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Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.6 no.26 Toluca oct./dic. 2000

 

Reestructuración, flexibilidad y trabajo en América Latina*

 

Eduardo Aquevedo S.

 

Universidad de Concepción.

 

Resumen

La finalidad de este texto es abordar, de manera obligadamente sintética, los nuevos procesos socioeconómicos que se están registrando en América Latina durante las últimas décadas, y particularmente el referido a las relaciones entre los fenómenos de flexibilización y sus efectos en los mercados de trabajo y procesos democráticos en varios países de la región. Atención especial se presta a los procesos de precarización de la fuerza de trabajo en una gran cantidad de países de la región, con la extensión del trabajo temporal, con y sin contrato, y a la subsecuente reducción de los costos salariales en los diferentes sectores de la economía.

 

Abstract

The aim of this study is to analyze, in a necessary synthetic way, the new socioeconomic procedures that have been taking place in Latin America during the last decades, and particularly the one that refers to the relations among the flexibilization phenomena and their effects in the work markets and democratic processes en various countries of the region. Special attention is given to the precarization processes of the work enforcement in a large number of countries of the region, with the extension of temporary work, with or without contract, an the subsequent reduction of the salary costs in the different sectors of the economy.

 

Elementos de contexto: un periodo de transición

El sistema económico mundial vive un periodo de profundas mutaciones y reestructuraciones desde hace por lo menos un par de décadas, (Castells, 1991, 1998y Coriat, 1990), cuyos impactos sobre la estructura y dinámica de los mercados de trabajo en América Latina, así como, por lo demás, en muchas otras regiones del mundo, es tan sólo una de sus manifestaciones visibles. Sus impactos son también profundos en otros ámbitos, como los modelos de desarrollo en general, las estructuras de clase, las relaciones internacionales y de poder, las prácticas culturales, etc., al punto de configurar en los hechos una situación de transición hacia una nueva etapa del desarrollo capitalista (Castells, 1998; Beaud, 1994 y Kosik, 1993, 1994), cuyas configuraciones particulares son, sin duda, difíciles aún de prever. Por ello constituyen, en consecuencia, un tema absolutamente abierto. Las tendencias principales que contextualizan el fenómeno que nos ocupa en este texto son varias, de las cuales destacaremos cuatro:

La revolución científico-tecnológica (RCT) en curso

La RCT (Castells, 1991; Lojkine, 1992 y Coriat, 1990) está basada prioritariamente en la microelectrónica y en las tecnologías de la información (informática, telecomunicaciones, etc.). En torno a estas nuevas matrices tecnocientíficas se articulan actividades de investigación, descubrimientos y aplicaciones cada vez más amplias y decisivas en diversos dominios (nuevos materiales, biotecnologías, nuevas fuentes energéticas, etc.). Este fenómeno, empujado y catalizado principalmente por procesos económicos crecientemente exigentes y complejos a partir de la Segunda Guerra Mundial, retroactuó a la vez sobre dicha dinámica económica, incorporando nuevos vectores o fuentes de productividad y otorgándole niveles aún más altos de complejidad. Lo que interesa destacar aquí es que este proceso consolida la (relativamente) nueva simbiosis entre economía, ciencia y técnica, que comienza a plasmar en determinadas áreas o territorios (periféricos y centrales) una dinámica de crecimiento —concentrador, excluyente y desigual—, pero, en todo caso, extremadamente importante y virtualmente ilimitada de las fuerzas productivas con decisivos impactos a escala mundial.1 Ahora bien, en virtud de esta RCT, no sólo la ciencia y la tecnología en general, sino específicamente el conocimiento y la información se transforman en factores decisivos de los procesos productivos,2 tanto en los países centrales como en los países semiperiféricos de mayor dinamismo (Corea del Sur y Taiwan, por ejemplo), en la medida que incorporan dichas tecnologías nuevas a sus actividades productivas. Acotemos sólo que este inmenso proceso, traducido también en un fuerte imperio de la tecnociencia, tiene igualmente consecuencias ambiguas, contradictorias y ambivalentes en los diferentes niveles del sistema mundial (Morin, 1990, 1991; Morin y Kern, 1993 y Habermas, 1973, 1985),3 con predominio probable de aquellas de signo negativo.

La centralidad de la regulación mercantil

El desarrollo histórico del capitalismo se caracteriza por una constante extensión de la actividad mercantil, así como de la salarización; sin embargo, nunca este proceso de mercantilización avanzó con tanta rapidez y profundidad como durante las últimas décadas. El hombre, la sociedad y el propio planeta tienden, pues, a subordinarse rápidamente a la lógica mercantil, al punto que no pocos pretenden que las relaciones de mercado son "inherentes a la naturaleza humana". Como lo indica Polanyi (1983), la sociedad se transforma progresivamente en un simple "auxiliar del mercado".

En consecuencia, el mercado —principalmente en la región occidental del planeta— no sólo se convierte a grandes zancadas en el único regulador de la economía, sino también en el regulador central de la sociedad. Constituido así en "la fuente y matriz del sistema", el mercado reduce inexorablemente las relaciones humanas, ambientales y sociales a relaciones estrictamente económicas o monetarias. La jerarquía entre los componentes de la dinámica social sufre profundos trastrocamientos. Las actividades económico-mercantiles tienden, a la vez, a autonomizarse de los demás componentes (políticos, religiosos, culturales, etc.) y a subordinarlos. Y al interior del espacio económico, el sector industrial pierde terreno en beneficio del sector servicios, y las actividades directamente productivas son dominadas por las de tipo monetario-financiero (Beaud, 1994). En este sentido, la fuerte hegemonía de las políticas monetaristas o librecambistas de inspiración neoliberal4 en zonas dominantes del planeta se explica, por un lado, por su gran coherencia e identificación con esta tendencia mercantilista de fondo, profunda, que se retroalimenta a través de múltiples vectores, que marca la realidad contemporánea de las últimas décadas, y, por el otro, no hacen sino propagarla y profundizarla.

La mundialización (o globalización) económica y social

No sólo los mercados, sino también el capital, la producción, la gestión, la fuerza de trabajo, la información y la tecnología se organizan en flujos que atraviesan las fronteras nacionales. Si bien la actividad productiva (medida en volúmenes de producción e intercambio) de las empresas de los países centrales continúa orientada, en lo fundamental, hacia sus respectivos mercados internos, es indiscutible que la mundialización o globalización de los procesos productivos aparece ya como el parámetro director (Amin, 1993). No obstante los volúmenes preponderantes de intercambio asumidos en el marco de los estado-nación y el peso creciente de los procesos de integración regional, lo concreto en efecto es que las economías nacionales son cada vez menos unidades pertinentes de contabilidad económica (Castells, 1991, 1998). La competencia y las estrategias económicas, tanto de las grandes como de las pequeñas y medianas empresas, tienden a definirse y a decidirse en un espacio regional, mundial o global.

La globalización aparece entonces como una resultante esencial y, al mismo tiempo, como la forma o modalidad concreta asumida por el proceso de mercantilización indicado antes. La mercancía y su intercambio —auténtico y complejo fenómeno socioeconómico de autorregulación y autoorganización (Morin y Kern, 1993)— traspasa las fronteras, horada ideologías, echa abajo muros, modifica conciencias y comportamientos, estimula e incorpora el progreso técnico, hace crecer simultáneamente la riqueza y la pobreza, integra minorías y excluye mayorías, unifica (y a veces también divide) países, regiones y territorios, y, por último, después de no pocos rodeos y tergiversaciones, tiende a imponer su ley al planeta entero en cada una de sus dimensiones. En lo inmediato, en todo caso, parece evidente que este fenómeno no reversible es sustentado principalmente por las grandes firmas multinacionales y responde preferentemente a sus intereses.

Un nuevo "orden" económico internacional

Pero ese proceso de mundialización o globalización del mundo moderno, y de sus estructuras económicas en particular, se acompaña simultáneamente de otra tendencia, referida más específicamente a su contenido, que tiene que ver con la configuración de un nuevo orden económico mundial. Aproximadamente 20 años de crisis, de integración masiva del progreso técnico en los procesos productivos, de reestructuración y modernización, de cambios notables en la división internacional del trabajo y de mundialización de los procesos productivos, etc., han hecho posible la emergencia progresiva de un sistema u "orden" económico internacional profundamente transfigurado, caracterizado esencialmente por tres subtendencias, que por razones de espacio nos limitaremos sólo a enunciar: a) cuasi estagnación persistente o lento crecimiento de la economía global (Thurow, 1996) y, simultáneamente, creación de condiciones de una nueva dinámica de crecimiento centrada en determinadas áreas o territorios del planeta (Aglietta, 1997) apoyada en el uso intensivo de las nuevas tecnologías (esto no se identifica pero se vincula a la denominada "nueva economía" (Dornbusch, 2000 y Gorz, 1998); b) aumento considerable de la brecha entre países y poblaciones pobres y ricas a nivel mundial (Thurow, 1996), y c) una configuración abiertamente piramidal, polarizada y jerarquizada de la estructura de la economía-mundo5 que tiende hacia desequilibrios crecientes.

 

Reestructuración internacional y flexibilización

Los elementos anteriores permiten situar en un contexto más amplio fenómenos como los procesos de reestructuración y flexibilización registrados en el último periodo. Desde los años setenta, con el agotamiento del crecimiento y de los modelos de desarrollo de posguerra, fue evidente que las más poderosas instituciones financieras y económicas internacionales debieron abocarse a enfrentar la crisis y a promover o incitar (con mayor o menor coordinación y sin que ello exprese necesariamente una "confabulación") la edificación de un nuevo orden económico internacional, que difiere considerablemente del precedente (Laborgne y Lipietz, 1992a; Rufin, 1991 y Durand, 1993).6

A las rigideces y altos costos operativos del régimen fordista en el centro, y de una taylorización heterogénea, tradicional e ineficiente en los países periféricos, se comenzó, de hecho, a contraponer patrones de acumulación y modos de regulación flexibles, transformándose dicha flexibilización de los sistemas productivos y de los mercados de trabajo en un verdadero paradigma a escala internacional. No hay ningún misterio en el hecho de que el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), además de los gobiernos de los principales países desarrollados, transformaran esta opción en una auténtica ortodoxia, por lo menos desde comienzos de los años ochenta en adelante (el denominado Consenso de Washington data de los inicios de los años ochenta) (Frenkel et al., 1992), y en un instrumento clave para superar la crisis estructural iniciada o evidenciada en la década anterior.

En todo caso, puede sostenerse que, más allá de ciertos dogmatismos y de utilizaciones abusivas de la flexibilización en demérito de la fuerza de trabajo, esta orientación tenía y tiene fundamentos serios. Parece difícil objetar en el plano teórico, una orientación que cuestione y busque superar las evidentes rigideces y anacronismos del fordismo y del taylorismo, y que promueva cambios en favor de una mayor flexibilidad de los procesos productivos y de las relaciones sociales (Laborgne y Lipietz, 1992a).

El problema es que este gran viraje internacional, esta gran mutación, carece totalmente de inocencia o neutralidad y, por el contrario, tiene objetivos económicos y sociales bastante precisos: contribuir, por un lado, a una importante reducción de los costos de producción del sistema para acrecentar los márgenes de ganancia y, eventualmente, fortalecer o relanzar la acumulación de capital en un espacio internacional crecientemente globalizado, y, por otro, que este esfuerzo recaiga principalmente sobre la fuerza de trabajo, obligándola por diversas vías a ceder una parte del excedente que llegó a controlar, a través del incremento de los salarios directos e indirectos, hasta comienzos de los años ochenta. De hecho, como es sabido, se han registrado importantes transferencias de excedentes desde el trabajo hacia el capital a escala internacional, lo que se manifiesta visiblemente en los deterioros persistentes de la distribución del ingreso constatados año con año por organismos como el Programa de Naciones Unidas (PNUD) y la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), entre otros.

La flexibilidad ha hecho ya progresos importantes en el Norte y en el Sur, y se ha transformado de hecho en un soporte y en una orientación decisivos de las políticas económicas durante la última década. En América Latina es una práctica que se implanta desde hace más de dos décadas (Chile es uno de los países que ha hecho el recorrido más largo y, quizá, más exitoso por esta vía); pero en la última década, según lo señalan la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la CEPAL, dicha práctica se ha establecido, aunque no sin dificultades y resistencias, en la mayoría de los países latinoamericanos, y especialmente en México, Argentina, Colombia, Perú, El Salvador, Brasil, Ecuador y Panamá, mediante modificaciones de mayor o menor profundidad en sus respectivas legislaciones laborales.

 

Hacia mercados de trabajo fuertemente segmentados

Por lo pronto, digamos que esta nueva orientación, muy propia y característica de la denominada "nueva economía" en gestación a escala internacional, ha producido modificaciones profundas en los mercados de trabajo de cada país, haciéndolos cada vez más duales o segmentados. Hay evidencias cada vez más sólidas en el sentido de que se avanza en el sur (así como también en el norte) de nuestro continente hacia mercados caracterizados, por un lado, por un núcleo progresivamente declinante de trabajadores de mayor calificación y productividad, con contratos más estables o indefinidos, con coberturas sociales más amplias, con condiciones de trabajo más dignas y, desde luego, con salarios en promedio más altos, y, por otro, por un sector o segmento de trabajadores de menor calificación y productividad, con contratos a tiempo parcial, temporales, o incluso sin contrato, y con salarios, en general, notoriamente más bajos (Rifkin, 1996).

Según datos aportados por la CEPAL y la OIT, este segundo sector del mercado de trabajo representa todavía una porción minoritaria de la fuerza de trabajo global, esto es, no más de 30 por ciento; sin embargo, mientras el sector estable o protegido tiende a estagnar o retroceder, el sector precarizado crece rápidamente, en especial durante la última década. Porque, en verdad, de eso se trata: del nacimiento y desarrollo de un segmento de trabajadores crecientemente precarizados, tanto en sus relaciones contractuales con el empleador, cada vez con más frecuencia un empresario subcontratista, como en lo que se refiere a las condiciones de trabajo y a sus niveles de salario.

En estudios recientes y convergentes de especialistas de la OIT y de la CEPAL se constata que el grado de precarización resultante del crecimiento de los trabajadores temporales, con o sin contrato, ha aumentado en todas las ramas de actividad y en todos los países, con excepción de los servicios personales en Argentina. En dichos estudios se observa que este proceso ha sido relativamente más pronunciado en la actividad comercial y en los servicios. El menor aumento relativo de la precarización se observa en la industria (excepto en Argentina, donde aumentó casi 4.5 por ciento) y en la construcción, que ya registraba desde antes un alto grado de precariedad. Se constata, además, que la precarización en Perú ha sido más alta, incrementándose 30 por ciento en la industria y 41 por ciento en los servicios. Ahora bien, estos datos referidos en particular a los trabajadores temporales también son válidos para otras categorías, como los empleados a plazo fijo.

 

Subcontratación, trabajo temporal y reformas laborales

La extensión creciente del empleo temporal tiene como contrapartida, en América Latina, así como en otras latitudes, la afirmación del empresario subcontratista como figura central, esto es, como intermediario privilegiado e indispensable entre el trabajador temporal o a plazo fijo y la gran empresa. El subcontratista es parte entonces de este nuevo triángulo mediante el cual la gran empresa externaliza una parte importante de sus costos, reduciendo en particular los gastos salariales, y también una parte considerable de los riesgos vinculados, por ejemplo, a la resistencia social o sindical. En este sentido, el empresario contratista no sólo es necesario para el reforzamiento del potencial de acumulación de la gran empresa, sino que también debe ser considerado como elemento consustancial de las estrategias de flexibilización implantadas en nuestra región.

Una característica central de estas nuevas evoluciones en las sociedades latinoamericanas, como consecuencia de los mencionados procesos de flexibilización de las relaciones laborales, es el crecimiento del trabajo por tiempo determinado, y particularmente del trabajo temporal. Ésta es, sin duda, la coordenada principal que determina y explica los procesos de precarización del empleo (Sotelo, 1999).

En las líneas que siguen haremos referencia especial sobre algunas tendencias principales que caracterizan a este segmento de creciente importancia de los mercados laborales de América Latina, para luego subrayar algunas conclusiones, al menos provisionales.7

Cabe recordar que entre las décadas de los setenta y los noventa se registraron profundas reformas a la legislación laboral vigente sobre las modalidades de contratación en la mayor parte de los países de la región (Tokman y Martínez, 1999a). A diferencia de la legislación anterior, de carácter más proteccionista, que priorizaba ampliamente el contrato de duración indefinida y en donde los contratos temporales eran más bien una excepción, en las nuevas legislaciones ambas formas de contrato son, en el mejor de los casos, puestas en el mismo lugar, sin preferencia formal por uno u otro. Ahora bien, esta reforma en materia de contratación implica al menos dos orientaciones básicas. Por un lado, se amplían significativamente las situaciones en las que se justifica recurrir a la contratación temporal, así como la extensión de la duración de los mismos; por otro, se otorga explícitamente una mayor facilidad legal para recurrir a la subcontratación de trabajadores, ya sea a través de empresas privadas de colocaciones o incluso, en algunos casos, de cooperativas.

De acuerdo con estudios concordantes, los resultados que se pretenden alcanzar con dichas reformas son esencialmente cuatro (Tokman y Martínez, 1999a): primero, posibilitar que el empleador ajuste con mayor flexibilidad y menor costo el tamaño de la plantilla de trabajadores a los requerimientos variables de la demanda, permitiendo así reducir los costos laborales, como se dijo ya antes; segundo, reducir el costo de contratación, en la medida que el salario pagado al trabajador a tiempo determinado sea inferior al de un trabajador permanente, como en realidad ocurre en la mayoría de los casos. El resultado debiera significar una reducción en el costo laboral promedio, y si la productividad es constante o creciente, ello se traduciría en una mayor competitividad de la empresa; tercero, la generación de un aumento de la demanda de trabajadores temporales, debido al menor costo relativo de contratación de este tipo de trabajadores, y cuarto, como resultado de lo anterior, el aumento de manera general de la elasticidad ingreso-empleo asalariado; esto es, el crecimiento generaría una mayor creación de puestos de trabajo asalariado.

Digamos, por lo pronto, que este resultado tiende también a verificarse, creando una masa creciente de "ocupados pobres", es decir, de empleados con muy bajos ingresos. Hoy, en efecto, la categoría de pobreza se refiere a una subcategoría de ocupados o empleados, a diferencia del pasado en que la pobreza era estrictamente sinónimo de desempleo.

 

Tendencias principales

Al observar ahora más detenidamente los resultados ya logrados y no sólo esperados, destacaré tres hechos o tendencias principales que, en lo esencial y sin entrar en mayores detalles en honor al tiempo, se ajustan bastante bien a las expectativas cifradas en las mencionadas reformas.

Un primer logro importante, como ya se adelantó, es el aumento del número de asalariados con contrato temporal. En efecto, la información disponible pone en evidencia que la proporción de asalariados privados urbanos con contratos temporales ha aumentado, especialmente en Perú y Chile. En Perú, el porcentaje de asalariados temporales respecto al total de asalariados con contrato en la industria, la construcción y los servicios se incrementó de 29.4 a 55.3 por ciento de 1989 a 1997. En Chile, dicha proporción en las mismas tres ramas aumentó de 11.3 a 17.4 por ciento en 1997 (es muy probable que dicha proporción se haya incrementado en los años siguientes). En Argentina (Gran Buenos Aires) los trabajadores temporales representaban en 1990, 3.2 por ciento del total de asalariados con contrato en la industria y servicios, y en 1996, 4.1 por ciento. En Colombia, esta categoría de trabajadores en la construcción, la industria y los servicios pasaron de 11.2 por ciento, en 1989, a 12 por ciento en 1996. Si a los trabajadores temporales con contrato se agregan los asalariados sin contrato, en total los aumentos de la categoría de trabajadores sin protección e inestables, es decir, precarios, aumenta 12 por ciento en Argentina, 6.5 por ciento en Chile y alrededor de 23 por ciento en Perú. Más aún, según las fuentes indicadas, si se consideran los asalariados simplemente sin contrato (en negro) y los trabajadores temporales también sin contrato, en conjunto estas dos subcategorías representan alrededor de 45por ciento del empleo total en estos cuatro países, donde los trabajadores sin contrato, constituyen, en promedio, dos terceras partes del total; es decir, estamos en presencia de una situación de precarización del empleo de gran magnitud.

Un segundo logro importante de dichas reformas es el importante aumento de la proporción de trabajadores urbanos sin contrato de trabajo. Por ejemplo, en la industria y servicios, la proporción de asalariados privados urbanos sin contrato en Argentina pasó de 21.9 por ciento del total de la fuerza de trabajo privada en 1990, a 33 por ciento en 1996, situación que explica el aumento del empleo en 149.4 por ciento. En Chile, los asalariados sin contrato en la industria, los servicios y la construcción crecieron de 14.1 por ciento del total de la fuerza de trabajo asalariada privada en esos sectores en 1994, a 15.6 por ciento en 1996, lo que explica 51 por ciento de los nuevos puestos de trabajo generados. En Perú, en los mismos sectores, dicho sector de la fuerza de trabajo aumentó de 29.9 por ciento, en 1989, a 41.1 por ciento, en 1997, y contribuyó con 62.5 por ciento del aumento del empleo. En Colombia, al contrario de las situaciones precedentes, los trabajadores sin contrato en los mismos sectores ya señalados disminuyeron de 37.5 por ciento del total de los asalariados privados en 1989, a 31 por ciento en 1996. En este país, 95 por ciento del aumento del empleo fue con contrato. Los datos disponibles parecen mostrar que esta anomalía se debe, en suma, a una simple sustitución de asalariados sin contrato por trabajadores con contrato temporal, especialmente en las microempresas.

Un tercer logro importante de dichas reformas ha sido una indiscutible reducción de los costos salariales, vía aumento, en particular, del asalariado temporal y de los trabajadores sin contrato. Si se consideran solamente los casos de Argentina, Colombia, Chile y Perú, se constata, por ejemplo, que el costo de contratar a un asalariado temporal equivale entre 57 y 66 por ciento del contrato de un trabajador permanente. En función de las respectivas legislaciones de cada país, hay diferencias significativas entre uno y otro. En Argentina, el costo se reduce sólo 13 por ciento; en Colombia, 34 por ciento; en Chile, 41 por ciento, y en Perú, 35 por ciento. Podemos acotar que para el caso de Chile esta reducción de los costos salariales data de fines de la década de los setenta; en cambio, en los otros tres países esta circunstancia es más reciente.

Esta situación, que en sí es ya bastante desmedrada, es, sin embargo, como veremos luego, bastante más positiva que la de los trabajadores sin contrato, que representan una porción también importante de la fuerza de trabajo en estos mismos países. En efecto, mientras en Argentina el salario de esta categoría de trabajadores representaba, en 1996, 94 por ciento del sueldo del trabajador temporal y 58 por ciento del permanente, en Chile representa 91 y 53 por ciento respectivamente, y en Colombia, 94 y 62 por ciento; en Perú era equivalente al del asalariado temporal.

De manera general, puede afirmarse que el costo laboral es decreciente según si el trabajador es contratado por tiempo indefinido o por un periodo determinado, o bien si no posee contrato alguno, lo que configura, en total, los dos segmentos, señalados al comienzo, de los nuevos mercados de trabajo en América Latina. En promedio, para los cuatro países que nos sirven de referencia, el trabajador con contrato temporal representa un costo 34 por ciento inferior al contratado por periodo indeterminado. A su vez, el trabajador sin contrato representa, en promedio, una disminución del costo laboral entre 15 y 30 por ciento en relación con el trabajador temporal.

 

Trabajo, democracia y gobernabilidad en América Latina

No dejan de tener razón quienes sostienen (Fukuyama, 1992) que la democracia liberal y la economía de mercado no han cesado de extenderse durante los últimos 100 años,8 hasta ocupar hoy —sobre todo después del derrumbe de las dictaduras de tipo soviético— una posición hegemónica a escala internacional. Pero junto a tal proceso de extensión de la democracia liberal —y del consiguiente retroceso de las modalidades extremas o clásicas de totalitarismo— puede constatarse que ésta tiende simultáneamente a asumir un carácter eminentemente formal9 y crecientemente restringido.

Estas tendencias parecen derivarse de dos factores vinculados a los procesos globales señalados en una sección anterior. El primero de ellos es su fuerte interrelación con la economía de mercado, y en definitiva su subordinación cada vez más neta a la lógica de esta última. Es decir, la lógica del mercado opera en el sentido de asegurar el establecimiento de democracias restringidas, autolimitadas, incapaces de poner en cuestión el poder dirigente de los verdaderos sujetos históricos modernos: los grandes empresarios, y particularmente la gran empresa transnacional. Las democracias liberales deben ser pues coherentes, en primer lugar, con la propia economía de mercado dominante y con sus principales expresiones de clase.

En los países centrales y periféricos, la preponderancia del mercado y la intervención creciente del dinero y de las grandes empresas en la política ha tenido en las últimas décadas al menos dos expresiones básicas: aumento o generalización de los casos de corrupción del personal político (Francia, España, Italia, y Japón, en particular, entre los países industrializados), y, lo que nos parece todavía más decisivo en este sentido, un control cada vez más importante de los medios de comunicación por parte de los grandes grupos financieros (Chomsky, 1992).

El segundo factor que parece explicar el carácter restringido o el debilitamiento de la vida democrática está referido a los procesos de tecnocratización de las actividades sociales ya indicados, así como a la emergencia y desarrollo de poderosos grupos o sectores tecnoburocráticos, tanto en el mundo industrializado como periférico o semiperiférico. La esfera política, al crecer en complejidad y "tecnicidad", escapa progresivamente al control de los ciudadanos en beneficio de "expertos", "especialistas" o tecnoburócratas (Morin y Kern, 1993).

Señalemos, por otro lado, que la restricción de la democracia es precisamenete el punto de vista adoptado por la Comisión Trilateral10 en 1975, en el informe redactado por M. Crozier, S. P. Huntington y J. Watanudi, y prefaseado por el propio Z. Brzezinski, en el cual se problematiza, tal vez por primera vez de manera tan explícita, la "gobernabilidad de las democracias", se subrayan sus dañinos "excesos" y se destaca la necesidad de una efectiva "moderación" en su ejercicio (Chomsky, 1992). Se dice ahí que "Las democracias occidentales son ingobernables. Se multiplican los factores de desestabilización. En economía, las palabras clave son ahora las de redespliegue, austeridad.... Cuanto más democrático es un sistema, más expuesto está a amenazas intrínsecas" (Mattelar, 2000). Los responsables principales de este estado de cosas son designados: los intelectuales contestatarios, los sindicatos y los medios de comunicación social independientes. De donde se desprende un conjunto de iniciativas promovidas por instituciones y gobiernos comprometidos con ese punto de vista que van en el sentido de la profunda reestructuración del capitalismo ya aludida, una de cuyas finalidades centrales es restablecer "el orden" en este ámbito. Lo decisivo en este aspecto es que, a partir de ahí, la gobernabilidad adquirió una relevancia mayor que la propia democracia: ésta deberá en adelante subordinarse a la primera.

Este contexto "duro" (reestructuración del capitalismo) ha tenido un impacto duradero y profundo, como ya se ha indicado, en la evolución del empleo y de las relaciones laborales a escala internacional, y notoriamente en nuestro continente. Ahora bien, esta evolución particular plantea también, suplementariamente, problemas a la gobernabilidad de los regímenes semidemocráticos vigentes en América Latina (Salinas, 1999). En este caso se trata más precisamente de límites sociales o socioeconómicos al ejercicio de la democracia y a la gobernabilidad de esta última, precisamente como consecuencia de la implantación de medidas desreglamentadoras o desreguladoras orientadas en la dirección señalada.

La precariedad y fragmentación social inducida por los nuevos modelos de desarrollo y las estrategias de flexibilización vigentes generan no sólo una activa u ofensiva exclusión social y política de amplios sectores de la población, sino que, al mismo tiempo, al atomizar y fragmentar a tales segmentos del mundo asalariado, los induce u obliga a la marginalización de las estructuras sindicales, a prácticas forzadamente individuales, vía diversos modos de chantaje económico, al mismo tiempo que los desmoviliza y despolitiza y, en definitiva, los despoja de referentes ideológicos o culturales elementales (la tradición de organización y movilización sindical es una de ellas). Por esta vía, o bien se les arroja fuera de los márgenes de la participación política real, o bien se les coopta políticamente para prácticas conservadoras con discursos falsamente pragmáticos o a veces neopopulistas (Fujimori es un buen ejemplo de este último tipo de alternativa conservadora).

De ahí a la deslegitimación social de la política, de los partidos, a las pérdidas de sentido de las prácticas sociales colectivas, a la generación de determinadas formas de anomia social, etc., no hay más que un paso. En tal sentido, no sólo la democracia pierde sustancia y contenido real, sino que su propia "gobernabilidad" resulta también más problemática. Al minarse durablemente los canales y mecanismos esenciales de expresión de intereses y de negociación entre grupos o sectores sociales, se abre paso, en efecto, a prácticas anárquicas colectivas o individuales, a formas, en consecuencia, desreguladas de protesta o de intervención social, o, en definitiva, a formas inéditas y eventualmente más brutales de manifestación del descontento social (drogadicción, extensión de diversas o nuevas formas de delincuencia, boicot anónimo, corrupción generalizada, etc.). En fin, en este contexto, la priorización de la gobernabilidad por sobre el reforzamiento o perfeccionamiento de la democracia puede conducir a resultados saludables, aunque evidentemente paradójicos e indeseables para determinados sectores, como es el caso reciente de Venezuela. Es decir, para importantes organismos internacionales preocupados antes que nada por la "gobernabilidad", el "remedio" puede resultar más peligroso que la "enfermedad".

 

Algunas conclusiones provisionales

En América Latina se asiste, en consecuencia, a una rápida transformación de los mercados de trabajo, en el sentido ya indicado de una creciente segmentación y precarización, lo que ha permitido al empresariado reducir costos, incrementar sus niveles de rentabilidad y, en algunos casos, también aumentar las tasas de acumulación, como en el caso de Chile. Las estrategias de flexibilización aplicadas en América Latina, de tipo más defensivas que ofensivas o dinámicas, parecen, pues, exitosas en tal sentido, esto es, en lo que se refiere al fortalecimiento relativo de la competitividad de las economías de la región, sobre todo en el cuadro de la promoción de exportaciones de tipo primario. Estas orientaciones, por otro lado, tienen un impacto notoriamente negativo en el ámbito de la política, al debilitar las formas y mecanismos de participación democrática, no obstante que en el mediano plazo favorezcan, salvo algunas significativas excepciones, ciertos grados o modalidades de gobernabilidad. El fraccionamiento de los actores sociales populares (incluidos amplios sectores de clases medias) deteriora las formas tradicionales de oposición o disenso político y, como consecuencia, recíprocamente, el espacio para la dominación o hegemonía conservadora o neoconservadora se amplía. De ahí, entre otras razones, la gran fuerza actual de las políticas neoliberales.

El problema que se plantea es, en esencia, que tal estrategia general aplicada en nuestro continente parece útil sólo para formas de crecimiento económico poco exigentes en empleos calificados, que no impliquen una creciente y sólida productividad y una fuerte motivación de la fuerza de trabajo. Es decir, es útil para la reproducción de modelos de desarrollo de tipo periférico y con dinamismos sólo de corto o mediano plazos. Por consiguiente, cuando los pueblos y gobiernos, en la medida en que ello ocurra, se decidan por estrategias de crecimiento de mayor sustentabilidad social y ambiental, así como de mayor endogeneidad estructural y productiva, los mercados de trabajo deberán sufrir nuevas e importantes modificaciones, en un sentido probablemente inverso al que se constata en la década reciente. Con ello ganará también, probablemente, la práctica de la democracia y la preocupación por la "gobernabilidad" perderá bastante sentido. Apostemos, al menos, a que las prioridades entre ambas podrán invertirse.

 

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Notas

* Este trabajo forma parte de los resultados preliminares de la investigación financiada por el Fondecyt (proyecto núm. 1990383) sobre "Trabajo temporero, flexibilidad laboral y productividad en la empresa subcontratista de la VIII Región. Un estudio sobre los rezagos en la modernización socioeconómica de la actividad forestal".

1 Kosik (1994a: 36) ubica los comienzos de este "entrecruzamiento" estratégico entre economía, ciencia y técnica en las primeras décadas de este siglo. Pero es indudable que ese proceso se consolida e intensifica a partir de la Segunda Guerra Mundial y del auge fordista. El mismo Kosik describe este proceso en los términos siguientes: "Tres ámbitos de la realidad humana, que tradicionalmente existen de un modo independiente (la economía, la técnica y la ciencia), se entrecruzan en una formación simbiótica que, junto con la masificación, se convierte en el fenómeno determinante de la época moderna. Este entrecruzamiento se realiza como un crecimiento ilimitado, como la superación de todos los límites, como una inmensa intensificación y un inmenso incremento".

2 Al respecto, véase Castells (1991). Para un examen crítico del papel de la ciencia y de la técnica en tanto que fuerza productiva, ver en especial Coriat (1976).

3 Se recordará que, después de Weber, la Escuela de Frankfurt y su teoría crítica han estado a la vanguardia del tratamiento de la técnica como problemática esencial.

4 El "modelo chileno" es en este sentido más caricatural que paradigmático: la diferencia es en efecto considerable entre la aplicación de las orientaciones neoliberales en este país y, por ejemplo, en cualquier país europeo.

5 Respecto a las características de este NOEI , véase Aquevedo (1998); Rufin (1991) y Laborgne y Lipietz (1992a, 1992b).

6 En un trabajo anterior hemos sugerido, por nuestra parte, algunas ideas al respecto (Aquevedo, 1998).

7 La información y en buena medida los análisis de esta sección se apoyan decididamente en Tokman y Martínez (1999a) y CEPAL (1999-2000, 2000).

8 Fukuyama (1992: 72) subraya que "el crecimiento de la democracia liberal y del liberalismo económico que lo acompaña ha sido el fenómeno macropolítico más notable de los cien últimos años".Para un examen crítico del trabajo de Fukuyama, véase Castoriadis et al., 1992.

9 El propio Fukuyama (1992: 68-69) reconoce utilizar una definición "estrictamente formal" de la democracia cuando él determina cuáles son los países democráticos, asumiendo igualmente que "la democracia formal sola no garantiza siempre una participación y derechos iguales. Los procedimientos democráticos pueden ser manipulados por las elites y no reflejan siempre con exactitud la voluntad o los verdaderos intereses del pueblo".

10 Como es sabido, la Comisión Trilateral surgió por iniciativa de David Rokefeller, en julio de 1973 (Mattelar, 2000).

 

Información sobre el autor

Eduardo Aquevedo Soto. Maestro en Sociología por la Universidad de Concepción, Chile, y Doctor en Ciencias Económicas por la Universidad de París VIII. Ha sido profesor de Economía y Sociología en diversas instituciones europeas y en la Universidad de Concepción. Actualmente es investigador del Conicyt, Chile, y es profesor titular del Departamento de Sociología en la Universidad de Concepción. Fue vicepresidente de la Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS) y actualmente es presidente de dicha asociación y miembro del comité ejecutivo de la Sociedad Chilena de Sociología. Ha publicado diversos artículos en revistas nacionales y extranjeras. Correo electrónico: jeaquev@udec.cl

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