los blancos se reservaron el trabajo urbano. Por tanto, al erigirse a las ciudades como núcleos del poder y de conquista, la colonización fue responsable de segregar al otro al mundo rural y, por tanto, de identificar las representaciones colectivas sobre la alteridad con el contraste rural-urbano (Feixa, 1993).

Hoy, la población indígena migrante en la ciudad de México se concentra en el Centro Histórico, fundamentalmente en las delegaciones Cuauhtémoc y Venustiano Carranza. Se aloja en viejas vecindades, en bodegas del mercado de La Merced, en lotes baldíos y en edificios públicos. Realiza distintos tipos de actividades, con predominio del comercio informal y callejero, el peonaje y los trabajos mas agotadores y peor retribuidos. Otro segmento importante de la población migrante se encuentra asentado en las periferias oriente y noroeste de la ciudad. Estos asentamientos son de reciente creación. Los indígenas se ubican en espacios donde el terreno es más barato, dada la escasez de agua; en terrenos poco propicios por haber sido lechos de antiguos lagos. Se trata de una periferia a la que llegaron los que lograron conseguir terrenos a bajo costo, pero carentes de servicios. Las viviendas son autoconstruidas a través del trabajo familiar y se suele esperar algunos años antes de que se introduzcan los servicios básicos, como agua entubada, drenaje y recolección de basura, entre otros. Finalmente, los indígenas migrantes se encuentran también en espacios intersticiales, es decir, en zonas de clases media y media alta. Se trata de predios cuya posesión es irregular. Unos son terrenos baldíos y otros son casas abandonadas o en litigio.

En cada uno de estos espacios urbanos es posible identificar diferentes problemáticas, así como características específicas con las que los migrantes indígenas viven su relación con los mestizos de la ciudad, como veremos a continuación.

 

El Centro Histórico

El Centro Histórico de la ciudad es uno de los más vivos ejemplos de la situación de vulnerabilidad que viven los indígenas en la ciudad de México. Su ubicación en esta parte de la ciudad obedeció a que la competencia desventajosa por el empleo y el espacio urbanos los colocó en la principal puerta de entrada por la que ingresaba la mayoría de los inmigrantes rurales pobres a la ciudad: La Merced y su área de influencia. Ubicada en el corazón central de la ciudad, desde los años treinta La Merced se consolidó como el centro de abastecimiento y principal mercado de distribución mayorista de alimentos de la ciudad de México y de los estados circunvecinos. En ella se localizaban las principales terminales de autobuses foráneos y vías de comunicación que unían al campo con la ciudad. Contaba, además, con viviendas de rentas bajas destinadas a alojar a la masa laboral desposeída que se fue ubicando en lóbregas vecindades creadas con la subdivisión de las viejas y deterioradas casonas que las élites habían ido abandonado. Esto permitiría a los bodegueros de La Merced abatir los costos de reproducción de la fuerza de trabajo, acrecentar su capital y consolidar su poder monopólico sobre la comercialización hortofrutícola de la ciudad.

Años mas tarde, a principios de los sesenta, Enrique Valencia encontró en La Merced una enorme masa laboral desposeída y

...un número sensible de vendedores indígenas, exclusivamente mujeres y, según nuestras observaciones, únicamente mazahuas... De entre los migrantes rurales, los indígenas como los mazahuas son los que viven en peores condiciones. A más de la pobreza, los patrones culturales divergentes contribuyen a hacer más precarias sus formas de vida en la ciudad (Valencia, 1965: 217).

La Merced y su área de influencia continúan siendo hasta hoy lugares importantes para el comercio y la vivienda para un gran número de mazahuas, triquis, otomíes, mazatecos y mixtecos. Hoy, la zona de influencia de La Merced se extiende hasta la Central de Abasto, donde laboran gran número de migrantes indígenas como cargadores, diableros, macheteros y encargados de bodegas. Algunos de ellos se han desplazado hacia otros rumbos de la ciudad y han adquirido nuevos espacios para sus viviendas, sobre todo en la periferia oriente y nordeste de la ciudad.

En el caso de los mazahuas del Estado de México, al igual que sucede con otros grupos que radican en el centro, la migración interna no ha significado que el centro de la ciudad haya dejado de ser uno de sus principales lugares de alojamiento, trabajo y convivencia. Cuentan con cerca de una decena de viejas y deterioradas vecindades, cuyos cuartos son transmitidos de padres a hijos, por lo que es más frecuente encontrar familias jóvenes en el centro de la ciudad que en la periferia.

La necesidad que tienen las familias de maximizar los espacios que han conquistado en la ciudad impide que abandonen el centro. Vivir en esta área de la ciudad permite a las familias jóvenes, sobre todo a las mujeres que tienen hijos pequeños, atender el hogar y simultáneamente desempeñar el comercio callejero a unos cuantos metros de sus viviendas. Aprovechan su ubicación en esta área para adquirir a menor costo las mercancías que venden, evitar el pago de rentas y obtener una serie de servicios sin costo.

En el Centro Histórico existen numerosas vecindades intestadas, abandonadas o de rentas congeladas que continúan albergando a la población indígena de más bajos recursos. Muchas de las construcciones se encuentran a punto de derrumbarse. Los mazahuas del Estado de México viven en una decena de viejas vecindades, mientras que los triquis de San Juan Copala viven hacinados en edificios públicos y predios baldíos que son propiedad federal o de particulares. A raíz de los sismos de 1985, diversas construcciones fueron demolidas. Los predios baldíos y edificios inhabilitados y programados para su demolición han sido ocupados por los otomíes de Querétaro y los mazahuas del Estado de México.

Una característica de las familias indígenas que residen en el centro de la ciudad es que viven del comercio e incorporan la mano de obra familiar (incluyendo a los niños) a las actividades de aprovisionamiento. Las mujeres, al igual que sus madres y abuelas, realizan la venta de frutas y semillas, ahora también de artículos industrializados. Los niños colaboran con el gasto familiar vendiendo dulces o limpiando parabrisas de automóviles en los cruceros. Acuden a las salidas de teatros, cines y de "los antros" (cabaretes y centros nocturnos) para vender dulces y golosinas. Los padres se dedican al comercio o trabajan como aseadores de calzado.

Los triquis y los otomíes producen artesanías que ofertan en las calles céntricas de la ciudad, sobre todo por la afluencia del turismo que llega al Centro Histórico y la Zona Rosa. El Zócalo de la ciudad cotidianamente se asemeja a un tianguis artesanal en el que convergen migrantes y productos artesanales de una gran diversidad de procedencias: totonacos de Papantla, Veracruz; mujeres nahuas de Ixhuatancillo, Veracruz; nahuas de Guerrero, Puebla y Veracruz, y hasta artesanos procedentes de Guatemala.

Los indígenas que viven en el centro reciben continuas amenazas de desalojo por parte de reales o supuestos dueños de los predios en que habitan. En algunos casos se han presentado intentos violentos de desalojo extrajudicial. Es también frecuente que los indígenas vivan en un peligro constante debido a que ocupan inmuebles dañados considerados de alto riesgo. Algunos de ellos han sido programados para su demolición, pero sus inquilinos se niegan a abandonarlos porque aseguran no tener otro lugar para vivir. Su situación se torna aún más difícil debido a que muchos indígenas migrantes, entre ellos los mazahuas, mazatecos, triquis y otomíes, no pueden adquirir una vivienda de interés social porque no son considerados sujetos de crédito. En su mayoría viven del comercio ambulante de frutas, verduras y artesanías, no tienen ingresos fijos y no pueden, por tanto, cumplir con los requisitos para adquirir una vivienda de interés social. Estas personas también suelen ser hostigadas y desalojadas cuando realizan sus actividades comerciales.

No obstante, la amenaza más importante para los indígenas que radican en el Centro Histórico de la ciudad de México es el alto índice delictivo que se registra. Problemas asociados al consumo de alcohol y drogas, y a la prostitución hacen del Centro una zona de transición donde se densifica el delito. Esta situación amenaza la integridad comunitaria, ya que tiende a afectar a los niños y jóvenes indígenas, sin que las comunidades migrantes tengan la capacidad para frenar los procesos anómicos asociados.

 

Espacios intersticiales

Los migrantes indígenas emplean diversas estrategias para incorporarse a la ciudad. Buscan maximizar los recursos que obtienen por su trabajo reduciendo los pagos que consideran innecesarios. Evitar el pago de renta de vivienda es uno de sus primeros objetivos, pues consideran que eso es como "tirar el dinero a la basura". Como parte de sus estrategias se organizan en grupos para conseguir vivienda. Invaden algunos predios federales y construyen casas improvisadas. Otros realizan la compra conjunta de algún terreno y diseñan modelos arquitectónicos en los que es posible alojar a varias familias nucleares emparentadas en un reducido espacio. En algunos casos, se construyen réplicas de las casas de tejamanil con techo de dos aguas que dejaron en sus lugares de origen, pero utilizando varilla y cemento.

Algunos de los predios que han logrado conseguir se ubican en zonas residenciales de clase media y de oficinas, que aquí denominamos "espacios intersticiales". En dichos espacios los procesos de etnicización se manifiestan de manera aguda. Los mestizos que habitan en los espacios intersticiales no quieren tener por vecinos a los indígenas. Diversos testimonios hablan de dicho proceso. En una colonia residencial de clase media ubicada en la Delegación Iztapalapa había un lote baldío. 120 familias mazahuas, procedentes de Zitácuaro, Michoacán, lo adquirieron por medio de la invasión. La posesión del terreno se regularizó con la compra conjunta a través de un crédito gubernamental. Después de algunos años de intentos de desalojo y de disputas legales contra otros supuestos dueños, comenzaron a sustituir sus casas de cartón por viviendas "de material". Desde entonces, han tenido problemas con los vecinos, pues como informa una de las víctimas:

...desde que llegamos la gente no nos quería que estuvieramos aquí, Decían que nos fueramos para nuestro pueblo. Decían "ya se nos vinieron a meter estos indios a la colonia". Este año (1997) han traído ya dos veces a los de Televisión Azteca porque dicen que estamos invadido la calle...también dicen aquí vive puro vicioso, borracho, mariguanos, niños drogadictos, rateros...nos dicen que somos unos indios ignorantes.

Otras personas de la misma comunidad de origen lograron adquirir, hace poco más de tres décadas, un predio ejidal que anteriormente era utilizado como depósito de cascajo y basura. Despues de limpiar el terreno construyeron casas de cartón. Al urbanizarse esta parte de la ciudad en donde hoy se ubica la colonia Paseos de Taxqueña, en Coyoacán, llegaron los fraccionadores que mal pagaron a los ejidatarios por sus tierras y pretendieron desalojar a los mazahuas. En 1971 llegaron los granaderos y máquinas para derribar sus viviendas. Al igual que en el caso anterior, lograron gestionar la regularización del predio y un crédito para vivienda. El predio se conoce hoy como "La marranera". Los vecinos de la zona lo señalan como un lugar peligroso y algunos lo consideran como un "nido de delincuentes".

En los casos expuestos se criminaliza la diferencia cultural, con lo cual, la discriminación étnica y el prejuicio en contra de los indígenas se suman a los nuevos elementos dentro de las imágenes o representaciones previas acerca de lo "indígena".

Las representaciones sociales tienen la capacidad de producir efectos y fortalecer el poder de quien mantiene el prejuicio. En este proceso se utilizan imágenes preexistentes para significar la lejanía o el rechazo. Así, el prejuicio antiindígena, con sus imágenes tomadas del repertorio simbólico que subyace en las representaciones sociales, es utilizado para expresar los problemas constantes en las relaciones interétnicas que se agudizan en tiempos de crisis y de competencia por el espacio urbano, el empleo y los usos de la ciudad.

 

La periferia urbana

En la ciudad se presenta un proceso de migración interna en la que se expresa la competencia por el espacio. Las familias indígenas que radican en el Centro Histórico han ido buscando su acomodo en la periferia de la ciudad, sin abandonar el centro. En algunos casos se logra la adquisición conjunta de algún predio y se construyen vecindarios que alojan a personas procedentes de una misma comunidad de origen. En otros, cada familia adquiere un pequeño terreno en el cual edifica su vivienda, por lo que no son las relaciones de vecindad sino las redes de parentesco y las relaciones de aprovisionamiento lo que les permite a los migrantes indígenas reproducir el ámbito de sociabilidad y mantener los vínculos con la comunidad de inmigrados. Otros inmigrantes ya no llegan a vivir al centro, sino que lo hacen directamente en la periferia urbana.

La población indígena tiene presencia en todas las delegaciones del Distrito Federal y los municipios conurbados; sin embargo, ésta se densifica en las periferias oriente y nordeste de la zona metropolitana. De acuerdo con el Censo General de Población y Vivienda 1990 (INEGI, 1993) la densidad de hablantes de lengua indígena (HLI) se concentró en las delegaciones y municipios periféricos de la ciudad: en Iztapalapa se registraron 22 242 HLI; en Naucalpan, 18 890; en Nezahualcóyotl, 17 582, y en Ecatepec, 16 112.

La presencia indígena en estas demarcaciones coincide, en la configuración espacial de la ciudad de México, con las zonas que concentran a la población de menores ingresos. Dichas áreas se han desarrollado como una serie de zonas concéntricas, donde los asentamientos periféricos se vuelven más pobres, más recientes y con una integración baja (en términos de infraestructura urbana, consolidación residencial, densidad de población). Son sitios donde la oferta de terrenos se encuentra menos limitada para las personas de bajos recursos (Ward, 1991). Se trata también de zonas pobres de vida cara. Los precios de los artículos de primera necesidad suelen ser más elevados que en el centro, y el costo diario de transporte se eleva considerablemente.

Un factor importante, que también explica la presencia indígena en el oriente de la ciudad, es la creación, en 1982, de la nueva Central de Abasto. Los jóvenes se incorporan al trabajo en dicha central laborando como cargadores, estibadores, "diableros" y encargados de bodega. Sin embargo, no se cuenta con un censo que nos indique cuántos de esos trabajadores son de origen indígena. Las relaciones obrero patronales son muy similares a las que los bodegueros de La Merced mantenían con sus empleados. Hasta 1998, los cerca de 40 mil trabajadores que allí laboraban carecían de seguro social y fue gracias a la intervención del gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas cuando obtuvieron esta indispensable prestación laboral. De este universo, no sabemos cuál es la proporción de trabajadores indígenas.

Entre los mazahuas hay familias que se han ido a vivir a la periferia. Quienes cuentan con mayor tiempo de residir en la ciudad y con recursos económicos viven en Nezahualcóyotl, Naucalpan e Iztapalapa. Otros viven en los alrededores de la periferia, en áreas carentes de todo tipo de servicios. Éstas se encuentran en la colonia Bordo de Xochiaca, ubicada en la salida a Puebla. Otros viven dispersos en el municipio de Chimalhuacán. Ambas zonas están conformadas por asentamientos irregulares que carecen de los servicios básicos, escasean los transportes públicos y el clientelismo político se mezcla con el terror impuesto por nuevos caciques urbanos. En tiempos de lluvia las calles se inundan y los lodazales no permiten el ingreso del transporte. La situación mas dramática se encuentra en el Bordo de Xochiaca, debido a que durante muchos años fue vertedero de las aguas negras de la ciudad. En época de lluvia, el fétido olor se desprende del suelo y se generan condiciones propicias para la emergencia de enfermedades gastrointestinales.

Vivir en un asentamiento irregular trae consigo enormes costos tanto económicos como físicos. Constituye una de las maneras en que se sostiene y reproduce la desigualdad y la miseria en el medio ambiente físico de la ciudad.

 

Conclusión

Los indígenas migrantes que radican en la ciudad de México conforman un universo heterogéneo relacionado con sus diferentes procedencias y bagajes culturales. Dicha diversidad se muestra en las múltiples estrategias que tienen para incorporarse a la ciudad; sin embargo, la heterogeneidad pasa a un segundo plano frente a la alteridad mestiza que los unifica bajo el denominativo común de "indígenas", con toda la serie de atributos y valoraciones que le vienen asociadas.

Independientemente de su lugar de procedencia, los migrantes indígenas viven en la ciudad un segundo proceso de etnicización al que responden de diferentes maneras. En algunos casos llevan a cabo una práctica orientada a ocultar los indicios de identidad para evitar la discriminación. Cambian u ocultan los elementos de su cultura que les resultan disfuncionales en la ciudad, sobre todo aquellos que operan como indicios de su pertenencia étnica. Entre los migrantes de segunda generación es notable el abandono de la lengua materna y el cambio en el atuendo distintivo.

El cambio cultural, sin embargo, no conduce necesaria ni obligatoriamente a la eliminación de las fronteras étnicas. Dicho en otros términos, las colectividades y grupos étnicos pueden adoptar (siempre de manera selectiva y jerarquizada) aquellos elementos culturales que pertenecen a los mestizos, sin que ello implique un cambio de igual magnitud en las identidades sociales (Giménez, 1994).

Las presiones aculturativas a las que históricamente han estado sujetos los indígenas de México se expresan en la ciudad con mayor crudeza, lo que explica los procesos de cambio cultural. Estos procesos no conducen necesariamente a la asimilación del migrante por parte de la sociedad receptora. Hay, en efecto, migrantes indígenas que buscan ser asimilados a la sociedad receptora, pero no siempre logran su objetivo, pues no basta el deseo del que busca ser asimilado. Se requiere, además, que la sociedad o el grupo al que pretende ser asimilado lo acepte como un miembro pleno de los suyos. Si bien esto se puede lograr a nivel individual, difícilmente se presenta a nivel grupal. En otras palabras, para que un grupo étnico sea asimilado, se requiere eliminar las fronteras que son interpuestas por el mismo, y también aquéllas que erigen los mestizos. No hay que subestimar el hecho de que en las relaciones interétnicas suelen ser los miembros pertenecientes a las categorías superordinadas los más activos promotores del mantenimiento de las fronteras.

En esta dinámica, las presiones aculturativas no conducen necesariamente a la desagregación. Actualmente, los indígenas en la ciudad han ido gestando un movimiento tendente a reivindicar un conjunto de derechos que les han sido negados. Éstos se refieren a la lucha por el derecho al trabajo que se expresa en las organizaciones de comerciantes en la vía pública y de inquilinos que hacen uso de su distintividad étnica para mostrarse como actores sociales colectivos. En algunos casos, como en el de los mazahuas, algunas organizaciones han elaborado propuestas legislativas orientadas a garantizar el respeto a la diferencia cultural y el acceso a la plena ciudadanía. En esta lucha, los indígenas en la ciudad han ido formulando propuestas y creando frentes pluriétnicos. Cuentan con agentes transformativos que logran convocar a la reagregación grupal y a la resignificación de sus culturas e identidades sociales. En este proceso, el ser indígena adquiere un nuevo significado que hermana a los indígenas metropolitanos con las luchas de los zapatistas en el sureste mexicano.

 

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Notas

1 Todas las colectividades culturales que hoy llamamos "étnicas" son producto de un largo proceso histórico llamado "proceso de etnicización", por el cual ciertas colectividades son definidas y percibidas como foráneas (outsiders), como extranjeras en sus propios territorios. Existen diversos tipos de etnicización, pero todos tienen una característica en común: la separación o alteración de los vínculos de las colectividades culturales con sus territorios ancestrales o adoptados (Oomen, 1997 y Giménez, 2000).

 

Información sobre la autora

Cristina Oehmichen Bazán. Maestra en Antropología por la Escuela Nacional de Antropología e Historia y Doctora en Antropología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es investigadora de tiempo completo del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM y profesora de posgrado en Antropología de la misma institución. Es candidata a investigadora nacional en el Sistema Nacional de Investigadores (SNI). Sus publicaciones más recientes son: "Relaciones de etnia-género en la migración femenina rural-urbana: mazahuas en la ciudad de México", en lztapalapa, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, núm. 45, 1999; Migración y relaciones de género en México (en coautoría con Dalia Barrera Bassols), 2000, y "Las mujeres indígenas migrantes en la comunidad extraterritorial", en Migración y relaciones de género en México. Correo electrónico: cristio@servidor.unam.mx.

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